martes, 2 de diciembre de 2025

LA NIÑA DE JOSTEDAL

Ivan Nešić

 

Estoy sentada en un parque durante la pausa del almuerzo y estoy comiendo fiskeboller, albóndigas de pescado de una lata que logré abrir sin cortarme. Las rodajas están colocadas entre dos rebanadas de “pan de montaña noruego”, untadas con una fina capa de pasta de eneldo. Esa hierba me recuerda a la infancia: a mi abuela guardando manojos de eneldo antes de las primeras heladas nocturnas.

Los compañeros del trabajo comen a menudo lonjas de carne de reno, una costumbre que jamás podré aceptar. Si lo hiciera, creo que Papá Noel me negaría los regalos.

Si no llueve, paso cada momento libre al aire libre. Aun después de tantos años no puedo sacudirme la impresión de que aquí el verano llega y se va en una sola semana, entre dos nevadas, y por eso no abandono la rutina ni siquiera durante la pandemia.

Termino el sándwich, doy un sorbo de té helado y observo al hombre en el otro extremo del banco.

—Con imprudencia nos colocamos en posición de víctimas —dice de pronto, tal vez consciente de que lo observo con el rabillo del ojo. O quizá solo me pareció escucharlo; no puedo estar del todo segura por la mascarilla que lleva puesta.

Eso me da derecho a observarlo más detenidamente: cabello castaño sin una sola cana, rapado a los costados; el flequillo le cubre parte de la frente, y bajo sus cejas recortadas hay unos ojos hundidos cuyo color no puedo distinguir desde aquí. El resto del rostro está oculto bajo la mascarilla negra. Yo me quité la mía, pero no me la volví a poner cuando terminé el sándwich. Me gusta respirar a pleno pulmón, aunque la aplicación del móvil me advierte que el número de contagiados lleva dos semanas en aumento. Lo evalúo de pies a cabeza, sin preocuparme por las reglas del decoro; como él no reacciona, sigo su línea de interés.

A unos treinta metros del banco hay varios aparatos de ejercicio. Detrás, un parque infantil donde normalmente los chicos corren de un lado a otro, pero hoy no hay nadie. En este momento, solo un muchacho se está estirando colgado boca abajo de la barra de dominadas. Por un momento me atraviesa un miedo por él, pero la inquietud va y viene.

—¿Sabe que ya los antiguos griegos practicaban la inversión del cuerpo para contrarrestar los efectos de la gravedad? —me pregunta el hombre sin mirarme—. El modo más adecuado para eso son las botas antigravedad.

Sé lo que son las botas antigravedad; las he visto en el gimnasio: unos soportes con ganchos que se fijan en las barras y se ajustan a los tobillos. No me atrevo a usarlas: si me cayera y me rompiera el cuello, pasaría el resto de mi vida comiendo por una pajita y haciendo mis necesidades encima. No, gracias; la cinta para correr es reto suficiente.

Finalmente cruzamos miradas: sus ojos son gris verdoso, libres de arrogancia, pero en ellos hay una cierta distancia, y reacciono impulsivamente.

—Bueno… debería irme —digo, aunque mi excusa carece totalmente de fuerza. ¿Acaso ese misterioso apuntador aparecerá para susurrarme la frase salvadora ante el único espectador presente?

—Como guste —dice, pero en esa palabra no hay aliento alguno. Me quiere allí, donde estoy.

Sigo sin moverme, como hipnotizada. Por fin reacciono, me doy vuelta sin despedirme, y él tose significativamente.

Me detengo y giro hacia él: sostiene en alto mi mascarilla, que había olvidado, sujetándola entre dos dedos, como si fuese pestilente. Saco otra del bolso, sin usar. Me pongo las tiras elásticas detrás de las orejas, la acomodo, y cuando miro hacia el banco ya no están, ni él ni mi mascarilla.

 

Después del trabajo vuelvo al piso en el que vivo. Estoy en el comedor, leyendo un mensaje de mi prima, que vive en mi tierra natal.

Sus reflexiones a menudo derivan en el autoanálisis; intenta encontrarse a sí misma en estas nuevas circunstancias. Me habla de su dilema respecto a vacunarse y observa que, en cualquier caso, será víctima de su elección. Pienso que es la segunda vez en poco tiempo que escucho la palabra “víctima”. ¿La usamos demasiado a la ligera? ¿O es que es más fácil encarnarla que oponer resistencia?

No pienso darle ningún consejo: no quiero cargar con la culpa de las decisiones equivocadas de otros; en ese caso yo misma me convierto también en víctima.

En ese momento entra mi padre. En una mano sostiene un cuaderno y un lápiz afilado como una aguja.

—Cinco —dice triunfal, levantando la otra mano con los dedos extendidos.

—¡Seis! —le respondo, sin ninguna compasión. Sé que no es sabio provocarlo, pero no puedo evitarlo.

Él rompe a llorar. Siento un pinchazo de culpa; me levanto de la mesa y lo abrazo.

—Vamos, los contaremos juntos —digo cuando se calma. Su rostro se ilumina como el de un niño.

Vamos primero al dormitorio: allí hay una ventana. Luego pasamos al salón y sumamos dos más: ya son tres. En el comedor hay otra, y en el baño una muy pequeña, como un marco para una foto familiar.

—¿Ves? —dice él—. Son cinco.

Lo llevo de vuelta al salón. Nos detenemos frente a la puerta que conduce a la habitación más pequeña.

—La habitación de mamá —digo—. También tiene una ventana. Por lo tanto, son seis.

Papá gira la manija, pero la puerta está cerrada. Me mira suplicante. Me encojo de hombros.

—¿Cómo sé que hay una ventana ahí?

—Es la habitación de mamá, sabes que tiene una. La única que da al patio interior.

Me mira como si me viera por primera vez. Deseo golpearlo para devolverlo a su versión anterior.

—¿Tienes la llave?

—No —miento sin pestañear.

Él sigue dándole vueltas a algún pensamiento perdido en su cabeza llena de absurdos.

—¿Y si ella está ahí dentro?

—¿Quién? —me sobresalto—. ¿Mamá?

Apoya la oreja en la puerta, escuchando; yo espero con impaciencia a que se convenza por sí mismo. Contengo el aliento: el silencio se vuelve absoluto. Finalmente se rinde y apoya la frente sobre la madera, pero luego empieza a golpear.

—¡No hay nadie! —grito cuando los golpes se vuelven tediosos—. Por favor, basta, no hay un alma ahí.

—Y mi madre… ¿dónde está?

—¡No la tuya, sino la mía! ¡La tuya murió hace mucho!

Y la mía se fue, quiero decirle.

Veo que no entiende: la inversión convierte a las personas en no-personas. Mi padre se ha perdido en los pasillos de su propia mente, pasillos que no llevan a ninguna parte y nunca terminan. Lo que ha salido de allí está irrevocablemente invertido.

Se rasca la cabeza, buscando un pensamiento. Intenta palpar el camino hacia su cerebro, meter los dedos y arrancar la enfermedad. La caspa cae de sus uñas a sus hombros, y tiemblo al pensar en los copos de nieve.

—Voy a contar las ventanas…

—Sí —digo—. Cuenta las ventanas, pero esta vez no te apures.

Mi padre no sabe cómo vivir, pero por eso mismo no renuncia a la vida.

—Si me dejas descansar —le digo—, esta noche sacaré al perro de la vecina y los pasearé durante el toque de queda. —Le señalo con el dedo—. ¡Pero solo alrededor del edificio!

Me aplaude y va al dormitorio.

Ha pasado una década desde que mis padres emprendieron la búsqueda de la felicidad. Yo tenía diez años, y a esa edad los adultos tienden a ignorar que los niños tienen opinión propia. Para mis padres, la olla de oro al final del arcoíris estaba enterrada en una pequeña ciudad de la costa suroeste de Noruega: llegamos seducidos por las historias del compañero de trabajo de mi padre, también cerrajero.

Cuando fui a empezar la secundaria nos mudamos a las afueras de Oslo. Pero la demencia prematura de mi padre y una vida sin sol quebraron a mi madre. Me rogó que le cuidara su habitación con la máquina de coser, porque volvería algún día. En cuanto respirara un poco.

Era fundamental que no dejara entrar a papá allí. Temía que se alterara aún más; en la habitación estaban todas sus cosas, pero ninguna en su sitio: como en la fuente misma del Alzheimer.

 

Al día siguiente me siento en el mismo banco, pero esta vez como un sándwich de hummus y tomates cherry. Llevo la mascarilla sujeta al tobillo izquierdo porque no tengo otra. Dos chicos rondan los aparatos de ejercicio, pero diría que ninguno es el de ayer. Tampoco está mi conocido. Sigo masticando sin sentir el sabor; pienso que quizá me contagié. Cuando tomo el último bocado, una figura se sienta a mi lado. Giro la cabeza… y casi me desmayo.

A mi lado hay una persona vestida como un médico de la peste medieval. Una capa negra como el alquitrán, de lona encerada, le llega casi hasta los tobillos. Lleva un sombrero de ala ancha, y en las manos unos guantes cuyos dedos se aferran con fuerza a un bastón de madera rematado en una cabeza de león plateada. Su rostro está oculto tras la máscara del pico curvado donde se ponen hierbas aromáticas. Pero detrás de los cristales reconozco los ojos gris verdosos.

—Hola —digo—. No pensé que nos encontraríamos tan pronto.

Miento torpemente; creo que percibe esa resonancia mínima de falsedad en mi voz.
Él toma la máscara y se la quita del rostro, pero no puedo ocultar mi decepción al ver que debajo lleva otra, parecida a la de ayer.

—Le contaré una historia —dice con voz segura, arrogante, y yo, aunque herida por esa soberbia, no hago nada para detenerlo. Podría tomarme si quisiera, solo tendría que estirar la mano.

—Entre los nórdicos está muy extendida la leyenda de Pesta: una anciana que camina llevando una escoba. Sin embargo, encontrarse con ella es la última experiencia en esta tierra. Imagino que lo intuye: Pesta es la personificación de la muerte, y su misión es barrer vidas humanas con esa escoba.

Hace una pausa, quizá para dar dramatismo, o porque los dos chicos nos miran. Uno de ellos señala hacia aquí.

Conozco la leyenda de Pesta; de niña aprendí también la rima:

Pesta, Pesta,

háganle lugar,

que si agita su escoba,

todos mueren al instante.

—En la Noruega occidental se extiende el valle de Jostedal —continúa el médico de la peste—. Antaño era un lugar muy aislado y alejado de otros asentamientos. Durante la peste, los más acomodados huyeron allí, cortando casi todo contacto con el exterior. La única comunicación eran mensajes dejados bajo una piedra. Esa piedra existe aún hoy y la llaman la Piedra de las Cartas. Pero aun con todas esas precauciones, la peste penetró en el poblado y mató a todos, excepto a una niña. Ella sobrevivió al desastre, y más tarde se casó y tuvo hijos.

—No es precisamente un cuento para dormir —comento con sarcasmo.

Mi narrador no presta atención a lo que digo: observa a los dos chicos. Aunque están lejos, siento cómo la tensión densifica el aire entre nosotros; solo falta una chispa para que se encienda.

—Vámonos —lo tomo del brazo. El tacto es extrañamente normal, como si los guantes tuvieran textura de piel humana.

—¿Irnos?

—Sí —digo—. Quiero presentarle a alguien.

 

De niña llevaba a casa perros callejeros o gatos que encontraba cerca de los contenedores. Una vez traje un pájaro herido que vivió apenas un día, lo que me entristeció muchísimo. Mis padres generalmente guardaban silencio ante mis estallidos de empatía, y cuando mi entusiasmo pasaba llevaban los animales a un refugio.

Encuentro a mi padre en el salón. Ha volcado palillos sobre la mesa y los ha separado en dos montones aparentemente iguales, tomando uno de cada pila y devolviéndolos a la caja. Le doy palillos cuando quiero que me deje tranquila más rato; por eso compré el paquete más grande.

—Veo que estás entretenido, papá —digo, imaginando que los encontró él mismo. Él mira por encima de mí: observa al visitante que traje.

—Pájaro —dice, señalando con el dedo—. ¡Paaaaájaro graaaande!

No estamos en Plaza Sésamo. Este no es aquel Gran Pájaro.

—Haré café —digo.

Mientras me muevo alrededor de la cafetera, oigo a papá explicarle al médico de la peste su problema con contar ventanas. Él le responde, pero no entiendo nada porque la máquina hace ruidos como si fuera a explotar. Aun así, me sorprende lo rápido que han establecido comunicación.

Me toma unos diez minutos preparar tres tazas. Las coloco en una bandeja sobre un tapete de ganchillo de mamá. Cuando entro al salón, encuentro lo siguiente a mi padre frente al espejo. Solía pasar horas peinándose el cabello, que debido a ese hábito repetitivo se ha vuelto notablemente ralo. De vez en cuando, sin motivo, recitaba de memoria los horarios del metro o describía a una persona que acababa de pasar detrás de mí. Sus observaciones eran tan precisas que con el tiempo empecé a temer que nuestra habitación se hubiera convertido en una estación de tránsito para las almas de los muertos.

Ahora, mi padre está ante el espejo vestido como un médico de la peste. El visitante le ha dado su máscara, sombrero, capa y guantes, quedándose él en pantalón y camiseta negros.

La indumentaria del doctor le queda enorme a papá, y la escena adquiere un tono grotesco cuando empieza a batir los brazos, como si fuera a volar. Emite un graznido extraño, de un ave extinguida. Cuando se vuelve, noto que una de las ventanas está completamente abierta. Corre hacia ella y se arroja.

Ni siquiera alcanzo a sobresaltarme antes de que un golpe sordo llegue desde abajo.

Libre como un pájaro...

Una corriente se cuela en la habitación y levanta el polvo de las esquinas.

Me doy vuelta.

—Entras donde incluso los arcángeles temen pisar —digo con voz aparentemente severa—. Supongo que ahora viene la habitación de mamá…

Pero lo único que encontrará ahí es un cuerpo cuyos pies descalzos quedaron en las zapatillas de fieltro. Me aseguré de que no nos abandonara; no sabría cómo arreglármelas con la enfermedad de mi padre sin su callado apoyo.

La figura me mira fijamente sin decir palabra. Intuyo que no fue ayer la primera vez que nos vimos, y que al verme descubrió a ella: la niña de Jostedal.

Si una vez sobreviví a su encuentro, no tengo nada que temer. Me llevo la mano a la máscara.

—Pesta… —susurro, y me la quito.

Pero tras la máscara no hay un rostro de anciana. Me preparo para decirlo, cuando un pañuelo –sacado quién sabe cuándo– se enrolla en torno a mi cuello. El apretón es tan fuerte que destellos blancos se encienden en las comisuras de mis ojos y el rostro frente a mí empieza a desvanecerse a medida que la presión aumenta.

Pero aunque mis ojos ya no reciben imágenes, los sonidos siguen llegando, y además de mi respiración entrecortada oigo cómo su risa crece y poco a poco ahoga el eco de la habitación.

Ivan Nešić (Belgrado, 1964). Desde 1982, publica ficciones que han aparecido en numerosas revistas y antologías. Escribió los libros de relatos Rigor Mortis (1997), One on One (2009) y Somewhat Scary Stories (2023). Es autor de las novelas Under the Mistletoe (2019) y Đavolski dobar blues (2022), y coautor de la duología The Florentine Doublet (Sfumato, 2020; Kjaroskuro, 2021) con Goran Skrobonja. Es ganador del premio de la Sociedad de Amantes de la Fantasía "Lazar Komarčić" por el cuento "Trick or Treat" en 1996, el premio de la revista Književna fantastika en 2017 por el cuento "Voces en plástico" y el premio Zlatni Refesticon Avatar por la colección Some Scary Stories (2023).


 

ARNO

Dalmira Tilepbergen

 

Cada vez que mamá queda embarazada, todos esperan un hijo varón, y salimos nosotras.

—Esta vez sí será un niño. Lo siento —dice mamá.

Papá suspira.

—Dios quiera. No tengo otro deseo. Papá le entrega a mamá un pequeño alchik blanco, ese hueso pulido del tobillo de un cordero que se usa como talismán para atraer buena fortuna, sobre todo para propiciar la llegada de un varón—. Esto es para que sea varón —agrega sin necesidad.

Aquí está, ya tengo el alchik blanco. ¡Lo robé! Es que yo también quiero ser hijo…

Soy Arno, tengo siete años. En la colina, entre las montañas, está nuestro campamento. Mamá ordeña yeguas. Tengo cinco hermanas: dos mayores que ayudan a mamá, y tres menores que juegan con los potrillos. Odio los vestidos. Me visto como niño. Escondo las trenzas bajo una gorra. Le pido a papá que me fabrique una lyanga, la honda de los pastores. Pero él me regala una muñeca casera sin rostro.

—Dibújalo tú. Eres mi artista.

La rompo y la tiro entre los arbustos. Papá se entristece. No importa, pronto me crecerá el pene y me convertiré en una persona.

Los susliks, esas ardillas de tierra que excavan como si conocieran los túneles del mundo subterráneo, hacen madrigueras en el cementerio. Allí están nuestros antepasados. Todos rezan a sus espíritus, fríen borsok, sacrifican un caballo.

Yo escribí un deseo en un papelito, lo puse en la madriguera de un suslik y le pedí que llevara la carta a los antepasados. Para mí, como para muchos niños aquí, los animales pequeños son mensajeros confiables. La vez pasada les pedí dientes nuevos. ¡Mira, mira! ¡Ñeeeee! Y si los dientes crecieron, entonces mi pene también crecerá. Mi nombre completo es Uularno: significa “Consagrada al hijo”.

En la cultura nómada, a veces se les dan a las niñas nombres “engañosos” o humildes para confundir a los espíritus y proteger el nacimiento futuro de un varón. Mi hermana mayor es Sandajok, “no está en la lista”, para que los espíritus no la cuenten ni se fijen en ella. La segunda es Burul, “vuélvete y tráenos un varón”, un ruego directo al destino. Las gemelas se llaman Adashkan, “la extraviada”, y Janilgan, “la equivocada”, nombres pensados para desviar la mala suerte o el interés de los espíritus. La menor es Uulkelsin, “ven, niño”, un nombre que prácticamente clama por el hijo esperado.

A los varones no les ponen estos nombres. Aunque nazcan diez. Nunca les dirán “Error” ni “Extraviado”. Por eso yo quiero ser niño… quiero ser una hija deseada.

Nuestro valle se llama Pino Solitario. Llegué aquí con el abuelo a caballo. Mamá y mis hermanitas vinieron con las cosas en helicóptero. Papá había traído el rebaño antes, cruzando el paso. El paso daba miedo. Un sendero angosto, rocas como muros, y al otro lado un precipicio donde el río, invisible, solo ruge. Si miras arriba, te marea la cabeza; si miras abajo, el corazón se te sale del pecho. Cerrar los ojos también da miedo…

Pero el abuelo está acostumbrado.

—Confío en ti, Sarala —dice—, nuestras vidas están en tus manos, y tú en las de Dios.  —Y suelta las riendas.

Sarala es la yegua del abuelo, una alazana fuerte y serena. Aquí los caballos tienen un estatus casi humano: se les confía la vida en pasos peligrosos porque conocen mejor que uno el camino. A mí me gustaría llamarme Sarala. Yo también soy pelirroja. Mejor un nombre de caballo que uno que me entregue a un hermano que ni existe.

—Mira allá —dice el abuelo. Veo a papá a lo lejos, esperándonos en la cima. Quiero ser valiente—. Cuando no hay nieve, el paso no da miedo —agrega.

El verano termina. Vagando entre las montañas encontré este campo de amapolas escondido. Se convirtió en mi lugar secreto. Pero hoy allí está papá. A través del temblor rojo de las flores lo veo apuntándole con el rifle a un adicto flacucho.

—Quitarás tu opio de aquí o mi rebaño lo pisoteará.

—Soy poca cosa —dice el hombre—. Cuido este campo por un poco de janka, nada más que unos gramos de heroína. Sé que es mejor no meterse con los dueños.

No entiendo a papá. Las flores son hermosas. Pero oigo la palabra janka y me río. Carcajeo. Papá me ve. Está fuera de sí. Me levanta como si fuera una muñeca.

—¿¡Y tú qué haces aquí!?

Entonces vomito.

De noche desaparece el rebaño.

Mañana. Papá está sentado en la yurta limpiando el rifle. Está inquieto.

Mamá lo reprende.

—¡Fue por las amapolas! ¿Para qué fuiste allí?

—Ojalá hubieras parido un hijo —dice papá y sale.

Me corto las trenzas y corro tras él.

—Yo seré tu hijo, papá, ¡no te vayas!

Papá me aparta:

—¿Qué te hiciste? ¡Nunca serás un niño porque eres una niña!

Y entiendo que mi pene nunca crecerá. Los susliks mienten. Las palabras de rabia se me escapan solas.

—¡Pues vete! ¡No necesito un papá!

Papá se va y no volveremos a verlo con vida.

Sueño que el Pino Solitario arde. Los susliks corren alrededor y gritan: “No es culpa nuestra”.

Me despierto con el grito de mamá.

Mis hermanas lloran.

—¡Papá! ¡Papá!

—Han quedado huérfanas, ya no tienen padre. —Mamá nos abraza.

Los pastores vecinos desmontan la yurta y cargan los fardos en los caballos.

Visten el cuerpo de papá con ropa negra. Me estremezco al ver su rostro envuelto en el sudario. Así se traslada a los muertos cuando no hay posibilidad de enterrarlos de inmediato en alta montaña.

Huyo.

Encuentro la muñeca tirada entre los arbustos. Quiero arreglarla. Las ramitas rotas no encajan. La cabeza es blanca. Le dibujo un rostro. Me tiemblan las manos. Ojos torcidos. Lloro.

—Perdón, papá.

Los pastores murmuran.

—El rifle se disparó solo.

—Lo mataron.

—Fue un accidente.

El abuelo rompe el rifle contra una roca.

—Mi hijo no se quedará aquí.

Comienza una tormenta. El helicóptero no llega.

La gente sienta el cuerpo de papá sobre un caballo, lo apuntala con horcones y lo amarra a la silla.

Es tradición: en pasos remotos, el difunto viaja erguido en su montura. El viento agita la crin del caballo y los cordones de las botas de papá.

El rebaño regresa. Los caballos pasan en fila junto al cuerpo, como si se despidieran.

Emprendemos la trashumancia. El rebaño se dirige al paso. Abandonamos el campamento. El abuelo y los pastores llevan a mis hermanas. Yo voy en un caballo, detrás de mamá.

Es incómodo sostenerme en su vientre enorme. Miro hacia adelante, hacia el cuerpo de papá. Va como si estuviera vivo.

La caravana avanza. La gente suelta las riendas, confiando sus vidas a los caballos, como siempre en los senderos peligrosos. Las pezuñas pisan huella sobre huella en el sendero angosto.

Tormenta de nieve en el paso. A mamá le empiezan los dolores.

Quisiera convertirme en lagartija y esconderme bajo una piedra del viento helado y los gemidos de mamá.

Pero la abrazo fuerte por detrás y le pongo en la mano ese alchik blanco, el mismo talismán que se reserva para los hijos varones. Mamá aprieta mi mano.

El sendero se ensancha un poco, formando una explanada pedregosa. Allí llevan a mamá. Yo susurro a los espíritus de los antepasados, que viven en las montañas y a quienes siempre se recurre en momentos decisivos:

—Que sea un niño. Me consagro a mi hermano.

Llanto de bebé.

El abuelo sonríe.

—No necesito más de la vida.

La tormenta amaina. El Pino Solitario vuelve a verse en el paso. Lo miro y otra vez me parece que es papá.

La caravana sigue. La nieve cubre el paso como un sudario y ahoga el rugido del río.

En el silencio tintinean las riendas sueltas.

Dalmira Tilepbergen nació en 1967. Tiene formación en poesía, periodismo y cine. Sus escritos han sido traducidos al alemán, chino, inglés, finlandés, azerbaiyano y tayiko. Dalmira también es la actual presidenta de PEN Asia Central, la asociación mundial de escritores. En 2014, PEN Asia Central albergó el 80.º Congreso Internacional de PEN en Biskek, bajo la coordinación de Dalmira. Más de 250 escritores de todo el mundo visitaron Kirguistán durante dicho congreso. También es cineasta. Su último largometraje, Bajo el Cielo, se ha proyectado en festivales de cine de Canadá, Rusia, Bangladesh, Kazajistán, Japón, Turquía, India, Sri Lanka y otros países, y ha ganado varios premios. En 2015, en Montreal, su película recibió el apoyo del jurado y fue nombrada mejor ópera prima. Es fundadora de la nueva organización benéfica "Asian Peace Foundation".

lunes, 1 de diciembre de 2025

ROJOS Y MORADOS

Gabriel Trujillo Muñoz

El niño se detuvo a la entrada de la cueva. El sol pegaba a pleno en su rostro pero a él no parecía importarle. Era primavera y lo sabía: en sus manos llevaba un puñado de moras que habían cubierto su rostro con un jugo espeso y delicioso. En el interior de la cueva, la luz de una antorcha permitía atisbar algunos detalles de su estructura. El niño entró como en su casa: sin titubear se dirigió a la izquierda y descendió por un pasillo en espiral que iba pegado a las paredes. En el fondo de la caverna brotaba un pequeño ojo de agua. El niño se inclinó a lavarse la cara, pero la voz surgida de las alturas se lo impidió.

—Ven acá, Noran. Así como estás.

Noran alzó la vista y vio la escalera de madera y un andamio en lo alto. Sobre este último, un hombre viejo que portaba un delantal cubierto de pintura de distintos colores le urgía a subir. Dos antorchas empotradas en las alturas le proveían de suficiente iluminación y podía verse a su espalda figuras enormes de fuertes colores y trazos vivos.

—Ya voy, abuelo —contestó el niño y comenzó a subir por la escalera.

—Apúrate. Necesito con urgencia de esas moras. ¡No te las comas o te las verás conmigo!

Noran llegó en un instante junto a su abuelo.

Este tomó las moras y las exprimió sobre un pequeño cuenco y luego, con las manos pegajosas, se puso a pasarlas por el muro liso.

—Acércate más —ordenó al niño y tomó los restos de las frutas de su cara y los restregó también en el muro.

—Son moras buenas, no hacen daño —señaló Noran con mirada ausente.

—Sirven para que el cielo se vea más profundo. ¿Lo ves?

El niño lo veía. Pero el cielo era lo que menos le interesaba. Prefería las figuras enormes que iban apareciendo delineadas con pedazos de carbón. Los rostros que gesticulaban. Los cuerpos retorcidos. Los puños que se alzaban contra el destino. El destino era una de las palabras favoritas de su abuelo.

—¿Te gusta lo que ves, Noran?

Noran negó con la cabeza.

El abuelo dejó de pintar con las manos y se quedó mirando a su nieto.

—¿Cuéntame por qué no te gusta lo que pinto?

Noran señaló un ser que se fragmentaba en tonos rojos y amarillos.

—Ese me asusta.

El viejo frunció el ceño ante el comentario.

—Y si te dijera que precisamente por eso lo pinté así, para dar miedo, ¿qué me dirías?

Noran se encogió de hombros como sí eso no le concerniera.

Su abuelo tomó una de las antorchas y la llevó al otro extremo del andamio.

—Esto es nuevo. Lo hice hoy por la mañana, tú serás el primero en echarle el ojo. Te aseguro que no te va a asustar. Te lo prometo.

Noran metió su mano en la bolsa de provisiones y acarició su piedra de la suerte, un alabastro que su difunta madre le había legado al morir dos inviernos antes.

—Ven y ve mi último añadido a mi obra maestra.

La antorcha iluminó un rincón en la parte más recóndita del muro. Ahí estaba una figura que flotaba en el aire. Una muchacha envuelta en velos. Una hada que le sonreía desde su luz tan blanca.

—¿La recuerdas, Noran?

Noran tocó la piedra fría del muro y acarició con cautela el rostro de su madre.

—Sí —dijo y las lágrimas acudieron a sus ojos y rodaron por sus mejillas, limpiando su cara de los últimos restos de moras.

—¿Ahora entiendes por qué hago esto?

Noran volteó a ver a su abuelo.

—¿Puedo venir cuando quiera a visitarla, a platicar con ella?

El viejo asintió con una sonrisa de comprensión.

—Todo lo que pinto tiene un propósito, Noran. ¿Cuál crees que sea?

Al niño le costó trabajo apartar la mirada del rostro de su madre, pero la pregunta lo intrigaba. Así había sido siempre su relación con el padre de su madre: una serie de interrogatorios, una clase interminable la que debía estar siempre alerta.

—Ver cosas. Ver lo que ya no es.

El viejo lo palmeó con tanta fuerza que el andamio crujió ante aquella inusitada señal de afecto.

—Sí. Muy bien. Esta pintura mural es mi manera de que la gente no olvide lo que fuimos, que sepa cómo echamos a perder hasta la última esperanza. Tú y tu generación deben acudir aquí y aprender de esta historia que yo cuento en imágenes. Para que no vuelvan a cometer los mismos errores ni padezcan la misma ira, el odio enorme que nosotros tuvimos que cargar por estúpidos.

Noran volvió su atención a la figura de su madre.

El abuelo era así: una vez que uno respondía correctamente empezaba a hablar para sí mismo y no había quien lo parara. Su madre: muerta cuando él tenía siete años. Primero le salieron unas ronchas y luego comenzó a toser sangre. Al final era tan frágil que cuando Noran la abrazaba con fuerza oía crujir sus huesos.

—¿Para qué sirve recordar la muerte? ¿En qué nos ayuda que los muertos no se vayan?

Lo dijo en voz alta. Grave error. El viejo dejó de cacarear sobre su pintura mural y guardó silencio, enfadado.

—¡Vete a jugar afuera! —le ordenó.

Y Noran salió volando por la escalera. No se detuvo hasta que llegó a la orilla del río. Se acuclilló frente a las aguas cenagosas que rugían a pocos metros de distancia. Un pez volador saltó como un remolino de escamas multicolores. Pero sólo pudo mostrarse dos veces en todo su esplendor: una medusa lo atrapó en su telaraña de tentáculos rojizos, pero el pez volador soltó su ponzoña radiactiva en cuanto fue tocado. Ambos seres murieron en un espasmo de arcos voltaicos y sordas explosiones. Noran ni siquiera retrocedió ante aquella lucha a muerte. Ya estaba acostumbrado. Luego, cuando el sol se hizo más intenso y sus rayos quemaban incluso la piel más curtida, Noran se protegió en una terraza de montaña, donde rocas de diferentes formas daban por igual sombra que protección contra los depredadores de la comarca.

Desde ahí podía contemplar la ciudad en ruinas donde había nacido nueve años atrás. La ciudad que su abuelo se empeñaba en dibujar para que la humanidad no la olvidara. Noran pensaba que todo eso era una pérdida de tiempo. La única ventaja es que la pintura aquella mantenía ocupada la mente del abuelo. Desde que su madre muriera, cada uno había buscado su propia manera de entretenerse. Su abuelo pintando ese mural que llamaba: “El fin de la humanidad tal como la conocimos”. Un desperdicio, sin duda. A nadie le importaba la vieja vida de antes. Los seres humanos que vivieron en las ciudades como reyes de la abundancia y terminaron ahogándose en su propio vómito. Solo quedaba de ella una montaña de cascajo y señales de estática que atravesaban los cielos sin hallar respuesta. Y zonas muertas. Y colinas de huesos que brillaban de noche. Y la tierra putrefacta que olía a excremento y cadáveres.

Noran vio el sol que se ocultaba tras la nube de polvo irrespirable, allá, en la lejanía. Se acurrucó despacio sin hacer ningún ruido, en un hueco entre dos rocas. Invisible y atento a todo cuanto lo rodeaba. Una hora después, un chasquido lejano le avisó que tenía compañía. Sonido de pasos con un ritmo peculiar. Movimientos sigilosos entre las sombras. El pozo del agua de la cueva era un secreto a voces. Los pasos lo decían todo: era un niño como él. Tal vez un poco mayor en peso y estatura. La figura se hizo visible a un lado de la entrada. Llevaba un cuchillo de obsidiana en una mano y una lanza en la otra. Estaba preparado para cualquier eventualidad.

Noran sacó de su bolsa la cerbatana y puso el dardo en posición. El intruso saltó en ese instante, presintiendo el peligro. Fue su último salto. El dardo le dio en el hombro y lo detuvo en seco. Perdió el control de sus músculos y cayó cuan largo era. Noran se acercó al sitio donde había caído el niño con la navaja suiza abierta de punta a punta. El intruso aún podía mover los ojos cuando llegó a él. Parecía querer suplicar algo. Contar algo valioso.

—No te preocupes —le susurró Noran mientras le abría el cuello con su navaja—. No serás olvidado. Te lo prometo.

Unos momentos más tarde subía la escalera de madera con un ánfora grande colgada a su espalda. A su abuelo aún no le quitaba la molestia por su actitud de unas horas antes, pero la mirada del padre de su madre se suavizó cuando vio el regalo que Noran le ofrecía.

—¿Qué es lo que traes? ¿Qué has conseguido?

Noran abrió el tapón del ánfora y dejó que su contenido escurriera hacia la paleta de colores de su abuelo.

—Rojo sangre —dijo con orgullo—. Y abajo, junto a la hoguera, hay carne secándose.

El viejo tomó con las manos la sangre que aún fluía del ánfora y se puso a pintar con vigor, como si apenas comenzara su faena y no fuera ya de noche.

—Buen color. Firme y oscuro. —Murmuró más para sí que para el niño.

Pero Noran no le prestaba atención.

El solo tenía ojos para ver a su madre. Roja y morada. Luminosa y etérea.

La única figura de la humanidad que no quería perder de vista.

El único pasado que realmente le importaba contemplar.

La voz de su abuelo, sin embargo, lo sacó de aquel estado contemplativo.

—Deja a tu madre en paz y ven acá. Quiero que veas, al menos por una vez, todo el conjunto de mi obra. Necesito que entiendas lo que estás viendo aquí.

Y empujándolo por la espalda, el viejo lo condujo a una buena distancia de la pared pintada.

Con un movimiento de mano le dio varias vueltas a una manija y, de pronto, como un milagro, la luz se hizo.

No la luz de las antorchas sino una luz blanca y estable, sin sombras moviéndose al fondo.

—Esta es luz eléctrica —le dijo el abuelo—. La magia de la civilización. Pero eso luego te lo explico. Quiero que veas hacia la pared y me digas qué hay en ella.

Noran obedeció. Ahora la pintura monumental de su abuelo podía apreciarse en todos sus detalles. Era como la ciudad en ruinas pero sin las ruinas.

—Veo... veo lo que hay afuera... pero con... más colores.

El viejo asintió ante aquella primera interpretación de su obra.

—Exacto. Lo que ves es una calle. Mi calle de niño. Cuando yo tenía tu edad.

Y acercándose a la pintura, su abuelo fue mostrándole cada imagen que en ella se representaba.

—Y esta es mi casa. Pintada de verde. Y esta es la tienda de la esquina, donde podías comprar cosas brillantes y apetitosas.

Noran asentía ante aquella realidad tan colorida y extraña.

Su abuelo parecía estar hablando y respondiéndose al mismo tiempo.

—Y esto es un anuncio panorámico. Con imágenes que destellaban.

—¿Anuncio?

—Era un aviso de las cosas que podían ser tuyas. Este anuncio es de helados, por ejemplo.

—¿Helados?

El viejo cerró los ojos y puso cara de gozo.

—Eran pedazos fríos de dulce.

Noran vio que el abuelo estaba perdido en sus propias ensoñaciones.

Quiso retirarse, pero la manaza del viejo cayó sobre su hombro.

—Dame tu mano izquierda—ordenó.

El niño se la dio sin protestar. Su abuelo la tomó con cuidado y la metió en la olla repleta de sangre fresca y de pigmentos. Y luego la presionó sobre su pintura, contra la pared de roca.

—Ahora también tú eres parte de esa calle que ya no existe —le susurró.

Noran supo, en ese instante, como una revelación largo tiempo demorada, que su abuelo acababa de vincularlo para siempre con aquella obra.

Y se quedó mirando la huella de su mano en la pared de la caverna.

Su marca en el mundo. 

Tomado del libro Aires del verano en el parabrisas (ICBC, 2009)

Gabriel Trujillo Muñoz nació en Mexicali, Baja California, México, el 21 de julio de 1958. Es poeta, narrador y ensayista. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC-Mexicali y uno de los editores de la Revista Universitaria de la Universidad Autónoma de Baja California. Ha publicado más de ciento treinta libros como autor y compilador. Una apretada síntesis permite citar, entre muchos otros, Miríada (cuentos, 1991), Laberinto (novela, 1995), Mezquite Road (novela, 1995), Conjurados (novela, 1999), Espantapájaros (novela, 1999), Trebejos (cuentos, 2001), Mercaderes (cuentos, 2002), Aires del verano en el parabrisas (cuentos, 2009), Trenes perdidos en la niebla (novela, 2010), Moriremos como soles (novela, 2011), Círculo de fuego (novela, 2014), Música para difuntos (novela, 2014) y Vecindad con el abismo (novela, 2015).

EL JUEGO DE LOS DIOSES

Jorge Candeias

Nada en el descenso es digno de mención. Oh, al principio cada segundo estaba hecho de puro deslumbramiento, y cada nuevo detalle en el paisaje era motivo de celebración y comentario. Pero ahora, después de tantos juegos, la rutina ha superado la capacidad de maravillarse y el descenso se limita a acompañar la transformación de un planeta enorme en un planeta gigantesco, y luego en un planeta monumental, hasta que se convierte en un planeta mayor de lo que la imaginación puede abarcar. Entonces la perspectiva se ve obligada a reajustarse y el planeta desaparece para dar lugar a grandes cinturones de nubes en varios tonos de ocre, que enseguida se fragmentan en nubes individuales separadas por pozos que se hunden en brumas difusas, hasta que todo eso se desvanece cuando el escudo térmico se pliega como una coraza alrededor de la esfera que es la nave, antes de descomponerse en alas y planos angulosos, y pierdes la visión del exterior. Después solo queda esperar a que el paracaídas se abra, enorme pero completamente perdido en la inmensidad de aquella atmósfera, y frene lo suficiente la caída para permitir la eyección del escudo térmico. Vuelves entonces a ver lo que te rodea, pero ya todo ha cambiado otra vez, y ahora caes lentamente entre nubes, rodeado de colores pastel, mientras esperas que las largas alas retráctiles se extiendan lo bastante como para darle al vehículo sustentación y maniobrabilidad. Cuando eso ocurre, el motor se enciende automáticamente. Estás listo.

Exploras las cercanías con los detectores de largo alcance, y no encuentras más metal que el que forma parte de tu propio escudo térmico, que continúa su larga caída hacia las entrañas del planeta. O fuiste el primero en llegar, o la batalla se desarrolla demasiado lejos. Pides información a los satélites del sistema GPS, que orbitan el planeta a baja altura, y recibes la respuesta poco más de un segundo después. Ese retraso es algo incongruente, difícil de encajar con todos los demás intervalos que forman la experiencia del juego, pero estás acostumbrado y casi ya ni lo notas. Dicen los satélites que no hay blips lo bastante próximos. Tendrás que esperar.

Aprovechas para apreciar el paisaje. A pesar de la rutina, en cada nivel de juego el panorama es siempre diferente, y nunca te cansas de verlo desfilar. Debajo de ti, una inmensa capa de nubes, del color del irish coffee sintético que consumes por litros en tu bar favorito de toda la zona habitada de Ganímedes, parece sólida, levantando aquí y allá pilares hacia tu encuentro como si fuesen dedos que intentaran atraparte, extendiéndose hasta disolverse en la niebla mucho antes de llegar al horizonte, pero muy, muy lejos del lugar donde tu nave describe, mientras espera, círculos con un perímetro de miles de kilómetros. Por encima y alrededor, pequeñas nubes blanquecinas casi no se distinguen del cielo, también blanquecido por una neblina translúcida que, aun así, permite ver el Sol y los pequeños crecientes de las lunas más brillantes. A veces, y desde ciertos lugares del planeta, es posible vislumbrar el leve resplandor o la ligera sombra de los anillos. Pero hoy no.

Oyes un blip proveniente del detector trasero y sabes que tu primer adversario acaba de llegar. Aún debe estar descendiendo colgado del paracaídas, y manipulas los controles de la nave para acelerar en su dirección, intentando interceptarlo en el momento en que es más vulnerable: justo después de eyectar el escudo térmico, pero justo antes de conseguir controlar la nave. Es muy raro que dos naves lleguen al planeta lo suficientemente cerca para que esta maniobra funcione, porque además de las distancias también están los segundos de retraso entre tus instrucciones y el momento en que surten efecto, pero no cuesta nada intentarlo. Ya has tenido suerte antes.

Llegas demasiado tarde, como era de esperar, y solo alcanzas a ver de refilón a tu adversario cuando pasa junto a ti a gran velocidad, probablemente aún con todos los instrumentos en barrido amplio, registrando los alrededores. Analizas su trayectoria, calculas aproximadamente dónde estará dentro de quince segundos, y luego ordenas a la nave que haga un looping cerrado y acelere aún más en cuanto el ángulo se aleje de la vertical. Esperas tres segundos y después aprietas el gatillo, ordenando el disparo en cono abierto de una nube de pequeños proyectiles autotransportados que, si detectan algo metálico en su radio, explotarán convirtiéndose en electrominas dispuestas a perseguir el material más conductor que encuentren cerca. Tras la nube de proyectiles envías también un dron equipado con vídeo, audio y detectores de masa, y luego indicas a la nave que trace una curva a la izquierda y salga de allí a toda velocidad hacia el pilar de nubes más cercano, donde deberá sumergirse y reducir la velocidad al mínimo operable.

Luego esperas.

Pasan cuatro segundos antes de ver los proyectiles saliendo a gran velocidad de la parte inferior del casco y, enseguida, un rincón de tu mente se ilumina con los datos del dron, al mismo tiempo que sientes el cambio de dirección de la nave y ves frente a ti, acercándose deprisa, un enorme pilar de nubes pardas. Te sumerges en él y el mundo desaparece, envuelto en una niebla apenas interrumpida por una fosforescencia indefinida de color vainilla. Solo ese rincón de tu mente mantiene su claridad, mostrando una nube cada vez menos densa de proyectiles que avanzan sin encontrar objetivo, inofensivos. El ataque falló.

Solicitas de nuevo información a los detectores de largo alcance, y luego a todos los demás. Maldices al genio que programó los satélites para no proporcionar datos durante las batallas. Después llenas los siete segundos que tardará la información en llegar preparando un nuevo ataque. Esa es tu técnica: dar al adversario el mínimo descanso, alternando cada pocos segundos ciclos de detección, ataque y fuga en direcciones más o menos aleatorias. No te ha ido mal con eso. Has alcanzado una posición respetable entre los guerreros de Ganímedes, lo cual tiene la importancia que tiene.

Para ti, mucha. Para algunos de tus amigos, ninguna. Así son las cosas.

La respuesta de los detectores llega de pronto: un blip se acerca a gran velocidad a la columna de nubes donde te escondes. No puedes saber con certeza si te descubrió y pretende atacarte, pero debes admitir esa posibilidad. Das instrucciones frenéticas a la nave, sabiendo perfectamente que los cuatro segundos que tardó la información en llegar hasta ti son más que suficientes para que todo haya terminado ya. Pero existe la posibilidad de que no sea un ataque, y aun si lo es, hay una pequeña probabilidad de fallo, especialmente en áreas muy nubladas. Por eso programas maniobras evasivas, consultas el esquema de los alrededores que el software interno construyó con los datos de los detectores, y envías la nave hacia otra columna de nubes, más pequeña y por tanto menos probable. Esperas. La nave continúa su lento avance entre las nubes, y a ti te parece que los segundos se han vuelto elásticos e infinitos. Casi gritas: ¡Vamos, muévete!

Es entonces cuando la trayectoria de un proyectil lo lleva demasiado cerca de donde estás y este explota en un destello blanco que crece hasta llenar todo tu campo visual. Pierdes inmediatamente la conexión. La electromina alcanzó la nave. Está muerta, con todos los circuitos internos vaciados por la sobrecarga, y te la imaginas colgando de un globo de vacío como un trapo inútil, esperando a que la barredora de la Compañía venga a recogerla, porque en aquella región no falta combustible, pero los metales son difíciles de conseguir y no pueden desperdiciarse. En cuanto a ti, vuelves a Ganímedes, frustrado, mascullando contra el guerrero que tuvo la suerte de dejarte fuera de combate en el primer intento. Consultas sus datos en el sistema. De Ío, claro. Piensas que con un retraso de solo tres segundos tú también serías capaz de lograr hazañas, y repites una vez más la promesa que haces siempre que algún jugador de los satélites interiores te expulsa del cielo: algún día, encontrarás la manera de jugar desde Ío, con o sin volcanes y terremotos.

Ahora debes ir a trabajar, ganar dinero para la próxima partida y para las demás cosas de las que está hecha tu vida. Sales de la Arena de los Dioses cabizbajo, y solo echas una mirada rápida al paisaje porque no tienes ganas de ver a Júpiter, y él brilla, casi lleno, tras la red cristalina de la cúpula. Del otro lado, el Sol comienza a salir en esa zona de Ganímedes, proyectando largas sombras sobre una pequeña multitud que enarbola pancartas y banderas, en la protesta de siempre contra lo que ellos llaman la profanación de Júpiter con juegos de batalla.

Estúpidos orgánicos, piensas, y su estúpida manía de las purezas.

Después te alzas sobre tus seis patas telescópicas y das la espalda a todo eso. Ya volverás otro día.

Jorge Candeias, nacido en el Algarve, al sur de Portugal, lleva demasiado tiempo traduciendo y solo escribe cuando le apetece y tiene una historia que contar, algo que últimamente casi nunca ha sucedido. A pesar de ello, de vez en cuando publica algunas cosas antiguas, incluso en inglés y, como pueden ver, en español. Su último libro, lleno de historias de ratas, se autopublicó en 2022 e incluye relatos de algunos amigos. Nadie lo ha leído, lo cual es perfectamente lógico.

 

CAJÓN VACÍO

Beni Dya Mbaxi



El cielo estaba extraño aquel día. El viento parecía enfadado con la gente de Congeral: los edificios se mecían al ritmo de las ráfagas que sacudían el barrio, y los habitantes quedaron perplejos. Era la primera vez que soplaba un viento tan fuerte; algunos niños rompieron a llorar solo con ver aquello. La ciudad entera se agitó. Los makota –los más viejos, los guardianes de la tradición– se inquietaron. El miedo los hizo volver a sus raíces: elevaron los ojos al cielo y clamaron a los kilambas sin descanso. Era un truco antiguo que los kilambas habían enseñado para apaciguar el cielo y detener la lluvia.

Las mujeres mayores, las makota, corrieron desesperadas, sacaron los paños que llevaban años guardados, dejaron a un lado la modernidad. Aunque vivieran en la ciudad, se anudaron los paños en la cintura e invocaron a los kilambas. Fue la primera vez que no vieron una respuesta inmediata. El cielo comenzó a oscurecerse con rapidez; los gritos de los niños se multiplicaron, haciendo eco en todos los rincones de Congeral. El viento era tan intenso que la única solución fue entrar en casa y atrancar puertas y ventanas.

Los coches que pasaban bajo los edificios perdían el control y chocaban entre sí. Pronto una música descompuesta, hecha de bocinazos, se extendió por la ciudad. Y así fue como todos recordaron a los otros niños, los que estaban aún en la escuela.

Poco después, escucharon los gritos de esos niños que salían corriendo del colegio, desesperados por refugiarse en los brazos de sus padres.

—¡Cajón vacío, cajón vacío, cajón vacío! —gritaban.

Esos no eran gritos cualquiera: eran gritos de seres inocentes huyendo aterrorizados. Los más viejos salieron corriendo hacia la carretera, el miedo todavía pegado a su ropa. Fue entonces cuando vieron sangre en las batas escolares de algunos niños que llegaban corriendo. Aquello hizo enloquecer a las madres. Entre el caos, un dikota tomó a un niño que lloraba a mares y le preguntó qué había ocurrido. El niño se limpió las lágrimas y aclaró la voz. Con lo poco de valentía que le quedaba, contó que había visto a su profesora: una parte de su cuerpo había sido cortada y pegada al pizarrón.

Los adultos dudaron de sus palabras. Algunos aseguraron que solo decía eso porque estaba asustado. Otros makota dijeron que solo se trataba de un pequeño arrebato de ira de Nzambi, y que pronto el cielo volvería a la normalidad. Pero no era así. Los gritos eran demasiados, el viento seguía aumentando, la oscuridad avanzaba y, de repente, empezó a llover. Ya no era solo gritos, ni viento: también la lluvia se sumaba a aquel infierno. Y entonces escucharon una voz caer del cielo.

El miedo, ahora sí, visitó a los makota. Algunos intentaron comprender lo que decía la voz, pero era imposible: las tormentas habían llegado también. El instante se volvió apocalíptico. Aun así, muchos viejos creían que nada podía ocurrirles porque llevaban a los kilambas en sus muximas, sus corazones. Por eso decidieron ir a la escuela, el lugar donde todo parecía haberse desatado. Las madres estaban angustiadas: allí estaban sus otros hijos. Apenas eran las diez de la mañana cuando todo empezó, y el miedo arropaba a la gente de Congeral desde el amanecer.

Camino a la escuela, un grupo de niños apareció corriendo, desesperados y con las batas manchadas de sangre.

—¡Están viniendo, están viniendo! —gritaban.

Las mujeres se derrumbaron en lágrimas. Los más viejos pidieron coraje y siguieron adelante; había que llegar a la escuela y saber qué ocurría.

Cuando estaban cerca, el pueblo entero temblaba. De pronto, vieron formarse un torbellino: un viento violento en forma de círculo. El cielo arrojaba relámpagos intensos que iluminaban varios ataúdes suspendidos en el centro del torbellino.

Los mayores sintieron las piernas fallar. Muchos cayeron sin fuerzas; otros quedaron ciegos de repente; algunos quedaron inmóviles. Los que aún podían ver no daban crédito, y los que habían quedado a oscuras solo oían la voz que descendía del cielo. El viento rugía, los ataúdes giraban, y la ciudad comenzaba a desmoronarse. Los edificios antiguos no aguantaban más aquel viento que arrancaba árboles y volcaba coches.

De pronto, los ataúdes desaparecieron. El sol volvió a brillar y las nubes pesadas se retiraron. Las hojas de los árboles se mecían suavemente. Los coches pudieron seguir su camino. De un segundo a otro, el día volvió a la normalidad. Los pájaros regresaron a las ramas.

Cuando los viejos se dieron cuenta, estaban ya frente a la escuela. Un silencio ensordecedor los recibió. La escuela había sido pintada hacía poco: antes era toda blanca, la famosa Garra Blanca, cuna de buena parte de los dirigentes del país. Ahora lucía de color naranja, aunque el nombre seguía siendo el mismo. Pero ese día algo había cambiado. Ya no se escuchaba ningún grito.

Entraron con valor renovado. El silencio dentro era aún mayor. No había nadie. Empezaron a recorrer las aulas buscando a los niños. Llegaron al aula siete, la primera del primer piso, desde donde podía verse uno de los monumentos históricos de Congeral: el Largo del Bailezão, situado en el centro de la ciudad, famoso por los helados que vendían allí y por encontrarse junto al edificio más antiguo del lugar.

Cuando todos estuvieron dentro del aula, la puerta se cerró sola con estrépito. El miedo los invadió. Los pupitres comenzaron a moverse. Las bombillas estallaron con un ruido tremendo. Un viento furioso se desató dentro del aula.

La gente gritaba. Vieron cómo una mujer perdía una parte del cuerpo, y luego un hombre también. Intentaban salir desesperados.

Fue entonces cuando aparecieron los ataúdes dentro del aula. Se abrieron. Estaban vacíos.

Los gritos se multiplicaron. Los que estaban fuera de la escuela corrieron hacia adentro para saber qué ocurría. Nadie en Congeral –antigua Cerámica del Cazenga, lugar histórico donde se proclamó la independencia en 1975– había visto algo semejante.

En medio del caos, las sirenas de los bomberos y de la ambulancia se oyeron a lo lejos. Eso hizo que los gritos se volvieran aún más agudos.

Los bomberos llegaron, bajaron del vehículo y se prepararon para entrar. Preguntaron qué estaba pasando. El pueblo les contó todo. El espanto en los ojos de los bomberos era evidente, pero no retrocedieron.

Entraron. Los gritos en el interior aumentaron al sentir su llegada. Los bomberos se encontraron con una oscuridad repentina y un edificio que rugía. Al subir al piso superior, vieron lo imposible. También ellos gritaron. La tormenta regresó: lluvia y viento colosal. La gente que observaba desde afuera corrió a refugiarse en el parque infantil cercano. La lluvia era tan intensa que nadie veía nada. Los hombres de la ambulancia desaparecieron.

La tormenta duró tres horas.

Cuando todo volvió a calmarse, la ciudad estaba desordenada. Con pasos temblorosos, algunos decidieron entrar de nuevo en la escuela.

El lugar era irreconocible. Las ramas arrancadas parecían llorar sobre el suelo. No había nadie: ni niños, ni padres, ni bomberos. Solo silencio. Un vacío absoluto.

Congeral nunca había visto algo así. Tomó mucho tiempo para que la gente se recuperara de aquella pérdida, pero nadie la olvidó. La historia sigue contándose de generación en generación.

Hoy, la escuela Garra Blanca –o Caixão Vazio– es un lugar abandonado. Ningún niño se atreve a pasar cerca de ella.

Beni Dya Mbaxi es el seudónimo del galardonado escritor angoleño Bernardo Sebastião Afonso, activista de los derechos humanos. Su lengua materna es el kimbundu y recientemente comenzó a estudiar portugués. Escribe ficción realista y algunos de sus libros han sido adaptados al teatro.


 

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