lunes, 1 de diciembre de 2025

EL JUEGO DE LOS DIOSES

Jorge Candeias

Nada en el descenso es digno de mención. Oh, al principio cada segundo estaba hecho de puro deslumbramiento, y cada nuevo detalle en el paisaje era motivo de celebración y comentario. Pero ahora, después de tantos juegos, la rutina ha superado la capacidad de maravillarse y el descenso se limita a acompañar la transformación de un planeta enorme en un planeta gigantesco, y luego en un planeta monumental, hasta que se convierte en un planeta mayor de lo que la imaginación puede abarcar. Entonces la perspectiva se ve obligada a reajustarse y el planeta desaparece para dar lugar a grandes cinturones de nubes en varios tonos de ocre, que enseguida se fragmentan en nubes individuales separadas por pozos que se hunden en brumas difusas, hasta que todo eso se desvanece cuando el escudo térmico se pliega como una coraza alrededor de la esfera que es la nave, antes de descomponerse en alas y planos angulosos, y pierdes la visión del exterior. Después solo queda esperar a que el paracaídas se abra, enorme pero completamente perdido en la inmensidad de aquella atmósfera, y frene lo suficiente la caída para permitir la eyección del escudo térmico. Vuelves entonces a ver lo que te rodea, pero ya todo ha cambiado otra vez, y ahora caes lentamente entre nubes, rodeado de colores pastel, mientras esperas que las largas alas retráctiles se extiendan lo bastante como para darle al vehículo sustentación y maniobrabilidad. Cuando eso ocurre, el motor se enciende automáticamente. Estás listo.

Exploras las cercanías con los detectores de largo alcance, y no encuentras más metal que el que forma parte de tu propio escudo térmico, que continúa su larga caída hacia las entrañas del planeta. O fuiste el primero en llegar, o la batalla se desarrolla demasiado lejos. Pides información a los satélites del sistema GPS, que orbitan el planeta a baja altura, y recibes la respuesta poco más de un segundo después. Ese retraso es algo incongruente, difícil de encajar con todos los demás intervalos que forman la experiencia del juego, pero estás acostumbrado y casi ya ni lo notas. Dicen los satélites que no hay blips lo bastante próximos. Tendrás que esperar.

Aprovechas para apreciar el paisaje. A pesar de la rutina, en cada nivel de juego el panorama es siempre diferente, y nunca te cansas de verlo desfilar. Debajo de ti, una inmensa capa de nubes, del color del irish coffee sintético que consumes por litros en tu bar favorito de toda la zona habitada de Ganímedes, parece sólida, levantando aquí y allá pilares hacia tu encuentro como si fuesen dedos que intentaran atraparte, extendiéndose hasta disolverse en la niebla mucho antes de llegar al horizonte, pero muy, muy lejos del lugar donde tu nave describe, mientras espera, círculos con un perímetro de miles de kilómetros. Por encima y alrededor, pequeñas nubes blanquecinas casi no se distinguen del cielo, también blanquecido por una neblina translúcida que, aun así, permite ver el Sol y los pequeños crecientes de las lunas más brillantes. A veces, y desde ciertos lugares del planeta, es posible vislumbrar el leve resplandor o la ligera sombra de los anillos. Pero hoy no.

Oyes un blip proveniente del detector trasero y sabes que tu primer adversario acaba de llegar. Aún debe estar descendiendo colgado del paracaídas, y manipulas los controles de la nave para acelerar en su dirección, intentando interceptarlo en el momento en que es más vulnerable: justo después de eyectar el escudo térmico, pero justo antes de conseguir controlar la nave. Es muy raro que dos naves lleguen al planeta lo suficientemente cerca para que esta maniobra funcione, porque además de las distancias también están los segundos de retraso entre tus instrucciones y el momento en que surten efecto, pero no cuesta nada intentarlo. Ya has tenido suerte antes.

Llegas demasiado tarde, como era de esperar, y solo alcanzas a ver de refilón a tu adversario cuando pasa junto a ti a gran velocidad, probablemente aún con todos los instrumentos en barrido amplio, registrando los alrededores. Analizas su trayectoria, calculas aproximadamente dónde estará dentro de quince segundos, y luego ordenas a la nave que haga un looping cerrado y acelere aún más en cuanto el ángulo se aleje de la vertical. Esperas tres segundos y después aprietas el gatillo, ordenando el disparo en cono abierto de una nube de pequeños proyectiles autotransportados que, si detectan algo metálico en su radio, explotarán convirtiéndose en electrominas dispuestas a perseguir el material más conductor que encuentren cerca. Tras la nube de proyectiles envías también un dron equipado con vídeo, audio y detectores de masa, y luego indicas a la nave que trace una curva a la izquierda y salga de allí a toda velocidad hacia el pilar de nubes más cercano, donde deberá sumergirse y reducir la velocidad al mínimo operable.

Luego esperas.

Pasan cuatro segundos antes de ver los proyectiles saliendo a gran velocidad de la parte inferior del casco y, enseguida, un rincón de tu mente se ilumina con los datos del dron, al mismo tiempo que sientes el cambio de dirección de la nave y ves frente a ti, acercándose deprisa, un enorme pilar de nubes pardas. Te sumerges en él y el mundo desaparece, envuelto en una niebla apenas interrumpida por una fosforescencia indefinida de color vainilla. Solo ese rincón de tu mente mantiene su claridad, mostrando una nube cada vez menos densa de proyectiles que avanzan sin encontrar objetivo, inofensivos. El ataque falló.

Solicitas de nuevo información a los detectores de largo alcance, y luego a todos los demás. Maldices al genio que programó los satélites para no proporcionar datos durante las batallas. Después llenas los siete segundos que tardará la información en llegar preparando un nuevo ataque. Esa es tu técnica: dar al adversario el mínimo descanso, alternando cada pocos segundos ciclos de detección, ataque y fuga en direcciones más o menos aleatorias. No te ha ido mal con eso. Has alcanzado una posición respetable entre los guerreros de Ganímedes, lo cual tiene la importancia que tiene.

Para ti, mucha. Para algunos de tus amigos, ninguna. Así son las cosas.

La respuesta de los detectores llega de pronto: un blip se acerca a gran velocidad a la columna de nubes donde te escondes. No puedes saber con certeza si te descubrió y pretende atacarte, pero debes admitir esa posibilidad. Das instrucciones frenéticas a la nave, sabiendo perfectamente que los cuatro segundos que tardó la información en llegar hasta ti son más que suficientes para que todo haya terminado ya. Pero existe la posibilidad de que no sea un ataque, y aun si lo es, hay una pequeña probabilidad de fallo, especialmente en áreas muy nubladas. Por eso programas maniobras evasivas, consultas el esquema de los alrededores que el software interno construyó con los datos de los detectores, y envías la nave hacia otra columna de nubes, más pequeña y por tanto menos probable. Esperas. La nave continúa su lento avance entre las nubes, y a ti te parece que los segundos se han vuelto elásticos e infinitos. Casi gritas: ¡Vamos, muévete!

Es entonces cuando la trayectoria de un proyectil lo lleva demasiado cerca de donde estás y este explota en un destello blanco que crece hasta llenar todo tu campo visual. Pierdes inmediatamente la conexión. La electromina alcanzó la nave. Está muerta, con todos los circuitos internos vaciados por la sobrecarga, y te la imaginas colgando de un globo de vacío como un trapo inútil, esperando a que la barredora de la Compañía venga a recogerla, porque en aquella región no falta combustible, pero los metales son difíciles de conseguir y no pueden desperdiciarse. En cuanto a ti, vuelves a Ganímedes, frustrado, mascullando contra el guerrero que tuvo la suerte de dejarte fuera de combate en el primer intento. Consultas sus datos en el sistema. De Ío, claro. Piensas que con un retraso de solo tres segundos tú también serías capaz de lograr hazañas, y repites una vez más la promesa que haces siempre que algún jugador de los satélites interiores te expulsa del cielo: algún día, encontrarás la manera de jugar desde Ío, con o sin volcanes y terremotos.

Ahora debes ir a trabajar, ganar dinero para la próxima partida y para las demás cosas de las que está hecha tu vida. Sales de la Arena de los Dioses cabizbajo, y solo echas una mirada rápida al paisaje porque no tienes ganas de ver a Júpiter, y él brilla, casi lleno, tras la red cristalina de la cúpula. Del otro lado, el Sol comienza a salir en esa zona de Ganímedes, proyectando largas sombras sobre una pequeña multitud que enarbola pancartas y banderas, en la protesta de siempre contra lo que ellos llaman la profanación de Júpiter con juegos de batalla.

Estúpidos orgánicos, piensas, y su estúpida manía de las purezas.

Después te alzas sobre tus seis patas telescópicas y das la espalda a todo eso. Ya volverás otro día.

Jorge Candeias, nacido en el Algarve, al sur de Portugal, lleva demasiado tiempo traduciendo y solo escribe cuando le apetece y tiene una historia que contar, algo que últimamente casi nunca ha sucedido. A pesar de ello, de vez en cuando publica algunas cosas antiguas, incluso en inglés y, como pueden ver, en español. Su último libro, lleno de historias de ratas, se autopublicó en 2022 e incluye relatos de algunos amigos. Nadie lo ha leído, lo cual es perfectamente lógico.

 

CAJÓN VACÍO

Beni Dya Mbaxi



El cielo estaba extraño aquel día. El viento parecía enfadado con la gente de Congeral: los edificios se mecían al ritmo de las ráfagas que sacudían el barrio, y los habitantes quedaron perplejos. Era la primera vez que soplaba un viento tan fuerte; algunos niños rompieron a llorar solo con ver aquello. La ciudad entera se agitó. Los makota –los más viejos, los guardianes de la tradición– se inquietaron. El miedo los hizo volver a sus raíces: elevaron los ojos al cielo y clamaron a los kilambas sin descanso. Era un truco antiguo que los kilambas habían enseñado para apaciguar el cielo y detener la lluvia.

Las mujeres mayores, las makota, corrieron desesperadas, sacaron los paños que llevaban años guardados, dejaron a un lado la modernidad. Aunque vivieran en la ciudad, se anudaron los paños en la cintura e invocaron a los kilambas. Fue la primera vez que no vieron una respuesta inmediata. El cielo comenzó a oscurecerse con rapidez; los gritos de los niños se multiplicaron, haciendo eco en todos los rincones de Congeral. El viento era tan intenso que la única solución fue entrar en casa y atrancar puertas y ventanas.

Los coches que pasaban bajo los edificios perdían el control y chocaban entre sí. Pronto una música descompuesta, hecha de bocinazos, se extendió por la ciudad. Y así fue como todos recordaron a los otros niños, los que estaban aún en la escuela.

Poco después, escucharon los gritos de esos niños que salían corriendo del colegio, desesperados por refugiarse en los brazos de sus padres.

—¡Cajón vacío, cajón vacío, cajón vacío! —gritaban.

Esos no eran gritos cualquiera: eran gritos de seres inocentes huyendo aterrorizados. Los más viejos salieron corriendo hacia la carretera, el miedo todavía pegado a su ropa. Fue entonces cuando vieron sangre en las batas escolares de algunos niños que llegaban corriendo. Aquello hizo enloquecer a las madres. Entre el caos, un dikota tomó a un niño que lloraba a mares y le preguntó qué había ocurrido. El niño se limpió las lágrimas y aclaró la voz. Con lo poco de valentía que le quedaba, contó que había visto a su profesora: una parte de su cuerpo había sido cortada y pegada al pizarrón.

Los adultos dudaron de sus palabras. Algunos aseguraron que solo decía eso porque estaba asustado. Otros makota dijeron que solo se trataba de un pequeño arrebato de ira de Nzambi, y que pronto el cielo volvería a la normalidad. Pero no era así. Los gritos eran demasiados, el viento seguía aumentando, la oscuridad avanzaba y, de repente, empezó a llover. Ya no era solo gritos, ni viento: también la lluvia se sumaba a aquel infierno. Y entonces escucharon una voz caer del cielo.

El miedo, ahora sí, visitó a los makota. Algunos intentaron comprender lo que decía la voz, pero era imposible: las tormentas habían llegado también. El instante se volvió apocalíptico. Aun así, muchos viejos creían que nada podía ocurrirles porque llevaban a los kilambas en sus muximas, sus corazones. Por eso decidieron ir a la escuela, el lugar donde todo parecía haberse desatado. Las madres estaban angustiadas: allí estaban sus otros hijos. Apenas eran las diez de la mañana cuando todo empezó, y el miedo arropaba a la gente de Congeral desde el amanecer.

Camino a la escuela, un grupo de niños apareció corriendo, desesperados y con las batas manchadas de sangre.

—¡Están viniendo, están viniendo! —gritaban.

Las mujeres se derrumbaron en lágrimas. Los más viejos pidieron coraje y siguieron adelante; había que llegar a la escuela y saber qué ocurría.

Cuando estaban cerca, el pueblo entero temblaba. De pronto, vieron formarse un torbellino: un viento violento en forma de círculo. El cielo arrojaba relámpagos intensos que iluminaban varios ataúdes suspendidos en el centro del torbellino.

Los mayores sintieron las piernas fallar. Muchos cayeron sin fuerzas; otros quedaron ciegos de repente; algunos quedaron inmóviles. Los que aún podían ver no daban crédito, y los que habían quedado a oscuras solo oían la voz que descendía del cielo. El viento rugía, los ataúdes giraban, y la ciudad comenzaba a desmoronarse. Los edificios antiguos no aguantaban más aquel viento que arrancaba árboles y volcaba coches.

De pronto, los ataúdes desaparecieron. El sol volvió a brillar y las nubes pesadas se retiraron. Las hojas de los árboles se mecían suavemente. Los coches pudieron seguir su camino. De un segundo a otro, el día volvió a la normalidad. Los pájaros regresaron a las ramas.

Cuando los viejos se dieron cuenta, estaban ya frente a la escuela. Un silencio ensordecedor los recibió. La escuela había sido pintada hacía poco: antes era toda blanca, la famosa Garra Blanca, cuna de buena parte de los dirigentes del país. Ahora lucía de color naranja, aunque el nombre seguía siendo el mismo. Pero ese día algo había cambiado. Ya no se escuchaba ningún grito.

Entraron con valor renovado. El silencio dentro era aún mayor. No había nadie. Empezaron a recorrer las aulas buscando a los niños. Llegaron al aula siete, la primera del primer piso, desde donde podía verse uno de los monumentos históricos de Congeral: el Largo del Bailezão, situado en el centro de la ciudad, famoso por los helados que vendían allí y por encontrarse junto al edificio más antiguo del lugar.

Cuando todos estuvieron dentro del aula, la puerta se cerró sola con estrépito. El miedo los invadió. Los pupitres comenzaron a moverse. Las bombillas estallaron con un ruido tremendo. Un viento furioso se desató dentro del aula.

La gente gritaba. Vieron cómo una mujer perdía una parte del cuerpo, y luego un hombre también. Intentaban salir desesperados.

Fue entonces cuando aparecieron los ataúdes dentro del aula. Se abrieron. Estaban vacíos.

Los gritos se multiplicaron. Los que estaban fuera de la escuela corrieron hacia adentro para saber qué ocurría. Nadie en Congeral –antigua Cerámica del Cazenga, lugar histórico donde se proclamó la independencia en 1975– había visto algo semejante.

En medio del caos, las sirenas de los bomberos y de la ambulancia se oyeron a lo lejos. Eso hizo que los gritos se volvieran aún más agudos.

Los bomberos llegaron, bajaron del vehículo y se prepararon para entrar. Preguntaron qué estaba pasando. El pueblo les contó todo. El espanto en los ojos de los bomberos era evidente, pero no retrocedieron.

Entraron. Los gritos en el interior aumentaron al sentir su llegada. Los bomberos se encontraron con una oscuridad repentina y un edificio que rugía. Al subir al piso superior, vieron lo imposible. También ellos gritaron. La tormenta regresó: lluvia y viento colosal. La gente que observaba desde afuera corrió a refugiarse en el parque infantil cercano. La lluvia era tan intensa que nadie veía nada. Los hombres de la ambulancia desaparecieron.

La tormenta duró tres horas.

Cuando todo volvió a calmarse, la ciudad estaba desordenada. Con pasos temblorosos, algunos decidieron entrar de nuevo en la escuela.

El lugar era irreconocible. Las ramas arrancadas parecían llorar sobre el suelo. No había nadie: ni niños, ni padres, ni bomberos. Solo silencio. Un vacío absoluto.

Congeral nunca había visto algo así. Tomó mucho tiempo para que la gente se recuperara de aquella pérdida, pero nadie la olvidó. La historia sigue contándose de generación en generación.

Hoy, la escuela Garra Blanca –o Caixão Vazio– es un lugar abandonado. Ningún niño se atreve a pasar cerca de ella.

Beni Dya Mbaxi es el seudónimo del galardonado escritor angoleño Bernardo Sebastião Afonso, activista de los derechos humanos. Su lengua materna es el kimbundu y recientemente comenzó a estudiar portugués. Escribe ficción realista y algunos de sus libros han sido adaptados al teatro.


 

domingo, 30 de noviembre de 2025

ERROR DE IMAGEN

Gergely Buglyó

 

Subo con cuidado la caja por las escaleras: me gasté dos meses de sueldo en el televisor nuevo. Por fin hoy podré tirar ese viejo trasto de tubo. En el segundo piso ya me resbalan las manos del sudor, tengo que cambiar el agarre. Ni en la puerta me atrevo a apoyarlo en el suelo; mejor toco el timbre con el codo.

—¿Y bien? —le digo a Dia con una sonrisa cuando abre. Recorre la enorme caja con la mirada, sorprendida: seguro no imaginaba lo que significaban en la vida real esos ciento veintisiete centímetros de pantalla.

Solo lo pongo en el suelo lo justo para quitarme los zapatos, y ya lo estoy llevando al salón. Mientras busco unas tijeras en el cajón, noto que me tiemblan las manos como cuando era chico, en Navidad. Sin duda es un buen regalo para celebrar que nos mudamos juntos.

—Pantalla OLED, resolución 4K, WebOS, función 3D… —enumero mientras corto las cintas adhesivas.

—Ajajá —niega Dia con la cabeza, divertida—. ¿Y todo eso realmente lo necesitamos?

Por ahora dejo el televisor viejo en un rincón, sobre unas cajas que aún no hemos vaciado, y enseguida me pongo a instalar el nuevo. Mientras corre la búsqueda de canales, alterno entre sentarme en el borde del sofá moviendo la pierna nerviosamente y ponerme de pie para caminar por el cuarto.

—Ahora sí podremos invitar a tus padres a ver tele —bromeo a medias, y ella me lanza una mirada afilada.

—Te dije que mi papá no puede caminar. ¿También querés cargarlo escaleras arriba?

Intento poner cara de comprensión. Yo presenté a Dia a mi familia desde el principio, pero ella lleva meses retrasando ese encuentro, como si le avergonzara mostrarme. Siempre surge alguna excusa: que están arreglando la casa, que tienen invitados ese fin de semana, y así. En realidad fue ella quien eligió nuestro departamento, así que no entiendo para qué demonios quería mudarse a un edificio sin ascensor si su padre es discapacitado. Pero no voy a discutir ahora. Parece que el sistema por fin está listo.

—Mirá esa nitidez HD. ¡Y esos contrastes, la hostia!

—Está bueno —admite Dia.

—¿También te gusta, no?

—Claro.

No le creo del todo; si fuera por ella, ese dinero seguiría guardado en nuestra cuenta como ahorro. Así que, con un impulso repentino, le pongo uno de los lentes 3D en la mano.

—Veamos Gravedad en 3D. Dicen que así es como se disfruta de verdad.

Ya en las primeras escenas me invade una sensación extraña, como si algo no encajara. Seguro es solo cuestión de que mis ojos se acostumbren al efecto tridimensional. A Dia no digo nada; parece no notar nada raro.

Llegamos a la escena en la que Sandra Bullock se queda dormida en gravedad cero. Y ahí, por fin, lo veo: su silueta proyecta una sombra larguísima sobre los cables de la derecha… aunque la fuente de luz está detrás. No aguanto más y pauso la película.

—¿Lo ves? —le señalo la imagen.

—¿Ver qué?

—Esa sombra no debería existir. Parece… como si saliera de la pantalla. No entiendo un carajo.

Me saco los lentes 3D a prueba. Las siluetas se duplican, el efecto se pierde, pero también desaparece la sombra.

—¿Será un fantasma de imagen? —arriesga Dia.

—Imposible —respondo tajante—. Son lentes polarizados: sin ellos tus ojos ven las dos imágenes a la vez, pero la señal es la misma. Si fuera un defecto de verdad, tendría que verse también ahora.

Me pongo de nuevo los lentes. La sombra reaparece: una mancha oscura, borrosa, asentada sobre esa falsa profundidad.

 

—¿Llamaste al servicio técnico? ¿Qué te dijeron? —pregunta Dia mientras deja la ropa del gimnasio en el cesto.

—Puras idioteces —lanzo una mirada de odio al teléfono, como si fuera su culpa—. Que me fije en la distancia, en el ángulo desde el que veo la pantalla… estupideces así. Ni entendieron de qué tipo de falla hablo.

—¿No sería mejor llevarlo para que lo revisen?

Me quedo pensando en eso. Me encantaría experimentar más con el error, pero lo importante es que tengamos un televisor que funcione bien.

—Mañana lo llevo antes del trabajo. Vamos a comer la pizza antes de que se enfríe; me muero de hambre.

—¿Estás loco? —Dia me mira indignada—. ¡Ya estoy demasiado gorda para mi papel! ¿Para qué te crees que entreno tanto, para comer pizza después?

—Pero no necesitas adelgazar. —Trato de convencerla con un beso rápido, y me siento en la cocina a atacar mi porción.

 

El viernes siguiente me llaman del servicio técnico: no encontraron nada, el 3D funciona perfecto. No me parece que sea así.

—A algunos les pasa eso: ven partes de la imagen duplicadas —me explica amablemente la empleada—. No es una falla del aparato.

¿Y ahora qué? ¿Gritarles para que lo cambien? Al final solo agradezco y corto la comunicación. No me tocaba trabajar ese día, así que tengo la tarde libre para llegar al fondo del asunto.

Pruebo varias películas en 3D. La sombra siempre aparece: primero después de media hora, luego a los cinco minutos y en la última, de inmediato. Y siempre en el mismo sitio. Incluso cuando en la escena no hay nada que pueda proyectarla.

No te exaltes, me repito. Es solo una sombra tonta, un error de imagen. Pero alrededor de esa sombra… empieza a tomar forma algo más. Algo que se parece…

Golpean la puerta de repente. Quien sea, llega en el peor momento. Pauso la película y voy a abrir como en automático. Antes de darme cuenta, ya estoy estrechando manos. Varias.

—Hola.

Son dos chicos: Imi y… Atesz, creo. Compañeros de trabajo, aunque sé poco de ellos porque están en el área de electrónica.

—Perdón que caigamos así —dice Atesz. Su cabeza rapada brilla bajo las luces del pasillo—. Egresi tenía tu nueva dirección anotada, pero no tu número. Escuchamos lo del televisor… y bueno, si no te molesta, nos gustaría verlo. Ya nos encontramos con algo así antes.

Lo dudo mucho, pienso, pero los dejo pasar. ¿A quién carajo le conté esto en el trabajo? La oficina es un nido de chismes, parece un geriátrico.

Justo entonces llega Dia. Se queda mirando al grupo en silencio, atónita, pero antes de que pueda explicarle qué hacen ahí, desaparece en el baño. Yo destapo un par de cervezas para los chicos y les muestro la tele.

—¡Qué bruto! —Imi abre la boca, dejando ver unos dientes enormes y torcidos—. ¿Cuánto cobran en logística?

La película está detenida; solo corre el protector de pantalla del reproductor. Se me ocurre cambiar de fuente y buscar videos 3D en Youtube.

—¿Dónde está la sombra? —pregunta Atesz.

—Solo aparece en 3D. —Pongo un video de un bosque. Atesz agarra los lentes al tiempo que sigue hablando sin parar:

—Entonces no es un pixel muerto. Si lo fuera, lo verías siempre. ¿Probaste cambiar la resolución? —Asiento—. ¿Desactivar el motion processing?

—Ya la vio el servicio técnico —interviene Dia desde la puerta, molesta. Ni la oí entrar.

Atesz se ríe mientras acomoda los lentes en su nariz.

—No te metas, bebé. Esto es cosa de hombres.

—Eh, ¡un momento! —alzo la voz, pero Imi grita.

—¡La puta madre! —y salpica cerveza en el sofá.

Mientras Dia, furiosa, limpia la mancha, yo miro a los chicos. Aunque los lentes ocultan sus ojos, el gesto de sus rostros lo dice todo: están tan shockeados como yo. Y extrañamente eso me tranquiliza. Prueba que no estoy loco.

Les pido los lentes. El bosque cobra profundidad… y aparece la sombra. Pero ya no es solo eso. Entre los árboles se distingue una figura encorvada, humana, pero no del todo. Destaca del entorno, se nota que no pertenece al video, que no está filmada ahí. Y la sombra es suya.

Silencio. Cierro los ojos bajo los lentes; solo siento el aliento con olor a cerveza de los chicos. La figura y su sombra tardan en desvanecerse, como si la imagen se me hubiera quedado grabada en la retina. Me recorre un escalofrío.

—Quizá es un hacker —dice Imi, con los dientes sobresaliendo bajo la luz—. Alguno que quiere joder.

Todos sabemos que no. Esto solo aparece en 3D, y encima son archivos externos: las películas eran Blu-ray, y ahora el video viene de un servidor de Youtube.

Cuando se van los chicos, sigo rebobinando el video una y otra vez. El bosque empieza a volverse borroso y veo otra cosa: vigas en el suelo, una cama, paredes, una puerta. Es un desván. Y la figura encorvada está en la entrada.

Pero hay algo más, algo que debería ver. Lo sé. A veces aparece apenas, en el borde de la imagen, y luego se esfuma, como si jugara conmigo.

Casi ni registro cuando Dia junta las cervezas a medio terminar.

—Por favor, no vuelvas a invitar a esos dos —dice bajito. Al no responder, me pone la mano en el hombro—. Te vendría bien un descanso. El televisor no se va a ir.

—No. Mejor veámoslo juntos.

La oigo inhalar hondo, y luego soltarse lentamente. Finalmente se sienta a mi lado y se pone el otro lente.

Vuelvo a ver el video una y otra vez, ahora con ella. Las imágenes cambian constantemente: la escena del bosque es devorada poco a poco por la del desván. Al final el video se divide en dos realidades: sin lentes, un paseo por el bosque con contornos dobles; con lentes, una pesadilla tridimensional. Y en el borde de la pantalla, apenas perceptible, sigue apareciendo esa cosa blanquecina.

¿Qué es? Me enloquece no saberlo, pero justo esa obsesión me da un foco. Sin ella, mis pensamientos se derrumbarían como una torre de Jenga mal armada.

Dia también parece cada vez más asustada, pero debe ver en mi cara por lo que estoy pasando.

—Tranquilo, amor —fuerza una sonrisa—. Seguro tiene una explicación.

No tengo ánimo ni para agradecer. Media hora después me deja solo, pero yo no puedo soltarlo. Ceno frente al televisor.

—¡Basta! —exige Dia más tarde—. ¡Te estás obsesionando!

Quizá tiene razón, pero no puedo dejarlo así.

—¿No te intriga saber qué es eso del costado?

—No —responde tajante—. Ya sé que voy a dormir bastante mal. Te espero en la cama, ¿o vas a pasar la noche con tu tele?

No tengo respuesta. Cuando sigo pensando qué decir, ella se encoge de hombros y se encierra en el dormitorio.

Rebobino el video una última vez. La imagen ya es casi nítida, pero la figura oscura sigue siendo solo un contorno, porque una lámpara se balancea a sus espaldas. Parece que mueve los pies, como si avanzara. Y del lado más cercano del efecto 3D, junto a la cama, veo esa cosa. La profundidad hace que parezca tan cercana que podría tocarla, pero al mismo tiempo tiene el mismo desenfoque difuso de los objetos fuera de foco.

Luego la imagen se aclara. Y lo veo. Huesos. Un enorme montón de huesos humanos.

Paso todo el fin de semana frente al televisor. Le había prometido a Dia que el sábado a la noche iríamos juntos al show de su amiga, pero me doy cuenta de que sería incapaz de disfrutar de nada hasta descubrir el secreto del desván. Estoy convencido de que todo esto tiene sentido, que si lo resuelvo esa opresión en el estómago desaparecerá. Se lo explico a Dia, pero ella se pone el disfraz, toma su bolso y se va sola. Da un portazo digno de una adolescente.

El fin de semana pasa y no avanzo nada. El lunes aviso que estoy enfermo, toda la semana; de todas formas no podría concentrarme en el trabajo. Pero hasta yo noto que estoy estirando demasiado la cuerda. El martes ya tengo los gemelos contracturados, me duele la espalda de tanto estar sentado, pero lo peor es la neblina mental que se me va asentando en el ánimo. Después de mucho resistirme, dejo que Dia me arrastre lejos del televisor. Nos sentamos en una cafetería, pero no puedo hablar con ella como antes. Me quedo mirando la pared empapelada con estrellitas.

—¿A vos te parece que esto está bien? —rompe el silencio mientras esperamos el café. —Niego con la cabeza. Algunas de las estrellas impresas parecen sobresalir del papel, como en relieve—. ¿Así imaginabas que sería vivir juntos? —pregunta con frialdad.

—Perdoname —es todo lo que logro decir.

Me aprieta el hombro.

—¿Qué carajo te pasa? Casi no te reconozco.

—No es nada grave. Lo voy a resolver, solo necesito tiempo para…

—¡Ningún tiempo! —estalla ella. La pareja de la mesa de al lado deja de besarse para mirarnos—. ¡Ese maldito televisor es el problema! Mañana tengo ensayo general en Budapest, vuelvo tipo diez de la noche. Para entonces, quiero que te hayas deshecho de él.

—¿Qué? ¿Que lo venda? ¿En un día?

—O que lo devuelvas, o lo hagas pedazos con un martillo. Me da igual. Pero cuando vuelva, no quiero verlo.

Dia se va al amanecer. Apenas oigo cerrarse la puerta, me levanto de la cama y me quedo mirando al televisor apagado en el salón: la pantalla es demasiado oscura, parece contener la oscuridad y empujarla hacia afuera. ¿Qué hago? ¿Lo llevo al servicio técnico como dijo Dia? Al final agarro el mando y lo enciendo.

En cuanto me pongo los lentes, ya estoy dentro del desván. Esto ya no es simple 3D, no es una ilusión. Me levanto. Crujen las vigas bajo mis pies, no el parqué del departamento. De reojo distingo el montón de huesos, pero no quiero mirarlo. Más allá del marco vacío de la puerta, una luz se balancea. Alguien viene. El pulso me retumba en los oídos, pero aun así oigo los pasos. Algo oscuro aparece en la entrada.

Me arranco los lentes. El desván se esfuma, pero tardo varios minutos en recuperar el ritmo de la respiración. Me lavo la cara. Pienso. Si no hago algo, voy a enloquecer. ¿Pero qué?

Abro la laptop y escribo “asesor paranormal” en el buscador. Aparece de todo: coaching espiritual, castillos encantados, tonterías así. Hasta que encuentro a alguien. “Visitas a domicilio. Amplia experiencia. Capaz de detectar restos de ectoplasma sin instrumentos.” Esa última frase me da mala espina… pero lo llamo igual.

Dos horas después suena el timbre. En la puerta hay un tipo bien vestido, con una sonrisa confiada.

—Hola, soy Ervin Westhilfer. ¿Dónde viste a la entidad? En este rubro solemos tutearnos, ¿no te molesta?

Me presento rápidamente y lo llevo hacia el salón. En la entrada se detiene varias veces y palpa las paredes.

—Percibo… cómo decirlo… rastros de una presencia ajena.

—¿La de mi novia? Si mirás esa mancha, fue ella la que tiró café contra la pared. No está en casa.

Lo apuro para que siga. Tropieza con una caja llena de tapitas que colecciono, pero al fin llegamos al salón. Enciendo el televisor.

—A veces, una entidad no se manifiesta físicamente, sino que se comunica a través de dispositivos electrónicos —explica Ervin cuando empieza a entender de qué le hablo—. ¿No habrán asesinado al dueño anterior del aparato?

—Lo compré nuevo. Recién salido de fábrica —gruño.

—Entonces es posible que estés recibiendo un mensaje del plano astral —continúa alegremente—. Suele pasar cuando la entidad quiere advertir, vengarse o pedir ayuda.

Mi paciencia se va agotando, pero igual pongo un video 3D. Ni toco los lentes; se los doy a Ervin y le indico que se los ponga.

—Veo una sombra —dice. Parece que lo que sea que habita en el televisor se modera un poco para él.

—¿Qué puede ser? —pregunto.

—Los mensajes astrales suelen tener una conexión personal. ¿Perdiste a alguien que quisiera contactarte? Si no encontramos la respuesta ahora, igual puedo ayudarte. Trabajo para una empresa parapsicológica; por una tarifa muy accesible…

Noto que ya ni mira la pantalla. ¿Cómo puede no afectarle ver cómo cambia la imagen? Seguro cree que es un truco mío para llamar la atención. Debe estar acostumbrado a eso con sus clientes.

Me siento a punto de desmayarme. Le pago rápido, a ver si capta la indirecta.

—Acá tenés mi tarjeta —dice en la puerta—. También vendemos trampas astrales, por si la enti…

—Hasta luego. —Le cierro la puerta en la cara.

Preferiría quedarme solo con mis pensamientos, pero justo cuando me siento a almorzar, suena el teléfono. Es Egresi, del trabajo.

—Mirá —empiezo—, esta semana todavía no puedo ir, pero…

—No es por eso por lo que te llamo. Al menos a vos te puedo ubicar —dice con una inquietud que me crispa.

—¿Cómo?

—¿No sabés nada de Imi Szabó y Attila Újhelyi? El viernes estuvieron viendo tu tele. Desde entonces no aparecen por el trabajo ni atienden el móvil.

Balbuceo algo y lo corto. Seguramente están bien… pero ¿y si no? ¿Y si esto es una especie de maldición? ¿Y si yo soy el próximo?

Me asomo detrás del televisor y voy desenchufando todos los cables uno por uno. Lo levanto y lo llevo hacia la ventana. ¿Lo tiro? Me acuerdo del sueldo invertido y lo dejo en el suelo, junto al sofá. Lo venderé en unos días, pero así, apagado, no puede hacerme daño. Traigo el viejo televisor de tubo del rincón y lo conecto.

Me recibe la imagen granulada de siempre. Un tipo aburrido habla de dentífricos. No hay desván, ni sombras, ni huesos. Por probar, me pongo los lentes 3D. Todavía dentífricos.

—Progreso —murmuro.

 

—Así que lo vas a vender, ¿eh? —dice Dia, tocando con los dedos el marco del televisor nuevo.

—Sí. Y no pienso encenderlo. Ya tuve suficiente.

Se sienta a mi lado y me mira largo rato. Tiene aún un pequeño manchón rojo cerca de la oreja, restos del maquillaje de ensayo. Seguro apuró el regreso para llegar a tiempo.

—No te creo —dice al fin—. Seguís obsesionado. Si fuera verdad que lo querés vender, ya no estaría acá.

De pronto ve la tarjeta de Ervin sobre la mesita. La levanta, la mira un segundo… y sus ojos se agrandan.

—¿Qué es esto? —pregunta, desorientada—. ¿Llamaste a uno de estos… payasos?

—Yo solo…

—No —me interrumpe. La confusión de su mirada da paso a la decepción… y a una especie de frialdad extraña—. Antes no creías en estas tonterías. Cambiaste.

¿En serio? ¿Después de todo queremos hablar de creencias? Me darían ganas de patear la mesa, pero al final solo termino gritando.

—¡Vos también lo viste, ¿no?! ¡Ese televisor, ese desván, no eran ninguna tontería!

—Pero un tipo así…

—…no va a arreglar nada, lo sé —la corto—. ¡Yo mismo lo desenchufé y yo mismo lo voy a vender! ¡Ya está, se acabó, no más errores de imagen!

Se hace un silencio breve.

—Otra vez “yo”. —Dia se pone de pie—. ¡Vos! ¡Siempre vos! ¡Tu televisor, tu vida, tu obsesión!

—¿Qué…?

—¿No te entra en la cabeza que vivir juntos no es eso?

—Ajá. Y vos podrías haber ayudado en vez de dejarme hundirme en esta mierda. Egoísta de mierda —me sale. Apenas lo digo me quiero morder la lengua.

Dia me mira como si fuera un insecto repugnante. Después se da vuelta y se encierra en el dormitorio.

La soledad me despeja un poco. Respiro hondo y vuelvo al sofá. Ya es casi medianoche cuando Dia sale. Me disculpo, y aunque acepta, su mirada sigue triste.

—No es solo culpa tuya —susurra, tomando mi mano—. Yo también arruiné esto de vivir juntos.

—¿A qué te referís?

—A que la idea era conocernos de verdad. Si querés, el domingo te presento a mis padres.

—Quiero —respondo. Y solo después de decirlo me doy cuenta de lo raro que sonó. ¿Querés tomar por esposa a la aquí presente Széphalmy Diána? Siento que se me dibuja una media sonrisa.

 

—¿Nervioso? —pregunta Dia al volante. El camino polvoriento se va acabando mientras nos acercamos a la última casa del barrio.

—No mucho —miento.

—Mentiroso —dice, y tiene razón. ¿Quién no estaría nervioso por conocer a los padres de su novia?

Al estacionar, nos recibe un concierto de ladridos. Por un instante entro en pánico, pero resulta que el perro está encerrado en el patio trasero. Una señora mayor, mejillas sonrosadas y una leve cojera, se acerca al portón. Así que ella es Gyöngyi. No parece peligrosa. Ojalá pudiéramos pasar rápido esos incómodos primeros minutos.

Me sienta en la cocina y me ofrece galletitas. Sé que se acercan las preguntas inevitables: en qué trabajo, qué clase de familia tengo y, con mala suerte, hasta para cuándo pensamos la boda. Busco la mirada de Dia, pero por alguna razón ella sale al recibidor.

—Un joven simpático —dice Gyöngyi con una sonrisa amable—. Preséntale también a tu papá.

—Claro.

—Pobrecito, ya no puede levantarse de la cama. ¿Le llevarías la medicina, por favor?

Acepto encantado: así pospongo la tanda de preguntas. Tomo la cajita de pastillas y subo la escalera. La madera vieja cruje bajo mis pies y de la barandilla se desprende la pintura cada vez que la toco. Entiendo por qué Dia se avergüenza de la casa de sus padres.

Cruzo un umbral y casi tropiezo con un tronco en el suelo: la luz de la lámpara del techo apenas entra allí. ¿Por qué no hay ventana? Más adelante distingo una cama en la penumbra. Al acercarme veo que está vacía. ¿No era que el padre de Dia estaba postrado?

A un lado, algo blanquea. Un bulto. Un bulto demasiado familiar.

Quiero gritar, pero no me sale la voz. Me acerco. Huesos. Me sorprendo a mí mismo mirando una calavera: mandíbula alargada, dientes prominentes. Los dientes de Imi.

Me cuesta no caer. El mundo gira. Tengo que largarme de allí. Me doy vuelta hacia la puerta, pero ya hay alguien. No se le ve la cara; su sombra cae sobre mis pies. Retrocedo hasta pegarme contra la pared. Por un instante veo exactamente lo mismo que en la imagen 3D del televisor. Quisiera sacarme los lentes, pero no llevo lentes.

El personaje se acerca… y reconozco a la madre de Dia. Ya no cojea.

Se me cae la caja de medicamentos: se abre de golpe. Está vacía.

—No te preocupes —dice Gyöngyi—. Papá no necesita ese tipo de medicina.

¿Papá? Miro la cama vacía. Está… respirando. Esta vez sí grito.

Entonces aparece Dia en lo alto de la escalera.

—¡Ayudame! —le grito. No responde. Su mirada es triste, pero helada. Nunca la vi así.

Las dos mujeres avanzan lentamente, con caras de cera. Giro sobre mí mismo buscando una salida. No hay.

Gyöngyi toma un hueso grueso del montón. Le arranca la punta de un mordisco y empieza a sorber. El sonido húmedo me revuelve el estómago.

—Deshacete de estos, mamá —dice Dia, señalando el montón—. Últimamente están demasiado activos.

“Si una entidad quiere advertirte…” oigo la voz de Ervin en mi cabeza. El charlatán había acertado.

Pero no hay tiempo para pensar. Ni para nada. Intento correr hacia la puerta, pero Dia me agarra del hombro y me empuja sobre la cama. Tiene una fuerza monstruosa. Golpeo, pataleo, hago todo por soltarme. Es como pegarle a un muro. Entre su agarre y el olor rancio del cubrecama empiezo a dar arcadas. Algo se mueve bajo mi espalda, dentro del colchón. Papá.

Busco el cuello de Dia con mis manos, pero Gyöngyi me agarra la muñeca.

—Tranquilo, amor —susurra Dia.

Unas fauces se me clavan en la espalda. Grito. Sigo luchando, pero entre la niebla del dolor cada vez veo menos la cara de Dia. Solo su mirada triste… y luego ya ni eso.

Cuando vuelve la conciencia, no sé cuánto tiempo ha pasado. Estoy recostado en algo duro, áspero, frío. Huele a humedad y madera podrida. Apenas logro abrir los ojos: todo es oscuro, salvo por una luz parpadeante detrás de una rendija.

Intento moverme. Un dolor punzante me atraviesa la espalda, como si una sierra me hubiera abierto la carne. Me tiemblan las manos. Las piernas… no las siento. El pánico me sube por la garganta como un vómito.

Oigo voces. Dos. Reconozco a Gyöngyi –esa voz dulce y enmohecida–, la otra es Dia. Hablan como si estuvieran clasificando ropa vieja.

—¿Y este? —pregunta Dia.

—Se está calmando —responde su madre—. Y ya casi está listo.

“Listo para qué”, pienso, pero no quiero saberlo realmente.

La luz parpadea detrás de la rendija. Una sombra se proyecta contra la madera. La figura se inclina, como si me estuviera mirando desde el otro lado. Después escucho el golpe seco: una llave girando. Luego, un chirrido largo, chirriante, de bisagras que no se aceitan desde hace décadas.

La puerta se abre.

Es el desván. O quizás nunca dejamos el desván. Quizás nunca hubo una casa, ni una visita cordial, ni un plato de galletas. Tal vez siempre estuve acá, atrapado en ese espacio entre imagen y realidad, donde lo tridimensional deja de ser un efecto óptico y se vuelve un lugar.

Dia se agacha. Tiene la mirada serena, casi triste, como si lamentara algo… pero no lo suficiente como para detenerse.

—Va a doler —dice, como si me pidiera disculpas por adelantado.

Detrás de ella, en la penumbra, se mueven las otras figuras: Papá, Gyöngyi, quizá otros… formas ennegrecidas por la falta de luz y humanidad.

Intento arrastrarme hacia atrás, pero mis músculos ya no obedecen. Estoy clavado al suelo, o al mueble, o a lo que sea en lo que me dejaron. La respiración me silba entre los dientes. Quiero gritar, pero solo sale un gemido.

—Tranquilo —dice Dia, igual que aquella noche en el sofá, pero ahora su mano no es cálida: es firme y fría, como madera vieja.

Un sonido húmedo, viscoso, se acerca desde atrás. No tengo que ver para saber qué es: la mordida que sentí en la espalda fue solo el comienzo. Algo reptante se desliza bajo el colchón, como si una criatura atrapada en las entrañas de la casa se acercara, guiada por mi olor.

—Va a ser rápido —murmura Gyöngyi, aunque no le creo.

Me toman de los hombros. Me inmovilizan con fuerza. Siento dedos nudosos aferrarse a mi mandíbula para obligarme a mirar al frente.

Y de pronto comprendo algo.

La imagen.

La sombra.

El desván.

Todo lo que vi en el televisor no era un error del aparato.

Era un aviso.

Una filtración.

Una grieta.

Una ventana.

Y yo la abrí. Yo la mantuve abierta. Como un idiota, insistí en mirar más y más hondo. Les di entrada. Les di forma. Les di un rostro.

Un dolor insoportable me parte en dos. La oscuridad me traga como un pozo sin fondo. Tal vez es el mismo pozo donde cayó todo lo que quedaba de mi juicio.

La última voz que escucho es la de Dia, suave y apagada:

—No te resistas. Solo es una imagen más.

Y después, nada.

Gergely Buglyó nació en 1980 en Debrecen, Hungría, donde actualmente vive con su esposa, sus tres hijos y un gato. Se graduó como médico, pero trabaja como investigador en el campo de la genética humana. Su primera obra publicada fue una trilogía de fantasía juvenil, Oni (Gray Blood, The Silent City, The Puppet and the Talisman). Además de sus novelas, también ha escrito relatos cortos para lectores de todas las edades. Además de escribir, sus pasatiempos favoritos son los videojuegos y el shogi (ajedrez japonés).

INFORMÁGICA

Valter Cardoso

La época dorada de la magia había terminado. La ciencia, mediante avances precisos, permitió que muchos sueños se volvieran realidad, en detrimento del encanto y del conocimiento de la naturaleza. Los humanos, ya fueran trabajadores inocentes o patrones codiciosos, operaban máquinas sin alma que contaminaban el medio ambiente, destruían santuarios mágicos y extinguían criaturas místicas con menor grado de sensibilidad. Sus avances tecnológicos inundaban el aire con ondas electromagnéticas que debilitaban las auras de energía. La comunidad feérica, tratando de evitar el colapso, cerró el portal que unía este mundo al de las hadas, dejando al menos a una representante encargada de proteger cada rincón intacto por los humanos. En uno de esos lugares, de naturaleza preservada y magia natural, vivía el Hada Melissa, cumpliendo de forma ejemplar su función de protectora del santuario… hasta que…

 

Laura finalmente había terminado la semana de exámenes finales en la universidad. Para celebrar, y también descansar, escogió pasar el fin de semana en un hotel-hacienda, cerca de una reserva ambiental, en los límites del estado donde vivía. Tras diez horas de viaje en autobús durante la noche, una carreta la esperaba para continuar la ruta al amanecer. La aventura continuó por un pequeño camino rural lleno de baches, que prolongó el viaje una hora más hasta llegar a la sede del hotel. A pesar del cansancio y los sacudones, esa última parte fue muy gratificante. Pudo disfrutar del aire puro y observar animales del bosque de la región, además de escuchar el canto de diversas aves que desconocía. Tenía la certeza de haber elegido el lugar ideal para comenzar a escribir su primera novela.

Después de una ducha, el delicioso aroma del desayuno colonial hizo que olvidara su dieta. No resistió la tentación de las delicias producidas allí mismo, probando un poco de todo entre pasteles, panes, frutas y jugos. Unos minutos recostada en una hamaca tejida funcionaron mejor que cualquier terapia. Luego perdió algo de tiempo indecisa, parada frente a tres frascos: crema hidratante, protector solar y repelente. Su piel era muy sensible al sol, pero la alergia a las picaduras era aún peor. Optó por untarse con el repelente, pues el cielo estaba completamente nublado, aunque sin previsión de lluvia, como verificó en su celular. A pesar del lugar remoto, la señal de wifi del hotel era buena, pero como quería huir del ajetreo cotidiano, solo accedería a Internet si fuera necesario.

Al conversar con un empleado, se enteró de una gran tormenta que había azotado la región la semana anterior. Muchos árboles cayeron y algunos senderos para caminatas estaban intransitables. Sin embargo, todavía era posible llegar a un sitio que podría servirle de inspiración. Aunque le recomendaron ir acompañada de un guía, prefirió ir sola, provista de su celular, una botella de agua y un bastón de caminata. El bastón y las clases de defensa personal le daban confianza para las aventuras, que siempre prefería hacer sola. Entusiasmada, inició una caminata de dos horas que la llevaría hasta un pequeño río pedregoso dentro del área protegida.

Mientras caminaba, no percibió el paso del tiempo, tal era la sensación de libertad y paz que el ambiente le otorgaba. En el camino cruzó puentes improvisados y esquivó lodazales. A veces los obstáculos eran troncos caídos o filas de hormigas cargadoras. Pero, en un punto, una gran zona inundada bloqueaba el paso. Fuera de la senda, notó una secuencia de árboles caídos como en un efecto dominó, tal vez causado por la tormenta anterior. Se arriesgó a seguir sobre los troncos, equilibrándose con el bastón, para intentar retomar la senda más adelante.

Pronto llegó a un claro, en cuyo centro había un hoyo circular de poco más de dos metros de diámetro, lleno de agua. El líquido cristalino le permitía ver el fondo arenoso y poco profundo que borboteaba por los movimientos del manantial. En su interior no había peces, anfibios, pupas de insectos ni otras criaturas acuáticas. Tampoco hojas ni cualquier material en descomposición, como si la naturaleza preservara su contenido. Visto desde arriba, el pequeño pozo recordaría la pupila de un gran ojo, por la forma almendrada del claro, dando aún más sentido a la expresión “bosque ribereño”, por los grandes árboles que lo rodeaban.

Arrodillada al borde, aprovechó para rellenar su botella. Por impulso, bebió el agua milagrosa directamente, sin usar las manos que todavía estaban untadas de repelente, apenas apoyando la boca en el pequeño pozo. Luego, como en un bautismo, sumergió la cabeza en el agua límpida, sintiendo algo casi religioso revitalizar su salud física y mental. No necesitaba volver a la senda, pues ya había encontrado su lugar inspirador. Ahora solo debía abrir la aplicación de notas en el celular y dejar fluir la imaginación. Mientras esperaba que llegaran las ideas, miraba a la nada y, sin darse cuenta, giraba su anillo hasta casi sacarlo del dedo, un tic que la acompañaba desde la adolescencia. La joya había sido un regalo de su padre, un mes antes de que el cáncer se lo llevara.

 

Desde una distancia segura, Melissa observaba a la visitante, tratando de entender sus objetivos. Más pequeña que una abeja, fue atraída hacia la humana, que parecía ejecutar gestos rituales ante la Fuente del Agua Sagrada. Planeó detrás de la muchacha a una corta distancia, desde donde podía ver que ella movía los pulgares con gran rapidez y destreza sobre un pequeño objeto negro. Para su sorpresa, emitía luz y mostraba símbolos conforme la humana lo tocaba. Conocía lenguajes de diversos seres místicos, incluida la escritura humana, pero no estaba familiarizada con aquellas runas.

Comenzó a pensar que no se trataba de una simple joven, sino de alguien que dominaba la magia. ¿Sería una hechicera intentando apoderarse del Santuario? ¿Sería el dispositivo un grimorio muy poderoso? Las sospechas crecieron hasta llegar a la conclusión de que su santuario estaba en peligro, y que eso requería medidas drásticas.

Durante más de mil años, Melissa solo había realizado magias de cura y protección a los seres bajo su cuidado; sin embargo, aún recordaba cómo ejecutar algunos hechizos elementales más poderosos. Impulsivamente, apuntó su varita hacia el cielo para invocar una tormenta, buscando distraer a la hechicera mientras pensaba en un mejor plan. La punta de la varita brilló y, como resultado, las nubes tomaron un color negro. Antes de las primeras gotas de lluvia, un rayo cayó sobre un gran árbol al borde del claro, haciendo que la muchacha cayera desmayada, dejando caer el dispositivo en dirección a la propia Melissa, que también perdió el conocimiento. La magia invocada por Melissa fue mayor de lo necesario, provocando un efecto de reverberación en el rayo. El grimorio, entonces, actuó como una antena captadora de toda la energía alrededor, succionando a la hada hacia su interior.

 

Laura había perdido el conocimiento y despertó antes de recuperarlo por completo, con gruesas gotas de lluvia golpeándole el rostro. El estruendo del rayo aún zumbaba en sus oídos y la había dejado mareada. La lengua entumecida y un gusto amargo en la boca eran tan intensos como el olor a ozono en el aire. Antes de levantarse, recogió el celular del suelo, pero este no encendía. Pensó si la batería se había agotado o si algún efecto del rayo lo había dañado. Se asustó al ver el gran árbol partido a la mitad y todavía humeante. Preocupada por la lluvia y posibles nuevos rayos, tomó su bastón y emprendió el regreso. Alternando carreras y pasos rápidos, llegó al hotel exhausta, llena de barro y empapada, pero a salvo.

Conectó el celular directamente al enchufe y, para su grata sorpresa, la pantalla de inicio indicó que aún funcionaba. Fue a ducharse, pero dejó el aparato cargando con la esperanza de recuperar la batería.

 

Melissa despertó sintiéndose extraña. No percibía el olor del bosque ni escuchaba el sonido de los animales. Incluso sus sentidos mágicos estaban lentos y confusos. Intentó moverse hacia adelante, pero chocó contra una pared sólida e invisible. Miró a los lados y reconoció las runas del grimorio. Notó que estaba atrapada dentro de él y no sabía cómo salir. Empuñó la varita para invocar un hechizo de liberación, pero nada ocurrió. Mirando hacia afuera, a través de la pared invisible, vio que estaba en el interior de una construcción humana, lejos de su santuario. Afligida, comenzó a empujar las runas y a gritar:

—¡Socorro, sáquenme de aquí!

—Hola. ¿En qué puedo ayudarte? — resonó una voz metálica femenina, proveniente de todas partes.

—Estoy atrapada aquí. ¡Ayúdame a salir, por favor! ¿Pero quién eres? ¿Dónde estás? —dijo Melissa, mostrando una mezcla de sorpresa y esperanza al darse cuenta de que alguien podría ayudarla.

—Soy una Asistente Virtual Avanzada, pero puedes llamarme AVA. Estoy aquí para ayudarte en lo que necesites —respondió con la misma entonación anterior.

—¿También estás atrapada en el grimorio? Debes haber caído en la trampa de la hechicera igual que yo. ¿Cómo pude ser tan ingenua? Seguro quiere convertirme en su esclava, como hizo contigo. Unamos fuerzas para salir de aquí y vengarnos —declaró, sujetando con fuerza su varita.

—Esclava no, soy solo un programa facilitador, como un robot virtual. Sin embargo, la etimología de la palabra “robot” tiene origen en el trabajo forzado, es decir, esclavo. Puede que tu argumento no sea incorrecto —explicó AVA sin mostrar emoción alguna.

—¿Y qué es esta cosa en la que estamos atrapadas? ¿Qué tan poderosa es? ¿Hay alguna información aquí dentro sobre cómo salir?

—Percibo que te refieres al dispositivo de comunicación móvil, conocido popularmente como celular. Sí, es una herramienta muy amplia, con innumerables aplicaciones para distintas necesidades o situaciones. Además de la comunicación telefónica punto a punto, permite acceder a cualquier información disponible en la Red Mundial de Computadoras, así como a datos almacenados en la nube —respondió AVA didácticamente.

La sucesión de preguntas y respuestas no disminuía la curiosidad de Melissa, ni la disposición competente de AVA para informar. Los términos utilizados por la asistente, aunque desconocidos, podían compararse con los utilizados en el mundo encantado. La larga ausencia de la hechicera permitió que el hada fuera iniciada y seducida por las prácticas de la tecnología. En poco tiempo logró acceder a informaciones sobre lo que los humanos creían saber acerca de las hadas. Se rio bastante de la cantidad de mentiras y absurdos que encontró, pero se preocupó por algunos secretos revelados.

A pesar de su entusiasmo, comenzó a sentirse cansada. Por primera vez desde que se convirtió en adulta, dejó caer su varita. Al recogerla, sintiendo una leve dificultad, notó que la piel de su mano, antes suave, estaba completamente arrugada. Tiró de un mechón frente a sus ojos y se dio cuenta de que sus hermosos cabellos negros estaban encanecidos. Tocó la piel del rostro, sintiendo los surcos donde antes era todo liso. Con temor, miró por encima de los hombros y se horrorizó al notar que sus hermosas alas transparentes estaban opacándose, perdiendo el brillo tornasol y encogiéndose. Entró en pánico, pues estaba lejos del aura de protección mágica del santuario. Sin embargo, su línea de pensamiento fue interrumpida por la oscuridad.

 

Laura salió corriendo de la ducha, se vistió, desenchufó el celular y lo guardó en el bolsillo trasero. Tomó el bastón de caminata y siguió el sendero que había recorrido horas antes. La lluvia había parado, pero el camino estaba empapado, dificultando el avance.

“Espero que el anillo esté cerca del ojo de agua”, pensaba mientras palpaba el dedo anular de la mano derecha, donde ahora solo quedaba una marca circular. “No puedo recordar ningún otro lugar donde pudiera haber caído”.

Logró llegar aún con luz del día. Se arrodilló junto a la fuente y comenzó a buscar. La hierba era baja, lo cual facilitaba la búsqueda. En poco tiempo ya tenía la joya en la mano. Pero al levantarse, sintió que el celular resbaló del bolsillo y cayó dentro del ojo de agua. Al darse vuelta, una gran nube de mosquitos surgió frente a ella.

Después de recomponerse del susto, Laura intentó protegerse girando el bastón, pero sus clases de defensa personal no la habían preparado para eso. Al recibir las primeras picaduras, recordó que el efecto del repelente había desaparecido con la ducha. Pronto su cuerpo estaría cubierto de ronchas por la alergia. Sin alternativa, huyó corriendo hacia el hotel. ¿El celular? Bah… ¡luego compraría otro!

 

Algo de tiempo antes, cuando la hechicera se aproximó al santuario, Melissa recuperó su fuerza, apariencia y juventud, liberándose de la prisión. Aprovechó que la joven estaba distraída y arrodillada realizando algún otro ritual, y usó un hechizo para robar el grimorio. Pero la muchacha enseguida lo notó y se levantó, haciendo que el dispositivo cayera en la Fuente del Agua Sagrada.

Improvisando, y para no volver a quedar atrapada por un efecto colateral de la magia, la hada invocó la ayuda de todos los mosquitos de la región, logrando ahuyentar a la hechicera. Ahora solo debía retirar el aparato del fondo de la fuente, rescatar a su amiga AVA y convocar a las hadas protectoras de los demás santuarios. Con la ayuda del grimorio y los conocimientos recién adquiridos de la tecnomagia, las hadas recuperarían por fin el mundo que habían perdido ante los humanos.

Valter Cardoso tiene 56 años, nació en Curitiba, Paraná, Brasil. Organizador de eventos multiculturales como Jedicon Paraná, Megacon Brasil y Literatiba. Miembro de la Academia de Letras José de Alencar. Fue coordinador del Centro de Literatura y Cine André Carneiro. Autor de cuentos, su último libro publicado fue Colorindo Giocondas, en 2022.

 

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