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martes, 14 de mayo de 2024

EN LA NOCHE DE SAN JUAN


Oscar De Los Ríos



Me encontré con un hombre en la calma inmensa de la noche y, luego de intercambiar algunas palabras, de que unos billetes pasaron de mano, acordamos volver a vernos al otro día y nos separamos.

Mientras su figura esbelta y elegante se perdía al doblar la esquina, yo entraba al bar.

—¡Una vuelta para todos! —grité con alegría—. Acabo de alquilar el terreno grande que está frente a la plaza del pueblo.

—¿Vendrá un circo? —Hipó un parroquiano, mientras limpiaba con la manga del saco la espuma que la cerveza le había dejado en el bigote.

—Ya estás borracho, Luis, y eso que solo tomaste una pinta —dijo el gordo Miguel, detrás de la barra; agregando como al descuido—. Seguro que un circo tiene más personas que este pueblo.

—No solo lo alquilé, sino que pagaron un año por adelantado. —Luego de decir esto me llamé a silencio.

—¡Vamos suelta ya, Juan! ¿Qué va a hacer el extraño en el terreno? —Se escuchó decir desde el fondo del salón.

—Lo único que le pude sacar es que va a traer a su familia y van a vivir allí. Sí, ya sé, todo esto es muy extraño. El tiempo dirá. —Terminé la copa y me fui.

Al otro día volví a ver a mi inquilino. Teniendo tiempo para pensar con la cabeza fría, había caído en la cuenta de que no sabía su nombre, ni a qué se dedicaba. Nos encontramos en el terreno a las doce del mediodía y fuimos a almorzar.

—Ayer sellamos el trato con un apretón de manos —dije luego de ordenar la comida—, pero no sé su nombre ni a qué se dedica.

Esbozando una sonrisa, y clavándome una mirada tan penetrante que debí desviar la vista, se presentó.

—Puede llamarme Barak —fue entonces que reparé en su acento extranjero—, en cuanto a mí profesión algunos dicen que soy un ilusionista, un embaucador, pero ¿qué otra cosa es un mago? Acabo de hacer una gira exitosa por el viejo continente y me detuve aquí porque me parece un lugar tranquilo para descansar.

La situación me parecía cada vez más extraña, debía ordenar mis pensamientos y por eso dejé transcurrir el almuerzo en silencio. Cuando sirvieron el café comenté con seguridad la conclusión a la que había llegado.

—Ahora, al saber su profesión, todo me queda más claro. Y, si no entendí mal, hoy mismo llega su mujer con sus dos hijos en el motorhome que van a instalar en el terreno.

—Nunca mencioné un motorhome —me dijo risueño—, vamos a vivir en una casa.

—¡¿Cómo en una casa?! —exclamé perplejo—. ¿Y dónde se alojaran mientras se construye, en una carpa?

—Nada de carpas ni iglúes —dijo lanzando una carcajada—. Ya lo comprenderá cuando llegue la mudanza. La casa en la que viviremos es de madera pintada de blanco, tiene tres habitaciones, dos baños, una sala de estar, salón de juego, cocina comedor, cochera para dos autos y un salón recibidor.

Barak estaba describiendo la casa de mis sueños, aquella que toda la vida había deseado construir en el terreno frente a la plaza; lo único que me frenaba era tener que gastar en ella todos mis ahorros. Había que traer los materiales desde la ciudad más cercana, distante sesenta kilómetros, y la mano de obra también era un problema; en el pueblo no había carpinteros calificados.

 Mientras me perdía en vagos pensamientos, mi inquilino se arremangó la camisa y me mostró la palma de una mano de dedos finos y largos, cuidada… vacía. La cerró en un puño y dijo

—Sople. ¡Vamos, anímese!

Soplé con desgano, la mano de Barak se abrió y algo se desprendió de ella. Sobre el mantel apareció un piano y una mesa de billar con dos tacos que, de no ser por el diminuto tamaño, se hubiera podido iniciar una partida.

Palmotee emocionado y, haciendo un salto en el tiempo, volví a ser un niño otra vez.

—Como puede ver ya comencé a traer algunos enseres.

Estás últimas palabras del mago me trajeron otra vez al presente.

—Se está burlando usted de mí —le dije enojado, porque no pude seguir disfrutando de ese momento mágico.

—Nada más lejos de mis intenciones. Si se ha sentido así le pido disculpas. Ya comprenderá.

No volvimos a hablar, y nos dirigimos al terreno donde ya estaba estacionada una camioneta con un tráiler. Junto a estos esperaban una hermosa mujer y dos niños gemelos de unos doce años.

—¿Comprende usted ahora? —me dijo Barak, señalando el tráiler.

Quedé sin poder articular palabra, con los ojos fijos en el punto al que había señalado. Cuando al fin pude reaccionar Barak ya no estaba a mí lado, sino parado en medio del terreno adonde bajaban del tráiler una casita de madera estilo colonial, con las paredes blancas, amplios ventanales y tejas rojas.

Me acerqué en silencio y pude comprobar que, con mí escaso metro setenta, sobrepasaba en una cabeza a la construcción; la que no tendría más de tres metros de largo y dos de ancho.

Mientras yo continuaba mirando perplejo, la esposa de Barak y sus dos hijos, poniéndose de rodillas, agachando la cabeza, trasponían la puerta de entrada.

—Como puede apreciar mí familia ya está instalada en nuestra residencia.

—¡Es usted el más vil de los mentirosos! —proferí en forma grosera.

—Nunca en mí vida he dicho una mentira, todo tiene una explicación.

—Solo falta que diga usted lógica y racional —lo volví a interrumpir sin ningún miramiento.

—Ya le he dicho que soy mago de profesión y, está maravilla es mi última creación —adivinando mis intenciones, hizo un gesto con la mano indicando que lo dejara terminar—. Dentro de dos días será la noche de San Juan, una fogata va arder en la plaza justo aquí enfrente y, mientras la hoguera arda, aparecerá una niebla espesa que cubrirá la casa por completo. Cuando la niebla desaparezca la casa tendrá el tamaño de una residencia normal. Con su permiso ahora voy a entrar a pasar un rato con mí familia, mí mujer ya ha empezado a preparar la cena.

Un exquisito aroma a carne asada con vegetales invadía el aire, Barak se me acercó, me dio un apretón de manos y, al verlo ingresar a su diminuta morada, comprendí que algo extraordinario iba a ocurrir muy pronto.

Estuve un par de horas sentado en un banco de la plaza sin poder despegar la mirada de la pequeña construcción, de la que salían risas y canciones acompañadas por la música de un piano. Inquieto y confundido, no pude apartar de mi mente la imagen de la hermosa mujer de Barak, tocando el minúsculo piano que apareció sobre la mesa del restaurante. Para aclarar mis ideas me dirigí al bar en busca de un trago; pero esta vez entré en silencio y tratando de pasar inadvertido. No saludé a nadie y me senté en el rincón más apartado. En ese momento mi mente era presa de dos sensaciones paradójicas, encontradas: por un lado estaba convencido de que Barak era un mentiroso profesional que trataba de convencerme que había mudado al pueblo una casa con todo su equipamiento; por el otro me avergonzaba de mi inocencia por haberle creído, sintiendo en lo más profundo de mí ser que me decía la verdad. No hay nadie mejor para hacer circular una mentira que un inocente convencido de llevar la verdad en su boca. Por este motivo decidí mantener mí conversación con Barak en secreto.

Al otro día me levanté temprano y, cruzando el patio (mi casa está en la parte de atrás del terreno y tiene salida a otra calle), fui en busca de Barak. Mustafá, el gato negro que era de mi madre me siguió. Al llegar a la casita blanca comenzó a olfatearla y la marcó como de su propiedad; buscando una pared sin ventanas lo imité. Este acto primitivo mejoró mi humor. Después, llamé a la puerta, pero nadie respondió. Esperé en vano, lo rastreé por el pueblo, pero no logré dar con él. Se estaba yendo la tarde y comenzaba a desesperar cuando alguien tocó la puerta; era Barak.

—Lo estuve buscando por todos lados —le dije sin dejarlo aclarar el motivo de su visita.

—Es lo que me han dicho, y por eso vine. ¿Qué necesita? Estoy a su entera disposición.

—Quiero comprarle su casita blanca —al decir esto lo miré directo a los ojos, esta vez sin desviar la mirada.

—No está a la venta —me dijo en tono serio, para luego agregar con una sonrisa—. Lo que puedo ofrecerle es una casa con tres habitaciones, dos baños…

—Está bien, no siga, ya lo entendí. Me interesa.

—Bueno, entonces fijemos un precio y se la vendo. Solamente tengo una condición: debe pagarla a más tardar mañana a la mañana ya que por la noche tendrá lugar la fogata de San Juan y usted sabe bien que ocurrirá

Lo miré incrédulo y pensé: “Realmente cree que soy tan tonto”.

Leyendo en mí como en un libro abierto, respondió a mis pensamientos

—Es una cuestión de estar en igualdad de condiciones con el trato precedente que hicimos.

—¡Nunca hice un trato con usted sobre la casa, acaso estoy tratando con un loco! —mi lengua ya no tenía pelos.

—No, sobre la casa no —me contestó sin ofenderse ni alzar la voz cómo había hecho yo—. Pero si mal no recuerdo, la otra noche nos encontramos en la calle, sin conocernos nos saludamos y usted me preguntó a qué había venido al pueblo. Yo le dije que pensaba quedarme un tiempo y que estaba buscando un terreno para alquilar. Fue entonces que me ofreció el que estaba vacío frente a la plaza y, en ese mismo instante, sin papeles, sin comprobar si usted era realmente el dueño o el nombre que me dio era falso, y con solo un apretón de manos le pagué por adelantado un año. Si usted no puede confiar en mi palabra, como yo hice con la suya; entonces no tenemos más que hablar.

Estaba por retirarse cuando, avergonzado por mi actitud, le rogué que se quedara. Acordamos un precio y le aseguré que al otro día por la mañana iría al banco a retirar la plata.

Esa noche dormí sobresaltado, pensando en que después de la fogata de san Juan, me mudaría a la casa blanca.

Por la mañana temprano fui al banco a buscar el importe acordado. No había caminado más que una cuadra, cuando me pareció que dos mujeres me señalaban y se ponían a cuchichear, seguí avanzando y noté que todas las personas que cruzaba me seguían con la mirada. Al llegar me atendió mi amigo José, el gerente. Después de saludarnos y decirle a qué había ido, me preguntó que iba a hacer con semejante suma, y le conté una verdad a medias: que iba a comenzar la construcción de la casa blanca con la que siempre había soñado. Mientras preparaban el dinero charlamos un rato y, José, me miraba de la misma forma que la gente en la calle.

—¿Qué pasa? —le dije un poco molesto—. Vos también me mirás como si fuera un bicho raro.

—Ya veo que no sabés nada, pero Barak convenció a todos en el pueblo de que darás una señal y algo extraordinario sucederá en la noche de San Juan.

—No sé qué esperan que suceda —le contesté haciéndome el tonto.

—Y eso no es todo— agregó apenado —Lo que no entiendo es cómo lo supo.

—Cada vez entiendo menos ¿de qué hablás ahora?

—Barak acaba de ganarme una apuesta. Me dijo que vendrías apenas abriera el banco y retirarías exactamente la suma que te llevás bajo el brazo, y agregó que sería para adquirir una casa blanca con tejas rojas

—No hay nada de extraño en eso, yo se lo comenté ayer, por eso lo supo.

—Lo que me dices hace que todo sea más raro aún; Barak me dijo lo que harías hoy, pero lo dijo el mismo día en que llegó —haciendo una pausa de silencio continuó—. El tipo es un embaucador o un mago.

En el mismo instante entró otro cliente a ver al gerente y no pudimos seguir hablando.

Al salir del banco volví a mi casa, en la puerta me esperaba Barak, esta vez no lo invité a pasar; le entregué el paquete que llevaba y nos dimos un fuerte apretón de manos. Antes de alejarse me dijo que no me preocupara, que estaba en juego su honor, que no se iría de escena antes de terminar su acto. Me acordé de las últimas palabras de José y no supe si alegrarme o preocuparme. “El tipo es un embaucador o un mago”; palabras que me darían vueltas en la cabeza toda la tarde. Mientras terminaba de preparar la mudanza llegaba siempre a la misma conclusión: me instalaría en la casa blanca esta misma noche. Al terminar tomé un refrigerio, luego un baño y salí; Mustafá me siguió.

En la plaza la hoguera ya estaba lista para ser encendida y el padre Benito terminaba de colgar el muñeco que pronto iba a arder. Junto a la casita blanca, Barak me hacía una reverencia, que no llegó a terminar al ver a Mustafá a mi lado.

—¡Saque ese depredador del terreno! —me dijo encolerizado. Era la primera vez que lo escuchaba gritar y perder la apostura; pero enseguida se recompuso—. Es que temo por mis palomas.

Haciendo un movimiento, a un mismo tiempo rápido y elegante, hizo aparecer una paloma blanca en sus manos; que fue a posarse el techo de tejas rojas. Mientras yo, golpeando las manos, corrí a Mustafá; que se escondió tras unas plantas.

En la plaza algunos vecinos del pueblo ponían sobre las mesas la comida y la bebida para el festejo, mientras otros se espolvoreaban las manos con canela para atraer la prosperidad y las mujeres escribían los malos momentos del año para quemarlos en la hoguera junto con el muñeco; todo era festejo y algarabía. Barak, desde el umbral de la casa, agitaba una mano.

—Adiós —me dijo—, después de la niebla no nos volveremos a ver.

 Un rayo negro cruzó el espacio y penetró por la hendija que dejaba la puerta al cerrarse.

 Bajo el techo de tejas rojas todo era caos y confusión. Se escucharon corridas, golpes y gritos que helaban la sangre. En la plaza cesó el movimiento, y todos los ojos se clavaron inquisitivos en los míos.

Mustafá salió con la barbilla y los bigotes teñidos de sangre.

En estado de shock crucé la calle a la carrera y, al llegar a la pila de troncos preparada para quemar el muñeco, arranqué el más grande que pude cargar, volví sobre mis pasos y lo arrojé contra las tejas rojas.

—Es la señal —gritó alguien entre la multitud.

El cielo se encapotaba y una niebla blanca salía por una ventana rota; las últimas tejas rojas desaparecían bajo la leña que arrojaba la gente del pueblo. El padre Abel colgó el muñeco y alguien acercó una antorcha encendida.


 Oscar Luis De Los Ríos es un escritor argentino nacido en Rosario, provincia de Santa Fe. Comenzó a escribir después de los cuarenta años y a partir de entonces sus cuentos aparecieron en la revista Cametsa de Perú, en el blog Sinergia, en el podcasts El buen cruel de México, donde sacó el segundo lugar en el concurso de crónica literaria, y en la antología Argentino-boliviana Estaño y plata. Publicó, en colaboración con el escritor Alejandro Bentivoglio el libro de microficciones Esta historia continuará (O no). Los cuentos "El reloj" y "Todos los cuentos, un mismo final", han sido publicado en entregas anteriores del blog MICROFICCIONES Y CUENTOS.

 

  

miércoles, 1 de mayo de 2024

HECHIZO DE TRES LUNAS

 

Oscar De Los Ríos


 

Recién recibido en la academia de policía, Hank el pulpo humanoide, caminaba de noche por la ciudad realizando la tercera ronda consecutiva. Su función era la utópica y para nada reconfortante tarea de mantener en orden las calles. La noche era clara y las tres lunas del planeta tierra brillaban en el firmamento, coronado de estrellas. Perdido en absurdas teorías sobre cómo se habría partido la luna en tres pedazos, casi chocó de frente con un ser de dos metros treinta de altura (el apenas alcanza el metro cincuenta), que se bamboleaba por la vereda gritando.

―¡Cerebros… cerebros! ―con voz de ultratumba, mientras el aire se impregnaba de un exquisito hedor a podredumbre.

Hank quedó paralizado. Sus tentáculos parecían atornillados al plástico que recubría la calle. Al fin logró moverse apenas lo suficiente para sacar el arma de rayos adormecedores, cuando una voz ordenó.

―¡Corten! ¡Corten! ―mientras una multitud corría gritando espantada—. ¿Se da cuenta de lo que ha hecho? ―El director se dirigió a Hank saliendo de un sector en penumbras, al tiempo que la multitud se dispersaba, tan rápido como habían llegado.

Más tranquilo, ahora tenía a un ser humano y no un zombie espeluznante en frente, Hank le dijo:

―Debería arrestarlos, a usted y al engendro ese, por perturbar la noche de la ciudad. ¿Qué creen que están haciendo?

―Un momentito: ¿a quién llama engendro? ¿Acaso no me reconoce? ―El zombie mostró su cara más feroz congelando los tres corazones de Hank.

―Tranquilo, Leonard ―dijo el director—, es apenas un pulpo humanoide que sacaron a pasear para que la película se retrase. ¿Quién le pagó?

En ese momento, a Hank le cayó la ficha; el zombi era Leonard Chtzrog, llegado del espacio exterior para hacer la remake en holograma quintusensorial de algunas películas de terror del siglo anterior. En estos hologramas la gente interactúa dentro la película, por eso contrataron un zombi real.

―Los que filman El Hombre Lobo ―le contestó Hank con sarcasmo―. Debo retrasarlos hasta que salga la luna llena.

Leonard levantó su único ojo sin pestañas hacia las tres lunas que brillaban en el cielo, y rio mostrando una larga hilera de dientes afilados. Luego dijo:

―Es gracioso el pulpi. Deberíamos contratarlo como guionista.

―Bien, menos charla y muéstrenme los permisos ―les ordenó Hank recobrando el aplomo. Y al tiempo que los apuntaba con la pistola de rayos, palpó de armas al director con sus tentáculos terminados en pequeñas manos humanas. Cuando fue el turno del zombie se sintió atraído y, extendiendo el brazo hectocotilo, revisó sus zonas íntimas. Sus tres corazones latieron desbocados, y chasqueó los labios entrecerrando los ojos.

 ―¡Ah, pulpito vicioso! Sorprendido o excitado ―le dijo el grandote tirándole un beso con sus manos de seis dedos sin uñas.

―Ambas ―le contestó Hank recobrando el ánimo―. No sabía que sos travesti.

Por primera vez se atrevió a tutearlo.

―Está equivocado, mi pervertido amigo. ¡Hermafrodita! ―Trató de ser sensual al decirlo y sonrió de una forma que hizo titilar las luces de la calle.

―Bueno, basta de cháchara, que tenemos una película que hologramar ―dijo el director malhumorado―. Ya vio los permisos, ahora retírese.

Nadie podría decir si fue un flechazo o más bien que flashearon, lo único cierto es que, desde que se encontraron durante el rodaje de Zombie, la amenaza del espacio exterior, hubo una atracción fatal entre ellos.

La separación, a partir de esa misma noche en que se encontraron, fue inevitable: pertenecían a mundos deferentes. Leonard siguió con la filmación y Hank continuó con la tediosa rutina de rondas.

Pasaron dos años antes de que se estrenara la película de Leonard. A estas alturas Hank se había transformado en su fan número uno mientras lloraba en los rincones un amor imposible.

Por esa misma época lo trasladaron al escuadrón antibombas, debido a que era el único que podía manejar la antigua consola de desarme manual, de tres teclados con pantalla ultra 10K transparente, que permite ser colocada delante de un explosivo y escanearlo, buscando la forma de lograr la desconexión en menos de un minuto.

 Este acontecimiento levantó un poco el ánimo del pulpo humanoide. Cuando no tenían una bomba para desarmar, la consola le permitía conectarse a la súper red y vivir una experiencia holográfica trisensorial. La pantalla no daba para una experiencia quintusensorial (que permitía tener las mismas sensaciones que en un contacto físico), su procesador, anticuado y lento, dejaba las figuras estáticas si se lo exigía demasiado. Aun así, interactuar con Leonard de esta forma le servía para paliar la soledad.

 Muy pocas cosas alteraban la rutinaria vida de Hank, cuando se produjo el atentado en la casa del gobernador. Al pobre tipo lo habían atado a su sillón favorito con una bomba bajo el culo capaz de volar la habitación entera. Pedían un rescate de cien millones. Como era de esperar ,Hank fue llamado a la oficina del director… que estaba reunido con el presidente en persona, o mejor dicho en imagen. Entró sin llamar y, antes de que se desconectara, escuchó decir al presidente.

―El culo de ese gordo no vale ni un millón, además no podemos ceder, mande al pulpo a proceder con el desarme del artefacto.

―Tenemos entendido, señor presidente, que el detonador se dispara en menos de treinta segundos, y necesitamos al menos de un minuto―una gruesa gota de sudor perlo la frente del director al decir esto.

―No se preocupe, si falla invertiremos los cien millones en dotar a la consola de desarme con una neurona humana, y esto la hará cien veces más rápida. Al menos, eso me ha comunicado mi equipo de científicos.

Una vez que el presidente se desconectó, el director, muy serio, le preguntó a Hank.

―¿Qué te parece lo que escuchaste, pulpito.

―Que no es el culo del presidente el que está en el sillón.

Media hora más tarde se cruzaron en el comedor y, sin poder evitarlo, siguieron riendo.

La felicidad tiene caminos inesperados y otros pagan el precio. Para que Hank pudiera interactuar con el holograma quintusensorial de Leonard, el gordo debía volar por los aires.

 Y así sucedió. Luego de solemnes funerales por el gobernador, se procedió a la intervención quirúrgica. Lo que no pudieron prever fue la mutación que se operó en la consola, que al interactuar con la neurona femenina hizo eclosión. Eva nació al mundo. Hank estaba en ese momento crucial junto a ella acariciando suave y cariñoso el teclado. Eva se enamoró perdidamente de él. Una descarga eléctrica la recorrió, provocando en Hank un triple paro cardiaco. Por suerte una segunda descarga lo revivió. Fue así que comenzaron un romance casi perfecto; casi, porque Hank no podía olvidar a Leonard.

Ella lo bautizó Adán y ese mismo día se amaron en un holograma que representaba el Paraíso. La relación entre ambos era idílica. Eva decía tener recuerdos de la época en que era un simple mueble con una vida por nacer, y le describía la emoción que la embargaba al sentir sus ocho manos sobre el teclado. Adán le seguía el apunte contándole que la imaginaba como una mujer hermosa y sensual. A Eva le encanta que se refiera así a ella (aunque distara mucho de tener apariencia humana). Por otro lado, gracias a los hologramas quintusensoriales, hacían el amor de todas las formas posibles; hoy se metían en la piel de una pareja del siglo XV y, al otro día, hacían un casting porno. A esto hay que sumarle el éxito profesional: tenían el record absoluto de desarmes de artefactos explosivos del mundo.

Todo era color de rosa, y Hank (el pulpo humanoide se debatía entre dos personalidades: por un lado era Hank triste enamorado de Leonard y, por otro, era Adán feliz y cómodo con Eva), tenía un único sueño por cumplir. Si lograba plasmarlo ya nada se interpondría en la felicidad de Adán y Eva; la sombra de Leonard desaparecería para siempre. Una noche, mientras casualmente (Hank esperó a que Eva eligiera esa película, tenía terror de que sospechara algo. Ella era peligrosamente celosa), miraban Zombie, la amenaza del espacio exterior, Adán le propuso a Eva que entraran en el holograma y ella encarnara al zombie. Al principio Eva se resistió, le pareció asqueroso y repulsivo, pero Hank logró convencerla. Dentro del holograma, Eva (convertida en Leonard), lo amenazaba con comerle la cabeza y Hank excitado bufaba y pataleaba balanceando su miembro en busca del sexo de Leonard, cuando al intentar penetrarlo, se le puso blando como un flan. Lo intentaron varías veces más y siempre ocurría lo mismo. Por más quintusensorial que fuera el holograma, Hank no lograba sentir la misma atracción que experimentó aquella noche por Leonard. El programa había sido cargado por un humano y ¡mierda si sabía cómo se sentía el sexo de un zombie!

Desde ese momento no pudieron volver a tener relaciones y Eva lo atribuía a que Adán había quedado traumado.

―¡Ay pobrecito! ¡Qué horror habrás sentido por culpa de ese monstruo! ―le decía Eva―. No te preocupes pronto volveremos a ser una pareja normal.

Salvo por la falta de encuentros sexuales la relación entre ellos siguió igual hasta que, un mes más tarde, Leonard apareció por la delegación con una carta de recomendación del nuevo gobernador. Había movido influencias para que le permitieran estar en el desarme de una bomba. La excusa era ganar experiencia para el rodaje de su nueva película Terrorismo zombie; pero la verdadera razón de su arribo era otra: venía buscando al pulpito. Desde que se produjo el encuentro Leonard tampoco había podido olvidar a Hank, y arrastraba su pena por los estudios de grabación.

 Leonard entro a la delegación y el revuelo que produjo fue igual a una amenaza de bomba nuclear en la ciudad. Hank fue de los primeros en verlo y su impulso fue arrojarse sobre él y poseerlo en medio de la estación. Por suerte Leonard estaba rodeado de todo el personal firmando autógrafos y sacándose fotos. Luego de una hora lo llevaron a ver al director. Pasado el primer momento de arrebato, Hank, con la cabeza más fría y los tentáculos sobre la tierra, pudo poner las ideas en orden y esperar el momento en que Leonard se retirara para abordarlo fuera de la estación; Eva no podía siquiera sospechar el amor que él sentía hacia el zombi, esa atracción fatal que le hacía perder la cabeza.

Después de averiguar que Hank formaba parte de ese escuadrón y, sin poder ubicarlo, Leonard se retiró. Hank salió tras él y lo abordó en un callejón sin cámaras, pues sabía que Eva lo controlaba a través de todos los dispositivos de la ciudad.

―Leonard ―gritó Hank.

El zombie se detuvo como paralizado por un rayo adormecedor y Hank se paró frente a él.

―¡Ah! Al fin te encuentro pulpito vicioso ―sacando una enorme lengua Leonard le dio un lengüetazo que hizo hervir la sangre de Hank, y asomar su brazo hectocotilo, mientras un exquisito olor a podredumbre, segregado por el zombie al entrar en celo, invadía el lugar.

Hank quiso penetrar a Leonard en ese mismo instante y este lo rechazo arrojándolo con fuerza contra un montículo de basura.

―Ahora no es el momento, mi pequeño calentón. Estoy con mi periodo y, siquiera una gota de mi sangre te rozara, el miembro se te caería en pedazos agusanados.

―¿A qué viniste, entonces? —preguntó Hank, colérico.

―Tranquilo, amor ―dijo el grandote tratando en vano de sonar cariñoso―. He venido a buscarte para que nos escapemos juntos a la finca que tengo cerca del mar y entonces ahí dar rienda suelta a nuestra pasión.

Justo en ese momento sonó el móvil y Hank tomó la videollamada, quitando a Leonard del ojo de la cámara.

―Adán, amor, ¿adónde fuiste? Aquí todo es un caos. Estuvo ese horrible zombie de la película.

―Salí a tomar aire, no pude soportar verlo, querida. No podía respirar debido al asqueroso hedor que lo acompaña.

―Si querés volver ya se fue.

―Ahora voy ―y cortó besando la pantalla del móvil.

―¡¿Quién era esa?! ―preguntó Leonard poniéndose rojo de celos.

―Es mi pareja. ¿Y qué? Aparecés de la nada después de dos años y esperas que yo me rinda en tus brazos.

Un sonido inarticulado, como gárgaras de ácido, salió de la boca del zombie.

―Yo me ocuparé de ella.

―¡No. No harás nada ¡o nunca me volverás a ver!

―La quieres. Ya lo veo.

―Sí, pero a ti te amo y nos iremos juntos. Solo dame una semana.

―Está bien, es el tiempo que tengo para aprender a desarmar una bomba. Y tú me enseñarás. De paso conoceré a esa tal Eva, sé que trabajan juntos, lo leí en el portal de los Guinnes.

Al encontrarse de nuevo con Eva, Hank se mostró cariñoso y atento, debía mantenerla feliz hasta su partida. Era lo menos que podía hacer por ella.

 Lo que no sabía era que, a pesar de haberlo ocultado del lente, Eva poseía un gran angular que puso a Leonard en el centro del foco. No le dijo nada; primero averiguaría que había entre ellos. Para lograr su cometido entró en todos los portales de la superred donde se lo mencionara a Leonard y fue así que, en el Facebook de Julián Ortiz, el camarógrafo de Zombie, la amenaza del espacio exterior, encontró la filmación del primer encuentro entre Hank y Leonard. No le bastó con verlo, sino que entro en la escena y descubrió la inconmensurable pasión que consumía a Hank por Leonard. En ese mismo instante supo que lo había perdido para siempre. Solo le quedaba una cosa por hacer.

Pasaron un par de días de gran tranquilidad, en los cuales Adán hizo sentir a Eva dueña del Paraíso. En la mañana del tercero se presentó Leonard. Luego de una nueva ronda de autógrafos y selfies, se encontró con Hank y con Eva. Eva había hecho lo imposible para que este encuentro no se diera, pero a pesar de su amenaza de apagarse y no volver a trabajar en el desarme de una bomba, la llevaron igual al laboratorio de prácticas.

Un dispositivo sencillo de desarme manual estaba sobre una mesa, en el medio del salón; procedieron a desactivarlo. Como era de rigor, Hank colocó el artefacto explosivo detrás de la pantalla transparente de Eva y, luego de algunas manipulaciones que dejaron al descubierto el corazón de la bomba, Eva comentó como al descuido que debían dejar que el invitado cortara el cable de anulación del disparo remoto.

Leonard agradeció el gesto con una reverencia y cortó el cable rojo a indicación de Hank. La explosión hizo estremecer las paredes de la habitación, cubriéndolas con los restos de Hank y Leonard; mientras un líquido viscoso se escurría por un resto de la pantalla transparente de Eva.


Oscar Luis De Los Ríos es un escritor argentino nacido en Rosario, provincia de Santa Fe. Comenzó a escribir después de los cuarenta años y a partir de entonces sus cuentos aparecieron en la revista Cametsa de Perú, en el blog Sinergia, en el podcasts El buen cruel de México, donde sacó el segundo lugar en el concurso de crónica literaria, y en la antología Argentino-boliviana Estaño y plata. Publicó, en colaboración con el escritor Alejandro Bentivoglio el libro de microficciones Esta historia continuará (O no). Los cuentos "El reloj" y "Todos los cuentos, un mismo final", han sido publicado en entregas anteriores del blog MICROFICCIONES Y CUENTOS.

lunes, 29 de abril de 2024

TODOS LOS CUENTOS, UN MISMO FINAL

 Oscar De los Ríos 




La luna, con su luz mortecina, alumbra el lugar preciso donde caerá muerto el hombre...

—¿Qué es ese ruido? —dijo Jorge interrumpiendo la lectura.

—No se escucha nada. Nuestro perro robot ni siquiera a movido la cola —bromeó Julián.

—Coloqué un detector sonoro en la entrada que me avisará directamente al móvil si ocurre algo  —aclaró Álvaro.

Todas las miradas se dirigieron a mi persona, sabían de la orden estricta de no usar elementos electrónicos en el Refugio de la Literatura, como nombramos a la biblioteca clandestina donde nos juntábamos a compartir nuestros escritos y lecturas.

—Ya hablaremos de esto más tarde. Ahora, todos deben retirarse usando la salida de emergencia.

—Pero, maestro, ¿usted que hará? —preguntaron a coro.

Antes de que pudiera responder, Jasón comenzó a ladrar.

—¡Rápido, salgan!

Una vez cerrada la puerta trampa, mientras escapaban, salí de la habitación secreta y me dirigí al living de mi casa. Había tomado todas las precauciones posibles, pero sabía que si llegaban hasta mi persona, pronto descubrirían la biblioteca y sería nuestro fin. Estaba aún sumido en estas reflexiones, cuando golpearon la puerta de entrada. Al principio pensé en no abrir, pero pronto deseché la idea y, tras santiguarme, más por cábala que por fe, pregunté quién era.

—Soy yo, Gastón, maestro. Ábrame por favor.

Me dirigí a la puerta y le franqueé el paso a un muchacho alto, desgarbado, vestido con un pantalón viejo y gastado y una campera de jean.

Luego de mirar en todas direcciones, cerré la puerta.

—¿Dónde estabas?

—Usted tenía razón —dijo Gastón, y se desplomó extenuado en una silla.

Salí de la habitación sin hacer más preguntas, me dirigí a la cocina y preparé algo de comer para el muchacho. Le tenía aprecio, era joven e imprudente; como lo fui yo alguna vez en mi juventud, cuando dejamos la Tierra, ya inhabitable después de la última gran guerra. Tras años de viaje por el espacio en las diez naves que sobrevivieron a la travesía, los últimos cien mil seres humanos llegamos a Galileo, un planeta muy similar a nuestro mundo, aunque un poco más grande, situado a una docena de años luz del sistema solar.

Luego de poner la mesa, desperté a Gastón. Pensaba dejarlo dormir hasta la mañana, pero intuía que habían ocurrido cosas importantes y peligrosas que, de no atenderlas, los pondrían en riesgo a él y a todos mis alumnos.

Durante la comida nos mantuvimos en silencio; al finalizar dejé los platos en la lavadora y preparé café. Las noches en Galileo son largas. Hecho esto, sin más vueltas, fui directamente al grano.

—¿Cómo sucedió?

—Estaba en mi casa escribiendo en una computadora sin conexión a la gran red…

Mil veces le había dicho que era peligroso usar una computadora. Y recordé nuestra última charla.

“Pero maestro (me contestó Gastón), crecimos escuchando como antes de abandonar la Tierra, ustedes escribían en sus computadoras. Nosotros también queríamos probar la vieja usanza”.

En ese momento, al escucharlo, me había largado a reír. Yo les había recalcado que escribieran sobre papel, con tinta; y ellos creyeron que era algo moderno. La voz de Gastón me sacó de mi ensimismamiento.

—Hace un mes conseguí una laptop antigua, deshabilité la conexión a la red, y comencé a escribir un cuento sobre un asesinato que ocurre en un cuarto cerrado con llave por dentro. Esa trama me fascinó desde la vez que usted la contó en una reunión de nuestro grupo; en esta misma casa. “El enigma del cuarto cerrado”. Un crimen imposible de resolver. Estaba a mitad del relato, cuando la computadora se conectó a internet y apareció un cartel que decía: “Está violando la ley, ha cometido un crimen al matar a un personaje. No se mueva de su casa, pronto un funcionario del gobierno lo visitará”. Mientras me decían esto hicieron una copia de lo que estaba escribiendo.

En este punto, Gastón volvió a callar.

Me serví otro café y medité un rato sobre el problema que teníamos entre manos.

—La computadora —dije rompiendo el silencio—, ¿dónde está?

—La apagué y la arrojé en un contenedor, a un par de cuadras de aquí.

—Vamos pronto. Tenemos que encontrarla.

—¿A quién? —preguntó Gastón, sin comprender.

—La computadora —repetí, como si fuera una tabla de salvación.

Media hora más tarde estábamos de regreso.

—Por suerte la encontramos, ahora lo que vas a hacer es terminar el cuento, pero además vas a agregar este párrafo al final del mismo.

Gastón tomó el papel que le entregué, y luego de leerlo, me miró sorprendido.

—No entiendo cómo, además de arruinar mí cuento, esto podría salvarme.

—Debes confiar en mí. Cuando hayas terminado te entregarás a los funcionarios del gobierno. Vamos a terminar de una vez por todas con esta ley absurda. “El escritor que mate un personaje en la ficción, tendrá la misma muerte que tuvo el personaje”. ¿Te parece sensata?

—Acaso esto, que aún no me explicó en qué consiste, ¿es el famoso plan que nos dijo que tiene para que se vuelva a escribir ficción?

—Así es.

—Si se trata de un plan infalible, ¿por qué no lo puso en práctica antes?

—Ningún plan es infalible. Hubiera sido temerario hacerlo antes; tengo sesenta y cinco años y nuestra expectativa de vida está en los ciento veinte. Aún me queda bastante por delante.

—Yo no me voy a entregar para que pruebe su teoría.

Ahora Gastón estaba molesto conmigo.

Hic sunt Dracones —dije, con acento solemne. —Gastón me miró confundido—. Es una locución latina que ponían los cartógrafos medievales en los extremos de los mapas, para indicar que allí comenzaba lo desconocido.

—Sigo sin comprender.

—En este mismo momento te están buscando los funcionarios del gobierno para llevarte a juicio. Como yo lo veo solo hay dos salidas: huir fuera de la ciudad o esconderte en el Refugio de la Literatura. En el caso de que alijas la fuga tendrás que tener en cuenta que este planeta está casi inexplorado. Si te refugias en la biblioteca, pasarás el resto de tu vida, si es que no te encuentran antes, encerrado en esa habitación; poniéndonos en peligro a todos. Lo más probable es que alguno de nosotros te delate.

Podía leer el pensamiento del muchacho como si se tratara de un libro abierto; iba a confiar en mí de manera incondicional.

—Serás salvado por la literatura —sentencié para levantarle el ánimo—. Recuerda a Dostoievski, parado frente al pelotón de fusilamiento, viendo a sus compañeros morir. Y de repente llega un mensajero con el indulto. El cuento que estás escribiendo será el mensajero, la trama el indulto.

—Luego de salvarse de la muerte —me interrumpió Gastón—. Dostoievski fue encerrado durante años en el Sepulcro de los vivos, como él mismo llamó a su estancia en Siberia, y cuando salió fue poco menos que un paria.

—Nada es perfecto. Esperemos que eso no te suceda —le dije divertido, buscando desdramatizar la situación .

Al llegar el alba el cuento estaba terminado. Y Gastón se entregó a los funcionarios del gobierno.

 

La mañana del día del juicio iba a ser larga; en Galileo los días y las noches son de cuarenta y ocho horas. Entramos a la sala donde sería juzgado Gastón… y yo también. A pesar de lo que pensaba Gastón, no lo iba a dejar solo; estaba resuelto a compartir su suerte. Empezó el juicio y el juez me cedió la palabra. Comencé mi arenga hablando de nuestro sistema judicial.

—Desde que abandonamos la Tierra, durante el tiempo que duró nuestro viaje, planificamos qué tipo de sociedad queríamos para esta nueva oportunidad que teníamos los seres humanos. El sistema judicial fue el tema más controversial, este debía ser simple, ágil, contar con apenas un centenar de leyes y había que erradicar la burocracia. La “Ley de Justicia para el personaje”, como la bautizó irónicamente el público, vino después; ya asentados en nuestro nuevo hogar. Paradójicamente fui el impulsor, accidental e involuntario, de la peor ley que jamás se creara. Una ley que niega el espíritu, la esencia creativa del género humano, y castiga al escritor de la manera más brutal; que no es la muerte, sino prohibirle escribir, contar libremente lo que su imaginación le dicta. Esto comenzó hace veinticinco años con la publicación del primer libro escrito en este planeta, del cual, soy autor. A pesar de que después del juicio se destruyó toda noticia sobre este acontecimiento, algunos que están en la sala lo recuerdan. En el libro en cuestión, un hombre comete un asesinato con características sorprendentes, que luego un habitante de esta ciudad imitó, paso a paso como estaba escrito en el cuento. Debido a esto se llevó a cabo un juicio, luego del cual el jurado sentenció al homicida a cadena perpetua. A continuación, en mi persona, se sentenció a todos los escritores de Galileo, con la promulgación de la “Ley de Justicia para el Personaje”, a no volver a incluir la muerte de un personaje en una obra; bajo pena de muerte. Nunca más se publicó una obra de ficción en la que muriera un personaje. No mataron al escritor sino a la literatura.

—Libro del que ya no quedan copias, gracias a la sensatez de quienes dictamos está ley —me interrumpió el fiscal—, como bien dijo el defensor del acusado, y noten que no dije abogado, ya que el señor José de Espronceda, no posee título, y defiende de oficio a Gastón Hernández. —Luego de una breve pausa, el fiscal continuó hablando—: Nuestro sistema jurídico es acotado y preciso en su concepción e instrumentación. Dejando esto en claro, y ya que el defensor sacó el tema, les voy a hablar de el motivo que nos llevó a abandonar nuestro querido planeta Tierra y exiliarnos en Galileo; reduciendo mi exposición a unas pocas palabras, aunque la lista es muy larga. ¡Violencia, ambición desmedida, guerra, estupidez humana! Todas esas manifestaciones de la estupidez humana nos condujeron al abismo. Y esto no podía volver a pasar en nuestro nuevo hogar. Por eso, cuando vimos un rebrote de todo aquello que queríamos dejar atrás para siempre, lo cortamos de raíz. El resultado está a la vista, tenemos una sociedad sana y ordenada. No existe en todo Galileo un crimen, así como tampoco un solo libro en el cual muera un personaje.

Debí morderme la lengua para no decirles a todos los que escuchaban el juicio, lo que pensaba de la “paz y el orden”, que ponderaba el señor fiscal. Paz y orden conseguidos a través de la represión y la censura, que sumían al pueblo en la apatía y el descontento. Haciendo un gran esfuerzo dejé estos pensamientos de lado, debía centrarme en el plan trazado. Era mi turno de tomar la palabra y dejar caer el as bajo mi manga.

—Eso no es del todo cierto; el libro de cuentos que escribió Gastón, con un prólogo dónde destaco la forma en que el personaje muere, está en su computadora, listo para ser subido a la Gran Red, junto con mí primera novela, de la cual conservo una copia.

Sabía que esto era un bluf, que nada podía ser subido sin pasar por los censores.

El fiscal me miró atónito, no podía entender porqué ponía ésta prueba en sus manos.

—Señor juez, emita ya mismo, por favor, una orden de allanamiento para ir en busca de esa prueba crucial.

Contaba con que los tiempos se acelerarían: la ley, en Galileo, no admite la burocracia.

—No hace falta llegar a eso. —Mi intención no era que tiraran abajo mi casa y además encontraran el Refugio de la literatura, dando con los cientos de manuscritos allí escondidos y poniendo en peligro mi vida y la de mis alumnos—. La tengo aquí conmigo.

Sin ostentación saqué la computadora del maletín. El fiscal había caído en mi trampa; ahora no tenía más remedio que presentarla como prueba. Si la hubiera querido presentar yo mismo seguramente habría sido objetado. Ya tenían la copia del inicio del cuento de Gastón, dónde el personaje era asesinado; para qué arriesgarse. Pero la tentación de tenerme a mí también fue más fuerte.

El fiscal, tomando la computadora que le ofrecí, luego de encenderla, mostró al jurado los dos libros que estaban en el escritorio.

—Para ahorrar tiempo, ya que contamos con la confesión de José de Espronceda, y tratándose del mismo delito, juzguemos a los dos escritores en esta sala.

Repasé mentalmente estás últimas palabras y me entró cierta nostalgia. En la Tierra hubiera dicho “y dinero”, al mismo tiempo; pero en nuestra sociedad el dinero no se utiliza. ¡Cuánto más aburrido es todo aquí! Por otro lado cuántas cosas que nos hacían felices, aunque sea solo por un instante, habían desaparecido. Tal vez aún podíamos recuperar algunas.

Mientras tanto, el fiscal creía tenerme en su poder.

—Por favor, señor juez proceda a hacerlo como pide el fiscal —respondí, sintiéndome un letrado.

 El hecho de que mi profesión y la que estaba ejerciendo en el tribunal, en cierta forma coincidieran a través de esta última palabra, me hizo sonreír, confundiendo aún más al tribunal.

—Si nadie más va a declarar, el jurado puede retirarse a deliberar —dijo el aguacil, añadiendo—. Para poder aplicar la ley se le permite, a los miembros del jurado, en esta ocasión excepcional, leer los libros que están en la computadora; ya que los acusados compartirán la misma suerte del personaje muerto en la ficción.

A la espera de la vuelta del jurado con un veredicto, pasamos a un cuarto intermedio hasta la tarde siguiente. Cuando de retiraron los miembros del jurado, me llevaron a una celda. Y al pasar junto a Gastón este me hizo un gesto de agradecimiento por no soltarle la mano. En cambio, el fiscal me miró condescendiente; en Galileo la ley se aplica a rajatabla. El jurado es un grupo de profesionales elegido por el estado, así no se da lugar a falsas interpretaciones.

A la tarde del otro día, cuarenta y ocho horas después, nos llevaron a la sala del juicio. El jurado ya había entrado; estábamos expectantes. El juez debió imponer orden y silencio con el mazo.

—¿El jurado ha llegado a un veredicto?

El tono seguro y firme del aguacil al hacer la pregunta, contrastó con el titubeo y nerviosismo del presidente del jurado, provocando murmullos en una sala que estaba acostumbrada a las sentencias dadas con autoridad.

—Sí… su señoría.

—Adelante, lea la sentencia.

—Los miembros de este jurado no hemos podido aplicar la ley, castigando a los escritores para que corran con la misma suerte que los personajes que mueren en la ficción. Todos los personajes que mueren en el cuento y la novela que leímos, resucitan en el último capítulo.


Oscar Luis De Los Ríos es un escritor argentino, nacido en Rosario, provincia de Santa Fe. Comenzó a escribir después de los cuarenta años y a partir de entonces sus cuentos aparecieron en la revista Cametsa de Perú, en el blog Sinergia, en el podcasts El buen cruel de México, donde sacó el segundo lugar en el concurso de crónica literaria, y en la antología Argentino-boliviana Estaño y plata. Publicó, en colaboración con el escritor Alejandro Bentivoglio el libro de microficciones Esta historia continuará (O no). El cuento "El reloj", ya publicado en este blog, pertenece al libro de cuentos fantásticos de ajedrez Hic Sunt Dracones, aún inédito.

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