Oscar De Los Ríos
Me encontré con un hombre en la calma inmensa
de la noche y, luego de intercambiar algunas palabras, de que unos billetes pasaron
de mano, acordamos volver a vernos al otro día y nos separamos.
Mientras su figura esbelta y elegante se perdía al doblar la
esquina, yo entraba al bar.
—¡Una vuelta para todos! —grité con alegría—. Acabo de alquilar el
terreno grande que está frente a la plaza del pueblo.
—¿Vendrá un circo? —Hipó un parroquiano, mientras limpiaba con la
manga del saco la espuma que la cerveza le había dejado en el bigote.
—Ya estás borracho, Luis, y eso que solo tomaste una pinta —dijo el
gordo Miguel, detrás de la barra; agregando como al descuido—. Seguro que un
circo tiene más personas que este pueblo.
—No solo lo alquilé, sino que pagaron un año por adelantado. —Luego
de decir esto me llamé a silencio.
—¡Vamos suelta ya, Juan! ¿Qué va a hacer el extraño en el terreno? —Se
escuchó decir desde el fondo del salón.
—Lo único que le pude sacar es que va a traer a su familia y van a
vivir allí. Sí, ya sé, todo esto es muy extraño. El tiempo dirá. —Terminé la
copa y me fui.
Al otro día volví a ver a mi inquilino. Teniendo tiempo para pensar
con la cabeza fría, había caído en la cuenta de que no sabía su nombre, ni a
qué se dedicaba. Nos encontramos en el terreno a las doce del mediodía y fuimos
a almorzar.
—Ayer sellamos el trato con un apretón de manos —dije luego de
ordenar la comida—, pero no sé su nombre ni a qué se dedica.
Esbozando una sonrisa, y clavándome una mirada tan penetrante que
debí desviar la vista, se presentó.
—Puede llamarme Barak —fue entonces que reparé en su acento
extranjero—, en cuanto a mí profesión algunos dicen que soy un ilusionista, un embaucador,
pero ¿qué otra cosa es un mago? Acabo de hacer una gira
exitosa por el viejo continente y me detuve aquí porque me parece un lugar tranquilo para descansar.
La situación me parecía cada vez más extraña, debía ordenar mis
pensamientos y por eso dejé transcurrir el almuerzo en silencio. Cuando
sirvieron el café comenté con seguridad la conclusión a la que había llegado.
—Ahora, al saber su profesión, todo me queda más claro. Y, si no
entendí mal, hoy mismo llega su mujer con sus dos hijos en el motorhome
que van a instalar en el terreno.
—Nunca mencioné un motorhome —me dijo risueño—, vamos a
vivir en una casa.
—¡¿Cómo en una casa?! —exclamé perplejo—. ¿Y dónde se alojaran
mientras se construye, en una carpa?
—Nada de carpas ni iglúes —dijo lanzando una carcajada—. Ya lo
comprenderá cuando llegue la mudanza. La casa en la que viviremos es de madera pintada
de blanco, tiene tres habitaciones, dos baños, una sala de estar, salón de juego,
cocina comedor, cochera para dos autos y un salón recibidor.
Barak estaba describiendo la casa de mis sueños, aquella que toda
la vida había deseado construir en el terreno frente a la plaza; lo único que
me frenaba era tener que gastar en ella todos mis ahorros. Había que traer los
materiales desde la ciudad más cercana, distante sesenta kilómetros, y la mano
de obra también era un problema; en el pueblo no había carpinteros calificados.
Mientras me perdía en vagos pensamientos,
mi inquilino se arremangó la camisa y me mostró la palma de una mano de dedos finos
y largos, cuidada… vacía. La cerró en un puño y dijo
—Sople. ¡Vamos, anímese!
Soplé con desgano, la mano de Barak se abrió y algo se desprendió de
ella. Sobre el mantel apareció un piano y una mesa de billar con dos tacos que,
de no ser por el diminuto tamaño, se hubiera podido iniciar una partida.
Palmotee emocionado
y, haciendo un salto en el tiempo,
volví a ser un niño otra vez.
—Como puede ver ya comencé a traer algunos enseres.
Estás últimas palabras del mago me trajeron otra vez al presente.
—Se está burlando usted de mí —le dije enojado, porque no pude
seguir disfrutando de ese momento mágico.
—Nada más lejos de mis intenciones. Si se ha sentido así le pido
disculpas. Ya comprenderá.
No volvimos a hablar, y nos dirigimos al terreno donde ya estaba
estacionada una camioneta con un tráiler.
Junto a estos esperaban una hermosa mujer y dos niños gemelos de unos doce años.
—¿Comprende usted ahora? —me dijo Barak, señalando el tráiler.
Quedé sin poder articular palabra, con los ojos fijos en el punto
al que había señalado. Cuando al fin pude reaccionar Barak ya no estaba a mí
lado, sino parado en medio del terreno adonde bajaban del tráiler una casita de
madera estilo colonial, con las paredes blancas, amplios ventanales y tejas
rojas.
Me acerqué en silencio y pude comprobar que, con mí escaso metro
setenta, sobrepasaba en una cabeza a la construcción; la que no tendría más de
tres metros de largo y dos de ancho.
Mientras yo continuaba mirando perplejo, la esposa de Barak y sus
dos hijos, poniéndose de rodillas, agachando la cabeza, trasponían la puerta de
entrada.
—Como puede apreciar mí familia ya está instalada en nuestra
residencia.
—¡Es usted el más vil de los mentirosos! —proferí en forma grosera.
—Nunca en mí vida he dicho una mentira, todo tiene una explicación.
—Solo falta que diga usted lógica y racional —lo volví a
interrumpir sin ningún miramiento.
—Ya le he dicho que soy mago de profesión y, está maravilla es mi
última creación —adivinando mis intenciones, hizo
un gesto con la mano indicando que lo dejara terminar—. Dentro de dos días será
la noche de San Juan, una fogata va arder en la plaza justo aquí enfrente y,
mientras la hoguera arda, aparecerá una niebla espesa que cubrirá la casa por
completo. Cuando la niebla desaparezca la casa tendrá el tamaño de una
residencia normal. Con su permiso ahora voy a entrar a pasar un rato con mí
familia, mí mujer ya ha empezado a preparar la cena.
Un exquisito aroma a carne asada con vegetales invadía el aire,
Barak se me acercó, me dio un apretón de manos y, al verlo ingresar a su diminuta
morada, comprendí que algo extraordinario iba a ocurrir muy pronto.
Estuve un par de horas sentado en un banco de la plaza sin poder
despegar la mirada de la pequeña construcción, de la que salían risas y
canciones acompañadas por la música de un piano. Inquieto y confundido, no pude
apartar de mi mente la imagen de la hermosa mujer de Barak, tocando el minúsculo
piano que apareció sobre la mesa del restaurante. Para aclarar mis ideas me
dirigí al bar en busca de un trago; pero esta vez entré en silencio y tratando
de pasar inadvertido. No saludé a nadie y me senté en el rincón más apartado. En
ese momento mi mente era presa de dos sensaciones paradójicas, encontradas: por
un lado estaba convencido de que Barak era un mentiroso profesional que trataba
de convencerme que había mudado al pueblo una casa con todo su equipamiento; por
el otro me avergonzaba de mi inocencia por haberle creído, sintiendo en lo más
profundo de mí ser que me decía la verdad. No hay nadie mejor para hacer
circular una mentira que un inocente convencido de llevar la verdad en su boca.
Por este motivo decidí mantener mí conversación con Barak en secreto.
Al otro día me levanté temprano y, cruzando el patio (mi casa está
en la parte de atrás del terreno y tiene salida a otra calle), fui en busca de
Barak. Mustafá, el gato negro que era de mi madre me siguió. Al llegar a la
casita blanca comenzó a olfatearla y la marcó como de su propiedad; buscando
una pared sin ventanas lo imité. Este acto primitivo mejoró mi humor. Después,
llamé a la puerta, pero nadie respondió. Esperé en vano, lo rastreé por el
pueblo, pero no logré dar con él. Se estaba yendo la tarde y comenzaba a
desesperar cuando alguien tocó la puerta; era Barak.
—Lo estuve buscando por todos lados —le dije sin dejarlo aclarar el
motivo de su visita.
—Es lo que me han dicho, y por eso vine. ¿Qué necesita? Estoy a su entera
disposición.
—Quiero comprarle su casita blanca —al decir esto lo miré directo a
los ojos, esta vez sin desviar la mirada.
—No está a la venta —me dijo en tono serio, para luego agregar con
una sonrisa—. Lo que puedo ofrecerle es una casa con tres habitaciones, dos
baños…
—Está bien, no siga, ya lo entendí. Me interesa.
—Bueno, entonces fijemos un precio y se la vendo. Solamente tengo
una condición: debe pagarla a más tardar mañana a la mañana ya que por la noche
tendrá lugar la fogata de San Juan y usted sabe bien que ocurrirá
Lo miré incrédulo y pensé: “Realmente cree que soy tan tonto”.
Leyendo en mí como en un libro abierto, respondió a mis
pensamientos
—Es una cuestión de estar en igualdad de condiciones con el trato
precedente que hicimos.
—¡Nunca hice un trato con usted sobre la casa, acaso estoy tratando
con un loco! —mi lengua ya no tenía pelos.
—No, sobre la casa no —me contestó sin ofenderse ni alzar la voz
cómo había hecho yo—. Pero si mal no recuerdo, la otra noche nos encontramos en
la calle, sin conocernos nos saludamos y usted me preguntó a qué había venido
al pueblo. Yo le dije que pensaba quedarme un tiempo y que estaba buscando un
terreno para alquilar. Fue entonces que me ofreció el que estaba vacío frente a
la plaza y, en ese mismo instante, sin papeles, sin comprobar si usted era
realmente el dueño o el nombre que me dio era falso, y con solo un apretón de
manos le pagué por adelantado un año. Si usted no puede confiar en mi palabra,
como yo hice con la suya; entonces no tenemos más que hablar.
Estaba por retirarse cuando, avergonzado por mi actitud, le rogué
que se quedara. Acordamos un precio y le aseguré que al otro día por la mañana
iría al banco a retirar la plata.
Esa noche dormí sobresaltado, pensando en que después de la fogata de
san Juan, me mudaría a la casa blanca.
Por la mañana temprano fui al banco a buscar el importe acordado. No
había caminado más que una cuadra, cuando me pareció que dos mujeres me
señalaban y se ponían a cuchichear, seguí avanzando y noté que todas las
personas que cruzaba me seguían con la mirada. Al llegar me atendió mi amigo José,
el gerente. Después de saludarnos y decirle a qué había ido, me preguntó que
iba a hacer con semejante suma, y le conté una verdad a medias: que iba a
comenzar la construcción de la casa blanca con la que siempre había soñado. Mientras
preparaban el dinero charlamos un rato y, José, me miraba de la misma forma que
la gente en la calle.
—¿Qué pasa? —le dije un poco molesto—. Vos también me mirás como si
fuera un bicho raro.
—Ya veo que no sabés nada, pero Barak convenció a todos en el
pueblo de que darás una señal y algo extraordinario sucederá en la noche de San
Juan.
—No sé qué esperan que suceda —le contesté haciéndome el tonto.
—Y eso no es todo— agregó apenado —Lo que no entiendo es cómo lo
supo.
—Cada vez entiendo menos ¿de qué hablás ahora?
—Barak acaba de ganarme una apuesta. Me dijo que vendrías apenas
abriera el banco y retirarías exactamente la suma que te llevás bajo el brazo,
y agregó que sería para adquirir una casa blanca con tejas rojas
—No hay nada de extraño en eso, yo se lo comenté ayer, por eso lo
supo.
—Lo que me dices hace que todo sea más raro aún; Barak me dijo lo que
harías hoy, pero lo dijo el mismo día en que llegó —haciendo una pausa de
silencio continuó—. El tipo es un embaucador o un mago.
En el mismo instante entró otro cliente a ver al gerente y no
pudimos seguir hablando.
Al salir del banco volví a mi casa, en la puerta me esperaba Barak,
esta vez no lo invité a pasar; le entregué el paquete que llevaba y nos dimos
un fuerte apretón de manos. Antes de alejarse me dijo que no me preocupara, que
estaba en juego su honor, que no se iría de escena antes de terminar su acto. Me
acordé de las últimas palabras de José y no supe si alegrarme o preocuparme. “El
tipo es un embaucador o un mago”; palabras que me darían vueltas en la cabeza
toda la tarde. Mientras terminaba de preparar la mudanza llegaba siempre a la
misma conclusión: me instalaría en la casa blanca esta misma noche. Al terminar
tomé un refrigerio, luego un baño y salí; Mustafá me siguió.
En la plaza la hoguera ya estaba lista para ser encendida y el
padre Benito terminaba de colgar el muñeco que pronto iba a arder. Junto a la
casita blanca, Barak me hacía una reverencia, que no llegó a terminar al ver a
Mustafá a mi lado.
—¡Saque ese depredador del terreno! —me dijo encolerizado. Era la
primera vez que lo escuchaba gritar y perder la apostura; pero enseguida se
recompuso—. Es que temo por mis palomas.
Haciendo un movimiento, a un mismo tiempo rápido y elegante, hizo
aparecer una paloma blanca en sus manos; que fue a posarse el techo de tejas
rojas. Mientras yo, golpeando las manos, corrí a Mustafá; que se escondió tras
unas plantas.
En la plaza algunos vecinos del pueblo ponían sobre las mesas la
comida y la bebida para el festejo, mientras otros se espolvoreaban las manos
con canela para atraer la prosperidad y las mujeres escribían los malos
momentos del año para quemarlos en la hoguera junto con el muñeco; todo era
festejo y algarabía. Barak, desde el umbral de la casa, agitaba una mano.
—Adiós —me dijo—, después de la niebla no nos volveremos a ver.
Un rayo negro cruzó el
espacio y penetró por la hendija que dejaba la puerta al cerrarse.
Bajo el techo de tejas rojas
todo era caos y confusión. Se escucharon corridas, golpes y gritos que helaban
la sangre. En la plaza cesó el movimiento, y todos los ojos se clavaron
inquisitivos en los míos.
Mustafá salió con la barbilla y los bigotes teñidos de sangre.
En estado de shock crucé la calle a la carrera y, al llegar a la
pila de troncos preparada para quemar el muñeco, arranqué el más grande que
pude cargar, volví sobre mis pasos y lo arrojé contra las tejas rojas.
—Es la señal —gritó alguien entre la multitud.
El cielo se encapotaba y una niebla blanca salía por una ventana
rota; las últimas tejas rojas desaparecían bajo la leña que arrojaba la gente
del pueblo. El padre Abel colgó el muñeco y alguien acercó una antorcha encendida.
Oscar Luis De Los Ríos es un escritor argentino nacido en Rosario, provincia de Santa Fe. Comenzó a escribir después de los cuarenta años y a partir de entonces sus cuentos aparecieron en la revista Cametsa de Perú, en el blog Sinergia, en el podcasts El buen cruel de México, donde sacó el segundo lugar en el concurso de crónica literaria, y en la antología Argentino-boliviana Estaño y plata. Publicó, en colaboración con el escritor Alejandro Bentivoglio el libro de microficciones Esta historia continuará (O no). Los cuentos "El reloj" y "Todos los cuentos, un mismo final", han sido publicado en entregas anteriores del blog MICROFICCIONES Y CUENTOS.