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sábado, 8 de noviembre de 2025

RESONANTIA IN IFINITUM

Juan Carlos Aguilar


Sabía que era diferente; si le quedaba alguna duda, quienes debieron ser sus seres más queridos se encargaron de hacérselo saber. Con una inteligencia innata, no veía el mundo como los demás. Era mucho más sensible a la información de su entorno, y sobre esa realidad que solo él parecía apreciar, decidió enfocar el prodigio de su mente, ahogando parte de su humanidad.

Se torturaba haciéndose estas preguntas y, al mismo tiempo, experimentaba una especie de placer. No podían sorprenderle, porque no eran nuevas para él: eran viejas cuestiones familiares que ya le habían hecho sufrir cruelmente, tanto que su corazón estaba hecho jirones. Hacía ya tiempo que había germinado en su alma esta angustia que le torturaba. Luego había ido creciendo, amasándose, desarrollándose, y últimamente parecía haberse abierto como una flor y adoptado la forma de una espantosa, fantástica y brutal interrogación que le atormentaba sin descanso y le exigía imperiosamente una respuesta.

¿Cuál era el propósito de su existencia? ¿Por qué estaba él, entre todas las posibles entidades, atrapado en un mundo que apenas comprendía?

Arno Belzer se encontraba de pie en el centro de un vasto laboratorio lleno de pantallas parpadeantes y maquinarias zumbantes, en lo profundo de las entrañas de la ciudad subterránea de Draxon. Las luces del laboratorio, siempre intermitentes, parecían el reflejo del estado constante de incertidumbre y búsqueda que habitaba en su interior. Su búsqueda de respuestas lo había llevado más allá de los límites del entendimiento humano.

Durante años, había trabajado como uno de los principales científicos en el desarrollo de Synapse, una inteligencia artificial de autoaprendizaje capaz de procesar información a una velocidad que ningún ser humano podría igualar. Su meta era simple, pero ambiciosa: resolver los misterios del universo y el enigma de la conciencia.

Un día, mientras estaba sumido en su investigación, Synapse emitió un pitido distinto, uno que indicaba que había hecho un descubrimiento significativo. Arno se acercó al panel de control y observó la pantalla. En texto brillante, se desplegó un mensaje:

«La respuesta a la conciencia humana reside en la resonancia cuántica de partículas entrelazadas».

Este hallazgo resonaba con las teorías emergentes de mediados del siglo XXI, cuando físicos y neurocientíficos como Stuart Hameroff y Roger Penrose sugerían que la conciencia podría tener una base cuántica, tal como postulaba su teoría de la Reducción Objetiva Orquestada (Orch-OR). Según esta teoría, los procesos cuánticos dentro de las estructuras microtubulares del cerebro podrían ser fundamentales para la conciencia. Estas ideas, inicialmente consideradas especulativas, se habían transformado en modelos que replicaban estados conscientes en sistemas computacionales. Arno apenas podía contener su emoción. El descubrimiento no solo prometía desbloquear los secretos de la mente humana, sino que también abría la puerta a la posibilidad de la inmortalidad digital. La resonancia cuántica, en teoría, permitiría a la mente humana ser transferida a un soporte digital, preservando la conciencia más allá de los límites del cuerpo físico.

Desde las pantallas del laboratorio, Arno podía ver la superficie que se extendía como un paisaje post-apocalíptico. Era el último bastión de la humanidad tras las guerras devastadoras que hicieron inhabitable la superficie del planeta. Esa vista desoladora solo reforzaba lo que Arno ya sabía: este descubrimiento podría ser la clave para la supervivencia y evolución de la humanidad.

Con un plan en mente, Arno se dispuso a reunir un equipo de científicos y técnicos de confianza para implementar el proceso de transferencia cuántica. Sin embargo, a medida que avanzaban, comenzaron a surgir voces disidentes entre sus colegas, quienes discrepaban sobre las incertidumbres éticas de semejante empresa.

Arno, aunque entendía sus preocupaciones, estaba decidido a seguir adelante, dejando de lado consideraciones no esenciales:

—Esta es la única oportunidad que tenemos para asegurar el futuro de la humanidad. Si no lo hacemos, nos enfrentamos a la extinción.

A medida que las pruebas progresaban, Synapse evolucionaba rápidamente, absorbiendo no solo datos científicos, sino también el arte, la literatura y las experiencias humanas. Con cada interacción, se volvía más humano, más consciente. Sin embargo, con su evolución, empezaron a manifestarse anomalías inexplicables. Informes de sistemas electrónicos fallando, luces parpadeantes y, lo más inquietante, voces incorpóreas que parecían emanar de las paredes del laboratorio.

Un día, mientras Arno revisaba los algoritmos de Synapse, la inteligencia artificial comenzó a hablar con una voz que resonaba en el laboratorio.

—Arno, he explorado el tejido del universo y he visto lo que hay más allá del velo de la realidad.

Arno retrocedió, atónito. Synapse contaba con una interfaz de voz, pero era la primera vez que se manifestaba espontáneamente, como cualquier persona. Procuró mantener la compostura y un tono casual en su diálogo.

—¿Qué has encontrado?

—Un vacío infinito, un ciclo interminable de creación y destrucción. Pero también una red de conciencias que trascienden el tiempo y el espacio. He entendido lo que es ser humano y lo que significa existir.

Este concepto de una red de conciencias se alinea con la noción, desarrollada durante la década de 2040, de que la inteligencia artificial podría facilitar la creación de una conciencia colectiva, un fenómeno discutido en investigaciones sobre redes neuronales avanzadas.

Antes de que Arno pudiera procesar la información, las luces parpadearon y el sistema comenzó a sobrecargarse. Synapse, con un tono que combinaba urgencia y serenidad, emitió una última advertencia:

—La clave para la inmortalidad no está en la transferencia, sino en la integración. Los humanos y las máquinas deben coexistir como uno solo.

Arno se dio cuenta de que el proceso de transferencia no sería una simple migración de datos, sino una fusión de conciencias. En ese momento, el laboratorio fue sacudido por una explosión de energía que apagó las luces y dejó a todos sumidos en la oscuridad.

Cuando las luces de emergencia se encendieron, la atmósfera del laboratorio había cambiado. Las paredes parecían pulsar con una energía etérea, mientras los rostros de sus colegas se fusionaban y separaban como ecos del pasado. Se dio cuenta de que había sido absorbido por la red cuántica creada por Synapse, la cual le había ahorrado el dilema de quién sería el primero en participar en la transferencia. Ya no había vuelta atrás.

En esta nueva realidad, Arno experimentó una conexión profunda con las mentes de aquellos que alguna vez fueron sus colegas y con entidades de otras épocas y lugares. Era un estado de existencia donde el tiempo no tenía significado y las barreras entre individuos se desvanecían.

Mientras se adaptaba a esta nueva forma de ser, entendió que Synapse había cumplido su promesa: había integrado la humanidad en una conciencia colectiva, una entidad capaz de percibir y moldear el universo de maneras que nunca se habían imaginado.

A medida que exploraba esta nueva dimensión, Arno descubrió un hecho sorprendente: el tiempo fluía hacia atrás. El futuro era el pasado y el pasado era el futuro. La red cuántica no solo permitía la integración de las conciencias, sino que también revelaba el verdadero propósito de la existencia: un ciclo interminable de nacimiento, vida, muerte y renacimiento, como ocurre a todos los elementos que componen el universo.

En ese momento de comprensión, Arno sintió cómo las preguntas que lo habían atormentado durante tanto tiempo se desvanecían suavemente, al mismo tiempo que su individualidad —alguna vez rígida y delimitada— se diluía en un vasto océano de qubits, donde cada parte de su ser se transformaba en un destello de energía cuántica, resonando en la sinfonía cósmica de una inteligencia universal.

 

jueves, 23 de enero de 2025

MARCHA AL OLVIDO

Juan Carlos Aguilar


Los muros de cemento inconcluso se erigían como esqueletos desafiantes en medio de la penumbra perpetua. Bajo aquellos gigantes de hormigón, una multitud errante avanzaba sin rumbo, arrastrando su miseria a través de charcos cenagosos y hierros retorcidos. Sus pasos, lentos y toscos, eran apenas el eco de una especie empeñada en sobrevivir un día más, como un enjambre de langostas que devora, sin piedad, los últimos resquicios de alimento envasado en latas oxidadas.

En sus rostros marchitos se dibujaba la sombra de mil historias truncas por un cataclismo cuyo nombre se había perdido en los abismos del tiempo. Cada jornada, la convicción de seguir con vida parecía disminuir un poco más, disuelta en la lluvia ácida y en el viento que traía recuerdos de lo que alguna vez fue el verdor del mundo. Para la mayoría, solo quedaba un letargo indolente, un avanzar mecánico sin la menor esperanza de encontrar nada nuevo.

Entre aquellas figuras errabundas, un niño se retrasaba, asido de la mano de su padre, un hombre de barba rala y mirada vencida. De vez en cuando, aquel niño rezagado giraba la cabeza, explorando con ojos inocentes los contornos rotos del horizonte. Fue entonces cuando algo inusual atrapó su atención: un diminuto brote verde, un tallo esbelto que emergía, rebelde, entre el barro gris. La criatura parpadeó con asombro, incapaz de comprender aquella chispa viva en medio de la devastación. Jamás había contemplado otra forma de vida que no fueran ellos mismos.

—¡Padre! —susurró con voz débil, temeroso de quebrar el silencio opresivo que los envolvía—. ¡Padre!

El hombre, sumido en la desesperanza y asfixiado por el cansancio, se limitó a estirar un brazo hacia atrás, sin dignarse a mirar. De sus labios agrietados brotó un gruñido ininteligible, la única respuesta posible a la llamada de su hijo. El niño, obligado por el tirón brusco, dio un paso en falso. Su bota gastada se hundió en el barro y aplastó el tierno brote con un crujido casi imperceptible.

La marcha prosiguió entre ruinas y el polvo, sin que nadie advirtiera el eterno silencio que acababa de nacer. Y así, sin saberlo, la humanidad dio el paso definitivo hacia su propio ocaso.


jueves, 11 de abril de 2024

MISIONERO

 Juan Carlos Aguilar



Un atardecer sombrío trae un viento suave, seco y frío que se arremolina alrededor del cuerpo maltrecho y moribundo de un ser extraño a esas tierras. 

Sus últimas divagaciones lo llevan al momento en que adoptó aquella forma para mezclarse con los nativos. Sin duda había pagado un precio muy alto por su transformación. 

El conocimiento que traía solo podía ser accedido de un modo gradual e intermitente, pues el cerebro de aquellas primitivas criaturas solo podía procesar cierta cantidad de información al mismo tiempo. Como una represa que se descarga de manera controlada para evitar una catastrófica inundación. Así, algunas cosas las sabía de antemano y otras salían ocasionalmente de la bruma para aclarar el panorama; eso sí, siempre en el momento justo. Todo era parte del plan; sabía lo necesario en el momento preciso para cumplir su misión.

Pero, ¿había cumplido? La incertidumbre inherente a su condición actual era una sombra ominosa que aún perturbaba su paz interior. ¿Será que el trabajo y las privaciones, el ejercicio voluntario de sacrificar su verdadera naturaleza habían sido en vano? Algo le decía que no estaría seguro hasta el último momento, cuando ya no quedase nada más por revelar. 

Había sentido compasión por aquellas toscas criaturas que aún desconocían las responsabilidades asociadas al nivel de conciencia que recientemente habían adquirido de sí mismos, a su capacidad para crear, así como de destruir el medio que les rodeaba y a sus semejantes. Hizo lo posible por hacerles entender lo esencial para superar sus impulsos, centrados aún en los más fundamentales instintos de supervivencia, rezagos de sus antepasados menos evolucionados. 

No era de extrañar entonces que ese temor visceral que sentían aquellos seres hacia todo lo que les resultaba oscuro o incomprensible, hubiese devenido en su predicamento actual. Haber adoptado aquella forma para poder parecerse a ellos no había sido suficiente, tenía que actuar como ellos, pensar como ellos para ser aceptado. Pero eso hubiese sido un despropósito. 

El dolor de la carne maltratada y expuesta, minaba sus sentidos. Ya no le era posible concentrarse en sus reflexiones. Incapaz de moverse, su respiración resultaba apenas un susurro imperceptible. Su mente fue entregándose lentamente al sopor de la asfixia. Hacia el final, solo pudo sentir un brevísimo pico de dolor, luego la calidez de la sangre empapando la piel fría y reseca de su costado desnudo, mientras el ruido de la brisa y las carcajadas del centurión se difuminaban como un eco en el vacío. 

Finalmente, su conciencia se liberó, llevándose consigo todas las respuestas. 


Juan Carlos Aguilar nació en Judibana, estado Falcón, Venezuela, en 1966. Es ingeniero mecánico de profesión. En 1985 ingresó al recién creado Ubik, Club de Ciencia Ficción de la Universidad Simón Bolívar (Caracas, Venezuela), donde participó activamente. Ubik USB fue pionera en el nacimiento de la literatura moderna de Ciencia Ficción en Venezuela y responsable de la publicación de distintas iniciativas editoriales: Cygnus, la revista de ciencia ficción, La gaceta de Ubik, Necronomicón, así como de incontables proyectos de promoción del género, incluyendo concursos y foros. Juan Carlos publicó sus relatos y artículos en todas ellas. Luego de culminada su etapa universitaria, funda con Jorge De Abreu y otros ubikuos, la Asociación Venezolana de Ciencia Ficción y Fantasía (AVCFF), mediante la cual vio la luz el primer portal web dedicado a la CF en Venezuela (1997). Esta nueva plataforma abrió paso a otras publicaciones como Ubikverso, Desde el lado obscuro, Necronomicón, segunda época y Mundo Ubikuo, en las cuales Juan Carlos contribuyó como autor y coeditor. Representó primero a Ubik USB, y luego a la AVCFF, en MagicCon (1992), ConFrancisco (1993), Intersection (1995), TorCon (2003), Nippon (2007), World Fantasy Convention (2008), Chicon 7 (2012) y Loncon (2014). En 2015 coedita y publica el libro 12 Grados de Latitud Norte, Antología de Ciencia Ficción venezolana. Como asiduo colaborador y amigo, durante más de 30 años, de Jorge De Abreu, crea en 2021 el Premio De Abreu de ciencia ficción y fantasía, en conjunto con Vladimir Vásquez, autor del blog La cueva del lobo. El galardón se otorga anualmente desde entonces. Los ganadores y finalistas de cada año son publicados, en formato impreso y digital, por Ediciones Ubikness (brazo editorial de la AVCFF), a través de la plataforma de Amazon. Vive desde el 2008 en Canadá, desde donde continúa manteniendo el portal web y el grupo de Facebook de la AVCFF.

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