Cristian
Mitelman
“La
memoria no es más que una manera de sentir.”
Tratado de las sensaciones.
Condillac.
Los últimos tiempos fueron de un sopor sepulcral.
Entiendo que este es uno de los últimos raptos de lucidez que tuve en otros
tiempos. O al menos de esa lucidez que usted y yo alguna vez compartimos. Entiendo
que, a medida que vaya escribiendo este informe, mis fuerzas se irán
desvaneciendo. Imagine mi situación: estar solo en esta pequeña esfera terrosa
(detesto la palabra “planetoide”) cuya geografía es una pampa que se duplica a
sí misma sin ninguna conmiseración para el ojo. Al principio uno piensa en las
taigas rusas o en las estepas bonaerenses y se resigna. Con el correr del
tiempo empezamos a anhelar una sierra, una quebrada, aunque más no fuera un
médano que permita anticipar la playa y el océano. Nada: la planicie se va
instalando en el alma. Y esas esculturas que no sabemos a ciencia cierta cuándo
fueron hechas; qué tipo de cultura pudo plasmarlas.
Me enviaron para
estudiar estos raros monumentos de piedra que dan fe de la existencia de una
civilización. Mis estudios de arqueología cósmica me habilitaban para el
trabajo. Hasta entonces no había hecho más que trazar hipótesis sobre las
culturas de los exoplanetas a partir de los datos que laboriosamente llegaban
al laboratorio. Nunca me habían encomendado un trabajo de campo. A medida que
los años iban corriendo empecé a sentir que mi vida sería la de esos burócratas
del saber que, reclinados sobre fotogramas y holografías, no hacen más que
conjeturar sobre los mundos sin salir jamás del campus universitario. Un
mercachifle de monografías.
Cuando surgió la
posibilidad de acceder a esta “terra incognita” ya estaba en el umbral de la
edad máxima establecida por los protocolos: suelen seleccionar a los más
jóvenes por cuestiones físicas y de resistencia; el resto del cuerpo académico
se queda viendo el modo en que la gloria siempre es ajena.
Más allá de que
mi adultez; el Consejo Académico insistió en mis méritos y en mi capacidad de análisis.
Ha pasado el
tiempo: debería enviarles un informe que diese crédito a mi fama de observador
académico. Sé que no he cumplido con lo que suele pedirse en estos casos. No he
forjado más que una suma de papeles inconexos. Yo mismo, acostumbrado al rigor
con el que supe desempeñarme, sentí asombro de mi indolencia. Recibí las notas
exigiendo que enviara mis impresiones; leí cada una de las recomendaciones que
se me hicieron; no dejé de observar el viraje en el tono de los escritos. Los
últimos que me ha enviado la Secretaría de la Universidad rozan la amenaza y el
escarnio. Se habla de una actitud fraudulenta de mi parte; se menciona la
desidia con que he utilizado los fondos académicos en una labor que no ha
servido para nada. No es que no tengan razón: admito que todas las fallas están
de mi parte. La cuestión es que no aciertan con el motivo del fracaso. ¿Cómo
podrían verlo si yo también estoy perdido, abrumado en un caos mental que solo
me permite, cada tanto, bosquejar una misiva como esta que acaba de llegar a su
pantalla?
Tal como
sabíamos, en estas llanuras solo pueden verse estatuas. La primera vez que
pudimos despejar las imágenes sentimos que al fin habíamos vislumbrado una
civilización más o menos desarrollada. El tipo de escultura, aunque mostraba
leves cambios en las proporciones, daba la sensación de que eran de un tipo
clásico. Recordará usted mi conjetura: “el arte planetario, a partir de todas
las imágenes recolectadas, da la sensación de haber llegado a un tipo de línea
figurativa semejante a la de la Grecia Arcaica. No se notan períodos previos, con
su necesaria tosquedad y sutileza en el manejo de los instrumentos; tampoco se
nota una evolución a formas estilizadas clásicas ni barrocas. Esta civilización
tuvo que haber llegado a un punto evolutivo en ascenso para encontrar un fin
abrupto que todavía no podemos entender”.
La cantidad de
bibliografía que generó la hipótesis se hizo insostenible. Estuve años dictando
una cátedra sobre el Arte en el Gran Planeta del Llano, tal como se la nombraba
en los claustros. A usted mismo le llamó la atención que mis libros, aunque plasmados
para un público erudito, lograran llegar al público. Nunca fue mi intención
ganarme el aprecio de las mayorías.
Los estudios
estaban destinados a estancarse. No podíamos más que tejer telarañas
conjeturales sobre las líneas artísticas que divisábamos en esta esfera
desolada, tan lejos de su estrella madre que los días son atardeceres y las
noches un largo descenso en las oscuridades del océano.
Recordará el
beneplácito que contó mi segunda hipótesis: “el material calcáreo de las
esculturas provoca un leve brillo en medio de la sombra que acosa al planeta.
Quienes plasmaron estas obras debieron hallar un modo de comunicarse a la
distancia por medio del brillo de las esculturas. Más que obras artísticas
destinadas al recogimiento religioso, es probable que hayan tenido también una
intencionalidad concreta: la idea de ser vistas a la distancia para establecer
contactos entre los distintos pueblos que debieron crearlas”.
Fue así como
pudimos establecer un código de brillos. Intuimos que aquellas piezas que
reflejaban la escasa luz solar deberían comunicar algún mensaje importante,
acaso una impresión de poderío. Daba la sensación de que las esculturas
dijeran: “con nuestro brillo podemos quebrar la convexa oscuridad de los
cielos”.
Mis alumnos se
apresuraron a establecer tipos de brillos; mensajes crípticos a través de ellos.
Uno de ellos, Johar Mukherjee, había elaborado una especie de geometría que iba
de las más claras a las más oscuras, describió un alfabeto y una especie de
lógica hegeliana. El texto me pareció muy bello, teniendo en cuenta que el
joven que lo redactó lo hizo en plena guerra y bosquejó sus argumentos luego de
ser atrapado y encarcelado. Hacía unos cuantos siglos un francés, en una infame
celda creada por la escoria germánica había intuido el secreto numérico de las
Églogas virgilianas; ¿por qué no darle al joven una gloria simétrica? Es una
pena que, tras el regreso a casa una vez que se restauró una paz precaria con
el Oriente, haya enloquecido. Fui a verlo varias veces al hospicio. Eran tardes
tristes; no sé por qué las recuerdo nubladas o lluviosas. El joven repetía en
modo incesante su teoría: una y otra vez yo anotaba su soliloquio buscando
alguna diferencia. Dibujaba también unas curvas bellas parecidas a las de las
longitudes de onda. En vano le pregunté qué quería decir con aquellos gráficos
de suave cadencia. Nunca pudimos avanzar más que lo que dijo en el primer
encuentro tras la gran conflagración oriental.
La última vez
que salí del hospicio pensé que su teoría era plausible, aunque también podía
ser un modo de defensa frente a las humillaciones que debió padecer en los tres
años de encierro en aquellas prisiones comunitarias donde día tras día debía
luchar por el alimento con las ratas y donde los pozos para defecar eran el
anteúltimo círculo del infierno.
Pensé que aquel
largo encierro tuvo que ser un diario combate para no caer en el delirio. Las
lejanas estatuas de un pequeño planeta casi perdido lograron salvarlo, pero una
vez que los prisioneros de guerra fueron intercambiados, aquel edificio mental
que lo había salvado se desmoronó. Quedó en la red de sus propios pensamientos.
La libertad de moverse era algo intolerable para un hombre que vivió atado más
de mil noches.
Cuando me
seleccionaron supe que el viaje no me correspondía a mí, sino al que estaba
allí, en aquellas galerías psiquiátricas de las que sé que no va a retornar. Lo
hablé con un solo amigo. Previsiblemente me dijo que era la última oportunidad
que iba a tener. No era mi culpa la guerra con el Oriente; no era responsable
del derrumbe mental de aquel a quien debería caberle la gloria.
Tomé sus ideas;
las analicé una y otra vez. Cotejé las imágenes: intenté descifrar algún tipo
de mensaje. Noté que aquellas esculturas que tenían ciertas formas senoides
emitían unos destellos de mayor amplitud. Las otras esculturas, más lineales si
se quiere, emitían una luminiscencia menor. Todo aquello eran conjeturas:
estaba viendo imágenes captadas por cámaras y sabíamos que lo que aparecía ante
nuestros ojos eran solamente observaciones hechas por dispositivos que nunca
terminaban de perfeccionarse.
“Mis ojos
también son un dispositivo”, pensé, “pero perfeccionados por miles de años de
evolución”.
Mi primer
contacto con las estatuas tuvo ese fulgor de quien, luego de muchos años, ha
encontrado el motivo de su vida. Las había visto miles de veces; en las clases
que había dictado no mucho tiempo atrás había hecho notar una y mil sutilezas a
los alumnos. Estar frente a ellas, tal como un helenista que por primera vez
llega a una isla del Egeo, era una sensación vertiginosa.
No puede decirse
que fueran bellas (al menos en el clásico sentido de la belleza terrena). Había
una cierta irracionalidad en aquellas obras, como si las generaciones que las
hubieran esculpido tuviesen un concepto levemente angustioso del arte. Algo indefinidamente
vivo latía en aquellos ojos excesivamente separados de nuestro eje axial. Pensé
de nuevo en el arte arcaico y también en la refinada crueldad de los restos
etruscos.
Mi radio de
acción era breve: la central adonde debía desplazarme al llegar la noche (esa
inmensa franja negra que pesaba sobre los silicatos del suelo) estaba a un
kilómetro del sitio donde se congregaba lo que en otra época habíamos llamado
El Templo del Dodecágono. No puede decirse que las esculturas estuvieran
simétricamente dispuestas, pero miradas desde lo alto parecían formar una
imagen cuyos doce lados convergían en un centro que a su vez contaba con una
escultura mayor.
Fui tomando nota
de cada una de aquellas obras. Me permití rozar su piedra blanda como quien,
por primera vez, puede acariciar a quien ama. No era prudente quitarme el
guante térmico. Soporté el frío feroz entre los dedos y el peligro de una
rápida gangrena. Tenía diez segundos, según los estudios que me habían
conferido, para que mi piel no se quemara en aquellas corrientes gélidas. Sabía
de otras expediciones que habían fracasado por los pequeños errores de la
emoción, pero siempre he sido de naturaleza previsora. Cientos de veces había
ensayado los movimientos para llegar a completar las acciones en el tiempo
exacto. En la yema de los dedos, aquellas sales tuvieron un efecto ácido. Sentí
la corrosión en la piel como una leve quemadura.
Me llamaba la
atención que las piedras siempre recibieran la molestia de unas matas
microscópicas que bien podían restos de algas que flotaban en aquella atmósfera
salina. Cuidadosamente quitaba aquella película verdosa de los pies, de los
brazos, de esos rostros de mirada ausente.
El día que me
permití el primer roce el brillo de las esculturas fue mayor. Mientras el planeta volvía a la penumbra, vi
el incremento de la luz: el modo contiguo en que cada sector del polígono
irradiaba esa luz tan parecida a la de nuestros peces en fosas abisales. Esa
noche soñé con el joven del hospicio. Había lógica en el sueño. Mukherjee y yo
nos encontrábamos en el sitio más desolado del llano. Yo le decía que
descansara tranquilo, que sus intuiciones eran correctas, que aquella ferocidad
que en la guerra anterior lo había llevado a los límites de la locura no había
fracturado su inteligencia. “No puedo sacarte del hospital”, murmuraba, “pero
tu nombre escapará de estas paredes”.
Mi alumno no me
miraba. En vano yo buscaba su rostro. Como un satélite daba vueltas alrededor
de su cuerpo para darle ese derrotado consuelo, pero nunca podía verlo de
frente.
Con el correr de
los días intenté descifrar algún posible código. Había bosquejado índices de
luminiscencia y buscaba encontrar alguna clase de regularidad. Tiene que haber
patrones comunes, una especie de gramática oculta que hayan bosquejado los que
hicieron en una época pretérita estas esculturas.
Todos mis
esfuerzos eran estériles: no hallaba la clave oculta; los cambios de gradación
eran permanentes. Intenté establecer vinculaciones entre los diferentes lados
del dodecágono; busqué alguna correspondencia con las pocas estrellas que se
dejan ver en ese cielo triste, que se hunde en lo más hondo del universo. Envidié
la suerte de mi antiguo discípulo, que podía vivir para siempre en el mundo de
las intuiciones sin tener que probar nada.
Una tarde tuve
el primer destello. Estaba cansado y mi dolor de espalda por la gravedad del
planetoide se había agudizado. Comprobé que los analgésicos empezaban a fallar
y maldije no haber traído una dosis mayor de aquellas pastillas azules que son
la antesala del descanso.
Miraba las manos
de unos de aquellos seres y maldije mi suerte: todo aquel esfuerzo sería en
vano. Volver a casa para decir que no tenía pruebas concluyentes; tener que
explicar una y otra vez frente a las autoridades mi incapacidad para avanzar en
los estudios sobre aquellas obras… Admitir mi muerte académica. Admitir la
muerte en vida.
No sé por qué se
me dio por nombrar a Mukherjee. Lo insulté en uno de esos sentimientos que
median entre el rencor o envidia. Comprendí que él era el único que podía
hallar lo que para mi inteligencia se hallaba vedado.
La mano del
coloso emitió un destello que se propagó hacia las otras estatuas. En aquel
momento solo pude establecer el hecho. La expresión hierática de aquellos
rostros no se había transformado. Sin embargo, algo había cambiado. No había
existido un solo movimiento facial, eso era evidente (tuve la precaución de
extraer varias fotografías para observarlas cuando me repusiera del dolor);
nada era distinto. Y todo era diferente.
Decidí otorgarme
algunas jornadas de descanso. Comenzaba a hartarme de las estatuas y de aquel
planeta cuya vida se había extinguido sin que las causas pudieran clarificarse.
Las estatuas
habían comenzado a brillar cuando nombré a Mukherjee. Tardé dos jornadas en
darme cuenta de que eso implicaba la posibilidad de la audición. Y quien puede
oír, es capaz de establecer un lenguaje. ¿Acaso el incremento de aquel brillo
no traducía una emoción? ¿Y la emoción no se transmitía por vibraciones
lumínicas? ¿Para qué podían establecer las vibraciones sino para los otros
seres del polígono? Eso podía prefigurar la vista, aunque también podía ser que
las ondulaciones tuvieran un efecto táctil.
Con naturalidad
supe que nunca habían existido las esculturas. Estaba frente a seres vivientes
cuya existencia había desarrollado otro esquema de vida. Lo que está vivo debe
de tener una fuente de energía. Entonces supe que las algas no eran una
excrecencia del viento, sino el modo en que aquellos seres recibían del entorno
un alimento que se filtraba a través de la roca, ¿o acaso de la piel?
Mi mano
izquierda comenzó a experimentar una leve sensación de ardor. Era aquella con
la que me había animado a tocar una de aquellas criaturas. No era algo
exasperante, sino aquella molestia que sentimos después de haber sufrido una
quemadura leve. Ni siquiera consideré la posibilidad de los analgésicos. No era
eso lo que me preocupaba, sino la palidez que fue tomando a lo largo de los
días. Coincidió con una etapa de sopor en las que mis salidas al dodecágono
fueron casi nulas. Recuerdo haber ido dos o tres veces, pero lo hacía siempre
dentro de una sensación de sopor en la que la vigilia se desdibujaba. Llegaba
hasta aquella imagen geométrica, miraba esos rostros difusos y no podía pensar
con claridad. Quiero decir que aquellas categorías mentales que había utilizado
hasta entonces en mis análisis se iban evaporando y empezaba a pensar cosas
absurdas. Pensaba, por ejemplo, en Mukherjee. Pero ya no era mi alumno; ya no
era un discípulo brillante al que la desgracia lo había conducido al neuropsiquiátrico.
Todo aquello correspondía a un pasado que ya no tenía sentido o que se
evaporaba como aquellas aguas de un pantano cuando reciben el sol del mediodía.
Todo fue parte de un mismo proceso: primero mi mano izquierda, luego el
antebrazo; una tarde vi mi hombro e incluso el primer espacio intercostal.
Los espacios de
conciencia tal como los había experimentado también se volvían cada vez más
fugaces. Supe que tendría muy pocos momentos para bosquejar algo en mis viejas
categorías. Me iba sintiendo una de las criaturas. Las iba entendiendo; iba
hundiéndome en su visión. Ellas también esperaban algo; ellas también, bajo
aquel cielo más parecido a una piedra negra que a un cielo aguardaban la imagen
del ser que las comprendiera y que, vaya a saber cómo, vaya a saber de qué
pecados que sólo ellas podían comprender cabalmente, habría de salvarlas.
Es por eso que
fui distanciando mis informes. Estuve a la espera de un último momento de saber
humano. Este es el momento. Las criaturas están exaltadas; algo me dicen desde
la distancia. Una de ellas, la que está en el centro, parece dirigir una
especie de canto. Desconozco el hebreo, aunque me recuerda vagamente a un
llamado que oía en mi infancia, cuando vivía cerca de una de las sinagogas del
Barrio Viejo.
Mi espalda y mi
pecho se están decolorando. Voy a escribir las últimas frases e iré hasta
ellas. Habré de desnudarme para recibir esas algas que, entiendo, serán desde
ahora mi alimento. Voy a ver su rostro, el que me ha sido esquivo hasta ahora.
Miro el último
mensaje que me llega de mi viejo planeta. Me dicen que Mukherjee ha muerto en
una de las salas del hospital. Lo pienso en esas galerías oscuras, buscado un
mundo al que sólo él podía acceder. Recuerdo que sus ojos observaban la sombra
y entraban en la sombra.
Ya voy saliendo. Me cuesta caminar; apenas tengo fuerzas. Sé que voy a llegar hasta ellas. Ahora sé cuál es el rostro de la criatura que está en el centro. Y que otra vez seremos doce los apóstoles.