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martes, 28 de enero de 2025

LA ESTATUA EN LA LLANURA

 

Cristian Mitelman

 

“La memoria no es más que una manera de sentir.”

Tratado de las sensaciones.

 Condillac.

  

Los últimos tiempos fueron de un sopor sepulcral. Entiendo que este es uno de los últimos raptos de lucidez que tuve en otros tiempos. O al menos de esa lucidez que usted y yo alguna vez compartimos. Entiendo que, a medida que vaya escribiendo este informe, mis fuerzas se irán desvaneciendo. Imagine mi situación: estar solo en esta pequeña esfera terrosa (detesto la palabra “planetoide”) cuya geografía es una pampa que se duplica a sí misma sin ninguna conmiseración para el ojo. Al principio uno piensa en las taigas rusas o en las estepas bonaerenses y se resigna. Con el correr del tiempo empezamos a anhelar una sierra, una quebrada, aunque más no fuera un médano que permita anticipar la playa y el océano. Nada: la planicie se va instalando en el alma. Y esas esculturas que no sabemos a ciencia cierta cuándo fueron hechas; qué tipo de cultura pudo plasmarlas.

Me enviaron para estudiar estos raros monumentos de piedra que dan fe de la existencia de una civilización. Mis estudios de arqueología cósmica me habilitaban para el trabajo. Hasta entonces no había hecho más que trazar hipótesis sobre las culturas de los exoplanetas a partir de los datos que laboriosamente llegaban al laboratorio. Nunca me habían encomendado un trabajo de campo. A medida que los años iban corriendo empecé a sentir que mi vida sería la de esos burócratas del saber que, reclinados sobre fotogramas y holografías, no hacen más que conjeturar sobre los mundos sin salir jamás del campus universitario. Un mercachifle de monografías. 

Cuando surgió la posibilidad de acceder a esta “terra incognita” ya estaba en el umbral de la edad máxima establecida por los protocolos: suelen seleccionar a los más jóvenes por cuestiones físicas y de resistencia; el resto del cuerpo académico se queda viendo el modo en que la gloria siempre es ajena.

Más allá de que mi adultez; el Consejo Académico insistió en mis méritos y en mi capacidad de análisis. 

Ha pasado el tiempo: debería enviarles un informe que diese crédito a mi fama de observador académico. Sé que no he cumplido con lo que suele pedirse en estos casos. No he forjado más que una suma de papeles inconexos. Yo mismo, acostumbrado al rigor con el que supe desempeñarme, sentí asombro de mi indolencia. Recibí las notas exigiendo que enviara mis impresiones; leí cada una de las recomendaciones que se me hicieron; no dejé de observar el viraje en el tono de los escritos. Los últimos que me ha enviado la Secretaría de la Universidad rozan la amenaza y el escarnio. Se habla de una actitud fraudulenta de mi parte; se menciona la desidia con que he utilizado los fondos académicos en una labor que no ha servido para nada. No es que no tengan razón: admito que todas las fallas están de mi parte. La cuestión es que no aciertan con el motivo del fracaso. ¿Cómo podrían verlo si yo también estoy perdido, abrumado en un caos mental que solo me permite, cada tanto, bosquejar una misiva como esta que acaba de llegar a su pantalla?

Tal como sabíamos, en estas llanuras solo pueden verse estatuas. La primera vez que pudimos despejar las imágenes sentimos que al fin habíamos vislumbrado una civilización más o menos desarrollada. El tipo de escultura, aunque mostraba leves cambios en las proporciones, daba la sensación de que eran de un tipo clásico. Recordará usted mi conjetura: “el arte planetario, a partir de todas las imágenes recolectadas, da la sensación de haber llegado a un tipo de línea figurativa semejante a la de la Grecia Arcaica. No se notan períodos previos, con su necesaria tosquedad y sutileza en el manejo de los instrumentos; tampoco se nota una evolución a formas estilizadas clásicas ni barrocas. Esta civilización tuvo que haber llegado a un punto evolutivo en ascenso para encontrar un fin abrupto que todavía no podemos entender”.

La cantidad de bibliografía que generó la hipótesis se hizo insostenible. Estuve años dictando una cátedra sobre el Arte en el Gran Planeta del Llano, tal como se la nombraba en los claustros. A usted mismo le llamó la atención que mis libros, aunque plasmados para un público erudito, lograran llegar al público. Nunca fue mi intención ganarme el aprecio de las mayorías.

Los estudios estaban destinados a estancarse. No podíamos más que tejer telarañas conjeturales sobre las líneas artísticas que divisábamos en esta esfera desolada, tan lejos de su estrella madre que los días son atardeceres y las noches un largo descenso en las oscuridades del océano.

Recordará el beneplácito que contó mi segunda hipótesis: “el material calcáreo de las esculturas provoca un leve brillo en medio de la sombra que acosa al planeta. Quienes plasmaron estas obras debieron hallar un modo de comunicarse a la distancia por medio del brillo de las esculturas. Más que obras artísticas destinadas al recogimiento religioso, es probable que hayan tenido también una intencionalidad concreta: la idea de ser vistas a la distancia para establecer contactos entre los distintos pueblos que debieron crearlas”.

Fue así como pudimos establecer un código de brillos. Intuimos que aquellas piezas que reflejaban la escasa luz solar deberían comunicar algún mensaje importante, acaso una impresión de poderío. Daba la sensación de que las esculturas dijeran: “con nuestro brillo podemos quebrar la convexa oscuridad de los cielos”.

Mis alumnos se apresuraron a establecer tipos de brillos; mensajes crípticos a través de ellos. Uno de ellos, Johar Mukherjee, había elaborado una especie de geometría que iba de las más claras a las más oscuras, describió un alfabeto y una especie de lógica hegeliana. El texto me pareció muy bello, teniendo en cuenta que el joven que lo redactó lo hizo en plena guerra y bosquejó sus argumentos luego de ser atrapado y encarcelado. Hacía unos cuantos siglos un francés, en una infame celda creada por la escoria germánica había intuido el secreto numérico de las Églogas virgilianas; ¿por qué no darle al joven una gloria simétrica? Es una pena que, tras el regreso a casa una vez que se restauró una paz precaria con el Oriente, haya enloquecido. Fui a verlo varias veces al hospicio. Eran tardes tristes; no sé por qué las recuerdo nubladas o lluviosas. El joven repetía en modo incesante su teoría: una y otra vez yo anotaba su soliloquio buscando alguna diferencia. Dibujaba también unas curvas bellas parecidas a las de las longitudes de onda. En vano le pregunté qué quería decir con aquellos gráficos de suave cadencia. Nunca pudimos avanzar más que lo que dijo en el primer encuentro tras la gran conflagración oriental.

La última vez que salí del hospicio pensé que su teoría era plausible, aunque también podía ser un modo de defensa frente a las humillaciones que debió padecer en los tres años de encierro en aquellas prisiones comunitarias donde día tras día debía luchar por el alimento con las ratas y donde los pozos para defecar eran el anteúltimo círculo del infierno.                  

Pensé que aquel largo encierro tuvo que ser un diario combate para no caer en el delirio. Las lejanas estatuas de un pequeño planeta casi perdido lograron salvarlo, pero una vez que los prisioneros de guerra fueron intercambiados, aquel edificio mental que lo había salvado se desmoronó. Quedó en la red de sus propios pensamientos. La libertad de moverse era algo intolerable para un hombre que vivió atado más de mil noches.

Cuando me seleccionaron supe que el viaje no me correspondía a mí, sino al que estaba allí, en aquellas galerías psiquiátricas de las que sé que no va a retornar. Lo hablé con un solo amigo. Previsiblemente me dijo que era la última oportunidad que iba a tener. No era mi culpa la guerra con el Oriente; no era responsable del derrumbe mental de aquel a quien debería caberle la gloria.        

Tomé sus ideas; las analicé una y otra vez. Cotejé las imágenes: intenté descifrar algún tipo de mensaje. Noté que aquellas esculturas que tenían ciertas formas senoides emitían unos destellos de mayor amplitud. Las otras esculturas, más lineales si se quiere, emitían una luminiscencia menor. Todo aquello eran conjeturas: estaba viendo imágenes captadas por cámaras y sabíamos que lo que aparecía ante nuestros ojos eran solamente observaciones hechas por dispositivos que nunca terminaban de perfeccionarse.

“Mis ojos también son un dispositivo”, pensé, “pero perfeccionados por miles de años de evolución”.

Mi primer contacto con las estatuas tuvo ese fulgor de quien, luego de muchos años, ha encontrado el motivo de su vida. Las había visto miles de veces; en las clases que había dictado no mucho tiempo atrás había hecho notar una y mil sutilezas a los alumnos. Estar frente a ellas, tal como un helenista que por primera vez llega a una isla del Egeo, era una sensación vertiginosa.

No puede decirse que fueran bellas (al menos en el clásico sentido de la belleza terrena). Había una cierta irracionalidad en aquellas obras, como si las generaciones que las hubieran esculpido tuviesen un concepto levemente angustioso del arte. Algo indefinidamente vivo latía en aquellos ojos excesivamente separados de nuestro eje axial. Pensé de nuevo en el arte arcaico y también en la refinada crueldad de los restos etruscos.

Mi radio de acción era breve: la central adonde debía desplazarme al llegar la noche (esa inmensa franja negra que pesaba sobre los silicatos del suelo) estaba a un kilómetro del sitio donde se congregaba lo que en otra época habíamos llamado El Templo del Dodecágono. No puede decirse que las esculturas estuvieran simétricamente dispuestas, pero miradas desde lo alto parecían formar una imagen cuyos doce lados convergían en un centro que a su vez contaba con una escultura mayor.

Fui tomando nota de cada una de aquellas obras. Me permití rozar su piedra blanda como quien, por primera vez, puede acariciar a quien ama. No era prudente quitarme el guante térmico. Soporté el frío feroz entre los dedos y el peligro de una rápida gangrena. Tenía diez segundos, según los estudios que me habían conferido, para que mi piel no se quemara en aquellas corrientes gélidas. Sabía de otras expediciones que habían fracasado por los pequeños errores de la emoción, pero siempre he sido de naturaleza previsora. Cientos de veces había ensayado los movimientos para llegar a completar las acciones en el tiempo exacto. En la yema de los dedos, aquellas sales tuvieron un efecto ácido. Sentí la corrosión en la piel como una leve quemadura.

Me llamaba la atención que las piedras siempre recibieran la molestia de unas matas microscópicas que bien podían restos de algas que flotaban en aquella atmósfera salina. Cuidadosamente quitaba aquella película verdosa de los pies, de los brazos, de esos rostros de mirada ausente.   

El día que me permití el primer roce el brillo de las esculturas fue mayor.  Mientras el planeta volvía a la penumbra, vi el incremento de la luz: el modo contiguo en que cada sector del polígono irradiaba esa luz tan parecida a la de nuestros peces en fosas abisales. Esa noche soñé con el joven del hospicio. Había lógica en el sueño. Mukherjee y yo nos encontrábamos en el sitio más desolado del llano. Yo le decía que descansara tranquilo, que sus intuiciones eran correctas, que aquella ferocidad que en la guerra anterior lo había llevado a los límites de la locura no había fracturado su inteligencia. “No puedo sacarte del hospital”, murmuraba, “pero tu nombre escapará de estas paredes”.

Mi alumno no me miraba. En vano yo buscaba su rostro. Como un satélite daba vueltas alrededor de su cuerpo para darle ese derrotado consuelo, pero nunca podía verlo de frente.

Con el correr de los días intenté descifrar algún posible código. Había bosquejado índices de luminiscencia y buscaba encontrar alguna clase de regularidad. Tiene que haber patrones comunes, una especie de gramática oculta que hayan bosquejado los que hicieron en una época pretérita estas esculturas.

Todos mis esfuerzos eran estériles: no hallaba la clave oculta; los cambios de gradación eran permanentes. Intenté establecer vinculaciones entre los diferentes lados del dodecágono; busqué alguna correspondencia con las pocas estrellas que se dejan ver en ese cielo triste, que se hunde en lo más hondo del universo. Envidié la suerte de mi antiguo discípulo, que podía vivir para siempre en el mundo de las intuiciones sin tener que probar nada.

Una tarde tuve el primer destello. Estaba cansado y mi dolor de espalda por la gravedad del planetoide se había agudizado. Comprobé que los analgésicos empezaban a fallar y maldije no haber traído una dosis mayor de aquellas pastillas azules que son la antesala del descanso.

Miraba las manos de unos de aquellos seres y maldije mi suerte: todo aquel esfuerzo sería en vano. Volver a casa para decir que no tenía pruebas concluyentes; tener que explicar una y otra vez frente a las autoridades mi incapacidad para avanzar en los estudios sobre aquellas obras… Admitir mi muerte académica. Admitir la muerte en vida.

No sé por qué se me dio por nombrar a Mukherjee. Lo insulté en uno de esos sentimientos que median entre el rencor o envidia. Comprendí que él era el único que podía hallar lo que para mi inteligencia se hallaba vedado.

La mano del coloso emitió un destello que se propagó hacia las otras estatuas. En aquel momento solo pude establecer el hecho. La expresión hierática de aquellos rostros no se había transformado. Sin embargo, algo había cambiado. No había existido un solo movimiento facial, eso era evidente (tuve la precaución de extraer varias fotografías para observarlas cuando me repusiera del dolor); nada era distinto. Y todo era diferente.

Decidí otorgarme algunas jornadas de descanso. Comenzaba a hartarme de las estatuas y de aquel planeta cuya vida se había extinguido sin que las causas pudieran clarificarse.

Las estatuas habían comenzado a brillar cuando nombré a Mukherjee. Tardé dos jornadas en darme cuenta de que eso implicaba la posibilidad de la audición. Y quien puede oír, es capaz de establecer un lenguaje. ¿Acaso el incremento de aquel brillo no traducía una emoción? ¿Y la emoción no se transmitía por vibraciones lumínicas? ¿Para qué podían establecer las vibraciones sino para los otros seres del polígono? Eso podía prefigurar la vista, aunque también podía ser que las ondulaciones tuvieran un efecto táctil.

Con naturalidad supe que nunca habían existido las esculturas. Estaba frente a seres vivientes cuya existencia había desarrollado otro esquema de vida. Lo que está vivo debe de tener una fuente de energía. Entonces supe que las algas no eran una excrecencia del viento, sino el modo en que aquellos seres recibían del entorno un alimento que se filtraba a través de la roca, ¿o acaso de la piel?  

Mi mano izquierda comenzó a experimentar una leve sensación de ardor. Era aquella con la que me había animado a tocar una de aquellas criaturas. No era algo exasperante, sino aquella molestia que sentimos después de haber sufrido una quemadura leve. Ni siquiera consideré la posibilidad de los analgésicos. No era eso lo que me preocupaba, sino la palidez que fue tomando a lo largo de los días. Coincidió con una etapa de sopor en las que mis salidas al dodecágono fueron casi nulas. Recuerdo haber ido dos o tres veces, pero lo hacía siempre dentro de una sensación de sopor en la que la vigilia se desdibujaba. Llegaba hasta aquella imagen geométrica, miraba esos rostros difusos y no podía pensar con claridad. Quiero decir que aquellas categorías mentales que había utilizado hasta entonces en mis análisis se iban evaporando y empezaba a pensar cosas absurdas. Pensaba, por ejemplo, en Mukherjee. Pero ya no era mi alumno; ya no era un discípulo brillante al que la desgracia lo había conducido al neuropsiquiátrico. Todo aquello correspondía a un pasado que ya no tenía sentido o que se evaporaba como aquellas aguas de un pantano cuando reciben el sol del mediodía. Todo fue parte de un mismo proceso: primero mi mano izquierda, luego el antebrazo; una tarde vi mi hombro e incluso el primer espacio intercostal.

Los espacios de conciencia tal como los había experimentado también se volvían cada vez más fugaces. Supe que tendría muy pocos momentos para bosquejar algo en mis viejas categorías. Me iba sintiendo una de las criaturas. Las iba entendiendo; iba hundiéndome en su visión. Ellas también esperaban algo; ellas también, bajo aquel cielo más parecido a una piedra negra que a un cielo aguardaban la imagen del ser que las comprendiera y que, vaya a saber cómo, vaya a saber de qué pecados que sólo ellas podían comprender cabalmente, habría de salvarlas.

Es por eso que fui distanciando mis informes. Estuve a la espera de un último momento de saber humano. Este es el momento. Las criaturas están exaltadas; algo me dicen desde la distancia. Una de ellas, la que está en el centro, parece dirigir una especie de canto. Desconozco el hebreo, aunque me recuerda vagamente a un llamado que oía en mi infancia, cuando vivía cerca de una de las sinagogas del Barrio Viejo.

Mi espalda y mi pecho se están decolorando. Voy a escribir las últimas frases e iré hasta ellas. Habré de desnudarme para recibir esas algas que, entiendo, serán desde ahora mi alimento. Voy a ver su rostro, el que me ha sido esquivo hasta ahora.

Miro el último mensaje que me llega de mi viejo planeta. Me dicen que Mukherjee ha muerto en una de las salas del hospital. Lo pienso en esas galerías oscuras, buscado un mundo al que sólo él podía acceder. Recuerdo que sus ojos observaban la sombra y entraban en la sombra.

Ya voy saliendo. Me cuesta caminar; apenas tengo fuerzas. Sé que voy a llegar hasta ellas. Ahora sé cuál es el rostro de la criatura que está en el centro. Y que otra vez seremos doce los apóstoles.            

miércoles, 26 de junio de 2024

ALGO QUE SE PARECE AL VIENTO

Cristian Mitelman

 

“Cruzando la avenida la cosa es diferente”, piensa Matilde mientras se interna en una calle de veredas rotas. Algo de razón tiene: de un lado está el barrio; del otro, el comienzo de la periferia. La villa casi inminente.

Los fragmentos de vidrio entre el pasto quieren duplicar la escasa luz de la mañana. Del río viene un olor a lluvia, tal vez la sudestada no tarde mucho.

Habrá que hacer rápido, porque el agua enseguida crece, se desboca del alcantarillado, arrastra las hojas muertas, los troncos. Alguien ha dicho que en tales circunstancias hay que saber esquivar los cuerpos de las ratas que se ahogaron. Es probable; el potrero está cerca.

Reconoce la pared despintada. El número de la casa está casi borrado.

Toca el timbre; nadie atiende. (Sabe que nadie va a atender.)

Mueve el picaporte; la puerta está abierta. Sorprendida por el coraje, se decide a entrar.

Hay algo helado en la habitación. Matilde no puede definir si es la mancha de humedad que parece una flor moribunda o la presencia de la garrafa sobre el piso.

En la cama a medio hacer reconoce la colcha que le regaló a Irma dos o tres meses atrás, poco antes de que comenzara el invierno.

“Para que te protejas”, le había dicho, “dicen que viene una ola de frío del sur”. Matilde se había sentido entonces complacida, “porque entre todos tenemos que ayudarnos, así que si te parece bien cinco pesos la hora, venís a limpiar los lunes, miércoles y viernes.”

La muchacha supo presentarse puntualmente a las ocho. Tenía ganas de hacer bien las cosas; además era muy juiciosa. Para Matilde esto equivalía a hablar poco y vestirse con alguna pulcritud.


Una pava ennegrecida, un platito con un poco de pan, algunas monedas de diez centavos desparramadas por ahí. A unos pasos, la ventana con un quiebre por donde entra el viento. Pronto lloverá.

Tiene que decirle un par de cosas. Tiene que decirle que ella es comprensiva, que si le devuelve las joyas no la va denunciar, aunque íntimamente no deja de pensar que a esta negrada vos la ayudás y te paga así, quitándote lo único que tenés. “En el fondo son como las fieras, no se los puede domesticar.”

De la otra habitación llega un ruido. Matilde no desea entrar, pero se ve obligada porque nadie parece darse cuenta de que ha llegado.

Echa un vistazo y comprende que es el cuarto de la nena. A esa hora ya la habrán llevado al jardín de infantes.

Irma está reclinada. Se cubre la cara.

—Vine a verte. Me desaparecieron unos anillos que había heredado de mi mamá. Están enchapados en oro, no sé si valen mucho, pero para mí son importantes. —Irma tiene la cara tapada—. Hablá. No te hagás problema; no te voy a traer a la policía.

Ahora Irma la mira de frente. Un rostro golpeado; debajo del ojo derecho el moretón comienza a coagularse; en los labios hinchados hay el resabio de algo antiguo, visceral.

—Yo no quise decirle nada, él me obligó señora, yo no quise... —comienza a repetir la mujer como si esas palabras fueran las únicas del universo.

Matilde no sabe qué hacer. Está en una habitación donde pareciera que se unen todas las corrientes de aire. Y además ha comenzado a llover sobre las chapas.


Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia.


 

 

 

 

 

miércoles, 1 de mayo de 2024

LA ORILLA DE LA LUNA

Cristian Mitelman

 

 

Las vi por primera vez en el aeropuerto de Salta, en la puerta de vidrio que precede al hall central: siete fotos en blanco y negro. Una de ellas comenzaba a mostrar las marcas del tiempo: los bordes amarillentos denunciaban una largo tiempo de exposición frente a los pasos indiferentes de cientos de viajeros. Pero fue la segunda, contando a partir de la izquierda, la que inició mi nueva vida. (De algún modo tengo que explicar lo que sucedió conmigo ese día, mientras esperaba el regreso a Buenos Aires, donde me aguardaba un matrimonio que estaba en pleno derrumbe y un trabajo absurdo.)

La segunda imagen era la de una joven que miraba con expresión ajena, como si hubiera comenzado a desaparecer mucho antes de perderse fácticamente. El que la había retratado así (¿la madre?, ¿un hermano?, ¿un novio?) parecía entender que el destino de la chica era desvanecerse de este plano de la realidad para convertirse en una mancha difuminada del mundo.

Ya he dicho que tengo un trabajo absurdo. Lo digo porque esto forma parte esencial de mi historia. Soy visitador de una compañía que se dedica a las salsas y al adobo de pizzas. Tengo que ir por las provincias para convencer a otros comerciantes de la bondad de los productos a los que represento. Soy un embajador de objetos. Años atrás quise dedicarme a la pintura. Después de varios talleres y de muestras a las que solo concurrieron los familiares, supe que el universo de la pintura estaba clausurado. Nunca determiné si era bueno o malo. Uno desconfía del juicio de la familia y la fauna pictórica jamás emitió opinión sobre mis trabajos, de modo que los cuadros comenzaron a amontonarse en el sótano de casa.

El último gesto lo tracé una tarde de abril. Bajé al sótano y di vuelta cada cuadro. Decenas de imágenes pasaron entonces a darle la espalda al mundo. Me alegró pensar que existía una ciudadela inversa creada por mí, un mundo ínfimo mostrando su indiferencia a la realidad mayor que la había engendrado.

A pesar de todo, puedo decir algo en favor de la pintura: me provocó una manera diferente de ver las cosas. En un bar, por ejemplo, puedo pasar minutos disfrutando el pliegue de vidrio de una copa. En las calles admiro la sombra que generan los portones de hierro que aún subsisten en San Isidro. Formas mutables: las copas se rompen y son reemplazadas por otras; las sombras de hoy difieren de las de ayer porque el aire refracta la luz con otra intensidad.

Mis ojos acumulan cientos de esbozos que ya no intentaré dibujar. Son una especie de reservorio inútil, un museo íntimo al que yo solo puedo acudir.

Se entenderá que soy un hombre triste. Se entenderá el previsible fin de mi matrimonio. Quise evitar la cursilería de sentirme incomprendido. Isabel me ha acompañado siempre; ha sido la persona que más fervorosamente me ha amado. He presenciado su batalla contra mis silencios; la he visto esforzarse para que continuáramos juntos. Era un trabajo condenado a la erosión. Me conozco demasiado bien. ¿Por qué habría de arruinar su vida?

Y además, viendo aquellas fotos en el aeropuerto vislumbré que mi mundo empezaba ramificarse. Había algo que unía a los siete rostros: la distancia infinita que provocaban en el que se detenía a observarlos con cuidado. Sin embargo, la imagen de la jovencita guardaba una sorprendente familiaridad: yo estaba seguro de haberla visto poco tiempo atrás. Hice memoria; intenté relacionar lugares con fechas: en ese primer esfuerzo no logré nada.

 El avión despegó con tres horas de retraso. Llegué a casa con dolor de cabeza; Isabel (como siempre) adivinó la neuralgia en mi palidez. Me preparó un Migral; fui a ducharme y después cenamos. De noche me desperté a eso de las cuatro; el dolor no había cedido como otras veces. Caminé un poco por la casa; abrí la ventana que da el jardín y entonces, como una pequeña epifanía nacida en alguna galería de la mente, recordé que había visto a la muchacha en el parque General Belgrano. Allí hay una pequeña laguna artificial donde los chicos suelen pasear en botes; en la orilla se vende algodón azucarado, manzanas asadas, chupetines: toda esa clase de porquerías que constituyen una especie de lumpenaje alimenticio. Sí, estoy seguro de que la joven estaba allí. La gente subía en grupo a los botes. Ella, en cambio, estaba sola. Parecía una novia abandonaba que se empeñaba en realizar los viejos rituales del fin de semana. No podía ser otra. No era otra.

Yo deambulaba para hacer tiempo; no quería regresar al hotel muy temprano. Aunque era domingo y debía viajar al otro día, la idea de estar metido en una habitación mirando algún canal de cable me parecía enfermiza. Lo mejor era caminar o meterse en algún café: evadirse como se pudiera.

En los ojos de la chica recordé una antigua pintura. Consulté el tomo primero de la vieja Historia del Arte publicada por Peuser. Es un libro que heredé de mi padre; en todas las mudanzas que tuve siempre fue el que primero acomodé en la biblioteca.

Consulté el capítulo de arte helenístico. Allí encontré unos frescos funerarios que enseñan los rostros de gente común. No eran dioses; no eran generales descendientes de las glorias de Alejandro, sino gente simple pintada para que se conservara algo de ellos a través de los siglos. Había algo vidrioso en aquellas miradas, como un llanto que fluía hacia adentro.

Tendría que haber hecho alguna denuncia, pero a la siguiente mañana el mundo impuso su ritmo. En el trabajo redacté informes, expliqué detalladamente qué productos eran los preferidos en cada zona; cuáles eran las fluctuaciones estacionales en las ventas; qué estrategias habían adoptado las marcas de la competencia y cómo podíamos contrarrestar esas estrategias. Lo que no había logrado en el arte surgía con lamentable facilidad en el área de ventas. Tomaban apuntes, escuchaban lo que decía; los gestos de los ejecutivos aprobaban mis palabras. Me había convertido en mi propia mueca.

Ya en casa me quedé estudiando los frescos milenarios. En otra época los hubiera convertido en un boceto: ahora pasaban a formar parte de ese museo privado que se construía desde el caos.

 

Tres meses después volví a experimentar lo mismo en el aeropuerto de Santa Rosa. Esta vez fue la imagen de un chico que no llegaría a los doce años. Yo sabía que lo había visto en otra ocasión. Y todo convergía en una soledad única. A aquel chico lo había visto en la nada casi absoluta de la ruta que une Mercedes con Iberá. Era de noche, la combi que me llevaba pasó junto a él con una lentitud casi deliberada. Él iba en una bicicleta que me pareció algo antigua, igual a las que se usaban hace tres décadas. Yo tuve una parecida: fue uno de los últimos regalos de Reyes de la infancia. Tal vez por eso me haya llamado tanto la atención. Era ver un recuerdo de mí mismo en un paraje inesperado de Corrientes. Cruzamos las miradas y enseguida nos perdimos.

Ya en Santa Rosa volví a sentir que estaba cometiendo una omisión. Si fuera un buen ciudadano debería ir ya mismo a la comisaría para avisar que el chico está en otra provincia. Pero enseguida vinieron los contrapensamientos con los que buscaba consolarme: La imagen es idéntica, lo que no quiere decir que sea el mismo chico. Además, las fotos son tan borrosas, tan imprecisas, y más estas, que nadie sabe a ciencia cierta cuándo fueron tomadas. Y entre La Pampa y Corrientes median más de mil de kilómetros; no hay ninguna posibilidad de que sea la misma persona…

Por más que las dos corrientes de pensamientos se cruzaran, yo sabía que estaba cometiendo una velada traición.

Tomé el vuelo, me dediqué a la lectura de la revista que provee la compañía, vi fotos de destinos exóticos, hoteles, tragos de todos los colores, atardeceres furiosamente rojizos en no sé qué lugar del Trópico.

Unos días después, mientras cenaba con Isabel, le pregunté cómo desaparecía la gente. En realidad no estábamos hablando de ese tema ni de nada que remotamente tuviera algún punto de contacto, por lo que se quedó observándome con el asombro de quien en menos de un segundo es llevado a un mundo que no le pertenece.              

—Algunos hablan del robo de órganos —dijo entonces—; es algo en lo que no quiero pensar.

—Sí, es una hipótesis lógica, ¿pero alguna vez te pusiste a pensar que cuando nosotros éramos chicos también la gente se perdía? Entonces no existían los transplantes, ni los bancos de órganos ni nada parecido. La gente desaparece desde siempre. En mi barrio se perdió una señora mayor: era la madre de una señora que trabajaba en una fábrica de telas de Barracas. Son esas cosas que pasan de chico y que se quedan para siempre con nosotros. Recuerdo que se hizo la denuncia, que todo el mundo intentó aportar algo (la gente era más solidaria entonces), pero nada. Esa mujer se esfumó y todo quedó en un expediente que alguna vez habrán tenido que tirar.

—¿Adónde querés llegar con todo esto?

—A que hay dos formas de morir: dejar de ser y dejar de estar. Esta gente deja de estar o pasa a estar bajo otro estatuto: una especie de segunda vida, una capa superpuesta a otra. Solo que el que vive esa vida entiende la lógica que media entre la capa anterior y la siguiente.

Admito que el diálogo me sorprendió más a mí que a ella; hacía mucho tiempo que no pronunciaba más de sesenta o setenta palabras en casa. En vano Isabel intentó mantener la chispa de la conversación encendida; sé que buscó algún argumento lógico para continuar, pero lo que dijo me habrá parecido inútil porque ya no necesité seguir indagando. Sin embargo, había aprendido algo: hay personas que dicen tener el poder de la clarividencia. En mi caso tenía la habilidad de dar con gente desvanecida tiempo atrás. Las rutas argentinas (no hablo de las rutas turísticas, esas que son parte de las estadísticas veraniegas en cuanto al movimiento de rodados), sino las solitarias, las que solo visitan los viajantes de comercio o los que viven en la periferia de la realidad, son el lugar donde muchas de esas existencias vuelven a materializarse en una cronología distinta.

Pasaron los meses; Isabel y yo nos separamos sin que mediaran excesivos reproches de su parte. Decidí alquilar un departamento de dos ambientes en Congreso. Era un interno que daba a una boca de luz, hecho que me importaba porque los fines de semana seguía frecuentando mis viejos libros de arte. Además, disponía de un sótano que estaba separado por compartimentos que correspondían a cada unidad. Cuando la casera vio que yo depositaba allí mis viejos cuadros dejó escapar el primer gesto de molestia. Habrá pensado que estaba delante de algún estudiante o de un artista prometedor, lo cual suele traer problemas para el pago de expensas, pero una vez que le dije que me dedicaba al comercio y que los cuadros eran recuerdos de familia (técnicamente estaba diciendo la verdad) se sintió mejor.

La última pintura que acomodé era un autorretrato de mi juventud. En esa época me fascinaban los matices oscuros de Rembrandt, esa noche profunda que se despeña en el fondo de todas las imágenes. Con las pretensiones de la juventud, había intentando un efecto parecido. Al principio uno se contenta con imitar las formas; cree que el cielo es un recinto de imágenes arquetípicas. Lo único que en verdad podía rescatar de aquel cuadro era la evanescencia de las pupilas; una especie de prefiguración de mis años futuros.

Dos días después fui hasta la comisaría barrial por un motivo secreto. En el portón que da a la calle pegan otras imágenes de personas desaparecidas. El oficial que hacía la guardia habrá pensado que estaba por hacer una denuncia o prestar algún dato. ¿Qué hubiera dicho en caso de saber que estaba ahí casi por un motivo estético?

Llegué a casa. Después de mucho tiempo intenté el boceto de uno de esos rostros. Había perdido práctica. No me importó: lo que hacía no era para ser exhibido. Intentaba establecer el común denominador de aquellos ojos.

No sé cuánto tiempo estuve: dos o tres horas. Rompí antiguas hojas canson que había conservado, borré cientos de veces las facciones; era una especie de silencioso delirio sin fe.

Luego fui hasta el teléfono. Habían dejado muchos mensajes: todos eran de la empresa. Me llamó la atención, porque parecía que había asombro en la voz. ¿Sietes días sin aparecer por las oficinas? Se habían equivocado; el miércoles había pasado. O tal vez el martes. Lo cierto es que tenía trabajo adelantado, de modo que no podían quejarse de mi desempeño. Ya había viajado al Oeste de Buenos Aires. El Partido de la Costa me tocaba la siguiente semana. Y los informes, ¿qué podían objetar esos cretinos de mis informes? Eran pequeñas joyas científicas de estrategia comercial. ¿Quién de ellos era capaz de redactar con la precisión quirúrgica de mis palabras? Es cierto, no había pedido el franco compensatorio que correspondía al semestre. Decidí tomarlo como un acto de reivindicación personal. Llamé; previsiblemente atendió una contestadora (ya no quedaba nadie en la oficina central); dije que por unos días no iba a ir, que todo mi trabajo estaba sobre los carriles normales.

Aquella noche fui a Retiro; saqué un pasaje para Basavilbaso (hacía años que quería volver); me quedé en la estación hasta la una y media, momento en que el Chevallier arrancó. Viajé en el piso superior, donde solo había una pareja y una anciana que leía un diario extranjero.

Me adormecí. Fue el auxiliar del chofer quien me despertó.

—Ya llegamos a su destino; tenemos que seguir. ¿Tiene valijas para despachar?

Había ido nada más que con un bolso de mano, lo que hizo que todo fuera breve. La anciana tenía los ojos cerrados; los jóvenes escuchaban música con auriculares. No buscaban nada. Eran felices.          

El micro arrancó y yo me quedé en la más perfecta soledad. Fui hasta uno de los mostradores de información. Había otras fotos. En todas las estaciones hay fotos. Por fin encontré la mía: yo también había ganado esa diáfana acuosidad en las pupilas.

Salí por una de las puertas laterales. La ruta se extendía monocorde y polvorienta entre las tierras blancas. Comencé a caminar.


Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia.


miércoles, 10 de abril de 2024

YOCASTA DANZANTE

 Cristian Mitelman


Vuelves a la casa de la madre y antes de abrir la cancel ves al anciano que está enfrente. Enhiesto, con esa forma de pararse propia de los que se han ejercitado. Sientes que te observa, pero no lo conoces; no lo has visto nunca. Un pequeño crujido de la llave; nada que no se solucione con un poco de aceite. Entras y al principio ves que todo sigue igual. Y es que no puede ser de otro modo: la casa está sola porque tu madre murió hace tres días y ahora viene esa etapa de indefiniciones que siguen a toda muerte: hay que vender la casa, te ha dicho tu abogado, pero antes hay que hacer la sucesión, es un trámite obligatorio; no hay venta sin sucesión.

Ahora que miras las paredes levemente descascaradas piensas que de a poco ese mundo irá disolviéndose, porque alguien entrará a vivir más adelante y es seguro que pintará y tal vez levante el parqué viejo para poner algo nuevo, más funcional. La madera de caldén ya no abunda; nadie va a arreglar las duelas rotas buscando una madera que en las mismas carpinterías han olvidado.

Incluso las molduras deterioradas van a terminar yéndose. Lo sabes: cuando muere el último viejo de una casa, la casa también entra en la etapa final de su propia agonía. Por eso miras la luz levemente verdosa que entra a través de los vidrios esmerilados y quieres atesorar esa tonalidad que no has vuelto a encontrar en ningún otro sitio en el que has estado desde que te fuiste a hacer tu vida.

Hay una botella de agua mineral por la mitad. Hace calor: tomas del gollete. Antes de que la internaran tu madre se habrá servido de ella. La terminas para saber que algo también se cumple con ese pequeño ritual. Miras la heladera. Mejor sacar los restos de comida: evitar la previsible descomposición de una ensalada de pollo y de algunos tomates que han sobrevivido a la última cena de la madre.

Encuentras una bolsa de plástico y en ella vas metiendo lo que debe desaparecer del mundo lo antes posible. Para lo otro ya habrá tiempo: ese inmenso basurero que no sabemos dónde está logra acomodar las piezas de los que se han ido.

¿Y con la ropa? Donarla, ¿qué otra cosa puede hacerse con esa ropa? Llevarla a la Iglesia de la Merced; el domingo reciben donaciones. No es tanto lo que hay, pero imaginas que deberás hacer dos o tres recorridos. Con alguna culpa piensas que no quieres conservar nada de la madre. La decrepitud y la muerte te han hecho más tímido de lo que siempre has sido. El cuerpo desvencijado, roto, casino (buscas el adjetivo y todos te suenan fraudulentos) te genera tanto pudor como cuando eras niño y te hacían recitar un poema o te ponían en ridículo en alguna fiesta familiar. Los hombres no crecen: simplemente envejecen. Pero los miedos son los mismos y aunque las fobias cambien un poco el rostro, básicamente son hermanas unas de otras.

Abres algunos cajones. Buscas el anillo del que te habló tía Beba. A tu madre le dieron uno y a mí otro. Así le dijo tía Beba. Y nos prometimos que cuando una partiera, le pasaría su anillo a la otra. La tía temblaba al hablar. Le prometiste buscar el anillo apenas fueras a la casa. Entonces te viene a la mente algo que, si bien nunca habías olvidado, conseguiste atenuar con los años. En tu juventud le habías ofrecido un anillo a Florencia. Y luego ella eligió a Chávez. Más que doloroso (¿por qué negarlo?) te pareció fuera de toda razón. Ella misma te había hablado de Chávez como un tipo algo elemental en sus gustos. Ella misma te había jurado que a veces no lo soportaba; ella misma te había dicho que lo conocía desde la escuela secundaria y que habían empezado una especie de noviazgo entonces, pero que eso ya no tenía demasiado sentido. Le regalaste aquel pequeño anillo mientras paseaba por Plaza Italia. Lo había hecho un artesano que se había instalado allí, con la guitarra y el mate. Te gustó que alguien tuviera ese tipo de vida que nunca te animarías a vivir; te gustó comprarle el anillo como uno de tus pocos gestos intempestivos y colocarlo en el anular de Florencia; te gustó que ella no rechazara el gesto y te mirara del modo en que deseabas que te mirase. Y dos meses después, sin que lo terminaras de comprender, ella se fue a vivir con ese Chávez al que le había ido bastante bien en la vida, según te enteraste después: una mente pragmática que había sabido unir su vida con el de las empresas y sus empresas con la política. Es cierto; luego tuviste algunas historias, pero fueron amores tristes, de esos que se viven para no pensar en el otro, en ese que como un falso arquetipo en un rincón de los pensamientos y que siempre está ahí, presente como cualquier fantasma.

Si tía Beba no te hubiera hablado del otro anillo, lo más probable es que no hubieses entrado en esas galerías de la mente. Pero la cuestión es que el anillo de la tía no aparece en ninguno de los cajones. Sólo van surgiendo las típicas fotos que se han puesto levemente sepia. Ella no quería exhibirlas como en algunas casas cuyos cuartos están colmados de imágenes viejas. Un buen día ella las fue guardando hasta que sólo quedó un retrato de adolescencia, único signo del pasado, cuando ella empezó la carrera de danzas clásicas. El resto: las coreografías, su ascenso hasta ser primera figura, las notas en los diarios, el cuerpo juvenil, tenso y reconcentrado de quien ha hecho del baile algo más que una disciplina; todo eso ha sido expurgado de la cara visible de los cuartos de la casa y ha ido a parar en carpetas no demasiado prolijas a cajoncitos y placares. ¿Qué puede hacerse con todo eso? ¿Qué sentido tienen aquellas escenas que fueron fijadas aun antes de que nacieras?

Hay también fotos familiares. En una reconoces a tus padres. Los dos son demasiado jóvenes: no deben tener más de veinticinco o veintiséis años. Piensas que pudo haber sido hecha en la luna de miel. Eran jóvenes, aunque en los rostros juveniles de hace más de sesenta años ya hay algo excesivamente adulto, como si oscuramente intuyeran las catástrofes del mundo venidero.

Miras las fotos y recuerdas cuando ella te las mostraba y te decía en qué teatro, en qué representación. Siempre tuviste la sensación de que el pasado de tus padres siempre había existido en verdad antes de que nacieras. No les prestas atención a las imágenes, sino al recuerdo del día en que contaban tal o cual escena, esta o aquella anécdota. Prefieres no detenerte demasiado. Y además debes tomar el tren a tu casa y mañana tienes que madrugar. Te ha tocado la primera hora y piensas que a esa hora todos tus alumnos también van a estar aletargados. Debes explicar algunas cuestiones de Lógica, pero no tienes el más mínimo deseo de dar esa clase. Te han llamado de la Facultad; te han dicho que puedes tomarte el día. Les has dicho que no, que está bien así, que es mejor la rutina. En otra época eso te hubiera servido para las ambiciones de la vida de cátedra. Ahora es un gesto tan vano como real: no quieres que la muerte de la madre sea una intromisión más en tus hábitos.

Vas a la estación Sur, donde deberás esperar media hora para que salga el Expreso que te lleve a tu estación. Un viaje de casi una hora que has hecho cientos de veces, por lo cual has visto el deterioro de la realidad. Al principio fue un tipo pidiendo, luego dos; luego un ejército de vendedores de pequeños artículos inútiles; más tarde los que entregaban alguna estampita, en especial la de San Expedito, para que se desaten los nudos y se cumplan los deseos, y por último nuevas versiones de pedidos: el que se acerca a dar la mano (Dios de los Ejércitos, cómo los detestas, cómo detestas esas manos a mitad de camino entre la costra y la llaga); las jóvenes con las criaturas colgando de los pechos como marsupiales híbridos, el que vocifera su enfermedad incurable. Sientes culpa por detestarlos: quisieras no verlos aunque no en un sentido destructivo, como has escuchado tantas veces, porque siempre está el señor que habla de estos negros vagos y drogadictos a los que hay que mantener; siempre hay un señor que con enjundia explica que por cada trabajador hay cinco o seis de estos parásitos; siempre hay una señora que asiente. Todo eso es lo que has visto a lo largo de los miles de viajes que has hecho hasta la estación en la que bajarás para luego caminar otras quince cuadras más adentro, hasta llegar a esa casona vieja que también es de tu familia y que te has encargado de que no se convirtiera en una de esas taperas ocupadas. Sientes culpa porque existen y a la vez la sensación de rechazo es más fuerte, por lo que siempre tienes algún billete a mano para quitártelo de encima y rezar para que el papel vaya de tu mano hacia el otro y que la piel no roce su piel, porque eres tan asustadizo con las enfermedades que cualquier suciedad, cualquier resto de sangre o vómito o escupida te saca de quicio y entonces una fría transpiración te circula por la espalda. (Te odias por ser así; admiras oscuramente a los que pueden vivir con esa gente o rozarlos sin problemas; los admiras y te sabes cobarde, tan cobarde como para que los demás sientan que eres cobarde.)

Pero hoy te sucede algo raro. Te has subido al tercer vagón. No hay demasiada gente. Va a anochecer enseguida. La ciudad se irá diluyendo hasta entrar en esa zona híbrida donde aparecen galpones que resguardan colectivos que tienen allí su terminal. Hay algo de osamenta de dinosaurio en aquellos colectivos sombríos. La locomotora irá pasando por estaciones que siempre tienen otra línea de rieles con locomotoras muertas y vagones carcomidos por el óxido. Más allá se ve el riacho que separa a un distrito de otro y el modo triste en que las aguas negras se las ingenian para absorber el último sol de la tarde. Aguas muertas.

Se te acerca una mujer muy vieja, pero no te pide nada. Simplemente te pregunta cuánta plata hay ahí. Y saca un manojo de billetes que ya han dejado de circular hace décadas, vencidos por la inflación de un siglo. Recuerdas haber usado esos billetes en la infancia: tres marrones eran un sándwich; con el azul te alcanzaba para agregar algún jugo. La vieja te muestra también un billete violáceo y otro rosa con una enorme cantidad de ceros.

¿Cuánta plata es esto?, te pregunta de nuevo. Y no sabes qué responderle. En los ojos de la anciana hay un brillo que es eso, el fermento de la angustia. ¿Qué decirle? ¿Existe alguna forma de piedad?

Cuide la plata, señora, le dices. No sea que le vayan a robar.

Y la mujer se va agradecida, como si le hubieras dicho lo que en verdad necesitaba. ¿Qué otra cosa podías hacer?, te dices. Te conmueve que un enunciado falso (ni siquiera un enunciado, sino la implicancia de lo que has dicho) sea más real que cualquier enunciado verdadero.

Al otro día el mundo se reacomoda un poco. Vas por los pasillos del primer piso. A esa hora de la mañana la luz de los tubos fluorescentes te incomoda la vista, como si el glaucoma que crece en tus ojos te dijera que más tarde o más temprano vas a ver todo con la opalescencia triste de un acuario atardecido.

Anotas algunas fórmulas. Es la primera clase de la mañana. Todos están adormilados. En una época ese silencio de la primera hora te molestaba. Sabías que las mentes todavía estaban luchando contra el sueño y contra tu voz monocorde que se internaba en las tablas de verdad; en las combinatorias proposicionales, en alguna que otra sutileza que en ese momento de la jornada nadie vería cabalmente. Ahora prefieres ese silencio que ya no indaga en los problemas. Avanzar sin escollos es una forma de no pensar. Te internas en las proposiciones condicionales: Las quieres pasar rápidamente y apelas siempre al mismo ejemplo: “si esto es un gato, entonces es un felino”.

“Si es verdad que es gato, es verdad que es felino”, avanzas. Da resultado

“Puede que sea falso como gato, pero un ser puede ser felino. Un tigre es un gato que no es un felino. La proposición sigue siendo verdadera”. Miras entonces algunos semblantes extrañados.

“Puede ser que un ser sea falso como gato y falso como felino. Un perro no es gato ni felino. Si ambas proposiciones son falsas, el enunciado sigue siendo verdadero.” Algunos toman apuntes rápidamente. Tal vez no entiendan cómo dos falsedades llegan a una verdad, pero es mejor tenerlo agendado. Vida de estudiante: primero se anota; luego se comprende.

“Sólo es falsa la proposición en la que es verdadero que sea gato, y falso que sea como felino”, les dice. “No se puede ser un gato si no se es felino.”

Ya está: anotas rápidamente la tabla de verdad y de pronto una joven te interrumpe.

“No siempre es así”, te dice.

Hay una pequeña lucha en tu interior. Te muestras interesado en que alguien, aunque sea por un momento, crea que puede desafiar una regla lógica. Sonríes. Esbozas un ladino: “¿Por ejemplo?”

Y la joven arremete: “Si alguien nació en noviembre es de Escorpio”.

No entiendes, pero eso a la muchacha parece no importarle. Tiene cierta prepotencia adolescente que te causa un leve temblor.

“Se puede nacer en octubre y ser de Escorpio”, dice. “Se puede nacer en noviembre y no ser de Escorpio, como cualquier persona de Sagitario. La tabla de verdad que usted propone no se adapta a ese caso.”

Te permites una broma para salir de una situación que te atemoriza porque te lleva a uno de esos pozos que son un escándalo en tu vida.

“La lógica no cree en el Horóscopo ni en Lily Sullos; a lo sumo en el señor Horangel.”

Así le dices. Los otros sonríen porque no tienen ganas de que les compliquen demasiado el examen venidero. Te sabes un poco cretino; te sabes un poco cobarde. La joven también te sonríe, y en su sonrisa notas el desdén de quien sabe que te ha arrinconado pero que no va a seguir accionando. No te hará más preguntas: te abre la puerta para que escapes. Y escapas.

En tu casa, mientras te preparas una taza de té, buscar acomodar tus ideas. “Nace en noviembre y es de Escorpio. Si las dos proposiciones son verdaderas, la inferencia es verdadera. Es falso que nace en noviembre y es de Escorpio. La inferencia es verdadera. Es verdad que nace en noviembre y es falso que sea de Escorpio. La inferencia se mantiene verdadera. Es falso que nazca en noviembre y es falso que sea de Escorpio. El hecho es posible. La inferencia es verdadera. Un caso donde todas las tablas de verificación dan verdadero.”

Te consuelas pensando que ese enunciado no se adapta a la lógica binaria. Hay que hacerlo entrar en otro sistema; te dices. Para eso necesitarías un sistema de conjuntos con límites más precisos.

En ese momento suena el teléfono. Es tía Beba para preguntarte si has buscado en casa de tu madre el anillo que te ha pedido. Recuerdas que te lo dijo con alguna insistencia y que no le has cumplido. Una leve culpa te sacude. Le prometes volver. Sí, vas a mirar de nuevo. Has estado solo un momento. Es la primera vez que vuelvo a casa, tía, usted va a entenderme, le dices. Y la tía te dice que sí, que está bien, que cuando puedas. Para ella eso es importante: las promesas que se hacen dos hermanas adolescentes vuelven a ser importantes del otro lado del tiempo, cuando se entra en la decrepitud.

En un papelito, mientras la tía abunda en cuestiones jubilatorias, trazas las coordenadas de una lógica de conjuntos. Hay que delimitar intersecciones, piensas. La cuestión es dar forma lógica a las intersecciones. Tu mano izquierda traza un garabato en una libreta, una especie de signo de acople. Y la tía empieza a despedirse y de nuevo te recomienda a un oculista, que no descuides el glaucoma. Y establece una rápida genealogía de los que han tenido glaucoma en la familia y le prometes que vas a cuidarte; le aseguras que ya has sacado turno con el doctor Velarde; la consuelas diciéndote que lo conoces de toda la vida, que es un viejo amigo de la Secundaria; una vez más le dices que todo va a estar bien. Y le mientes. Velarde te lo h dicho: el glaucoma ha avanzado y ya no va a detenerse. Pero ese es tu secreto. Y quieres mantenerlo como si fuera lo único genuinamente tuyo en la historia.

Regresas el domingo bien temprano. Es ese momento de la semana en que la estación de trenes no está colmada y el viaje tiene la serenidad de los coches casi vacíos. Luego vas a caminar un poco por el barrio y si tienes tiempo irás a la Avenida de la Recova para recorrer las librerías de viejo.

Te internas en la penumbra y por primera vez entiendes qué es eso a lo que llamamos silencio. Porque la casa esta vez se ha hundido en un silencio pleno, como si estuviera protegida por una campana de cristal. Recorres las habitaciones; todas las cosas parecen estar unidas en un orden que no tardará en desvanecerse. Buscas en los placares el anillo; en las cajitas con recuerdos. Y otra vez las fotos. Ella, que luego de retirarse del baile no volvió a hablar más del asunto, conservó recortes, fechas, programas, comentarios. ¿Acaso los haya leído en los días de soledad? ¿Por qué los guardó? ¿Le decían algo? Hay más fotos. Por primera vez encuentras una foto de tu madre en ese momento en que se es joven y se es adolescente a la vez. Hay alguien al lado de ella. Es un muchacho y, para tu asombro, no es tu padre. El joven está vestido con el uniforme del Liceo Militar Simón Bolívar. Es la típica foto de graduación. Piensas que en los rostros juveniles de otras épocas hay algo demasiado adulto, como si aquella generación hubiese crecido con más rapidez. Das vuelta la imagen. Con perfecta caligrafía alguien escribió: Para Sofía, de Mario. Y una fecha que te hace entender que ella rondaría los diecisiete o dieciocho años. Casi con rubor piensas que tu madre tuvo que haber sido una mujer joven; tuvo que haber sido deseada; tuvo que haber tenido sus amores.

Y sin proponértelo, con la bella obscenidad de todo hallazgo fortuito, ves el anillo que reclama la tía Beba. Lo tomas. Sales a la calle. Ves a un anciano en la vereda de enfrente. Está ridículamente vestido con un traje militar apergaminado y en la mano, como una mezcla de cursilería que viene de otras napas del tiempo, lleva unas flores. Te mira. Vuelve a mirarte como hace unos días.

La señora ha muerto, le dices.


Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia.


 


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