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viernes, 28 de noviembre de 2025

EL PASO DEL CANGREJO

Cristian Mitelman

Cuando llegué a El Ciprés, ya tenía algunas referencias de lo que encontraría. La señora Bellanguer me había traído algunos informes sueltos que no pasaban de ser declaraciones de las maestras que trabajaban en la Escuela Normal 518. La escuela estaba dentro de una propiedad que pertenecía a la familia Igarzábal, hecho este que motivaba una serie de inconvenientes permanentes, puesto que los títulos de propiedad presentados por aquella familia daban cuenta de que, efectivamente, el pequeño edificio escolar (cuatro aulas, un pequeño patio donde el mástil de la bandera congregaba a los niños todas las mañanas) había sido levantado en una de sus parcelas, aunque otros títulos indicaban que aquellas tierras, situadas a menos de quinientos metros de las vías del tren, habían pertenecido a los ferrocarriles británicos y que luego, con la nacionalización de los trenes, habían pasado a formar parte del patrimonio del Estado. No es motivo de mi informe entrar en un laberinto jurídico del que no formo parte y sobre el que no tengo herramientas legales para dilucidar.

Lo cierto es que las tres docentes de la Escuela 518 alertaban sobre algunos cambios de conductas en los niños más pequeños. Para ser más precisos, hay que decir que las tres mujeres constituyen todo el equipo educativo del pueblo, ya que el establecimiento es solo para educación primaria. Técnicamente dictan clases de primer grado a séptimo, pero la mayoría de los educandos llegan hasta el tercer o cuarto grado y luego se incorporan en los trabajos de campo que hacen de El Ciprés un típico pueblo rural de esas vastas estepas que se extienden desde Buenos Aires hasta el Río Negro.

Trabajo en el Ministerio de Educación desde hace más de veinticinco años; espero jubilarme en breve y que este trabajo no me reporte mayores inconvenientes.

La señora Bellanguer exigió mi presencia en su despacho. Detrás de su escritorio de caoba, bendecida por el cuadro donde un Sarmiento ya anciano toca con la mano diestra las páginas de un silabario, determinó que mi presencia en la zona era impostergable. Luego me entregó los papeles para que leyera en mi despacho y acordó mi viaje para un plazo no superior a los dos días.

En los informes, las maestras explicaban una serie de anormalidades en las conductas de los niños que puedo resumir del siguiente modo:

       -Falta de atención permanente, pero no por agentes distractores (ya que prácticamente no los hay). Los alumnos caen en una especie de ensimismamiento del cual es muy difícil sacarlos.

       -Leve cuadro alucinatorio en los más pequeños. La sensación es que hablan como si estuvieran en sueños o como si la frontera entre la vigilia y lo onírico se hubiese desdibujado.

       -Vuelta al trabajo con displacer o apatía. Olvido de las formas de las letras y de las operaciones matemáticas básicas.

       -Dibujos extraños por parte de los más pequeños. (Luego del informe, las educadoras habían consignado unas quince carillas de los cuadernos de los alumnos. En los más pequeños se veía que los trazos irregulares intentaban dar con la compleja forma de patas y pinzas; sólo un niño de cuarto grado había trazado algo que oscilaba entre una metamorfosis de araña con un coleóptero que bien podía ser o un escarabajo o un gorgojo.)      

       -En algunos casos, no en todos, se manifiestan leves manchas rojizas en las manos y en los brazos. Solamente en una niña las manchas llegaron a la frente. Momentos de intensa picazón que sólo cede con alguna crema humectante que las maestras encargaron al boticario del pueblo.

       -Extraña manera de caminar en los más chicos, como si quisieran ir simultáneamente a dos lugares y esto les generara una oscilación permanente.

 

El viaje a El Ciprés fue tranquilo, aunque no exento de incomodidades. El micro salía de Retiro, pero la compañía era pequeña y tenía unos armatostes viejos cuya última limpieza pertenecía a épocas pretéritas. Y además, no llegaba exactamente al pueblo, sino que dejaba al viajero a un costado de la ruta. Cuando me bajé de aquella catramina que dejaba filtrar el olor del caño de escape, sentí alivio. El aire fresco del campo tuvo un efecto reparador. A lo lejos se veían los silos y un enorme tanque australiano. Los pájaros oscuros volaban cerca de las plantaciones y al internarme en el camino de tierra que me habían señalado vi dos gaviotas agonizantes. Aunque en tierra, movían tímidamente las alas en un vano intento de levantar vuelo. Había algo feroz y triste en los ojos. No sé por qué, pero en los pájaros la muerte es más obscena. Los ojos de los mamíferos tienden a ensombrecerse, a perder el brillo de la existencia. Los pájaros, en cambio, manifiestan una especie de pelea alucinada contra la muerte.

El camino resultó más largo de lo esperado. Según lo que me había manifestado el chofer, desembocaría en la plaza central. Tenía razón, pero no imaginé que iba a estar casi una hora yendo con mi única maleta a través de esa maldita soledad pampeana en la que no dejamos de preguntarnos si no nos habremos perdido. En mi fuero íntimo no dejé de putear a la señorita Bellanguer. A esa hora yo solía cruzarme al bar de la calle Viamonte para tomar un cortado con tres medialunas y leer La Nación. En medio de la nada, acosado por los malos presagios de las gaviotas en agonía y bajo un cielo tan azul que tenía algo de falso, me sentía demasiado vulnerable. “Si me pasa algo acá nadie se enteraría: es el lugar perfecto para un crimen. Es el lugar perfecto para morir sin ayuda. Es el lugar perfecto para que lo que es deje de ser.”

Por fin me crucé con dos peones de estancia. Uno de ellos le marcó al otro una franja de tierra cruzada por unos pequeños orificios.

–Anoche llegaron hasta La Zoila; hoy ya pasaron el umbral.

Levanté la mano en señal de saludo; aproveché para preguntarles si iba bien encaminado al pueblo. Me dijeron que sí, que siguiera nomás la senda. Y luego volvieron a concentrarse en las escoriaciones del terreno.

Por fin desemboqué en una calle y más allá, como en casi todos los pueblos del país, la estatua del General San Martín. Las paredes blancas de la iglesia, que recibían de pleno el sol de la mañana, contrastaban con la oscuridad que emanaba del atrio. Aunque no soy creyente, tengo la costumbre de entrar en las iglesias de los pueblos cuando estoy de visita. Es una forma de entrar en la historia del lugar: las placas de bronces aportan esos mínimos datos que nos permiten reconstruir, aunque sea de modo fragmentario, las esquirlas del pasado. Aunque el pueblo se había fundado en 1872 según el modelo trazado por Sarmiento, los primeros colonos italianos habías llegado después de 1880. Rápidamente la economía del trigo había llevado el ferrocarril hasta la entrada de El Ciprés. Pero esos eran otros tiempos: ahora la estación estaba abandonada y los yuyos crecían entre los durmientes.

Me hospedé en el hotel Dante, una vieja casona de estilo académico con zaguán y antepatio. Me tocó una habitación cuya ventana principal estaba enmarcada por una de esas glicinias azules que en la capital ya han desaparecido.

El conserje, que en realidad era el dueño de la casa, me recibió como quien estuviera aguardándome. Seguramente desde Capital le habrían anunciado de mi llegada porque me preguntó si era por el asunto de la escuela. Cuando le dije que efectivamente esa era el motivo, su expresión se ensombreció. 

—No sólo los chicos están alborotados en este pueblo —dijo, y luego me entregó la llave de la habitación—. Debería hablar usted con el viejo Giuliotti. Yo creo que el hombre va a enloquecer.

Le pregunté quién era ese tal Giuliotti. No me respondió de un modo directo, tal como suele suceder en los pueblos cuando se intenta ocultar algo. Simplemente me dio la referencia sobre dónde podría hallarlo.      

Al otro día, tal como habíamos convenido, me apersoné en la Escuela Normal 518. Para ellos debí internarme en una plantación con una pequeña senda que desembocaba en el edificio escolar.

Fui recibido entonces por la directora, la señorita Hortensia Gutiérrez, una robusta señora a la que le faltaban dos o tres años para jubilarse. Debo admitir que la mujer, al estar frente a un funcionario del Ministerio, sentía esas aprehensiones que dificultan la comunicación. En vano intenté decirle que estaba allí para ayudar (o al menos para no dañar, porque seguramente mi misión sería estéril). No lo logré: su respiración agitada traducía esa sensación de estar rindiendo una especie de examen. Dos o tres veces intentó manifestar que la situación no era tan grave y que la carta había llegado por la tenaz persistencia de una de las maestras, una muchacha joven investida con el santo fervor de la docencia. La cita, más allá de su barroquismo, es literal. Así lo dijo y así pretendo transmitirlo.

Por más que no había visto nada, estaba a punto de darle la razón. La situación cambió cuando me condujo al aula de tercer grado. Sólo siete niños ocupaban los bancos. Y había algo inusual en esos cuerpos, como si se encontraran habitando otro tipo de realidad que escapaba a nuestra percepción. La maestra intentaba explicar las sumas apelando a los palotes y traduciendo las rayas en numeración arábiga.

“No puede ser que estén tan atrasados”, pensé. “Ya deberían estar haciendo divisiones con comas o manejando las primeras fracciones.”

Le sugerí entonces a la señorita Gutiérrez que fuéramos a primer grado. Me di cuenta de que ella me había llevado al lugar que consideraba más adecuado.

Sentimos el ruido cercano de un avión: a esa hora fumigaban los campos. En el aire se veían las tenues gotas que caían sobre las plantaciones y el edificio escolar.

Puedo decir que los chicos del primer grado estaban divididos en dos categorías: un poco más de la mitad del curso se hallaba en un estado de adormecimiento febril. Por más que la señorita Carolina intentaba despertarlos, sus ojos volvían a cerrarse o cabeceaban pesadamente. Los otros parecían presos de un furor maniático: se sentían los ruidos de lápices y crayones rasgar las hojas una y otra vez. La maestra miraba aquellos delirios con la expresión resignada de quien sabe que va a encontrarse con lo mismo. Había algo de difusa fealdad en aquellas líneas que formaban algo así como patas, o vulvas o caparazones.

Me acerqué a uno de los chicos y al sentarme en uno de los pupitres le dije que ese dibujo era muy lindo. Se quedó observándome sin decir nada y luego retomó el movimiento frenético del lápiz. Estaba trabajando en una nueva hoja.

—¿Qué es? —le dije.             

Sentí su silencio enconado. Y quizá tuviera razón: yo no era más que un extraño que intentaba entrar en ciertas galerías que probablemente ellos quisieran conservar ocultas.

La maestra se acercó y le tocó el flequillo.

—Matías, no seas maleducado. El señor te está hablando: le gusta mucho tu dibujito. A mí también me gusta. Contale eso que me dijiste el otro día.

—Yo no dije nada —respondió el chico.

Me llamó la atención esa idea de silencio deliberado en una criatura.

—Pero cómo. ¿No te acordás? Me hablaste de los animalitos que vos y tus amigos ven.

—Yo no dije que mis amigos los vieran.

—Me pareció haberte oído eso —respondió la señorita Carolina—, pero no importa. Quiere decir que vos los estás viendo.

El chico levantó los hombros para mostrar indiferencia o que en verdad no quería hablar del asunto, y menos frente a un extraño.

Propuse llevarme algunas hojas. La Directora las juntó y me las alcanzó después de pasar por las tres filas. Ninguno de los chicos tuvo un gesto de mínimas resistencia cuando les quitaron sus papeles: daba la impresión de que al empezar un nuevo dibujo emprendían una especie de tarea desde un inicio absoluto, como si todo lo anterior nunca hubiera existido.   

Volví al hotel y me quedé frente a aquellos papeles que encerraban uno de esos mensajes forjados en un código que nos resulta por completo inabordable. Antes del atardecer decidí ir a la dirección que me había facilitado el conserje cuando me hospedé en el Dante.  

La casa estaba un poco lejos del hotel. Tuve que caminar hacia el sur y cruzar la Ruta 3. Había que estar atento porque los camiones de carga que iban al puerto de Bahía Blanca pasaban a una velocidad vertiginosa. Cuando vi que las luces de otro tráiler que se aproximaba estaba lo suficientemente lejos, me animé a cruzar casi corriendo. Una vez que estuve en la banquina, respiré aliviado y sentí no muy lejos el ruido furibundo del motor.

Luego me interné por un bosquecito cuya única senda, tal como me había advertido el conserje, daba a una alambrada inmensa con tres tranqueras. Yo debía tomar la de la izquierda, que era la que llevaba al casco de la vieja casona de los Giuliotti.

Al llegar al caserón, constaté que el timbre no andaba. Debí tocar tres veces la aldaba cuyo bronce oscurecido indicaba la falta de cuidado de los moradores.

Luego de unos pasos dubitativos, la puerta fue abierta por un anciano que estaba al tanto de que iba a ir a visitarlo. Me presenté; apreté su mano débil y me hizo pasar. La sala grande estaba iluminada por unos velones que no llegaban a alumbrar las paredes. Apenas pude distinguir los destellos de oscuras pinturas en las que advertí retratos de antepasados e imágenes pretéritas del pueblo.    

—Usted viene por lo de la escuela. Mi hija enseñó ahí hasta hace poco: ahora está de licencia. —Y luego, al acercarse a una puerta, bajó la voz—. Yo sé que ella no volverá a pisar un aula.

Le pregunté qué le había ocurrido. El anciano abrió la entrada de uno de los dormitorios. Un fuerte aroma alcanforado salió de aquella habitación.

—Usted es del Ministerio. Vea entonces. 

A pesar de la penumbra logré ver el rostro de la joven que dormía tapada con mantas de hilo. Estaba todo cruzado de unas líneas rojizas que, aunque no supuraban, daban la sensación de ser escoriaciones en la piel. Al desviar un segundo la vista noté el modo en que la glotis del anciano subía y bajaba como quien está en un brote de angustia.   

A pesar de las heridas (no sé cómo calificar aquellos estigmas en la piel) comprendí que la joven había sido hermosa. El brazo derecho pendía fuera de las sábanas. También estaba carcomido por la enfermedad.

El anciano tocó el picaporte. Ese gesto me alcanzó para ver que debía salir definitivamente de la intimidad que me había franqueado.

—Su hija está afectada por un problema en la dermis. Tal vez en la capital puedan tratarla.

—Ya hemos ido a la ciudad. No sirvió de nada. La señora Jacinta nos da unas hierbas de su terreno. Es lo único que la alivia un poco: al menos los dolores ceden un poco. Hay días que eso la carcome.

—Las otras maestras no me han manifestado problemas de ese tipo.

—Cada cuerpo es único. Cada mente es única. Se diría que se depositan en las vidas más sensibles. Acompáñeme: ya le he dado los calmantes a mi hija. Va a dormir unas cuantas horas: hoy le subí la dosis. Venimos de varios días difíciles.

Salimos hacia el patio de atrás y luego cruzamos un campo de labranza. Sobre nosotros, la luna había adquirido ese color cobrizo que la hace extrañamente cercana.

El viejo iba mirando el suelo, hasta que descubrió lo que buscaba.

—Mi hija comenzó a soñarlos antes de que yo viera al primero —dijo.

Señaló unos pequeños agujeros en la tierra; luego vi que la planicie se iba cubriendo de aquellas pequeñas cavidades que me hicieron recordar a los cangrejales de San Clemente. En algunos lugares el terreno se hundía y los huecos perforaban la tierra.

—Ella comenzó a ver lo mismo que los chicos. Creo que fue un poco antes; sólo que su cuerpo desarrolló la enfermedad.      

El anciano tomó una rama caída, la hundió en la tierra lodosa y al extraerla estaba colmada de pequeños cangrejos. Eran ínfimos, aunque bien podían ser chinches o esas garrapatas que nunca terminan de extinguirse. Me llamó la atención el tinte rosáceo y las pinzas que, más allá de la pequeñez, dejaban insinuar formas aserradas.

—¿Atacan las plantaciones?

—Eso hubiera sido lo lógico —dijo el anciano—, pero no tocan los cultivos. Se van expandiendo a través de la tierra, a través de los sueños, a través del cuerpo de mi hija… Y de algunos otros vecinos que ya empiezan a tener las manchas, pero apenas en el inicio… Mañana a la mañana, muy temprano, usted sentirá las causas.

Le pregunté al anciano dónde deberíamos encontrarnos; me respondió que no hacía falta que me moviera del hotel, que me quedara junto a la ventana a las seis y media de la mañana, que la respuesta no tardaría en llegar. Lo acompañé nuevamente a la casa y me entregó unos papeles de su hija.

—Yo no soy hombre de lecturas —dijo—. Mi hija fue promedio de honor en el colegio y en el terciario. Usted tal vez comprenda esto y pueda hacer algo.

Cuando regresé al hotel, comencé a revisar aquellas páginas. Había un párrafo que ella había transcripto de otra fuente. Había subrayado algunas palabras que tal vez considerase esenciales:

 

“Quizá se deba considerar como narcisista a las células de las formaciones malignas que destruyen al organismo…

Los instintos del yo proceden de la vivificación de la materia inanimada y quieren de nuevo establecer el estado inanimado.”      

      

En la siguiente página la joven reseñaba, de un modo desprolijo, su parecer sobre el texto que había copiado:

 

Empiezan vagamente en los sueños. Se van repitiendo. Es una discordancia en el sueño que vuelve una y otra vez. David empezó a hablar de ese animalito que se le aparecía cada vez que soñaba. Le pedí que lo dibujara; lo hizo de un modo impreciso. Pero a lo largo de los días noté en su cuaderno el modo en que iba mejorando el trazo respecto de lo que me quería mostrar. Lo mismo sucedió con Daniela; lo mismo sucedió con Clarisa… El sueño se repite como una célula tumoral y ellos repiten el sueño en la vigilia. Poco a poco se cayendo en esa obsesión que ya no los deja en paz. Pero los cuerpos infantiles todavía no dan cuenta de ese proceso. Lo mismo sucede con lo más viejos. En cambio, los cuerpos juveniles empiezan a mostrar signos de que la repetición se va incorporando en el organismo. Yo misma empiezo a ser carcomida…  Y esas viejas inútiles no van a decir nada… No veo la hora de que se jubilen y que se vayan a los campos de los maridos…  

 

A las seis y media en punto sentí el ruido de los biplanos. Fueron trazando una línea blanca en el cielo y rumbearon hacia los campos de los Igarzábal dejando una estela blanca que desde lejos parecía nieve suspendida. Nada más. Ningún estallido, ninguna alarma; sólo ese trazo con el que los fumigadores parecían querer subrayar el horizonte. Pensé –lo pensé sinceramente– que aquella gente exageraba, que la mezcla de supersticiones rurales y un invierno particularmente duro había hecho estragos en la cordura de más de uno.

Me senté al borde de la cama con los papeles de la maestra Giuliotti sobre mis rodillas. Las palabras subrayadas –materia inanimada, instintos del yo, destrucción del organismo– parecían ahora notas de un examen ajeno, sin misterio posible. Me sentí casi avergonzado de haber permitido que algo de esa fantasía se filtrara en mis pensamientos.

Entonces lo escuché.

Primero fue un golpecito seco contra la madera del zócalo. Después otro, un poco más a la derecha. Me incliné, intentando descifrar de dónde provenía ese sonido, hasta que vi moverse la sombra. Era mínima, casi imperceptible, pero se desplazaba con esa indecisión oscilante que yo ya había visto en los chicos de primer grado.

Me arrodillé con cierta torpeza y alcancé a ver el agujerito: no mayor que la circunferencia de un lápiz. Junto a él, la pintura de la pared parecía hinchada, como si estuviera a punto de descascararse. Apoyé la mano en el piso para incorporarme… y sentí el pinchazo. No un dolor, sino un rasguño múltiple, diminuto, insistente. Retiré la palma: estaba sonrosada, cubierta por pequeñas líneas que parecían venas recién dibujadas bajo la piel. Me quedé mirándolas, incrédulo, mientras un escalofrío lento y helado me subía por el antebrazo.

Me levanté de golpe. Abrí la ventana para que entrara aire fresco. El olor de las glicinias me alcanzó, pero esta vez venía acompañado de otro aroma, un tufo lodoso, salobre, como de marisma.

Entonces escuché algo más.

El conserje maldiciendo, sí, pero no a las chinches del jardín. Gritaba mi nombre. Su voz sonaba extraña, entrecortada, como si hablara mientras intentaba sacudirse algo de encima.

Me asomé. Y lo vi.

El jardín estaba plagado. No de insectos, sino de esos minúsculos cangrejos rosados, avanzando todos en esa diagonal imposible que jamás termina de decidir hacia dónde va. Salían del suelo, de entre los ladrillos, de las junturas de la fuente seca. Un manto vivo, fluctuante, avanzaba hacia la casa como una marea silenciosa.

Cuando bajé la vista, observé mis manos. Ya no eran sólo las líneas rojizas: bajo la piel algo se movía, algo que no dolía pero que insistía, repetitivo, paciente, como un pensamiento que busca abrirse paso.

Entonces lo comprendí. No eran los niños. No eran los campos. No era la escuela.

Era el sueño.

El sueño que se replica, una célula más en un organismo que desconoce límites. Un sueño que busca un huésped más… o, mejor dicho, un transmisor.

Cerré la ventana con suavidad. Y los golpecitos empezaron a sonar desde debajo de la cama.

Me senté a escribir embargado por una extraña calma, casi agradecido de que la historia –por fin– se estuviera dejando contar.

Pensé en el informe que debía redactar y en el “santo fervor” que no siento, que nunca he sentido y que con seguridad nunca sentiré. Mañana voy a regresar al ministerio y le diré a la señora Bellanguer que no sucede nada extraño; a lo sumo pienso sugerir que la escuela sea removida de aquellos campos para que los niños, en un entorno más urbano, tengan mayores estímulos intelectuales. La señora Bellanguer, con su digna expresión de funcionaria, seguramente ha de aprobar mi idea, que será copiada en un expediente y transmitida a otra repartición ministerial.

Soy hombre de hábitos repetitivos, como los cangrejos. El martes, a más tardar, espero tomar mi café con leche con tres medialunas en el bar que está enfrente del Ministerio y hojear La Nación con la tranquila parsimonia que todos me reconocen. 

Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia.  

 

 

martes, 11 de noviembre de 2025

AD INFEROS

                            Cristian Mitelman


Los gritos lo sorprendieron por la tarde, mientras se abotonaba el último botón de la camisa y sentía que el calor en el cuello almidonado tenía algo de vejatorio y ridículo.

Se asomó a través del alféizar. Del otro lado, las casas pintadas en albayalde parecían reverberar bajo un sol inhóspito. ¿Gritos de alegría o de dolor? No podía saberlo. Había llegado a Río dos días atrás, luego de un viaje en barco que le había deparado la humillación de las náuseas, la vergüenza de no poder sostenerse en pie: la absurda corporalidad que nos acomete cuando nos sentimos solos y enfermos.

El profesor Delfino había sido invitado al simposio de estudios clásicos que organizaba una publicación semestral de helenistas cariocas, hecho que le pareció un inesperado contrasentido. Sus compañeros de cátedra lo urgieron para que aceptara. Hasta entonces, Delfino solo había publicado algunas pequeñas monografías sobre distintos pasajes de Horacio y algunas traducciones comentadas de la antigua poesía lírica griega. Sus clases eran prolijas, de escaso vuelo tal vez, pero lo suficientemente pautadas como para que el alumno no se perdiera en la selva de los aoristos y de los verbos atemáticos.

Su voz era nasal; sus modales mostraban una cierta timidez que intentaba disimular mirando un punto vacío del aula cuando iniciaba sus exposiciones. Se sabía imitado por más de un alumno. Aceptaba esas chanzas como algo más del oficio. Dado que sentía una especial aversión por los malos olores, se cuidaba siempre de llevar pastillas de menta o limón antes de iniciar la clase. “El aliento”, pensaba, “una persona es un muerto civil si le perciben mal aliento”. Delfino le tenía terror a esa cuestión. Por fortuna, un kiosco a una cuadra de la calle Viamonte parecía estar siempre abierto. Maquinalmente el hombre le tendía las Halls y Delfino pagaba con el importe exacto. Conservaba los billetes y las monedas en el bolsillo derecho para que la operación se efectuara de un modo simétrico.

En la sala de profesores manifestaba un silencio que para muchos era una forma de hostilidad, hecho que era una injusticia. Delfino era un hombre tímido que vivía junto a su anciana madre en un caserón de Glew. La parra en el patio, las baldosas rotas bajo la luz de abril, las pastillas que tomaba la anciana para dormir (“porque necesito dormir, hijo, sin las pastillas no pego un ojo, aunque después me llevan a una caverna de sueños que me dejan exhausta”); todo eso formaba la parte más íntima de su existencia.

Cuando presentó un trabajo sobre los rituales de Eleusis, sorprendió al consejo académico. A través de citas indirectas reconstruyó la idea de la ceremonia y la asoció con los viejos cultos órficos que ligan los procesos de la vida, la destrucción y la muerte como una realidad indivisible. Se animó a trabajar sobre la cuestión de las drogas que ingerían los participantes, hecho que suscitó un pequeño revuelo universitario. Hasta entonces, ese fue el único acontecimiento más o menos imprevisible de su adultez. No cuenta el territorio de la infancia, poblado de pequeñas crueldades que nunca fueron debidamente tratadas. A Delfino le apasionaba cazar pequeños pájaros y torturarlos con una certera frialdad. Una sola vez la madre lo pescó en semejante regodeo y el intento de castigo fue cancelado por el padre. “Dejalo que se haga hombre; lo vas a convertir en un mariquita llorón”. Su padre había sido un hombre fuerte, un policía de carrera sorprendido por la muerte antes de la jubilación. Respetado por los conservadores, había sabido poner orden en el laberinto de prostíbulos de Avellaneda. Los proxenetas de la zona, seres poco aferrados a la ley, sabían que con el viejo Delfino no se jodía: había que poner el dinero estipulado y la cifra iba religiosamente a las arcas del gobernador, hombre que amaba las delirantes esculturas de estilo fascista en medio de los pueblos espectrales de la pampa.

Más allá de esas truculencias de infancia, el joven Delfino tuvo un alto rendimiento escolar y cuando terminó la escuela secundaria estudió Contaduría, una profesión que tranquilizaba a los padres, aunque estaba lejos de cumplir su vocación. Con el título en la mano y empleado en el estudio de un conocido de la familia, inició sus estudios de Letras. Tenía algún talento para el estudio de las lenguas clásicas. Rápidamente fue nombrado ayudante de cátedra y luego hizo el lento cursus honorum de la vida universitaria.

Ese día, en medio de una calle desconocida del Brasil, sentía que estaba llegando al punto más alto de su laboriosa existencia entre los claustros. Y de pronto la calle parecía enfervorizada por algo que no acaba de entender: alaridos, corridas, lejanos ruidos de sirenas.

Tenía media hora para llegar al Instituto donde se celebrarían las ponencias. Un auto enorme y blanco lo esperaba en la puerta de Recepción. Lo manejaba un hombre que parecía brotado de algún bosque africano. Delfino pudo advertir que las córneas, profundamente blancas, contrastaban con derrames de una sangre amarronada muy cerca del iris. “Signos de alcoholismo”, pensó, “esperemos que este pobre diablo no esté borracho justo ahora”. Le preguntó si sabía qué estaba ocurriendo, pero el chofer le respondió en una jerga incomprensible. Había algo seco en esa voz, una mezcla de odio o de fastidio. Delfino había aprendido el portugués, pero no pudo reconocer un solo vocablo. Pensó entonces que en la conferencia le convenía hablar despacio: no fuera que a él tampoco le entendieran nada.

El negro manejó de un modo endemoniado, como ganado por una especie de fuego interior. Esquivó micros y autos con la pericia de quien se lanza a una ciudad en la que prácticamente no existen las leyes de tránsito. Para darse ánimo, Delfino pensó que en Argentina las cosas no eran mejores.

Llegaron al Instituto: allí lo esperaban los directores de la revista. Lucían serenos y felices.

Después de dos ponencias, Delfino acometió su tesis eleusina. Había leído dos páginas cuando alguien entró corriendo en la sala. Todos miraron al nuevo con más entusiasmo que estupor:

—Está confirmado —gritó—: el monstruo se ha matado. El cobarde se pegó un tiro. ¡Somos libres!

Y de pronto fueron las risas, los abrazos. Alguien estrechó la mano de Delfino, que no acaba de entender. Una señora mayor tuvo la amabilidad de explicarle:

—El inmundo de Getulio Vargas por fin se ha suicidado. Y pronto sucederá con ustedes: ya se librarán de ese coronel infame que oprime vuestra república.

Como hombre de cultura liberal, Delfino detestaba al Coronel. Pero se guardaba de expresar su odio al hombre. La vida universitaria era un laberinto de habladurías y cualquier comentario podía traer consecuencias no deseadas.

Las exposiciones se reanudaron y fue aplaudido de un modo fervoroso. Sabía que tanta efusión era casual: el entusiasmo venía por otras vertientes. Si hubieran puesto a un prestidigitador o a clown, el resultado habría sido el mismo: esa gente odiaba al muerto y de pronto sentían que sus vidas recobraban el sentido extraviado.

Luego hubo un brindis y una invitación para recorrer la ciudad. Se había hecho tarde y la posibilidad de esa pautada aventura le causó a Delfino una sensación placentera. Dos días después estaría de nuevo en Buenos Aires y seguramente recordaría por décadas esa isla de libertad que se le había concedido.

Iba con dos profesores que parecían exaltados, pero luego se sumaron otros hombres que no habían asistido al congreso. “Deben ser amigos”, pensó.

Bebieron largo rato frente a una de las playas y de pronto alguien lanzó una profusión de sonidos ebrios y todos estallaron en gritos y fueron entrando en autos lustrosos que parecían surgir de la sombra.

A Delfino la única caipiriña no le había sentado del todo bien. Se desabotonó la camisa y debió quitarse la corbata. Los demás, en cambio, habían bebido de un modo heroico y parecía que el asunto recién empezaba.

Con timidez le dijo a uno de los organizadores que prefería volver al hotel. Nadie parecía escucharlo. Nadie parecía escuchar nada. Los autos se adentraron en unas callecitas solitarias y después de un camino tortuoso llegaron a una antigua casona que brillaba de un modo siniestro bajo la luna.

Una mujer los recibió con una sonrisa feroz. Era grande, cavernosa y autoritaria… “Esto es un prostíbulo; me han traído a un prostíbulo…”

Delfino tuvo ganas de ir al baño, pero logró contenerse. Pensó que su padre muerto aprobaría semejante incursión.

Dos tipos con gafas oscuras aparecieron de la nada. Llevaban a una mulata que intentaba resistirse. La tenían sujeta por las muñecas y de pronto uno de ellos le dio un empellón que la hizo estrellar contra una pared. La joven dio un grito de dolor.

—Señores, por la libertad —dijo uno de los que la habían traído.

—En este país hasta las putas se creían con derechos. Ahora empieza la restauración —le dijo uno de los organizadores.

Desnudaron a la joven y allí mismo, en uno de los corredores, tres tipos comenzaron a vejarla de un modo brutal. Los demás tomaban whisky y aplaudían; luego se iban repartiendo los turnos frente a lo que parecía la víctima sacrificial.

Delfino comprendió que desde las otras puertas había más mujeres y que todas estarían aterradas.

—¡Tierra liberada! —gritó alguien, y comenzaron a patear las puertas para ganar el terror de las habitaciones. A él mismo lo llevaron a un segundo piso y de pronto se encontró frente a una chica que no tendría más que trece o catorce años. Dos desconocidos que estaban con él la accedieron de un modo brutal y enseguida uno lo invitó a que se les uniera.

—Después —atinó a decir Delfino. Los otros se rieron a carcajadas y comenzaron a sodomizar a la chica con el frenesí de salvajes inocentes. Una hora después los tipos dormían una especie de sueño absoluto. La chica parecía estar en una especie de trance: lloraba quedamente y se quejaba como un animal lastimado.

Delfino había llegado a vomitar en el bañito interno de la habitación. Un vómito espumoso, colmado de nervios y de un alcohol mal asentado. Sentía un gusto horrible en la boca. Se sintió débil, mareado. Miró a la chica por última vez; luego se encaminó hacia la planta baja. La efervescencia había mermado. Solo una mujer estaba siendo violada en ese momento por un tipo que había conseguido vaya a saber dónde un antiguo látigo de plantación.

En la puerta se encontró con uno de los organizadores.

—Tuvo suerte —le dijo con voz rasposa—: hotel, comida y bacanal. Una semana atrás esto hubiera sido impensable.

—Necesito volver al hotel.

—Claro, claro. No se preocupe.

El tipo lo llevó a uno de los autos y le dijo al chofer que inmediatamente condujera al profesor al lugar solicitado.

Al otro día se purificó con agua y café amargo. La inminencia del viaje lo incomodaba, pero la posibilidad de estar ahí un día más le parecía aterradora.

Por fortuna, en Buenos Aires los acontecimientos de aquella jornada memorable no tuvieron trascendencia. A su madre llegó a decirle que su conferencia había sido escuchada con sumo interés y la señora, entre un rosario y otro, pareció satisfecha.

Tres meses después la mujer tuvo un aneurisma y falleció. Por primera vez se sintió solo. Por primera vez Delfino se sintió feliz, como liberado de una responsabilidad que le venía desde el inicio de los tiempos.

Al principio se sentía extrañado en la casona silenciosa y pensaba que su madre iba a aparecer en cualquier momento para reanudar el ritmo isócrono de la anterior vida. El profesor se quedaba hasta el atardecer en el patio, tomando mate y corrigiendo exámenes. Luego, pasadas las ocho, se preparaba un bife a la plancha y un plato de arroz o puré. Era lo único que sabía hacer y no pensaba cambiar. Aunque la soledad comenzó a serle gravosa.    

Pasado un poco más de un año de aquel congreso en el que veía algo liberador y algo infernal, sintió una mañana los ruidos de poderosos motores que tajeaban el aire. Se levantó de la cama, pasó corriendo por el corredor que conducía a la azotea y allí vio dos rayas blancas en el cielo. Comprendió que lo que le habían profetizado en el Brasil ya comenzaba a cumplirse. La caída del régimen no podía demorarse. Se sintió purificado por el aire de septiembre. Se obligó a ir a la Facultad, aunque pasar por el centro fue casi demencial. Miró el fuego y los micros volcados; alguien señaló los agujeros que las ráfagas de metralla habían dejado en un Ministerio. “Hemos estado en guerra y por fin hemos vencido”, pensó mientras enfilaba hacia la facultad. Debía trabajar con sus alumnos de la primera comisión una de las Odas Cívicas de Horacio. Sintió que una mano providencial le había destinado ese texto para ese día.

Solo un profesor se mostró renuente al entusiasmo. Los otros coincidían en viriles gestos de satisfacción.

Esa noche Delfino no pudo dormirse. Estaba en Río y estaba en Buenos Aires. Estaba en el congreso y estaba en su casa. Estaba en el presente y en una cueva de las llanuras atenienses.

No; no podía permanecer en la cama. Por primera vez se animó a tomar el pastillero de su madre. Solo quedaban dos grageas blancas que ingirió rápidamente con agua de la canilla. No le provocaron el sueño que invocaba: apenas una sensación de irrealidad.

Se vistió entonces y salió a caminar por el barrio. Se fue hundiendo en las zonas que siempre había esquivado: un mundo de chapas y de casitas bajas; no todas las calles presentaban la decencia del asfalto. En medio de un silencio que parecía brotar de las entrañas de la tierra, solo algunos perros olisqueaban bolsas de basura. Llegó hasta una casa semiderruida. No sabía por qué, pero en esas paredes sentía la presencia de su padre. Entró. Una mujer que parecía ebria lo miró con displicencia. No era el día de ellas: estaban consternadas, estaban caídas.

—La Rita es la única que trabaja hoy. Las demás están de luto —le dijo.

Le señalaron la puerta; Delfino entró sintiendo que deseaba estar ahí. La Rita estaba desnuda frente a un espejo.

—Che, ¿no te enseñaron educación en casa? Se golpea antes de entrar. Mirá si estaba acompañada.

La mujer se rio y el profesor de pronto comprendió que no sabía exactamente lo que debía hacer. Sentía el impulso, sí, pero carecía de los conocimientos básicos de los rituales, la geometría despreocupada que ejercen los hombres que suelen ir a esos lugares.

—Dale, sacate los pantalones, ¿o me vas a decir que sos friolento?

Fue desvistiéndose como si estuviera en la antesala de la junta médica del servicio militar. Una especie de pudor lo hizo dar vuelta, pero un espejo le devolvió la imagen burlona de la mujer.

Entró en la cama y sintió que aquellas sábanas podían mancharlo. Pero ya era tarde: ahora no podía irse. Y por más que la mujer hiciera lo que estaba acordado, el profesor parecía una cera blanca que se iba derritiendo de un modo inexorable.

—Bueno, che, qué te anda pasando. Mirá que no hay devolución.

Volvió a reírse la chinota y le brotó un aliento a vino que exasperó a Delfino. Un aliento que lo llevó de pronto a la misma raíz de su furia. Solo odiar a esa taimada, pero no por aquella burla circunstancial. Eso tenía que existir de antes, un fermento largo, una acumulación que venía de tiempos pretéritos, incluso antes de su propia vida. De pronto estalló. Quiso darle una bofetada, pero el golpe le salió con el puño cerrado. La mujer no llegó a gritar: un nuevo puñetazo ahora en el estómago la hizo doblar. Definitivamente no. Esa puta no podía reírsele en la cara, porque él no era uno de esos pobres diablos que van a ahí simplemente por lo bestial del deseo. Y la mano llegó hasta la garganta y Delfino comenzó a apretar. Y entonces sintió que por fin encontraba su mano; por fin podía entender qué es lo que tan dignamente habían hecho sus pares cariocas; por fin se había convertido en el hombre con la voz de mando de un comisario, y supo que esta vez podía gozar, porque a medida que la puta jadeaba (o daba los últimos estertores) su miembro se ponía tieso y lanzaba un hondo torrente seminal que lo dejó exhausto. Luego fue el silencio.

Se asomó al pasillo. La que regenteaba estaba ahí abajo, adormecida. El lugar parecía solitario. El profesor se vistió, extrajo un pañuelo que pasó concienzudamente por donde creía haber puesto sus manos, especialmente el picaporte. Luego vio una ventana que daba a un baldío y saltó. La madame, borracha como estaba, apenas recordaría su rostro en caso de que la policía quisiera iniciar algún tipo de investigación. Él sabía que su propio rostro no decía nada: era casi un arquetipo de lo impersonal.

La caída no fue tan peligrosa como había creído. Enseguida se fue internado por la tierra desierta y encontró un camino lateral que bordeaba una zanja. Era mejor no tomar por la avenida. Se obligó a recorrer un laberinto de calles muertas antes de llegar a la casona.

Fue a su dormitorio y tomó ropa limpia. Una ducha tibia lo hizo sentir mejor. Después preparó un té de tilo para calmarse. Ya acostado, repasó la clase que daría al día siguiente.


Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia.

 



sábado, 8 de noviembre de 2025

MARFIL. ELEFANTES. VIRGILIO

Cristian Mitelman

 

Desde hace días que duermo dos o tres horas. Luego la noche se convierte en esto, es una especie de ciénaga infinita que debo atravesar a costa de dolores de espalda y de esta molestia en el vientre que ha nacido después del último ataque de disentería que arrasó al grupo. Soy un sobreviviente. Lamento ser un sobreviviente. Cuando enterramos a Ethan Johnson sentí que una íntima envidia se derramaba en mi sangre al igual que la fiebre se me iba desparramando por el cuerpo. Y luego los dolores en la boca del estómago, el infierno vejatorio de no poder controlar las propias necesidades corporales. El hedor. Y es raro, porque el doctor Arnold tomó las mismas precauciones que otras veces para evitar los riegos de la disentería. Algo ha obrado aquí: no sé qué es. Desde hace meses la desgracia no ha dejado de rozarnos los talones. Es extraño, porque nadie en la expedición bebió aguas sospechosas. Alguien dijo que tal vez algún nativo nos haya envenenado. Al principio no quise dar fe a estas palabras porque, a diferencia de los alemanes, no hemos masacrado a ningún pueblo con la perfección rigorista del método prusiano. Pero ya no tengo confianza en nadie y el enemigo está en cualquier parte. La disentería no logró vencerme, aunque me dejó esta secuela insoportable: una especie de dolor reflejo que vuelve cada tanto, como una puñalada en el vientre (no, no es una puñalada, una puñalada es certera; esto es peor: es una mano que aprieta hasta quitarme la respiración, una mano que va hurgando mis intestinos hasta hacerme inclinar y quitarme el aliento).

Por eso envidié tanto al querido Ethan cuando aquella noche lo escuché lanzar un quejido sordo que sólo podía ser la entrada en la muerte. Un ser afincado en la vida no puede emitir aquel sonido. A la exasperación siguió un respirar hondo y luego la paz, la nada. Miraba como obnubilado un cuadrante del techo de paja por donde pasó, subrepticia, una rata pardusca.

No sé quiénes lo enterraron al otro día. Pensé que la tierra enseguida iba a devorar esas carnes y que los huesos quedarían ahí, perdidos para siempre en la intemporalidad de este reino subsahariano.

Yo estoy seguro de que todo esto empezó en cuando seguíamos las huellas de los elefantes sagrados. Marfil. Vivo de él: he matado cientos de elefantes a lo largo de las últimas dos décadas. He perfeccionado el arte de ultimar a estas maravillosas fieras. Admito que he aprendido varias cosas de ellas. Los elefantes tienen una memoria endiablada. Si logran escapar, recuerdan a la perfección quién es el que intentó cazarlos. Incluso conservan el recuerdo de si el cazador fue contra una de las crías. Seres inmensos y rencorosos. He aprendido a respetarlos por eso. Hace años sucedió un hecho curioso. Uno de mis conocidos, el viejo Trevor Bishop, murió destrozado por una de estas bestias. Nadie sabe cómo, pero en medio de la noche apareció un cuerpo brutal, una especie de descompensada máquina de guerra (el elefante se había salvado meses atrás de milagro, pero una de sus patas quedó lastimada) y se abalanzó sobre la improvisada choza de Bishop. ¿Cómo es que nadie se dio cuenta de que merodeaba el campamento? ¿Cómo no percibieron su andar quejumbroso; ese extraño latido que provocan en la tierra bestias primarias? Un nativo aseguró que el elefante parecía una sombra nacida del vacío. Y antes de morir eligió destrozar en el villorrio la morada de Bishop. Era una típica bestia de la sabana. Son más inteligentes; hay una rara astucia en sus desplazamientos. Se diría que saben despistar al hombre. Pero cuando uno aprende sus códigos, darles caza se convierte en una profesión metódica y bien remunerada. No entiendo cómo es que Bishop, con toda su experiencia, se dejó vencer por un rival que, a pesar de su inteligencia, termina siendo algo repetitivo en sus astucias. Después de su venganza, el animal se dejó matar de un modo indolente. Se diría que estaba buscando el fin. Porque lo otro que he aprendido es que son los únicos animales que tienen conciencia del tiempo y de la muerte. Cuando una pequeña manada pasa frente a los huesos descarnados de un antiguo compañero, hacen un extraño silencio y pasan sin hacer el menor ruido, como si la muerte fuera un lugar sagrado; un templo que no debe profanarse.

Yo dejé la cacería del elefante de sabana y me consagré a esos más pequeños que llaman sagrados. El cuerno rosado les eleva inmensamente su precio. Algunas casa de música de Alemania pagan cifras inverosímiles por este tipo de marfil. Aseguran que le dan a la sonoridad del piano una especie de sonido único, como sucede con el misterio de los Stradivarius.

No soy músico ni me interesan estos detalles. Si están dispuestos a pagar tantos marcos o tantas libras por el cuerno rosado, poco me importa que se destine el material para la creación de teclas especiales.

Los elefantes que yo extermino son animales más pequeños y huidizos que reciben una insospechada protección tribal. Cazarlos implica entrar en un infierno selvático donde reciben la ayuda de humanos cuyo proceso evolutivo se ha detenido hace milenios. Porque aquí ha pasado el tiempo, pero no ha pasado el espíritu de la Historia.

Ahora recuerdo aquella noche londinense en que me invitaron a un concierto de no sé qué intérprete ruso. A pesar de estar en mi verdadera patria, no me sentía feliz. De pronto sentí que era una especie de exiliado en las calles que había frecuentado tantas veces. Ni siquiera la visita a una de mis putas preferidas en el burdel que solía frecuentar cuando regresaba a la isla podía apartar esa molesta sensación opresiva en el pecho. Aquella noche estuve con amigos, bebimos champán, nos entregamos a todas las posibilidades de los sentidos. Después me ofrecieron, como una especie de coronación imperial, asistir a un concierto. Los rostros pasaban a mi lado con indiferencia; a todo dije que sí. Antes de entrar en el teatro (recuerdo que los carruajes se detenían formando varias hileras en las calles; recuerdo el frío que no mitigaban los guantes; recuerdo que deseaba volver al prostíbulo y quedarme dormido ahí, en medio de la confusión de los cuerpos) un hombre me habló.

—Van a interpretar a Rachmaninov —me dijo. Mi indiferencia era absoluta. Respondí una vaguedad—. Usted es en parte responsable del éxito de esta noche —continuó—. El piano del solista ha sido hecho completamente con el marfil que usted consigue. De alguna forma se ha convertido en un protector de la música. Ya comprobará la sonoridad del instrumento.

Sabía que esas palabras eran inútiles. Entiendo de armas; no de arpegios. Sé cómo cazar animales salvajes. Sé cómo matar nativos problemáticos. Conozco muchas rutas secretas de ese laberinto de pantanos y ciénagas que es África. Mi pulso no tiembla: cuando tuve que matar, maté sin dilaciones. Sé que por el percutor pasa, con sus argucias, la civilización. Soy, pues, un instrumento del Remington civilizatorio.

La música no me produjo nada hasta el momento en que el pianista comenzó una vigorosa secuencia que conservaba el espíritu de una lucha. De soslayo miré los rostros que me acompañaban: todos parecían estar en una mezcla de éxtasis concentrado. Yo, en cambio, comencé a experimentar una especie de vértigo imposible. Sabía que estaba allí, en una sala londinense de gran prestigio y que la ciudad me brindaba todas sus protecciones. Miré mis manos; temblaban. Era una nueva clase de frío que me corroía desde adentro. Pensé que había un tipo de influenza que estaba arrasando las costas atlánticas donde había estado meses atrás y que probablemente la hubiese contraído. Intenté calmarme pensando que a mi disposición se encontraban los mejores médicos y hospitales del mundo. Los golpes del piano me sacudían la frente. Cerré los ojos. La música de Rachmaninov era parte de una guerra que me rodeaba. Y yo era apenas un cuerpo a la deriva. “He sobrevivido muchas veces: también venceré a Rachmaninov.”

Una hora después estaba en un carruaje que me llevó a casa. Me fui a dormir sintiendo un molesto dolor de cabeza, pero afortunadamente no tuve pesadillas: caí en una especie de inmenso bloque de mármol negro sin vetas.

Al otro día me sentí mejor y me obligué a una extraña dieta de té mezclado con whisky. Los resultados fueron excelentes. Expurgué lo necesario; mi cuerpo volvió a su buena disposición de siempre. Antes de regresar al África me dediqué exclusivamente a las actividades que me eran placenteras: evité conciertos o reuniones con gente gravosa. El último día estuve en el club de Eton. Me reuní con antiguos camaradas y con el viejo profesor de latín Ernst Hopkins. A pesar de su avanzada edad, le permitían seguir enseñando en los cursos superiores. Se había convertido en una especie de caricatura de sí mismo: usaba ampulosamente el monóculo; recordaba cada uno de nuestros nombres y (admito el prodigio de su memoria única) recordaba nuestros fracasos en los exámenes y los dislates que cometíamos al presentar esas pavorosas traducciones que debíamos acometer en una hora. Apenas me vio ingresar en el club levantó su bastón y señalándome con aire de burla soltó unos versos:

Sunt geminae Somni portae, quarum altera fertur

cornea, qua ueris facilis datur exitus umbris,

altera candenti perfecta nitens elephanto,

sed falsa ad caelum mittunt insomnia Manes.

 

—El joven debió entregar el final del descenso a los infiernos cuando terminaba el segundo curso —dijo con tono acusador—. Su impericia, aunque haya sido una ofensa para Virgilio, resultó muy cómica para el tribunal examinador. Han pasado muchos años, espero que en la selva (tengo entendido que se dedica a la noble acción de llevar la cultura ad indomitos populos) sus latines hayan progresado.

—No sea tan optimista, profesor.

—No soy optimista. Nunca lo he sido. Mi edad me permite ser ridículo: es la única forma de soportar este mundo.

La cena, como era de esperar, giró en derredor de anécdotas que todos conocíamos de memoria y que a lo sumo agregaban algún detalle inexistente que todos aprobábamos para ser justificados.

Al otro día, antes de partir, pasé por la vieja librería de la Universidad y compré la Eneida según el texto establecido por Nupton.

Cuando el barco se alejó de la última grada, releí el pasaje que me había citado Hopkins y en un esfuerzo traduje: “Hay dos puertas gemelas del sueño, de las cuales una se dice que es cuerno, por la cual es la fácil salida para las imágenes ciertas. La otra es la que brilla con fulgente marfil, pero los Espíritus remiten al cielo las falsas visiones.”

Me llamó la atención que con los años conservara algo del Latín. Sentí que la memoria era una extraña ciudadela colmada de columnas y pórticos donde las viejas inscripciones distraen al viajero.

Luego volví al mundo de siempre: debía entregar una cantidad de marfil que exigía viajes más extenuantes; seguir el periplo de los elefantes; dar órdenes a los lugareños; organizar provisiones y recorridos.

El clima parecía más tenso que de costumbre. Uno de mis informantes me explicó que, en caso de seguir la ruta que me había propuesto, íbamos a matar a uno de los elefantes sagrados. Con las supersticiones de los idólatras no conviene objetar reparos: pueden ser una auténtica fuente de problemas si no se hace caso en alguna medida de sus pensamientos. Les prometí que no íbamos a tocar ningún animal que consideraran sagrado, fuera un ave, un cocodrilo, una pulga o un elefante. Pero sabía que les estaba mintiendo: las casas de música me exigían material y yo no podía permitirme el lujo de perdonar bestias protegidas vaya a saber por qué milenarias supersticiones.

Lo cierto es que después de dos semanas de marcha no habíamos encontrado nada, hecho que había alterado mis nervios. Pensé que esos malditos estarían llevándome por rutas equivocadas, lo cual era improbable porque había aprendido a conocer el terreno con más precisión que los burdeles británicos.

Durante el viaje, Rachmaninov y Virgilio parecían ocupar mi mente. Se mezclaban y se superponían formando cadencias imposibles. De noche me lanzaba a la lectura del Canto Sexto ayudándome con la traducción que aparecía en la página contigua. El concierto para piano aparecía en mi mente de un modo fragmentario: a veces creía escucharlo con facilidad; otras tantas sabía que estaba inventando una música absurda, fantasmagórica.

Antes de que los ríos comenzaran a bajar su curso aparecieron las huellas de los elefantes. De nuevo me aconsejaron que me abstuviera de tocar aquellos animales. Mandé al diablo a no sé qué jefezuelo y cuando sentí que se ponía agresivo lo acallé con un disparo perfecto entre las cejas. Aunque conozco los rudimentos de estos dialectos primarios, sé que antes de ultimarlo me maldijo. Son circunstancias inevitables.

Luego me dediqué a mi oficio con una especie de alegría inocente. Le estaba entregando al mundo la sustancia de los mejores pianos; las salas europeas iban a colmarse de arpegios nunca oídos. Pensé que el corazón de la música brotaba de mis disparos y que mi arte, mucho más cercano a la percusión, era una especie de anticipo de los mayores refinamientos.

Ahora los sonidos de la ciénaga se van filtrando por mis poros. Siento cada una de las reverberaciones del barro y el salto de las arañas sobre el insecto que se debate en la tela. La luna desgasta su brillo en las aguas barrosas. Ardo en fiebre. De una de las talegas extraigo el marfil. Intento que su frío atempere este ardor que calor innoble. Otra contracción del estómago. Fluyen mis intestinos en un líquido infamante. Estoy manchado y toco la pureza del marfil con mis manos que salpicadas de inmundicia. Algún día van a encontrar los restos de esta expedición. Espero que las temporadas de lluvia y lo posteriores veranos limpien mi carne y borren las marcas de mierda que he dejado en los trozos de cuerno. Espero que lleven el material a Alemania y que de una vez por todas las manos de los hermanos Bechstein pulan las piezas y ensamblen un piano cuyas notas se esparzan por los teatros de Europa y sigan más allá, en las tertulias, en los prostíbulos, en las reuniones de la cancillería. Ya no seré parte de las astucias y las falacias de ese sueño. Yo también soy una pieza más de ese piano que no es más que una vasta máquina cuya astucia todo lo devora. 

Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia.

martes, 28 de enero de 2025

LA ESTATUA EN LA LLANURA

 

Cristian Mitelman

 

“La memoria no es más que una manera de sentir.”

Tratado de las sensaciones.

 Condillac.

  

Los últimos tiempos fueron de un sopor sepulcral. Entiendo que este es uno de los últimos raptos de lucidez que tuve en otros tiempos. O al menos de esa lucidez que usted y yo alguna vez compartimos. Entiendo que, a medida que vaya escribiendo este informe, mis fuerzas se irán desvaneciendo. Imagine mi situación: estar solo en esta pequeña esfera terrosa (detesto la palabra “planetoide”) cuya geografía es una pampa que se duplica a sí misma sin ninguna conmiseración para el ojo. Al principio uno piensa en las taigas rusas o en las estepas bonaerenses y se resigna. Con el correr del tiempo empezamos a anhelar una sierra, una quebrada, aunque más no fuera un médano que permita anticipar la playa y el océano. Nada: la planicie se va instalando en el alma. Y esas esculturas que no sabemos a ciencia cierta cuándo fueron hechas; qué tipo de cultura pudo plasmarlas.

Me enviaron para estudiar estos raros monumentos de piedra que dan fe de la existencia de una civilización. Mis estudios de arqueología cósmica me habilitaban para el trabajo. Hasta entonces no había hecho más que trazar hipótesis sobre las culturas de los exoplanetas a partir de los datos que laboriosamente llegaban al laboratorio. Nunca me habían encomendado un trabajo de campo. A medida que los años iban corriendo empecé a sentir que mi vida sería la de esos burócratas del saber que, reclinados sobre fotogramas y holografías, no hacen más que conjeturar sobre los mundos sin salir jamás del campus universitario. Un mercachifle de monografías. 

Cuando surgió la posibilidad de acceder a esta “terra incognita” ya estaba en el umbral de la edad máxima establecida por los protocolos: suelen seleccionar a los más jóvenes por cuestiones físicas y de resistencia; el resto del cuerpo académico se queda viendo el modo en que la gloria siempre es ajena.

Más allá de que mi adultez; el Consejo Académico insistió en mis méritos y en mi capacidad de análisis. 

Ha pasado el tiempo: debería enviarles un informe que diese crédito a mi fama de observador académico. Sé que no he cumplido con lo que suele pedirse en estos casos. No he forjado más que una suma de papeles inconexos. Yo mismo, acostumbrado al rigor con el que supe desempeñarme, sentí asombro de mi indolencia. Recibí las notas exigiendo que enviara mis impresiones; leí cada una de las recomendaciones que se me hicieron; no dejé de observar el viraje en el tono de los escritos. Los últimos que me ha enviado la Secretaría de la Universidad rozan la amenaza y el escarnio. Se habla de una actitud fraudulenta de mi parte; se menciona la desidia con que he utilizado los fondos académicos en una labor que no ha servido para nada. No es que no tengan razón: admito que todas las fallas están de mi parte. La cuestión es que no aciertan con el motivo del fracaso. ¿Cómo podrían verlo si yo también estoy perdido, abrumado en un caos mental que solo me permite, cada tanto, bosquejar una misiva como esta que acaba de llegar a su pantalla?

Tal como sabíamos, en estas llanuras solo pueden verse estatuas. La primera vez que pudimos despejar las imágenes sentimos que al fin habíamos vislumbrado una civilización más o menos desarrollada. El tipo de escultura, aunque mostraba leves cambios en las proporciones, daba la sensación de que eran de un tipo clásico. Recordará usted mi conjetura: “el arte planetario, a partir de todas las imágenes recolectadas, da la sensación de haber llegado a un tipo de línea figurativa semejante a la de la Grecia Arcaica. No se notan períodos previos, con su necesaria tosquedad y sutileza en el manejo de los instrumentos; tampoco se nota una evolución a formas estilizadas clásicas ni barrocas. Esta civilización tuvo que haber llegado a un punto evolutivo en ascenso para encontrar un fin abrupto que todavía no podemos entender”.

La cantidad de bibliografía que generó la hipótesis se hizo insostenible. Estuve años dictando una cátedra sobre el Arte en el Gran Planeta del Llano, tal como se la nombraba en los claustros. A usted mismo le llamó la atención que mis libros, aunque plasmados para un público erudito, lograran llegar al público. Nunca fue mi intención ganarme el aprecio de las mayorías.

Los estudios estaban destinados a estancarse. No podíamos más que tejer telarañas conjeturales sobre las líneas artísticas que divisábamos en esta esfera desolada, tan lejos de su estrella madre que los días son atardeceres y las noches un largo descenso en las oscuridades del océano.

Recordará el beneplácito que contó mi segunda hipótesis: “el material calcáreo de las esculturas provoca un leve brillo en medio de la sombra que acosa al planeta. Quienes plasmaron estas obras debieron hallar un modo de comunicarse a la distancia por medio del brillo de las esculturas. Más que obras artísticas destinadas al recogimiento religioso, es probable que hayan tenido también una intencionalidad concreta: la idea de ser vistas a la distancia para establecer contactos entre los distintos pueblos que debieron crearlas”.

Fue así como pudimos establecer un código de brillos. Intuimos que aquellas piezas que reflejaban la escasa luz solar deberían comunicar algún mensaje importante, acaso una impresión de poderío. Daba la sensación de que las esculturas dijeran: “con nuestro brillo podemos quebrar la convexa oscuridad de los cielos”.

Mis alumnos se apresuraron a establecer tipos de brillos; mensajes crípticos a través de ellos. Uno de ellos, Johar Mukherjee, había elaborado una especie de geometría que iba de las más claras a las más oscuras, describió un alfabeto y una especie de lógica hegeliana. El texto me pareció muy bello, teniendo en cuenta que el joven que lo redactó lo hizo en plena guerra y bosquejó sus argumentos luego de ser atrapado y encarcelado. Hacía unos cuantos siglos un francés, en una infame celda creada por la escoria germánica había intuido el secreto numérico de las Églogas virgilianas; ¿por qué no darle al joven una gloria simétrica? Es una pena que, tras el regreso a casa una vez que se restauró una paz precaria con el Oriente, haya enloquecido. Fui a verlo varias veces al hospicio. Eran tardes tristes; no sé por qué las recuerdo nubladas o lluviosas. El joven repetía en modo incesante su teoría: una y otra vez yo anotaba su soliloquio buscando alguna diferencia. Dibujaba también unas curvas bellas parecidas a las de las longitudes de onda. En vano le pregunté qué quería decir con aquellos gráficos de suave cadencia. Nunca pudimos avanzar más que lo que dijo en el primer encuentro tras la gran conflagración oriental.

La última vez que salí del hospicio pensé que su teoría era plausible, aunque también podía ser un modo de defensa frente a las humillaciones que debió padecer en los tres años de encierro en aquellas prisiones comunitarias donde día tras día debía luchar por el alimento con las ratas y donde los pozos para defecar eran el anteúltimo círculo del infierno.                  

Pensé que aquel largo encierro tuvo que ser un diario combate para no caer en el delirio. Las lejanas estatuas de un pequeño planeta casi perdido lograron salvarlo, pero una vez que los prisioneros de guerra fueron intercambiados, aquel edificio mental que lo había salvado se desmoronó. Quedó en la red de sus propios pensamientos. La libertad de moverse era algo intolerable para un hombre que vivió atado más de mil noches.

Cuando me seleccionaron supe que el viaje no me correspondía a mí, sino al que estaba allí, en aquellas galerías psiquiátricas de las que sé que no va a retornar. Lo hablé con un solo amigo. Previsiblemente me dijo que era la última oportunidad que iba a tener. No era mi culpa la guerra con el Oriente; no era responsable del derrumbe mental de aquel a quien debería caberle la gloria.        

Tomé sus ideas; las analicé una y otra vez. Cotejé las imágenes: intenté descifrar algún tipo de mensaje. Noté que aquellas esculturas que tenían ciertas formas senoides emitían unos destellos de mayor amplitud. Las otras esculturas, más lineales si se quiere, emitían una luminiscencia menor. Todo aquello eran conjeturas: estaba viendo imágenes captadas por cámaras y sabíamos que lo que aparecía ante nuestros ojos eran solamente observaciones hechas por dispositivos que nunca terminaban de perfeccionarse.

“Mis ojos también son un dispositivo”, pensé, “pero perfeccionados por miles de años de evolución”.

Mi primer contacto con las estatuas tuvo ese fulgor de quien, luego de muchos años, ha encontrado el motivo de su vida. Las había visto miles de veces; en las clases que había dictado no mucho tiempo atrás había hecho notar una y mil sutilezas a los alumnos. Estar frente a ellas, tal como un helenista que por primera vez llega a una isla del Egeo, era una sensación vertiginosa.

No puede decirse que fueran bellas (al menos en el clásico sentido de la belleza terrena). Había una cierta irracionalidad en aquellas obras, como si las generaciones que las hubieran esculpido tuviesen un concepto levemente angustioso del arte. Algo indefinidamente vivo latía en aquellos ojos excesivamente separados de nuestro eje axial. Pensé de nuevo en el arte arcaico y también en la refinada crueldad de los restos etruscos.

Mi radio de acción era breve: la central adonde debía desplazarme al llegar la noche (esa inmensa franja negra que pesaba sobre los silicatos del suelo) estaba a un kilómetro del sitio donde se congregaba lo que en otra época habíamos llamado El Templo del Dodecágono. No puede decirse que las esculturas estuvieran simétricamente dispuestas, pero miradas desde lo alto parecían formar una imagen cuyos doce lados convergían en un centro que a su vez contaba con una escultura mayor.

Fui tomando nota de cada una de aquellas obras. Me permití rozar su piedra blanda como quien, por primera vez, puede acariciar a quien ama. No era prudente quitarme el guante térmico. Soporté el frío feroz entre los dedos y el peligro de una rápida gangrena. Tenía diez segundos, según los estudios que me habían conferido, para que mi piel no se quemara en aquellas corrientes gélidas. Sabía de otras expediciones que habían fracasado por los pequeños errores de la emoción, pero siempre he sido de naturaleza previsora. Cientos de veces había ensayado los movimientos para llegar a completar las acciones en el tiempo exacto. En la yema de los dedos, aquellas sales tuvieron un efecto ácido. Sentí la corrosión en la piel como una leve quemadura.

Me llamaba la atención que las piedras siempre recibieran la molestia de unas matas microscópicas que bien podían restos de algas que flotaban en aquella atmósfera salina. Cuidadosamente quitaba aquella película verdosa de los pies, de los brazos, de esos rostros de mirada ausente.   

El día que me permití el primer roce el brillo de las esculturas fue mayor.  Mientras el planeta volvía a la penumbra, vi el incremento de la luz: el modo contiguo en que cada sector del polígono irradiaba esa luz tan parecida a la de nuestros peces en fosas abisales. Esa noche soñé con el joven del hospicio. Había lógica en el sueño. Mukherjee y yo nos encontrábamos en el sitio más desolado del llano. Yo le decía que descansara tranquilo, que sus intuiciones eran correctas, que aquella ferocidad que en la guerra anterior lo había llevado a los límites de la locura no había fracturado su inteligencia. “No puedo sacarte del hospital”, murmuraba, “pero tu nombre escapará de estas paredes”.

Mi alumno no me miraba. En vano yo buscaba su rostro. Como un satélite daba vueltas alrededor de su cuerpo para darle ese derrotado consuelo, pero nunca podía verlo de frente.

Con el correr de los días intenté descifrar algún posible código. Había bosquejado índices de luminiscencia y buscaba encontrar alguna clase de regularidad. Tiene que haber patrones comunes, una especie de gramática oculta que hayan bosquejado los que hicieron en una época pretérita estas esculturas.

Todos mis esfuerzos eran estériles: no hallaba la clave oculta; los cambios de gradación eran permanentes. Intenté establecer vinculaciones entre los diferentes lados del dodecágono; busqué alguna correspondencia con las pocas estrellas que se dejan ver en ese cielo triste, que se hunde en lo más hondo del universo. Envidié la suerte de mi antiguo discípulo, que podía vivir para siempre en el mundo de las intuiciones sin tener que probar nada.

Una tarde tuve el primer destello. Estaba cansado y mi dolor de espalda por la gravedad del planetoide se había agudizado. Comprobé que los analgésicos empezaban a fallar y maldije no haber traído una dosis mayor de aquellas pastillas azules que son la antesala del descanso.

Miraba las manos de unos de aquellos seres y maldije mi suerte: todo aquel esfuerzo sería en vano. Volver a casa para decir que no tenía pruebas concluyentes; tener que explicar una y otra vez frente a las autoridades mi incapacidad para avanzar en los estudios sobre aquellas obras… Admitir mi muerte académica. Admitir la muerte en vida.

No sé por qué se me dio por nombrar a Mukherjee. Lo insulté en uno de esos sentimientos que median entre el rencor o envidia. Comprendí que él era el único que podía hallar lo que para mi inteligencia se hallaba vedado.

La mano del coloso emitió un destello que se propagó hacia las otras estatuas. En aquel momento solo pude establecer el hecho. La expresión hierática de aquellos rostros no se había transformado. Sin embargo, algo había cambiado. No había existido un solo movimiento facial, eso era evidente (tuve la precaución de extraer varias fotografías para observarlas cuando me repusiera del dolor); nada era distinto. Y todo era diferente.

Decidí otorgarme algunas jornadas de descanso. Comenzaba a hartarme de las estatuas y de aquel planeta cuya vida se había extinguido sin que las causas pudieran clarificarse.

Las estatuas habían comenzado a brillar cuando nombré a Mukherjee. Tardé dos jornadas en darme cuenta de que eso implicaba la posibilidad de la audición. Y quien puede oír, es capaz de establecer un lenguaje. ¿Acaso el incremento de aquel brillo no traducía una emoción? ¿Y la emoción no se transmitía por vibraciones lumínicas? ¿Para qué podían establecer las vibraciones sino para los otros seres del polígono? Eso podía prefigurar la vista, aunque también podía ser que las ondulaciones tuvieran un efecto táctil.

Con naturalidad supe que nunca habían existido las esculturas. Estaba frente a seres vivientes cuya existencia había desarrollado otro esquema de vida. Lo que está vivo debe de tener una fuente de energía. Entonces supe que las algas no eran una excrecencia del viento, sino el modo en que aquellos seres recibían del entorno un alimento que se filtraba a través de la roca, ¿o acaso de la piel?  

Mi mano izquierda comenzó a experimentar una leve sensación de ardor. Era aquella con la que me había animado a tocar una de aquellas criaturas. No era algo exasperante, sino aquella molestia que sentimos después de haber sufrido una quemadura leve. Ni siquiera consideré la posibilidad de los analgésicos. No era eso lo que me preocupaba, sino la palidez que fue tomando a lo largo de los días. Coincidió con una etapa de sopor en las que mis salidas al dodecágono fueron casi nulas. Recuerdo haber ido dos o tres veces, pero lo hacía siempre dentro de una sensación de sopor en la que la vigilia se desdibujaba. Llegaba hasta aquella imagen geométrica, miraba esos rostros difusos y no podía pensar con claridad. Quiero decir que aquellas categorías mentales que había utilizado hasta entonces en mis análisis se iban evaporando y empezaba a pensar cosas absurdas. Pensaba, por ejemplo, en Mukherjee. Pero ya no era mi alumno; ya no era un discípulo brillante al que la desgracia lo había conducido al neuropsiquiátrico. Todo aquello correspondía a un pasado que ya no tenía sentido o que se evaporaba como aquellas aguas de un pantano cuando reciben el sol del mediodía. Todo fue parte de un mismo proceso: primero mi mano izquierda, luego el antebrazo; una tarde vi mi hombro e incluso el primer espacio intercostal.

Los espacios de conciencia tal como los había experimentado también se volvían cada vez más fugaces. Supe que tendría muy pocos momentos para bosquejar algo en mis viejas categorías. Me iba sintiendo una de las criaturas. Las iba entendiendo; iba hundiéndome en su visión. Ellas también esperaban algo; ellas también, bajo aquel cielo más parecido a una piedra negra que a un cielo aguardaban la imagen del ser que las comprendiera y que, vaya a saber cómo, vaya a saber de qué pecados que sólo ellas podían comprender cabalmente, habría de salvarlas.

Es por eso que fui distanciando mis informes. Estuve a la espera de un último momento de saber humano. Este es el momento. Las criaturas están exaltadas; algo me dicen desde la distancia. Una de ellas, la que está en el centro, parece dirigir una especie de canto. Desconozco el hebreo, aunque me recuerda vagamente a un llamado que oía en mi infancia, cuando vivía cerca de una de las sinagogas del Barrio Viejo.

Mi espalda y mi pecho se están decolorando. Voy a escribir las últimas frases e iré hasta ellas. Habré de desnudarme para recibir esas algas que, entiendo, serán desde ahora mi alimento. Voy a ver su rostro, el que me ha sido esquivo hasta ahora.

Miro el último mensaje que me llega de mi viejo planeta. Me dicen que Mukherjee ha muerto en una de las salas del hospital. Lo pienso en esas galerías oscuras, buscado un mundo al que sólo él podía acceder. Recuerdo que sus ojos observaban la sombra y entraban en la sombra.

Ya voy saliendo. Me cuesta caminar; apenas tengo fuerzas. Sé que voy a llegar hasta ellas. Ahora sé cuál es el rostro de la criatura que está en el centro. Y que otra vez seremos doce los apóstoles.            

Cristian MItelman prefiere hablar de sí mismo en primera persona. "Nací en el 71 en la ciudad de Buenos Aires. Estudié Letras Clásicas en la Universidad de Buenos Aires, pero el Griego y el Latín, como huellas en la orilla del mar, se han ido desdibujando. Me gusta la música barroca; me gusta el rock de los setenta; me gusta viajar con mi pareja (que no ha dejado de alentarme en todos estos años); me gusta acariciar a mis gatos. Supongo que, al estar en la solapa de un libro, debo hablar de literatura. Poco pero claro: venero la prosa de Borges y la Rulfo como las dos cumbres inaccesibles del idioma. Leí con gusto la lírica griega arcaica y soy un admirador de mucha gente que enriqueció y enriquece mi vida: Yourcenar, Virgilio, Platón (más allá de que no existan los Arquetipos). Admiro las novelas de Rivera y los cuentos de Abelardo Castillo y Fernando Sorrentino. Y los poetas, claro. Eclecticismo absoluto: los Goliardos; la humanidad de Yanis Ritsos, la poesía china, el haiku, la cadencia de Lorca, el nihilismo místico de Omar Khayyam. Las máquinas cabalísticas de Sergio Corinaldesi y los versos de Rogelio Pizzi me causan una serena emoción. Intento transmitir algo de todo eso en mis clases. Publiqué varios cuentos y poemas"... concluye con excesiva modestia.

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