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domingo, 16 de noviembre de 2025

EL VIAJE

Armando Azeglio

 

El tren arrancó con un gruñido de esfuerzo, con una trepidación férrea de ruedas que se ponen en lento movimiento, poco a poco. Y este fuerte sonido fue, seguramente, el primer elemento de esa secuencia temporal de sucesos que llevaron a Germán Sánchez a despertar y murmurarse: “Sí, estoy vivo”. El segundo fue el apoyabrazos de un asiento al que miró con un intensidad casi febril, como conjurando el “aquí” y el “ahora” para que se organizaran alrededor de su cuerpo y formaran el presente. Tomó conciencia de sí mismo por partes: piernas, brazos, manos, tórax sudado y frío, cabeza. Ensayó un movimiento que le produjo un calambre y se sintió empujado a esa zona de la existencia donde las cosas son simples y tangibles. Quiso quejarse, pero le salió una especie de graznido sucio e incomprensible que terminó en tos. Se incorporó tambaleante, pero trastabilló en el angosto pasillo: las butacas estaban vacías y el tren avanzaba irregular en la cerrazón de la noche. La impasibilidad de esas butacas, de esos apoyabrazos, de esos portaequipajes, lo llenó de un miedo infantil. Nunca había comprendido la capacidad que tienen los objetos de estar presentes y ausentes al mismo tiempo.

 Se abalanzó sobre una puerta y una onda de aire helado y el momentáneo aumento del rumor de la locomotora lo golpearon en la cara. Atravesó varios vagones en penumbras, sin encontrar señales de vida. Hubiera querido que todo se disolviera como en los sueños y reencontrar, idénticos, su cama, el cuarto que ocupaba, el ropero, el contexto en el que habitualmente se dormía. Pero no, oscilaba, por momentos sentía como si todas las cosas hubieran perdido la seguridad de la mera existencia. Incluso en otros sentía que todo aquello tenía una cualidad de permanencia y una continuidad temporal que a sus fragmentarios e inextricables sueños solían faltarles.

Intentó, una vez más, reclamar esa zona que mantiene al mundo al alcance de la mano, pero eso no fue posible, ya qye en el aire flotaba una sensación extraña y anodina. Un latente sentido, quizá, de lo que no es estrictamente claro.

Entonces vio a una pareja de ancianos sentados, durmiendo profundamente.

El rostro de la mujer no le era ajeno. Tenía un febril y borroso recuerdo de esa cara arrugada y cansina. Una parte de su memoria la relacionaba con una larga y penosa convalecencia. Sí, le pareció increíble, pero minutos o unas horas antes creía haber visto un rostro casi idéntico.

Una mujer así lo había asistido en un episodio confuso. Una mujer así le había secado el sudor, le había hablado con dulzura, le había dado sorbos de horribles brebajes. Había intentado acudir en su auxilio.

Él había tenido un accidente yendo a Misiones, viajando en un tren parecido a este. La locomotora había descarrilado... después... todo era confuso e inconexo... ahora que lo pensaba, sus recuerdos también contenían al anciano sentado junto a la mujer. Ese viejo era un curtido hachero del monte, con las manos tan leñosas como los troncos que cortaba. Era el marido de la vieja, sin duda. Parecía haber trabajado milenios, mecánicamente, brutalmente, sin piedad, sin vocación, sin magia, sin feriados, sin descansos, sin familia, sin ilusión. Daba la impresión de arrastrar consigo un cansancio atávico y ancestral. Cada tanto el hombre había entrado en la habitación donde él convalecía y deliraba, le preguntaba a la mujer por su estado y luego desaparecía por horas. Volvía a trabajar.

Hubiera querido zamarrearlos, despertarlos y preguntarles: “¿Dónde estoy?” “¿Hacia dónde va este tren?” “¿Por qué estoy acá?”. Pero ese sentimiento de rabia e impotencia de pronto se transmutó en otro, de profunda gratitud. Murmuró un “gracias” desde lo más profundo de sí. Pensó que solo a él se le ocurría dar las gracias por cosas de las que no estaba cabalmente seguro si habían sucedido. Dejó que la pareja de ancianos durmiera y continuara su viaje.

Siguió avanzando por el sombrío vagón. Vio un perfil femenino recortado en la penumbra... le resultó familiar. Se acercó. Quiso constatar. Era Adela, su primera novia, su primer amor. Recordaba que el enamoramiento por ella se había producido rápida e inesperadamente. Quizá porque el deseo intenso de amar la había precedido. Quizá porque su llegada no había sido sino la segunda fase de una profunda necesidad de amar a alguien, y su propia hambre de amor entonces se cristalizó en ella. Luego hubo momentos de su vida en los que se preguntó si Adela había existido tal y cómo se la había figurado. Si no había sido una simple alucinación que él había inventado para impedir un inevitable colapso adolescente por falta de amor.

Pensó en aquella frase de Proust, “la esencia misma del amor radica en que el objeto amado no existe sino en la imaginación del amante”. La tocó. Tenía consistencia, una cierta materialidad física que su tacto verificaba. Parecía hecha de crespón, o muselina, aunque movida por un hálito vital... ¿Cómo era posible? ¿Adela así de joven? Un aroma delicadamente indescifrable a tierra, o a tierna y sana vegetación se filtró por las ventanillas. Inhaló.

Más atrás encontró a la que había sido su primera mujer, pero no tal y cual la había dejado, sino tal y cual la había conocido treinta años atrás.

Por mucho tiempo había creído que gozaba de la paz del olvido total, si es que tal cosa existe en alguna parte, pero constataba que ello no era cierto. Sus detalles eran lamentablemente definidos. Volvía a no saber si se trataba de una visión o un espejismo. Aunque hubiera deseado con fervor que se tratara solo de eso. Cuando quiso acariciarla con el dorso de la mano, lo invadió una sensación de pasado muy remoto, vencedor de cualquier recuerdo, más allá incluso del tiempo en que comenzó a poseer su actual cuerpo.

—Ni siquiera estoy seguro de estar aquí —murmuró a manera de pellizco— o de que el que está aquí sea yo. —Fantaseó que su figura (manejada por hilos superiores) había comenzado a deparar formas incomprensibles de conducta y de pasmo. Unos chillidos agudos y golpes fuertes en una dirección que no pudo determinar lo sobresaltaron. La simple curiosidad inicial se había transformado ahora en frenesí. Se movió hiperquinético de un vagón a otro con una fruición casi insana. Buscaba algo.

Lo que siguió en los demás vagones fue un discurrir frenético de personas y personajes que habían pasado por su azarosa vida. Varios rostros le resultaron conocidos, aunque el reconocimiento hubiera sido mejor si no lo hubiese dificultado el trabajo que en ellos había realizado la ensoñación y el vapor del tren. En medio de una muchedumbre increíblemente quieta, él resultaba el más increíble, el más solitario.

Ahí estaban: una italiana gorda y descomunal que –sonámbula– comía golosinas con monerías y gesticulaciones golosas. Su abuelo paterno, mutilado, brutal y morfinómano, la tía Vanna, maestros, profesores, jefes, compañeros de escuela, colegas de múltiples –y olvidables– trabajos. Personas que habían sido extras, utileros o estrellas fugaces en el arco de su existencia. Todos dormían... o al menos eso parecía.

Gritó, zamarreó a uno que otro, trató de interrogarlos. Inútil. Empezó a correr a través de los vagones tratando de ganar la locomotora. Llegó a lo que suponía era un coche comedor.

De pronto, ante sus ojos se presentó algo presentido desde el momento en que se encontró en el tren, aunque de manera no totalmente consciente. Lo saludó un camarero de guantes blancos, con una lustrosa sonrisa, peinado impecable, chaquetilla con doble hilera de botones dorados.

—¡Pase, señor, por favor! —le dijo con un gentil ademán, invitándolo a entrar—. Lo estábamos esperando.

—¿Qué pasa? ¿Por qué duermen todos? ¿Por qué estoy aquí? ¿Hacia dónde vamos? —preguntó desesperado.

—Tranquilícese, señor, y pase —dijo el mozo— que enseguida le explico. ¡Lo estábamos esperando! —insistió con alegría.

El vagón era lujosísimo: terciopelo rojo, cristalería de la más fina, brocados, cuadros antiguos, detalles en oro y marfil. Por un momento se imaginó víctima de un programa de cámaras ocultas, pero ¿quién querría gastarle una broma así? ¿Y por qué? El camarero entró trayéndole un whisky con hielo; era su marca preferida.

—El director del tren le ofrece, en nombre de la compañía, sus más sentidas disculpas —dijo con una obsequiosidad entre servil y reverente—. Me ha dicho que le comunique que puede pedirme lo que quiera. En el transcurso de este viaje la compañía le ofrecerá cualquier cosa, cualquier comida, cualquier tipo de placer o entretenimiento por... ¡ejem! legal o ilegal que fuere. Lo que usted pida se lo ofreceremos en forma gratuita y con agrado.

En un primer momento Sánchez dudó. Pero luego del tercer Jack Daniel’s, la segunda prostituta y la primera línea de cocaína, la cosa empezó a gustarle. Durante días gozó de todo tipo de experiencias y placeres que, a lo largo de los años, y por distintas razones, no se había permitido. Cada vez que el camarero acudía él tenía una nueva petición, y esta no tardaba en ser satisfecha.

Varias veces y durante el tiempo que duró la travesía el convoy fue alcanzado por aviones especiales procedentes de París con cajas repletas de Bordeaux, de Burgundy y langostas vivas para preparar delicias para el nuevo y singular comensal, que se había convertido ahora en un refinado gourmet, un probado cinéfilo y un enmarañado libertino. Y cada vez que un deseo se veía realizado, aparecían en él cien caprichos más, algunos con nimias variaciones, pero que Germán insistía en experimentar como su fueran los únicos, o los últimos de su vida.

Fue sistemáticamente complacido.

El tiempo pasó. Los primeros vagones llegaron a ser un vago recuerdo. Hacía ya tiempo que Sánchez no abandonaba el coche comedor.

Cierta vez, rodeado de una masa informe de ilusoria, humana y voluptuosa compañía, se preguntó que cómo era posible que desde el episodio de los aviones procedentes de París jamás se hubieran detenido. Pero una lúbrica boca lo sacó inmediatamente de sus cavilaciones. El tren continuó impertérrito su marcha.

Un día se observó de frente a un espejo. Esa masa de carne flácida y rosácea en la que se había convertido lo nauseó. Todo le pareció contingente, aleatorio, como si él se encontrara allí por mera casualidad. Como si le hubieran sustraído el suelo bajo los pies y todo el mundo empezara a ondular.

Llamó súbitamente al camarero y le dijo desafiante que estaba aburrido de todo, que ningún tipo de experiencia lo saciaba ya. Quería algún trabajo para hacer, o que se le permitiera volver a los primeros vagones a buscar a su gente, o a despertar a su primera novia.

—Lo siento —dijo gélidamente el camarero con voz distante— eso es lo único que no puedo hacer por usted.

—¡Entonces prefiero irme al infierno! —vociferó el hombre con impulsividad.

El mozo comenzó a sonreír. Atónito, Germán Sánchez empezó a advertir que algo extraño y oscuro en el rostro de su interlocutor, se hacía cada vez más y más siniestro... 


Armando Azeglio nació en San Juan, Argentina en 1964. Es Licenciado en Administración de Empresas y máster en  Planificación Pública del  Turismo. Profesor titular de las materias Investigación de Mercados  en la Universidad de Quilmes (UNQ), Planificación de Espacios Turísticos y Marketing  de Servicios Turísticos (UADE). Ha trabajado como capacitador de la AHT (Asociación Argentina de Hoteles de Turismo) y como gestor de contenidos para Webs de varias administraciones polìticas. Columnista del Nuevo Diario de San Juan desde 2001. Ha escrito numerosas poesías y cuentos cortos. Tiene un blog http//elojociegoblogspot.com donde cuelga sus artículos. Se declara lector omnívoro, fumador de pipa y admirador de Roberto Bolaño. 

viernes, 14 de noviembre de 2025

APUNTES PARA SALIR DEL LABERINTO

Armando Azeglio

 

Hacía semanas que lo único que veía eran las cuatro paredes acolchadas de esa habitación. Semanas que pensaba y leía de día. Soñaba y escribía de noche. Al final confundía las cuatro cosas. Soñar, leer, pensar y escribir eran parte de lo mismo: habitaba solo en mi cabeza. La habitación era solo la metáfora. Solía abrazarme las rodillas contra el pecho ensayando una suerte posición fetal, hasta que el frío ganaba mi cuerpo. Temblaba. A veces lloraba copiosamente. Me quedaba horas así, esperando una señal, una voz, algo que me dijera como tenía que continuar el texto que estaba escribiendo. Salir del bloqueo en el que me encontraba.

Recuerdo una vez (entre dormido) haber escuchado una suerte de alocución plural y gangosa:

Yo me encuentro en el cruce de todos los caminos, allí donde los hombres tienen que elegir. Soy como un camión de helados manejado por un heladero psicótico, los hombres se van subiendo porque les encanta esa golosina, comen hasta la saciedad y después no saben qué hacer con el empalago. Generalmente saltan a medida que avanzo… y yo los arrollo.

Cuando salí de ese trance (en cuatro patas y vociferando una lengua de duras consonantes) identifique una serie de pequeños párrafos caligrafiados en pequeñas bolitas de papel higiénico, seguramente por mí, a las que desarrugaba para leerlos, pero que me resultaban totalmente ajenos. Cito uno:

“Había escrito como un poseso, horas y horas dentro del inorgánico encierro del nosocomio. Las palabras empezaron a destellarle en la negrura de su caja craneal como relámpagos iluminantes en una oscuridad primordial de tinta china. Luego bajaron a su mano: semoviente, ajena, temblorosa en venas azules y pelos negros, como animada por una voluntad que no le pertenecía (¿Serían las famosas musas o las temidas parcas de los griegos las que producían esa automoción?).

A veces veía el fulgor de lo que suponía podían ser escamas de peces, o de algún otro ser que podía ostentarlas en la oblonga —y gigantesca— sinuosidad de sus lentos movimientos. A veces escuchaba el leve silbar de una brisa, a veces un bramido ronco, múltiple y omnímodo cuya procedencia era imposible de identificar. Oía voces que trataban dictarle frases en un lenguaje que se le antojaba alienígena: imposible de comprender, imposible de traducir, imposible de ser gesticulado por mortal alguno... ¿Esperanto? 

O este otro párrafo, encerrado entre paréntesis como para aclarar algo inaclarable, ya que aquello que pretendía dilucidar no estaba escrito en ningún lado. 

(Se repetía tres veces la cita sobre Jezabel y había un dibujo que representaba una montaña de estiércol. En la cima, un hombre desnudo, de rostro perruno, con cuernos, emitía un chorro de esperma de cuyas gotas emergían otros seres desnudos que se acoplaban con animales fantásticos en actitudes inverosímiles. Bajo la montaña de estiércol, Jezabel paría bestias. El texto que acompañaba el dibujo expresaba: “Su vientre es el infierno. Se reproduce con el fuego espermático que se genera en la mente. Después desciende para sacudir la carne, y su ley es la putrefacción… Seguía otra frase confusa, de la que solo era legible la última línea: “la bestia abolirá el deseo”...[1]

¿Qué me estaba pasando? ¿Qué pasaba con mi relato? ¿Qué con mi vida? ¿Qué tenían que ver estos párrafos con la narración de mi historia, admitiendo que existiera una? En ese momento irrumpió en la habitación un hombre vestido de blanco y me inyectó una sustancia viscosa. No entiendo por qué, pero no me pude resistir. Inmediatamente me quedé entredormido en ese camastro desordenado, había escrito casi todo el día. En un cierto punto, mi mente –en su espacio interior– dispersó luces y sombras por doquier, ora en un torso, ora en unas extremidades. Como resultado de esta suerte de danza lumínica, de jugueteo onírico de claroscuros, surgieron en caprichosos bajorrelieves formas musculares, volúmenes, ojos, órganos, crisálidas despiertas a la sinfonía del existir.

Un conjunto de huesos, al cabo de horas de sueño comenzó a tomar sentida forma surgiendo tímidamente. El parietal, el frontal, temporales y occipitales fueron los más difíciles de unir. Fémures, peronés, cúbitos y radios los menos laberínticos. Lo de los huesecillos del oído, tarea digna de relojeros.

Una curiosa abstracción de mi mano comenzó a enhebrar con tendones, nervios, venas y fibras musculares a su sistema óseo. Tensé con ansiedad la jaula de sus costillas a fin de darle solidez. Su corazón –pájaro cautivo– comenzó a gorjear la ignota canción de la vida. Sus sedosas vísceras se manifestaron húmedas y tibias al tacto, su turbulento cerebro ensayó un comenzar. El derrame de una gota de aquello que los orientales llaman “Ki” fue la responsable de la irrigación nerviosa. Pude valga el pleonasmo– verlo con mis propios ojos.

Recorrí el intrincado caos de sus fibras musculares enmarañadas, tensas; jamás pensé que pudieran dar vida un cuerpo tan armonioso, de volúmenes tan precisos, recorridos por inexorables torrentes de tinta.

Un rostro se recortó penumbroso en un quejido. Nacía en el vientre del lenguaje que me sostenía. Su lengua movió en el aire la balanza del sonido y su voz se produjo gutural y angustiosa. Emitió un gruñido bajo que se solidificó en el aire hasta transformarse en habla. Creo que dijo “mamá”.

Estaba naciendo.

Su forma se fue haciendo poco a poco fija, y su apariencia cobró la apariencia de las cosas que están vivas. Al principio parecía hecho de crespón o muselina.

Su cuerpo era apolíneo y joven, como el de los héroes de las tragedias griegas destinados a la gloria y la desaparición temprana. Era un hombre hermoso, como de unos treinta años de edad, de espesa cabellera negra y ondulada, de frente amplia e inteligente; ojos con mirada firme y penetrante, mejillas con reflejo azulino de barba recién afeitada.

Ni bien se manifestó, algo en mi interior me dijo que mis miedos me usaban para volverse palabra en este personaje. Pero que esta, mi palabra –con el tiempo– haría desaparecer mis miedos.

Iluminado por una especie de chorro de luz, asemejaba un ser extraño y anómalo, el servidor de un culto reverencial quizás... y ahí estaba yo embriagado ante el decreto maravilloso de mi propio espejismo.

Empezó a mirar el mundo y a gestar con sus ojos aquello que miraba.

Algo dentro de mí me dijo que pertenecería a esa clase de personas que conocen la naturaleza humana por experiencia directa, o por reminiscencia. Quiero decir, Enki –así decidí llamarlo– jamás escribiría un ensayo sobre psicología ni frecuentaría las aulas de ninguna facultad de antropología o de sociología, pero intuiría perfectamente el lenguaje de las miradas, de los gestos, de los cortes de pelo, de los ropajes, de los códigos y modos de las tribus urbanas.

Ni bien vi esos ojos supe que había estado en contacto con mucha gente, en muchos bares y piringundines, en muchos comités, en muchos lugares, situaciones, libros y lecturas distintas.

Supe que era en esos sitios, en el deambular de esos párrafos donde había aprendido a leer las voces de los distintos autores, la voz de la vida: en la mirada del cafishio, en los gestos de la prostituta, en las puteadas del taxista nervioso, en los personajes de sus viajes por distintas lecturas del mundo buscando… sabe dios qué.

En mi relato Enki haría pocas o ninguna citación de libros o de autores, al contrario, despreciaría –paradójicamente– las palabras. Sabría que entre las palabras y el mundo real hay un divorcio, una disgregación abismal.

Mi personaje en la novela habría llegado a un tipo de sabiduría toda suya y particular. Una sabiduría que se encuentra quizá en las antípodas de la erudición. Solo tendría que rememorarla. Enki solo debería recordar.

Al principio daba la impresión de padecer amnesia. Empezó a hablarme con dificultad y falta de dicción, pero al poco tiempo fue dueño de una elocuencia desusada. Era capaz de mantener una conversación torrencial durante horas sobre aquellos temas que –nada es casual– le habían quitado paz a mi alma durante años.

Me hablaba frecuentemente de una Mujer que, aseguraba, tenía que encontrar de alguna manera en algún lugar.

No recordaba muy bien quién era, pero decía estar seguro que en algún momento la memoria se le esclarecería y la certeza de la identidad le vendría.

Él sabía que su existencia inevitablemente se enlazaría con la de esa mujer, pero primero debía descubrir su misión en la vida. A mí no me gustaba mucho esa palabra: “misión”. Demasiado castrense. Además me sonaba a Mesías, a deber auto impuesto, a cosa ya escrita en un libro sagrado para ser cumplida fatal e inexorablemente.

A mí me gustaba creer en la profunda aleatoriedad del caos, en el disfrute y el placer de la anarquía, del “desorden magmal” en estado primigenio. “En el absurdo de aquello que no conduce a nada, que no tiene primeras ni segundas intenciones, sino pura y brutal existencia.”

No obstante todo fue ese el momento en que decidí convertirlo en el protagonista ilógico de lo que habría de ser “Apuntes para salir del laberinto”, un relato que estaba naciendo.

A veces Enki cambiaba de nombres, a veces de forma y venía a mí con seudónimos impronunciables. A veces Enki se salía del relato, se escapaba del argumento, deambulaba de aquí para allá en el cuarto de ese escondrijo donde hacía meses yo estaba recluido escribiendo. Si bien al principio fue algo novedoso y deseado, luego se convirtió –debo confesar– en una molestia. Cada vez que lo hacía arruinaba el texto o el pasaje que en ese momento lo contenía, o me distraía con sus acciones. En ciertos días y a ciertas horas del día una fuerza misteriosa, superior a sus fuerzas, parecía apoderarse de él, y entonces, aunque resistiéndose, se ponía a bailar tango durante horas y horas, hasta caer desvanecido. A veces entonaba con voz armoniosa, coplas, romanzas y trozos de óperas que yo nunca había escuchado antes; o dirigía larguísimos discursos en lenguas extranjeras a masas imaginarias; o canturreando, hablaba en verso acerca de los posibles finales de mi novela y de cierta batalla que en algún lugar debía librarse en alguno de los pasajes de este libro.

Un día nos dieron permiso para salir y nos dispusimos a hacer un viaje al campo en compañía del hombre de blanco. Enki, sin consultarme, se incluyó en la salida. Para ese entonces no me era necesario pensar en él para que apareciera. Realizaba varias acciones de las que suelen realizar los viajeros cuando están en vacaciones: vivía al aire libre, nadaba, escalaba y galopaba gran cantidad de kilómetros por día. La ilusión de su perfecta existencia llegó a persistir no solo en mí, sino en la gente que conformaba el grupo.

A veces, y sobre todo al atardecer, Enki empezó a improvisar largos soliloquios con los que metía en crisis a sus improvisados auditorios, que hasta ese momento, solo se habían limitado a vivir sus propios deslumbramientos. Como si estuviera solo en el mundo repetía entre obsesivo y autista:

—¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Hacia dónde voy? ¿Cuál es el sentido de todo lo que me rodea? No sé, tengo la sensación que todo lo que lo que me rodea y rodeará de aquí en más, es una suerte de ensoñación, de utilería que rellena el esqueleto argumental de “algo” que osaré llamar “obra”. Siento que todo, se podría decir, carece de sustancia, de “firmeza existencial”.

¿Hacia dónde vamos? (Pausa histriónica).

—“El hombre, dada la crisis actual, ¿Persistirá como especie?”...

¿Cuál va a ser el final de esta “obra” y qué será de nosotros luego?

Y a modo de Hamlet pero con un mate en la mano repetía (y siempre repetía lo mismo):

“El mundo no existe sin el cuerpo, el cuerpo nunca existe sin la mente, la mente nunca existe sin conciencia, y la conciencia nunca existe sin la realidad pero, ¿qué es la realidad?

Generalmente cuando decía esto se abalanzaba sobre un sorprendido espectador, lo rozaba con su mano o con una eventual túnica (usada para dramatizar el asunto aún más, supongo) y le ofrecía el mate que había estado sorbiendo. La ilusión era perfecta.

A pesar que los temas tocados no eran los que se suponía que un “animador turístico” debía tocar (los reclusos ya lo confundían con esto) Enki empezó a tener cada vez más y más público. Inclusive entre el personal vestido de blanco.

Enki –fantasmal– no abandonaba sus largos soliloquios al atardecer. Trascurridos varios días dejé de desear su presencia y descubrí con desánimo que llevaba un tiempo igualmente largo, un año o más, disolver la creación de uno de estos personajes. A veces la tarea no tenía sentido, sobre todo si el relato que le había dado vida a tu personaje, justificaba la tuya. O al menos le daba sentido. Enki continuaba molestando.

Cierto día decidí que “Apuntes para salir del laberinto” se multiplicase en cientos de caballos, criados, mayordomos y salones cortesanos (para darle un toque clásico) en tiendas, edificios, autos, computadoras, tarjetas de crédito, sensuales solos de saxo, porciones de caviar (para darle un toque frívolo) y carrozas, fantasmas, castillos y vampiros (para darle un toque gótico). Era no solo por el mero gusto de experimentar todas las fantasmagóricas formas que el pensamiento pudiera generar, sino para engañar a Enki. Cada una de las cosas por mí soñadas contenía en su esencia un ejemplar de “Apuntes para salir del laberinto” y una descripción minuciosa de la mujer que él me había dicho que buscaba. Enki deambularía siendo incapaz de distinguir lo real de lo onírico. Interactuaría con alguna de las formas creadas por mi pensamiento y sería literalmente aspirado hacia el argumento de la “obra”, fundamentalmente por el deseo de encontrar a la mujer. Funcionó. Desapareció de mis vacaciones campestres como por arte de magia.

El problema ahora eran mis amigos, sobre todo “la gente de blanco”, que empezó a preguntar por él y a buscarlo por todos lados. Principalmente una de las enfermeras que resultaba particularmente insistente sobre el hecho de encontrarlo.

En una primera versión del original (debo admitir) una de las practicantes debía enamorarse de Enki y este debía corresponder. Pero había descartado esa posibilidad por considerarla banal y descontada.

Enki se enfureció, parecía endemoniado. Me dijo que la enfermera era la mujer que había estado esperando desde siempre. Lo llamé al silencio, a la subordinación absoluta a las exigencias argumentales de “Apuntes para salir del laberinto”. Se abalanzó sobre mí. Luchamos. Terminó inmovilizándome con el chaleco de fuerza que había en la habitación y –dejándome en la cama– se dispuso a corregir mi texto, mi narración. Mi “Apuntes para salir del laberinto”.

“Me sentí incompleto –garabateó apurado–, añoré la compañía de la mujer vestida de blanco, mi otra mitad. Pero para poseerla debía primero debía llegar a saber quién era realmente yo: “Enki de la tierra de los Annu”. Debía saberme personaje o ser real. Decidí tratar por vía negativa, a través de un ejercicio simple, pero brutal. Es decir si yo, Enki de los Annu, era el protagonista de esta historia, y la historia sin mí no hubiera podido continuar adelante, yo hubiera podido suicidarme, o morir varias veces, o desaparecer ahora mismo, que todo convergería en un caos. De lo contrario me desangraría desapareciendo. Cualquier cosa era preferible a no poseerla.

Enki tomó un hacha, una tabla de picar carne (que no sé de dónde sacó), asió su mano izquierda, y la cercenó. “Desenroscándola” de fibras, tendones y apartándola del cuerpo, la arrojó al piso casi con desdén y declaró entre grandilocuente y hemorrágico: “Yo no soy esta mano que pertenece al mundo de las palabras, al mundo de los nombres y las formas de esta novela: YO SOY EL AUTOR”. Siguió: “yo no soy este antebrazo que pertenece al mundo de los nombres y las formas de esta ficción llamada cuento, YO SOY EL AUTOR”. Y continuó así, hasta desaparecer o quedar reducido a solo una descripción de guiñapos sanguinolentos. Todo se tiño de colores ensimismados en el algodón negro de las sombras.

Abrí los ojos. Sondas, sueros, cánulas y agujas irrigaban mi cuerpo. O lo que quedaba de él. Un monitor contaba y graficaba mis pulsaciones con un sonido rítmico y alterno. Aclaré la mirada. Apareció la enfermera que le gustaba a Enki seguida de una tierna sonrisa.

 –Tranquilícese —me dijo—; ha perdido mucha sangre. —Y llevándose el índice sobre los labios me invitó al silencio. Furtiva, sacó un par de tijeras siniestras del bolsillo de su guardapolvo. En la penumbra, sus manos brillaban frías y magníficas.

 

Armando Azeglio nació en San Juan, Argentina en 1964. Es Licenciado en Administración de Empresas y máster en  Planificación Pública del  Turismo. Profesor titular de las materias Investigación de Mercados  en la Universidad de Quilmes (UNQ), Planificación de Espacios Turísticos y Marketing  de Servicios Turísticos (UADE). Ha trabajado como capacitador de la AHT (Asociación Argentina de Hoteles de Turismo) y como gestor de contenidos para Webs de varias administraciones polìticas. Columnista del Nuevo Diario de San Juan desde 2001. Ha escrito numerosas poesías y cuentos cortos. Tiene un blog http//elojociegoblogspot.com donde cuelga sus artículos. Se declara lector omnívoro, fumador de pipa y admirador de Roberto Bolaño. 



[1] “El Endemoniado Señor Rosetti” Juan Jacobo Bajarlìa 1977

sábado, 27 de abril de 2024

ADÚLTERA

 Armando Azeglio

 

Corría desesperadamente. El nivel de adrenalina en su cuerpo debía haber subido. Sus piernas empezaban a negarle la velocidad que el cerebro les ordenaba. “¿Y ahora qué hago?”, se preguntó, “¡esta debe ser la periferia de la ciudad!”. Su ciudad. Su entrañable ciudad convertida en ese frenético discurrir de paredes muertas pasando ante sus ojos. Su ciudad de adoquines enterrados con urgencia que, en este instante, le dificultaban el paso. Su ciudad de formas arquitectónicas improvisadas, aglutinadas en espacios vitales prácticos, promiscuos y hasta a veces fétidos. “Sí, estos deben ser los arrabales”, pensó. También pensó en sus piernas. Sus blancas, nacaradas, y sedosas piernas que ahora contraían y relajaban músculos enloquecidamente para poder permitirle esta: su –quizá– última carrera. “El final no puede ser este, se dijo. “No puede ser así”. Y con el rabo del ojo alcanzó a observar que uno de los que la perseguían se había agachado para levantar una pesada piedra. ¿Qué pretendía hacer con tamaña roca? ¿Qué harían con ella después? ¿La descuartizarían? ¿La dejarían muerta y abandonada en alguna calleja inmunda? Fantaseó con su cuerpo exánime y aleatorio, revoloteado por las moscas y acariciado por uno que otro gusano. “El final no puede ser este”, repitió obsesiva. Lo había imaginado de otra forma. En medio a una cierta dignidad doméstica, quizá. Ella anciana, en un lecho de muerte, rodeada por sus hijos, sus nietos y alguna hermana supérstite.

—¡Perra! —le gritó uno de sus perseguidores.

—¡Noooooooooooo! —respondió ella, pero su mente ya había escapado al agitado rostro de su amante. Sí, su amante, su amante de labios embebidos en vino. Su amante que había sido y continuaba siendo un escape, una especie de antídoto, de venganza contra una realidad híbrida y repetitiva. Por momentos sentía que siempre había sido obligada a simular. A simular amor por un marido al que solo estimaba, a simular abnegación aún cuando su corazón se rebelaba. A simular beatitud a pesar de sus dudas. A simular desapego a pesar de su deseo por otros hombres. Con el rostro convulso y el pecho agitado, se imaginó en medio de un orgasmo con él y pensó que era curioso como el cuerpo expresaba estados de ánimo tan diversos con gestos similares. El placer, el dolor; los extremos sin duda alguna debían tocarse. Todo le pareció ilusorio. Pensó a Dios, al dios de su padre, al dios aprendido de niña: “un verdugo bueno-pero-terrible” y no pudo menos que suplicar:

—¡Ayúdame te ruego! —Entró en un callejón sin salida cuando sus presuntos captores ya parecían una jauría de perros enloquecidos; devoraban metros con frenesí asesino, escupían –por entre sus barbas– versículos de la ley. Vociferaban cosas ininteligibles, la señalaban con odio, aullaban, maldecían. La deseaban cadáver—. ¡Estoy perdida! —gritó—. Y fue entonces que apareció ese hombre, como salido de la nada. Creyó reconocerlo, haber sentido vagos rumores sobre él y sus hombres en el mercado. La descripción coincidía: elegante, pelo cuidado, barba. Escribía algo con el dedo en la arena, distraídamente. De pronto, se incorporó y se puso delante de ella, como protegiéndola y luego habló con una autoridad inusitada, enfrentando a la horda, que se detuvo en seco, estupefacta.

—El que de ustedes no tenga pecado, que arroje la primera piedra —dijo—; y se agachó para continuar escribiendo.


Armando Azeglio nació en San Juan, Argentina en 1964. Es Licenciado en Administración de Empresas y máster en  Planificación Pública del  Turismo. Profesor titular de las materias Investigación de Mercados  en la Universidad de Quilmes (UNQ), Planificación de Espacios Turísticos y Marketing  de Servicios Turísticos (UADE). Ha trabajado como capacitador de la AHT (Asociación Argentina de Hoteles de Turismo) y como gestor de contenidos para Webs de varias administraciones polìticas. Columnista del Nuevo Diario de San Juan desde 2001. Ha escrito numerosas poesías y cuentos cortos. Tiene un blog http//elojociegoblogspot.com donde cuelga sus artículos. Se declara lector omnívoro, fumador de pipa y admirador de Roberto Bolaño. 

 

miércoles, 24 de abril de 2024

EL SEÑOR DE LAS LIENDRES

 Armando Azeglio

 

—Leer, leer y leer —me dijo el viejo—. Sin pausa, sin método, sin fatiga. Años y años hasta entrar en una especie de trance que te conecta con la fuente de todo. Con el otro mundo. El mundo donde yace toda escritura, todo arte, todo lo que ha muerto y lo que alguna vez vivió. Pero también todo lo que no ha llegado a ser. La idea era conectarse con el inconsciente colectivo de la humanidad, con el gran escenario, las grandes bambalinas que subyacen detrás de la escenografía. Detrás de los oropeles, los Papá Noel de plástico, las prótesis de silicona, los autos descapotables, las rubias platinadas, las sopas deshidratadas, las computadoras, las latas de cerveza, los condones usados, el papel higiénico… —Y siguió farfullando una ristra demente de sílabas incomprensibles con una voz ajena. Me pareció que su voz me rogaba desde lejos, tras el velo de un cántico o un mosconeo asumiendo una pulsación regular. Era el sonido del pasado, de los manuscritos iluminados, de los recónditos incunables, de las iglesias frías, de los rollos que se entierran para ser descubiertos en siglos, del punto exacto donde la poesía y la profecía se juntan. Fue como si un fino velo que lo cubría todo, absolutamente todo, fuese retirado por la salmodia que entonaba el mendigo. Entonces, todas las palabras aparentemente vacías que me rodeaban, me habían rodeado o me rodearían, en todos los libros leídos a lo largo de mi vida, en las vallas publicitarias, en los diarios de los quioscos, en las latas de conserva, en los envases descartables, en las señales de tráfico… fueron finalmente comprendidas. Cada palabra se coagulaba, se contraía en sí misma apartándose del resto, pero adquiriendo una carga de significado terrible y apremiante, como si cada una fuera una parte fundamental de un único y vastísimo poema que conectaba todas las cosas.

Un resplandor fantasmagórico de color rosado emanó del viejo dándole a su sombra una longitud inverosímil. Sus ojos –ojos inhumanos– eran en ese momento de un frenético color azul.

Pensé que esta historia acababa allí, con la descripción de la alucinación con el mendigo, del “Señor de las liendres” llevándome a casa… pero me equivoqué. Empecé a debatirme en un mar de elocuciones, desligadas unas de otras, pero iluminadas por un sentido autónomo e inescrutable, que se entrelazaban a mi alrededor formando una red de significados. Hilos de significado en diminutos fragmentos de prosa a plasmar en una hoja. Tal como el viejo me había dicho.

Temiendo que si me movía todo podía desaparecer definitivamente, como ocurre con los sueños al llegar la mañana, decidí no pestañar.

Volvió a tener una mirada perdida, anacrónica, casi nostálgica. Como si fuera un viejo veterano de guerra que enumera una y otra vez los nombres de los compañeros caídos en batalla. Apestaba. El pelo tan largo, tan indefinible. Tan lleno de pijos en cada brisa.

De la nada apareció una corte de perros sarnosos que parecía dispuesta a escoltarlo donde él fuera. Y él empezó a escalar una gran montaña de basura en esa vasta zona de descargas.

En la cima están esos seres que tanto brillan. Como resplandecientes de autoridad celeste. Tienen alas de seis metros y el verbo les cuelga de las palmas, de las lenguas. Son la señal.

Uno de ellos trae lumbre, el fuego inextinguible de naturaleza divina y el otro, destellos entre las manos, como millones de soles. El viejo tiembla de emoción y cae de rodillas. Los ángeles ríen mientras lo bautizaban… empapado de gloria. El de la lumbre acerca el fuego. Arde el “Señor de las liendres” en una tarde de junio. El humo marrón sube al cielo.

Y es aceptado. 

Armando Azeglio nació en San Juan, Argentina en 1964. Es Licenciado en Administración de Empresas y máster en  Planificación Pública del  Turismo. Profesor titular de las materias Investigación de Mercados  en la Universidad de Quilmes (UNQ), Planificación de Espacios Turísticos y Marketing  de Servicios Turísticos (UADE). Ha trabajado como capacitador de la AHT (Asociación Argentina de Hoteles de Turismo) y como gestor de contenidos para Webs de varias administraciones polìticas. Columnista del Nuevo Diario de San Juan desde 2001. Ha escrito numerosas poesías y cuentos cortos. Tiene un blog http//elojociegoblogspot.com donde cuelga sus artículos. Se declara lector omnívoro, fumador de pipa y admirador de Roberto Bolaño. 

domingo, 21 de abril de 2024

LA NOTA

  Armando Azeglio

 

Me enardecía tener que ir a cubrir una secuencia de asesinatos en un pueblo perdido del interior. Ya de por sí es bastante ingrato ser el frenético notero de La Nueva HoraPero que el pueblo fuera conocido como Pago Lento, me sacaba de las casillas. En aquel tiempo yo había establecido un vínculo perverso con el estrés, del cuál no podía escapar: más estrés más producción, más producción más estrés. Todo aquello que no fuera acelerado y vertiginoso me parecía no valer la pena de ser vivido. Lo único que moderaba mi fastidio era la posibilidad de que se tratara de un serial killer criollo; eso era algo un poco más interesante. Ghirelli, el director del diario, con el eufemismo en la boca y la pipa en la mano, me había hecho una vez más –al mejor estilo italiano– “una oferta que no podía rechazar’’. Por el bien de mi carrera y el prestigio del diario la nota era mía, y no podía negarme.

—La verdad, ¡je, je!, es un imposible necesario, tanito —me dijo con un dejo de sorna— y no es menester que la descubras, no sos la policía, además. La gente quiere una exposición objetiva de los hechos... aunque dicho aquí, entre nosotros... la objetividad, es otro de los imposibles necesarios de la vida.

Yo detestaba a Ghirelli. Detestaba esa perenne mueca de suficiencia en el costado izquierdo de su boca, con la que simulaba pedir una cosa cuando en realidad la estaba ordenando. Detestaba su continuo camuflar de “valores’’ los símbolos del poder que ostentaba: apellido-familia-sinónimo-de-grupo-editorial. Detestaba el modo implícito con que menospreciaba mi trabajo, al que tachaba de “intelectualoide’’ a mis espaldas cuando necesitaba sentirse “el-jefe-supremo-que-todo-lo-sabe’’. O los elogios que me prodigaba cuando pretendía quedar bien conmigo antes de mandarme a cubrir una nota de esas que nadie quería hacer. Como esta, la del asesino serial vernáculo. Aborrecía que me diera un trabajo sucio, en un lugar lejano, sabiendo que no solo iba a aceptarlo por necesidad, sino que conmigo se ahorraba mandar un fotógrafo para hacer la maldita nota.

—Un trabajo fácil, tanito, hay un asesino serial en un pueblo de quince mil habitantes, la policía está más que desconcertada aunque la mecánica de los crímenes es siempre la misma: mujeres desparramadas y violadas, hombres de los que queda lo suficiente como para decir que alguna vez existieron. Hay un elemento perturbador y está dado por el hecho que el asesino siempre pinta las paredes con la sangre de sus víctimas. Han descubierto que pinta signos que pertenecen a ritos extraños, no se sabe si del “candomblè” o de la magia negra. A veces el asesino se ha pintado los labios con sangre de sus víctimas y ha dejado besos estampados en las paredes: todo un pervertido. Siempre opera en noches de luna llena, lo que facilitó que las sospechas caigan sobre un tal Sebastián Flores, trece años, séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón, contratista de una finca. Si bien no hay nada que pruebe que fue el muchacho, dicen que la policía y sus padres tuvieron que evitar que la gente lo linchase después del último crimen. No es necesario decirte que hay una leyenda que dice que el séptimo hijo varón de una familia se transforma en lobisón en las noches de luna llena. Nuestro pibe, para colmo, es hijo de otro séptimo hijo… su padre era ahijado “del general” y el pibe es ahijado “del pingüino”. Este vienes hay luna llena y corren rumores de que los padres de Sebastián lo tienen encadenado a una cama –con la policía haciendo la vista gorda– en una de las piezas de la casa. Pretenden demostrar de esa forma la presunta inocencia del chico, pero todo el mundo espera que en dos días alguien muera.

—¿Y qué quiere que haga? —pregunté haciéndome el bobo.

—¡Quiero fotos del chico encadenado! —gritó Ghirelli como poseído de un extraño entusiasmo—; el testimonio de la gente, de los padres. Quiero –si podés conseguir– primeros planos de los “besos sangrantes’’ que hayan quedado de otros asesinatos; serían el punto fuerte de la gráfica... ¿Y si llamamos así a la nota, tanito? “Besos sangr…”. ¿Tano? ¡Tano!

Dejar hablando solo a Ghirelli es una de mis especialidades favoritas, o por lo menos una de mis minúsculas e inútiles venganzas cotidianas. Los dos sabíamos que no podíamos prescindir del otro, que éramos antagónicos pero interdependientes, y esto hacía nuestra relación no solo tragicómica, sino por momentos bastante enferma.

Silvia (mi presunta amante, ex amante de un ex amigo) me llamó por teléfono antes de que yo saliera a hacer la nota. Su marido se había ausentado de Buenos Aires. Y para mi sorpresa, no solo estaba informada de lo que sucedía en Pago Lento, sino que dijo –toda apurada– que quería verme “urgente”, porque tenía algo para darme. Accedí movido por un destello de curiosidad que brillaba en el estanque de mi propia y cotidiana inercia. Cuando me di cuenta de esto, empecé a sospechar que empezaba incluir a Silvia dentro de un listado de cosas que en forma habitual hacía automáticamente. O que debía soportar para obtener algo. Soportaba a Ghirelli, porque de algo hay que trabajar. Lo hacía por el dinero y para no tener que soportar a mis padres. Debía soportar a mis padres para que entendieran mi vocación de escritor y fotógrafo, no la de ingeniero que me habían atribuido desde los cuatro años. Debía soportar ser escritor y fotógrafo de un diario sensacionalista, con la esperanza de ser algún día el escritor, el periodista o el fotógrafo que soñaba. Debía soñar como único antídoto para soportar una realidad que no entendía. ¿Debía soportar a Silvia? ¿Por qué? ¿Por sexo? ¿Por qué soportaba a Silvia?

—Tomá —me dijo con tono gatuno en un bar escondido mientras me pasaba una pequeña pistola Derringer, esas de doble caño superpuesto y cachas de nácar (no sin antes haberla lamido)—, por si tenés que matar al “lobisón” —agregó, meliflua—. Era de mi abuelo; está bañada en plata, dispara balas de plata y, dicen que es la única forma de aniquilar a la bestia.

Iba a mandarla al carajo: a ella, al cornudo de su marido, al abuelo, a la pretendida pistola de plata con improbables balas de plata, a Ghirelli, al lobisón, al puto diario y a mis viejos... pero terminamos practicando –por inercia– el viejo deporte de serle infiel al marido de Silvia.

Salí esa misma tarde, calculando que al otro día –a media mañana– estaría en Pago Lento. Si todo salía como estaba previsto, el asesino iba a golpear de nuevo, y si esto sucedía, yo no solo iba a dar la primicia del nuevo crimen, sino que cubriría el escándalo que armara la gente del pueblo al tratar de linchar a Sebastián Flores.

A las tres de la madrugada casi tuve un accidente en medio de la desolación pampeana cuando desbandé gracias a la conjura del sueño y de una visión grotesca y confusa. Bajé del auto entre asombrado y confundido para descubrir lo que parecían ser dos mulatas obesas, sentadas en el medio de la ruta, con los ojos cosidos al mejor estilo de los reducidores de cabezas. Las mujeres repetían, como si estuvieran en trance, algo que no sé por qué, me puso la piel de gallina. “¡Que venga, que venga, que nadie lo detenga. Que corra, que corra, que nadie lo socorra!” Luego empezaron a carcajear torrencialmente, interrumpiendo esa alocución gangosa y plural. Las bocas empezaron a hacerse más y más grandes y terminaron siendo más voluminosas que los cuerpos, y a través de esa risa frenética me pareció intuir una masa de vísceras tornasoladas y repugnantes. Las fauces se arquearon hasta literalmente darse vuelta y formar dos pelotas de carne flácida. Por último las vi alejarse del lugar rebotando entre risitas histéricas y envueltas en algo que parecía música. Hice señas –sin saber muy bien por qué– a un auto que pasaba, para demostrarme a mi mismo, quizá, la materialidad física de lo que acababa de ver. Casi me atropellan. Volví al volante, manejé toda la noche como un sonámbulo.

En Pago Lento yo era un extranjero; todas las cosas me lo hacían saber constantemente, y esto se verificaba no solo en el choque de mi ritmo metropolitano con esas calles arboladas, cálidas y tranquilas. No, iba mucho más allá. Era cultural la cosa. Yo me sentía mucho más cerca de un romano o un parisino, que de un pagolentino. Lo único que me resultó familiar fue una fugaz visión de un Peugeot parecido al de Silvia. Cuando hacía preguntas, la gente me contestaba indirectamente, sin dar precisiones. Escuchándolos, daba la sensación de que en el pueblo seguía sin pasar nada. Las imágenes del fallido intento de linchamiento del pobre pibe, dignas de Fuenteovejuna, me parecían imposibles. Encontré con dificultades la humilde casa de los Flores, un rancho de adobes grises impregnado de olores mezclados: brasero, incienso y puchero de huesos. Los padres del niño no querían hablar del asunto; eran la típica gente de campo: parca y circunspecta. Respondían a la distancia, como si la cosa no les perteneciera, aunque de una de las habitaciones viniera un ruido creciente a cadena arrastrada. Intenté por el lado que más me repugnaba. Les ofrecí mil pesos por dejarme fotografiar del niño encadenado a la cama. La madre dudó, angustiada; el padre, después de tomar aire, entrecerró los ojos, como asintiendo.

—Vuelva esta noche, joven —me dijo—; lo vamos a estar esperando.

Volví al pueblo, me pedí una ginebra en lo que parecía ser el único bar de la zona. Atardecía. Temía entrar en una de esas típicas “fases melancólicas y sin retorno’’ cuando me taparon los ojos desde atrás.

—¿Quién soy? —dijo una voz con tono de complicidad sexual que yo conocía de memoria.

— ¡Silvia! ¿Qué hacés acá?

—Quería darle una sorpresa a mi bebé.

—¿Y tu marido?

—En un congreso médico...

Terminamos haciendo el amor, pero no como de costumbre. Silvia estaba distinta, mucho más encendida, más libidinosa, más procaz que lo habitual. Me hizo el amor como nunca antes me lo había hecho, con un fuego voraz y desconocido.

A medianoche me sobresalté y salí corriendo como loco de la habitación del hotel. Me había quedado dormido y me urgía llegar a la casa de los Flores para fotografiar a Sebastián, sucediera lo que sucediese. Terminé de vestirme en el auto, manejando a medias. En el bolsillo del pantalón noté la helada consistencia de la pequeña pistola que seguro Silvia –por cábala o superchería– me había metido. Llegué a la casa de los Flores agitado y aceleradísimo. Golpeé varias veces a la puerta y nadie me respondió. Escuché una especie de aullido entre porcino y perruno mezclado con un jadeo viscoso. Volví a golpear una y otra vez, lo que pareció incrementar los aullidos y el ritmo del repugnante resoplido de la bestia. Temí por los padres de Sebastián, por lo que rompí la puerta entrando a la casa con la pistola en una mano y la cámara colgada del cuello. Tiritando, pensé que no podría fotografiar nada porque en el lugar reinaba una oscuridad infausta. Me sentía acechado, en medio de un silencio, ahora sepulcral. Me moví tanteando las paredes con una mano, y apuntando a la nada con la otra; algo me decía que “eso’’ estaba ahí, esperando el momento justo para desmembrarme, o algo peor. Hubo un ruido, una crepitación, un grito (¿mío?), una música funesta, una especie de ronquido y un par de ojos indefiniblemente amarillos. Disparé; solo tenía dos balas. La luz se encendió, y vi a Fabián Flores que yacía en su cama de cadenas con dos agujeros humeantes en la cabeza. Le había tirado al niño. Me inmovilizaron por detrás con una toma tenaza. Y a continuación oí la voz áspera del viejo Flores que decía:

—Este no se mueve más.

De algún lado de la habitación, la risa insana de las gordas mulatas que había visto en la ruta apareció como de la nada, antecediendo la presencia de las mismas. Seguían con los ojos cocidos y grotescos, pero –yo sabía– veían mejor que nadie. ¡Que venga, que venga, que nadie lo detenga, repetían. Que corra, que corra, que nadie lo socorra. La madre de Fabián sonreía ladina, mirándome. El cuerpo inerte del niño en la cama tenía una expresión anodina. Entró sonriente el comisario del pueblo con las manos cruzadas en la espalda. Cuando pasó delante de mí me dio un terrible puñetazo en el estómago y luego me dijo al oído: “Esto es para que vayas sabiendo quién da las órdenes en este pueblo de mierda’’. Las gordas carcajeaban, la casa empezó a llenarse de gente, parecía una fiesta de campo. Todos esos rostros se asemejaban, todos me resultaban igualmente ajenos, a excepción de uno, diverso, que exhalaba la más repulsiva de las mofas: Ghirelli apareciendo por sorpresa en medio de la celebración. Me miraba con aire triunfal. En algún momento las risas cesaron, la gente le abrió paso a una mujer encapuchada, extrañamente vestida de negro que, dándome la espalda, tomó sangre de las heridas del niño y con un pincel empezó a dibujar extraños signos en la pared, semejantes a los ideogramas de un alfabeto demencial. Mojó sus labios con sangre y empezó a dejar las huellas de sus besos por doquier.

—¡Alabado sea Baphomet! —gritó abriendo los brazos.

—¡Por siempre sea alabado! —contestó la muchedumbre.

Giró sobre sí misma, pero no era necesario; yo ya había reconocido la voz de Silvia. Me estremecí. Me miró a los ojos. No parecía ser ella. El atuendo, los labios chorreados de sangre, la expresión del rostro... Desenfundó un extravagante cuchillo ceremonial y se acercó a mí. La hoja en sus manos brillaba fría e insípida.

—Te prometo que no va a dolerte, bebé —me dijo, ajena a sí misma, actuando como si sus propias palabras llegaran desde muy pero muy lejos…

 

Armando Azeglio nació en San Juan, Argentina en 1964. Es Licenciado en Administración de Empresas y master en Planificación Pública del Turismo. Se desempeña como columnista del “Nuevo Diario” de San Juan desde 2001 y ha escrito numerosos poemas y cuentos cortos, los que han sido publicados en algunas antologías como Grageas 3Todo el país en un libro y Cien páginas de amor.

 

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