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viernes, 3 de mayo de 2024

EN CASA AJENA (SEIS)

 



EL TESTIGO DEL TREN

Laura Irene Ludueña & F. Scott Fitzgerald

 

El departamento era muy acogedor, pequeño, sí, con una fila de cuadros convencionales y estantes con libros de Kipling y O. Henry que un día le compró a un vendedor de ojos azules, y que leía de vez en cuando. Y había varias sillas que hacían juego, aunque ninguna era cómoda, y una lámpara con la pantalla rosa y pájaros negros estampados, y una atmósfera más bien sofocante, rosa por todas partes. Había cosas bonitas: cosas bonitas que implacablemente se rechazaban entre sí, fruto de un gusto de segunda mano, impaciente, ejercido en los ratos perdidos. Lo peor de todo era un cuadro inmenso, con marco de roble de Passaic, un paisaje visto desde un tren. Era, en conjunto, un intento desquiciado, estrafalariamente lujoso y estrafalariamente paupérrimo, de conseguir una habitación agradable. Pero lo más llamativo era ese cuadro que dominaba la pared de la sala de estar con su presencia imponente. Se trataba de un paisaje borroso, capturado desde la ventanilla de un tren en movimiento. Los colores se mezclaban en una danza abstracta, como si el paisaje se desdibujara para ocultar un hombre y una mujer que fijaban la vista en el observador. Cada vez que entraba a la habitación, sentía una sensación de incomodidad al mirarlo. No entendía por qué, pero el cuadro tenía algo que, aunque intentara ignorarlo, llamaba mi atención de una u otra manera. Busqué la firma del autor; eran sólo dos iniciales I.A.

Decidí abordar el tema con mi amigo Augusto que era quien me había prestado el lugar, su ex departamento de soltero. Siempre lo había descripto con tanto amor que, cuando me lo ofreció, no dudé ni un minuto acerca de que sería lindo y cómodo. Solía decir que le gustaba aislarse allí a leer sus autores favoritos, de vez en cuando. Si bien no era mucho el tiempo que pensaba permanecer en la ciudad, acepté su ofrecimiento sin dudarlo. Pero ese cuadro me molestaba. Decidí decírselo diplomáticamente y esa misma noche lo llamé por teléfono. Luego de hablar sobre temas intrascendentes y comentar brevemente cómo iba mi investigación, le pregunté sin tanta diplomacia.

—Disculpa, Augusto, quería preguntarte si podrías retirar el cuadro grande que hay en la sala.

—¿Y por qué habría de hacerlo? —contestó Augusto luego de una pausa de silencio con sonido de incredulidad.

—No sé, hay algo en él que me hace sentir incómoda —dije, sabiendo que mi respuesta sonaría tonta.

—Uno de estos días envío a alguien que lo retire —respondió no muy convencido luego de una carcajada.

Al día siguiente salí temprano hacia el archivo del diario local para continuar la investigación que estaba llevando a cabo. Mientras hojeaba un diario de cincuenta años atrás, un artículo llamó mi atención. Hablaba de un asesinato que había ocurrido en el bosque y que alguien había observado desde la ventanilla de un tren. ¿Acaso el testigo era el mismo artista de la pintura? Intrigada por la posibilidad de una conexión entre el cuadro del departamento y el misterioso asesinato en el bosque, decidí investigar el hecho. Charlé con la encargada del archivo quien me contó que la bibliotecaria del municipio sabía bien la historia. Hacía ya unos años que se había jubilado, pero me facilitó una dirección. Se trataba de un viejo caserón al borde del bosque. De la plática surgió que el pintor, Idel Amenabar, había vivido allí. Generosamente me permitió acceder al desván donde, entre trastos acumulados encontré un diario personal en el que se relataba en detalle la fatídica noche del asesinato. El pintor había sido testigo desde la ventanilla del tren que llegaba a la ciudad. Pero lo más sorprendente fue descubrir que él mismo Idel Amenabar, era el autor del artículo en el periódico del siglo pasado.

Según el diario personal, el crimen había sido cometido por alguien influyente, un sujeto de esos que tienen poder para manipular la justicia. Atormentado por lo que había visto, el pintor había plasmado su experiencia en la pintura y, años más tarde, decidió revelar la verdad en un artículo que escribió con un seudónimo, pero al que nadie le prestó atención. Quizás el asesino no estaba dispuesto a permitir que su secreto saliera a la luz, y había hecho todo lo posible para silenciar la voz del artista, pensé. Sin embargo, el artículo había sobrevivido al paso del tiempo, esperando pacientemente a que alguien lo descubriera. Con el misterio resuelto, cerré el diario con manos temblorosas ¿qué haría ahora con esta verdad recién revelada?

Invité a Augusto a tomar un café y le relaté mi descubrimiento.

Principio del formulario

Recuerdo que vi este cuadro en una pequeña galería mientras paseaba por el centro de la ciudad. Llamó mi atención cómo el artista logró capturar la sensación de movimiento y la fugacidad del paisaje desde la ventana de un tren —dijo pensativo después de escucharme y con la vista fija en el cuadro.

Lo miré con sorpresa. No había considerado que Augusto supiera algo de arte como para hacer tal interpretación. Pero la vida misma es una fuente inagotable de sorpresas. Entendí que lo que me impresionaba del cuadro era un mensaje silencioso del autor para que se descubra la verdad sobre el asesinato del que había sido testigo.

 Comencé a mirar la pintura desde otra perspectiva. La mezcla de colores ya no me parecía caótica, sino que la percibía como si fuera un movimiento, permanencia y cambio.

Revelaría la historia y aunque tarde, buscaría que se haga justicia. Así se lo dije a Augusto, pero cual no fue mi sorpresa cuando cerró la charla muy a lo O. Henry para afirmar:

—No harás nada de eso. El asesino era mi padre.





AL FINAL 

DE UN PASILLO SIN LUCES

Carson McCullers & Alejandro Bentivoglio

 

El médico se detuvo un momento para descansar un poco en el pasillo de la vieja casa, a la que había concurrido llamado de urgencia. Había enfermos por todas partes, el hombre que le había abierto la puerta había desaparecido en esa marejada de personas que reclamaban su auxilio y no sabía realmente dónde estaba quien lo había llamado. Quería examinarlo y sanarlo, de ser posible, pero todo parecía girar a su alrededor como un tornado interminable. Necesitaba seguir caminando, mantener la mente tranquila pese a su agotamiento. Aun ahora, el médico seguía alimentando el firme propósito de siempre, pero no tenía tiempo de pensar en ello. Iba de una casa a otra, y el trabajo era interminable. Salía muy temprano en su automóvil, y más tarde, a las once, los pacientes iban a su consultorio.

El olor de aquella casa, cálido y viciado después del frío aire otoñal, le hacía toser. Los bancos del vestíbulo estaban llenos de enfermos y pacientes negros que le aguardaban, y en ocasiones había gente incluso en el porche y en su dormitorio. Tenía trabajo durante todo el día, y con frecuencia la mitad de la noche. Y esta noche no sería la excepción. Ya no podía darse el lujo de esperar. Siguió avanzando y subiendo escaleras tras escaleras, pisos tras pisos, escuchando quejidos, viendo hombres y mujeres que no tenían salvación.

—Oiga, ¿dónde se ha metido? —dijo en voz alta.

Pensó que nadie lo había escuchado, pero finalmente vio al que le había abierto la puerta, un mayordomo negro, viejo como el mundo. Le hizo una seña para que se acercara.

El médico se abrió paso entre los moribundos y entró a una habitación enorme, donde un hombre yacía en una cama. El mayordomo retrocedió y volvió a desaparecer.

El médico se aproximó a la cama y supo al instante que el hombre no podía ser sanado. Con pesar, se acostó a su lado. Quiso decirle algo que le diera fuerzas, pero no había consuelo.

—Lo siento —dijo—. Lo intentamos.

El hombre lo miró y esbozó una sonrisa triste.

—Pero nunca es suficiente.

El médico asintió y suspiró. Luego él y el hombre, que eran el mismo por alguna extraña y fantástica razón, cerraron los ojos para siempre.




LOS CONSEJOS DE LA TÍA JULIA

Nicolái Gógol & Luciano Lara

 

Lo compré con entusiasmo; me había pasado la vida soñando con tener uno. No hay persona en el mundo a la que no le haya hablado del bar. Estaba segura de que me cambiaría la vida para siempre. Y así fue: llevo diez años observando a mis clientes. Cada mañana lo abro con la misma ilusión, cuidando hasta el más mínimo detalle. Los primeros clientes llegan a eso de las ocho, y para las once desborda de gente; hay tanto trabajo que no queda tiempo para la contemplación; tampoco para las nostalgias.

 Sin embargo, cuanto más se acercan las dos de la tarde, más disminuye el número de preceptores, pedagogos y niños. Estos han sido desplazados de allí por sus tiernos padres, que pasan llevando del brazo a las compañeras de sus vidas, de nervios débiles y vestidas de abigarrados colores. Poco a poco, a su compañía se unen todos aquellos que han terminado sus bastante importantes ocupaciones caseras, tales como, por ejemplo, los que han consultado al médico sobre el tiempo o sobre el pequeño grano salido en la nariz, los que se han informado de la salud de los caballos y de sus hijos (que, dicho sea de paso, muestran grandes capacidades), los que han leído los carteles y un artículo importante en los periódicos sobre los que llegan y los que se van, y, por último, los que han bebido su taza de café o de té. Así pasan las tardes, sin demasiados altibajos; diría que son idénticas.

Apenas baja el sol me preparo para recibir a los nocturnos: una ducha, media hora de siesta y el atuendo que tengo preparado desde la noche anterior. Bajo a eso de las ocho, mientras las chicas terminan con la limpieza, yo misma me encargo de la ambientación: música y luces tenues. Las noches están llenas de nostalgias; miles de almas perdidas desfilan por la barra contándome sus más profundas frustraciones mientras se ahogan en un buen escocés. Yo escucho, doy consejos como si fuese una clase de gurú: “Los consejos de la Tía Julia”, así les dicen; si hasta parece que con esto de las redes sociales me hice famosa. Se dice que soy un ejemplo: una mujer independiente que ha cumplido su sueño, pero nadie habla de amor, de ese que la Tía Julia no ha podido encontrar en sesenta años vividos.

—Son las cuatro, José —le digo al último cliente tomándolo del hombro—; mañana tengo que abrir a las ocho.

Él se restriega los ojos como si buscara despertar de una pesadilla inexistente y se deja acompañar hasta la salida.

Quizás mañana sea el día, pienso mientras apago una a una las luces del local. Siento una presión en el pecho y un nudo en la garganta.

—Por lo menos tengo un bar —digo antes de desprender la primera de mis lágrimas.



¿UNA PARTIDA PERDIDA?

María Elena Rodríguez & Bram Stoker

 

Conservamos la calma cuando los vigilantes nos preguntaron por el jefe. Sólo les dije que esa noche había ido a algún otro lugar... ¡Bueno! Nos ha dado la oportunidad de dar "jaque" en esta partida de ajedrez que estamos jugando en nombre del bien de las almas humanas. Ahora, volvamos a casa. El amanecer está ya cerca, y tenemos razones para sentirnos contentos con el trabajo de nuestra primera noche. Es posible que nos queden todavía muchos días y noches llenas de peligros, pero debemos seguir adelante, sin retroceder ante ningún riesgo.

La casa estaba sumida en un profundo silencio cuando llegamos a ella, excepto por los gritos de alguna pobre criatura que estaba en una de las alas más alejadas. Auxil me miró sin hablar. No era necesario. Los dos sabíamos lo que estábamos pensando. Nos entendíamos sin palabras.

Había sido así desde que llegamos a aquel lugar. La casa, le decíamos, aún sabiendo que no era una casa, en todo caso, no como las que teníamos cuando aún estábamos vivos.

Los gritos eran más intensos de noche, eran los gritos de los recién llegados. En pocos días serían sustituidos por otros, otros que ensayarían los mismos gritos sin sentido en aquel limbo, hasta que fueran extinguidos.

Nunca supimos por qué Auxil y yo no corríamos la misma suerte de los demás.

Tal vez por la fuerza del amor que nos unía antes de aquella agonía lenta atrapados entre los hierros, tal vez porque el amor seguía con la misma intensidad ahora que ya no teníamos cuerpos.

Por lo que fuera, teníamos una situación de privilegio y decidimos ayudar a otras almas de su segura desaparición. Sabemos que si nos descubren correremos la misma suerte que ellas.




VAMPIRO DE ORIENTE

Gastón Caglia & Edgar A. Poe

 

Harry Newman, el abúlico mandadero de la Casa Morrison & Co., llegó corriendo llevando a la par la desvencijada bicicleta de reparto. Traspirado, como si hubiera construido él solo una pirámide, entró al negocio apoyando las manos en las rodillas a cada paso que daba para trepar los escalones. En cada escalón se le iba un suspiro profundo.

Había perdido peso constantemente en el último mes. De ser un muchacho robusto, cándido y eficiente, en poco más de cinco semanas se convirtió en un saco de huesos que se manifestaba en todo su esplendor por la altura inusual. Los patrones Jhon Morrison y Adam Morrison no prestaron atención a su estado hasta que levantaron la vista de sus papeles y sus números y soltaron un “válgame Dios” al unísono cuando su estado ya era a todas luces irreversible.

Casualmente, se encontraba en las instalaciones el segundo de a bordo del navío Estrella de Mar, Thomas Mandelson, que se encargaba de los negocios de ultramar de los Morrison. El mes anterior había regresado de las antípodas trayendo unos frutos rojos que, madurando en la travesía, habían otorgado pingues ganancias. 

Mandelson, de corazón duro y curtido por el mar, mantenía un afecto particular por Harry. Al regreso de cada travesía obsequiaba un objeto al muchacho en muestra de su afecto. Por ello se mostró muy afectado al ver el estado del muchacho.

—Muchacho, ¿te encuentras bien? —atinó a decir.

—Sí, señor Mandelson. Muchas gracias por los frutos que me obsequió la anterior ocasión de su visita, los estoy comiendo uno a uno. —Lanzó en un suspiro, y ya sin fuerzas para seguir hablando se derrumbó sobre unos sacos de harina. Luego de tomar aire e hinchar su pecho con el aire viciado de las oficinas, tomó sus pertenencias y se retiró.

Mandelson, asombrado y sin más, siempre a unos metros detrás, decidió seguir al muchacho hasta su hogar, la buhardilla de una vieja casa de alquiler donde vivían algunos despojos humanos. Su inquietud era sincera y manifiesta. El muchacho parecía percibir algo, dio algunos rodeos pero su debilidad lo venció. Mandelson lo vio llegar, y cuando ingresó y ganó las escaleras, su aspecto daba pena.

Por otra parte, el marino se sentía ansioso al pensar en lo que podría estar haciendo en la casa. Esta última reflexión indujo al hombre a seguir al fugitivo. Para un hombre de mar no hay dificultad en trepar por una varilla de pararrayos; pero, cuando hubo llegado a la altura de la ventana, que quedaba muy alejada a su izquierda, no pudo seguir adelante; lo máximo que alcanzó se sirvió para echarse a un lado y observar el interior del aposento. Apenas hubo mirado, estuvo a punto de caer a causa del horror que lo sobrecogió. Fue en ese momento cuando empezaron los espantosos alaridos que arrancaron de su sueño a los vecinos que, al llegar en montones a lo alto de la casa, a la buhardilla, pudieron percibir con sus ojos como el joven Harry mordía un fruto rojo sostenido entre sus dos manos y de él crecía un enorme y monstruoso gusano gris que se introducía en su cuerpo por la boca, sin que el muchacho nada pudiera hacer, pues en sus ojos se percibía que ya no tenía control de su cuerpo que estático recibía a su amo.

Mandelson apenas pudo contener las lágrimas hasta pisar nuevamente el verde césped de la casa. Era su exclusiva culpa que el joven hubiera encontrado la muerte de una forma tan horrorosa.


 


SUEÑO ESCABROSO

Edgar Rice Burroughs & Salma Jilani


Desde el primer día me sentí como un extraño en mi nueva escuela. Calculé mal el tiempo de viaje y, después de caminar varios kilómetros, cuando llegué a la clase, no se me permitió sentarme. Además, todos me miraban de un modo extraño, como si yo fuera un extraterrestre, algo que no podía entender y traté de adivinar: tal vez mis ropas no estaban planchadas o mi tez era un poco más oscura que la de ellos. Nunca experimenté este tipo de comportamiento en la escuela de mi pueblo, ya que estaba entre los estudiantes más inteligentes, de los que siempre son los favoritos de todos, pero aquí tuve la sensación de que me iba a pasar algo horrible.

Así pasaron tres días; me sentía solo, durante la pausa del almuerzo fui a ver a mi madre. Estaba muy ocupada y no me prestó demasiada atención; solo me dio consejos escuetos, sin adornos.

—Concéntrate más en tus estudios y no pienses demasiado en esas pequeñeces. —Su actitud indiferente me rompió el corazón; me sentí solo en el mundo.

Estaba sentado en el borde de los escalones de cemento, al final del patio de recreo, comiendo mi roti sin salsa, cuando advertí que unas sombras se cernían sobre mí; era Asad, mi grosero compañero de clase junto con otros estudiantes. Sin ninguna advertencia me empujó con agresividad. Intenté evitar caerme, pero mi cabeza golpeó la esquina de la valla de madera; me toqué la frente, sangraba. Antes de que pudiera entender la situación, empezó a gritarme.

—Eres hijo de un sucio barrendero; no pretendas estar a mi nivel. Mi padre es el magnate de los negocios de esta ciudad; miles de sirvientes como tu madre trabajan en nuestros garajes. Tu trabajo es limpiar nuestros zapatos, así que dedícate a eso. —Puso el pie delante de mi cara con arrogancia; uno de sus amigos me arrebató los libros de la mano y me obligó a tomar una caja de lustrabotas; cuando me resistí, todos los demás chicos saltaron y empezaron a golpearme sin vacilar. Traté en vano de liberarme de los acosadores, pero mi cabeza golpeó el filoso borde del sendero; sentí una profunda oscuridad extendiéndose por todas partes, y lo último que pensé fue... ¿cómo se enteraron de que mi madre trabaja como limpiadora aquí cuando no se lo he dicho a nadie? Recordé que cuando entré en la clase por primera vez el profesor me había presentado con estas palabras.

—Este es Sharon, el hijo del barrendero de nuestra escuela. Es muy talentoso en física y matemáticas. Lo hemos incorporado a la mejor escuela porque tiene la intención de ser ingeniero en el futuro.

A pesar de esas palabras de aliento, su expresión narraba una historia diferente. Vi una marea de odio oculta en sus ojos y sentí una completa humillación; todos los demás recuerdos dolorosos se mezclaron y me golpearon como una enorme ráfaga que se volvió borrosa, y una quietud insondable me rodeó. Desde entonces, y hasta posiblemente la medianoche, todo fue silencio, el silencio de los muertos.

Entonces, de repente, el terrible rugido de la mañana se derramó sobre mis desprevenidos oídos, y de entre las sombras negras volvió a surgir el sonido de un objeto en movimiento, un leve crujido como de hojas muertas. El impacto sobre mi sobrecargado sistema nervioso fue devastador, y haciendo un esfuerzo sobrehumano me esforcé por romper los terribles lazos que me sujetaban. Era un esfuerzo de la mente, de la voluntad, de los nervios, no muscular, porque no podía mover ni siquiera mi dedo meñique, pero no por ello era menos poderoso. Y entonces algo se detuvo; hubo una sensación momentánea de náuseas, un crujido agudo, como el chasquido de un alambre de acero, y me puse de pie, de espaldas contra la pared de la cueva, haciéndole frente a mi enemigo desconocido.

 Una pregunta abrupta surgió en mi mente, ¿estoy soñando, o en un limbo? ¿Es esto el producto de una oleada de sentimientos extremadamente fuertes de alguien que quiere verme vivo desde lo más hondo de su corazón? Sentí como si me estuviera ahogando en el océano más profundo; de repente, un extraño buceador me empujó hacia arriba... una lenta voz que venía de muy lejos...

—¡Sharon! Eres el que hará realidad mi sueño; solo así mi devastada casta encontrará su camino al éxito... no puedes perder esta batalla tan fácilmente. —Mis párpados latían anegados. Abrí los ojos; mi madre estaba de pie junto a la cabecera de la cama—: Doctor —llamó excitada—, Sharon ha recobrado el conocimiento. —Sus lágrimas siguieron empapando mi rostro, pero ahora eran lágrimas de alegría.




PRESAGIO DE FATALIDAD

Gabriela Vilardo & Bram Stoker

 

Cuando, envuelta en tu túnica blanca, te vi llegar a la banquina del puerto supe que yo no volvería. Siempre me despediste en la puerta de casa. Nunca creíste en presagios de pescadores. Te negabas a reconocer que quienes nos embarcábamos teníamos un destino marcado. Por eso, antes de mis partidas, conversábamos de bueyes perdidos.

Sí, María, tu presencia en la banquina... presagio de fatalidad.

La pesca de tiburones nos obligaba a internarnos varias horas de navegación y a permanecer más tiempo en altamar, lo sabías.

Noche diáfana. Ideal para la partida de ¿trece o catorce lanchas? ¿Cuántas andaban por ahí?

Ay, María, María… nuestro “Ballena” avanzó, como siempre, hasta que cambió el viento.

Entonces, sin previo aviso, irrumpió la tempestad. Con una rapidez que, en aquellos momentos, parecía increíble, y que aún después es inconcebible; todo el aspecto de la naturaleza se volvió de inmediato convulso. Las olas se elevaron creciendo con furia, cada una sobrepasando a su compañera, hasta que en muy pocos minutos el vidrioso mar de no hacía mucho tiempo estaba rugiendo y devorando como un monstruo. Olas de crestas blancas golpearon salvajemente la arena de las playas y se lanzaron contra los pronunciados acantilados; otras se quebraron sobre los muelles, y barrieron con su espuma las linternas de los faros.

Bastó ver un palo emergiendo de las aguas para sentir que el final empezaba a llegar. No sé si era parte del “María Dolores” o de “El Halcón”. ¿Tal vez de “La Nueva Margarita”? ¿Por qué fuiste, María? Si hubieses ignorado tu intuición… como siempre. Vos, ahí, en la banquina…

Te imaginé patrullando cada sector de la playa; te imaginé en comisiones para el desesperado salvataje Te imaginé tendiéndome la mano para rescatarme de la desesperación.

Te imaginé masticando con ansiedad el “No se han registrado novedades” y “El se consideran perdidas las lanchas…” ¿Cuáles? ¿El “San Pedro”, el “Ballena”?

Sí, María… el “Ballena”, sí. Solo intenté señalizar el lugar con banderas y un barril…Y en ese intento de querer aferrarme a un timón, el mar me arrebató y me castigó hasta vencerme… Ahí, María, en ese momento, en el que yo perdí fuerzas, abrí los ojos más de lo que pude y apreté los dientes… Ahí tuve la fantasía de tu mano abierta hacia mí.

Creeme, María. No tuvimos la suerte de ser arrastrados hasta la desembocadura de algún canal. No.

En el momento de la partida estuviste en la banquina.

Tu presencia, el abrazo de la abuela cabrona de Pablo, los cuentos de Felipe acerca de sus ahorros para dejar de ser pescador, la demora del timonel y la negación de Luis a subir… ¡Y la llegada del cura sin sotana para embarcarse por primera vez!

Avisos, amor. Fueron avisos.

Sí, en las cercanías de Miramar, flotó un cadáver del “Ballena”, que usaba pantalón y chaqueta azul; la gorrita que me tejiste no la tenía más. Un cadáver con manos callosas y cara pálida, después cianótica, y bigotes largos. Muy largos. Figura difícil para el quehacer de un orfebre. María, María...

Te sospeché sin discutir razones del siniestro.

Y ahora pasé a ser parte de la historia de un pueblo que no atiende a sus costas ni los misterios del mar, como dicen los que saben sobre esto.

Solo cuelgo de tu pulsera como un dije. Voy y vengo de la playa acompañando tu búsqueda, pero no puedo alimentar tu esperanza.

 Tu túnica blanca –la misma de aquel día–, la caminata hacia el mar, tu pulsera como testigo de tu amor hacia mí.

 Tu pulsera. Y yo, en el dije de esa pulsera, seguro de no volver.



MONSTRUOS

Luisa Madariaga Young & H. P. Lovecraft

 

Eso fue hace siete años; no obstante, él no parecía haber envejecido ni un día: era bajo, rubio de cara afeitada, voz suave, y con gafas; a veces había algún destello en sus fríos ojos azules que delataba el duro y creciente fanatismo de su carácter, efecto de sus terribles investigaciones. Nuestras experiencias habían sido a menudo espantosas en extremo, debidas a una reanimación defectuosa, al galvanizar aquellos grumos de barro de cementerio en un movimiento morboso, insensato y anormal, merced a diversas modificaciones de la solución vital. Uno de los ejemplares había proferido un alarido escalofriante; otro, se había levantado, violentamente, nos había derribado dejándonos inconscientes, y había huido enloquecido, antes de que lograran apresarlo y encerrarlo en una celda del manicomio.

Años atrás nos había unido el mismo interés “científico”, la ilusión de creernos Dios. Necesitábamos el uno del otro para poder lograr resultados satisfactorios en nuestros objetivos de detener el proceso de envejecimiento lo máximo posible y qué mejor modo de mantener la discreción de nuestros experimentos que no fuera detrás de los infranqueables muros del manicomio en la que él era el jefe absoluto de las criaturas que allí consumían lo que les quedaba de sus miserables vidas.

Los ensayos conllevaban un largo proceso inyectando la solución vital en las venas y haciéndola fluir mediante impulsos electromagnéticos. Como mencioné anteriormente; no siempre las cosas salían del todo bien; aunque pensándolo mejor, nunca estuvieron bien y yo me vi en la absoluta necesidad de retirarme hacia otra línea de investigación bien alejado de ese lugar.

Nunca lo vi mostrar un mínimo de compasión cuando después de unos días el ejemplar comenzaba a transformarse hasta no ser otra cosa más que una masa sanguinolenta y amorfa. Otras veces lo que obteníamos era el renacer de unas criaturas ferozmente fuertes que lo único que las mantenía doblegadas eran las sobredosis de sedantes capaces de matar a un elefante. Su fanatismo carecía de toda ética y moral; decidido a encontrar la inmortalidad, nada lo iba a detener. Y nada lo detuvo hasta la mañana del fatal accidente ¿Qué sucedió realmente? Vaya usted a saber. Los registros oficiales dicen que fue una explosión causada por salideros en los conductos de gas, no lo sé con certeza, el caso es que no quedó piedra sobre piedra.

El hombre joven y de complexión fuerte que se encontraba de pie, dándome la espalda; observando por el ventanal el bullicio de la calle y que hasta ese momento lo había estado escuchando sin interrupciones, se acercó lentamente y me aflojó un tanto las ligaduras de las manos.

―¿Eso es todo lo que tiene que decir? ―me preguntó con suavidad―. ¿Está usted seguro que no tiene ninguna idea de cómo se produjo la explosión?

Negué con la cabeza y un escalofrío recorrió todo mi ser cuando el joven retiró las gafas del rostro, mostrando unos ojos azules, fríos y terriblemente inhumanos.



LA VERDAD

Fedor Dostoievski & Francisco Chiappini

  

Fue antes, cuando no conocía la verdad. No la conocía porque no sabía de su existencia, lo que no deja de ser un problema mayor de la filosofía. No saber que no se sabe es un trabamentes, es decir un trabalenguas mental. Todo esto es solo para introducirlos en el tema de la verdad de mi vida, o de mi familia, o vaya uno a saber de qué verdad. Lo único que puedo decirles es que hubo un antes, antes de la verdad, una verdad que me cambió para siempre. Vivía pues en una no verdad, o tal vez mentira, pero por no conocer la verdad no era mentira, insisto en que era una no verdad.

Vivía feliz con mi familia en una pequeña casa burguesa de las afueras, chalecito típicamente victoriano (heredado hace tiempo de mis padres), un monótono trabajo de contador en la gran ciudad, participación en las utilidades de la empresa, en fin, mi verdad. Fue después cuando conocí la verdad. La conocí en noviembre del año pasado; concretamente, el tres de noviembre, y desde aquel momento recuerdo cada instante de mi vida. Ocurrió en un anochecer lúgubre, el más lóbrego que puede haber. Iba de regreso a casa, alrededor de las once de la noche, y recuerdo haber pensado exactamente que no podía hacer un tiempo más funesto, incluso en el aspecto físico. Durante todo el día había estado lloviendo a cántaros una lluvia fría, siniestra y terrible; recuerdo que incluso resultaba hostil a la gente; y de pronto, a las once de la noche, dejó de llover y se empezó a sentir una humedad espantosa, más pegajosa y fría que cuando llovía; todo ello desprendía una especie de vapor, que salía del empedrado de la calle y los callejones cuando se mira en su interior desde una cierta distancia. Y fue cuando decidí entrar a la taberna que mi vida cambio. No porque la cerveza fuera extraordinariamente buena o mala; era apenas olvidable. No así quién se sentó a mi lado en la barra, pues a mi lado se sentó… me senté… yo… sí, me senté conmigo mismo, un poco mayor, pero yo mismo. Quién se vio en el espejo alguna vez entiende de lo que estoy contando. Y yo y mí mismo empezamos a hablar. Resultó interesante hablar de mí conmigo. Hasta el tabernero nos dijo lo que era obvio. “Son ustedes tan iguales que nunca en mi vida vi a padre e hijo tan pero tan iguales”. Las fechas son mi fuerte; habrán advertido que recordaba incluso que era tres de noviembre. Descarté la posibilidad de que fuera mi padre, ya que este llevaba muerto quince años. Y cuando le conté mi ocurrencia rio con ganas, hasta que la quinta cerveza le destrabó la lengua y aceptó que tal vez podría ser, que tal vez, pero no, que una vez habían vendido un bebé en momentos de miseria, que tenía dos meses, pero que no podía ser yo pues eran gente del norte, pero… no… gracias por los tragos… tomé demasiado… un gusto. Hace hoy seis meses que conozco la verdad. Mis padres… antes... vivían en el norte.




LA PENA DE ANTÓN

Antón Chéjov & Manuel Serrano

 

El aciago mes toca a su fin, y con él una serie de acontecimientos que nunca podrá olvidar. Con los últimos días se ha marchado parte de su vida. Su casa está vacía. Su mesa llena de soledad. Ni siquiera un espejo le permite saber qué siente. No quiere llorar solo.

Experimenta una necesidad imperiosa, irresistible, de hablar de su desgracia. Casi ha transcurrido una semana desde la muerte de su hijo; pero no ha tenido aún ocasión de hablar de ella con una persona de corazón. Quisiera hablar largamente, describirla con todos sus detalles. Necesita referir cómo enfermó su hijo, lo que ha sufrido, las palabras que ha pronunciado al morir. Quisiera también narrar cómo ha sido el entierro... Su difunto hijo ha dejado en la aldea una niña de la que también quisiera hablar. ¡Tiene tantas cosas que contar! ¡Qué no daría él por encontrar alguien que se prestase a escucharlo, sacudiendo compasivamente la cabeza, suspirando, compadeciéndolo!

Era una sensación que le ahoga, una necesidad, casi una obsesión. Pero no hay nadie en aquel inhóspito lugar. Sola la luna, casi imperceptible, deja ver una miríada de estrellas que guiñan sus luces. En cualquier otro momento, la contemplación de aquella maravilla le hubiera extasiado, pero ahora solo es un negro acompañamiento más, una mofa del destino.

Necesita sacar esa pena que le lastra el alma. Y llora, llora con amargura, como no lo había hecho desde que murió su hijo. Su llanto enloquecido hace aullar a los lobos. Apoyado en un reseco árbol gime con tal fuerza que las sacudidas de su corpachón hacen caer las escasas gotas de rocío. Y llora, llora lágrimas de pena y de soledad que raudas caen al suelo.

La noche se troca día y mientras amanece, despierta bañado en su propio llanto. El paisaje desolado de la noche da paso a un amanecer anaranjado que poco a poco marcha hacia los dorados del sol. Se incorpora como puede, siente el peso del mundo entero en sus hombros y nota los pies mojados. No recuerda que haya llovido en meses y sin embargo, en el suelo hay un charco enorme, limpio y claro como de lluvia recién derramada. Se asoma y ve su reflejo; loco de alegría, sin apenas moverse para evitar que el que allí está se asuste y se marcha, comienza a vaciar su alma. Durante horas deja salir su pena. Su interlocutor le sigue a cada movimiento e incluso llora con él. ¡Es magnífico poder hablar con alguien! Lo más duro es contarle la muerte de su hijo. El otro se emociona con él cuando le habla de la criaturita a la que seguramente no volverá a ver.

Mientras, el sol sigue su camino y calienta con fuerza. Su reflejo inicia la huida hacia el cielo llevándose el alma de su confidente que yace muerto sobre lo que había sido su charco de lágrimas.

A la mañana siguiente dos labradores ven una bandada de buitres revoloteando encima de la casa de Antón. Cargados con las escopetas se acercan. Caído de bruces, con la cara ladeada, está un cuerpo en el que se afanan dos animales. Un disparo al aire hace que los carroñeros salten asustados batiendo sus negras alas. Antón no tiene ojos pero sí un hermosa sonrisa que ilumina su rostro.

 


LÁGRIMAS DE MANANTIALES DESCONOCIDOS

José Luis Velarde & Guy de Maupassant

 

De tanto vivir sola olvidó quién era. Desde niña habitaba el cuartucho construido por su padre en una ladera del volcán Popocatépetl. El hombre deseaba aislarse tras el abandono de la esposa desaparecida en 1835.

Dos años después la huérfana cubrió con piedras el cuerpo del padre fallecido en una hondonada convertida en tumba.

En 1847 fue sorprendida por un sismo que derrumbó su hogar.

Descendió entre la neblina del amanecer hasta toparse con un carromato desvencijado, dos mulas muertas y el alarido de un niño.

—Una loba humana.

Asomaron los rostros de sus tres acompañantes.

—Mi esposa y yo nos lastimamos las piernas al caer en la zanja. Necesitamos ayuda y resguardar a nuestros hijos.

La mujer se alejó sin pronunciar palabra. Divisó una hacienda al anochecer. Fue como una sombra hasta la cocina. Oía voces, pero el recinto estaba desierto. Puso dentro de una canasta cuanto pudo y escapó en silencio.

El día siguiente entregó los alimentos mezclados y fríos a las víctimas. El padre rompió el cuello de una botella de vino para llenar un cuenco de madera, mientras los niños se abalanzaban sobre los pasteles y la madre sonreía con esperanza.

No hablaron hasta que el hombre recriminó:

—¿Por qué no trajiste ayuda? —apenas terminaba la frase cuando oyeron un galope cercano.

Cuatro jinetes aparecieron como fantasmas.

—So. So. Miren nomás. ¿Quién iba a creer que íbamos a encontrar a los Godínez con nuestros bastimentos robados anoche?

—Ya vislumbraba que estos dones no eran buenos —respondió el acusado—, disculpe usted pero mi mujer y yo tenemos las piernas rotas y nuestros hijos son muy pequeños para cargar tantos trastos.

—¿Entonces llegaron traídos por los dioses?

—La mujer lobo de las montañas nos regaló todo —explicó mientras señalaba en dirección a la huérfana que intentaba distanciarse.

 

El líder de los rastreadores la derrumbó con un fuetazo propinado en el hombro derecho.

Sus compañeros descendieron de las cabalgaduras.

—Apesta como el diablo.

—¿De dónde salió esta bruja?

Forcejearon con ella hasta amarrarla en una de las ruedas del carromato.

—Raymundo —ordenó el líder del grupo— arráncate ya para Tochimilco; busca al doctor y a un cura. Diles que Godínez tiene lastimada la rodilla y que a la señora se le salen los huesos por un chamorro. Que traigan lo que ocupen. No vaya siendo que haya que mochar la pierna o procurar los santos óleos.

Los pequeños sollozaban aferrados a la madre lívida por imaginarse muerta.

—Ustedes no se queden como idiotas —reclamó a los vaqueros restantes—, hay que preparar un refugio, para acomodar a los heridos en mejores condiciones.

Los hombres se apresuraron ante la mujer fugitiva en su propio vacío. Ninguno la miró ni se preocupó de su presencia; la infeliz se sentía sumergida en el desprecio de la turba honrada que la obligó a sacrificarse, y después la rechazó, como un objeto inservible y asqueroso. No pudo menos que recordar su hermosa cesta de provisiones devoradas por aquellas gentes; los dos pollos bañados en su propia gelatina, los pasteles y la fruta, y las cuatro botellas de vino burdeos. Pero sus furores cedieron de pronto, como una cuerda tirante que se rompe, y se sintió ahogada por el llanto. Hizo esfuerzos terribles para contenerse; se irguió, tragó sus lágrimas como los niños, pero asomaron al fin a sus ojos y rodaron por sus mejillas. 

Los únicos que parecieron advertir su aflicción fueron los caballos cuando comenzaron a bufar entre saltos, reparos y relinchos. Una réplica del sismo del día anterior sacudía la tierra como si el mundo estuviera a punto de estallar para siempre.



LA DESVENTAJA DE ELEGIR

Aleksandr Afanásiev & Gerardo Horacio Porcayo

 

Noé buscaba conectarse con sus lecturas orientales, ante la feroz crítica que se cerniera sobre sus textos. Lo acusaban de falta de estilo y exceso de violencia en sus tramas; la estrategia más adecuada, le pareció, era asumir un estilo japonés.

Pasó toda la tarde modificando su nuevo proyecto en esa pausada forma narrativa. Espada y hechicería, enfocada de forma oblicua; la tranquilidad que transfería a sus escenas lo llevaron, sin darse cuenta a otro hemisferio; despertó en una casa de bambú; sus cuartillas estaban trazadas en ideogramas y eran encantamientos, no ficciones. Era un mago, en esa realidad. No supo si sonreír, su ego no lo dejaba imaginarse más allá de un loco similar a Abdul Alhazred.

Sintió de súbito el cimbrarse de ese piso flexible, levantó la mirada y vio entrar por la puerta a su principal detractor en las revistas literarias, enfundado en un pardo y deslavado kimono, agitando su báculo con esa joya que hablaba de una magia milenaria. Noé ni siquiera lo pensó: sus manos se apoderaron de las hojas y la raíz de bambú que le servía de bastón. Golpeó el suelo; su metamorfosis ocurrió mientras corría y su estructura trocaba a la de un equino.

El hechicero dio una patada en el suelo, se transformó en un lobo gris y salió corriendo como el viento. Ya estaba muy cerca del caballo cuando este llegó a la orilla de un río, dio un golpe en el suelo y se transformó en un pececito; el lobo dio otro golpe en el suelo y se tiró al agua en forma de rollo. El pececito nadaba, nadaba, perseguido por el rollo, y ya lo iba a alcanzar, cuando llegó a la otra orilla, donde unas jóvenes estaban lavando ropa. Salió del agua y se transformó en una sortija de oro que, rodando, fue a parar a manos de una de las muchachas, hija de un rico mercader, la cual, apenas vio la sortija, se la puso en el dedo meñique.

El rollo mutó de vuelta al hechicero de kimono pardo y se aproximó a la hija del mercader, movía su báculo en círculos, hipnotizándola. Noé recordó la desventaja de elegir objetos inanimados. Se esforzó tanto en producir el siguiente cambio que no se dio cuenta de que la chica había metido el meñique en su propia boca, su nuevo cuerpo de gusano apenas sintió la humedad, mientras resbalaba garganta adentro. La calidez, los latidos, al pasar cerca del corazón, lo despertaron sobre la laptop. La pantalla estaba repleta de zetas y llenaban hojas y más hojas.

Noé apretó control Z y revisó lo último escrito. El nombre de la muchacha acabó de conectarlo con su sueño. Aratani, que en japonés significa 'piedra preciosa', como ella misma se lo explicara, en el cuarto de servicio de aquel museo donde presentara su segunda novela, la más famosa. Recordó sus latidos contra él, en pleno clímax. Recordó más, el regreso por separado, las sonrisas de ella mientras abrazaba a su Némesis crítico, aún con pelo, no tan agrio, ni tan absolutamente devastador en sus reseñas.

Ahora todo parecía claro: al final el hombre se había enterado de aquel escape. De los que siguieron, con otros, hasta ingresarla en un psiquiátrico.

Noé abrió un nuevo archivo y empezó su novela sobre Aratani y las vejaciones a que la sometía cada noche, con indecibles tormentos, aquel museógrafo bizco.

Apenas el inicio de una venganza que culminaría, en la rueda de prensa de presentación de ese libro, con las confesiones sobre su verídica inspiración.



NEMO ME IMPUNE LACESSIT

Patricio G. Bazán & Daniel Defoe

 

Echando la vista atrás, resulta penoso comprobar cuán impecables parecen nuestros planes en la cabeza, y cuán ridículos se revelan más tarde a causa de su estrepitoso fracaso. Por desgracia, esta ha sido mi situación.

Las desavenencias entre los Montserrat y los Fortunati se remontaba tan atrás en el tiempo que ninguno de nosotros sabría qué ofensa habría originado este odio que nos consumía en vida. De lo que sí estaba bien seguro era que debía terminar de un modo total y definitivo. Y si en la ejecución de mi venganza debía volar por los aires una manzana entera de casas… pues, que así fuera.

De mi paso por el ejército he conservado una férrea disciplina, una determinación inquebrantable, y una modesta cantidad de explosivos acumulada a lo largo de los años en los sótanos polvorientos de nuestra casa solariega.

Los Fortunati siempre han competido con nosotros por poseer el último invento en salir al mercado y alardear de él entre sus amistades; así que deslizar inocentes comentarios sobre la revolucionaria “Máquina del Tiempo Montserrat” sería suficiente para atraerlo a mi trampa. Requeriría montar un ostentoso laboratorio portátil en nuestros jardines, y excavar una mina —ya no tan visible, por cierto— en el promontorio rocoso que domina la bahía, y sobre el cual se asientan nuestras respectivas mansiones. Hasta allí conduciría a mi víctima, para encerrarla con los explosivos y hacerla volar junto con su inmundo solar por los aires.

Me costó gran esfuerzo y muchos días realizar todas estas tareas. Por tanto, debo retroceder para hacer referencia a algunas cosas que, durante este tiempo, me preocupaban. Ocurrió que, habiendo terminado el proyecto de montar mi tienda y excavar la cueva, se desató una tormenta de lluvia, que caía de una nube espesa y oscura. De pronto se produjo un relámpago al que, como suele ocurrir, sucedió un trueno estrepitoso. No me asustó tanto el resplandor como el pensamiento que surgió en mi mente, tan raudo como el mismo relámpago: ¡la pólvora! El corazón se me apretó cuando pensé que toda mi pólvora podía arruinarse de un soplo, más luego respiré con alivio al comprobar que el barril continuaba convenientemente sellado, indiferente a cualquier clase de filtración.

Mi otra fuente de inquietud era que la Máquina se viera auténtica. Poseía el prototipo que mi padre había ideado y construido en absoluto secreto: una suerte de trineo dotado de propulsor trasero, asiento para el piloto con palancas, luces e indicadores. Hasta donde sabía, jamás había funcionado y a mí me daba igual, mientras sirviera de cebo.

—¡Admire este portento! —exclamé, victorioso, ante el odiado rostro de Fortunati. Moría por verla funcionar, pese a su natural actitud desconfiada. Ahora restaba encaminarlo rumbo a la cueva para mostrarle la misteriosa fuente de energía que impulsaba a tal prodigio.

—Imposible, Montserrat —insistió mientras examinaba cada válvula y engranaje, sentado a bordo junto a mí—. La energía para desmaterializar un objeto y reconstruirlo en otro punto… ¡Ni siquiera debe encender, por Dios!

En un acceso de ira, accedí a su demanda. Accioné una palanca, y el motor comenzó a ronronear entre toses y fogonazos.

—Así que no funciona, ¿eh? ¿Qué más quiere saber?

No menos enojado que yo, tiró demasiado fuerte de otra palanca.

—¿Para qué sirve esto que dice “Avanzar”.?

Mi desesperado grito se perdió entre el rugido que nos envolvió, pues el propulsor había encendido –sin notarlo yo hasta que fue demasiado tarde– la mecha del explosivo.

Pero eso forma parte del pasado, literalmente. Mi enemigo estropeó el mecanismo de regreso, y ahora debemos soportarnos por toda la Eternidad.


Los autores:

F. Scott Fitzgerald

https://es.wikipedia.org/wiki/F._Scott_Fitzgerald 

Carson McCullers

https://es.wikipedia.org/wiki/Carson_McCullers 

Nikolái Gógol

https://es.wikipedia.org/wiki/Nikol%C3%A1i_G%C3%B3gol 

Bram Stoker

https://es.wikipedia.org/wiki/Bram_Stoker 

Edgar Allan Poe

https://es.wikipedia.org/wiki/Edgar_Allan_Poe

Edgar Rice Burroughs

https://es.wikipedia.org/wiki/Edgar_Rice_Burroughs  

H. P. Lovecraft

https://es.wikipedia.org/wiki/H._P._Lovecraft 

Fedor Dostoievski

https://es.wikipedia.org/wiki/Fi%C3%B3dor_Dostoyevski 

Antón Chéjov

https://es.wikipedia.org/wiki/Ant%C3%B3n_Ch%C3%A9jov 

Guy de Maupassant

https://es.wikipedia.org/wiki/Guy_de_Maupassant 

Aleksandr Afanásiev

https://es.wikipedia.org/wiki/Aleksandr_Afan%C3%A1siev 

Daniel Defoe

https://es.wikipedia.org/wiki/Daniel_Defoe 



Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022). No obstante, su actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo con otros escritores. Su intensa labor está reflejada en este blog.


Luisa Madariaga Young nació en Holguín, Cuba y actualmente vive en Vive en Clearwater, Florida, Estados Unidos. Es geóloga, aunque la literatura ocupa buena parte de su tiempo libre. Es una de las participantes más efectivas y aventajadas del TALLER 9 de escritura creativa. 


José Luis Velarde nació en 1956 en México. Es coordinador de talleres literarios, promotor de actividades culturales y maestro en diversas instituciones públicas y privadas; en años recientes director de producción y operación en el Sistema Estatal Radio Tamaulipas; y director de Radio Universidad Autónoma de Tamaulipas. Es el responsable del sitio Literatura Virtual. Entre muchos otros libros, ha publicado La Crónica Ignorada del Hombre, poesía, 1995; A Contracorriente, el Rock & Roll 1954-1994, ensayo, 1996; En busca del Nuevo Santander, divulgación histórica, 1999; Nos quedamos sin nosotros, narrativa, 2003; Contradanza, novela, 2014; Norestense, novela, 2014.


Alejandro Bentivoglio nació en 1979 en Avellaneda, provincia de Buenos Aires, Argentina. Publicó una docena de libros de microficción, varias micronovelas y una novela. Además, sus textos han aparecido en antologías de América y Europa y traducidos al griego, italiano e inglés. Algunas de sus microficciones pueden leerse en su cuenta de instagram (@bentivoglioalejandro) y en su blog: ultraficcion.blogspot.com.


Salma Jilani es originaria de Karachi (Pakistán), donde trabajó como profesora durante ocho años en el Govt Commerce College de Karachi. En 2001 se trasladó a Nueva Zelanda con su familia y cursó un máster en negocios en la Universidad de Auckland. Ha impartido clases en distintos institutos de enseñanza superior internacionales. Sus relatos cortos se han publicado en revistas literarias de renombre en Pakistán y en el extranjero. También escribe cuentos para niños. Salma Jilani también ha traducido al urdu y viceversa a varios poetas contemporáneos de todo el mundo. Beyrang Pewand, su libro de reciente publicación, consta de diecisiete relatos breves y algunos muy breves.


Luciano Lara es un músico que nació en Quilmes en mayo de 1975, que desde hace unos años decidió lanzarse a la literatura con una propuesta provocadora. Escribió su primera ficción "Tránsito hacia la libertad", enseguida la segunda, "Absurdo" y durante los meses siguientes, las cinco historias que integran su primer libro, Apasionadas editado por Sinergia en 2015 bajo el seudónimo Köller. Desde aquel inicio literario en 2013, ha participado de varios proyectos literarios, uno de sus textos apareció en Grageas 3, otro la antología mexicana Fútbol en breve, otros tres en Cien páginas de amor, uno en la antología mexicana Nocauts, otros tres en Minimalismos y uno en Extremos. Su primera novela, Resistencia se encuentra en proceso de corrección.


María Elena Rodríguez es uruguaya; nació y vive en San Carlos, Maldonado. Estudió magisterio, aunque se desempeña como maestra de reiki y ANEP. Ha sido una activa participante del TALLER 9 desde su ingreso al mismo, hace dos años.


Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledad, Ciudad Espejo, Ciudad Niebla, Sombras sin tiempo, Sueños sin ventanas, El cuerpo del delirio y Plasma exprés.


Manuel Serrano Funes nació en Mainar, Zaragoza, el 12 de marzo de 1959. Actualmente residee en Valencia (España). Es maestro desde 1979 y funcionario de Carrera del Cuerpo de Maestros desde 2001. Es colaborador de la Revista “Valencia Escribe”. Ha publicado cuentos, microficciones, poemas y haikus en diversos medios nacionales e internacionales.


Gabriela Vilardo es profesora en psicopedagogía, artista plástica y escritora. Nació en Pergamino, provincia de Buenos Aires, en 1964. Ejerció la docencia desde el año 1989 hasta el 2016. Dictó talleres de creatividad y de apoyo a docentes. Obtuvo reconocimientos nacionales e internacionales por sus cuentos y microrrelatos, algunos de los cuales formaron parte de antologías. Publicó tres novelas juveniles: El misterio de Don Anselmo (2005) Rosendo, un esclavo en la Revolución de Mayo (2010) y Del revés (2018) En el año 2015 publicó Ausente de mí, novela que escribió con Alejandra Guallart Becerra. En el año 2018 presentó la novela De entrecasa y en 2023 SISA (novela histórica). 


Francisco Chiappini nació en el barrio de Almagro, ciudad de Buenos Aires, Argentina, en 1948. Estudió en el Colegio Nacional Mariano Moreno y tras un efímero paso por la carrera de Ingeniería recaló en la facultad de Psicología para graduarse sin mayores sobresaltos para comenzar a ejercer la profesión de terapeuta. Ha publicado dos libros de cuentos: Purcuapá, 1993 y Zapateo Americano, 1995. La publicación de su novela Las violetas no son flores está programada para 2024.


Patricio Guillermo Bazán es un escritor e ilustrador argentino nacido en 1965. Entre sus obras de ficción inéditas se incluyen Panoplia (cuentos), la novela El tapado y el león, y varias obras de teatro. Ha publicado ficciones breves en todos los blogs del colectivo Heliconia y algunas de sus microficciones aparecieron en las antologías Grageas 3 y Cien páginas de amor, mientras que cuentos más extensos han sido seleccionados para Espacio austral (antología de cuentos de ficción especulativa chileno argentina) y Extremos, una compilación análoga, pero en este caso formada por ficciones de escritores de México y Argentina.


Gastón Caglia es abogado, mediador y profesor de ajedrez. Ejerce como funcionario del Poder Judicial de la provincia de Santa Fe. Tiene 48 años, y vive en la localidad de Reconquista, provincia de Santa Fe. Escribe cuentos y relatos de ficción en general y ciencia ficción y terror en particular, bajo el pseudónimo de “Felipe Bochatay”. Ha publicado en algunas antologías de cuentos en formato papel y también en medios electrónicos latinoamericanos como en “Anapoyesis”, o “Narrativa”, entre otras. Asimismo escribe ensayos de sociología, literatura y ciencia ficción en su blog o en medios digitales y  podcast. Formó parte del comité científico de “Iberoamérica Social”.






 



 


  

LA CIUDAD Y SUS ESTACIONES

Franco Ricciardiello   Por ejemplo, en invierno a las cinco de la tarde ya es de noche, la cálida luz de los escaparates guía el paseo por...