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viernes, 7 de junio de 2024

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO (ONCE)



 


UNA PROBLEMÁTICA FENOMENAL

Sebastián Fontanarrosa

Rafael Martínez Liriano & Joyce Barker

 

—Debido a nuestro encuentro, ahora entiendo que lo inexistente tiene las mismas chances que tuvo la realidad para consagrarse —dijo Latro Goldfent apoyado contra el sector más oscuro de la medianera. Delataba su posición el cigarrillo que se estaba terminando.

Lautaro Feelman giró sobresaltado. Estaba solo en la piscina. No era la primera vez que escuchaba aquella voz. En esta oportunidad, aparentemente, provenía de una persona que de manera inquietante invadía su hogar.

—¿Quién es usted? ¡Salga de mí casa, ahora! ¡Voy a llamar a la policía! —gritó Feelman al tiempo que retrocedía nadando sin quitar la mirada de aquel rincón umbrío. Golpeó la espalda contra el borde de la pileta ganando un sobresalto. 

La colilla de cigarrillo salió despedida desde las sombras trazando un chispeo para luego extinguirse en medio del agua. En segundos, el leve ondular la condujo a manos de Feelman que la examinó detenidamente.

—¿Ax Cigarrets? —preguntó Feelman estupefacto—. Esta marca solo existe en mí novela. La inventé yo. ¿Qué clase de broma es esta? 

—Soy Latro Goldfent.

—¡Claro que no! ¡Tú eres un chiflado que se ha obsesionado con mi novela!

—¡Cállate la boca, pleonasmo!

—¿Que dijiste? ¿Cómo sabes...? —dijo Feelman pasmado y al tiempo absorto en los recuerdos tan intrínsecos de cuando escribía los diálogos de la obra. Solo lo sabían él, Dios, el diablo, y aquellas paredes.

—Acabo de estar en la cama con tu esposa. "Hace mucho que no nos pasaba", llegó a susurrarme antes de quedarse dormida. Ahora soy la mejor versión de ti, Feelman, el gran hombre que tanto le prometiste que serías. Escribiste un personaje que terminó borrándote de plano, amigo. A partir de este momento seré mejor esposo, padre, y hasta incluso mejor escritor que tú. ¿Estás preparado para comprender lo que sucederá contigo?

Feelman se repetía una y otra vez que aquel hombre frente a él, con su cara y los ademanes del personaje de su novela, no era real, se lo repetía con la esperanza de convencerse a sí mismo y al universo. Pero todo fue inútil, aquella sombra salida de lo más profundo de su mente permanecía en la penumbra, burlándose de su creador. 

—No sé quién o qué eres ni tampoco me importa, solo me importa que salgas de mi casa en este momento y no vuelvas —Feelman trató de intimidar a su interlocutor con aquellas palabras, pero el desconcierto y nerviosismo le restaban fuerza a su amenaza. 

—¿Qué vas a hacer si no me voy? —preguntó Goldfent en tono burlón—. ¿Vas a llamar a la policía? ¿Qué les dirás? Señor policía, en mi casa hay un hombre igual a mí.  —Goldfent continuaba con sus burlas, sabiendo con ello sacaba aún más de sus casillas a Feelman—, pero no soy yo, y además es el personaje de una novela. —Feelman permanecía dentro de la piscina, inmóvil, casi sin respirar, mirando como su mundo se derrumbaba por obra de su propio puño y letra—. Acéptalo Feelman —continuó Goldfent—. Has sido superado por tu propia creación, soy mejor que tú en todos los sentidos. Así que relájate ante este giro de la fortuna que hoy no te favorece.

Feelman por fin salió lentamente de la piscina, con el semblante tranquilo, y una idea fija en su mente. Al sentirse acorralado por las circunstancias se había liberado en él la fuerza necesaria para poner fin a su predicamento. 

—Teman la ira del hombre callado —repetía Feelman mientras en su rostro se pintaba una sonrisa. Goldfent lo miró y por primera vez en su corta existencia, sintió miedo. Conocía las palabras que escuchaba: las pronunciaba el terrorífico personaje del libro, su enemigo, y cada vez que las articulaba, lo dejaba paralizado tres días. Feelman sabía que ese personaje era el punto débil de Latro y que el miedo lo debilitaría. “Ahora podría eliminarlo”, pensó el escritor, sabiendo que Latro no sabía nadar. Le había diseñado un trauma al agua, para hacerlo más creíble.

—¿Qué pretendes, pleonasmo? —dijo calmándose, luego de ver que Feelman sólo quería asustarlo—. ¿Transformarte en ese idiota, materializarlo? No tienes idea de cómo funciona esto. No se trata de que lo pienses. Es imposible que… —Pero el escritor lo interrumpió, empujándolo a la piscina. Latro aleteó torpemente y logró afirmarse del borde. Al salir del agua, se acercó a Feelman para golpearlo, pero el escritor aprovechó su impulso para tirarlo a la piscina otra vez. No pasó ni un minuto cuando la esposa de Feelman salió corriendo al patio y se tiró al agua para salvar a Goldfent.

—¡Déjalo ahí! —gritó Feelman— ¡No soy yo!

—¡Lo sé! —respondió la mujer sacando a Goldfent de la piscina—. Los vi por la ventana. ¡Querías ahogarlo!

—¡Porque iba a suplantarme! —luego se acordó que Latro ya lo había suplantado con ella—.  ¿Cómo que lo sabías?

—Siempre lo supe, Lautaro, ¿con quién crees que hablas? —dijo abrazando a Goldfent, que tosía botando agua—. ¡Qué violento eres! Latro sólo se defendió… Por suerte el otro estúpido no quiso pelear. No lo veo, ¿se habrá ido? No traigas gente sin avisarme… —calló al escuchar un murmullo— ¿Escuchan eso?

—Qué otr… —pronunció Feelman, pero enmudeció súbitamente y cayó al piso. La mujer y Goldfent también se desplomaron, paralizados.

—Por fin tres días de silencio —dijo tranquilamente el hombre callado, prendiendo un Ax Cigarrets mientras empujaba a los tres a la piscina—. No soporto el ruido. 

 


LA SOLEDAD

Luciano Lara

Javier López & José Luis Velarde

 

Julieta soltó un suspiro al mundo. Una vez más se había quedado sola. La soledad no era un problema para ella, pues desde muy pequeña había aprendido a llevarla a cuestas. Aprovechaba aquellos momentos para sumergirse en la profundidad del alma y pensar, como lo había hecho durante casi treinta años sin importar quién durmiera a su lado. Quedaba sola al apoyar la cabeza en la almohada mientras el silencio era roto por voces que sólo ella atendía. Julieta suspiró de nuevo como si el aire emitido pudiera llevarse los ecos enmarañados de tanto repetirse. Las voces contaron historias de besos extraordinarios al sentir próximos los labios de Julieta. Hablaron de fantasmas delirantes y pasiones reservadas a lo oscuro. Los pensamientos de la joven intentaron librarse de la entelequia donde el amor jugaba a engatusarla. Suspiró con fuerza y exhaló ventarrones de borrasca. La incertidumbre crecía como el deseo. Julieta aulló adentrándose en la tormenta oceánica donde el amor aguardaba, como un trueno encerrado entre paredes de acero. La oscuridad le pesaba como una losa sobre el pecho. Se levantó y prendió la luz, sorprendiéndose por su reflejo en el espejo, el de la niña que fue hacía quince años. Se palpó la cara, intentando asegurarse de su propia persona. La imagen del espejo se encogió de hombros y se deshizo como niebla. Atormentada, golpeó los muros de su celda de clausura, hasta que la sangre brotó de sus manos. 

 

 

EL CRUCERO DEL AMOR

Claudia Isabel Lonfat

Oscar De Los Ríos & Patricio G. Bazán

 

Al levantarse por la mañana, Martha se dijo que no podía dejar que la nueva vida que comenzaba la avasallara. Llevaba dos meses de jubilada como contadora de una empresa de transporte, y aún no se acostumbraba a su nueva rutina. Leyó el anuncio del crucero en una de esas tantas revistas que simulan ser feministas, pero que no son más que pobres intentos para hacerles creer a aquellas que se sienten solteronas e indeseables que son libres, independientes, y que pueden divertirse cazando hombres.

Era justo lo que estaba buscando, le venía bien poner un poco de distancia; además, estaba dispuesta a disfrutar la travesía del primero al último día. Sin pensarlo, agarró el celular y llamó a la empresa de turismo. Originalmente, se trataba de la invitación de algunos compañeros de trabajo a un sencillo paseo de fin de semana a las islas del Delta, nada del otro mundo; una suerte de viaje de despedida simbólico de aquel que había sido su mundo durante veinticinco años. Pero no le convenció la idea de ir al Delta. Quería algo más osado: las costas de Uruguay y Brasil, hasta Río de Janeiro. Así es que puso la diferencia, y lo cambió por el crucero imponente; pensó en reservarse el detalle del cambio para no herir susceptibilidades.

Todo lo que vio fue un montón de gente grande entrada en carnes, con ropas nuevas y prolijas, mucho perfume francés, y una evidente y profunda soledad. Llevaba dos días vagando por el crucero y nada la satisfacía. Había estado en el cine, pero las películas que pasaban eran de acción y ella buscaba romance. De la piscina ni hablar, las muchachas jóvenes lucían unos físicos exuberantes y se sentía disminuida, como sapo de otro pozo. La música disco sonaba en cada rincón del lujoso crucero. A Martha le provocaba vértigo con solo mirarlo. Metió la mano en su bolso para comprobar si llevaba las pastillas para los mareos, la presión, el colesterol y para la ansiedad; esta última recientemente recetada, debido a un episodio previo al viaje.

Se notaba que no estaba preparada para dar paso a un nuevo capítulo de su vida, por más impulso que hubiera tomado, y su cuerpo se lo hizo saber: hiperventilación, nerviosismo irrefrenable, sudoración y temblores. Ni siquiera recordó qué excusa telefónica había empleado para faltar a la cita de despedida previa al viaje. Pero esta vez se obligaría a dar ese salto y acometer nuevos desafíos, probar otros sabores; en definitiva, a empuñar el timón de su destino y alejarse de una ruta siempre marcada por los demás: sus padres, sus jefes, hasta sus pares. Lo iba a intentar.

Martha quedó impactada con un caballero muy bien vestido. Un pelirrojo esbelto algo anticuado, de esos que usan sacos con parches de cuero en los codos, fuman habanos y beben whisky scotch. Lo miró disimuladamente, pero fue obvio. El pelirrojo le devolvió la mirada. Martha se ruborizó y con una tosecita nerviosa se acercó a la barra, manteniendo una prudente distancia.

—Nos conocemos de otro lugar, tal vez de otra vida...

—No creo —se apuró a contestar.

Martha, estaba sorprendida. ¿Quién era este extraño? Algo en su rostro evocaba a otros rostros de su pasado: el alzamiento de una ceja, los hoyuelos que afloraban al sonreír, un minúsculo lunar que le hacía pensar en soñados lunares que creyó amar. “Extraño, más no desconocido”, concluyó.

El pelirrojo se reía. Dos hileras de dientes jóvenes, resplandecientes, le iluminaron la cara pecosa. Ella pensó en sus propios dientes, amarillos, por años de consumo de café y tabaco, y su sonrisa quedó reducida a una mueca de labios estirados, que se le habían congelado mientras él hablaba. Había algo que no le cerraba. Si no estuviera tratando de conquistarla tan abiertamente, hubiese pensado que se trataba de un gay; quizás por sus ojos verdes de gata, la delicadeza de sus líneas y gestos.

Había bebido demasiado, ya dos copas la mareaban, pero tres, le hicieron olvidarse de casi todo. Como en sueños, el pelirrojo la estaba desvistiendo. Cuando llegó a la ropa interior, sintió un cosquilleo extraño. Él tenía metida la cara en su entrepierna. No sabía si era un sueño, pero no importaba. Nunca había tenido un orgasmo tan intenso. Se escuchó gritar. De lo que siguió, no recordaba nada salvo un nombre, repetido a lo largo de mil ensoñaciones, y cuyo portador estaba formado por retazos de amores; algunos que hubieran podido ocurrir, algunos frustrados por su indecisión, otros potenciales envueltos en la bruma de futuro improbable y esquivo. Todos aquellos fragmentos perdidos de un amor idealizado a lo largo de una vida se habían congregado en una sola persona, tal vez como recompensa, quizás como despedida.

Lentamente se disolvió en una penumbra de bienestar redentor, dulce y tibio. Al otro día, amaneció desnuda, y una rosa roja la acompañaba, apoyada en la almohada donde debería reposar la cabeza del pelirrojo. Estaba confundida y tenía nauseas, pero se sentía otra, una versión mejor de ella misma. Repitió rosa, una y mil veces, ¿Rosa?
Rosa, la pelirroja de quinto año comercial, la que media más de un metro ochenta, era andrógina y tenía unos hoyuelos encantadores… y esa hermosa sonrisa de dientes blancos.

   

ABANDONO

Alejandro Bentivoglio

Mirta Leis & Cristina Chiesa

 

Quería salir del sueño, pero allí se estaba bien y le era difícil aceptar que quizás no pudiese volver al mismo sitio donde estaba ahora. Porque por un lado estaba el hecho de que debía ir a la oficina, pero por el otro sabía que nunca se sentiría bien fuera de ese lugar que no existía en ningún lugar. La decisión fue difícil, pero finalmente se inclinó por dejar todo atrás, abandonar la vida de lo conocido, permanecer en espera, en ese mundo distinto, donde se puede volar, o nadar a profundidades insospechadas, o simplemente amar a ese alguien inalcanzable. Ahora transita el sendero umbrío del bosque, con el paso displicente de caperucita, casi desnuda, sintiendo las hierbas en los pies, apartando ramas, alejándose cada vez más de las obligaciones diarias e internándose en un mundo desconocido y prometedor. Una luz azulada, a lo lejos, la intriga y asusta al mismo tiempo. Tiene miedo, pero va. Hay una voz que reconoce, la de ella misma. Hay aflicción en la voz, y esa luz azul que la desconcierta en su urgencia. Cae y cae con desidia en la profunda irrealidad y algo le toca los brazos, serpientes trasparentes que se alejan. Un roce en la boca, como el de un cáliz que pasa. Y un llanto leve, lejano...y la luz azul que se apaga, y se va, como se va ella cuando el último cable es desconectado de su cuerpo. 

 


TRAGOS SIN SABOR

María Elena Rodríguez

Laura Irene Ludueña & Gabriela Vilardo

 

Siempre quise formar una familia, crecí soñando cómo sería. Durante la adolescencia, que en mi caso no fue tan complicada, consolidé ese proyecto de vida que había construido en la niñez. Crecer en un ambiente sano y amoroso hizo de mí una persona feliz. Hasta encontré a mi hombre ideal.

Conocí a Jano en un bar cerca de la facultad. Fue amor a primera vista. Recuerdo que ese día estaba completo y él permanecía solitario en una mesa junto a la ventana. Me miró, me invitó a compartirla. A pesar de mi natural timidez acepté y desde ese día, no nos separamos. Hicimos un ritual del bar y el café. Era nuestra bebida favorita. Yo con mucho azúcar, él, amargo.

Por qué tanto azúcar si ya eres dulce —solía decime. Teníamos los mismos sueños, formar una familia, tener hijos, construir nuestra propia casa, viajar y conocer el mundo. Compartíamos una misma alma, como si viviésemos en un estado de simbiosis donde nada podría afectarnos.

Logramos casi todo. Nos casamos, tuvimos tres hijos maravillosos, construimos una hermosa casa, hasta que de pronto, todo se desmoronó.

—Llegué hasta acá —dijo Jano—. Quiero el divorcio.

Pasar de la simbiosis idílica que vivía, diferenciarme de él, me quebró. No me percibía como persona, siempre habíamos sido pareja. La decepción y la amargura me desbordaban. Pasé por todos los estados de ánimo, angustia, bronca, sed de venganza, deseo que vuelva a cualquier precio, angustia otra vez… Mis hijos no me necesitaban como antes, tenían sus propios proyectos de vida, pero yo… ¿cómo iba a seguir adelante? Toqué fondo en mi dolor, hasta que decidí que renacería como el ave fénix. La primera prueba sería firmar los papeles de divorcio. Era una persona adulta y actuaría en consecuencia.

Cuando entré en el bar me recibió la mirada vaga del hombre detrás de la barra. Me acomodé en un alto taburete y le pedí un café. Siempre, cuando estaba nerviosa, tomaba café y esa tardecita estaba nerviosa. Jano vendría con su abogado y traería los papeles del divorcio para firmar. El abogado intentaría una improbable reconciliación y luego pondría el formulario sobre la barra y nos daría una lapicera, primero a mí… sí, seguramente que primero a mí, aunque ese pequeño gesto no haría la diferencia. Puse muchas cucharadas de azúcar en el café, lo revolví repetidas veces y luego lo bebí de un trago. Pasé una mano por mi cabello, miré varias veces hacia la puerta. No sentí el gusto del café.

 ¿Me sirve otro, por favor? —Esta vez le pondré más azúcar, me dije. Sonreí al ver el cuadro de la pared. Jano ya debería haber llegado… ¡Qué cosas tiene la vida! En el cuadro se ve una pareja sonriendo, ella con vestido amarillo, él con smoking azul, brindando por un futuro feliz; como nosotros hace veinte años.

—¿Te acuerdas, Jano? En un bar como este nos prometimos amarnos para siempre. ¿Qué significa siempre cuando la piel es tersa, los besos nuevos y las caricias ardientes? ¿Qué significa siempre cuando todavía no saliste día tras día a buscar trabajo para volver callado, con paso lento? ¿Qué significa siempre cuando no me has encontrado llorando cada noche frente a un tazón de sopa sin sabor? Sin sabor como este tercer café que estoy tomando, sin sabor como ese beso rápido que nos daremos después de firmar el final de aquel “amor para siempre” bajo la mirada atenta del abogado. Sin sabor como la lágrima que sorberé cuando te vea alejarte sabiendo que esta vez sí será para siempre.

Siempre pensé, Jano, en “siempre” como un estado de los dos, pero hoy advierto que era el mío, no el tuyo. Me voy a quedar vacía de la seguridad que hasta hoy me dio esa palabra. Y acá estoy por mi tercer café, querido, intentando saborearlo sin azúcar.  Todo sabe más desabrido que antes. ¿Para qué azucararlo? Toda la vida he abusado de azúcares y otros condimentos para mantener el “siempre” que se desvanecerá en apenas unos instantes cuando entres con ese maldito papel. Y el mozo viene a recoger el pocillo otra vez y me pregunta si deseo algo más. Le digo que por el momento no. La pareja que está en el cuadro sigue brindando. Tengo todas las intenciones de pararme y bajar ese cuadro que me agobia; de esconderlo en algún lugar. Se me escapan estas lágrimas, querido, que no mereces. ¿Cuándo tu siempre y el mío dejaron de coincidir, Jano?  Y acá estoy, con mi propio “para cumplir tus deseos”: esperar a que llegues con tu abogado y su papel. Y tu lapicera. Abro la cartera, encuentro la invitación del casamiento de mi sobrina. Nuestra sobrina. Tu. Nuestra. No sé cómo decirlo ni me sospecho feliz en esa, mi primera fiesta sin vos. Por eso, Jano, saldré por esa puerta antes de que llegues. Saldré con la sola intención de fortalecerme en este nuevo rol. No toleraría que nadie me tire arroz después de esa firma. No toleraría que la gente no se detenga para decirme algo porque nadie se entera de divorcios a la salida de un bar. Tendría que haber pensado antes que ese arroz de tantos años atrás no tenía sabor, porque estaba crudo y caía como lluvia sobre nuestras cabezas. Duros granos sin gusto a nada, vaticinio de esta realidad cruel.

—Mozo… ¿me cobra?

 


VIOLENCIA DOMÉSTICA

Mane Herrera López

Claudia Isabel Lonfat & Cristina Chiesa

 

Lamió el dedo herido y suspiró molesta. El cuchillo de la cocina estaba más afilado que nunca. Observó la cebolla y la notó muy fina, una lágrima cayó en sus manos cuando la tomó y la tiró a la basura. Miró por sobre el hombro y descubrió la mirada ausente de su pareja; no quiso interrumpirlo y volvió a ensañarse con la ensalada. En cuadritos, en juliana... ¿cómo la querrá? Un breve temblor sacudió sus muñecas cuando él se acercó al tacho y se quedó observando la cebolla mutilada.

—No sabés cortar una puta cebolla —le dijo con dureza—. Sos una inútil… total el que labura soy yo, mientras vos te rascas todo el día —agregó.

Sabía que eso iba a ocurrir, porque ya había empezado a beber desde temprano. Era mejor no decirle nada, total estaba en el primer mes de embarazo y tenía un par de meses más antes de que se empezara a notar. Se acarició el vientre y sonrió… Sí, era una inútil. El papel representado por años la había colocado en una posición de privilegio. No conocía jefes ni trasportes repletos ni horarios, y el crío, que era de otro, sería por supuesto trasmutado en legítimo hijo del imbécil. Tomó la ensalada. Recogió la cebolla de la basura, y así, con restos y manchada de sangre la agregó a la ensalada, después escupió dentro.

—Querido, la cena está lista. —Y sonriendo, se dijo que era una mujer feliz.


  

LA PLANTA

Alejandro Bentivoglio

Joyce Barker & Sergio Gaut vel Hartman

 

Boris no tiene idea de cómo llegó una planta carnívora a su jardín. Él no la plantó y tampoco Eva, su esposa, hubiese hecho algo semejante. Ella odia esa clase de plantas. No porque le moleste que devore insectos, aunque sean vagamente desagradables. Es simplemente que no coincidiría con la estética del jardín y la estética es lo más importante a la hora de elegir qué plantar y qué no.

Boris decide que, por mucho que quiera a las plantas, esa en particular debe desaparecer. Toma sus herramientas del jardín y se dispone a quitarla. Quizás la deposite en algún otro lugar donde pueda crecer sin estorbar. Pero ni siquiera llega a clavar la pala en la tierra cuando la planta estira una de sus extremidades y, sin inmutarse, le arranca tres dedos de la mano, los cuales mastica con una lentitud que desborda crueldad. Boris deja escapar un grito y ve que su esposa sale de la casa. Le hace señas para que se aleje, pero ella no le hace caso. Solo se detiene cuando ve que la planta comienza a emerger de la tierra como un mal presagio, exhibiendo unas firmes patas que cualquier otro hubiese confundido con raíces.

La mujer corre hacia la casa y cierra la puerta, olvidándose de su marido herido, pero reacciona al escucharlo gritar su nombre; se asoma por la ventana: Boris está golpeando a la planta que ahora yace enroscada en el pasto, indefensa.

Es una escena desproporcionada: aún siendo capaz de masticar huesos, no logra defenderse de los golpes de esa pala, la misma que iba a desenterrarla antes; y la mujer, olvidándose que las detestaba por su particular estética, ahora siente el dolor de la planta como si fuera propio. Intuye que atacó a su marido por sentirse en peligro y que quizás llegó caminando a su jardín escapando de otro en el que también fue maltratada.

—¡Boris, no sigas! —grita por la ventana.

Al escucharla, Boris suelta la pala, extrañado por la conducta de su esposa, y se aleja para cubrir su mano ensangrentada con la camisa. La mujer corre al patio con un pedazo de carne y se lo tira a la planta que, parándose torpemente por los golpes recibidos, se acerca y come un poco; luego camina hacia la reja que da a la calle.

—¡No dejes que salga! ¡Le podría pasar algo!

—¡Qué me importa! ¡Llévame al hospital! ¿Desde cuándo te interesa la salud de una planta carnívora?

Eva siente crecer el desconcierto en su interior. Odia las plantas carnívoras, pero también odia a su marido, del que no se separa por razones que ni ella misma entiende. De pronto ha descubierto que la planta carnívora representa una oportunidad única.

—Hagamos las dos cosas. —Sin vacilar, saca el auto de la cochera, se asegura de que Boris esté cómodo en el asiento trasero, lo pone en marcha para dirigirse al hospital.

La planta carnívora ha recorrido unos cien metros. Las patas, que le han servido para moverse sobre la superficie del jardín, no son demasiado aptas para caminar sobre el asfalto. Eva detiene el vehículo y abre la puerta trasera.

 



 DAVID Y LA ARDILLA

Ricardo Bernal

Carlos Enrique Saldívar & Sergio Gaut vel Hartman

 

Cuando la ardilla habló, David supo que nadie le iba a creer. Lo primero que hizo fue sacar a la ardilla de su jaula y llevarla al bosque cercano para soltarla, pues imaginó que si sus hermanos mayores o su mamá escuchaban esa vocecita, seguro harían algo terrible. La ardilla no dijo nada cuando quedó en libertad; corrió hacia el árbol más cercano y trepó hasta la copa en un santiamén. El animal se sintió fastidiado al principio, luego se dijo que las cosas le estaban resultando propicias. En algún momento retornaría a territorio humano pues para eso la habían creado; entretanto, diseñó nuevos planes. Utilizó su vocecilla para influir de modo malsano en otros animales, en los pájaros, mamíferos e insectos del bosque. No solo los adiestró en el arte de cometer atrocidades, los entrenó físicamente para sus oscuros fines. La primera meta era asesinar a David, y después ya vería cómo continuar con el plan.

Cuando la ardilla regresó, David supo que aquello era mucho más grave que resultar creíble para su familia. Que una ardilla hable es un evento extraño, misterioso, extravagante. Pero que una ardilla elija regresar a la jaula solo podía tener un significado: era la avanzada de una invasión extraterrestre. Por eso, y sin vacilar un instante, tomó en sus manos a la mascota, le ofreció avellanas y, mientras el animalito simulaba comerlas, la aplastó con el volumen uno de las obras completas de Fredric Brown. 


 

NOCHE TERRIBLE

Sebastián Fontanarrosa

Víctor Lowenstein & Sergio Gaut vel Hartman

 

A pesar de que los sucesos de la noche anterior aún se arremolinaban, confusos y brumosos, Pedro se despertó de buen talante. La mañana lucía clara y luminosa y sus pensamientos apuntaban en una dirección inesperada. Casi con seguridad, lo que recordaba como una serie de eventos tan fantásticos tenía una explicación sencilla: nada de aquello era real, no había sucedido y, por lo tanto, lo que le parecía irreparable, no era otra cosa que la nefasta consecuencia de la enorme cantidad de bebida ingerida. Lo cierto es que tras mezclar vodka, coñac, absenta y tequila, la posibilidad de que hubiera habido una irrupción de extraterrestres en la casa de Nora Quesada y que él hubiese matado a uno de ellos destrozándole el cráneo con un atizador era francamente absurda. De cualquier modo, y para salir de dudas, llamó a su amigo y compinche, Guillermo Ríos, abstemio a carta cabal.

—Se te escucha molido, Pedrito —contestó jocosamente Ríos del otro lado de la línea recibiendo un prolongado sollozo cómo respuesta—. ¿Qué pasó —preguntó a continuación, cambiando radicalmente el tono y estacionando bruscamente el coche a un costado del camino.

—Anoche estuve en la casona de Norita Quesada. Me tomé todo. Pero aún así recuerdo que en el momento más espectacular de la fiesta se cortó la corriente y a la vez se desató un tormentón. En ese instante estaba frente a la pileta y te juro que vi caer en el agua un cuerpo venido del cielo. En el descontrol total nadie lo había visto ni escuchado caer. Como flotaba boca abajo sin moverse me arrojé a la pileta para asistir lo que en un primer momento pensé que era una persona. El tema fue cuando lo tomé de la mano… ¿Me escuchas, Guille?

—Acá estoy.

—Cuando quise llevarlo al borde de la pileta, ambos, en un pestañear aparecimos en la segunda planta de la casona. Esa cosa horrible y helada, estaba encima de mí. Me miraba con el único ojo, igualito al de un sapo, grande como mi cabeza… Me lo saqué de encima con una trompada y justo cuando se restablece la energía te veo a vos al otro lado de la habitación. Estabas agachado, escondiéndote de algo, me dabas la espalda. La cosa se incorpora. El ojo le lloraba tanto que había dejado un charco en el piso. Gira y cuando abre el ojo apenas agarro el atizador del hogar todo vuelve a oscurecerse, menos el ojo de esta cosa que parecía un faro apuntando hacia vos. Corro para ayudarte, resbalo por el piso viscoso, y después de darle a esa porquería un buen fierrazo en la cabeza, aparecí en mi cama.

Ríos cortó la comunicación.

Instintivamente, Pedro volvió a llamar a Guillermo. Previsiblemente lo atendió una casilla. Probó suerte con otro amigo, investigador en el campo ufológico, pero tuvo que contentarse con dejarle un mensajito. Hastiado, arrojó el teléfono sobre la almohada. Su buen talante se esfumó; suspiró adivinando que Guillermo, al igual que Nora Quesada y sus invitados, y hasta el ufólogo, tomarían sus palabras como las del bebedor que ya conocían. A partir de la noche pasada sería “Pedro el delirante, asesino de extraterrestres”.

  Pasó el resto de la mañana dormitando, sujeto a los malestares propios de cualquier resaca. Por momentos se despabilaba, tratando de restarle importancia a lo pasado, adjudicando lo malvivido a un trastorno de sus sentidos. “Vamos, Pedrito, que fue solo otra borrachera”, se decía, e intentaba convencerse de que el cíclope caído del cielo y el crimen con atizador eran alucinaciones prohijadas por el alcohol.

  Mas cuando cerraba los ojos imágenes de esa noche terrible reaparecían con toda nitidez. La criatura del ojo en la frente tocándolo con su piel fría. Empujones, terror, su mano desesperada recogiendo el atizador del hogar… Visiones horrorosas, demasiado reales para ser pesadillas.

  Finalmente consiguió dormirse y su mente reposó todo aquel día.

 

Al despertarse, ya era noche. Las luces de su cuarto estaban encendidas y todos lo estaban mirando. Nora Quesada, muy seria, escoltada por varios hombres de gafas oscuras. Ninguno hablaba. Detrás apareció Guillermo, apuntándole con un revólver.

—Gracias por salvarme —dijo, quedamente—, pero hablas demasiado.




DECADENCIA

Mane Herrera López

Ada Inés Lerner & Luciano Doti


Se apoyó en el marco de la puerta y observó la habitación: el cuerpo que alguna vez había sido grueso se veía transformado en un puñado de aristas emergiendo entre las sábanas. El médico había advertido que un hígado cirrótico podía afectar mente y cuerpo en partes iguales.

—¿Qué hacés ahí? ¿Quién sos que te ponés a espiarme? —escupió su padre mirándola de reojo. Lucía lo contempló con lástima y rabia. Fueron años de borracheras, malos tratos, brutalidad con su madre y con ella hasta que el amor filial desapareció y dio paso a la bronca. Bronca que la dañó y derivó en indiferencia, quizás más brutal que el odio por aquél que le dijeron era su padre, un hombre cobarde que no supo o no pudo pararse frente a la vida con dignidad y eligió la bebida. Al principio solía escrutarlo de manera detallada; interiorizándose de cómo iba progresando la enfermedad; esperando que en algún momento la misma pudiera revertirse. Fue entonces que le había surgido la bronca. Ahora que la indiferencia reinaba en su estado de ánimo, el padre se evaporaba en la fase final de la cirrosis. Lucía ya casi no veía nada en él. El cuerpo otrora grueso era sólo aristas por la enfermedad pero también porque ella lo borraba de su mente. Pronto las autoridades labrarían su defunción; sería una formalidad, para su hija estaba muerto desde el día en que decidió comenzar a ignorarlo.

 

LAS DESAPARICIONES

Laura Irene Ludueña

Gabriela Vilardo & João Ventura

 

Desde el pueblo, en el promontorio junto al mar, salía un solo camino. Era una voz común que ninguno de los que recorrieron esa carretera había regresado. Braulio fue criado por su madre y su abuela, y había crecido escuchando que su padre y su abuelo se fueron del pueblo para no ser vistos nunca más. Todos ignoraban lo que ocurría más allá del horizonte, ni deseaban saberlo. Es mejor no desafiar lo desconocido.

El niño se convirtió en pescador para ganarse la vida. Pero cuando el mar bramaba, negándole el pescado necesario para la subsistencia, se preguntaba qué habría al final de la carretera, y por qué los dos hombres de su familia nunca habrían regresado. Y cuanto más pensaba, mayor era su deseo de saber. Como si alguien le susurrara al oído: "Ve... ve a buscarlos..." Entonces decidió que llegaría al fondo del misterio. Una mañana tiró sus redes al mar como solía hacer habitualmente y se internó en el camino que serpenteaba entre los acantilados. Lo embargaba la sensación de estar adentrándose a un mundo desconocido. A medida que avanzaba, el sendero se volvía más estrecho y accidentado, como si la naturaleza misma intentara disuadir a los intrusos. De pronto, cuando el camino parecía terminar, entre las rocas descubrió la entrada a una cueva. Sin dudarlo, ingresó a lo que parecía ser un laberinto de pasadizos oscuros y túneles estrechos. Algo en su interior lo impulsaba a seguir adelante, a explorar los rincones más recónditos de aquel lugar tenebroso. Guiado sólo por el instinto llegó a un espacio abierto iluminado por la luz que se filtraba entre las rocas. Lo sorprendió la cantidad de esqueletos que había en el lugar. En algunos se distinguían jirones de ropa. ¿Sería uno de ellos su padre, su abuelo? Ignoraba cómo habían vestido. En una esquina vio una especie de cofre. Con manos temblorosas, intentó abrirlo, pero no pudo. Observando a su alrededor notó que los esqueletos tenían ciertos rollos de pergamino cerca de ellos. ¿Los habrían sacado del cofre? Desistió de abrirlo. Supo que sería casi un acto suicida tomar uno de los rollos de ese cofre, tal vez ese era el motivo que había provocado la muerte a tanta gente. Tampoco era casual que todos portaran uno o se rozaran con alguno de ellos. Pensó en la ambición de los seres humanos mientras caminaba entre los esqueletos. Estaba impresionado, pero quería seguir con la valentía que lo había llevado hasta allí. Miró el cofre desde lejos. Y siguió con sus elucubraciones: podría tratarse también de curiosidad, además de ambición. Y decidió que no caería en la trampa. ¿Qué sustancia podría tener ese papel como para asesinar a tanta gente? ¿Quién podría estar expectante de las próximas manos sobre la tapa del cofre, –si de verdad ese cofre contenía pergaminos–, como para dejar a alguien sin vida? Hipótesis que iba arrojando entre huesos y trapos. ¿Y por qué matar? Braulio se convenció de que nadie podría robarle nada porque lo único que tenía lo había dejado en el mar: las redes. Su padre y su abuelo tampoco llevaban nada al momento de caminar por ese sendero y también habían tendidos sus redes en el mar. Miró alrededor. No se escuchaban ruidos, no había olores en el aire, no había señales de algo vital con intenciones de hacer desaparecer a las personas. Puso las manos en jarra y pensó: nada que temer, pero mucho para burlar a ese destino padecido por otros. Se acercó al cofre, sin intentar abrirlo lo cargó y volvió a la cueva, con destino al camino escarpado por el que había subido. Iba con el sabor del triunfo por no haber quedado atrapado entre osamentas. Triunfo que derrotó el cierre abrupto de esas rocas. Se desesperó en la oscuridad, pero irrumpió una luz natural a su derecha. Una salida hacia otro lugar, allí donde había cientos de esqueletos rodeados de cofres.


 

TINIEBLAS Y TENTÁCULOS

Franco Ricciardiello

Donato Altomare & Stefano Valente

 

Ese goteo era exasperante. Se dio vuelta en la cama buscando una posición más cómoda, pero ese goteo le martilleaba las sienes. De repente, cesó. Emitió un suspiro y trató de volver a dormirse. En vano. Hubo un murmullo sordo, incomprensible. Alguien susurraba. Luego nuevamente el goteo. No era la caída lenta de gotas, no, era un... lenguaje. ¿Pero qué, quién? No necesitó abrir los ojos. La luz negra lo alcanzó más allá de los párpados. Veía en la oscuridad. Y lo que veía lo aterrorizó. La forma cambiaba incesantemente. Parecía un enorme corazón oscuro, palpitante. Luego de ese músculo de petróleo empezaron a serpentear fuera apéndices viscosos. Los tentáculos se deslizaban por el suelo. De un salto, envolvieron las patas de la cama. Se acurrucó contra la pared, con las rodillas en el pecho. Estoy soñando, pensó. Ahora me despertaré y todo habrá terminado.

—No estás durmiendo, y lo sabes bien —chasqueó el bulto de tinieblas. Una frase nítida. Lo miraba con cien ojos brillantes—. Lo sabes: lo acabas de leer en tu libro. — ¡El libro!, recordó de repente. ¿Cómo había podido olvidarlo? Pero lo que lees en los libros no puede pasar a la realidad, no existe ósmosis entre los dos mundos—. Eso es lo que piensas tú —dijo la voz, acompañando el sonido con el movimiento repugnante de un tentáculo. ¡La criatura leía la mente! Pero si era así, debía saber también... DEBÍA SABER TAMBIÉN QUE SOBRE TODAS LAS COSAS ÉL TEMÍA…

—¡No! —La cosa sabía. Su suerte fue volverse loco antes de que Eso terminara de transformarse.

 


FENÓMENO

Laura Irene Ludueña

Marcela Iglesias & Joyce Barker

 

Nada al verlo podría indicar que fuera diferente a los demás. Tenía estatura promedio, ni muy gordo ni muy flaco. Sus facciones eran comunes. Nada que pudiera indicar su diferencia. No se destacaba en nada. Su desempeño escolar le había permitido pasar desapercibido desde la infancia. No hablaba más de lo necesario y su tono de voz no era diferenciable. Sonaba como cualquier otro.

Su ropa no parecía vieja, pero tampoco era nueva. Su corte de cabello era el que llevaban todos los hombres en su entorno.

Ni siquiera tenía un nombre pegajoso o rimbombante: un simple Juan Pérez.

Era un hombre, a todas luces, común. Al menos, así lo creían todos.

Juan Pérez quería que se mantuviera de esa forma. Toda su vida se había esforzado para que nadie se diera cuenta de su diferencia. Aunque cada vez le estaba costando más mantener el secreto.

Los niños de su vecina ya comenzaban a hacerle preguntas. Tantas, que hasta estaba pensando seriamente en cambiar de barrio. Pero lo detenía el hecho de que ser el nuevo en cualquier lugar llamaría la atención. Para evitar los encuentros con estos niños impertinentes había empezado a salir más temprano y llegar más tarde.

Para Martín, el vecino más curioso y entrometido, esos cambios de rutina no pasaban desapercibidos. A pesar de su inocencia, lograba notar que este hombre escondía algo y se había prometido a sí mismo que lograría develar el misterio.

Sus diez años llenos de curiosidad no lo habían preparado para lo que estaba a punto de descubrir.

Una tarde, aprovechó para esconderse en uno de los recovecos de la terraza de manera de tener acceso al departamento de Pérez. No se veía todo por supuesto, pero sí buena parte del dormitorio y del living. Se hacía noche y tenía frío, pero Pérez, no aparecía. Le preocupaba que llegara su mamá y pregunte por él. Recién ahí su hermana se daría cuenta de que no estaba, la había dejado hacía una hora enfrascada en un chateo con su novio nuevo. De pronto, se encendió la luz del departamento. Lo vio en el living, sacándose el saco y apoyando el maletín en una mesa. De ahí desapareció por unos minutos hasta que apareció en el dormitorio. Se sacó la camisa, parecía estar todo vendado, como una momia.  Cuando terminó de desenroscar las vendas de momia, se dio vuelta y saltaron dos tetas más grandes que las de su abuela. ¡No podía ser! Después se sacó el pantalón, ¡usaba bombacha! Tenía que irse, pero no podía dejar de mirar, ¿Pérez era una mujer o un hombre con cuerpo de mujer?

Mientras el vecinito se debatía en su análisis, Juan reflexionaba sobre lo que dirían en el barrio o, en la Compañía donde trabajaba, si supieran que se definía como “no binario”. La verdad, era que adhería a un espectro más amplio que lo puramente masculino o femenino. Creía en la fluidez del género y no, en compartimientos rígidos definidos por una sociedad hipócrita. No obstante, se sentía un desertor y, a los desertores, se los desprecia. Eso hacía su familia.

Martín escuchó que su hermana lo llamaba: había llegado su mamá. Rápidamente salió de ese rincón de la terraza, pero al hacerlo, se llevó por delante un enorme macetero, que se quebró al caer. Juan, al escuchar el ruido, se cubrió el cuerpo con una manta y se apresuró en cerrar las cortinas, pero al hacerlo vio a Martín, aunque no lo reconoció. El niño sonrió con malicia señalándose el pecho. Derrotado, Juan apagó las luces y se desplomó en el bergere. Ahora tendría que aguantar las mofas del barrio, quizás la violencia verbal de un fanático religioso o incluso, algún ataque homofóbico.

Martín corrió a su departamento. Se quitó rápidamente el vestido elasticado de su hermana mayor. Pero luego de un momento frente al espejo, se lo volvió a poner. No quiero esconderme como mi vecino, pensó. “Seré como un ángel, ellos son raros como yo”. Pero a los pocos días de haberse presentado como Martina ante su familia, falleció al beber cloro por accidente: estaba en una botella de jugo. Todo el vecindario lamentó la muerte de Martín y fueron a despedirse del niño a la iglesia y al cementerio, hasta Juan asistió unos minutos, pero no sabía que se trataba de la muerte del niño que lo espió. La madre de Martín prefirió no ir al funeral: debía borrar las últimas evidencias del “accidente doméstico” de Martina, el nombre que no quiso oír nuevamente.



Los autores: Ada Inés Lerner (Argentina), Alejandro Bentivoglio, Carlos Enrique Saldívar (Perú), Claudia Isabel Lonfat (Argentina), Cristina Chiesa (Argentina), Donato Altomare (Italia), Franco Ricciardiello (Italia), Gabriela Vilardo (Argentina), Javier López (España), João Ventura (Portugal), José Luis Velarde (México), Joyce Barker (Chile), Laura Irene Ludueña (Argentina), Luciano Doti (Argentina), Luciano Lara (Argentina), Mane Herrera López (Chile), Marcela Iglesias (El Salvador/Ecuador), María Elena Rodríguez (Uruguay), Mirta Leis (Argentina), Oscar De Los Ríos (Argentina), Patricio G. Bazán (Argentina), Rafael Martínez Liriano (República Dominicana), Ricardo Bernal (México), Sebastián Fontanarrosa (Argentina), Stefano Valente (Italia), Víctor Lowenstein (Argentina) Sergio Gaut vel Hartman (Argentina).

 

LA CIUDAD Y SUS ESTACIONES

Franco Ricciardiello   Por ejemplo, en invierno a las cinco de la tarde ya es de noche, la cálida luz de los escaparates guía el paseo por...