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jueves, 9 de mayo de 2024

UNA SOMBRA GRIS

Myriam Goluboff

 

Claudia. La compañera de habitación

 

Sentada en el borde de mi cama, con los rulos puestos, miro hacia el patio a través de las grandes puertas de vidrio; pero sólo pienso en la cama de al lado, ahora con su colcha permanentemente tendida.

Esta vez no fue como las otras: Lucía desapareció al poco tiempo de haber llegado. Esa mañana, cuando vi su bolso sobre la manta y a ella con una blusa elegante y bien arreglada, pensé que algo especial estaba pasando. Lucía salió de la habitación en la silla de ruedas con Marta, esa chica que venía por las mañanas a cuidarla. Al rato volvieron, y con ellas entró la hija. Sentí la alegría de recibir esa visita como si fuera mi propia hija; tenía con quien compartir unas palabras, aunque muchas veces ella no entendía lo que yo le decía. Le conté que mis hermanos habían sido profesores, pero sólo sonrió, como si le hablara en otro idioma. Siempre ocurre que no me entienden, me observan con la mirada muy fija, como para leer en mis labios o penetrar en mi mente; yo me daba cuenta, pero su sonrisa me hacía olvidar por un instante la soledad y el silencio que tengo metidos en el cuerpo; un dolor que sólo se mitiga cuando viene Gerardo a buscarme, ese rato que acaba antes de que pueda empezar, en cuanto terminamos de comer y me trae otra vez a este sitio. Por suerte no necesito que me vistan, y puedo caminar sin ayuda. Pero el sendero es tan corto, tan sin sorpresas: las mismas baldosas que piso cada día, cuando voy de la cama al comedor, del comedor a la cama, de la cama a la sala de adelante…, a nada, a mirar el aire, a mirar las caras, a mirar la puerta para ver si se abre.

Cuando Lucía llegó, me molestaba tanta gente; todo el tiempo había alguien con ella. Invadían mi espacio, y yo le protestaba a Estela cada vez que pasaba. Pero luego empezó a gustarme escuchar la voz de Marta, al llegar, que decía bien alto: “Buenos días, señora Lucía; hola, señora Claudia”, y la de Victoria, tan suave, cuando venía por la noche para quedarse hasta el otro día. Y la de la hija, que me saludaba siempre con un beso…

Pero aquel día se fue y ya no la volví a ver; era una mujer tranquila, no gritaba, ni siquiera me miraba. Estaba allí, en la cama, o en su silla de ruedas, los ojos cerrados, quejándose quedamente; la veía pero no la oía; sólo escucho cuando me gritan.
No pude dejar de llorar cuando me dijeron adiós. Como tantas otras veces, soy yo la que se queda. Cinco años, cinco años siempre igual, y otra vez un adiós... Siempre un adiós.

 

Victoria. Acompañante de noche

 

Se apuraron, no sé para qué la trajeron aquí; en casa estábamos bien. La señora María viajó para venir a verla y por suerte está pensando lo mismo.

Los baños están sucios; antes de acompañar a la Señora limpio bien el inodoro; es tan exigente con eso, se lava las manos a cada rato y le gusta ver todo reluciente. Pero aquí siempre hay olor y ahora, después de que lo fregué con cuidado, se adelantó la señora Claudia y otra vez voy a tener que empezar.

Después de cenar entro uno de los sillones del patio y paso la noche sentada. En toda la casa hay un silencio absoluto. Pienso que no puede ser que todos se duerman a las nueve y no se despierten hasta las ocho de la mañana. Me pregunto si les darán algo para que la enfermera pueda descansar esas horas. A mí me entregan sus medicinas trituradas y todas juntas en una cucharita. En casa mirábamos la tabla que había dejado la doctora y se las llevábamos con la comida. Cuando la Señora preguntaba, le mostrábamos las indicaciones; le preocupaba que pudiéramos equivocarnos; pero ya no tiene fuerzas ni para eso. Yo le digo: “Hay que tomar las medicinas, señora Lucía”, y lo hace sin protestar. Creo que tenerme aquí, a su lado, la tranquiliza... No veo el momento de que nos vayamos, de dormir de nuevo en la cama, de estar lejos de este lugar.

 

Marta. Acompañante de día

 

Dijeron que los viernes había siempre sesión de cine, pero pasó el viernes y no ocurrió nada; dijeron que vendría una persona a hacer ejercicios de rehabilitación a los abuelos, pero acá no vino nadie. Siempre lo mismo... tengo que comentárselo a la señora María, que no crea lo que le cuentan. Y tampoco es verdad que vengan muchas visitas, por aquí no aparece nadie. Anteayer se llevaron a la señora Claudia. Pero en cuanto terminaron de comer deben haber salido para acá, porque volvió al poco rato.

Los abuelos están siempre solos, siempre en silencio. Algunos caminan, se acercan, y miran con atención lo que estamos haciendo; yo los tomo del brazo y los quito fuera de la habitación. El otro día, en el patio, estaba una señora en su silla de ruedas, que repetía todo el tiempo con voz de angustia: “¡No puedo respirar, no puedo respirar!”. Enseguida fui a avisar. “No es nada”, me explicaron, pero a mí me da miedo. Y luego está también “el Doctor”, camina erguido, recorriendo todavía los pasillos del hospital; se sienta con un libro en la mesa de afuera: lo mira, le mueve las hojas y cuenta, a quien se le acerque, que lo escribió él; es lo único que le escucho decir.

 

Lucía. Viviendo en el geriátrico

 

No quiero estar aquí, ¿por qué no me sacan?

—Victoria, ¿Tiene dinero para un taxi? ¡Nos vamos!

Pero nadie me hace caso.

Estoy encerrada. No tengo mi cama, ni mis plantas, ni los libros... Y lo peor de todo es compartir el baño, yo, que nunca pude soportarlo. Quiero estar tranquila, en mi casa. Aquí todos caminan sin rumbo, sin siquiera mirarse. En la sala me molesta el ruido de la televisión, todo el tiempo para nadie, sólo hay una mujer que se instala frente a ella y no para de mirarla. Cuando estoy en ese lugar, cierro los ojos, y me aferro a las manos de Marta. No quiero ver a esa gente que no conozco, no quiero ver esas caras. Tampoco voy al comedor; mientras todos están allí, me llevan la bandeja a mi cuarto. Aunque a veces, la otra mujer, siempre con sus rulos atados con un pañuelo, antes de ir a comer, se sienta en el borde de su cama y me observa. Por eso, porque está ahí y me mira, prefiero que vayamos al patio. Hace buen tiempo pero casi no sale nadie. El patio es para nosotras, con su mesa cubierta con una gran sombrilla blanca.; a su sombra, Marta me da la comida y me toma de la mano.

Lloro, lloro por mí, por estar en esa silla, por mi cabeza perdida. Recuerdo mis reuniones de los sábados con los amigos, pero ya no puedo hacerlo más, no puedo hablar de nada. ¿Por qué no seré como papá, con su cabeza clara hasta los cien años? Por eso lloro y lloro y sólo me nace decir: “No puedo, no puedo…” No puedo recordar, no puedo pensar, no puedo leer, no puedo hablar, no puedo, no puedo… Esto, así, no es una vida, no puede ser mi vida.

 

María. La hija

 

Cruzamos la ciudad, avanzamos por una calle amplia y arbolada, y al pasar el grupo de torres con su verja y sus guardias, mi prima Carla, que me acompañaba en ese trance, estacionó justo enfrente de la puerta del geriátrico. Desde allí, a través de la calle, reconocimos la casita baja, tal como nos la habían descrito, con su fachada retranqueada, y apretada entre los edificios que se erguían con sus ocho o diez hileras de ventanas. La puerta estaba a un costado, perpendicular a la calle, escondida, ocultándose de cualquier mirada ajena, con pudor, o quizás hasta con vergüenza de lo que había adentro. Tocamos el timbre y después de un rato, escuché el sonido de la llave al girar en la cerradura, se abrió la pesada hoja de madera y asomó una mujer de uniforme blanco, con mirada interrogante. ”Venimos a ver a la señora Lucía”, dijimos, y nos franqueó el paso. Yo había llegado de un viaje desde el otro lado del océano, esa misma mañana, y esperaba inquieta y con temor, el encuentro con mi madre.

Así fue como me encontré en ese espacio gris, vacío, sólo con unos asientos apoyados contra la pared que enfrenta a la puerta; a la derecha la ventana desde donde se podía atisbar, a través de los visillos, el trajín de la calle, y a la izquierda, en el fondo, la mesa con la televisión. Tres o cuatro ancianos erraban por la sala mirando distraídamente a la nada, y una mujer estaba absorta frente a la pantalla. Sentada en uno de esos asientos, también grises, Marta le hablaba quedamente a mi madre, que la miraba desde una silla de ruedas. Me sentí en un garaje: había muy poca luz, el sonido del televisor retumbaba en las paredes duras, vacías de color, vacías de adornos, vacías de plantas. Y ahí estaba Lucía, en ese estacionamiento de gente: había desconectado del presente y le habían fallado sus piernas. Tuve que juntar coraje para acercarme a saludarla; la vi ajena a este mundo, aferrada a las manos de Marta y sólo diciendo: “No puedo, no puedo...”. Quizás no podía soportar su mera existencia. Ya se lo había escuchado decir hacía dos semanas, en su propia casa: que la vida, así, no tenía sentido: la aburría, la abrumaba, la cansaba.

Fue difícil resistir la escena: esas gentes mirando el vacío, ausentes de este mundo, y aquel hombre dormido, con la cabeza hacia atrás, la boca muy abierta, como un cadáver. Salimos de ese lugar buscando la privacidad del dormitorio. Al llegar, estaba la compañera de habitación de mi madre sentada en el borde de su cama, los rulos puestos, cuidadosamente atados con un pañuelo, mirando con cara distraída hacia afuera a través del vidrio. Le di un beso; era cálida y dulce; costaba comprenderla, hablaba con palabras entrecortadas que pronunciaba de forma confusa. Cuando entró Estela, la directora, le protestó porque ocupábamos un trocito de la minúscula superficie que ella pagaba. Le prometí que saldríamos de allí, y lo hice con convicción: prefería estar en el patio.

 

La partida

 

Eran las once de la mañana, una semana después. Toqué el timbre, y como aquel primer día, esperé hasta que se oyeron los pasos que se acercaban, el ruido de la llave al girar, y asomara la mujer de uniforme blanco. Ya me conocían, así que entré sin mediar más que un saludo. Detrás, se oyó nuevamente el girar de la llave tras el golpe de la puerta al cerrarse.

Encontré a Marta sentada en uno de aquellos asientos grises, tomando de la mano a mi madre, que se veía elegante en su silla de ruedas, luciendo una hermosa blusa blanca con dibujos negros, y con los labios pintados.

—Hoy le preguntó a Victoria: “¿Tiene dinero para un taxi...?” —nos comentó Marta
cuando llegamos.

—Vamos a su habitación —es lo único que atiné a decir. Allí les conté que había pedido la ambulancia para las doce, y entonces Lucía supo que nos íbamos.
Estaba la señora Claudia, como siempre, sentada en el borde de la cama, mirando hacia afuera. Me habló de su vida, de sus hermanos; ese día estaba locuaz. Sólo pude comprender que ellos habían sido profesores, y en ese momento intuí que me adivinaba también como una profesora. Luego quedó callada, esta vez observándonos a Marta y a mí con atención, como queriendo desentrañar nuestro cuchicheo.

Cuando llegó Estela, la directora y le anuncié que nos llevábamos a Lucía, vi lágrimas en los ojos de Claudia. No se levantó para ir a comer hasta que nos fuimos. Le di un beso y lloró más aún; sentí pena por ella. Otra vez se quedaría sola en el cuarto, mirando tras el gran ventanal por encima de una cama vacía; otra vez un adiós.
Al acompañar a Estela a su oficina para resolver la partida, pasamos por el amplio recodo del pasillo, bien iluminado por un patio, donde estaban todos los internos, sentados alrededor de las generosas mesas redondas. Desde el gran hueco que conecta con la cocina, nos invadió un aroma que me transportó al arroz con pollo de mi infancia: era penetrante, cálido, hogareño. Al ver las expresiones ausentes, volví a la realidad, y no pude dejar de pensar qué importante es que alguien pase, que los salude, que les hable un momento, que los saque de su nada permanente, de la rutina de ese contenedor, de ese corredor inevitable, de esa espera...

Le conté a Estela que creía que lo más conveniente para Lucía era volver a casa, estar rodeada de sus cosas. Para ella, tan selectiva en sus relaciones humanas, sería lo mejor.
Se cerró la puerta detrás de nosotros, escuchamos por última vez el ruido de la llave al girar, y con la imagen del llanto de Claudia, de las caras inexpresivas que me miraron al pasar por las mesas, de los adioses que no tuvieron respuesta, y de la sonrisa de Estela al despedirnos, subí al coche. Detrás partió la ambulancia; en ella iba Lucía, con los ojos cerrados, inquieta, aferrada a la mano de Marta. Pero en cuanto la bajaran, y en el portal la saludara Arturo, el portero, se daría cuenta de que lo otro había quedado atrás, que ya estaba de nuevo en su hogar.

Y los diez días que pasó allí, en el geriátrico, quizás estén en su memoria inmediata, la que perdió, y pronto los habrá olvidado, o quedarán en ella como una sombra gris que le ayudará a ver más verdes sus plantas, más brillante el sol del balcón, más entrañables sus libros ahora dormidos.


Myriam Goluboff, Bs As 1935, arquitecta UBA, en Coruña desde 1975, profesora de proyectos en la ETSA, a partir de su interés por descubrir la energía en el arte, sigue un periplo que la lleva a investigar en la calidad de los lugares para la vida y la sumerge en la relación de la arquitectura con el medioambiente, la ecología y la salud. En el año 2002 un encuentro fortuito la conecta con la página literaria Ficticia, allí nace “miriam chepsy” que se zambulle en la mundo de la minificción. El contacto con los escritores Levrero y Onetto la conecta con su subconsciente y pasa sus noches tecleando relatos y poemas que vuelca en la red y en su chepsy.net En el año 2011 Araña editorial publica su libro Mundos imaginados. Participa en diversas antologías y en 2015 publica su novela Selva. En 2017 publica para sus amigos una primera versión de Ciudades imposibles, libro de relatos que Medulia editorial publicaría luego en 2021.

lunes, 15 de abril de 2024

RECUERDO POSIBLE, RECUERDO IMAGINARIO...

 Myriam Goluboff


A las dos, cuando la ola de los empleados termina de romper en los umbrales de tanta casa, Villa del Parque se pone desierta y luminosa. Por Tinogasta y Zamudio bajó Clara taconeando distintamente, saboreando un sol de noviembre roto por islas de sombra que le tiraban a su paso los árboles de Agronomía. (...) Por la calle vacía vino remolonamente el 168, soltando su seco bufido insatisfecho al abrirse la puerta para Clara, sola pasajera en la esquina callada de la tarde.”

Julio Cortázar: Ómnibus, 1951


Él ya no está, pero yo sí y he vuelto a recorrer el barrio. Un relámpago de luz dio en mi cara, como aquella mañana en que estaba con la pala en la man,o tan alta como yo misma. Escuché otra vez los pasos, escuché otra vez las voces, y escuché también el sonido agudo que salía de la ventana del piso cuarto, donde una figura muy alta se desdibujaba en la penumbra tras su trompeta plateada.

Anduve por las callejuelas curvas de casas iguales y entré, a través del hueco del seto vivo, a la zona de bloques: blancos, prismáticos, paralelos, organizados a un lado y otro de la ancha senda peatonal cubierta por las ramas de sus dos hileras de frondosos árboles. En el centro, el tanque de agua continuaba erguido sobre su torre, portando el afilado pararrayos que emergía por encima de todo; y algo más allá, podía oír las risas de los niños en las ya inexistentes hamacas.

Seguí deambulando por el barrio y al avanzar por la calle Artigas, escuché la voz de aquella viejecita menuda, la que peinaba su pelo cano en apretado rodete, que decía: “¡Hola, Julio! ¡Hola, muchacho!”

—Buenos días, abuela, deje que le lleve las bolsas —le contestaba él con tono amable.

Julio acostumbraba ayudar a su vecina cuando la encontraba volviendo de la feria, al llegar de sus noches de parranda, o de San Juan, donde daba clases. Al entrar en su pieza, en el último piso, se acercaba a la ventana; gustaba aspirar profundamente el aire saturado de aromas y se asomaba a mirar desde arriba la plaza, casi en su totalidad cubierta de verde, que estaba a los pies de ese bloque largo, de cuatro plantas, con ordenadas filas de ventanas. Enfrente, la enmarcaba la hilera de casitas bajas de techos a dos aguas; la de la esquina, que tanto le gustaba contemplar, estaba cubierta por la oscura trama que se adhería a la fachada y en verano por un espeso manto verde.
Los bloques y las casas individuales estaban segregados en zonas bien diferenciadas. Sin embargo, la plaza quedaba enmarcada por ambos, como si quisiera condensarse, en ese espacio urbano simbólico, toda la filosofía del barrio.

Julio se impregnaba de ese ambiente tranquilo de suburbio, que tanto apreciaba al llegar después de cruzar de oeste a este la pampa. En esos largos viajes, apuntaba ideas que quedaban a la espera; sabía que algún día podría usarlas.

Mientras contemplaba el paisaje de la plaza con sus dos senderos en cruz atravesando la superficie de hierba y el círculo en el centro con los bancos, respiraba el aire cuajado de perfume de campo. Porque los campos de la Facultad de Agronomía abrazan ese pequeño triángulo urbano y le dan carácter de frontera; es imposible que la vista alcance sus confines y descubrir a su través otro trozo de ciudad.

Y por entonces, no solo había árboles y plantas, y gallinas, sino que hasta un tambo surtía de leche fresca a los vecinos. Y cuando íbamos en busca de las hojas del árbol de la morera, nos llenábamos los bolsillos con los maníes calentitos, calentitos los maníes, de ese hombre eterno, sentado junto a su humeante hornillo al lado de la barrera; porque también pasaba el tren por dentro del Parque y tenía allí su pequeño apeadero.
Desde su atalaya, Julio podía sentir la voz del pescadero y veía asomar su silueta algo encorvada, cargado con las dos canastas colgando de las puntas del palo que apoyaba en su hombro, como si fuera la imagen de una gran balanza que equilibraba el peso de los pescados que las llenaban.. O podía ver llegar a los vendedores de hielo, siempre corriendo, con la bolsa colgada al hombro, donde apoyaban las barras que a su paso dejaban un surco mojado. Ese era su barrio, esos ruidos matinales eran el acompañamiento para sus sueños.

Aquel día no había llegado de ningún lado; no había bajado del tranvía 86, ni del ómnibus 168, al que convertiría en protagonista de un viaje mágico a Chacarita. La noche lo encontró trabajando con ansiedad; tenía que escribir rápido, le costaba seguir los dictados de su mente con los dedos. En la tranquilidad de esas horas, el teclado producía un martilleo suave pero constante que escapaba por la ventana iluminada. Un viernes, pocas semanas antes, había visto por primera vez, algo suyo en El Correo, algo en letras de molde, con su nombre estampado debajo: “Brujas”, su primer cuento publicado. Y ahora, nuevas ideas bullían en su interior, y no quería que se le perdieran. Así lo había encontrado el amanecer y así se había quedado dormido, vestido, sobre la cama.

Era un 29 de Agosto en esa plaza del barrio Rawson, óvalo tranquilo donde, de vez en cuando, se sentaba alguien a tomar el sol en alguno de los bancos. Las calles desiertas y las anchas veredas daban cobijo al juego de los niños, como prolongación de los pequeños jardines de las casas; los jazmines, helechos y madreselvas dentro, los árboles cuajaban las calles y los tréboles nacían entre la hierba, a sus pies. Y nosotros corríamos libremente, mientras la hipotenusa del triángulo que forma el barrio, la avenida San Martín, condensaba todo el tráfico.

Unas voces infantiles despertaron a Julio. Se asomó a la ventana y nos vio, un grupo de escolares con las tablas de los delantales almidonados, de pie, firmes, junto a un arbolito tirado sobre la hierba. Y también, al hombre que solemnemente cavó el hueco, introdujo con cuidado el árbol y nos entregó, uno a uno, la pala para que cubriéramos sus raíces. Y nuestras voces cantaban: “Es el árbol un amigo… que obliga a la gratitud… nos da leña, nos da abrigo… nos da cuna y ataúd…” Plantábamos un ceibo en el día del árbol y ese ceibo, que se había convertido en símbolo del país, era también el de la construcción de un nuevo mundo. Estábamos ahí, bien firmes, mirando atentamente la ceremonia; siendo la ceremonia, muy conscientes de la importancia de ese acto.

Así también el mástil, en el centro de la plaza, portador de la bandera, era un símbolo de pertenencia para tantos inmigrantes que habían bajado de los barcos; muchos de ellos artistas que buscaron el encanto, los aromas de ese rincón de Buenos Aires que estaba en los confines de la ciudad. Y a este barrio de casas baratas había llegado la familia de Julio cuando los abandonó su padre y debieron salir de la casona de Banfield.
Todo eso pensó Julio desde su ventana. Se sentía parte de ese espíritu. Él mismo, aunque por accidente, por razones de trabajo, había nacido fuera. Y quiso también expresarse con la música. Pero no con el himno al árbol; estiró el brazo, agarró la trompeta y empezó a tocar la suya, que contestaba a aquel canto. Y escaparon de ella las notas del jazz, queriendo darnos un mensaje, el mensaje de que había que mirar más allá…como esa música que ya era universal. Como si previera que todo cambiaría , y que él unos meses más tarde se vería un día en la cárcel y que pocos años después, al volver de un viaje a París, decidiría recalar en la vieja Europa de donde había arribado y no aceptar el rumbo que le marcaban...

Y fue así como nosotros escuchamos aquel sonido agudo, que salía de la ventana del piso cuarto, donde una figura muy alta se desdibujaba en la sombra tras su trompeta plateada…

Él ya no está, pero la calle Espinosa, que pasa tangente al óvalo de la plaza, lleva ahora su nombre: Julio Cortázar.


Myriam Goluboff, Bs As 1935, arquitecta UBA, en Coruña desde 1975, profesora de proyectos en la ETSA, a partir de su interés por descubrir la energía en el arte, sigue un periplo que la lleva a investigar en la calidad de los lugares para la vida y la sumerge en la relación de la arquitectura con el medioambiente, la ecología y la salud. En el año 2002 un encuentro fortuito la conecta con la página literaria Ficticia, allí nace “miriam chepsy” que se zambulle en la mundo de la minificción. El contacto con los escritores Levrero y Onetto la conecta con su subconsciente y pasa sus noches tecleando relatos y poemas que vuelca en la red y en su chepsy.net En el año 2011 Araña editorial publica su libro Mundos imaginados. Participa en diversas antologías y en 2015 publica su novela Selva. En 2017 publica para sus amigos una primera versión de Ciudades imposibles, libro de relatos que Medulia editorial publicaría luego en 2021.





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