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martes, 11 de noviembre de 2025

UN LUGAR COMO NUESTRO HOGAR

Ana Cristina Rodrigues

 

Siguió las instrucciones de la Bruja Buena.

Golpeó tres veces los talones apretados en los zapatos duros e incómodos, hechos con piedras preciosas. Escuchó, como un mantra, “no hay lugar como nuestro hogar”. Repitió las palabras en un susurro y abrió los ojos. Estaba exactamente en el mismo sitio de antes.

—¿Qué pasó? ¡Todavía no estoy en Kansas!

La única diferencia que logró percibir fue en las expresiones de quienes la rodeaban. Donde antes veía cariño y afecto, ahora había perplejidad y un toque de horror. El León, que se había estado jactando de su valentía, se escondía detrás del Hombre de Hojalata, que permanecía impasible. El Espantapájaros tenía cara de no entender nada.

Y la Bruja Buena la miraba mientras se rascaba la cabeza con la estrella en la punta de la varita.

—¿Por qué me miran así? ¿Qué ocurrió?

La Bruja Buena respiró hondo antes de responder.

—Estás… estás verde, ¡Dorothy!

El León soltó un largo gemido.

—¡No me mates, por favor! Tengo la piel mala y la carne dura...

Cansada y frustrada, Dorothy finalmente perdió la paciencia.

—¡Cállate! ¿Aún no te cansaste de quejarte? ¡Cielos! —Se volvió hacia Glinda, apuntando con un dedo que terminaba en una larga uña negra que no estaba allí antes—. ¿Qué me hiciste?

Glinda empezó a alejarse, caminando hacia atrás.

—Es que había un riesgo, un riesgo muy, pero muy pequeño, de que el hechizo de los zapatitos... bueno, los zapatitos consideraron que tu hogar ahora es... aquí.

Y en medio de una explosión brillante, Glinda simplemente desapareció, dejando a Dorothy aturdida, mirando a sus compañeros de viaje. Respiró hondo.

—Parece que ya no iremos a casa, Totó... —miró el cesto que aún tenía en el regazo—. ¿Totó?

Tiró del pañuelo, aún incómoda con sus largas uñas negras. Cuando el paño cayó al suelo, el contenido del cesto se reveló: era uno de los monos alados. El color del pelaje era el mismo del pequeño perrito, y la miraba con devoción a aquella que había sido Dorothy.

El grito que dio reverberó por toda la tierra de Oz.

 

Pasaron años, décadas, quizás incluso siglos. Dorothy cazó y mató a todas las brujas, buenas y malas, de todos los puntos cardinales. Ahora era solo la Bruja.

Miró por la ventana del palacio en la cima de la Ciudad Esmeralda y suspiró.

Aún extrañaba mucho su casa, aquel lugar sepia y sin interés. Era tan... desalentador tener que abrir los ojos cada día a aquel exceso de colores chillones. Intentó por todos los medios hacer que la ciudad fuera menos verde, los ladrillos menos amarillos, sin éxito alguno.

—Señora-majestad-su-brujencia... —Una voz la sacó de sus divagaciones.

—Habla, chatarra inmunda —se volvió hacia la figura oxidada y chirriante de su antiguo compañero de viaje. Caminó lentamente hasta su trono, pisando con fuerza la alfombra de piel de león. El idiota había decidido ser valiente justo cuando ella estaba a punto de matar a Glinda, la penúltima bruja. Retrasó el momento en el que se iba a completar su dominio por... muchos años.

—E-el-hombre-de-paja-llamó-encontró-algo-pidió-para-ir-allá.

La Bruja se irguió y golpeó los talones de los malditos zapatos de rubí. Desde que había llegado allí no había podido quitárselos. ¿Lo peor? Odiaba el rojo. Pero al menos eran una buena forma de transporte. Un golpe de talones y estaba en medio del campo de cerebros.

Era una plantación donde antes había un maizal, pero los largos tallos verdes habían sido sustituidos por estructuras metálicas con cerebros en sus cimas, los mejores de aquel extraño lugar. Las máquinas estaban todas conectadas a la cabeza del Espantapájaros.

El antiguo compañero de viaje de la niña de Kansas yacía inmóvil en medio del campo, con su cuerpo prácticamente desprovisto de paja. Los cuervos, muy abundantes en la región por las carnicerías de su gobernante, no le temían a aquella criatura patética.

Pasaba sus días inmóvil, pensando y pensando en una manera de sacarla de Dor, el nuevo nombre de Oz.

—¿Qué fue, inútil?

—La solución puede estar en un punto intermedio, entre viajes por planos diferentes y realidades alternativas. Si creas una realidad en la que tu historia sea influyente y alguien represente tu historia, podrías sustituir a esa persona en el momento exacto, sacándola del flujo temporal y ocupando su lugar.

Ya estaba acostumbrada al nuevo modo de hablar de aquella criatura. Se detuvo y pensó, sosteniendo su barbilla puntiaguda y arrugada.

—Sí, podría funcionar. Solo necesito hacer que alguien cree algo sobre mi historia que se convierta... en una obra de teatro o un espectáculo de circo. Escribe.

—¿Cómo, señora?

—Pon esta historia mía tan rara por escrito. Pero en el momento en que el hechizo de esos malditos zapatos –y golpeó los pies en el suelo, como la buena niña caprichosa que aún era, pese a los años– salga mal, tú serás el que cambie. Di que salió bien y que viví feliz para siempre.

—Señora, no puedo escribir —intentó levantar las mangas de la camisa, sin éxito.

La Bruja puso los ojos en blanco, fastidiada, y vio al Hombre de Hojalata allí, parado a su lado. Ya casi no servía para nada, de tan viejo y oxidado. Podía perfectamente quedarse allí y servir de máquina de escribir. Chasqueó los dedos y así fue. El Hombre de Hojalata quedó junto al Espantapájaros, un hilo de cobre entrando en su cabeza para transmitir los pensamientos de éste.

Pasó un tiempo más, no sabía cuánto, los días habían perdido su significado hacía mucho. Pero finalmente un mono alado vino a llamarla. No era Totó, que había vivido la vida normal de un perro-mono-alado, pero se le parecía; era el más parecido del grupo actual, y por eso su favorito.

Le entregó un cuadrado de papel y se sentó sobre la alfombra de león, ya bastante raída. La Bruja pensó si debía leerlo o no. Encogió los hombros y sacudió la cabeza. Inmediatamente el libro desapareció frente a ella.

Fue casi inmediato. Sintió un escalofrío, un estremecimiento, como si alguien pisara su tumba. Fue hacia el espejo que el Mago farsante había usado y chasqueó los dedos. Allí, frente a ella estaba... su historia. Sí, los escenarios eran falsos, el hombre de hojalata parecía más de cartón. Y máquinas extrañas rodeaban a las personas disfrazadas. Pero era su historia bien representada. Y en la escena exacta, la niña –si alguna vez fue tan joven– se preparaba para cerrar los ojos y golpear los pies.

—No hay mejor lugar que nuestro hogar.

Hacía calor bajo aquellas luces fuertes y su piel picaba. Abrió los ojos y vio que estaba en el escenario que había visto en el espejo. Miró hacia abajo y sus manos ya no estaban verdes... y el perrito estaba en la cesta. Iba a gritar, pero alguien se adelantó.

—¡Corte! Media hora de descanso y volvemos a intentarlo.

Una confusión a su alrededor, voces altas y risas, gente quitándose partes del disfraz mientras otros ajustaban los decorados.

—¿Qué... pero… Kansas?

Una mujer se le acercó, sosteniendo una toalla mojada.

—¿Qué Kansas, niña? La escena de Kansas se filmó al principio de la producción, ¿olvidaste? Ahora cierra los ojos que necesito retocarte el maquillaje, tu frente brilla demasiado con esta luz.

Ella no estaba en casa. Aquello no era Kansas. Todo era falso y vacío.

Sintió mucha, muchísima nostalgia de Oz y golpeó los zapatitos.

Y nada pasó.

Dorothy ya no tenía hogar.


Título original: Lugar como a nossa casa

Traducción: Sergio Gaut vel Hartman


Ana Cristina Rodrígues nació en São Sebastião do Rio de Janeiro, Brasil, en 1978. Es historiadora, una perfecta coartada para pasarse la vida leyendo y escribiendo. Profesionalmente ha publicado dos artículos: "Visões da morte na História dos Francos de Gregório de Tours" (2004) y "Os Votos do Faisão: ideais de cavalaria na corte borgonhesa do século XV" (2004). En materia de narrativa publicó en Sci Pulp, Scriptonauta, Blocos Online, Scarium e Inpempol. En materia de ficción literaria, publicó en Sci Pulp, Scriptonauta y Blocos Online. Dos de sus cuentos se tradujeron al castellano y se publicaron en Axxón.

 

sábado, 27 de abril de 2024

CLAROSCURO


Ana Cristina Rodrigues 


Una semielfa caminaba con confianza por el bosque. Conocía todos los caminos y senderos. Reconocía a los pájaros por su canto, a los árboles por su olor. La temperatura era tan agradable que, a pesar del invierno, podía engañarse pensando que la primavera había llegado antes de tiempo.

Ni siquiera parecía que esta excursión fuera para aprender ciertas artes mágicas oscuras que le habían sido negadas por sus ancestros y que necesitaría para vengar a aquellos a quienes amaba.

Caminó con la cabeza en alto. Rompería la regla que prohibía la enseñanza de la Necromancia para aquellos que tenían sangre mestiza.

 

Oscuridad. Calor. Un útero primordial, hecho de calidez y negrura, envuelto en caos organizado.

Conciencias que se deslizan, uniéndose brevemente. Tocan los pensamientos ajenos, comparten las experiencias de su mundo oscuro y tranquilo.

En el Plano Sombrío, hay pocas reglas. Tal vez solo una realmente importa.

No tocar. Jamás tocar la conciencia en algo que no sea de la materia negra y fluida, cálida, tranquila e inmutable que es la sombra.

 

Cuando llegó al lugar adecuado para la invocación, la noche ya se acercaba. No había luz solar, el mundo se había paralizado en ese extraño tiempo que no existe, entre el día y la noche. El crepúsculo le daría tiempo suficiente para preparar el encantamiento necesario.

Montó un pequeño campamento. Se despojó completamente de sus vestimentas, tratando de ignorar el frío que erizaba su piel desnuda. Armada con una daga de plata, caminó con determinación hacia la piedra negra en forma de puerta, ubicada en el centro del claro.

Comenzó a cantar.

 

Contacto, separación. Fluidez, oscuridad. Sombra no tenía conciencia de cuánto tiempo había vivido en la plenitud de su plano. Un tirón, algo incomprensible. Estaba siendo arrastrada, arrancada, expulsada del útero sombrío que habitaba desde siempre. No gritó por desconocer la utilidad del sonido. En la masa negra del Plano Sombrío, se formó un pequeño agujero donde había estado la Sombra, llenándose lentamente por la constante fluidez de la oscuridad.

 

La canción terminó en el momento en que la realidad gritó. La fisura se cerró sobre sí misma. Ella no lo vio, solo lo sintió, con los ojos cerrados, concentrada en el encantamiento que realizaba por primera vez. Cuando el último sonido se apagó, tuvo el coraje de abrir los ojos; el claro estaba envuelto en una oscuridad informe y un calor difuso. Fortaleciendo su voz, ordenó.

—Toma forma, oh Sombra que he conjurado, y atiende mi petición. —El manto negro se concentró frente a ella y pudo ver nuevamente, envuelta por la tenue luz de las estrellas sin luna.

 

Incluso esa mínima claridad molestaba a Sombra. La orden de la criatura pálida frente a ella era irresistible, y no tenía cómo desobedecer. Adoptó una forma ligeramente parecida a la de esa figura blanca, tratando de entender lo que estaba sucediendo. Ninguno de sus contactos primordiales le había explicado o comentado sobre eso.

Para obedecer la segunda orden, rompió la única regla que conocía. Extendió su masa oscura y tocó la conciencia/cuerpo de esa extraña criatura.

 

Impacto. Dolor. Confusión. Asombro. Espasmo. Orgasmo.

Las sensaciones recorrían ambos cuerpos.

Temblaban, ella en la suavidad sólida de la carne.

Sombra ondeaba, la fluidez oscura parecía agua agitada por el viento.

Se convirtieron en uno solo.

 

Así comenzó el largo aprendizaje de la semielfa.

Durante meses, su residencia fue ese claro. Los días no importaban mucho, ya que las sombras solo podían existir de noche. Gradualmente, el conocimiento de la manipulación de todo lo contrario a la luz y al sol se hizo suyo, y ella cambió. Sus ojos se volvieron más fríos, más tranquilos, inmóviles.

Sombra también cambió. La forma humanoide ya le resultaba cómoda y aprendió a responder a las peticiones y estímulos de la criatura tan pálida.

Una noche, la joven dijo:

—Oh. Sombra, enséñame la magia más mortal, la Palabra que mata. Un silbido, un susurro sombrío y siniestro surgió de la Sombra.

—¿Para qué? —Ella sintió un sobresalto.

—¿Tú... hablas?

—Sí. Aprendí. Veces. Toqué. Tu mente. ¿Para qué?

—Para matar a los que mataron a los míos —respondió ella con los puños cerrados y los ojos nublados. Las estrellas desaparecieron, y la oscuridad pareció emanar de la Sombra.

—Enseña. Solo si. Te entregas.

Sombra había tocado la conciencia e inconsciencia de la mestiza. Aprendió su lengua, patrones de comportamiento. También absorbió pasiones, deseos, sensaciones desconocidas. El tiempo de aprendizaje se agotaba; pronto regresaría al caos de donde emergió. Y necesitaba saber.

Ella vaciló por un instante. Pero su vacilación no duró mucho. Abrió los brazos y dejó caer el manto que la cubría.

Permaneció quieta, inmóvil. Esperando que la sombra la envolviera, con su cálido e inesperado abrazo. La imagen sensorial que había asociado a la negrura era la del frío helado de la noche. Pero el toque de esa Sombra era diferente. Tenía calor y la consistencia de algo fluido, atrapándola en un abrazo que parecía eterno.

Escuchó la voz que susurraba en su oído, sintió el aliento fresco de la criatura, proveniente de otro plano, respondiendo a su llamado. Sabía que estaba prohibido el contacto físico con seres de otros planos existenciales, pero ¿cómo podía negarse?

Inclinó la cabeza hacia atrás, con los ojos cerrados, simplemente sintiendo el éxtasis y la agonía que acompañaban cada toque del amante sombrío que había elegido para sí. Seguía el rastro de calor del camino que la materia oscura recorría en la piel clara, erizada de placer. Gimió con mayor intensidad cuando Sombra tocó una parte aún más sensible de su cuerpo.

Estaba inmersa en las sensaciones.

Sombra sabía, por el contacto con la conciencia, lo que le daría placer a la criatura alba que estaba allí, en sus brazos. Pero no podía esperar por su propio éxtasis, por las extrañas ondas que temblaban en su materia al rozar la piel. La tensión crecía. Algo debía suceder; Sombra renunció a su forma humanoide, y su fluida consistencia cubrió a la semielfa por completo, tocándole todo el cuerpo. Ahogó sus gemidos, penetró en su interior, se convirtieron en uno solo.

 

Se despertó sola, desnuda, en medio del claro. No había señales de nada de lo que había sucedido. Se preguntó si solo habría sido un sueño. Solo el recuerdo de un nuevo hechizo indicaba que no.

Se sintió triste, como si hubiera perdido algo irreparable. Abrazó sus propios hombros y se permitió un momento de nostalgia, recordando el cálido y ligero toque del ser que había invocado. Pero el momento pasó, y siguió su camino.

 

Oscuridad, caos. Rigidez, deformación. Se rompieron reglas.

Toque en criaturas de piel. ¡Profanación! La siempre tranquila masa oscura del Plano Sombrío se agitaba, convulsiva, al sentir en su conciencia lo que Sombra había hecho.

No fue castigado porque no existían castigos allí. Y aunque lo hubiera sido, para él valdría la pena. Se convirtió en la excepción, Sombra que sentía. Tiniebla que, algún día, podría seguir a aquella a quien había tocado.

 

Título original: Chiaroscuro

Traducción del portugués: Sergio Gaut vel Hartman

 

 

Ana Cristina Rodrígues nació en São Sebastião do Rio de Janeiro, Brasil, en 1978. Es historiadora, una perfecta coartada para pasarse la vida leyendo y escribiendo. Profesionalmente ha publicado dos artículos: "Visões da morte na História dos Francos de Gregório de Tours" (2004) y "Os Votos do Faisão: ideais de cavalaria na corte borgonhesa do século XV" (2004). En materia de narrativa publicó en Sci Pulp, Scriptonauta, Blocos Online, Scarium e Inpempol. En materia de ficción literaria, publicó en Sci Pulp, Scriptonauta y Blocos Online. Dos de sus cuentos se tradujeron al castellano y se publicaron en Axxón.

 

 

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