Ruben De Baerdemaeker
Había una vez un
cuento de hadas que deseaba con todas sus fuerzas ser contado. No faltaban las
ocasiones: la luz era escasa y las noches de invierno, largas. Junto al fuego
del hogar se contaban historias para matar el tiempo, para educar a los niños y
para hacer estremecerse a los adultos pese al crepitar de los leños. Noche tras
noche se acercaban las sillas a la chimenea, y una atención casi sagrada se
instalaba en la sala.
Los cuentos de la abuela eran los
que despertaban mayor entusiasmo. Conocía cientos y sabía narrarlos como nadie.
Hablaba de fantasmas, de brujas, de príncipes y de trolls, de princesas y de
hadas madrinas. Los cuentos eran siempre los mismos y, a la vez, cada vez un
poco distintos. Cobraban vida en formas imprevisibles y caprichosas que
parpadeaban en el resplandor del fuego y chisporroteaban en la madera humeante.
Pero aquel cuento en particular, ese, nunca llegaba a contarse.
Un día la abuela enfermó, como les
sucede a todas las abuelas tarde o temprano, y se metió en la cama para no
volver a levantarse jamás. Su nieta menor se trepó junto a ella en la gran cama
y tomó con suavidad la mano vieja y temblorosa de la anciana.
—Vamos, abuela, cuéntame otro
cuento.
La anciana abrió los ojos y
suspiró.
—Ay, niña querida, todo ya ha sido
contado. Creo que ya no me queda nada que decir.
—¿El de la princesa, abuela? ¿La
princesa y el dragón?
—Ay, pequeña. La princesita eres
tú, ¿no lo sabías?
La nieta pensó profundamente.
—¿Y el dragón, abuela? ¿Eres tú el
dragón?
La abuela sonrió su última sonrisa.
—No, niña, eso espero que no. Al
dragón todavía lo encontrarás. Y entonces sabrás que puedes derrotarlo.
—¿No hay entonces ningún cuento que
aún no hayas contado, abuela?
El cuento no contado sintió que ese
era el momento: una oportunidad única. Estaba de pie junto a la cama y sabía
con certeza que la abuela lo veía. Pero la anciana exhaló su último aliento y
dejó ir el mundo, y el cuento no fue contado.
La niña no siguió siendo niña, sino
que creció hasta convertirse en una joven fuerte que seguía amando las
historias. Nadie recordaba los cuentos de la abuela como ella, y por las noches
se sentaba junto al fuego y narraba, imaginaba y tejía nuevos hilos en la rueca
de su abuela.
El cuento no contado no había
desaparecido y no dejaba de esperar. Se ocultaba en las sombras, silencioso y
tímido. Se quedaba en un rincón junto a la chimenea, donde hacía calor,
esperando que la joven lo advirtiera algún día. Se escondía entre los pliegues
de las cortinas, listo para aparecer cuando caía la noche. Todos los viejos
cuentos eran contados, pero el cuento no contado permanecía inadvertido y sin
oídos que lo escucharan.
Fue un día triste para todos los
habitantes de la casa cuando la mujer se marchó, con sus pocas pertenencias en
un gran hatillo, pero no hubo forma de detenerla. Quería ver el mundo, decía,
vivir aventuras. El cuento no lo comprendía. ¿Acaso no había más aventuras
junto al fuego que en el mundo? Y allí estaba el cuento no contado, que habría
podido ser tan nuevo e inesperado. Se replegó aún más en su rincón oscuro. Se
dobló sobre sí mismo y se volvió invisible, pues ahora estaba seguro de que
nadie querría contarlo jamás.
Los años pasaron y las estaciones
se sucedieron como suelen hacerlo. Cuando hacía frío y oscurecía, los leños
ardían en la chimenea y a veces todavía se contaban historias, pero nunca como
antes. Nadie sabía narrar como la abuela, hacía mucho tiempo, ni como su nieta,
que vagaba por el mundo, visitando lugares lejanos. El cuento no contado descubrió
que las voces alrededor del fuego fueron menguando hasta casi desaparecer. Ya
lo había oído todo, y cada nueva variación le resultaba banal y sin vida.
Un día apareció un objeto nuevo en
la sala. Tenía botones brillantes y, al girarlos, salían voces, o incluso
música. Ya no se contaban historias junto al fuego: solo se escuchaba. Después
de la cena se sacaban las labores y se cargaban las pipas, y solo voces
mecánicas resonaban desde el nuevo aparato. El cuento no contado permaneció en
su rincón tratando de no escucharlas. Todo lo que necesitaba saber del mundo ya
lo llevaba dentro, y el crepitar del fuego y el de la radio se fundieron en
nada más que ruido.
La niebla del tiempo se disipó
cuando la mujer regresó a la casa. Había viajado, había vivido y había
envejecido. El cuento sintió que despertaba de un largo entumecimiento y
comenzó, suavemente, a esperar de nuevo. Por las noches la mujer contaba historias,
pero eran relatos extraños, sin un “vivieron felices para siempre” al final.
Los oyentes asentían, pero no se conmovían como antes y, al cabo de un rato,
volvían a encender la radio.
Cuando todos dormían, el cuento se
deslizó hasta el dormitorio de la mujer que había regresado. Ella aún estaba
despierta y se sentaba junto a la ventana, escrutando la noche oscura. El
cuento se plantó justo frente a ella.
—Todavía estás aquí —dijo la mujer.
—¿Sabías que existo?
—Claro que lo sabía. Mi abuela
también lo sabía. Por ti tuve que marcharme.
—Si sabías que estaba aquí, ¿por
qué nunca me contaste?
—Ay, cuento, si te hubiera contado,
nadie te habría comprendido.
—¿Y ahora? ¿Por qué no me cuentas
ahora?
—Ay, cuento, ahora es demasiado
tarde, ¿no te has dado cuenta? Aquí ya no hay lugar para los cuentos. Si te
contara ahora, nadie nos escucharía.
—¿Por qué no me llevaste contigo?
La mujer guardó silencio un
momento, y una lágrima brilló en su ojo.
—Ay, cuento, no podía llevarte
conmigo: nunca habría podido cargarte.
El cuento sintió regresar la vieja
y conocida desesperación.
—¿Y yo? ¿Qué se supone que debo
hacer?
—Cuento, nunca te contaré, pero
tampoco te olvidaré jamás. En algún lugar del mundo habrá alguien que quiera
conocerte y que sepa dónde y cuándo puede contarte.
—¿Dónde puedo encontrarlo?
—No lo sé, nadie lo sabe. Además,
eres muy especial, muy distinto. Eso lo hace difícil. Pero no es razón para no
buscar. Difícil no es imposible. Y recuerda que todo cuento, toda historia, ha
permanecido mucho tiempo sin ser contada: no estás solo.
—¿Debo irme?
—Sal al mundo, busca tu tiempo y tu
lugar, y a la persona que pueda contarte mejor de lo que yo jamás podría. Ve
ahora. Pensaré en ti a menudo.
El cuento comprendió que la mujer
tenía razón. Se deslizó fuera de la habitación y de la casa, y sintió que no
habría sido necesario esperar tanto tiempo para hacerlo. La mujer de la casa
envejeció y se debilitó, hasta que enfermó y murió en la cama en la que una vez
había sostenido la mano de su abuela y pedido un último cuento.
El cuento no contado aún vaga por
el mundo, en busca del lugar adecuado, del momento justo y del narrador
indicado. Se oculta en las sombras junto al fuego del hogar y entre los
pliegues de las cortinas, esperando en silencio y deseando que alguien lo advierta
y, en el momento preciso, en el lugar exacto, lo despierte a la vida. Por las
noches susurra suavemente para sí:
—Mírame, llévame contigo. Dame tu
aliento y cuéntame.
A Ruben De Baerdemaeker siempre le
han apasionado los libros y las historias, desde que tiene memoria. Imparte
clases de neerlandés e inglés en un instituto de secundaria en Bélgica, donde
disfruta leyendo cuentos y poemas con sus alumnos, a la vez que los anima a
escribir. Escribe principalmente ficción especulativa y ha publicado varios
relatos cortos en neerlandés, en línea, en revistas y en libros. Su primer
libro en solitario, una colección de relatos cortos, se publicará en 2026.
