Mostrando entradas con la etiqueta Patricio G. Bazán. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Patricio G. Bazán. Mostrar todas las entradas

sábado, 15 de noviembre de 2025

LA HERMANDAD OSCURA

Patricio G. Bazán

 

Todos lo conocían al tuerto loco de Lacroze y Corrientes, aún aquellos transeúntes que pasaban a su lado tratando de que no se les pegara su locura, su pobreza o, simplemente, su mugre ancestral. Era uno de los tantos infelices que se mantienen con un pie en cada mundo, saltando continuamente los límites de la impiadosa selva urbana y su propio universo personal, inútil para los depredadores, incomprensible para el resto de los animales mansos. Tal vez por rehuir el contacto con la fauna humana como hacía él, su muerte me dolió más de lo que hubiese permitido.

Todo hombre solitario cultiva con los años una serie de ritos personales, y uno de los míos era disfrutar cada tanto de un par de porciones de muzzarela con moscato en la pizzería frente al Cementerio de la Chacarita. Fue así como nos conocimos con el viejo Odín.

Ignoro si se trataba de su verdadero nombre: hablaba una mezcolanza de lunfardo, alemán, y algo que tal vez fuese noruego; una jerigonza con sabor a mares nórdicos que nunca pude pescar a la primera, pero que tampoco parecía obstaculizar nuestras charlas. No mendigaba ni daba lástima: el tipo se plantaba dignamente en la vereda a realizar sus propios ritos personales sin importarle el devenir del mundo. Dicen que las autoridades se lo llevaron detenido un par de veces, pero la verdad es que no molestaba a nadie, y no faltaba quien le acercase un plato de comida, o le tirase un par de pesos en los momentos en que se quitaba su sombrero aludo y feo, y lo dejaba en el suelo junto a su bastón de peregrino para adorar al sol. Una vez le pregunté su nombre y, después de varios intentos en las pocas lenguas comunes que conocíamos, comprendí que podía ser el de la divinidad que decía representar: Wotan. Es decir, Odín.

No es que el pobre hombre se contentara con ser un fiel seguidor del culto al dios nórdico: realmente afirmaba ser la reencarnación de Wotan, y en cada uno de nuestros demenciales encuentros aprovechaba para advertirme acerca del Ragnarök, o "Crepúsculo de los Dioses". Como el Apocalipsis cristiano, pero con menos extras y algunos efectos especiales más.

Rodeado de policías preguntándose qué sentido tenía chupar frío por causa de un indigente muerto, yacía el cuerpo de Odín sobre una pira de frazadas ennegrecidas y malolientes, aparentemente incinerado por desconocidos; tan retorcido y penoso como una figura quemada en la hoguera de San Juan. Los dos perros que a veces lo acompañaban, negros, hirsutos e incongruentes como su amo, se habían quedado para escoltarlo al Valhalla. Uno a sus pies, el otro junto a la cabeza, ambos sorprendidos por las llamas, pero fieles hasta el final. Busqué con la mirada en lo alto los cables eléctricos en busca de dos cuervos vigilantes, pero no estaban. Algo me decía que ya me los cruzaría más tarde.

Mi trabajo de hurgar en los misterios de las vidas ajenas me había vuelto una especie de paria como él, y algo de esa conexión afectiva debía reflejarse en mi cara porque uno de los policías se me acercó, quizás para matar el aburrimiento.

—¿Lo conocías al viejo?

Lo miré antes de responder, aunque ya había reconocido esa voz nasal, rasposa y taimada: Cáceres, seguramente el encargado de investigar el homicidio.

—Como usted y el resto del barrio: el loco de la Chacarita.

Con el policía nos conocíamos desde hace rato, pero nunca quise darle la mano. Un gesto respetuoso de la cabeza como máximo, pero nada de familiaridad. No siempre estábamos parados en la misma vereda de la legalidad, y dejarlo en claro era otro de mis ritos personales.

—Diría que fueron al menos dos, y que lo quemaron vivo; veremos qué dicen los peritos. Es el tercero de este mes. Si sabés algo, Rambler, no me vendría mal un poco de ayuda...

—Sabía de él lo poco que saben todos. ¿El tercer qué, indigente?

Sonrió como un lobo antes de responder:

—El tercer fanático religioso que termina muerto por el fuego. Un viejo budista, un griego barbudo y ahora éste...

A la caprichosa luz de los patrulleros, pude ver lo que habían dejado del pobre Odín. Aguzando la mirada, descubrí sobre su pecho un pedazo de madera casi carbonizado en el que habían grabado una frase que tardé en entender. Cáceres lo notó:

—"Gutan mortuus est". No te fatigues la vista, hermanito. ¿Alguna idea?

"Odín está muerto", traduje mentalmente.

—Ninguna.

Su sonrisa desapareció al instante. Sabía que yo sabía más de lo dicho, y que no pensaba trabajar gratis para él. Lo que descubriera para aclarar su muerte, lo haría por mi cuenta. Se lo debía al viejo.

—Bueno; si no sabés nada, seguí tu camino y no molestes: algunos trabajamos, aunque no lo creas...

Discrepaba con esto último, pero lo callé. Cáceres tenía que ser muy obtuso (o muy corrupto) para no ver un patrón en estas muertes. Gautama, Zeus, Wotan... Estaba relacionado con los antiguos dioses paganos.

Una sombra inquieta en el pasaje de la vereda de enfrente llamó mi atención. Puse cara de ofendido y crucé la calle cabizbajo, como un alumno reprendido. Miré hacia atrás: Cáceres le gritaba órdenes a uno de los agentes para que interceptara al móvil de un noticiero sensacionalista. Ya se había olvidado de mí.

Al entrar en el oscuro callejón junto a la estación del tren se me acercó un desconocido, con el viejo truco del pedido de lumbre para el cigarro. Lo dejé hacer: esa noche me sentía curioso.

—Gracias. Pobre tipo, ¿le dijeron algo? —preguntó. La mortecina luz de la llama reveló una cara afilada, no demasiado joven y con ojos de obsidiana. La voz calzaba perfectamente con el resto de su figura: oscura, fría, anónima.

—No mucho. Parece que andan matando cirujas.

Asintió. Todavía no sabía qué pensar de mí, aunque estábamos iguales: tampoco sabía si el tipo era un curioso, un ratero, un vecino morboso o un policía de civil.

—Como lo vi hablando con ellos... —insistió señalando a los patrulleros con un mentón afilado como la proa de un rompehielos—. ¿Policía?

—Privado, no se alarme. No me llevo tan bien con ellos como para traducirles mensajes post-mortem en latín... ¿Quiere saber algo más, Mentón? Mido 1.83, peso 85 kilos recién bañado y le rezo seguido a San Coltrane.

No le gustó mi respuesta, y no se privó de señalármelo.

—Gracioso, ¿eh?

—Y además, despierto. Rápido, por cincuenta rupias: ¿cuántas bailarinas de hula-hula tengo en el bolsillo?

Un sonido de pisadas sobre ripio me advirtió de que no estábamos solos. Algo duro sobre mi espalda lo confirmó rotundamente.

—Las preguntas las hacemos nosotros, caballero.

Una voz educada, bien modulada. Voz de mando, pero no de mandón. El tono justo y preciso, y que Dios proteja a quien lo contraríe.

Mentón aprovechó para hurgarme entre las ropas en busca de armas, documentos o bailarinas ocultas. Reconozco que lo hizo rápido: casi ni noté cuando le pasó mi cartera al Señor Educado. Leyó mis documentos un par de veces, y comenzó con su discurso.

—No nos preocupa lo que sabe, Rambler, sino lo que piensa hacer con ello. Entendió la inscripción, era amigo del muerto, y ahora anda fisgoneando. Eso es un problema...

—Ya. Tiemblo de espanto por las represalias, par de retardados. ¿Qué les importa la muerte de un pobre viejo? Y ya que estamos, ¿para quién iba el mensaje grabado en la placa?

Mister Educado lanzó un suspiro.

—Demasiadas preguntas, hermano. Una pena...

Sonó a discurso de despedida. Como esperaba lo peor, me la jugué: me abalancé sobre Mentón, derribándolo con violencia, y giré con rapidez lanzando un cross de derecha que no llegó a destino. Normalmente, esta gracia me hubiera costado la vida, pero el Señor Educado solo se limitó a esquivarlo sin dejar de apuntarme. Lo que se dice, un verdadero profesional.

—Por favor, no haga el tonto. Acompáñenos: usted sabe más de lo que dice.

El auto, tan negro y anónimo como ellos, estaba ahí nomás. Me resigné a seguir el menguado cortejo: Mentón al frente, sacudiéndose las ropas con fastidio, un servidor y el hombre de la pistola cerrando la procesión. Me invitó a entrar a la parte de atrás ("después de usted"), y cuando me acomodé sobre el mullido asiento vi que el otro ya estaba tras el volante.

El Señor Educado se instaló a mi lado luego de cerrar la puerta con la energía precisa: apenas si hizo ruido. La pistola se había quedado a vivir en su mano. Lo examiné por primera vez con detenimiento.

Rondaba una edad indeterminada entre los cincuenta y los ochenta años, cada arruga en el sitio indicado, y un aire docto y sereno más propio de un teólogo que de un frío asesino. Llevaba el cabello blanco casi al rape y el rostro perfectamente afeitado; el conjunto de sus ojos grises y la nariz afilada le daban aspecto de halcón al acecho. Pese a considerarlo peligroso, lo encontraba interesante.

Partimos en silencio, despacio, como si asistiéramos a un entierro. Rogaba que no fuese el mío.

—Bien, ya estamos más cómodos para que comience su relato —soltó.

—Más bien dirá mi confesión, Padre... —No digo que se les cayera la mandíbula, pero faltó poco. Mentón me taladraba con la mirada a través del espejo retrovisor, y mi acompañante abrió los ojos un par de milímetros más, lo que en su caso equivalía a un grito de sorpresa—. Tranquilos, no los conozco; ocurre que para un ex-monaguillo, el olor a incienso de sus ropas me estimuló la memoria. Estudié con los Jesuitas: usted me recuerda a ellos. —Quedaron en silencio. Dudaban: eso era bueno. A falta de santos, me encomendé a mi labia, y aproveché a seguir golpeando mientras durara la suerte—. Están liquidando a gente de la calle, algo normal. Sí, también soy cristiano y me parece terrible, pero ocurre tan menudo que casi a nadie parece importarle. Precisamente, es por ese acostumbramiento a la violencia cotidiana que estos tres últimos homicidios estaban destinados a pasar desapercibidos, ¿entiende? Como declarar una guerra para ocultar un cadáver. "¿Dónde esconderá el sabio una hoja cuando no hay un bosque a mano..?"

—No es usted precisamente el padre Brown...

—Ni usted Chesterton, pero es la misma historia. ¿Qué necesidad tiene la Iglesia de eliminar a unos insignificantes viejos paganos? No me diga que me perdí la fiesta de reinauguración del Santo Oficio...

No contestó enseguida. Mis pullas para desequilibrarlo le causaban el mismo efecto que un insulto a la estatua de Garibaldi. A pesar de los vidrios polarizados, podía ver que bailábamos un vals en torno al Cementerio. Se aclaró la garganta, eligiendo cuidadosamente las palabras.

—Acierta y falla en sus conclusiones, hijo. No somos "la Iglesia" como supone, sino un grupo de tareas tan secreto como anónimo, aunque servimos al mismo Jefe. Se nos conoce como "La Hermandad Oscura", y nuestro brazo tiene largo alcance. No estamos liquidando "viejos paganos", como afirma, aunque sí puedo confesarle que, más que viejos, son antiguos: tienen miles y miles de años de edad. —Fue mi turno de perder la mandíbula por el asombro—. Viejos como dioses de las religiones de la Antigüedad —continuó su discurso—. Ancestrales tiranos derrocados, viviendo en un exilio terrenal reencarnados como hombres y mujeres corrientes, desterrados del mando y la adoración de sus pueblos. ¿Quién venera hoy a Tarnos, Knum, o Tanit? ¿Dónde se reúnen los fieles para implorarle a Júpiter o Mitra? Están ahí, Rambler; esperando el momento en que sus fieles vuelvan a reclamarlos para despertar.

—"Porque donde dos o tres se reúnen en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos." —solté, sin pensarlo.

—Mateo 18:20. Buen lector de su Biblia...

—Prefiero el Dios de los Evangelios que al patotero del Antiguo Testamento.

Endureció la mirada. Había algo más que orgullo en el brillo de sus ojos.

—En esta guerra metafísica, somos soldados de un Dios colérico y victorioso: nunca lo olvide.

El cerebro me dio una vuelta en la montaña rusa. Definitivamente, mi universo se había vuelto loco. Hice un esfuerzo para preguntar: tenía la boca seca.

—Padre, debo haber entendido mal: ¿intenta decirme que esos... pordioseros sin techo que vemos a diario son, en realidad, los poderosos dioses de antaño?

Me miró con la misma expresión de lástima de un profesor tratando de explicarle la lección a un alumno especialmente idiota. Un hondo suspiro después, condescendió a contestarme:

—Milton. Soy el Hermano Milton, y el Hermano Dante —señaló al chofer, con un gesto—; lo que intento es plantar un interrogante en su cerebro, Hermano Incrédulo. ¿Jamás se preguntó sobre qué les ocurrió a todas las deidades que regían las vidas y los  destinos de los pueblos primitivos? Para ellos, sus dioses eran tan verdaderos y poderosos como Nuestro Señor. Entonces, ¿donde están? Y, por favor, no me responda que fueron nuestros misioneros con fuego y acero quienes los condenaron al ostracismo: ni persas ni romanos pudieron suprimir el culto a Yahvé. —Curiosamente, esta vez no pude responderle nada, así que prosiguió—. Imagine el siguiente escenario: Nuestro Señor –único, verdadero y eterno, como los tres presentes sabemos– está pronto a venir. Y esta vez la cosa va en serio: nada de tomar prisioneros. Los dioses depuestos fueron reales, no lo dude, y han sido derribados por Dios y sus Legiones; sus cultos, suprimidos y olvidados. Pudieron elegir entre la muerte y el destierro; los primeros, han sido borrados de la memoria humana. Los que cayeron a la Tierra persisten en la forma de mitos y leyendas folclóricas, que cada tanto resurgen débilmente como modas new age para ser reemplazados según los dictados del marketing. Y como a menudo ocurre en la política humana, los viejos adversarios nunca se quedan tranquilos: conspiran en las sombras, compran y venden voluntades, empeñados en su fantasía de volver a la gloria y el poder de antaño. Algunas fantasías son peligrosas, ¿no lo sabe? 

Tomé aire como un nadador exhausto que teme no volver a la orilla.

—Me resisto a creerlo sin más pruebas que sus palabras. —No podía aceptar tamaña tontería, pero tampoco quería expresarlo abiertamente: estos tipos realmente creían en lo que decían.

—Estacione sobre Rodney, la próxima, Dante. —El cura del mentón prominente abandonó Jorge Newbery según indicó Milton. Apagó el motor y quedamos a la espera, como tres apóstoles de un Mesías con la agenda completa. Finalmente, Milton llegó a una decisión.

—No se trata de exigir pruebas sino de creer, Hermano Tomás. Usted compartió su pan y su misericordia con un dios pagano; pero no por devoción, sino por caridad cristiana. Nada podemos reprocharle en ese sentido: obró como buen samaritano, sin dobles intenciones. Pero no se puede decir lo mismo de él: ¿Odín intentó convertirlo a su fe?

—¿A mí? Del mismo modo que me abordan los Testigos de Jehová casi a diario, sin que a ustedes se les frunza el ceño...

—Servimos al mismo Dios, aunque tengamos nuestras diferencias...

—Y lo mismo debe ocurrir con judíos y musulmanes, me figuro. Volviendo al occiso, estoy seguro de que no era el verdadero Odín. Punto. Para mí, solo era un pobre viejo loco, y que el buen Dios me juzgue. Hagan lo que quieran: estoy cansado, y quiero volver a dormir en mi propia cama.

—Precisamente, es por no creer en Odín que este ha muerto para siempre. Los dioses perduran a través de la memoria de los hombres, y cuando el último de ellos los olvide, ya no queda nada. Irónicamente, su fe –o la falta de ella– lo ha salvado. Bájese.

Esto último lo dijo luego de guardar su arma. No pude abrir la puerta de mi lado, así que tuve que esperar a que él bajara para salir. Sentía más frío que antes, aunque tal vez fuera una llama interior que moría lentamente.

—Puede irse, hermano, sin temor por su vida. No es usted un hereje, apenas si una oveja descarriada, y como tal retornará al redil. Le hemos revelado abiertamente nuestra existencia y propósitos porque después de esta noche, usted no recordará nada. Váyase a dormir, Rambler: el sueño es un sacramento, porque es un acto de fe.

Con gesto amable, me tendió la cartera, que a esta altura ya había olvidado. Estaba entrando nuevamente al auto cuando lo interrumpí con una última pregunta:

—Cuando habla del "Jefe", ¿se refiere a... al Papa?

Sonrió por primera y última vez.

—¿El Santo Padre? Ignora nuestra existencia. No hermano; apunte más arriba...

Partieron en silencio, mientras yo miraba hacia el cielo como un tonto de pueblo, hasta que me dio tortícolis.

¿Más arriba? No podía ser. ¿Un dios mafioso que decide eliminar la competencia? No me estaban pidiendo un salto de fe, sino un salto al vacío. "Don Corleone nuestro que estás en los cielos, que parezca un accidente"...

Como soy un fisgón sin remedio, volví a donde comenzó esta historia: Lacroze, entre Corrientes y Forest. Ahora quedaban pocos transeúntes, algunos policías y el furgón de la Policía Científica. También estaba Cáceres, naturalmente, y cuando me vio esbozó una especie de gesto que intentó pasar por guiño cómplice, pero que a esta altura me pareció una mueca de gárgola. Bueno, el largo brazo de la Hermandad Oscura también llegaba hasta un policía que no era tan obtuso, después de todo: solo un poquitín corrupto.

—Adiós, viejo Odín: descansa en paz, amigo —susurré al viento, mientras me persignaba. Casi al instante, el cuerpo comenzó a resquebrajarse, muy rápido, como aplastado por un pie gigantesco. Los peritos se quedaron de piedra al verlo, las cámaras fotográficas inmóviles en el aire gélido de la madrugada. Nada había que retratar, ni muestras que tomar, ni testigos que prestaran declaración: un fuerte viento estaba esparciendo las cenizas de una momia negra y reseca, y pronto comenzarían a preguntarse, como lo haría yo después, qué demonios estábamos haciendo ahí, chupando frío a las tres de la mañana como pavotes, a metros de la Chacarita, persiguiendo fantasmas en la fría Noche de San Juan.

Patricio Guillermo Bazán es un escritor e ilustrador argentino nacido en 1965. Entre sus obras de ficción inéditas se incluyen Panoplia (cuentos), la novela El tapado y el león, y varias obras de teatro. Ha publicado ficciones breves en todos los blogs del colectivo Heliconia y algunas de sus microficciones aparecieron en las antologías Grageas 3 y Cien páginas de amor, mientras que cuentos más extensos han sido seleccionados para Espacio austral (antología de cuentos de ficción especulativa chileno argentina) y Extremos, una compilación análoga, pero en este caso formada por ficciones de escritores de México y Argentina. Actualmente está un poco alejado de la literatura, mientras desarrolla su faceta actoral. 

sábado, 27 de abril de 2024

ROJO AMANECER

  

Patricio G. Bazán



—¡Allá, una estrella fugaz! ¡Pidan un deseo, chicos!

Un ojo en el cielo que crecía a cada segundo, deslumbrando a la menesterosa pandilla de niños congregada entre las ruinas de la gran ciudad. Un perro, tan flaco y lleno de parásitos como ellos, aulló un par de veces y luego se escondió detrás de unos montículos de tierra.

El punto luminoso devino en rugiente bola de fuego de diámetro cada vez mayor. Los pequeños se miraron entre sí, demasiado orgullosos para demostrar miedo, pero la prudencia se impuso con forma de estampida desordenada. El último en escapar fue el perro, distraído por un hueso hallado entre las piedras. Un oportuno silbido quebró el hechizo y, tras la huida del animal, las ruinas quedaron desiertas. Finalmente, el objeto se estrelló contra el suelo con tal violencia que levantó en señal de protesta una negra marea de tierra, piedras y arena sucia en todas las direcciones.

Rojo amanecer, caluroso y tranquilo. Por espacio de media hora, reinó la calma.

El polvo se asentó lentamente, revelando de a poco la blanca superficie de una esfera metálica, tatuada de golpes y arañazos como un pecio maltratado por un tifón. Un siseo apagado, un golpe seco, y un tapón rectangular a modo de compuerta que salió despedido de la cápsula. Una figura humanoide emergió de ella tambaleándose, luego otra más pequeña. Se miraron entre sí un breve instante, y después contemplaron el firmamento, maravillados. ¡De algún modo sobrenatural, habían tocado tierra en una pieza!

—Camarada Rodchenko, creo que nos hemos salvado por un pelo —exclamó la radio del hombre más alto.

El otro carraspeó antes de contestar.

—¡Por la Madre Rus, qué viaje! Me pregunto dónde estamos...

Contemplaron el desolado paisaje circundante. Todo se veía roto y desmoronado, sin un atisbo del desierto marciano que esperaban encontrar.

—Parafraseando a los cerdos capitalistas, creo que ya no estamos en Kansas, Yuri...

Pese al desconcierto, se permitieron una discreta carcajada de alivio. El imprevisto choque contra un presunto satélite americano había averiado su nave, desviándola violentamente de su destino prefijado con tanta precisión. Ni siquiera acertaron con el cálculo apresurado que predecía dejar a los náufragos sobre un satélite marciano. Adiós a la misión secreta a Marte, adiós a la carrera espacial de la URSS, y a la de ambos: el mismísimo Secretario General Bréhznev los remitiría a Siberia de una buena pateadura en sus rojos traseros.

—Cosmonauta Rodchenko a Oso Rojo... ¿me copian?

—Olvídalo —le graznó Godunov a su compañero—; no funciona nada. Ya lo comprobé, Yuri.

Observó mejor el entorno. Ruinas hasta donde llegaba la vista; todo sucio, roto y quemado.

—Te apuesto una caja de beluga a que hemos vuelto a la vieja y querida Tierra. ¡Esto no es Phobos!

—Miserable rufián, ¿con qué lo pagaríamos? Así que hemos regresado, ¿eh? Mira un poco, ¡qué desastre! Parece que hubiera caído una bomba atómica, ¡por San Esteban!

Godunov no contestó. Eran restos de edificaciones humanas, aunque de una variedad de estilos desconcertante para un solo lugar. "Estilo francés, racionalismo alemán y colonial español", enumeraría su hermano, el arquitecto. Paradójicamente, se había fugado a Kansas hace tres años, con la excusa de la "Exposición Internacional Cuba 59".

—Bueno, ¿qué hacemos ahora, Boris? No tengo ni una maldita idea de dónde estamos. No funciona ningún instrumento.

Godunov impuso silencio con un gesto.

—Calla, Yuri. Me parece haber visto algo en el horizonte...

—¿Chechenos? —susurró este. Si estaban en casa, deseaba con toda el alma quitarse el casco. Hacía calor adentro del traje, pero después pensó en la radioactividad. Si se había desatado la tan temida III Guerra Mundial, mejor aguantarse un poco más.

—Mi casco aparentemente invulnerable tiene un rayón —se quejó—. Pffff, tecnología georgiana...

El Comandante Boris Godunov aguzó la vista. El viento que jugaba con las nubes de polvo no colaboraba con la investigación ocular. No, no estaban en Chechenia, ni en ningún otro sitio reconocido de la URSS.

—No estamos en casa, y dudo que estemos en Europa o Asia. Esto tiene que ser América, camarada.

—América... ¿América? —inquirió Yuri; —¿Dónde están los rascacielos, las estatuas y monumentos? Tal vez quieras decir Canadá o México, quizás Sudamérica...

—Puede ser, hay mucha revolución y golpe de estado ahí, Yuri; la Guerra Fría no ha tomado prisioneros... —dijo mientras se agachaba a recoger un objeto del suelo, cubierto a medias por una piedra aplanada. Era una falange, rota y cuarteada por los agentes climáticos. Un hueso pequeño, como si hubiera pertenecido a...

—¡Boris, mira esto! —lo interrumpió su compañero, acercándole un pequeño dosímetro de bolsillo—. No hay radiación fuerte, por lo menos en esta zona. Quiero sacarme el casco, si no te molesta: si notas que me pongo violeta, avísame, ¿quieres?

Sin esperar respuesta, Yuri se quitó el averiado casco e inhaló con cautela. Dejando de lado el olor a quemado, se podía respirar con cierta confianza. El otro hombre lo imitó unos minutos más tarde.

—¿Hueles? Ha ocurrido algún incendio hace poco. Todavía puede olerse el humo... —comentó.

—Es verdad. Y agregaría algo más: olor a... ratas, diría yo...

—Los más fuertes sobreviven... —musitó Boris, escudriñando el horizonte. Había creído ver algo moviéndose en la lejanía—. Doble precaución entonces, camarada. No sabemos quiénes vendrán a darnos a bienvenida...

Yuri asintió en silencio. Lentamente, estudiando el paisaje desolado, comenzaron a ascender una loma en dirección noreste, buscando alguna señal que les indicara en dónde estaban.

Llegaron a la parte más alta de la ciudad fantasma, donde encontraron una glorieta o pabellón de música. Más allá de ese punto, la barranca descendía suavemente hasta una avenida, y más allá el brillo apagado de las vías férreas de una estación de tren arrasada.

Era una visión tan deprimente que se dejaron invadir por un súbito cansancio y se tentaron sobre los escalones del pabellón sin mucha ceremonia. El aire caliente y pesado los aplastó: estaba nublado, posiblemente fuera verano en donde sea que estuvieran.

—¿Qué hace, camarada? ¿Busca gusanos para comer? —comentó jocosamente Yuri, tratando de animar a su compañero, más serio e introspectivo que nunca.

Boris hurgaba el piso distraídamente con la punta de su bota, removiendo la tierra suelta.

—Creí ver algo que brillaba... —dijo, poniendo más empeño en la tarea que antes. Aparentemente, había un artefacto semienterrado.

—Si es algo comestible, por favor compártelo: mi pobre estómago te lo habrá de agradecer.

Boris se inclinó hacia adelante, casi frenético: aquella cosa brillaba con intermitencia. Un fragmento de botella de vidrio cercano lo ayudó a extraer el misterioso objeto.

—¡Buena vista, comandante! —exclamó Yuri, achinando los ojos para observar mejor al objeto: un pequeño cilindro negro de plástico de cuya base surgía un racimo de afiladas púas metálicas. En el extremo opuesto, el brillo pulsátil de una pequeña luz roja—. ¿Que puede ser? Cuidado con esas puntas, Boris...

—No tengo idea... Si estas manchas parduscas son sangre seca, podría aventurar que se trata de una especie de localizador para ganado.

Al unísono, ambos otearon el horizonte en busca de reses imaginarias. ¿Ganado en una ciudad?

Fue el turno de Yuri para efectuar un hallazgo.

—Encontré un huesito, parece un dedo...

—Yo también hallé otro hace un rato —contestó Boris.

—Hay varios, mira... insistió Yuri, señalando con el pie. —Se agachó y con el canto de su mano enguantada apartó la tierra. Había varios, de mayor a menor, uno al lado del otro. Los examinó unos segundos y luego se incorporó, limpiándose el polvo en el costado del pantalón—. Debe tratarse de un ritual funerario; no existe criatura que posea tantos dedos en una mano...

Se miraron con auténtico desconcierto: ¿adónde habían ido a parar? Bajaron la amarillenta barranca en silencio hacia la estación de tren en busca de certezas.

—Ese cartel quemado, ¿entiendes qué dice, Boris? —señaló Yuri, apuntando lo que en una época fue un elegante letrero indicador esmaltado en azul con letras blancas, y que ahora apenas si se diferenciaba del tiznado paisaje.

—B-A-R-R-A-N-C... El resto resulta ilegible...

—¿"Barranc"? Suena francés. O húngaro.

—Faltan letras. Puede ser "Barranco". —Boris miró hacia la loma que habían dejado atrás. Podía ser "Barranca"—. La segunda línea está derretida. ¿Habrán arrojado napalm?

—O un rayo desintegrador, ya que estamos —bufó Yuri, cada vez más disgustado a causa del hambre y la fatiga—. Cuidado donde pisas, Comandante Cegato: esta avenida está poceada.

En efecto, parecía como si hubiesen puesto a marchar a un elefante gigantesco y malhumorado por la calzada. Podían verse profundos baches dispuestos de modo más o menos regular, todos tan circulares como una monstruosa moneda.

—Comienzo a creer que estamos en Marte, Yuri... ¡Nada de esto tiene sentido!

En la estación, hallaron un cartel intacto, "Belgrano R", que nada les significó. El andén estaba desierto. Una hoja de periódico danzaba un silencioso minué con el tórrido viento. El olor a descomposición aquí era un poco más notorio.

Quedaban los esqueletos de antiguos negocios que anunciaban comida. Gracias a que su hermano había intentado enseñarle castellano (ahora entendía que Iván ya planeaba huir a Cuba), Boris pudo reconocer algunos términos pintados sobre los vidrios que habían quedado enteros: "Café con Leche", "Pizza" y "Empanadas" (un plato típico sudamericano). Se encontraban en una ciudad llamada Belgrano R de un país de habla hispana. Algo habían avanzado.

—Entremos a ese bar: si la guerra fue reciente, puede que no hayan saqueado todo. Me muero de hambre tanto como tú.

Yuri no contestó: su sonrisa agradecida lo decía todo. Encontraron un cajón de cerveza intacto escondido en un cuartucho, y en la heladera quedaba un frasco de algo cuya etiqueta rezaba "Zapallos en Almíbar La Cautiva".

—Juntemos la comida aquí, en los cascos...

La aventura de la búsqueda de provisiones les recordó otra época más despreocupada, cuando apenas eran dos cadetes muertos de frío y de hambre. Hallaron unas latas de conservas que abrieron con el auxilio de un cuchillo de cocina, y se sentaron a comer con gusto en el piso, detrás del mostrador. Luego del sencillo almuerzo, se relajaron y hasta pensaron en dormir por turnos pero, sin ser invitado, se hizo presente el “sentido del deber”.

—Tenemos que contactarnos con las autoridades, Yuri. Aunque este país esté en guerra, algún Consejo Revolucionario debería tener, ¿no lo crees?

—O una Junta Militar, si son pro-capitalistas... —se interrumpió el otro, arrugando el ceño. Contemplaron sus rojos uniformes, y temieron lo que ocurriría si caían en manos de anticomunistas.

Boris habló por ambos.

—Si estuviéramos en Cuba, otra sería la historia, camarada... —Súbitamente, recordó la hoja de diario voladora en el andén—. Aguarda aquí, Yuri; puedo averiguar dónde estamos.

Y sin dar tiempo a réplicas, salió del bar con premura.

Yuri siguió revisando el cubículo donde habían hallado la bebida. Detrás de unas escobas y un balde de zinc abollado, descubrió un rifle calibre 22 y una especie de uniforme espacial improvisado. Lo extendió para estudiarlo mejor a la luz del sol: era un traje de buceo emparchado con una máscara antigás de la Primera Guerra adosada a la capucha. Quien lo hubiera usado estaba convencido de que el tejido gomoso lo aislaría de la radiación. El regreso del comandante interrumpió el examen.

—¡Yuri, observa esto! —gritó Boris, extendiéndole un periódico incompleto de hace dos días—. Lo encontré debajo de unas chapas: lo que el viento no se llevó.

Tradujo lo poco que recordaba de castellano; el resto, lo dedujeron por las fotos que ilustraban las noticias.

—“Último… Momento". Mira esta imagen: aunque borrosas, pueden apreciarse luces en el cielo, ¿ves?

—Veo —afirmó Yuri, acercándose hasta casi pegar la hoja a su nariz—. ¿Naves?

—No de las nuestras, tampoco americanas. Aquí, mira: I-N-V-A-S-I-O-N. Invasión alienígena, quizás. Esto de aquí dice "testimonio exclusiva", o algo así. Debajo de la foto de eso que asemeja un mastodonde sin trompa...

—Gu... Gur... Gurb... ¿Esto es castellano?

Boris señaló el nombre del diario y la fecha, sobre el titular.

—"Buenos Aires": estamos en Argentina, Yuri. Gobierno militar, creo recordar. Anticomunista, me temo.

—Y entonces, vino una invasión del espacio y los borró del mapa.

A Boris se le demudó el semblante.

—Entonces no chocamos contra un aparato yankee, camarada... ¿qué tienes ahí? —dijo, señalando el curioso traje de combate.

—Un uniforme de partisano... Boris, no hemos visto ni ejércitos ni platillos voladores. ¿Habrán muerto todos?

—Parlamentaremos con los milicianos, entonces. No creo que podamos volver a casa, amigo mío.

Lentamente, absorbieron las implicaciones de los últimos hallazgos. Invasión extraterrestre. Ni yankees ni marxistas: simplemente, marcianos.

Un persistente sonido bajo y familiar los sacó de sus cavilaciones: sonaba a motor pesado, como de camión. Ambos cosmonautas se acercaron a la puerta del bar con cautela, haciendo visera con una mano.

Efectivamente, se aproximaba una exigua y ruinosa columna de vehículos, ninguno de aspecto militar, salvo por unas banderitas o escarapelas improvisadas con pintura, probablemente a último momento, antes de salir a enfrentarse a una muerte segura que no sería anónima. Encaramados al vehículo, una abigarrada masa de combatientes, tan disímiles entre sí como un muestrario de soldaditos de plomo tomados al azar por un aburrido dios de la guerra. Al llegar a la estación, bajaron de los camiones con más nervio que disciplina. Uno de ellos vio a los rusos, y avisó al resto.

—Yuri, quédate quieto y en silencio. Avanzaré con los brazos en alto —advirtió Boris, inseguro de estar actuando correctamente.

—Cuidado, camarada... —susurró Yuri, con voz quebrada. Para su sorpresa, un sentimiento de pena lo invadió sin previo aviso. "Cuidate, hermano", pensó.

Boris se acercó a un individuo alto, quizás el jefe. Este se quitó la capucha del traje y el ruso pudo notar un semblante franco, rubicundo y muy tranquilo. Intercambiaron un par de frases, y luego Boris llevó la conversación en su castellano de hojalata. El hombre afirmaba con la cabeza.

Al rato volvió Boris, con el entusiasmo pintado en su rostro.

—¡Yuri, nos vamos! —exclamó.

—¿Qué? ¡Te has vuelto loco! ¿Quiénes son estos tipos?

—¡Son el Ejército de Liberación, y quieren que los ayudemos!

—¿Ayudarlos a qué? —Yuri no entendía nada.

Boris lo tomó de los hombros y lo miró fijo, con la misma expresión perversa de cuando eran dos salvajes reclutas planeando una divertida salvajada.

—Los invasores han pactado con los capitalistas para repartirse el mundo: ¡vamos a expulsarlos en nombre del proletariado terrestre! Nos aceptan, a condición de que los ayudemos a recuperar a su líder, un tal Juan...

Yuri se alzó de hombros.

—No perdemos nada, supongo...

—Nuestra tierra también ha sido ocupada, camarada. Hagamos algo útil, para variar. Y con nuestra experiencia, ¿quién sabe? Puede que lleguemos a expulsarlos como hicimos con los nazis, y nos lleven en andas como héroes. ¡Toma tu casco y sígueme, reclutón!

Ambos rieron, y marcharon a reunirse con el voluntarioso ejército de la resistencia argentina.

El cielo comenzó a nublarse. Una ráfaga de viento puso a todos nerviosos, hizo temblar los techos de chapa de la estación y, por último, dispersó las pocas hojas del diario que quedaban, en cuya portada se destacaba un titular en letras tamaño catástrofe:

"NEVADA MORTAL".


Patricio Guillermo Bazán es un escritor e ilustrador argentino nacido en 1965. Entre sus obras de ficción inéditas se incluyen Panoplia (cuentos), la novela El tapado y el león, y varias obras de teatro. Ha publicado ficciones breves en todos los blogs del colectivo Heliconia y algunas de sus microficciones aparecieron en las antologías Grageas 3 y Cien páginas de amor, mientras que cuentos más extensos han sido seleccionados para Espacio austral (antología de cuentos de ficción especulativa chileno argentina) y Extremos, una compilación análoga, pero en este caso formada por ficciones de escritores de México y Argentina.


viernes, 26 de abril de 2024

YO, NICOLÁS

 Patricio G. Bazán


“Agencia de Trabajos Temporales”, leí con inocencia en un aviso hace ya una eternidad, cuando apenas era un joven escritor sin trabajo. Pero luego de tantas misiones por el Tiempo, me sentía turista en mi propia época. “Esta será mi última comisión”, me repetía a mí mismo como un mantra protector, rogando cada vez que se cumpliera ese deseo. 

Hace demasiado frío en San Petersburgo.

Recuerdo que, desde hacía un tiempo, cada encargo me parecía peor que el anterior. Nunca una playa tropical, ni un valle tranquilo en los Alpes, y sospechaba que, quizás por ser el más bisoño del equipo, siempre me enviaban a la Europa de la Peste Negra, o a las hostiles estepas mongolas, solo para librarse del molesto novato.

Pero luego descubrí la verdad: sólo podía viajar a eventos históricos donde hubiese vivido algún ancestro mío. Nunca nos explicaron el motivo; así funcionaba el sistema, y punto. “La Vieja Martha” –el cariñoso apodo con que llamaban a la maldita máquina de saltar por la Historia– cotejaba el ADN de cada agente, y le asignaba una misión 100% compatible. La única regla de oro en este oficio consistía en evitar el encuentro personal con un retropariente. Repito, no sé cómo ni por qué, y si algo aprendí en este oficio es a no formular preguntas innecesarias. Podría ganarme un pasaje sin retorno al Jurásico…

Confirmé las coordenadas en mi crono: 1829. La misión consistía en eliminar a un sociópata anarquista que había retrocedido a la Rusia del siglo XIX, burlando nuestra vigilancia. ¡Qué ganas de complicarle la vida a la gente! Su plan era introducir el libro “Das Kapital” en el ambiente literario ruso antes de tiempo, con el propósito de acelerar el adecuado clima antizarista para una Revolución prematura. ¡A saber qué efecto dominó histórico terminaría por desencadenar!

Temblaba, y no sólo por el frío. Estaba harto de “suprimir” errores históricos. Mi pasión eran los libros, no los crímenes.

Allí estaba el revoltoso: acababa de entrar en una casa para encontrarse con un tal Nikolai Gogol, un ucraniano oportunista, poetastro, conspirador de opereta y burócrata. ¡La oveja negra de mi familia! Debía operar con extrema cautela.

Ignorando el frío que traspasaba mis ropas, esperé pacientemente al abrigo de las sombras de la calle hasta que vi salir a una figura embozada. ¡Mi presa!

Salté sobre ella sin piedad ni cuidado, y tal vez mi mano embotada por el frío no haya sido tan precisa como esperaba: manaba demasiada sangre de su cabeza por haber recibido un simple golpe. Debía interrogarlo, y luego eliminarlo, pero no al revés. Grave error, pero no fue el único, porque al registrarlo noté el gran parecido que teníamos en común. El criminal jamás había abandonado la casa.

En la Agencia bromeábamos sobre la vieja paradoja temporal del viajero que mata a su abuelo y desaparecía al retornar a su época. Mientras contemplaba los copos de nieve que lentamente caían sobre nosotros, sentí que jamás volvería a reírme.

Sin detenerme a pensar en las consecuencias, hice lo que correspondía: ingresé a la vivienda para completar la misión y salvaguardar un Futuro que no vería jamás. Borré toda evidencia, tomé el lugar del muerto y, como no tenía nada mejor que hacer, me puse a escribir. Bebí como un cosaco, escribí muchas obras, quemaba otras tantas y viajé mucho, con la esperanza de perderme en el mundo o, al menos, reescribir mis recuerdos felices de un futuro inexistente.

Algunas noches, releo estas locas notas en mi diario, y me asaltan las carcajadas. “¿De qué te ríes?”, me pregunta mi amigo Pushkin. “De mí mismo me río”, le contesto, y nuestra risa me induce a creer que tal vez no haya estado tan mal, después de todo...

 

Patricio Guillermo Bazán es un escritor e ilustrador argentino nacido en 1965. Entre sus obras de ficción inéditas se incluyen Panoplia (cuentos), la novela El tapado y el león, y varias obras de teatro. Ha publicado ficciones breves en todos los blogs del colectivo Heliconia y algunas de sus microficciones aparecieron en las antologías Grageas 3 y Cien páginas de amor, mientras que cuentos más extensos han sido seleccionados para Espacio austral (antología de cuentos de ficción especulativa chileno argentina) y Extremos, una compilación análoga, pero en este caso formada por ficciones de escritores de México y Argentina.

 

 

martes, 9 de abril de 2024

LOS CUENTOS DEL CAN CERBERO (UNO)

 ESTRUJANTES, GLÓBULOS Y FLUCSIOS

Daniel Alcoba, Patricio G. Bazán, Héctor Ranea



Siendo como soy un omnívoro radical, en Titán dudo entre comer glóbulos, naranjas de dos metros de diámetro sobre seis patas rodantes, o estrujantes, sus predadores, que cazan en los pantanos de las selvas sud ecuatoriales de P 3268 G Alpha Centauri con exprimidores mecánicos colosales que arrastran en carretas de treinta ruedas tiradas por flucsios dodecápodos corniveletos de pelaje overo rosado. Los flucsios, tienen
una carne excelente para guisar. Se asan los todavía jóvenes, con cuernos no más grandes de un jeme.
—¡Adelar!
—¡Adela’ar para ti, también, primo!
Estaba a punto de almorzar. Elegimos una mesa a la sombra de un phaat enano de lujuriantes inflorescencias. El denso y dulzón aroma estimulaba aún más nuestro insaciable apetito.
—¿Qué pensaste para la entrada, primo?
—Costeletas de flucsio, primo. Con salsa de marjantes.
—Buena elección, primo. No muy hechas.
El camarero octópodo nos trajo la carta (DIN A3, 400 páginas papel ilustración impresa a 4 colores), casi dos kilogramos de difíciles decisiones, así que ni la miré.
—Lo mismo que él, con pelo del flucsio y, por favor, que el jugo de corniveleto esté a punto, no hervido. —El primo me miró con curiosidad.
—No sabía que te gustaban los corniveletos.
—Si está pasado me hace montar en cólera.
Como era previsible, el octópodo entendió mal y el cuerno vino con ese sabor a leche quemada que parece gutapercha rancia y respondí por mí. Me comí al octópodo y dos metros de la cola de mi primo.




PERDIDA EN LAS PROFUNDIDADES

Claudia Isabel Lonfat, Juan Manuel Montes, Daniel Alcoba


Se internó en la red como cualquier día. Después de aburridas horas de videos y comentarios sin sentido, cayó dentro de una publicidad. La publicidad la llevó cibernéticamente hacia una puerta, pagó el onecoin que costaba el ingreso y bajó las escaleras. Jamás había descendido tanto por la red. A su alrededor emergieron pantallas ofreciéndole sexo exótico y planos de armas en 3D. Treinta pisos más abajo encontró que los pasillos estaban húmedos y poco actualizados. Avanzo igual, a pesar de cierta incertidumbre, un poco entregada a lo que pudiera ocurrir en ese desvío virtual, hacia dónde era arrastrada por la curiosidad y el morbo. Ahora el silencio era absoluto; no se escuchaba el sonido de las ventanas emergentes, ni a los locutores robotizados. Entró en una habitación oscura que olía a almizcle. En un rincón se condensó el rostro de un hombre atractivo que le sonrió con ternura y la insolencia de un amante inminente que parecía conocerla de toda la vida.
—¿Es posible hacer el amor con un holograma? —quiso saber.
—Claro —respondió el galán etéreo—, pero para que salga bien tienes que encontrar los algoritmos de tu deseo, que son únicos. Y usarlos como si fuesen íntima lencería.
Ella cerró los ojos. De inmediato se abrió una ventana emergente desde el punto G, irradiando un fuego desconocido que iba más allá de las entrañas; en segundos, se convirtió en polvo.




CONSECUENCIAS INESPERADAS

Alejandro Bentivoglio, Carlos Enrique Saldívar, 

Sergio Gaut vel Hartman


Al chocar contra la pared a una velocidad descomunal, el automóvil quedó reducido a una papilla humeante de metal indescifrable. Los restos fueron vidrios y ladrillos desparramados por todas partes. Sin embargo, Werner no se hizo ni un rasguño. Se levantó y miró el desastre. Esperaba no haber roto nada importante; ni siquiera conocía el pueblo en el que estaba y ya daba una mala impresión. Salió tambaleándose del vehículo para alejarse antes de que explotara y cayó de rodillas pocos metros más adelante. Una muchacha se acercó a él para auxiliarlo y un policía preguntó:
—¿Cómo es posible que no se hiciera ningún daño? —Werner reconoció que no había usado el cinturón de seguridad ni bolsas de aire.
—Es un caso de Impresión Demorada —dijo la chica—. Es raro pero sucede. —Aunque ella no lo conocía, lo rodeó con sus brazos y lloró. Werner entendió sus palabras un segundo antes de que su tórax se partiera y su cabeza reventara.
Las semillas de Werner se esparcieron por todo el pueblo, y a su debido tiempo, germinaron. La chica, que se hacía llamar Leticia Oxford desde que vivía en la Tierra, cultivó los pequeños Werner con dedicación y esmero. Como pertenecía a una especie que se caracterizaba por su longevidad, tuvo tiempo de ver crecer a sus retoños y tras un prolijo adoctrinamiento, los usó para conquistar el planeta.  

Los autores: Claudia Isabel Lonfat, Caseros, Buenos Aires, Argentina; Héctor Ranea, Salta, Argentina; Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Carlos Enrique Saldívar, Lima, Perú; Patricio Guillermo Bazán, Buenos Aires, Argentina; Daniel Alcoba, La Plata, Argentina; Juan Manuel Montes, Mendoza, Argentina; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.

INFORMÁGICA