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sábado, 8 de marzo de 2025

LOS ARREBATOS DEL TIEMPO

Carmina Shapiro

 

Con setenta y cinco años, Juan Carlos ya había aceptado que su memoria tenía más huecos que trama. Sin embargo, por las extraños órdenes de Mnemosyne, hay olvidos y remembranzas que ocurren sin que los humanos podamos entender su sentido subyacente. Esa mañana, Juan Carlos recordó. Recordó algo que había olvidado por largos y anchos años, algo que estaba tan lejos de su existencia actual que si algunos días antes le hubieran jurado que ese recuerdo era suyo, lo hubiera negado rotundamente.

Había estado leyendo a Günter Grass, Pelando la cebolla, un libro obtuso, un texto sin sentido, un derrotero desordenado entre realidad y ficción que lo confundía un poco pero no quería abandonar. Günter Grass le producía los sueños más extraños. Imágenes y sensaciones profusas que lo dejaban con una mezcla de confusión y extrañamiento al despertar. Así que esa mañana, cuando abrió los ojos, demorándose en la suavidad de las sábanas, paladeando la tenue vigilia que se abría paso en su conciencia, Juan Carlos recordó.

Recordó el febrero de sus once años. Recordó las vacaciones de verano del que sería el último año de su escuela primaria. Qué importaba el año, los años calendario sólo sirven para conocer la edad de los involucrados y él tenía una certidumbre asombrosa de los años que tenía en aquel entonces. Once años, cumplidos unos meses antes, en noviembre. El Juan Carlos de setenta y cinco recordó con graciosa satisfacción lo grande que se había sentido con once flamantes años entre sus primos. Su papá y su tío, que de repente se le figuraron tan jóvenes, dos enérgicos padres jóvenes, habían llevado a toda la prole en un campamento de cuatro días a un camping a treinta kilómetros de su ciudad. Habían preparado algunas actividades, habían llevado algunos juegos grupales y habían planificado una cocina colectiva. Eran los cuatro primos, los dos padres y la Lola, la perra cruza con pastor belga de sus primos. Una perra amorosa y compañera que todos querían y celebraban.

Esa mañana Juan Carlos recordó, impresionado de haber podido alguna vez olvidarlo, la ilusión que llenaba el apretado auto cuando iban camino al camping. Y recordó el abrupto y precipitado final del campamento, con una amargura tan intensa que podría haber sido la misma que la de aquel día.

Terminaba el segundo día. Habían cenado un guiso de lentejas hecho entre todos, que había estado de las mil maravillas, y se habían ido a dormir a las carpas luego de cantar un rato al son de la guitarra del tío y reírse como locos en el aire fresco de la noche. Los acompañaba una luna en cuarto creciente, casi llena, y el aire parecía tomar el mismo apacible espíritu de la luz lunar. Dormían sin preocupaciones cuando unos ruidos los despertaron a la madrugada. Asomados en las carpas no habían podido ver nada, pero el llanto de la Lola les indicó hacia dónde ir. Estaba tumbada contra un árbol con un pequeño charco de sangre oscura alrededor. El pelo oscuro y la luz de alborada no permitían ver muy bien qué le había pasado pero tanta sangre no prometía buenos augurios. Mientras su papá y su tío buscaban al culpable de semejante daño armados con unos palos, los chicos se habían quedado cuidando a la perra. Unos metros más allá, otro perro se arrastraba también sangrando en cantidad. Los niños gritaron cuando la querida Lola exhaló temblorosamente su último respiro y los adultos supieron que le esperaba el mismo destino al otro perro. Una muerte ignominiosa y pública es sin duda menos horrible para un condenado, habían dicho los adultos parados al lado del segundo perro, a la vez sufriendo por no poder hacer más que mirarlo en agonía y reconfortándose en una estúpida venganza de su compañera canina.

Un poco más tarde, viendo que la bestia aguantaba, se alejaron a buscar una sábana y una pala al baúl del auto. Maldiciendo todo el camino, sin desayunar ni tomar siquiera un café, y apestando a sudor, envolvieron a la perra, cavaron un pozo lo bastante profundo y, manchándose las manos de sangre pero sin tocar el cuerpo de la muerta, la colocaron delicadamente en la tierra húmeda y fragante. Desayunaron en silencio el mate cocido más triste que hubieran compartido hasta entonces. El tío no quiso dejar al otro perro a su suerte y se acercó a ver cómo estaba. Había muerto también y se turnaron para cavar un segundo pozo. Después de eso, levantaron campamento y se volvieron. La aventura había terminado.

Aquella vez, tuvo conciencia por primera vez del dolido llanto de dos de los adultos más cercanos, dos de los adultos más queridos y considerados más fuertes por él. Todo esto le había dado al Juan Carlos de once años una dura lección de injusticia. Y lo había provisto tempranamente de opiniones claras y definitivas sobre la necesidad y el significado de las lágrimas.

Esa mañana de setenta y cinco años, todo esto volvió a la memoria de Juan Carlos para llenar uno de los huecos que la habitaban. Volvió en un santiamén, como una ráfaga de certezas. Esa mañana, Juan Carlos recordó  la frágil humanidad que nos constituye siempre, a los once y a los setenta y cinco. Y esa mañana, Juan Carlos lloró.


Carmina Shapiro nació y vive en la ciudad de Rosario, Santa Fe, Argentina. Estudió (y sigue estudiando) Filosofía, es profesora e investigadora. Parte de su trabajo es dedicarse a la escritura académica. Después de varios años, volvió a la escritura creativa y sin fines predeterminados. En 2019 recibió una mención destacada en la segunda edición del Concurso de Relatos Filosóficos del Club de Escritura Fuentetaja con su relato “Ocupaciones inmundas”. Sueña con escribir cuentos infantiles y hacer algo de periodismo.

sábado, 27 de abril de 2024

¿SUEÑO LÚCIDO?

 Carmina Shapiro

 


Todos los guiones tienen que ser readaptados, nos acaban de informar en la entrada, resolución de último momento, y puerta tras puerta deambulamos sin encontrar el lugar. La Convención acaba de empezar, estábamos llegando bien pero si no encontramos el lugar, vamos a entrar con demora a la proyección inaugural. Encontramos una escalera y subimos por ella. Ahora estamos en un primer piso, o algo semejante... Cruzamos el grandísimo rellano que se abre ante nosotros, que prácticamente parece una plaza puertas adentro, pero que está cuidadosamente alfombrado, con muchas ventanas y muchas puertas y mucha gente que se cruza y viene y va, y al llegar al otro lado abrimos una puerta. ¿Por qué esta puerta?, ni idea, ni Váleri ni yo emitimos comentario al respecto, supongo que algún tipo de convicción tácita se apoderó de nosotros. Abro la puerta, metemos nuestros cuerpos del otro lado del umbral y cierro la puerta. Recién entonces me fijo en el lugar. El suave bullicio del rellano anterior parece tan lejano como de otro planeta. Aquí hay una quietud asombrosa. En el aire parece haber algún vaho, como en los saunas, pero no me cuesta respirar y la temperatura es exactamente agradable. El piso baja en tres escalones todo a lo largo del recinto. Un líquido espeso, claro y transparente llega hasta casi el borde del último escalón, pero igual puedo ver el piso en el fondo. No entiendo qué es esto. No entiendo qué hace esto acá, en el medio del edificio de Convenciones. ¿Estaremos en el medio? No entiendo cuánto líquido hay; los escalones son cortos pero el líquido parece ser profundo. En el medio veo que sobresalen de la superficie del líquido unas cosas que parecieran ser góndolas como de supermercado, blancas, gruesas, llenas de divisores. La luz afuera del líquido es algo grisácea, como un cielo encapotado de invierno, en cambio del líquido sube un suave resplandor verdiamarillo. Miro hacia donde debería estar el techo pero me confundo más todavía, no parece haber techo y ahora no entiendo si estamos adentro o afuera. Igual no me siento preocupado ni alerta, todo se percibe muy calmado y tranquilo, como si esto fuera lo normal. Pero es un poco extraño. La miro a Váleri. Está esforzándose por ver hasta la pared del otro lado. Se da cuenta de que la estoy mirando. “Igual tenemos que ir hasta la puerta” me dice. Sigo el gesto de su cabeza y entiendo a qué se refiere. Allá hay una puerta tan convocante como la que cruzamos para entrar acá. Suspiro sintiéndome un poco inquieto por saber que vamos a meternos en el líquido, pero a la vez sabiendo que son invitados de la Convención, por lo que deben ser buenos productores y artistas. ¿Invitados de la Convención? ¿De dónde saqué esto? “Gracias por recibirnos”, digo. Váleri me mira sorprendida. Nos miramos. Y nos encogemos de hombros. Me saco las zapatillas y me pongo arriba del hombro el bolsito cuadrado de cuero, donde llevamos las hojas de nuestra historia, para que no se moje y enfilo delante de Váleri para empezar a bajar. Los dos pies adentro. Qué alivio, el líquido está tibio. Rodillas adentro. No pasaremos frío. Último escalón y toco el piso del fondo. Estoy parado adentro de la habitación-pileta. El líquido me cubre los ilíacos. Doy unos pasos y giro en el lugar hasta hacer contacto visual con Váleri. Váleri se arremanga el vestido hasta las costillas. Sus sandalias no se dañan con el agua y baja sin hesitar. “Esto casi parece un masaje” me dice mientras se acerca. Frunzo el ceño mientras intento descifrar lo que acaba de decir, queriendo indicarle que me lo explique mejor pero sin ganas de tensar la garganta para hacerla sonar. Estoy concentrado en el gesto y en la llamativa sensación de fatiga que me produce la idea de hablar, cuando veo que baja la cabeza. Está mirando algo debajo de la superficie. Me acerco y veo que alrededor de sus piernas se formó como una turbulencia, el líquido se ve como más turbio. “¿Qué es eso?” pregunto con curiosidad infantil, pero sin alarma; esta vez las palabras salen solas. Váleri, que no lleva ninguna carga, mete una mano en forma de cuenco y la sube al aire. En el líquido que recolectó empieza a dibujarse un contorno. Algo como una pequeña gelatina cobra mayor opacidad. Con mi mano libre hago lo mismo. La gelatina en la mano de ella es de un azul plomizo. La gelatina en mi mano es de un rojo rosado. Nos miramos. “¿Hola?” dice ella. Las gelatinas vibran en nuestras manos como respondiendo. Siento el roce de una vibración en mis tobillos. Miro abajo. Me sorprende descubrir que también a mi alrededor se formó la misma turbulencia, sólo que el pantalón hizo una especie de barrera y no me enteré de nada. Ahora encontraron la abertura de los tobillos y empiezan a envolverme también. Empiezo a sentir que me aliviano más y más, respirar se vuelve más fácil. Devuelvo la gelatina al agua y la miro a Váleri sorprendido. Ella también parece estar percibiendo algo distinto. De repente veo que se empieza a mover con una ligereza continua y suave que no se condice con la viscosidad del líquido y sonríe divertida como una niña. Pronto empiezo a moverme en la misma dirección y entiendo por qué reía como niña, la sensación es de ser tan ligero como nunca y el movimiento genera una suave corriente en el líquido que se siente sedoso y relajante sobre la piel y los músculos. Nos llevan hasta la punta de una de estas estructuras que parecen góndolas de supermercado y veo que Váleri hace un gesto de sorpresa, ante mis ojos empieza a descender bajo la superficie. Al momento llego a su lado (¿llego?) y empiezo a sentir cómo la tibieza del líquido empieza a subirme por la panza, la cintura, las costillas. Subo los brazos con apremio, las hojas del guión. Alcanzo a apoyarlas en un estante alto de la góndola mientras un dulce y relajado sopor se va apoderando de todo mi cuerpo ya casi del todo sumergido. Bajo los brazos y estoy entregado de lleno. Puedo ver normalmente debajo de la superficie; extrañamente puedo respirar debajo de la superficie. Siento los músculos y la osamenta livianos como si flotara, pero relajado como si estuvieran cómodamente apoyados. Giro la cabeza, a pesar de la turbulencia que nos rodea, alcanzo a verla a Váleri. Su pelo genera una ondulante nube a su alrededor. Su mano está extendida hacia mí pero abandonada como si se hubiera quedado dormida en la mitad de la intención. Parece estar tranquila. Suspiro en la tibieza que me rodea (pero curioso, no salen burbujas de aire de mi exhalación). Y apenas cierro los ojos un torrente de imágenes hacen aparición. Inhalo (una), lentamente porque el líquido es espeso. Unos personajes empiezan a volverse claros. Exhalo. Una situación se empieza a configurar. Inhalo de nuevo (dos). Ya es toda una historia, a la vez familiar y desconocida, en la que me zambullo sin precaución. Exhalo. Inhalo por tercera vez y el desenlace narrativo explota en donde quiera que se proyecte la imaginación, el pensamiento, la conversación. ¿Conversación? Cobro repentina conciencia de que de algún modo estuve conversando con alguien, sin hablar. De algún modo mi pensar intervino en esas imágenes que no venían exactamente de mí, aunque tampoco de afuera. Exhalo, abro los ojos, vuelvo en mí. Tengo la sensación de haber entrado apenas recién en el líquido. Como si al mismo tiempo hubiera visto entera una película larguísima, y apenas remojado la cabeza. Ahora me viene la clarísima convicción de qué cambios tenemos que hacerle al guión. Los cuadros y las escenas son dibujos perfectos en mi mente. Miro hacia donde hace un rato estaba Váleri y ahí sigue, sólo que ahora está estirada en una posición casi horizontal. Parece dormidísima. Quiero ir a buscarla. Quiero contarle la noticia. Para mi sorpresa, me muevo sin sentir esfuerzo en el cuerpo. ¿Son las gelatinas que saben aunque no les diga y me trasladan? Extiendo los brazos para enganchar a la Váleri dormida y guiarla conmigo. No tiene peso. Nos movemos juntos hacia la superficie. Al tiempo que vamos traspasando la tensión superficial, abre los ojos y me mira como si nunca hubiera perdido la conciencia. ¿Estaba realmente dormida? "De repente tengo muy claras las ideas. ¡Me siento renovada!" exclama suavemente con una voz que me llega nítida y tintineante. Ya estamos casi verticales, de acuerdo con el nivel del líquido deberíamos estar ya sobre nuestros pies. "Yo no estoy tan seguro de haber descansado… Aunque no tengo ninguna molestia ni dolor…” le cuento meditabundo. La miro. “¡Creo que puedo salvar el guión!" agrego. Mientras digo eso me doy cuenta de que algo me está llamando la atención en Váleri. “Yo también” se ríe con ligereza. La miro fijamente, tratando de analizar lo que veo. ¡No está empapada, está seca! Me llevo la mano a la cabeza y noto con sorpresa que tengo el pelo seco. Me toco la cara, la remera, la barba, estoy seco. Extiendo la mano hacia Váleri (ella me imita), su vestido, su pelo. Seca. Compartimos una interrogación muda y nos damos cuenta de que los dos habíamos estado en aquella conversación visual. Pero alguien más nos había conducido en ella. Sonreímos. Giro para agarrar el bolsito de cuero con las hojas del guión, pero no está en la góndola donde lo había dejado. Empiezo a mirar alrededor, buscándolo, y cuando completo la vuelta veo que Váleri señala hacia la puerta que habíamos querido alcanzar. Allí está, flotando al borde del escalón más alto. “Vamos” me dice. Recuperando algo de nuestro peso, empezamos a caminar hasta allí. A medida que nos acercamos a la puerta, las sensaciones se van normalizando. No nos cuesta nada volver a recorrer los escalones, esta vez en sentido contrario. Me agacho para ponerme las zapatillas y veo que, justo antes de salir del líquido, Váleri extiende una mano hacia atrás en un gesto que es mitad una caricia, mitad un saludo, y agarra el bolsito flotante. Se suelta el vestido arremangado y me espera de pie al lado de la puerta. Me yergo y le señalo con un gesto que ya estoy listo para seguir. Váleri toma el picaporte y empuja la hoja de madera. Nos llegan los ruiditos lejanos de la Feria de Pósters en la habitación contigua. Antes de cerrar, miramos hacia adentro una última vez y sin quererlo hablamos al mismo tiempo, “Gracias”, y sonreímos.


Carmina Shapiro nació y vive en la ciudad de Rosario, Santa Fe, Argentina. Estudió Filosofía y dedica parte de su trabajo a la escritura académica. Después de varios años, volver a la escritura creativa y sin fines predeterminados es un bálsamo y un aliciente. En 2019 recibió una mención destacada en la segunda edición del Concurso de Relatos Filosóficos del Club de Escritura Fuentetaja con su relato “Ocupaciones inmundas”.

EL ENCUENTRO

 Laura Irene Ludueña   La reconoció de inmediato. Mary Shelley estaba sentada sola en el banco de una plaza oscura, como hurgando en sus r...