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viernes, 14 de noviembre de 2025

LAS AVENTURADAS ANDANZAS DE SATURNINO COLAGATUNA. ANÉCDOTAS, SÁTIRAS Y LEYENDAS DE UN MAMÍFERO EXCEPCIONAL

Carmina Shapiro

 

Si alguien quisiera entender qué es el orgullo, debería buscar los medios para acercarse a los engalanados dominios de Colagatuna. Saturnino “Zarpas” Colagatuna era una criatura formidable. Tal era su temple y su presencia que ni aunque lo hubiera querido podría haber convertido ese orgullo en una ofensa para los demás. Su magnificencia no le requería ningún esfuerzo, le era tan natural como lo son las branquias a un pez. No es de extrañar que siempre estuviera rodeado de semejante aura de misticismo, idolatría y leyenda.

El apodo “Zarpas” se había unido a su sombra luego de un violento enfrentamiento con la mastina de doña Susana. Persiguiendo una mariposa, embobado con ese aleteo colorido que tomaba direcciones inesperadas e impredecibles, hipnotizantes para alguien como él, había terminado acorralado en los jardines traseros de aquel dominio aledaño. Osa, la mastina de doña Susana, detectó al instante la presencia extraña y no tardó ni un respiro en arremeter hacia ella. Colagatuna, tomado por sorpresa, quiso esconderse volviéndose un pequeño ovillo, pero la perra no perdió el tiempo; archiconocidas eran sus ínfulas protectoras del territorio.

Quienes andaban por ahí se detuvieron expectantes y alarmados a presenciar los hechos, no pudiendo creer que la existencia de Colagatuna fuera a alcanzar un final tan mundano. Pero la grandeza siempre encuentra un camino y quién podría creer que el orgullo se quede sin recursos. Saturnino Colagatuna tenía espíritu de acero y ese día demostró que sus zarpas eran del mismo temple. Arrinconado entre macetas de romero y lavanda, la perra ya le había tarasconeado un pedazo de oreja y con un manotazo lo había estampado contra el rincón, mientras Colagatuna se escabullía para subir de nivel. Osa se aprestaba a embestir nuevamente con las fauces abiertas en plenitud, cuando, inflando el pecho e irguiéndose en todo su ser, Colagatuna arremetió arañando ojos, lengua, hocico y cabeza. La perra se sacudió al ritmo de aquella danza de espadas, mientras nuestro amigo se apoyaba sobre el cuerpo perruno para saltar fuera de su alcance, lastimándose el pellejo entre las plantas. La cosa no duró más de un minuto, pero este acontecimiento le valió el respeto y la admiración popular.

El hijo de la dueña de Osa había salido rápidamente a ver qué pasaba apenas sintió los gruñidos y el movimiento de los cuerpos. Había llamado a la perra preocupado cuando vio las salpicaduras de sangre en el piso, y clavó una mirada fulminante a Colagatuna cuya figura se empequeñecía en retirada. Osa seguramente recibió una buena dosis de antibióticos y tal vez alguna sutura, pero siguió guardiana y altanera patrullando el perímetro de sus jardines. Sin embargo, la magia del boca en boca magnificó y coloreó profusamente el relato de los hechos. Que Colagatuna y Osa se habían trenzado por largos minutos en un combate cuerpo a cuerpo. Que el loco Saturnino casi había desfallecido y con sus últimas energías había logrado escapar, sin honra y con la dignidad maltrecha. Que por increíble que fuera, Colagatuna había duplicado… ¡no, triplicado! su tamaño, como nadie nunca jamás había hecho antes que él. Que en realidad no había habido enfrentamiento y Colagatuna se había escondido cobardemente a la espera de un momento de distracción de Osa para huir con el rabo entre las patas. Que de verdad verdadera Saturnino había sacado unas zarpas de metal puro, sólido y afilado, ante la vista de las cuales la perra no tuvo nada que hacer y perdió toda esperanza. Que nadie había vuelto a ver a Osa, que el hijo de la dueña había salido a los jardines a pasar revista a la cuadrúpeda ante tanto griterío, y que maldiciendo todo el camino, sin desayunar ni tomar siquiera un café, y apestando a sudor había llorado manchándose las manos de sangre pero sin tocar el cuerpo de la muerta… ¿Muerta? Un sinfín de historias se tejieron alrededor del orgulloso y fuerte Colagatuna. Porque su hazaña no habrá sido más que el único accionar posible en esas circunstancias, pero nadie podía negar que Saturnino era fuerte y no se dejaba amedrentar con facilidad.

Después de eso, “el Gran Zarpas” estuvo cuatro días sin moverse, durmiendo, recomponiendo fisuras y moretones, comiendo apenas lo necesario, tumbado en la tibieza de sus frazadas. Es claro, y se nos presenta como una verdad ciertísima y evidente, que Colagatuna nunca debiera haber abandonado sus dominios, pero ¿qué sería de un caballero sin andanzas extraordinarias? Colagatuna y todos los que son como él saben que no se pueden negar los instintos.

Recuperado, él mismo pensó en el valor histórico y pedagógico que tenían sus aventuras y quiso escribir sus propias memorias. Lo intentó varias veces, incluso con ayuda de editores de mentalidad brillante y una apasionada sensibilidad a los devenires de su existencia. Pero siempre, indefectiblemente siempre, el resultado fue un libro obtuso, un texto sin sentido. Colagatuna tuvo que contentarse con convencer a sus fieles y allegados de que no cesaran nunca de contar su historia y cualquier anécdota compartida que tuvieran, a los más pequeños. Saturnino Colagatuna estaba seguro de que la Historia del Mundo no se olvidaría nunca de él.

Se nos perdonará que avancemos y retrocedamos en el tiempo de una manera tan aleatoria, pero la exactitud cronológica se nos desdibuja en los ecos del tiempo. Se nos ha vuelto imposible recolectar evidencias que ordenen con sentido los asuntos. Incluso por momentos parece que Colgatuna vivió tres vidas y no una… Con dificultades hemos podido colegir razonablemente que Colagatuna murió en un accidente automovilístico mientras perseguía a uno que se había colado intruso en sus dominios. Los comentarios recogidos de sus incansables seguidores vierten opiniones claras y definitivas sobre la necesidad y el significado de las lágrimas derramadas en el emotivo funeral. ¿Qué podríamos alegar? ¿Podría haber tenido una muerte distinta, más clama, más apacible y amorosa, rodeado de sus seres queridos? Seguramente que sí. Pero… ¿cómo cabría esperar un accionar tan alejado de su espíritu y su magnificencia? No hay que olvidar que también podría haber sufrido un final mil veces peor… A fin de cuentas, una muerte ignominiosa y pública es sin duda menos horrible para un condenado a convertirse en leyenda.

Carmina Shapiro nació y vive en la ciudad de Rosario, Santa Fe, Argentina. Estudió (y sigue estudiando) Filosofía, es profesora e investigadora. Parte de su trabajo es dedicarse a la escritura académica. Después de varios años, volvió a la escritura creativa y sin fines predeterminados. En 2019 recibió una mención destacada en la segunda edición del Concurso de Relatos Filosóficos del Club de Escritura Fuentetaja con su relato “Ocupaciones inmundas”. Sueña con escribir cuentos infantiles y hacer algo de periodismo.

sábado, 8 de noviembre de 2025

CAMPAMENTO NOCTURNO

Carmina Shapiro

 

Dos horas después de arribados, el campamento ya había sido montado. Ele miraba a su alrededor meditativa. Todo el contingente había desplegado sus bolsas de dormir dejando un prudente espacio entre persona y persona para que el agua pudiera correr. Pudiera correr cuando cayera, claro. Y si efectivamente caía, claro. Hacía meses que no llovía. A ella le había tocado un puesto arriba de la lomada. Jora y Gé estaban abajo, cerca de las biocisternas subterráneas. Y Lambo estaba de guardia volante en el sector inclinado de los canales para asistir, con la larga experiencia que tenía, ante cualquier imprevisto. Ceuro, el hijo de Jora, estaba a alguna distancia de Lambo, nervioso pero animado para aprender del otro.

La cosa había empezado de a poco. Primero extendiéndose el período entre lluvia y lluvia, entre tormenta y tormenta. Luego, muy progresivamente, la humedad de ambiente había ido bajando y bajando. El caudaloso río de la zona también había bajado notoriamente su nivel. Por un tiempo las actividades comerciales fluviales se detuvieron, a la espera de que subiera el río. Esto pasaba cada tanto, sólo era cuestión de esperar, ya iba a subir. Siempre subía. Cuando la necesidad de los intercambios se hizo sentir y se comprendió que el río más que subir fluctuaba hacia la baja de su nivel, se comenzaron a implementar otros medios acuáticos para seguir comerciando. Esta fue la llamada de atención más sentida, se prendieron las alarmas de las y los políticos, investigadores y ambientalistas. Se comenzaron los diálogos con países vecinos para evaluar la situación en la región, incluso de países más lejanos se acercaron para estudiar lo que estaba ocurriendo. Primero se tomaron medidas de emergencia, camiones con tanques hidrantes abastecieron a las regiones que pasaban necesidad y se crearon protocolos de prioridades y buenos usos del agua. Pero la parca empezó a merodear el lugar, no había agua para suplir a todos los necesitados, e incluso si hubiera sido suficiente, no existía la infraestructura para dar abasto. Cuando un poco después finalmente se entendió que el problema era bastante más complejo y a largo plazo de lo que se había pensado, comenzaron los diseños de propuestas y las inversiones en investigación, para implementar los sistemas más complejos que permitieran sostener la vida silvestre y cuidar la poca humedad que todavía no se había evaporado. Las pérdidas fueron dolorosas.

Todas las explicaciones que se habían dado parecían insuficientes, ¿qué clase de fenómeno climático había convertido a una zona históricamente fértil y tediosamente húmeda en una pasa de uva de las más grandes que se hayan visto jamás? En efecto, las explicaciones mono-causales eran insuficientes. Se había utilizado el principio de los invernaderos para construir refugios protegidos para plantas y cultivos. Se buscaba que las instalaciones fueran lo más herméticas que la técnica permitía, de modo que el agua se evaporara lo menos posible. Se aplicaron las investigaciones más cuidadosas a generar vidrios especiales para poder crear grandes esferas en las que pudieran prosperar microclimas específicos y así preservar la vida animal. Lo mismo se hizo en relación al agua de mar: se buscaron todo tipo de estrategias y mecanismos para decantar la sal y otros minerales que podrían afectar la salud humana. Primero se prepararon muchísimos litros de agua potable y los espíritus se alegraron, era un alivio saber que era posible hacerlo y que las probabilidades de morir de sed eran mucho menores de lo esperado. Pero los sistemas en los que de hecho se guardaba el agua no estaban preparados para enfrentar una humedad ambiental de menos del 5% y el agua empezó a evaporarse imperceptiblemente, implacablemente, impotentemente. En tres días el volumen se había reducido a la mitad y el pánico, la preocupación y la indignación se apoderaron de los ánimos. Entonces se empezaron a investigar los métodos para guardar el agua potabilizada. En el curso de esos desarrollos, los y las investigadores se dieron cuenta de que se estaban invirtiendo recursos en quitar minerales del agua que sí ayudaban a algunas plantas y animales, minerales que luego eran adicionados en la producción de fertilizantes o suplementos dietarios. Así que se comenzó a estudiar y considerar las necesidades nutricionales desde un punto de vista más general, incluso intentando comprender qué dinámicas digestivas les permitían a esas plantas y animales procesar sustancias que al ser humano hacían tanto daño. Algunas de esas dinámicas pudieron ser replicadas para aprovechar mejor el agua de mar, pero en general se aceptó que una de las mejores maneras de conservar la humedad era en el interior de las plantas y de a poco el aspecto de las ciudades fue cambiando notoriamente. Todas las superficies que acumulaban calor -pavimentos, cementos, incluso edificios de vidrio- fueron cubiertas con plantas o con algunas de las nuevas tecnologías refractarias. Siempre que se pudo, se buscó evitar espacios de aire entre casas y edificaciones, ya que resultaban en mayor resecamiento y pérdida de humedad. Siguiendo esta lógica, se abandonaron y demolieron algunos edificios poco efectivos, se construyeron muros y techos que permitían aglomerar todas las construcciones de una manzana entera, y se redistribuyeron los espacios entre los diferentes grupos familiares. En las zonas donde era posible también se asentaron las mencionadas esferas de vidrio inteligente, generando otro tipo de agrupamientos humanos. Verdaderamente la cara de las ciudades cambió de manera considerable. Hasta el sonido de las ciudades se había transformado de manera radical. Si un año antes a esas mismas personas les hubieran dicho que el lugar donde vivían se iba a convertir en esto y que su vida iba a cambiar tanto, hubieran dicho que era una fantasía, imaginaciones futuristas, interesantes sí, pero imaginaciones al fin y al cabo, que tardarían años y años en tocar la realidad. ¡Ah, quién pudiera asir el devenir y estar seguro de cualquier cosa!

Los y las climatólogos habían estado elaborando los pronósticos con colaboración internacional, estudiando cuidadosamente las probabilidades de lluvia. Por fin habían subido hasta 50% y en los últimos días habían comenzado una escala ascendente, lenta pero sin pausa. El volumen del movimiento troposférico hacía pensar que caerían cerca de 200 mililitros en lo que durara la tormenta. Cuando tuvieron más certezas que dudas, pasaron el comunicado a los gobiernos e instituciones correspondientes, y todo se puso en marcha para recibir la lluvia con pasión y pavura. La locación había sido elegida hacía tiempo y se había mantenido desocupada en caso de que pudiera llegar a presentarse una alerta meteorológica. No sucedió pero siempre era mejor estar listos que desaprovechar una lluvia.

Cada integrante del contingente tenía a cargo un área de alrededor de tres metros cuadrados. La instalación del campamento se hacía cuando las probabilidades de precipitaciones pasaban el 70%, y se preparaban para quedarse hasta una semana allí a la espera de las condiciones óptimas. Ele ya había acomodado sus cosas en los pies de su bolsa de dormir impermeable. No les permitían llevar mucho, tenían que estar ligeros y con las manos libres. Nada de celulares, libros, revistas, ni juegos. El tiempo de espera debía pasarse con las y los compañeros, conversando, haciendo algún ejercicio tranquilo, repasando las acciones que tenían que realizar o bien en solitario. Tampoco podían alejarse del área asignada porque no había tantas personas disponibles. Toda la población estaba involucrada en este plan, era menester hacerse con la mayor cantidad de agua posible, en las casas nucleadas, en los campos, donde se pudiera. Este sitio estaba dedicado a nutrir las biocisternas de apoyo a los cultivos alimenticios.

Ele se había demorado en terminar de ubicarse y preparar todo. Se quedaba pensando y observando a sus compañeros y compañeras, sin darse cuenta de que se había detenido. Se sentía un aire ritual, expectante, entre emocionado y temeroso. Ceuro y Gé la saludaron de lejos. Ele salió de su ensimismamiento y les devolvió el saludo con una sonrisa. Pero su mirada se desvió a un punto detrás de ellos dos. Un poco más allá se estaban cavando unos embudos en las entradas de las biocisternas; el trabajo de canalización estaba comenzando. Ceuro y Gé se habían acercado hasta ella y, parados a su lado, miraban en la misma dirección. Luego Ceuro giró en redondo mirando el sitio en toda su extensión.

—No me imaginé que fuera a ser tan grande —dijo.

—Sigue el contorno geográfico de la lomada, el campamento mide exactamente lo que mide la lomada. ¿No parece tan grande desde la ciudad, cierto? —le contó Gé.

—Cierto.

—Eli, no te pusiste la máscara solar. ¿Estuviste así desde que salimos? ¿Dónde la metiste? —dijo Gé.

Ele la miró un momento como no entiendo lo que le decía—. ¡Ah, la máscara! —reaccionó tras un instante. Miró hacia abajo buscando, para darse cuenta de que la tenía agarrada con su mano derecha —. Acá está —dijo entre risas haciendo una mueca. No se suponía que estuvieran al aire libre sin ella. La arrugó entre sus dedos hasta que quedó finita como una coronita, se la puso en la cabeza y la extendió hasta el cuello del uniforme. Apenas colocada se sentía un poco incómoda, pero apenas se ponía a la temperatura del cuerpo, una se olvidaba que la llevaba puesta. Tres de los lugares más húmedos del cuerpo quedaban debidamente protegidos: tenía incorporadas unas pequeñas antiparras para los ojos, el espacio de la nariz funcionaba como un filtro y el sector de la boca se estiraba para poder hablar y se podía abrir para comer. Se hacían a medida para que funcionaran bien. Era una tela casi transparente, con un leve tono blanquecino, especialmente fabricada para filtrar los rayos UV y retener la humedad de la piel, pero sin sofocar los poros. Utilizada junto con el uniforme, reducía considerablemente los requerimientos de ingesta de agua. Ele nunca había entendido cómo lograban que estas telas inteligentes refrescaran la piel evitando las transpiraciones. ¿O era reutilizando las transpiraciones y exhalaciones? Ceuro le había explicado el funcionamiento una vez que lo había estudiado en la escuela, pero era una tecnología nanomolecular compleja. Algo de una reacción con los rayos UV era lo único que había sacado en limpio.

La miró de refilón a Gé. Sus cálidos ojos marrones brillaban con la emoción del momento.

—Estás contenta, ¿eh?

—Mmm… La verdad que la idea de ver llover me tiene las emociones a flor de piel… No creí que me iba a ilusionar tanto… —respondió Gé con voz vibrante—. El único problema es que así como me entusiasmo, me entristezco pensando en cómo estamos viviendo y que también puede salir todo mal… ¿Y si la lluvia fuera ácida?

—Ya sabemos qué hacer si es ácida, fue contemplado cuando armaron los procedimientos, pebeta. No te olvides del lema de nuestros tiempos: no anticipes la angustia ante tragedias que todavía no ocurrieron. —Trató de animarla Ele, y riendo ante la paradójica ironía agregó—: ¡Más vale angustiate con las que ya están aquí!

Ceuro y Gé se rieron también.

—¡Por suerte, no son todo angustias las que están aquí! —dijo Ceuro pasándole un brazo sobre los hombros a Ele y el otro a Gé, estrechándolas contra él.

—Bueno, bueno —lo apuró Gé, clavándole el codo en las costillas para que la soltara, algo dolida por el fuerte apretón—. Tenemos que volver a nuestros puestos, che.

Andiamo —aceptó Ceuro.

— ¿Nos vemos para comer? —preguntó Ele.

— ¡Sí!

— Sí.

Ya se alejaban loma abajo, cuando Gé se paró y miró para atrás dubitativa.

—¿Sabés? Me parece que… —su voz se disolvió en su respiración.

Ele la miró a los ojos y sostuvo la mirada. La expresión de Gé cambió.

—Después te digo —habló mientras se volvía a caminar con Ceuro.

—Ya sé —dijo Ele con una casi sonrisa dibujada en la comisura de sus labios, y la voz le salió tan suave que estuvo segura de que Gé no la había escuchado. Pero las palabras habían sido firmes. Y Gé las había escuchado, casi sonriendo en la comisura de sus labios también.

 

No tardó mucho en hacerse de noche. Se había establecido la costumbre de evitar las horas de mayor temperatura para no hacer un gasto de líquidos evitable, claro está, a menos que fuera una emergencia. Durante esas horas era mandatario realizar las actividades bajo techo y puertas adentro. Así que el contingente había iniciado el traslado y montaje pasadas las cinco de la tarde.

Cerca de las ocho, cuando ya todos habían podido instalarse, resueltas las dificultades que habían surgido, el guardia volante del sector de Ele les pidió a todos los que estaban en la parte alta de la lomada que se reunieran.

—Bueno equipo, llegó el momento que tanto hemos deseado. Tenemos la suerte de vivir esta experiencia bien de cerca. Disfrútenla, pero no se olviden de lo que tienen que hacer. Nuestra parte es fundamental para que todo marche bien allá abajo. Ejerciten su atención, no se pierdan un solo detalle de esta vivencia, en especial los más jóvenes, que pocas lluvias han visto en sus vidas, y hace rato que no se viene una tormenta como la que pronostican… —dijo Marton, perdiéndose en sus imaginaciones—. En fin, registren todo en sus memorias porque si todo sale bien, ¡este va a ser un día para la historia! Bueno, lo cierto es que si sale mal, también será para la historia… En cualquier caso, sabemos que algunas cosas no van a salir como las planeamos, para eso nos organizamos en equipos, y nosotros desde acá arriba vamos a poder ver todo el proceso. Acuérdense que esto lo hacemos entre todos. Apóyense y confíen los unos en los otros, y todo va a andar bien. Desesperen en solitario y nos vamos todos al tacho… Una última cosa antes de comer. Dejen sus picos y palas pegados a las cabeceras de sus bolsas de dormir. Tienen que estar a mano para cualquier apuro. El pico pónganlo abajo y la pala arriba así evitamos accidentes… Ahora sí, ¡disfruten de la comida!

Y cerró con un aplauso con voceríos de alegría. En otros sectores del campamento, otros grupos se hicieron eco de los vítores y el aire se cargó de una vívida energía. Ele se acercó a su puesto, sacó de los pies de la bolsa de dormir su pico y pala y los acomodó como había pedido Marton. Después agarró lo que sería su cena esa noche y le gritó a Ulár si quería comer con ella.

—¡Ahí voy! —le respondió Ulár, apurando sus movimientos para alistarse. Pronto se acercó y bajaron juntos a donde estaban los otros.

Encontraron al grupo sentado alrededor de un suave sol de noche. No acostumbraban usar linternas porque el cielo nocturno solía ser muy estrellado, sin grandes impedimentos visuales, pero esa noche era necesaria un poco de ayuda. Esa noche vieron más nubes que en las anteriores y sus corazones tremolaron de expectativa. Compartieron bocadillos, intercambiaron impresiones de las bienvenidas que habían dado los guardias volantes, conversaron sin rumbo fijo, rieron con rimas picarescas y chistes ingeniosos, observaron todo a su alrededor con cuidado y finalmente cerraron con un pequeño brindis a base de un cocktail miorelajante y renovador de manzanilla, potasio y magnesio. Así descansarían bien y estarían preparados para los esfuerzos que se avecinaban. Las bebidas alcohólicas no estaban prohibidas, pero para fabricar la mayoría de ellas se necesitaba agua potable, y luego causaban deshidrataciones leves –pero evitables– y mayor necesidad de ingesta de líquidos. Por lo que paulatinamente se había ido abandonando el consumo de alcohol mientras no mejoraran las circunstancias.

Ele dio las buenas noches y se fue a su puesto. Quería estar un rato sola, tranquila antes de dormir, tenía ganas de mirar el cielo e imaginar las profundidades del espacio interestelar. Una vez arriba, masticó una pastilla dental mientras se metía en su bolsa de dormir. Ele conocía la vida como había sido antes, había crecido en una cuenca pluvial donde el agua estaba por doquier. Y también había sido testigo de las crisis y de todo lo que había tenido que ser alterado para poder sobrevivir. Ése había sido uno de los grandes cambios cotidianos… El tradicional dentífrico requería bastante agua para su fabricación y uso, además de que el líquido de enjuague terminaba también en el agua, modificando las composiciones moleculares. Había sido necesario diseñar un producto que limpiara la boca efectivamente pero que pudiera ser tragado sin riesgos para la salud. Con las pastillas dentales, se recomendaba el uso complementario de un cepillo de dientes, pero no era requisito para que surtieran efecto. Sólo había que darles un tiempo para actuar antes de dejar que el reflejo de deglución se activara.

Sintiendo la atmósfera a su alrededor y divagando por viajes espaciales, se fue adormeciendo. Se despertó con un brazo enfriado y dormido porque le había quedado atrás de la cabeza. Se giró sobre su izquierda y quedó con la bajada de la loma frente a sí. Vio que unas pocas y tenues lucecitas todavía brillaban dispersas entre los diferentes sectores. Apenas algunas figuras oscuras se movían entre quienes dormían. Todas las noches habría algunos encargados de vigilar los informes meteorológicos y despertar al contingente si fuere necesario. Se sintió muy contenta de estar allí y se volvió a dormir plácidamente.

 

Todavía era noche cerrada cuando la despertó el toque sutil de una mano que palpaba el suelo. La mano encontró el pie que le había quedado fuera de la bolsa de dormir. No se asustó, ya sabía quién era. De algún modo, había estado esperando aquello. En seguida la mano subió por la pierna como si estuviera haciendo un estudio de anatomía: sí, ahí estaba la pantorrilla, entonces el resto del cuerpo estaría en esa dirección. Alguien dio una sancada sigilosa por encima de Ele y se escabulló al interior de su bolsa de dormir. A pesar de que Ele entraba dos veces en el ancho de la bolsa, el otro cuerpo se ubicó cerca de ella. Sin abrir los ojos, Ele sonrió ante la idea de que Gé se había acostado a su lado.

—¿Sabés? Me parece que... —empezó a susurrarle muy bajito cerca de su oído, repitiendo las mismas palabras que había empezado a decirle por la tarde. Ele podía sentir la tibieza de su aliento como una caricia. Gé se acercó todavía más —. Me parece que me enamoré de vos...

Sin cambiar de posición, Ele tanteó hacia atrás con la mano libre hasta encontrar la cadera de Gé. La atrajo hacia sí, haciendo que Gé le abarcara la espalda. Le tomó la mano, se la besó como si lo ilógico fuera imaginarse separadas, y se la guardó en el pecho como si el mundo hubiera recobrado su orden. Ya sé, pensó, antes de dormirse otra vez.

 

El amanecer ya no traía el canto de los pajaritos, que solamente podían vivir en las bioburbujas de vidrio. Pero el brillo del sol seguía siendo el mismo.

Gé se despertó para encontrar a Ele recostada de espalda con los ojos abiertos como platos. Miraba el cielo entre embobada y maravillada.

—Hola, pebeta —articuló medio aletargada.

Ele le indicó con la cabeza que mirara hacia arriba.

—¿Hace cuánto no vemos tantas nubes…?

Gé siguió su pregunta hacia el cielo. La visión era impresionante. La luz del sol se reflejaba en las nubes creando mil matices para las conocidas tonalidades del amanecer. El cielo tenía tal textura que casi podría haberlo tocado…

Cuando volvió a percibir el momento, miró a su lado para encontrarse con que Ele la miraba divertida. Seguramente había estado así un buen rato.

—Pero qué hacés… —dijo a la vez que le devolvía una sonrisa. Se miraron. Ele se acercó, le acarició los labios con los suyos y se volvió a alejar. El día había empezado bien.

Ambas notaron que alrededor empezaban a producirse movimientos de despertares. Gé habló en tono bajo y rápido.

—Mejor me vuelvo a mi puesto antes de que alguien se dé cuenta de que no estaba… —Giró boca abajo, apoyó codos y rodillas, inspeccionó en derredor de un vistazo, le dedicó a Ele una mirada cómplice y se fue ágil como un gato montés hasta su propia bolsa de dormir.

Ele se sentó. Se sacó la máscara, la espolvoreó cuidadosamente con el talco limpiador, y la dejó reposar. Sacó del estuche de higiene una pastilla dental y la microfibra imbuida de activos en seco para limpiarse la cara. Una vez aireadas cara y máscara, se la volvió a colocar. Olía limpia y fresquita. Hizo una inhalación grande y suspiró. La lluvia se intuía cercana. Se intuía cercana pero no podían saber cuándo ni con certeza si de hecho llegaría. Ahora empezaba la verdadera vigilia. Ahora empezaban los verdaderos nervios. Hoy iba a ser un día largo... Miró las caras de sus compañeros. Cruzó miradas con Ulár y Marton que ya se habían levantado e intercambiaban algunas palabras. Entendió que presentían lo mismo. Hoy la espera iba a ser tensa. Hoy iba a ser un día largo. Sí, hoy iba a ser un día muy largo.


Carmina Shapiro nació y vive en la ciudad de Rosario, Santa Fe, Argentina. Estudió Filosofía y dedica parte de su trabajo a la escritura académica. Después de varios años, volver a la escritura creativa y sin fines predeterminados es un bálsamo y un aliciente. En 2019 recibió una mención destacada en la segunda edición del Concurso de Relatos Filosóficos del Club de Escritura Fuentetaja con su relato “Ocupaciones inmundas”.

 

 

sábado, 8 de marzo de 2025

LOS ARREBATOS DEL TIEMPO

Carmina Shapiro

 

Con setenta y cinco años, Juan Carlos ya había aceptado que su memoria tenía más huecos que trama. Sin embargo, por las extraños órdenes de Mnemosyne, hay olvidos y remembranzas que ocurren sin que los humanos podamos entender su sentido subyacente. Esa mañana, Juan Carlos recordó. Recordó algo que había olvidado por largos y anchos años, algo que estaba tan lejos de su existencia actual que si algunos días antes le hubieran jurado que ese recuerdo era suyo, lo hubiera negado rotundamente.

Había estado leyendo a Günter Grass, Pelando la cebolla, un libro obtuso, un texto sin sentido, un derrotero desordenado entre realidad y ficción que lo confundía un poco pero no quería abandonar. Günter Grass le producía los sueños más extraños. Imágenes y sensaciones profusas que lo dejaban con una mezcla de confusión y extrañamiento al despertar. Así que esa mañana, cuando abrió los ojos, demorándose en la suavidad de las sábanas, paladeando la tenue vigilia que se abría paso en su conciencia, Juan Carlos recordó.

Recordó el febrero de sus once años. Recordó las vacaciones de verano del que sería el último año de su escuela primaria. Qué importaba el año, los años calendario sólo sirven para conocer la edad de los involucrados y él tenía una certidumbre asombrosa de los años que tenía en aquel entonces. Once años, cumplidos unos meses antes, en noviembre. El Juan Carlos de setenta y cinco recordó con graciosa satisfacción lo grande que se había sentido con once flamantes años entre sus primos. Su papá y su tío, que de repente se le figuraron tan jóvenes, dos enérgicos padres jóvenes, habían llevado a toda la prole en un campamento de cuatro días a un camping a treinta kilómetros de su ciudad. Habían preparado algunas actividades, habían llevado algunos juegos grupales y habían planificado una cocina colectiva. Eran los cuatro primos, los dos padres y la Lola, la perra cruza con pastor belga de sus primos. Una perra amorosa y compañera que todos querían y celebraban.

Esa mañana Juan Carlos recordó, impresionado de haber podido alguna vez olvidarlo, la ilusión que llenaba el apretado auto cuando iban camino al camping. Y recordó el abrupto y precipitado final del campamento, con una amargura tan intensa que podría haber sido la misma que la de aquel día.

Terminaba el segundo día. Habían cenado un guiso de lentejas hecho entre todos, que había estado de las mil maravillas, y se habían ido a dormir a las carpas luego de cantar un rato al son de la guitarra del tío y reírse como locos en el aire fresco de la noche. Los acompañaba una luna en cuarto creciente, casi llena, y el aire parecía tomar el mismo apacible espíritu de la luz lunar. Dormían sin preocupaciones cuando unos ruidos los despertaron a la madrugada. Asomados en las carpas no habían podido ver nada, pero el llanto de la Lola les indicó hacia dónde ir. Estaba tumbada contra un árbol con un pequeño charco de sangre oscura alrededor. El pelo oscuro y la luz de alborada no permitían ver muy bien qué le había pasado pero tanta sangre no prometía buenos augurios. Mientras su papá y su tío buscaban al culpable de semejante daño armados con unos palos, los chicos se habían quedado cuidando a la perra. Unos metros más allá, otro perro se arrastraba también sangrando en cantidad. Los niños gritaron cuando la querida Lola exhaló temblorosamente su último respiro y los adultos supieron que le esperaba el mismo destino al otro perro. Una muerte ignominiosa y pública es sin duda menos horrible para un condenado, habían dicho los adultos parados al lado del segundo perro, a la vez sufriendo por no poder hacer más que mirarlo en agonía y reconfortándose en una estúpida venganza de su compañera canina.

Un poco más tarde, viendo que la bestia aguantaba, se alejaron a buscar una sábana y una pala al baúl del auto. Maldiciendo todo el camino, sin desayunar ni tomar siquiera un café, y apestando a sudor, envolvieron a la perra, cavaron un pozo lo bastante profundo y, manchándose las manos de sangre pero sin tocar el cuerpo de la muerta, la colocaron delicadamente en la tierra húmeda y fragante. Desayunaron en silencio el mate cocido más triste que hubieran compartido hasta entonces. El tío no quiso dejar al otro perro a su suerte y se acercó a ver cómo estaba. Había muerto también y se turnaron para cavar un segundo pozo. Después de eso, levantaron campamento y se volvieron. La aventura había terminado.

Aquella vez, tuvo conciencia por primera vez del dolido llanto de dos de los adultos más cercanos, dos de los adultos más queridos y considerados más fuertes por él. Todo esto le había dado al Juan Carlos de once años una dura lección de injusticia. Y lo había provisto tempranamente de opiniones claras y definitivas sobre la necesidad y el significado de las lágrimas.

Esa mañana de setenta y cinco años, todo esto volvió a la memoria de Juan Carlos para llenar uno de los huecos que la habitaban. Volvió en un santiamén, como una ráfaga de certezas. Esa mañana, Juan Carlos recordó  la frágil humanidad que nos constituye siempre, a los once y a los setenta y cinco. Y esa mañana, Juan Carlos lloró.


Carmina Shapiro nació y vive en la ciudad de Rosario, Santa Fe, Argentina. Estudió (y sigue estudiando) Filosofía, es profesora e investigadora. Parte de su trabajo es dedicarse a la escritura académica. Después de varios años, volvió a la escritura creativa y sin fines predeterminados. En 2019 recibió una mención destacada en la segunda edición del Concurso de Relatos Filosóficos del Club de Escritura Fuentetaja con su relato “Ocupaciones inmundas”. Sueña con escribir cuentos infantiles y hacer algo de periodismo.

viernes, 23 de agosto de 2024

BIFICCIONES (TRECE)


BRILLO DE METAL CROMADO

Laura Irene Ludueña & Víctor Lowenstein

 

Sentado al borde de la cama hecha que no utilizaba hacía semanas, salvo, claro, para recostarse cada dos por cuatro de puro aburrido para después levantarse y alisar el acolchado, de puro maniático, De Jacques contemplaba su cuarto como si no lo conociera de memoria. Tal vez presintiendo que no lo volvería a ver, casi como una persona que espera partir hacia un destino final de esos de los que no se regresa ni en sueños. Miraba la taza de porcelana sobre el escritorio; la silla detrás, con el polar colgado sobre el respaldo y más allá el angosto ropero siempre cerrado, testigo mudo y eficaz de su denodada soledad.

Miraba todo como si lo viera por vez primera, recorriendo con los ojos detalles seguramente bien vistos y sabidos. Encontrando casi sin querer nuevos detalles, perspectivas acaso insólitas, dejando a su mirada caer en esa inercia perezosa de quedar colgada en el contorno de la taza, las manzanas en la frutera o el portalápiz azul, o el polar o la silla, que la conciencia reposara allí sin pensamientos, vacía de ruido mental y concentrada en las formas en particular.

Ese juego estaba, como otros similares, dejando de funcionar. Lo conocía demasiado bien, igual que ese cuarto. Tantas veces lo había recorrido con sus ojos cerrados –otro juego infantil– para probarse que era capaz de transitar un espacio así de estrecho sin chocar con nada, aunque por lo general acababa por llevarse la silla puesta al primer descuido, y abría los ojos desconcertado ante su torpeza. Por ello mismo le extrañó, pero tanto, no reparar siquiera en ese brillo de metal cromado que relucía desde el borde mismo del escritorio. Era tan inexplicable esa omisión visual que se quedó perplejo unos instantes, consciente de que su mirada había recorrido esa habitación una docena de veces, sin notar el relumbre metálico. Se la había comprado al dealer que le vendía la coca, quien supo convencerlo de que el mercado negro de armas no era una opción segura, que tenía una Beretta casi sin uso y se la dejaba a buen precio, incluyendo municiones. ¿Te sirve, De Jacques? Por ser tú te la dejo en cuarenta malditos dólares, ¿qué dices?

—Sí —había dicho como un idiota perdido en una nube de humo y con una extraña sensación simultánea de relajación y euforia.

Vagamente recordaba a su dealer moviendo los labios como si recitara vaya a saber que verso que a él no le interesaba. Porque en realidad, no le interesaba nada. Hacía rato que vivía porque el aire era gratis y aún tenía algo para proveerse de aquello que sustentaba su mísera soledad.

De Jacques contempló una y otra vez su escritorio ahora engalanado con ese brillo cromado. Tenía la sensación de estar en un sueño, con imágenes que parecían surgir y desvanecerse sin conexión clara con la realidad. En un momento aparecía su dealer, en otro estaba amando a Vanessa, en otro su madre lloraba, luego volvía Vanessa echándolo del departamento con lágrimas en los ojos y diciéndole que no toleraría más sus adicciones. ¿Qué le estaba pasando? Volvió los ojos al escritorio. Cada vez que veía el brillo metálico de la pistola sentía un escalofrío recorriéndole la espina dorsal. Nunca había sido violento, ni siquiera en sus peores momentos. El sonido de los disparos en las películas siempre lo había puesto nervioso, y ahora, tenía una de esas cosas en su propia casa. Todo había empezado a ir mal desde que fue a ese bar de mala muerte al que lo invitó su primo Tomy. Al principio fue para festejar su reencuentro con Vanessa, luego para olvidar que lo había dejado, después para olvidar que su madre lo echó y así sucesivamente. Las primeras idas al bar eran esporádicas, luego se hicieron más frecuentes y las cantidades de cocaína que consumía iban aumentando al mismo ritmo hasta que la paranoia creció en proporción directa a su consumo.

Una noche, Tomy le contó sobre un par de tipos que merodeaban el bar y que lo habían asaltado.

—No es seguro, andar por aquí desarmado hermano — dijo —Voy a conseguir un arma para mí y otra para vos, así andas seguro.

En su estado, había aceptado sin pensarlo mucho ni entender de qué le hablaba. Ahora, con el arma en su poder, la situación se sentía más pesada, como si hubiera cruzado una línea de la que no podía volver.

El reloj en la pared marcaba las 3 de la mañana. No podía dormir, el miedo y la ansiedad lo mantenían despierto. Se lavó la cara y cuando se miró al espejo la imagen que vio lo asustó. ¿Ese era él? ¿dónde estaban los ojos verdes brillantes de los que Vanessa decía haberse enamorado? Parecía un espectro. Sentía que el peso de sus decisiones lo habían llevado a este punto. Como si fuera poco, la presencia de la pistola lo asfixiaba. Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. La ciudad estaba silenciosa, pero su mente era un torbellino. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo había permitido que su vida se saliera tanto de control? Pensó en llamar a alguien, pedir ayuda, pero no sabía por dónde empezar.

La luz de la luna iluminaba el arma sobre la mesa. Era una visión surrealista, como si perteneciera a otra vida. Sabía que no podía seguir así, tenía que encontrar una salida. El brillo cromado sobre el escritorio parecía llamarlo, se acercó a él y tomó el arma para verla mejor. Observó el cañón de la Beretta, allí el brillo cromado no se veía, al contrario, estaba oscuro, tan oscuro…

La detonación se oyó en todo el edificio. Su último pensamiento fue que su alma era igual a la del arma, brillante por fuera pero muy oscura por dentro.Principio del formulario





LA DECEPCIÓN

Tamara Golob & Gabriela Vilardo

 

Stepan se sentó frente a la pantalla de su computadora, una vez más, con el mismo desinterés apático que había sentido desde hacía meses. Desde la muerte de Yelena, su esposa, su vida había caído en un abismo de monotonía y desesperanza. A pesar de tener solo cincuenta y nueve años, se sentía como un anciano cansado del mundo. Su rutina diaria se reducía a recorrer las redes sociales sin propósito, esperando encontrar algo que llenara el vacío que lo consumía.

Con un suspiro pesado, abrió Facebook y comenzó a desplazarse por el interminable flujo de publicaciones triviales y noticias irrelevantes. Las sonrisas felices y las vidas perfectas de sus amigos virtuales solo servían para acentuar su propio dolor y soledad. Nada le interesaba realmente, y se encontró divagando, su mente creando escenarios oscuros y finales morbosos para su propia vida. Imaginaba de qué manera podría acabar con su sufrimiento, desde sobredosis hasta accidentes aparentemente fortuitos. Cada pensamiento era más sórdido que el anterior, y la sombra de la desesperación lo envolvía cada vez más.

Sin embargo, en medio de esa espiral de pensamientos oscuros, algo llamó su atención. Un nombre que no había escuchado en casi medio siglo apareció en la pantalla. Se quedó paralizado por un momento, sus ojos fijos en el perfil de Facebook de una mujer. Era ella, su primera novia. Casi no podía creerlo. Después de tantos años, ahí estaba, en la pantalla, como un fantasma del pasado que regresaba para sacudir su letargo.

La mujer, a pesar del tiempo transcurrido, se veía increíblemente bella. Había envejecido con gracia y elegancia. Su perfil mostraba una vida llena de éxitos y logros. Era una profesional reconocida en el campo de la psicología y había escrito una novela que acababa de publicarse. Stepan no podía evitar sentir una mezcla de nostalgia y curiosidad. ¿Qué había sido de su vida? ¿Cómo había llegado a ser la mujer exitosa que ahora veía en la pantalla?

Impulsado por una mezcla de desesperación y un atisbo de esperanza, decidió escribirle. Las palabras salieron torpemente al principio, pero luego, a medida que los recuerdos fluían, encontró más fácil expresar lo que sentía. Le habló de los viejos tiempos, de cómo la había recordado a lo largo de los años y de lo sorprendido que estaba al encontrarla de nuevo. No esperaba una respuesta, pero había algo en ese acto que le dio un pequeño rayo de esperanza.

Para su sorpresa, la respuesta llegó rápidamente. La mujer le respondió con calidez y entusiasmo, recordando con cariño los momentos que habían compartido. A pesar del paso del tiempo, parecía que todavía había una conexión entre ellos, algo que había sobrevivido a las décadas de separación. Comenzaron a intercambiar mensajes, primero de manera casual y luego con más profundidad. Compartieron historias de sus vidas, sus éxitos y fracasos, sus alegrías y tristezas.

Stepan se encontró esperando ansiosamente cada nuevo mensaje, sintiendo cómo una chispa de vida comenzaba a encenderse en su interior. Por primera vez en meses, sentía algo más que dolor y apatía. Había encontrado una razón para seguir adelante, una conexión que lo hacía sentir menos solo en el mundo. Y aunque no sabía qué depararía el futuro, estaba dispuesto a descubrirlo, un paso a la vez.

Le propuso a Marisa hacer una video llamada, aunque su apariencia no era la misma; ni siquiera se había mantenido jovial como ella. Su tristeza parecía acentuar las arrugas y bajarle más los párpados. Se miró al espejo y se acomodó un poco el cabello. Buscó una camisa a cuadros que era la que usaba para ocasiones especiales. Ubicó la computadora en un lugar que disimulaba la dejadez de la casa. Le costó evitar trapos tirados y superficies descascaradas. Apenas se salvaba del desorden, una parte de una de las paredes del comedor que mostraba un espejo devolviendo la espalda corva de Stepan. Se acomodó, trató de erguirse y puso la computadora sobre una mesa, bastante alejada de su cuerpo para que no lo tomara en un primer plano. Estaba ansioso.  Cuando acordaron prender el celular, ella entró con la llamada sin video, pero él apretó la camarita y se encontraron frente a frente. Se miraron, sonrieron como dos chiquilines y hablaron de la rareza de la tecnología, eso de estar y no estar. Stepan la veía preciosa, no sabía si ella a él. Stepan se levantó, se excusó, dijo que lo esperara un segundo, que se preparaba un cafecito; y la invitó a que hiciera lo mismo. Algo que ella aceptó. Él se tropezó en la cocina, pero no perdió el equilibrio. Estaba abombado como un adolescente. Volvió con su café batido y se sentó otra vez frente a la pantalla.

—Contame de tu novela, Marisa.

—Ah… mi novela me ha traído tantas satisfacciones… —Marisa revolvió el café con una cucharita, sin apremio. Luego se la llevó a la boca saboreando lo que había quedado en ella. Y miró a Stepan.

—Seguramente has metido la psicología que tanto te gusta y has creado una gran ficción. Sé de la repercusión que ha tenido. El título ya anuncia una historia prometedora: La decepción.

—Sí, claro. Lo que se vive se cuenta mejor, Stepan.

—¿Está basada en un hecho real?

—Sí, tan real que me amalgamé con la protagonista hasta el final, sin opción a otra cosa. Creeme que fue sanador.

—No tengo dudas, viniendo de vos… Te conozco tanto. Ya ves, que hemos hablado de la vida tal como entonces.

Marisa sonrió apenas.

—¿De verdad creés que me conocés tanto? Creo que, si así hubiese sido, no hubieras desaparecido de mi vida con tu compañera de banco.

—¡Éramos dos chiquilines! ¿O no?

—Yo no. Tal vez vos, sí. Las mujeres, aun jóvenes, siempre nos comprometemos más con el amor hasta imaginar el fin de nuestros días.

—Bien, pero no es para tanto… ¿Por qué no nos encontramos a tomar un café y lo conversamos como adultos? Ha pasado bastante tiempo de aquello.

—Mi tiempo se extendió hasta la publicación de mi novela, no hace tanto, y no puedo tomar ese café, porque en la última página te maté. Lo siento, Stepan. Creo que no es tu mejor día.

Marisa se inclinó y apagó la cámara. Algo que confundió y sorprendió a Stepan.  Su página de Facebook seguía mostrando sonrisas y éxitos inventados por los demás y antes de perder la voluntad y de volver a entrar en la sombra de la desesperación, puso un símbolo de luto en su perfil y la tapa de la novela de Marisa en la portada. 



CAMINOS CERRADOS

Carmina Shapiro & Sergio Gaut vel Hartman

 

Sonia salió del predio de oficinas, cruzó el estacionamiento y echó a andar por la vereda lindera del parque. La noche estaba más azul que oscura, el aire calmo. Eran cinco cuadras hasta la parada del colectivo sobre la avenida Iyuna. Andaba con paso regular pero sin prisa. Distraídamente vio a algunas otras mujeres caminando en el mismo sentido que ella.

Se cruzó de vereda para ver los plátanos, añosos e imponentes, y el parque detrás de ellos con mejor perspectiva. El parque, las luces amarillas esparcidas por el llano y la cúpula azul le traían sensaciones de recuerdos cálidos.

Al llegar a la esquina, un muchachito cruzó su camino detrás de ella, entre caminando y trotando. Llevaba una mochila medio vacía que se sacudía con él, y una camiseta de esas de tecnología deportiva. Esa esquina correspondía a una cortada, al final de la cual el muchachito se agachó y agarró un pedazo de baldosa rota. Mirando hacia atrás exclamó, “¡vamos a la canchita, a la canchita!

Sonia, que había seguido sus movimientos, notó que no la miraba a ella, sino más atrás aún. Se giró entonces hacia el otro lado y vio a otros dos muchachos juntando baldosas rotas y piedras. Ya tenían algunas entre los brazos. Más allá otros cinco se acercaban corriendo. Venían desde el predio de oficinas y se dirigían a la avenida. La penumbra de los plátanos los hacía ver más espectrales que lo que eran, apenas muchachitos. Aunque sus movimientos decididos delataban una mayor experiencia de lo que se hubiera esperado.

Sonia se había detenido y parada en el lugar vio que las mujeres volvían sobre sus pasos, corriendo en alerta.

—¡Corré! ¡Corré! —le dijo la que estaba más cerca. Eso significaba que otro grupo iba al encuentro, o tal vez harían algún atraco o alguna manifestación contra los Propietarios...

Hizo una mueca de angustia, se ajustó el bolso y emprendió la carrera. La angustia era doble. Esta noche ya no podría llegar a casa a dormir. Y otra vez esa pregunta de fuego quemándole la conciencia... ¿Estaba corriendo en la dirección correcta? ¿Hacía bien en alejarse en lugar de acercarse a la acción?

De pronto, como salidos de la nada, fantasmales y prepotentes, aparecieron los blindados de la GP. ¿Demasiado rápido? ¿Acaso estaban sobre aviso? Avanzaron por la avenida bufando como monstruos y moviendo los cañones en todas direcciones. Pero los muchachos, que ahora ya eran docenas, tuvieron la precaución de moverse entre los árboles, sin ofrecerse como blanco.

Frenándose agitada, Sonia vio con sorpresa que la mujer que le había gritado que corriera se había sentado  en un banco de metal

—¿Qué le pasa? —dijo Sonia tocándole el hombro.

—¿Qué me pasa? —La mujer expulsó la mano como si se tratara de una alimaña—. Estamos muertas, eso me pasa.

—Venga, vayámonos de aquí.

—No es posible; todos los caminos están cerrados.

Sonia levantó la cabeza para ver que los muchachos se agrupaban para lanzar una andanada de piedras contra los blindados, y eso le pareció ridículo; lo único que iban a lograr era ser masacrados por los GP.

—Tenemos que salir para algún lado. Lagarde no está cerrada.

—Por ahí vienen los mutantes…

—¿Los qué? —Sonia no estaba segura de haber escuchado correctamente la palabra pronunciada por la mujer, pero tal vez, más que nada, era una triquiñuela de su mente para no hacerse cargo de lo que se rumoreaba.

—Los mutantes, ¿es sorda? —replicó la mujer, irritada—. Por Tinto vienen los extraterrestres y por Juntero los robots. Lo que le dije: estamos rodeadas, no hay salida.

Ese fue el momento elegido por los blindados para empezar a disparar; y no eran chorros de agua y tampoco gases. Disparaban lenguas de fuego que no tardaron en convertir el parque en una gigantesca hoguera.  

 

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sábado, 27 de abril de 2024

¿SUEÑO LÚCIDO?

 Carmina Shapiro

 


Todos los guiones tienen que ser readaptados, nos acaban de informar en la entrada, resolución de último momento, y puerta tras puerta deambulamos sin encontrar el lugar. La Convención acaba de empezar, estábamos llegando bien pero si no encontramos el lugar, vamos a entrar con demora a la proyección inaugural. Encontramos una escalera y subimos por ella. Ahora estamos en un primer piso, o algo semejante... Cruzamos el grandísimo rellano que se abre ante nosotros, que prácticamente parece una plaza puertas adentro, pero que está cuidadosamente alfombrado, con muchas ventanas y muchas puertas y mucha gente que se cruza y viene y va, y al llegar al otro lado abrimos una puerta. ¿Por qué esta puerta?, ni idea, ni Váleri ni yo emitimos comentario al respecto, supongo que algún tipo de convicción tácita se apoderó de nosotros. Abro la puerta, metemos nuestros cuerpos del otro lado del umbral y cierro la puerta. Recién entonces me fijo en el lugar. El suave bullicio del rellano anterior parece tan lejano como de otro planeta. Aquí hay una quietud asombrosa. En el aire parece haber algún vaho, como en los saunas, pero no me cuesta respirar y la temperatura es exactamente agradable. El piso baja en tres escalones todo a lo largo del recinto. Un líquido espeso, claro y transparente llega hasta casi el borde del último escalón, pero igual puedo ver el piso en el fondo. No entiendo qué es esto. No entiendo qué hace esto acá, en el medio del edificio de Convenciones. ¿Estaremos en el medio? No entiendo cuánto líquido hay; los escalones son cortos pero el líquido parece ser profundo. En el medio veo que sobresalen de la superficie del líquido unas cosas que parecieran ser góndolas como de supermercado, blancas, gruesas, llenas de divisores. La luz afuera del líquido es algo grisácea, como un cielo encapotado de invierno, en cambio del líquido sube un suave resplandor verdiamarillo. Miro hacia donde debería estar el techo pero me confundo más todavía, no parece haber techo y ahora no entiendo si estamos adentro o afuera. Igual no me siento preocupado ni alerta, todo se percibe muy calmado y tranquilo, como si esto fuera lo normal. Pero es un poco extraño. La miro a Váleri. Está esforzándose por ver hasta la pared del otro lado. Se da cuenta de que la estoy mirando. “Igual tenemos que ir hasta la puerta” me dice. Sigo el gesto de su cabeza y entiendo a qué se refiere. Allá hay una puerta tan convocante como la que cruzamos para entrar acá. Suspiro sintiéndome un poco inquieto por saber que vamos a meternos en el líquido, pero a la vez sabiendo que son invitados de la Convención, por lo que deben ser buenos productores y artistas. ¿Invitados de la Convención? ¿De dónde saqué esto? “Gracias por recibirnos”, digo. Váleri me mira sorprendida. Nos miramos. Y nos encogemos de hombros. Me saco las zapatillas y me pongo arriba del hombro el bolsito cuadrado de cuero, donde llevamos las hojas de nuestra historia, para que no se moje y enfilo delante de Váleri para empezar a bajar. Los dos pies adentro. Qué alivio, el líquido está tibio. Rodillas adentro. No pasaremos frío. Último escalón y toco el piso del fondo. Estoy parado adentro de la habitación-pileta. El líquido me cubre los ilíacos. Doy unos pasos y giro en el lugar hasta hacer contacto visual con Váleri. Váleri se arremanga el vestido hasta las costillas. Sus sandalias no se dañan con el agua y baja sin hesitar. “Esto casi parece un masaje” me dice mientras se acerca. Frunzo el ceño mientras intento descifrar lo que acaba de decir, queriendo indicarle que me lo explique mejor pero sin ganas de tensar la garganta para hacerla sonar. Estoy concentrado en el gesto y en la llamativa sensación de fatiga que me produce la idea de hablar, cuando veo que baja la cabeza. Está mirando algo debajo de la superficie. Me acerco y veo que alrededor de sus piernas se formó como una turbulencia, el líquido se ve como más turbio. “¿Qué es eso?” pregunto con curiosidad infantil, pero sin alarma; esta vez las palabras salen solas. Váleri, que no lleva ninguna carga, mete una mano en forma de cuenco y la sube al aire. En el líquido que recolectó empieza a dibujarse un contorno. Algo como una pequeña gelatina cobra mayor opacidad. Con mi mano libre hago lo mismo. La gelatina en la mano de ella es de un azul plomizo. La gelatina en mi mano es de un rojo rosado. Nos miramos. “¿Hola?” dice ella. Las gelatinas vibran en nuestras manos como respondiendo. Siento el roce de una vibración en mis tobillos. Miro abajo. Me sorprende descubrir que también a mi alrededor se formó la misma turbulencia, sólo que el pantalón hizo una especie de barrera y no me enteré de nada. Ahora encontraron la abertura de los tobillos y empiezan a envolverme también. Empiezo a sentir que me aliviano más y más, respirar se vuelve más fácil. Devuelvo la gelatina al agua y la miro a Váleri sorprendido. Ella también parece estar percibiendo algo distinto. De repente veo que se empieza a mover con una ligereza continua y suave que no se condice con la viscosidad del líquido y sonríe divertida como una niña. Pronto empiezo a moverme en la misma dirección y entiendo por qué reía como niña, la sensación es de ser tan ligero como nunca y el movimiento genera una suave corriente en el líquido que se siente sedoso y relajante sobre la piel y los músculos. Nos llevan hasta la punta de una de estas estructuras que parecen góndolas de supermercado y veo que Váleri hace un gesto de sorpresa, ante mis ojos empieza a descender bajo la superficie. Al momento llego a su lado (¿llego?) y empiezo a sentir cómo la tibieza del líquido empieza a subirme por la panza, la cintura, las costillas. Subo los brazos con apremio, las hojas del guión. Alcanzo a apoyarlas en un estante alto de la góndola mientras un dulce y relajado sopor se va apoderando de todo mi cuerpo ya casi del todo sumergido. Bajo los brazos y estoy entregado de lleno. Puedo ver normalmente debajo de la superficie; extrañamente puedo respirar debajo de la superficie. Siento los músculos y la osamenta livianos como si flotara, pero relajado como si estuvieran cómodamente apoyados. Giro la cabeza, a pesar de la turbulencia que nos rodea, alcanzo a verla a Váleri. Su pelo genera una ondulante nube a su alrededor. Su mano está extendida hacia mí pero abandonada como si se hubiera quedado dormida en la mitad de la intención. Parece estar tranquila. Suspiro en la tibieza que me rodea (pero curioso, no salen burbujas de aire de mi exhalación). Y apenas cierro los ojos un torrente de imágenes hacen aparición. Inhalo (una), lentamente porque el líquido es espeso. Unos personajes empiezan a volverse claros. Exhalo. Una situación se empieza a configurar. Inhalo de nuevo (dos). Ya es toda una historia, a la vez familiar y desconocida, en la que me zambullo sin precaución. Exhalo. Inhalo por tercera vez y el desenlace narrativo explota en donde quiera que se proyecte la imaginación, el pensamiento, la conversación. ¿Conversación? Cobro repentina conciencia de que de algún modo estuve conversando con alguien, sin hablar. De algún modo mi pensar intervino en esas imágenes que no venían exactamente de mí, aunque tampoco de afuera. Exhalo, abro los ojos, vuelvo en mí. Tengo la sensación de haber entrado apenas recién en el líquido. Como si al mismo tiempo hubiera visto entera una película larguísima, y apenas remojado la cabeza. Ahora me viene la clarísima convicción de qué cambios tenemos que hacerle al guión. Los cuadros y las escenas son dibujos perfectos en mi mente. Miro hacia donde hace un rato estaba Váleri y ahí sigue, sólo que ahora está estirada en una posición casi horizontal. Parece dormidísima. Quiero ir a buscarla. Quiero contarle la noticia. Para mi sorpresa, me muevo sin sentir esfuerzo en el cuerpo. ¿Son las gelatinas que saben aunque no les diga y me trasladan? Extiendo los brazos para enganchar a la Váleri dormida y guiarla conmigo. No tiene peso. Nos movemos juntos hacia la superficie. Al tiempo que vamos traspasando la tensión superficial, abre los ojos y me mira como si nunca hubiera perdido la conciencia. ¿Estaba realmente dormida? "De repente tengo muy claras las ideas. ¡Me siento renovada!" exclama suavemente con una voz que me llega nítida y tintineante. Ya estamos casi verticales, de acuerdo con el nivel del líquido deberíamos estar ya sobre nuestros pies. "Yo no estoy tan seguro de haber descansado… Aunque no tengo ninguna molestia ni dolor…” le cuento meditabundo. La miro. “¡Creo que puedo salvar el guión!" agrego. Mientras digo eso me doy cuenta de que algo me está llamando la atención en Váleri. “Yo también” se ríe con ligereza. La miro fijamente, tratando de analizar lo que veo. ¡No está empapada, está seca! Me llevo la mano a la cabeza y noto con sorpresa que tengo el pelo seco. Me toco la cara, la remera, la barba, estoy seco. Extiendo la mano hacia Váleri (ella me imita), su vestido, su pelo. Seca. Compartimos una interrogación muda y nos damos cuenta de que los dos habíamos estado en aquella conversación visual. Pero alguien más nos había conducido en ella. Sonreímos. Giro para agarrar el bolsito de cuero con las hojas del guión, pero no está en la góndola donde lo había dejado. Empiezo a mirar alrededor, buscándolo, y cuando completo la vuelta veo que Váleri señala hacia la puerta que habíamos querido alcanzar. Allí está, flotando al borde del escalón más alto. “Vamos” me dice. Recuperando algo de nuestro peso, empezamos a caminar hasta allí. A medida que nos acercamos a la puerta, las sensaciones se van normalizando. No nos cuesta nada volver a recorrer los escalones, esta vez en sentido contrario. Me agacho para ponerme las zapatillas y veo que, justo antes de salir del líquido, Váleri extiende una mano hacia atrás en un gesto que es mitad una caricia, mitad un saludo, y agarra el bolsito flotante. Se suelta el vestido arremangado y me espera de pie al lado de la puerta. Me yergo y le señalo con un gesto que ya estoy listo para seguir. Váleri toma el picaporte y empuja la hoja de madera. Nos llegan los ruiditos lejanos de la Feria de Pósters en la habitación contigua. Antes de cerrar, miramos hacia adentro una última vez y sin quererlo hablamos al mismo tiempo, “Gracias”, y sonreímos.


Carmina Shapiro nació y vive en la ciudad de Rosario, Santa Fe, Argentina. Estudió Filosofía y dedica parte de su trabajo a la escritura académica. Después de varios años, volver a la escritura creativa y sin fines predeterminados es un bálsamo y un aliciente. En 2019 recibió una mención destacada en la segunda edición del Concurso de Relatos Filosóficos del Club de Escritura Fuentetaja con su relato “Ocupaciones inmundas”.

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