Carmina Shapiro
Con
setenta y cinco años, Juan Carlos ya había aceptado que su memoria tenía más
huecos que trama. Sin embargo, por las extraños órdenes de Mnemosyne, hay
olvidos y remembranzas que ocurren sin que los humanos podamos entender su
sentido subyacente. Esa mañana, Juan Carlos recordó. Recordó algo que había
olvidado por largos y anchos años, algo que estaba tan lejos de su existencia
actual que si algunos días antes le hubieran jurado que ese recuerdo era suyo,
lo hubiera negado rotundamente.
Había
estado leyendo a Günter Grass, Pelando la
cebolla, un libro obtuso, un texto sin sentido, un derrotero desordenado
entre realidad y ficción que lo confundía un poco pero no quería abandonar. Günter
Grass le producía los sueños más extraños. Imágenes y sensaciones profusas que
lo dejaban con una mezcla de confusión y extrañamiento al despertar. Así que
esa mañana, cuando abrió los ojos, demorándose en la suavidad de las sábanas,
paladeando la tenue vigilia que se abría paso en su conciencia, Juan Carlos
recordó.
Recordó
el febrero de sus once años. Recordó las vacaciones de verano del que sería el
último año de su escuela primaria. Qué importaba el año, los años calendario
sólo sirven para conocer la edad de los involucrados y él tenía una certidumbre
asombrosa de los años que tenía en aquel entonces. Once años, cumplidos unos
meses antes, en noviembre. El Juan Carlos de setenta y cinco recordó con
graciosa satisfacción lo grande que se había sentido con once flamantes años
entre sus primos. Su papá y su tío, que de repente se le figuraron tan jóvenes,
dos enérgicos padres jóvenes, habían llevado a toda la prole en un campamento
de cuatro días a un camping a treinta kilómetros de su ciudad. Habían preparado
algunas actividades, habían llevado algunos juegos grupales y habían
planificado una cocina colectiva. Eran los cuatro primos, los dos padres y la
Lola, la perra cruza con pastor belga de sus primos. Una perra amorosa y
compañera que todos querían y celebraban.
Esa
mañana Juan Carlos recordó, impresionado de haber podido alguna vez olvidarlo,
la ilusión que llenaba el apretado auto cuando iban camino al camping. Y
recordó el abrupto y precipitado final del campamento, con una amargura tan
intensa que podría haber sido la misma que la de aquel día.
Terminaba
el segundo día. Habían cenado un guiso de lentejas hecho entre todos, que había
estado de las mil maravillas, y se habían ido a dormir a las carpas luego de
cantar un rato al son de la guitarra del tío y reírse como locos en el aire
fresco de la noche. Los acompañaba una luna en cuarto creciente, casi llena, y
el aire parecía tomar el mismo apacible espíritu de la luz lunar. Dormían sin
preocupaciones cuando unos ruidos los despertaron a la madrugada. Asomados en
las carpas no habían podido ver nada, pero el llanto de la Lola les indicó
hacia dónde ir. Estaba tumbada contra un árbol con un pequeño charco de sangre
oscura alrededor. El pelo oscuro y la luz de alborada no permitían ver muy bien
qué le había pasado pero tanta sangre no prometía buenos augurios. Mientras su
papá y su tío buscaban al culpable de semejante daño armados con unos palos,
los chicos se habían quedado cuidando a la perra. Unos metros más allá, otro
perro se arrastraba también sangrando en cantidad. Los niños gritaron cuando la
querida Lola exhaló temblorosamente su último respiro y los adultos supieron
que le esperaba el mismo destino al otro perro. Una muerte ignominiosa y pública es sin duda menos horrible para un
condenado, habían dicho los adultos parados al lado del segundo perro, a la
vez sufriendo por no poder hacer más que mirarlo en agonía y reconfortándose en
una estúpida venganza de su compañera canina.
Un
poco más tarde, viendo que la bestia aguantaba, se alejaron a buscar una sábana
y una pala al baúl del auto. Maldiciendo todo el camino, sin desayunar ni tomar
siquiera un café, y apestando a sudor, envolvieron a la perra, cavaron un pozo
lo bastante profundo y, manchándose las manos de sangre pero sin tocar el
cuerpo de la muerta, la colocaron delicadamente en la tierra húmeda y fragante.
Desayunaron en silencio el mate cocido más triste que hubieran compartido hasta
entonces. El tío no quiso dejar al otro perro a su suerte y se acercó a ver
cómo estaba. Había muerto también y se turnaron para cavar un segundo pozo.
Después de eso, levantaron campamento y se volvieron. La aventura había
terminado.
Aquella
vez, tuvo conciencia por primera vez del dolido llanto de dos de los adultos
más cercanos, dos de los adultos más queridos y considerados más fuertes por
él. Todo esto le había dado al Juan Carlos de once años una dura lección de
injusticia. Y lo había provisto tempranamente de opiniones claras y definitivas
sobre la necesidad y el significado de las lágrimas.
Esa mañana de setenta y cinco años, todo esto volvió a la memoria de Juan Carlos para llenar uno de los huecos que la habitaban. Volvió en un santiamén, como una ráfaga de certezas. Esa mañana, Juan Carlos recordó la frágil humanidad que nos constituye siempre, a los once y a los setenta y cinco. Y esa mañana, Juan Carlos lloró.
Carmina Shapiro nació y vive en la ciudad de Rosario, Santa Fe, Argentina. Estudió (y sigue estudiando) Filosofía, es profesora e investigadora. Parte de su trabajo es dedicarse a la escritura académica. Después de varios años, volvió a la escritura creativa y sin fines predeterminados. En 2019 recibió una mención destacada en la segunda edición del Concurso de Relatos Filosóficos del Club de Escritura Fuentetaja con su relato “Ocupaciones inmundas”. Sueña con escribir cuentos infantiles y hacer algo de periodismo.