Lidia Nicolai
Abrí
los ojos y me incorporé en el banco del parque en el que había pasado la noche.
Estiré las piernas y los brazos y miré el reloj: cuatro y media de la
madrugada. Entonces vi al pájaro volar desde una de las ramas del árbol que
estaba frente a mí, cruzando el sendero. El pájaro, plumas renegridas, pico
amarillo, vino a ubicarse sobre mi banco de plaza y se quedó mirándome. Se
acomodó sobre las tablas verdes del banco en la posición que usan las aves para
empollar los huevos. Estuve segura de que él me veía como yo a él, es decir, yo
ya había vuelto a ser visible. No tengo explicación para lo que voy a contarle
al lector de estas notas, pero lo cierto es que me puse a hablar con el recién
llegado como si lo conociera de toda la vida; es más, como si fuera un
congénere con el tuviera la confianza suficiente para contarle cosas de mí que
yo misma no terminaba de entender. Y lo más raro de todo: desde el vamos, di
por sentado que me iba a entender.
Después que pasó todo –es decir que
terminó esa noche–, no supe darle racionalidad a mi proceder.
Lo primero que le dije a mi inesperado
compañero de banco fue que seguro que él conocía el Parque de los Patricios
desde hacía mucho tiempo y por toda respuesta obtuve un gesto de asentimiento.
A riesgo de verme a mí misma como una ridícula o como una mujer que perdió el
juicio, le dije al pájaro (unos días más tarde supe que se trataba de un
estornino), que era preciso, necesario, diría yo, que le contara qué me había
ocurrido esa noche que ahora estaba a punto de terminar: su punto de vista, tan
diferente al mío, sería muy interesante. Asintió, y creí comprender que la idea
le gustaba.
El parque se halla inmerso en plena ciudad
de Buenos Aires. Sin embargo, posee rincones alejados de toda contaminación
urbana, teñidos de la placidez que ofrecen diferentes colores de verde y el
pasto salpicado por las florecillas amarillas caídas desde las copas de las
tipas. Lo que yo no sabía, y nunca habría osado afirmar, es que es un lugar
mágico. Para mí, la presencia del estornino y mi comportamiento frente a él
formaron parte de esa magia. Así se lo dije a mi oyente. Él meneó su cabeza
negra a los costados alegremente.
—Mágico —insistí—, como se lo digo. Ya le
voy a contar cómo sucedieron las cosas y usted juzgará por sí mismo (en ningún
momento dejé de tratar de usted al pájaro, sentí que así debía ser).
Si mal no recuerdo este fue mi relato.
Anoche salí de mi casa con la cabeza hecha
un remolino de vacilaciones. En los últimos tiempos, la casa se había
transformado en un lugar de incomodidad. Pero, tampoco sabía en qué lugar
deseaba estar. Por primera vez en la vida me pregunté si necesariamente debía
elegir un lugar. Mientras cavilaba, mantenía un paso firme hacia la avenida
Caseros. En los últimos tiempos algo había cambiado, algo imperceptible o,
mejor dicho, casi imperceptible: de hecho, es muy posible que la incomodidad
que me llevaba ahora a querer alejarme, fuera un signo de que “algo” había
atravesado las fronteras de mi conocimiento. Ese algo –si
bien se me presentaba inaccesible por la vía de la razón–, había logrado
afectar mi realidad.
En definitiva, mientras intentaba
vanamente encontrar una respuesta. caminé unas cuantas cuadras. Llegué a la
conclusión de que no quería estar en ninguna parte. Pero, ¿se podía estar en ninguna
parte? Entonces una idea tomó fuerza en mi pensamiento: conseguiría estar
en ninguna parte haciéndome invisible al resto del mundo.
Crucé la calle Pepirí y me encontré frente
a una de las entradas del Parque de los Patricios. Atravesé la verja me adentré
por un sendero. El silencio del lugar me tranquilizó. Y entonces mi idea tomó
forma e intensidad suficientes como para creerla de posible realización. Miré
la luna llena entre las copas de los árboles y me di cuenta que el cansancio
estaba por vencerme.
Decidí no volver a casa esa noche. Debía
inventar algo. Saqué el celular del bolsillo de mi campera y llamé a Ernesto.
Inventé que estaba en casa de Irina y, como ella no se sentía bien, me quedaría
a pasar la noche en su casa. Colgué, y llamé a Irina, para asegurarme de que si
llamaba Ernesto por alguna razón (no veía ninguna posible, pero era mejor prevenir),
le dijera que yo estaba dormida. Le dije que se quedara tranquila, que todo
estaba bien, al día siguiente le explicaría todo el asunto.
Hacerme invisible y dormir toda la noche
sobre uno de los bancos de la plaza me pareció una idea tan maravillosa como
posible. Me concentraría en la idea de ser invisible. Tengo una amiga que me
dice que soy capaz de pensar tan fuerte que a veces hasta ella me escucha. Una
vez lo hizo de verdad y el corazón me dio un salto. Ahora debo pensar fuerte en
que es posible ser invisible. Daría así forma al estar en ninguna parte.
“Quiero poder pasar la noche en este banco del parque sin que nadie me vea;
constituirme en un no lugar”, repetí diez o más veces con intensidad creciente.
De esta manera nadie conocería mi ubicación; no estaría en ninguna parte.
Entonces me concentré en mi máximo deseo:
ser invisible para el mundo, que ese lugar se convirtiera en un no-lugar con mi
transformación en invisible.
Sentada en el banco del Parque, me
concentré en la idea de hacer me invisible. Como si eso fuera posible. En
verdad, en ese momento, a medio camino entre el sueño y la vigilia, para mí,
por momentos ese deseo era de realización factible. Me concentré deseando ser
invisible para poder dormir sobre el banco de la plaza sin que nadie me viera.
Y cuál sería mi sorpresa cuando comprobé
que había logrado mi objetivo. ¡Y de qué manera! Le dije esto al estornino que
había adoptado una pose reclinada sobre el respaldo del banco. Tenía sus ojos
fijos en los míos y, de haber sido una persona, yo hubiera pensado que estaba
muy interesado en mi relato. No soslayé la mirada que me lanzó, creí ver en
ella algo parecido a la satisfacción.
Continué mi relato.
No había leído más de dos o tres páginas
cuando creí oír voces que venían del camino.
Estaba yo reclinada sobre el banco, el
libro sobre la falda, con los ojos entrecerrados, el sueño a punto de lograr
que bajara del todo los párpados, cuando vi a los dueños de las voces: se
acercaban. Pronto distinguí que se trababa de pareja en plena discusión, las
voces al filo de los gritos. Y mis ojos se abrieron de par en par cuando
reconocí al hombre: Ernesto, mi marido.
Ella, una mujer que tendrá más o menos mi
edad, parecía furiosa.
Nuestra relación se termina hoy, Pamela.
No va más, nunca debería haber sido, decía él, cuando se detuvo frente al banco
en el que yo ya había dejado la posición reclinada y estaba sentada tan tiesa
como un maniquí.
En un primer momento pensé que Ernesto
fingía no verme. Un par de segundos después pensé que él sería incapaz de algo
así. Y ella –no la conozco–, no creo que se sentara en el banco donde ve a otra
mujer, para llorar ante el amante que la está abandonando. Es decir, tuve que
decirme todo esto para convencerme de que ninguno de los dos me veía, vaya a
saber por qué caminos misteriosos de este universo que habitamos me había hecho
invisible.
Y cuál sería mi sorpresa cuando ella se
sentó en el otro extremo del banco y pasó de la furia al llanto desconsolado. Ernesto
permaneció parado frente a ella y yo me corrí bien al otro extremo del banco
pensando en que tal vez él fuera a sentarse. Pero no lo hizo, aunque había una
marcada indecisión en su gesto. La misma expresión de indecisión que yo le veía
todos los días ante cualquier nimiedad cotidiana. Pensé en qué suerte de
arrebato lo habría llevado a encarar una relación amorosa con esta mujer. Y me
descubrí pensando esto tomando la distancia, sin ningún rencor. Hasta diría que
podría ponerme en el lugar de Ernesto, un hombre inteligente, sencillo y cálido
que siempre había sido obediente ante las leyes sociales. No llores, sabías que
yo era casado y que amo a mi mujer. Ahora, que le he sido infiel, lo siento en
el alma y también siento que la amo más aún de lo que yo pensaba. No puedo
seguir con nuestra relación. Es así de simple. Ya no sé más cómo decírtelo.
Después de que la mujer se hubo calmado,
él le dijo que la llevaría a su casa en el auto. Y se alejaron.
Ahí terminé mi relato.
Le dije a mi oyente –que permanecía
callado–, que mientras hablaba con él había recordado a mi abuela Rosalía. Ella
solía decir “de noche se me vuelan los pájaros”. Y un día quise saber qué
quería decir con esa expresión y si eso de que se le volaran los pájaros era
algo bueno o malo. Me contestó que con esa frase ella quería decir que de noche
sus ideas remontaban vuelo, se hacían más claras, y eso era algo muy bueno para
sus tejidos al crochet. La imaginación se iba por las nubes, como los pájaros,
y cosas que de día eran imposibles dejaban de serlo. Me acuerdo qué sorpresa me
llevé con esta respuesta y que ella debe haber visto mi perplejidad reflejada
en mis gestos porque me aclaró que, muchas veces estaba días tratando de idear
un punto nuevo o de que sus agujas tejieran lo que se le había ocurrido sólo a
medias y no lograba llevar a la práctica. Pues bien, en esos casos era cuestión
de que se quedase despierta hasta tarde, tan tarde como pudiera, desvelarse, si
era posible. Y en esos momentos insomnes podía resolver lo que de día había
sido imposible. Tal vez anoche a mí se me volaron los pájaros en cierto
sentido, y pude volverme invisible cosa que jamás pensé que podría realizar. Y
también pude resolver algo que tenía entre manos sin siquiera conocerlo.
Mi oyente meneó la cabeza hacia adelante
tantas veces que pensé que se le iba a romper el cuello. Imaginé que estaba
contento, como una persona que se alegrara de todo corazón ante lo que yo había
dicho y que dijera una y mil veces sí. Sí, sí, sí, síes al infinito hubo en
esos cabeceos. Después de esto, remontó vuelo.
Una vez que se hubo posado sobre una rama de
una tipa gigantesca con sus flores amarillas brillando a la luz de la luna, el
pájaro emitió un sonido agudo. Para mi sorpresa, una bandada de sus congéneres
abandonó el árbol remontó vuelo sacudiendo las ramas. Miles de florcitas
amarillas cayeron y mis ojos se llenaron de lágrimas. Recordé a mi abuela y sus
pájaros volados, tal vez yo algo de eso había heredado.
Me puse de pie.
Ya sabía en qué lugar quería estar.
Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires. Este cuento recibió el Primer Premio en el Concurso V Aniversario de la SADE, Delegación Bernal Quilmes, 2010.



