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jueves, 20 de noviembre de 2025

EL BICHO

Lidia Nicolai

 

Cuando el dentista me sacó aquella muela del infierno, yo contaba treinta y cinco años, estaba casado, no tenía hijos, era enfermero y trabajaba en un laboratorio de análisis clínicos. Es decir, era una persona común, con una vida metódica y feliz.

Pero a partir de ese día mi tranquila vida cambió bruscamente. Me vi envuelto en una situación extraordinaria que me provocó no sólo dolor físico sino también un gran desasosiego. Y la padecí en la más estricta soledad: los médicos, y hasta mi propia mujer, nunca aceptaron que lo mío fuera un caso prodigioso, todos prefirieron echarle la culpa a la fantasía o al estrés, cuando no a la locura.  

 

Cierta mañana desperté con un fuerte dolor de muelas. Llamé al doctor Gutiérrez, mi dentista de los últimos diez años, y me hizo un lugarcito en su apretada agenda de ese mismo día.

Justo cuando yo entraba en el consultorio, salía un hombre agarrándose la cara. Tenía la mejilla hinchada, y en su expresión había algo que demoré en descifrar: era un gesto de dolor y, a la vez, de inmensa alegría. Mientras me sentaba en el sillón del consultorio, le comenté al doctor lo del gesto ambiguo de su paciente.

—Es que se fue muy aliviado —me dijo—. ¡Usted no sabe cómo llegó! Hacía tiempo que yo no veía encías tan inflamadas.

Gutiérrez siguió hablando del paciente anterior y, al mismo tiempo, con movimientos precisos me colocó el delantal de plomo sobre el cuerpo, luego la pequeña placa radiográfica en la boca indicándome que la sostuviera con el dedo índice, y finalmente el aparato de rayos casi tocando mi mejilla.

Minutos después, mientras miraba la placa al trasluz, me dijo muy serio: 

―Vamos a tener que extraer esta muela. La raíz se partió. Mire, acá se ve muy bien.

Era lo que yo había temido.

—¿Quiere que hagamos la extracción ahora mismo? —agregó.

Sabía que Gutiérrez no era amigo de sacar piezas dentales a menos que fuese necesario y, aunque sufrí un extraño escalofrío, le contesté que sí.

—¿Sabe, doctor? —le dije, y contuve las náuseas—, por primera vez desde que lo conozco me da un poco de miedo sacarme la muela.

El doctor me palmeó el hombro y se rio de forma tan contagiosa que también me reí, y me relajé. Sin embargo, el miedo no es zonzo, como decía mi madre. Pero eso, claro, lo recordé más tarde.

Gutiérrez me dio la espalda y se puso a preparar el instrumental para la extracción. Mis ojos vagaron por el consultorio y se detuvieron en un punto cercano a mi mano izquierda, sobre la mesita móvil de mármol blanco, esa que soporta la pileta metálica y la cánula aspiradora. Ahí –lo descubrí porque soy muy observador y mi vista es muy buena–, un insecto del tamaño de un piojo movía las alas. Me incorporé en el sillón para verlo de cerca y saltó sobre la lámpara que yo tenía frente a la cara. Los ojos rojos, iridiscentes, se destacaban sobre el magnífico verde esmeralda del resto del cuerpo.

El doctor se volvió –la jeringa lista apuntando al techo– para echarme una mirada interrogativa, y estuve tentado de señalarle el insecto, pero me distraje: los ojos del bicho me miraban fijo. Vi la pinza en la mano del doctor y, casi de inmediato, la muela ensangrentada sujeta por la misma pinza brilló frente a su cara triunfante. Busqué al bicho con la mirada. Ya no estaba sobre la lámpara.

¡Todo había sucedido tan rápido! La boca abierta, la pinza adentro, el bicho que ya no estaba sobre la lámpara… ¿Habría entrado en mi boca montado sobre la pinza?

─¿Quiere llevarlo?

─¿Qué?

—Al molar. —El doctor era todo sonrisa—. Le pregunto si se lo quiere llevar de recuerdo.

La perplejidad me dominaba, no por la pregunta que no era nueva, sino porque no veía al bicho por ninguna parte.

—Muerda. Mantenga la gasa apretada por media hora —me ordenó el doctor, y yo ni cuenta me había dado de la gasa: un dolor suave pero punzante en el lugar de la herida había capturado por completo mi atención.

—Siento un pinchacito —dije.

—Es raro, aún está anestesiado. —El doctor debe de haber percibido mi inquietud, porque enseguida agregó—: No se preocupe, todo está muy bien. A pesar de que la raíz estaba partida pude sacarla de un solo tirón.

Él se rio, y yo me reí sólo para no desentonar: estaba muy lejos de sentirme alegre.

—No coma nada sólido por el día de hoy, por favor. Mañana, comida normal. Si le duele, tome uno de estos comprimidos. Sólo si le duele.

—¿Antibiótico?

—No, no es necesario.

Mientras el doctor me hablaba yo tocaba con la lengua la gasa empapada en sangre, y la leve inquietud inicial iba tomando una fuerza inusitada.

—Creo —dije sin pensar— que un bicho entró en mi boca con la pinza, doctor.

—¿Cómo dice? No lo dirá en serio: usted mismo vio que saqué el instrumental de la autoclave. Todo perfectamente esterilizado.

Me dio vergüenza, pero mi lengua no la tomó en consideración. 

—El bicho primero estaba acá, sobre la mesita de mármol, saltó a la lámpara y después a la pinza. No me animé a decírselo, doctor, pero… ahora lo tengo adentro. Estoy seguro.

Entonces Gutiérrez me echó una mirada que no le conocía: se había dado cuenta de que le hablaba muy en serio. Después se puso a acomodar el instrumental. Y yo, en el sillón, aún con el babero amarillo puesto, seguía tocando con la lengua la gasa ensangrentada. La hubiera escupido de buena gana pero me acobardé. En ese momento el dentista pasó a ser un extraño alto, de pelo canoso, que me daba la espalda. Después, en silencio, me quitó el babero y apretó el pedal que baja el sillón. Las manos ligeramente temblorosas del doctor me alertaron sobre su nerviosismo.

—Usted no me cree —dije.                              

—No —me dijo, y en la dureza helada de su mirada entreví la ofensa que mis palabras le habían infligido—. No entiendo a qué viene lo del bicho sobre la pinza. Todo está bien, no piense en cosas raras. Ahora le voy a dar este antibiótico —y me extendió dos cajitas de muestras gratis—, aunque no es necesario, se lo doy para que se sienta más tranquilo. No quiero que se vaya con la idea de que alguna bacteria y menos un bicho se metió en la herida.

Salí del consultorio y la luz del sol me golpeó los ojos, pero no fue suficiente para iluminar las lóbregas catacumbas mentales en las que me encontraba. En esa atmósfera pegajosa de irrealidad, que transformaba las caras de los transeúntes en las de otro planeta, caminé sin conciencia, obsesionado con el aguijoneo de la mandíbula. Luego de un rato, me sorprendí sentado en el subte de regreso a casa. Otra vez en la calle, entré en el primer bar. Pedí agua mineral, tomé el antibiótico y también el analgésico, por las dudas.  Si el bicho estaba dentro de mí como suponía, tal vez el antibiótico lo matara. Los pinchacitos habían aparecido en el momento en que el doctor me mostró la muela, y ese hecho estaba volviéndome loco. Sólo cabía pensar en dos alternativas: que los pinchazos se debieran a la extracción –opción por la que todo el mundo se inclinaría en los días siguientes– o que fueran producidos por las patas uñosas del insecto dentro de mi mandíbula. Yo me inclinaba por la segunda posibilidad. Desde el vamos –cuando lo vi saltar de la mesita a la lámpara– yo había desconfiado: intuí que era dañino. Claro que, como  observaría más tarde  mi mujer (debo reconocer que no sin falta de sentido común), un insecto tan diminuto bien podría haber volado a cualquier parte del consultorio fuera de mi campo visual, o sea que yo podría estar elucubrando una historia sobre una base muy endeble: no haberlo localizado después de la extracción.  Mientras tomaba agua pensaba todo esto y, transcurrida media hora, me di cuenta de que el antibiótico no surtía efecto alguno y unos aguijonazos espantosos me hacían doler la garganta con cada sorbo.

 

Cuando llegué a casa, abrí bien la boca frente al espejo del baño. No pude ver nada: el dolor venía de más adentro. Le conté lo sucedido a mi esposa.  “Las puntadas son tan urticantes que es como si la punta de un cuchillo golpeteara acompasadamente en lo más profundo de mi garganta”, le dije. Pero ella –a pesar de que me conoce bien y sabe que yo no soy de inventar– se limitó a mirarme con indiferencia y preferí no discutir, porque también la conozco bien: persistir en mi postura sólo hubiera alimentado lo que evidentemente era una muestra más de gozosa maldad femenina.

Al día siguiente consulté con un otorrinolaringólogo. El hombre, que podría haber sido mi abuelo, me habló con amabilidad condescendiente, como se hace con los chicos que no quieren entender: yo no tenía nada en la garganta, era preciso que me quitara de la cabeza la idea de que un insecto hubiera entrado por mi muela, debía tranquilizarme. Me recomendó a un psiquiatra amigo: me recetaría algún medicamento y podría descansar bien.

Con el transcurrir de los días el bicho fue bajando por mi cuello. ¿Y si iba a parar al corazón? ¡Quién sabe qué estropicio podría hacer allí! El miedo a morirme alcanzó tal intensidad que fui al  psiquiatra por propia decisión: me era imposible vivir en ese estado de ansiedad. El psiquiatra me escuchó con viva atención y luego, coincidiendo con el dentista y con el otorrino, opinó que sólo eran ideas mías, sin ningún asidero, posiblemente producto del estrés laboral. Me recetó un ansiolítico para el día y un inductor del sueño para la noche. 

Cuando el bicho llegó al estómago los dolores se hicieron ardientes. El muy perverso parecía divertirse arañando las paredes mucosas. Visité a un gastroenterólogo y, por lo menos en este caso, a diferencia de los demás, este médico me indicó varios estudios: una radiografía seriada, una endoscopía (me pareció lo más importante, tal vez se detectara al insecto) y una tomografía.

Cuando fui a verlo por segunda vez,  los informes con los resultados cubrían el escritorio.

—Amigo, quédese tranquilo, usted está más sano que yo. Lo que le sucede es que concentra sus nervios en el estómago.

Estas fueron sus únicas palabras. Antes que lo mencionara él, le informé yo que el psiquiatra ya me había recetado algo para los nervios.

Le di la mano y me fui.

Mi vida empeoraba de manera insidiosa.  ¡Qué ingenuo había sido al esperar algún tipo de comprensión por parte de mis compañeros de trabajo! Me miraban raro y me seguían la corriente, como se hace con los locos. Se limitaban a repetir lo mismo que yo decía  y a quejarse de la inoperancia de los profesionales que había consultado. Nada más ajeno a sus formas de ser. Intentar explicarles algo más, sólo hubiera servido para aumentar mi ya opresivo sentimiento de soledad.

 

Una mañana desperté sobresaltado. Me dolía mucho el pie izquierdo. Durante la ducha sentí cierto alivio, pero la uña del dedo gordo estaba amoratada. Busqué en vano en mi memoria: en ningún momento me había golpeado el pie. Después de todo, al podólogo aún no había ido: pedí turno. El dolor era tan intenso que a duras penas podía caminar. 

El podólogo trató mi dedo con mucha delicadeza; sin embargo, aunque le puso una pomada analgésica, el dolor no menguó. Me dijo:

—Aquí hay algo poco común.                                                          

Me incliné y vi que la punta del dedo parecía latir.

—Algo se mueve acá.

—Es el bicho —dije sin querer, y se me llenaron los ojos de lágrimas.

El podólogo me dedicó una sonrisa escéptica y siguió con el pie en la mano, tocando la zona que se movía.

—Voy a drenar ese absceso. Le va a aliviar el dolor.

Tomó mi dedo como si fuera un tornillo al que hay que enroscar y lo retorció para un lado y para el otro untándolo con una crema anestésica. Después lo pinchó con una aguja fina que tenía un pequeño catéter. El chorro de sangre salió como un chispazo hacia el ojo del podólogo. 

—¿Qué pasó? —atinó a exclamar masajeándose el párpado.

—No vi nada —mentí.

—Disculpe —dijo con la cara contraída por el dolor—, voy a asearme, algo se me metió en el ojo. Por favor, usted quédese quieto acá, el drenaje no terminó.

El podólogo desapareció por una puerta. De un tirón me desprendí de la cánula y me calcé la media. Aunque el zapato era plomo apretando el dedo, salí corriendo ante la mirada azorada de la secretaria. 

Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires. Este cuento recibió el Primer Premio en el Concurso V Aniversario de la SADE, Delegación Bernal Quilmes, 2010.

 

sábado, 8 de noviembre de 2025

LA CASA ENTRE LAS DUNAS

Lidia Nicolai

La playa está desierta y el viento arrecia. Ernesto Rodríguez sale del mar. Camina encorvado en dirección a los médanos friccionándose los brazos con las manos. De pronto se vuelve hacia el mar: intenta distinguir algo entre las olas. Sacude la cabeza contrariado, y sigue andando hacia los arbustos, en busca de su ropa. No bien se pone el jean, ve en lo alto del médano al muchachito que estaba buscando. Sin quitarle los ojos de encima, se calza las zapatillas, se abriga con el rompevientos y ajusta el reloj a su muñeca.

Sonriente, el chico baja hacia él rodeando los matorrales. Ahora que puede verlo con más detenimiento, Rodríguez le calcula unos doce años. Sin deliberación, sino llevado por el hábito de tantos años en la Policía –ahora está retirado–, observa y deduce. Y todo el aspecto del niño, desde el pelo enmarañado y el gesto sonriente a la campera y la malla que bailan sobre su contextura robusta, le hace pensar en un pequeño sinvergüenza. 

—¡Estás acá! — le grita por encima del ruido de las olas.

—Acá estoy, sí. ¿Dónde, si no?

—Te me fuiste de las manos. Pensé que…

—Nadé —dice el muchachito, y levanta los hombros en un gesto de suficiencia. La sonrisa es amplia; el tono, impertinente. De la nariz le baja un hilo de mocos, que se limpia con el brazo—. Conozco estas aguas mejor que nadie. 

—¿Y entonces…? —El hombre se da calor con las manos y arruga el ceño.

—Hice como que me ahogaba. Siempre hago eso. Me gusta ver qué hace la gente. Quién se arriesga y quién no. 

—¡Bien que me jodiste! Y ahora te hace gracia, ¿no? ––Rodríguez empieza a enojarse—. ¿Cómo te llamás?

—Gustavo, pero me dicen Tavo. Venga conmigo, mi mamá nos espera con algo caliente para tomar.

—Justamente con tus padres quiero hablar. No puede ser que hagas estas cosas. 

Y a Rodríguez –que habla con tono serio y sereno, aunque está furioso–, no se le escapa el hecho de que el muchachito no muestra la menor pesadumbre por lo que acaba de decirle. Al contrario, la amenaza parece haberlo animado: la sonrisa es más amplia, y el movimiento incesante del cuerpo permite imaginar un extraño estado de entusiasmo. ¿Sufrirá de algún retraso mental?

—Vamos, señor. —El tono es de exaltada insistencia—. Mi mamá nos espera con un té calentito. 

Rodríguez repara ahora en el “mamá nos espera”. ¿Acaso la madre tiene poderes adivinatorios y sabe que su hijo va a ir acompañado? 

Mira la hora, y decide seguirlo. Tavo ya sube el médano. Se alejan de la playa, entre las dunas, rodeando los arbustos cada vez más altos y abigarrados. El chico va dando saltitos y de vez en cuando echa miradas sonrientes hacia atrás, la nariz siempre goteándole. La furia del hombre se va espesando, y le cuesta no dejarla traslucir. No le encuentra sentido a la alegría de Tavo: ¿cómo puede ser que la amenaza de hablar con los padres no le importe? Rodríguez se dice que lo agarraría y le daría una buena paliza en esas nalgas morrudas que tiene. Reprime esos impulsos; sólo debe informar a los padres acerca del peligro que corre su hijo al hacerse el ahogado. 

—Usted está enojado conmigo, señor.

—Es que lo que hacés no es ningún chiste. Es algo muy jodido. Pusiste en peligro mi vida y la tuya. Para colmo, hoy es un día de bandera roja, con este viento. —Sólo por unos segundos, Tavo deja de moverse y sonreír; mira algo a unos metros por delante—. Y que te quede claro ––la voz de Rodríguez truena–– que voy a tu casa sólo para informarles a tus padres. 

Tavo se sorbe los mocos y se adentra en un matorral. Desaparece de la vista.

—¿Qué hacés? 

La respuesta llega opacada por el ramaje:

—Espéreme un minuto, que estoy agarrando un yuyo para mi mascota, que sufre de la panza.

Y sale del matorral con unas cuantas ramas de florcitas amarillentas, que estampa contra la nariz del hombre antes de que este atine a dar un paso atrás. 

—Tienen rico olor —dice Tavo riéndose; después las huele él. 

Siguen subiendo por la ladera de una duna hasta que el chico de pronto se detiene y señala una hondonada verde. 

—Ya llegamos a mi casa.

—¿Dónde está? No veo ninguna casa.

—Abajo.

El hombre camina hasta la parte más alta del médano, mira hacia abajo y distingue una casita con techo a dos aguas semioculta por arbustos altos. No imaginaba que hubiera construcciones entre las dunas; seguro que esta casa es ilegal, no paga ningún impuesto.

—¡Vamos ––apura el muchachito––, no se quede ahí parado!

Rodríguez casi no lo oye. Piensa: maldita suerte la mía. No hace ni un mes que trabajo en el hotel, y el primer día que se me ocurre caminar hasta el faro Querandí, ¡me vengo a encontrar con esto! Vacila. Debería respetar mi olfato, se dice, que nunca me ha fallado. Algo raro pasa con este chico: no me gusta, y no sólo por su facha. 

—Venga, no tenga miedo —Tavo insiste, irritante, los ojos muy abiertos––. Vamos, no podemos quedarnos acá arriba.

—No tengo miedo —ahora sí Rodríguez se cabrea y le vienen ganas de decir que es policía, pero se lo calla—. ¿Vos qué te creés, chiquilín? Cuidadito con lo que me decís.

Traga saliva. Tiene la boca avinagrada, aunque esta sensación apenas roza su conciencia. Y llevado por la furia, baja a pasos largos hacia la casa entre las dunas. 

Es del tipo de las prefabricadas, de madera, y se ve bastante ruinosa. Sobre el techo se acumulan ramas verdes que el hombre interpreta como un camuflaje; por eso cuesta distinguirla desde lo alto. 

Tavo abre la puerta y lo invita a entrar. Rodríguez barre con la mirada las inmediaciones: el mar ya no está a la vista, el faro Querandí emerge a la distancia a su izquierda. El reloj le indica que la caminata les ha llevado unos diez minutos.

El interior, en penumbras, obliga al visitante a detenerse unos segundos y a forzar la vista hacia adelante, donde ve luz tras una puerta entornada. 

El chico pega un grito:

—¡Llegué, ma! ––y tira a un costado el manojo de yuyos.

Rodríguez camina a tientas. Da tres o cuatro pasos y pisa algo metálico, que suena a hueco. Se detiene.

—¿Qué es esto?

Tavo le contesta que puede pisar tranquilo, que la chapa está firme, y corre adelante. De un puntapié abre del todo la puerta entornada y, con un gesto de la mano, lo invita a pasar. 

Rodríguez ve dos faroles encendidos –de esos viejos, de querosén– que cuelgan de las paredes, una cocina antigua a leña, un armario, una mesa y tres bancos de madera. Y no tarda en identificar un olor rancio a pescado frito. 

—Ma, ya llegué. ¡Hoy tuve suerte!

—¿Suerte? —pregunta Rodríguez.

No le contestan: la madre sale de atrás de una cortina que cuelga del techo, cortina que él acaba de descubrir. 

—Buen día, señora ––dice, tendiéndole la mano––. Me llamo Ernesto Rodríguez. Disculpe la intromisión, pero tengo que hablarle. 

La menuda mujer avanza con las manos extendidas, la mirada vigilante. Del escote del pulóver cuelgan unos anteojos, y su pollera se ve raída. 

El pensamiento del policía se ha detenido en los ojos de la mujer: su mirada le recuerda a alguien, no sabe a quién. Madre e hijo sonríen y miran de manera muy parecida. 

—Es una suerte, sí —explica ahora Tavo, acercándose a la cocina encendida a calentar sus manos––: la tengo cuando alguien me salva.

—Sí ––le dice la madre a Rodríguez—: ya sé, es una salvajada la que hace este hijo mío. Siempre fue muy travieso. No puedo evitarlo: soy viuda, y estoy sola con él. 

Rodríguez escucha las palabras de la madre, pero al que mira es a Tavo: clavados sus ojos en la mujer, el chico sonríe y mueve la cabeza asintiendo. Y la escena remata con una mirada de la madre al hijo: ¿ella busca su aprobación? El policía analiza esas miradas y descubre en ellas una extraña complicidad. Tan extraña como la incomodidad que le hace cambiar varias veces la pierna sobre la que apoya su peso.

––¿Todos los días hacés esto? —pregunta Rodríguez.

La madre lo invita a sentarse. El hombre se sienta en uno de los bancos que rodean la mesa. Ella le acerca una taza humeante, sosteniéndola con un trapo rejilla percudido.

—Cuando llueve, no —dice Tavo—: con lluvia nadie camina por la playa.

Rodríguez toma un sorbo de té, prestando atención a los saltitos ansiosos que da Tavo, y a la madre que, con gestos bruscos, le indica que se quede quieto.

—¿Hace mucho que viven acá? 

—Desde siempre —responde la mujer. 

—¿Los dos solos?

—Mi marido murió el año pasado, cuando un barco encalló en el banco de arena. Intentaba ayudar a la gente a llegar hasta la playa.

—Bueno, ayudar… —interrumpe Tavo, 

—Mi pésame. 

—No lo sienta usted, señor. Él no era bueno.

—¡Ma!

La madre le ordena a Tavo que se calle, se quede quieto y ponga a calentar más agua. 

—¿Y cómo se mantienen ustedes acá? ––quiere saber Rodríguez––. ¿De qué viven?

La madre va a hablar; el hijo, con la pava en la mano, se le adelanta. Rodríguez tiene la sensación de que quien dirige las cosas en esa casa no es la madre sino Tavo. Ya ha conocido casos similares entre delincuentes juveniles. 

—Mamá fabrica pan, y yo lo vendo. 

—Qué bien. Pero, ¿no sos demasiado joven para trabajar vos? ¿Y la escuela?

—Ya tengo trece —contesta con orgullo—. Terminé la primaria el año pasado.

—¿Puedo ayudarlos en algo? 

—Lo que más necesitamos… ––empieza a decir la madre. Un ruido, un retumbo desde el pasillo de la entrada hace temblar el piso. Rodríguez se sobresalta.

—¿Hay alguien más en la casa?

—No, señor —dice la mujer—, algo se ha caído. Voy a ver —sale, y cierra la puerta tras ella. Vuelve nos segundos después con un farol en la mano:

—Se cayó la lámpara. Debo haberla dejado mal apoyada.

Miente, piensa Rodríguez.

—Tengo que irme —dice.

Tavo apoya una de sus manos sobre el hombro del visitante. 

—Lo que más necesitamos es que nos visite ––sigue la mujer––. Estamos tan solos acá…

—Algún otro día puedo venir a conversar con ustedes —dice Rodríguez y se levanta del banco.

—¿Qué día? —el chico pregunta, da saltitos, aplaude y mira sonriendo a la madre; está contentísimo.

—El lunes es un buen día.

La mujer saca de un cajón una libreta. La abre, se calza los anteojos y dice:

—El lunes tenemos un invitado a almorzar. ¿Podría ser el martes?

—Perfecto. Ahora tengo que irme. Muchas gracias por el té, señora —y se dispone a salir.

—Lo acompaño —dice el muchachito dando un brinco y girando el cuerpo hacia la salida.

A Rodríguez le falta un poco el aire. Sigue a Tavo por el pasillo. La madre va detrás, con un farol. 

—¿Se siente bien? ––le pregunta el chico, sin abandonar su sonrisa.

—Nada más un poco mareado. Me levanté muy rápido. 

El piso vuelve a temblar. 

––Es mi mascota —dice Tavo, y se mueve más que nunca––. Vive en el pozo.

—Ah, tu mascota… 

—¿Quiere verla? 

Tavo levanta la chapa que Rodríguez había pisado al entrar. 

El visitante fuerza la vista: no alcanza a ver a la mascota. Sólo vislumbra una gran masa oscura que se desplaza viscosamente en el fondo del pozo, y huele algo parecido a la tierra en descomposición. El temblor se intensifica. Un chapoteo pasa a primer plano. A sus labios llegan unas gotas. “Agua salada”, piensa Rodríguez. Descubre que está muy al borde del pozo. Levanta el pie izquierdo para retroceder. Entonces, un suave y preciso empujón lo lanza a la profundidad. 


Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires. Este cuento recibió el Primer Premio en el Concurso V Aniversario de la SADE, Delegación Bernal Quilmes, 2010.


lunes, 29 de abril de 2024

LOS TORMENTOS DESAPARECERÁN

Lidia Nicolai 



 Noelia iba y venía cerca de la ventana que daba a la calle, y cada vez que oía pasar un auto, descorría la cortina. La ansiedad le impedía quedarse quieta, y no era para menos: Casandra llegaría en cualquier momento con su magia de gran curandera.

Esto era algo tan extraordinario que la espera se le hacía interminable. Casandra le había confirmado que llegaría cerca del mediodía, pero ella, desde las seis, permanecía junto a la ventana; solo de a ratos iba a vigilar a Ignacio a la habitación. Noelia consideraba a Casandra como la persona más maravillosa de este mundo, la única que verdaderamente la comprendía. La consultaba con frecuencia y, en su última visita, Casandra le había propuesto hacer una “limpieza” de la casa.

―Verás cómo, después de mi trabajo, dejarás de vivir atormentada.

Noelia había aceptado contenta y pensó que seguramente Casandra se refería a Ignacio: ella le había comentado cómo había descubierto que su hijo no había crecido lo suficiente, y también cuánto le había dolido que el doctor del departamento de al lado no hubiera querido revisarlo.

En las seis horas de espera junto a la ventana, Noelia tuvo mucho tiempo para pensar en Ignacio. Esto siempre le hacía doler la cabeza: era como tener el cuerpo de su hijo enrollado dentro de los sesos, pugnando por salir. Pero ahora Casandra podría ayudarlo, estaba segura, porque ella hacía magia de verdad y era mejor que el mejor médico de guardapolvo blanco.

Ignacio no caminaba, no hablaba y sólo se comunicaba a través de sus ojos oscuros: los movía constantemente y Noelia estaba convencida de que se trataba de un lenguaje, aunque ella no pudiera entenderlo. Verlo así, tumbado en la cama o sentado con la cabeza grotescamente inclinada hacia un lado, a veces la hacía desear que no viviera mucho, que el Todopoderoso lo curara o se lo llevara consigo. ¿Qué vida era ésa? 

Ignacio ya tiene seis años, pensó mientras descorría por enésima vez la cortina, y le volvió a la memoria la mañana en que había visto por primera vez su carita redonda de ojos inquietos. Ella estaba a punto de cumplir los cincuenta y ya era tiempo de tener un hijo.

Ignacio no sólo nunca había hablado ni caminado, sino que se babeaba y se hacía pis encima y los ojos se le ponían en blanco y parecía que le iban a saltar de la cara. Noelia había descubierto hacía muy poco la falta de crecimiento de su hijo. Jamás lo había comparado con otros chicos, simplemente porque Ignacio no salía del dormitorio. Se angustió tanto que llamó a Casandra para consultarla.

La cocinera del restaurante donde trabajaba le había dicho:

 ―Te traje algo para tu hijo. Es una ropita como para seis, y mi nene ya tiene ocho. ―Se la entregó, y como ella no atinó a decir nada, la compañera agregó―: Está casi sin uso. Si no lo tomás a mal, te la doy con todo cariño.

Entonces Noelia se emocionó, pero al mismo tiempo un gran desconcierto le oprimió el pecho: no sabía qué iba a hacer con esa ropa.

Cuando llegó a la casa extendió sobre la cama uno de los pantaloncitos que le habían regalado. Fue un momento horroroso: su Ignacio era mucho más chico que un nene de seis. Para tranquilizarse se habló a sí misma en voz alta (era la mejor forma de ahuyentar esa tremenda sensación de que la cabeza le iba a estallar). Se arrodilló junto a la cama y rezó un padrenuestro, pero la desesperación creció tanto que terminó gritando y golpeándose la cabeza contra la pared, como siempre que los nervios la vencían. Solo dejó de lastimarse cuando sonó el timbre.

Se arregló un poco el pelo desmañado, se secó la cara con la sábana y abrió la puerta. Era el doctor que vivía al lado, en el departamento H (hache de hospital, pensaba ella cada vez que lo veía).

Los dos se quedaron mudos un instante, él miró la cabeza de Noelia y ella pensó que debía estar sangrando y se tapó con la mano. El doctor la observó con ojos bondadosos y le preguntó si podía ayudarla. Entonces Noelia, que siempre evitaba que vieran a Ignacio, lo hizo pasar sin pensarlo demasiado. El doctor, tan amable, enseguida la siguió hasta el dormitorio. Ahí estaba Ignacio, tirado sobre la cama grande, una bolsa vacía con los ojos fijos en ella (porque en ocasiones el movimiento de los ojos cesaba y su hijo la miraba como preguntándole algo). El doctor se quedó al costado de la cama, petrificado, mudo, al lado de la criatura. Noelia no sabía qué decir. El doctor actuaba de un modo incomprensible: por lo menos diez minutos estuvo plantado junto a Ignacio sin siquiera inclinarse para revisarlo. 

 ―¿No es lo que corresponde que haga un médico? ―le había preguntado a Casandra al día siguiente―. Tomarle el pulso, revisarle el corazón, tomarle la temperatura…

 ¡Si lo sabría ella que cuando era chica había estado más tiempo enferma que sana y la madre la llevaba al hospital cada dos por tres! Y lo más sorprendente: el doctor del H le había hecho un montón de preguntas a ella. ¿Qué tenía que ver con Ignacio que ella tomara o no alguna medicación? El doctor le preguntó eso, y no una vez, sino dos o tres. El asombro y la indignación le impidieron contestarle. ¡Si era el pobre Ignacio el que necesitaba algo para reponerse, para tener fuerzas, levantarse de la cama y hacer la vida de un chico normal! ¿O acaso el doctor no se daba cuenta de que ella ya no quería mentirle más a nadie, que quería poder decirles a todos que su hijo hacía las mismas cosas que los demás chicos?

Casandra había escuchado todo esto y le había sonreído con dulzura. Después había estado pensativa un buen rato, había consultado el gran libro de tapas de cuero, ese que siempre estaba sobre la mesita de nácar, y le había hablado de la necesidad de la limpieza.

Noelia estaba recordando todo esto cuando vio por la ventana que la curandera estacionaba frente a la casa. El corazón le latió más fuerte, pero no demoró en tranquilizarse.

Casandra le sonrió con naturalidad y después, con su cuerpo de matrona y la gran cabellera enrulada, se paró muy derecha bajo el dintel de la puerta y aspiró el aire profundamente. Noelia pensó que olía la casa, y eso le gustó mucho. La mujer volvió a sonreírle con sus labios anchos.

―Todo va a estar bien —dijo—, tu deseo se hará realidad aunque aún no lo conozcas fehacientemente. ―Ella siempre usaba palabras que Noelia entendía a medias―. Los tormentos desaparecerán y no habrá remordimientos, habrá curación.

Noelia abrió la ventana para que el aire frío le despejara la cabeza. Pensaba cuán extraordinaria era Casandra y que ese día estaba más enigmática que de costumbre; la túnica de varios tonos violetas y los labios rojos parecían agigantarla.

Noelia la condujo por el estrecho corredor hasta el dormitorio y le mostró a Ignacio, pero Casandra solo le dedicó una sonrisa breve desde el vano de la puerta y, de inmediato, ahí mismo, sacó un sahumerio de su gran bolso y lo encendió. Esparció su exquisito aroma por cada una de las habitaciones, como si con el humo fuera bendiciéndolas. Cuando terminó, entró en el dormitorio y se sentó junto a Ignacio. Noelia vio cómo los ojos su hijo ya no eran para ella sino para la curandera y la dominó una extraña alegría. Las grandes manos de Casandra trazaron miles de círculos sobre el cuerpo flaco de Ignacio. Noelia intentó seguir esas manos mágicas que se movían cada vez más rápido y la hipnotizaban. ¿Cómo podría agradecerle tanta ayuda? Casandra sí que hacía cosas por su Ignacio, no como ese estúpido doctor.

De pronto Casandra se levantó con brusquedad. 

―Vas a tener que seguir mis instrucciones al pie de la letra —le dijo. Noelia se sobresaltó porque no le conocía ese tono imperativo. La curandera sacó de su bolso sacó un ramillete de hojas y hasta la voz era diferente, honda, oscura, cuando agregó―: Durante las próximas tres noches te harás un té con estas hierbas. Vas a colocar en un jarro un cuarto litro de agua y la vas a hacer hervir durante seis minutos. Luego apagarás el fuego y colocarás en el recipiente seis hojas de té, ni una más ni una menos, y vas a tapar el jarro con un plato. El primer día las hojas estarán sumergidas en el agua seis minutos, después colarás el té y lo tomarás. La segunda noche deberán ser doce minutos, y la tercera noche serán dieciocho minutos. Los tés los vas a tomar sentada junto a Ignacio, mirándolo a los ojos y sonriéndole, tal como yo lo he hecho hoy. ¿Hace falta que te lo deje por escrito?

Noelia no podía hablar, estaba apabullada. Se tranquilizó cuando vio que Casandra sacaba del bolso una libreta y anotaba las instrucciones en letra de imprenta. 

―A la cuarta noche verás los cambios ―le dijo, ahora en un tono cariñoso, acariciándole la cabeza, y Noelia ahora sí que entendía sus palabras―. No tengas ningún temor y acepta lo que suceda. Esto es lo que el Todopoderoso me permite hacer con mi magia para bien de ustedes dos.

Noelia no se atrevió a preguntar cuáles serían esos cambios.

Casandra ya estaba en la puerta de calle, cuando se volvió para decirle con tono severo:

―Nada de hombres este mes. —Era una orden. Aunque ella nunca le había hablado de sus dos amantes, siempre había pensado que Casandra sabía de ellos. ¡Si lo adivinaba todo!―. La soledad no se apaga con frustraciones ―había agregado. También sabe que nunca estuve a gusto con ninguno de los dos, pensó Noelia. Sin duda, la maga la conocía a fondo. Eso, en algunos momentos, le traía una cálida sensación de seguridad, pero en otros la abrumaba: se imaginaba observada por un gran ojo, sin espacio para la privacidad.

Al cuarto día, tal como lo sentenciara Casandra, hubo cambios. Ocurrió lo impensable.

Ignacio se removía en la cama, agitado. Transpiraba y se tocaba la cabeza como si le doliera mucho. Noelia nunca lo había visto tan inquieto. Retorcía las piernas y los brazos. A Noelia le parecía que quería comerse a sí mismo. No solo intentaba meter las dos manos sino también los pies en su boca de labios gruesos. Ella caminaba sin parar mordiéndose las uñas; su cuerpo temblaba sin parar. No sabía cómo calmar a Ignacio. Pero de improviso su hijo pasó de la agitación a la quietud; tal vez se hubiera dormido, al menos había cerrado los ojos, que siempre tenía abiertos como platos. Noelia dejó de temblar y se sentó en la cama, las piernas ya no la sostenían. Entonces pensó que la vista la engañaba: la frente de Ignacio se estaba achicando. Se dijo que no era cosa de su imaginación porque en pocos minutos la cabeza se había convertido en la de un nene de dos años y continuaba achicándose. Después le siguió el resto del cuerpo; más rápido, cada vez a mayor velocidad. Al borde de las lágrimas, le suplicó ayuda a Dios, pero la reducción no se detenía. Por último, tuvo frente a sus ojos un feto de pocos días, rojo, gelatinoso, que llegó a convertirse en una bolita transparente. La tomó con brusquedad y la llevó hacia la boca, como quien acerca una perla a los labios, los ojos extraviados, luchando entre la duda y el irrefrenable impulso. Finalmente recordó las palabras de Casandra: “Los tormentos desaparecerán”, y supo que debía esperar, sin remordimientos.

Sostuvo la esfera hasta que fue tan diminuta que ya no pudo verla.


 

Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires. Este cuento recibió el Primer Premio en el Concurso V Aniversario de la SADE, Delegación Bernal Quilmes, 2010.

sábado, 27 de abril de 2024

CARMELA

  

Lidia Nicolai




Cuando desperté, Carmela estaba al costado de mi cama. Me acompañó durante la ducha y mientras yo preparaba el desayuno para Néstor y mis hijos. Después se paró a unos centímetros de mi silla y no se movió de allí hasta que terminé el café con leche. Esto sucedió hace un par de días y, desde entonces, ella me sigue por la casa como una sombraNada de lo que digo me es fácil de justificar: en verdad, yo a ella no la vi nunca. Sí percibí su presencia y por momentos temí que pudiera rozarme. De sólo pensarlo me da escalofríos.

Es desesperante. ¿A quién podría contarle yo esto que me ocurre? No me animo a mencionarlo; me creerían loca. Pero para todo hay un límite, incluso para lo que puede soportarse en soledad. Así, he decidido hacer anotaciones diarias, como una forma de explicar (o tal vez explicarme) lo que está sucediendo. Mientras tanto, confío en poder ir juntando fuerzas para contarle la situación a Néstor. Sé que él no dudará de mi salud mental, aunque quizás estime que estoy bajo los efectos de un gran estrés.

 

Para ordenar mis pensamientos conviene que anote cómo conocí a Carmela.

Un sueño recurrente me visita a diario:

Voy en ómnibus de larga distancia y me apeo en una oscura terminal. Una mujer baja conmigoTomamos las valijas y me dice:

—¿Adónde vas?

—¿Por qué me lo pregunta?

—Porque vamos al mismo sitio, pero la que sabe dónde queda sos vos.

Resultado: ella se viene conmigo y se afinca en mi casa como si le perteneciera. Me dice que se llama Carmela (así pensaba bautizarme mamá, pero mi padre se lo prohibió terminantemente. Siempre sospeché que él habría conocido a una Carmela de mala reputación).

De repente me doy cuenta de que el físico de Carmela es idéntico al mío, sólo que ella lleva el cabello hasta la cintura y se pinta los labios y las uñas de un rojo fuego.

Salgo a comprar cigarrillos para Carmela (¡qué horrible: soy el chico de los mandados y me parece natural!); ella, en bata y sentada con desparpajo sobre la alfombra del living, charla con mi familia.

Conduzco el auto cuadras y cuadras hasta que encuentro un quiosco abierto. La noche es neblinosa, las calles exudan humedad y reflejan las luces de neón que resaltan la soledad de la ciudad nocturna. De pronto siento desesperación por regresar. Pero no encuentro la casa; recorro la cuadra varias veces: el edificio ha desaparecido. Entonces me digo, con pavor, que Carmela se ha adueñado de todo: de mi hogar, de mi intimidad, de mi familia.

Esta mañana, el aliento de Carmela rozó mi cuello. Es así, aunque parezca mentira. Estoy segura. Yo terminaba de peinarme, ya casi lista para ir a la oficina, cuando sentí un calor húmedo y supe que era su respiración. Le supliqué que me dejara en paz (faltó poco para que lo hiciera de rodillas) y callé sólo cuando por la ventana de la calle vi pasar a doña Ester, que me miró con asombro: evidentemente me había oído gritar desaforada. La saludé forzando una sonrisa.

Mi marido ha logrado preocuparme: según él, mi pelo ha perdido brillo y estoy algo demacrada. “¿Y si te maquillaras un poco?”, me sugirió. ¡Como si no supiera que, para mí, nada más ridículo que valerme de esos artilugios! Y esto no es nada comparado con lo de anoche:

―¡Hola, querida, te traje un regalo! ―gritó no bien entró en casa―. Espero que te guste…

Era un vestido de noche, negro azabache, entallado, barroco. El escote, más que escote era una vidriera. Un modelo a la moda repleto de lentejuelas y que yo jamás hubiera comprado.

Me forcé a pronunciar un cumplido. Espero que mi cara no haya reflejado la turbación que sentía. Jamás me pondré eso, me dije. ¿En qué cabeza cabe que voy a ir mostrando el cuerpo de esa manera, llamando la atención con tantos brillos?

—Qué suerte, amor. En la próxima ocasión especial que tengamos lo estrenás —y se me abalanzó con los brazos extendidos—. No podés negar que tenés un maridito… —me abrazó desde atrás y me besó en el cuello —que quiere que su mujer luzca hermosa.

Esta actitud, ajena al Néstor que yo conozco, me desconcertó. Había algo de ficticio en la escena; bien podría haber pertenecido a una telenovela bobalicona de la tarde. Me desprendí con suavidad del abrazo: la angustia había tomado la forma de un ladrillo sobre mi pecho.

Ahora, mientras dejo asentados estos hechos, me doy cuenta de que el comportamiento de Néstor era casi… automático. ¿Una marioneta cuyos hilos manejaba Carmela? ¿Ella no sólo interviene en mi vida, sino también en la de Néstor?

 

Hoy tuve un día terrible. La idea de probarme el vestido me atormentó desde la mañana. No pude concentrarme en el trabajo: hice mal unos asientos, volqué el café y me enojé sin motivos con la secretaria. Imaginé mil veces que me ponía el vestido. El escote dejaba la mitad de mis pechos casi toda la espalda al aire. Sufrí horrores intentando destejer estas labores de mi pensamiento.

Por fin se interpuso el rostro serio de mi padre. Sentí mucha vergüenza, y a la vez alivio. De ninguna manera voy a ponerme ese vestido, decidí. No quiero sufrir.

No bien llegué a casa corrí a colgarlo en el placard donde guardo la ropa fuera de estación. ¿Para no verlo más? Ni yo misma sabría contestarme. Pensé que al final el sinsentido se había apoderado de mí y me preparé un té de tilo bien cargado.

No habría pasado media hora cuando llegó Néstor.

—Venía pensando en el vestido. ¿Te lo probaste, amor? ¿Te lo probaste?

—Me calza bien —le dije—, no te preocupes.

Néstor está más cariñoso que de costumbre, me llama “amor” y ya no me besa en la mejilla sino en los labios. Aunque parezca estúpido, a veces me sonrojo como una colegiala. El agua fría alivia el rubor, pero ni un río completo aquietaría mi alma.

 

Anoche, en la cama, Néstor estuvo… digamos lujurioso. No hubo una sola redondez o depresión de mi cuerpo que no indagasen su lengua y sus manos. Después hicimos el amor… ¡y de qué manera! Ahora lo escribo y me ruborizo, pero entonces, lejos de avergonzarme, me sentí atraída por él como nunca lo había hecho en tantos años. Me dejé llevar. Fui dos personas en una: la que actuaba como una bestia en celo y la que observaba sin poder creer. La voluptuosidad de Carmela me había pertenecido. O, tal vez, aunque parezca irracional, yo le había pertenecido a la voluptuosidad de Carmela.

Apagamos la luz del velador (¡no puedo creer que lo hiciéramos con la luz encendida!). Néstor, tan sorprendido como contento.

—Amor —me dijo—; me encantó cómo te soltaste. Pero más me gustó que estrenaras esa ropa íntima que te regalé hace mil años. —Encendí la luz, me acodé sobre la cama y vi con sorpresa que las prendas yacían sobre la cabecera. Y entonces recordé todo: primero, que me la había puesto, y segundo, cómo Néstor me la había arrancado en medio de la lucha amorosa. Me sentí horriblemente sucia.

¡Dios bendito, ya no puedo seguir fingiendo que no me doy cuenta! ¿Acaso no está claro que he conocido a mi propio Mister Hyde?

 

Quisiera saltar y gritarlo hasta quedarme sin voz: por primera vez desde que apareció en mis sueños, puedo advertir que Carmela se está esfumando. Según pasan los días, su imagen se hace más tenue. Los colores de la ropa lucen menos intensos y su rostro presenta rasgos desleídos. ¡Creo que pronto me libraré de ella!

 

Hoy sucedieron cosas extraordinarias. Carmela no apareció en mis sueños. ¡Por fin!, pensé al despertar. Sabía que se iría en algún momento.

Minutos después, reunida la familia en la cocina, mi hijo menor tiró su pelotita de goma hacia la silla vacía del extremo de la mesa y…

—¿Vieron eso? —preguntó Néstor, azorado.

—¿Qué? —preguntaron a coro los chicos.

—Hijo, tirá la pelota como recién.

La observamos volar y chocar en el aire contra algo invisible.

Sentí que me mareaba.

—¿No vas a decir nada?

—Es que me siento mal —dije, y me puse de pie—. Es algo increíble, sí.

Por último, él mismo arrojó la pelota, que esta vez fue a dar al piso.

Volví a sentarme y respiré pausadamente. Entonces me iluminé. Comprendí que Carmela había estado sentada en la silla “vacía”. Y al recordar mi regocijo de los últimos días me dije que había sido una ilusa, porque no era verdad que ella había empezado a esfumarse de mis sueños, en realidad estaba trasladándose del mundo onírico al de la vigilia. ¡Se estaba materializando!

Néstor me miró confundido.

—¿Qué habrá sido eso, Carmela? —preguntó.

Lo escuché patente, me llamó “Carmela”.

El silencio que siguió fue roto por mi hijo.

—Mami, hoy tuve un sueño.

—¿Sí?...

—Soñé que tenías el pelo largo y los labios pintados de rojo. ¿Por qué no te pintás los labios de rojo, mami? En mi sueño tenías ese mismo vestido, pero era más amarillo.

—¿Más amarillo? —y miré mi ropa.

El vestido estaba destiñéndose. ¡Como Carmela en el sueño! Me ganó una sensación de extrañeza de mí misma. Después, un violento impulso interior hizo que me levantara de un salto.

—¿Adónde vas, mamá?                                                                            

—¿Adónde vas, amor?

—A ganarle de mano —dije.

En unos minutos estuve de regreso en la cocina.

Me recibieron tres “mamás” y un “amor” melodioso. Tras una breve vacilación, Néstor se puso a mi lado; acarició mi espalda enmarcada por el profundo escote y me tomó de la cintura.

Lo que siguió fue tan rápido como increíble. La ventana de la calle se abrió sola y el vidrio se hizo añicos. Por la abertura se fugó algo así como una sombra, quizás un velo flameante.

Parecerá extraño, pero a partir de ese momento empezó a gustarme el vestido.


Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires. Este cuento recibió el Primer Premio en el Concurso V Aniversario de la SADE, Delegación Bernal Quilmes, 2010.

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