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lunes, 29 de abril de 2024

LOS TORMENTOS DESAPARECERÁN

Lidia Nicolai 



 Noelia iba y venía cerca de la ventana que daba a la calle, y cada vez que oía pasar un auto, descorría la cortina. La ansiedad le impedía quedarse quieta, y no era para menos: Casandra llegaría en cualquier momento con su magia de gran curandera.

Esto era algo tan extraordinario que la espera se le hacía interminable. Casandra le había confirmado que llegaría cerca del mediodía, pero ella, desde las seis, permanecía junto a la ventana; solo de a ratos iba a vigilar a Ignacio a la habitación. Noelia consideraba a Casandra como la persona más maravillosa de este mundo, la única que verdaderamente la comprendía. La consultaba con frecuencia y, en su última visita, Casandra le había propuesto hacer una “limpieza” de la casa.

―Verás cómo, después de mi trabajo, dejarás de vivir atormentada.

Noelia había aceptado contenta y pensó que seguramente Casandra se refería a Ignacio: ella le había comentado cómo había descubierto que su hijo no había crecido lo suficiente, y también cuánto le había dolido que el doctor del departamento de al lado no hubiera querido revisarlo.

En las seis horas de espera junto a la ventana, Noelia tuvo mucho tiempo para pensar en Ignacio. Esto siempre le hacía doler la cabeza: era como tener el cuerpo de su hijo enrollado dentro de los sesos, pugnando por salir. Pero ahora Casandra podría ayudarlo, estaba segura, porque ella hacía magia de verdad y era mejor que el mejor médico de guardapolvo blanco.

Ignacio no caminaba, no hablaba y sólo se comunicaba a través de sus ojos oscuros: los movía constantemente y Noelia estaba convencida de que se trataba de un lenguaje, aunque ella no pudiera entenderlo. Verlo así, tumbado en la cama o sentado con la cabeza grotescamente inclinada hacia un lado, a veces la hacía desear que no viviera mucho, que el Todopoderoso lo curara o se lo llevara consigo. ¿Qué vida era ésa? 

Ignacio ya tiene seis años, pensó mientras descorría por enésima vez la cortina, y le volvió a la memoria la mañana en que había visto por primera vez su carita redonda de ojos inquietos. Ella estaba a punto de cumplir los cincuenta y ya era tiempo de tener un hijo.

Ignacio no sólo nunca había hablado ni caminado, sino que se babeaba y se hacía pis encima y los ojos se le ponían en blanco y parecía que le iban a saltar de la cara. Noelia había descubierto hacía muy poco la falta de crecimiento de su hijo. Jamás lo había comparado con otros chicos, simplemente porque Ignacio no salía del dormitorio. Se angustió tanto que llamó a Casandra para consultarla.

La cocinera del restaurante donde trabajaba le había dicho:

 ―Te traje algo para tu hijo. Es una ropita como para seis, y mi nene ya tiene ocho. ―Se la entregó, y como ella no atinó a decir nada, la compañera agregó―: Está casi sin uso. Si no lo tomás a mal, te la doy con todo cariño.

Entonces Noelia se emocionó, pero al mismo tiempo un gran desconcierto le oprimió el pecho: no sabía qué iba a hacer con esa ropa.

Cuando llegó a la casa extendió sobre la cama uno de los pantaloncitos que le habían regalado. Fue un momento horroroso: su Ignacio era mucho más chico que un nene de seis. Para tranquilizarse se habló a sí misma en voz alta (era la mejor forma de ahuyentar esa tremenda sensación de que la cabeza le iba a estallar). Se arrodilló junto a la cama y rezó un padrenuestro, pero la desesperación creció tanto que terminó gritando y golpeándose la cabeza contra la pared, como siempre que los nervios la vencían. Solo dejó de lastimarse cuando sonó el timbre.

Se arregló un poco el pelo desmañado, se secó la cara con la sábana y abrió la puerta. Era el doctor que vivía al lado, en el departamento H (hache de hospital, pensaba ella cada vez que lo veía).

Los dos se quedaron mudos un instante, él miró la cabeza de Noelia y ella pensó que debía estar sangrando y se tapó con la mano. El doctor la observó con ojos bondadosos y le preguntó si podía ayudarla. Entonces Noelia, que siempre evitaba que vieran a Ignacio, lo hizo pasar sin pensarlo demasiado. El doctor, tan amable, enseguida la siguió hasta el dormitorio. Ahí estaba Ignacio, tirado sobre la cama grande, una bolsa vacía con los ojos fijos en ella (porque en ocasiones el movimiento de los ojos cesaba y su hijo la miraba como preguntándole algo). El doctor se quedó al costado de la cama, petrificado, mudo, al lado de la criatura. Noelia no sabía qué decir. El doctor actuaba de un modo incomprensible: por lo menos diez minutos estuvo plantado junto a Ignacio sin siquiera inclinarse para revisarlo. 

 ―¿No es lo que corresponde que haga un médico? ―le había preguntado a Casandra al día siguiente―. Tomarle el pulso, revisarle el corazón, tomarle la temperatura…

 ¡Si lo sabría ella que cuando era chica había estado más tiempo enferma que sana y la madre la llevaba al hospital cada dos por tres! Y lo más sorprendente: el doctor del H le había hecho un montón de preguntas a ella. ¿Qué tenía que ver con Ignacio que ella tomara o no alguna medicación? El doctor le preguntó eso, y no una vez, sino dos o tres. El asombro y la indignación le impidieron contestarle. ¡Si era el pobre Ignacio el que necesitaba algo para reponerse, para tener fuerzas, levantarse de la cama y hacer la vida de un chico normal! ¿O acaso el doctor no se daba cuenta de que ella ya no quería mentirle más a nadie, que quería poder decirles a todos que su hijo hacía las mismas cosas que los demás chicos?

Casandra había escuchado todo esto y le había sonreído con dulzura. Después había estado pensativa un buen rato, había consultado el gran libro de tapas de cuero, ese que siempre estaba sobre la mesita de nácar, y le había hablado de la necesidad de la limpieza.

Noelia estaba recordando todo esto cuando vio por la ventana que la curandera estacionaba frente a la casa. El corazón le latió más fuerte, pero no demoró en tranquilizarse.

Casandra le sonrió con naturalidad y después, con su cuerpo de matrona y la gran cabellera enrulada, se paró muy derecha bajo el dintel de la puerta y aspiró el aire profundamente. Noelia pensó que olía la casa, y eso le gustó mucho. La mujer volvió a sonreírle con sus labios anchos.

―Todo va a estar bien —dijo—, tu deseo se hará realidad aunque aún no lo conozcas fehacientemente. ―Ella siempre usaba palabras que Noelia entendía a medias―. Los tormentos desaparecerán y no habrá remordimientos, habrá curación.

Noelia abrió la ventana para que el aire frío le despejara la cabeza. Pensaba cuán extraordinaria era Casandra y que ese día estaba más enigmática que de costumbre; la túnica de varios tonos violetas y los labios rojos parecían agigantarla.

Noelia la condujo por el estrecho corredor hasta el dormitorio y le mostró a Ignacio, pero Casandra solo le dedicó una sonrisa breve desde el vano de la puerta y, de inmediato, ahí mismo, sacó un sahumerio de su gran bolso y lo encendió. Esparció su exquisito aroma por cada una de las habitaciones, como si con el humo fuera bendiciéndolas. Cuando terminó, entró en el dormitorio y se sentó junto a Ignacio. Noelia vio cómo los ojos su hijo ya no eran para ella sino para la curandera y la dominó una extraña alegría. Las grandes manos de Casandra trazaron miles de círculos sobre el cuerpo flaco de Ignacio. Noelia intentó seguir esas manos mágicas que se movían cada vez más rápido y la hipnotizaban. ¿Cómo podría agradecerle tanta ayuda? Casandra sí que hacía cosas por su Ignacio, no como ese estúpido doctor.

De pronto Casandra se levantó con brusquedad. 

―Vas a tener que seguir mis instrucciones al pie de la letra —le dijo. Noelia se sobresaltó porque no le conocía ese tono imperativo. La curandera sacó de su bolso sacó un ramillete de hojas y hasta la voz era diferente, honda, oscura, cuando agregó―: Durante las próximas tres noches te harás un té con estas hierbas. Vas a colocar en un jarro un cuarto litro de agua y la vas a hacer hervir durante seis minutos. Luego apagarás el fuego y colocarás en el recipiente seis hojas de té, ni una más ni una menos, y vas a tapar el jarro con un plato. El primer día las hojas estarán sumergidas en el agua seis minutos, después colarás el té y lo tomarás. La segunda noche deberán ser doce minutos, y la tercera noche serán dieciocho minutos. Los tés los vas a tomar sentada junto a Ignacio, mirándolo a los ojos y sonriéndole, tal como yo lo he hecho hoy. ¿Hace falta que te lo deje por escrito?

Noelia no podía hablar, estaba apabullada. Se tranquilizó cuando vio que Casandra sacaba del bolso una libreta y anotaba las instrucciones en letra de imprenta. 

―A la cuarta noche verás los cambios ―le dijo, ahora en un tono cariñoso, acariciándole la cabeza, y Noelia ahora sí que entendía sus palabras―. No tengas ningún temor y acepta lo que suceda. Esto es lo que el Todopoderoso me permite hacer con mi magia para bien de ustedes dos.

Noelia no se atrevió a preguntar cuáles serían esos cambios.

Casandra ya estaba en la puerta de calle, cuando se volvió para decirle con tono severo:

―Nada de hombres este mes. —Era una orden. Aunque ella nunca le había hablado de sus dos amantes, siempre había pensado que Casandra sabía de ellos. ¡Si lo adivinaba todo!―. La soledad no se apaga con frustraciones ―había agregado. También sabe que nunca estuve a gusto con ninguno de los dos, pensó Noelia. Sin duda, la maga la conocía a fondo. Eso, en algunos momentos, le traía una cálida sensación de seguridad, pero en otros la abrumaba: se imaginaba observada por un gran ojo, sin espacio para la privacidad.

Al cuarto día, tal como lo sentenciara Casandra, hubo cambios. Ocurrió lo impensable.

Ignacio se removía en la cama, agitado. Transpiraba y se tocaba la cabeza como si le doliera mucho. Noelia nunca lo había visto tan inquieto. Retorcía las piernas y los brazos. A Noelia le parecía que quería comerse a sí mismo. No solo intentaba meter las dos manos sino también los pies en su boca de labios gruesos. Ella caminaba sin parar mordiéndose las uñas; su cuerpo temblaba sin parar. No sabía cómo calmar a Ignacio. Pero de improviso su hijo pasó de la agitación a la quietud; tal vez se hubiera dormido, al menos había cerrado los ojos, que siempre tenía abiertos como platos. Noelia dejó de temblar y se sentó en la cama, las piernas ya no la sostenían. Entonces pensó que la vista la engañaba: la frente de Ignacio se estaba achicando. Se dijo que no era cosa de su imaginación porque en pocos minutos la cabeza se había convertido en la de un nene de dos años y continuaba achicándose. Después le siguió el resto del cuerpo; más rápido, cada vez a mayor velocidad. Al borde de las lágrimas, le suplicó ayuda a Dios, pero la reducción no se detenía. Por último, tuvo frente a sus ojos un feto de pocos días, rojo, gelatinoso, que llegó a convertirse en una bolita transparente. La tomó con brusquedad y la llevó hacia la boca, como quien acerca una perla a los labios, los ojos extraviados, luchando entre la duda y el irrefrenable impulso. Finalmente recordó las palabras de Casandra: “Los tormentos desaparecerán”, y supo que debía esperar, sin remordimientos.

Sostuvo la esfera hasta que fue tan diminuta que ya no pudo verla.


 

Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires. Este cuento recibió el Primer Premio en el Concurso V Aniversario de la SADE, Delegación Bernal Quilmes, 2010.

sábado, 27 de abril de 2024

CARMELA

  

Lidia Nicolai




Cuando desperté, Carmela estaba al costado de mi cama. Me acompañó durante la ducha y mientras yo preparaba el desayuno para Néstor y mis hijos. Después se paró a unos centímetros de mi silla y no se movió de allí hasta que terminé el café con leche. Esto sucedió hace un par de días y, desde entonces, ella me sigue por la casa como una sombraNada de lo que digo me es fácil de justificar: en verdad, yo a ella no la vi nunca. Sí percibí su presencia y por momentos temí que pudiera rozarme. De sólo pensarlo me da escalofríos.

Es desesperante. ¿A quién podría contarle yo esto que me ocurre? No me animo a mencionarlo; me creerían loca. Pero para todo hay un límite, incluso para lo que puede soportarse en soledad. Así, he decidido hacer anotaciones diarias, como una forma de explicar (o tal vez explicarme) lo que está sucediendo. Mientras tanto, confío en poder ir juntando fuerzas para contarle la situación a Néstor. Sé que él no dudará de mi salud mental, aunque quizás estime que estoy bajo los efectos de un gran estrés.

 

Para ordenar mis pensamientos conviene que anote cómo conocí a Carmela.

Un sueño recurrente me visita a diario:

Voy en ómnibus de larga distancia y me apeo en una oscura terminal. Una mujer baja conmigoTomamos las valijas y me dice:

—¿Adónde vas?

—¿Por qué me lo pregunta?

—Porque vamos al mismo sitio, pero la que sabe dónde queda sos vos.

Resultado: ella se viene conmigo y se afinca en mi casa como si le perteneciera. Me dice que se llama Carmela (así pensaba bautizarme mamá, pero mi padre se lo prohibió terminantemente. Siempre sospeché que él habría conocido a una Carmela de mala reputación).

De repente me doy cuenta de que el físico de Carmela es idéntico al mío, sólo que ella lleva el cabello hasta la cintura y se pinta los labios y las uñas de un rojo fuego.

Salgo a comprar cigarrillos para Carmela (¡qué horrible: soy el chico de los mandados y me parece natural!); ella, en bata y sentada con desparpajo sobre la alfombra del living, charla con mi familia.

Conduzco el auto cuadras y cuadras hasta que encuentro un quiosco abierto. La noche es neblinosa, las calles exudan humedad y reflejan las luces de neón que resaltan la soledad de la ciudad nocturna. De pronto siento desesperación por regresar. Pero no encuentro la casa; recorro la cuadra varias veces: el edificio ha desaparecido. Entonces me digo, con pavor, que Carmela se ha adueñado de todo: de mi hogar, de mi intimidad, de mi familia.

Esta mañana, el aliento de Carmela rozó mi cuello. Es así, aunque parezca mentira. Estoy segura. Yo terminaba de peinarme, ya casi lista para ir a la oficina, cuando sentí un calor húmedo y supe que era su respiración. Le supliqué que me dejara en paz (faltó poco para que lo hiciera de rodillas) y callé sólo cuando por la ventana de la calle vi pasar a doña Ester, que me miró con asombro: evidentemente me había oído gritar desaforada. La saludé forzando una sonrisa.

Mi marido ha logrado preocuparme: según él, mi pelo ha perdido brillo y estoy algo demacrada. “¿Y si te maquillaras un poco?”, me sugirió. ¡Como si no supiera que, para mí, nada más ridículo que valerme de esos artilugios! Y esto no es nada comparado con lo de anoche:

―¡Hola, querida, te traje un regalo! ―gritó no bien entró en casa―. Espero que te guste…

Era un vestido de noche, negro azabache, entallado, barroco. El escote, más que escote era una vidriera. Un modelo a la moda repleto de lentejuelas y que yo jamás hubiera comprado.

Me forcé a pronunciar un cumplido. Espero que mi cara no haya reflejado la turbación que sentía. Jamás me pondré eso, me dije. ¿En qué cabeza cabe que voy a ir mostrando el cuerpo de esa manera, llamando la atención con tantos brillos?

—Qué suerte, amor. En la próxima ocasión especial que tengamos lo estrenás —y se me abalanzó con los brazos extendidos—. No podés negar que tenés un maridito… —me abrazó desde atrás y me besó en el cuello —que quiere que su mujer luzca hermosa.

Esta actitud, ajena al Néstor que yo conozco, me desconcertó. Había algo de ficticio en la escena; bien podría haber pertenecido a una telenovela bobalicona de la tarde. Me desprendí con suavidad del abrazo: la angustia había tomado la forma de un ladrillo sobre mi pecho.

Ahora, mientras dejo asentados estos hechos, me doy cuenta de que el comportamiento de Néstor era casi… automático. ¿Una marioneta cuyos hilos manejaba Carmela? ¿Ella no sólo interviene en mi vida, sino también en la de Néstor?

 

Hoy tuve un día terrible. La idea de probarme el vestido me atormentó desde la mañana. No pude concentrarme en el trabajo: hice mal unos asientos, volqué el café y me enojé sin motivos con la secretaria. Imaginé mil veces que me ponía el vestido. El escote dejaba la mitad de mis pechos casi toda la espalda al aire. Sufrí horrores intentando destejer estas labores de mi pensamiento.

Por fin se interpuso el rostro serio de mi padre. Sentí mucha vergüenza, y a la vez alivio. De ninguna manera voy a ponerme ese vestido, decidí. No quiero sufrir.

No bien llegué a casa corrí a colgarlo en el placard donde guardo la ropa fuera de estación. ¿Para no verlo más? Ni yo misma sabría contestarme. Pensé que al final el sinsentido se había apoderado de mí y me preparé un té de tilo bien cargado.

No habría pasado media hora cuando llegó Néstor.

—Venía pensando en el vestido. ¿Te lo probaste, amor? ¿Te lo probaste?

—Me calza bien —le dije—, no te preocupes.

Néstor está más cariñoso que de costumbre, me llama “amor” y ya no me besa en la mejilla sino en los labios. Aunque parezca estúpido, a veces me sonrojo como una colegiala. El agua fría alivia el rubor, pero ni un río completo aquietaría mi alma.

 

Anoche, en la cama, Néstor estuvo… digamos lujurioso. No hubo una sola redondez o depresión de mi cuerpo que no indagasen su lengua y sus manos. Después hicimos el amor… ¡y de qué manera! Ahora lo escribo y me ruborizo, pero entonces, lejos de avergonzarme, me sentí atraída por él como nunca lo había hecho en tantos años. Me dejé llevar. Fui dos personas en una: la que actuaba como una bestia en celo y la que observaba sin poder creer. La voluptuosidad de Carmela me había pertenecido. O, tal vez, aunque parezca irracional, yo le había pertenecido a la voluptuosidad de Carmela.

Apagamos la luz del velador (¡no puedo creer que lo hiciéramos con la luz encendida!). Néstor, tan sorprendido como contento.

—Amor —me dijo—; me encantó cómo te soltaste. Pero más me gustó que estrenaras esa ropa íntima que te regalé hace mil años. —Encendí la luz, me acodé sobre la cama y vi con sorpresa que las prendas yacían sobre la cabecera. Y entonces recordé todo: primero, que me la había puesto, y segundo, cómo Néstor me la había arrancado en medio de la lucha amorosa. Me sentí horriblemente sucia.

¡Dios bendito, ya no puedo seguir fingiendo que no me doy cuenta! ¿Acaso no está claro que he conocido a mi propio Mister Hyde?

 

Quisiera saltar y gritarlo hasta quedarme sin voz: por primera vez desde que apareció en mis sueños, puedo advertir que Carmela se está esfumando. Según pasan los días, su imagen se hace más tenue. Los colores de la ropa lucen menos intensos y su rostro presenta rasgos desleídos. ¡Creo que pronto me libraré de ella!

 

Hoy sucedieron cosas extraordinarias. Carmela no apareció en mis sueños. ¡Por fin!, pensé al despertar. Sabía que se iría en algún momento.

Minutos después, reunida la familia en la cocina, mi hijo menor tiró su pelotita de goma hacia la silla vacía del extremo de la mesa y…

—¿Vieron eso? —preguntó Néstor, azorado.

—¿Qué? —preguntaron a coro los chicos.

—Hijo, tirá la pelota como recién.

La observamos volar y chocar en el aire contra algo invisible.

Sentí que me mareaba.

—¿No vas a decir nada?

—Es que me siento mal —dije, y me puse de pie—. Es algo increíble, sí.

Por último, él mismo arrojó la pelota, que esta vez fue a dar al piso.

Volví a sentarme y respiré pausadamente. Entonces me iluminé. Comprendí que Carmela había estado sentada en la silla “vacía”. Y al recordar mi regocijo de los últimos días me dije que había sido una ilusa, porque no era verdad que ella había empezado a esfumarse de mis sueños, en realidad estaba trasladándose del mundo onírico al de la vigilia. ¡Se estaba materializando!

Néstor me miró confundido.

—¿Qué habrá sido eso, Carmela? —preguntó.

Lo escuché patente, me llamó “Carmela”.

El silencio que siguió fue roto por mi hijo.

—Mami, hoy tuve un sueño.

—¿Sí?...

—Soñé que tenías el pelo largo y los labios pintados de rojo. ¿Por qué no te pintás los labios de rojo, mami? En mi sueño tenías ese mismo vestido, pero era más amarillo.

—¿Más amarillo? —y miré mi ropa.

El vestido estaba destiñéndose. ¡Como Carmela en el sueño! Me ganó una sensación de extrañeza de mí misma. Después, un violento impulso interior hizo que me levantara de un salto.

—¿Adónde vas, mamá?                                                                            

—¿Adónde vas, amor?

—A ganarle de mano —dije.

En unos minutos estuve de regreso en la cocina.

Me recibieron tres “mamás” y un “amor” melodioso. Tras una breve vacilación, Néstor se puso a mi lado; acarició mi espalda enmarcada por el profundo escote y me tomó de la cintura.

Lo que siguió fue tan rápido como increíble. La ventana de la calle se abrió sola y el vidrio se hizo añicos. Por la abertura se fugó algo así como una sombra, quizás un velo flameante.

Parecerá extraño, pero a partir de ese momento empezó a gustarme el vestido.


Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires. Este cuento recibió el Primer Premio en el Concurso V Aniversario de la SADE, Delegación Bernal Quilmes, 2010.

jueves, 25 de abril de 2024

EL MASCARÓN DE PROA

 Lidia Nicolai

 

Con la luz del atardecer, desde la perspectiva del observador que reposa sobre la playa, el lago es un cuenco repleto de plomo fundido. La brisa, poco a poco, va convirtiéndose en viento helado y el bosque de coihues se inclina hacia el agua encrespada. Algunos retazos de troncos muertos yacen sobre la arena, otros en el agua. Se destacan dos de ellos, gruesos y curvos. Sus extremos, cruzados uno sobre otro, remedan la proa de un barco encallado que apunta hacia la orilla. Uno de ellos es hueco y soporta el embate del agua agitada por el viento.  

Es la mejor hora para disfrutar del paisaje: los turistas van abandonando el lago. Por momentos el silencio se acrecienta, y algo mueve al escalofrío en el rumiar de la marea que lame la playa. Sobre el murmullo apagado del agua, una ráfaga de viento sorprende al observador acercándole las risas de una mujer y su hijo que suben al auto una mesa y sillas de camping. Detiene los ojos en ellos unos instantes, luego los vuelve hacia el lago.

Un par de bultos saltan sobre el agua, tal vez una pareja de truchas en viaje a su refugio nocturno. Las ondas que engendran se entrelazan iluminadas de soslayo por el sol que cae tras las crestas montañosas. Entonces el observador descubre que algo se acerca flotando a la orilla. Parece un tronco grueso que se sumerge y emerge en una danza fantasmal. Las zambullidas y afloramientos se van haciendo cada vez más bruscos al ritmo de las ráfagas. Cuando está cerca de la improvisada proa, se lo ve con más claridad. No es un tronco, sino una cosa que el observador demora en identificar. El agua la golpea, y en un momento la levanta por el aire. Al caer, se inserta en el tronco hueco, que la alberga en su interior. Ahora sólo asoma una parte redondeada.

El observador piensa que quizá la vista lo esté engañando. Decide cerciorarse, y ya más cerca, comprende que no es víctima de ningún engaño. Ve con claridad lo que se ha alojado en el tronco hueco, y se detiene: la parte que sobresale es una cara hinchada, con la boca abierta en un grito mudo.

El barco imaginario ha adquirido un inesperado mascarón de proa.

El niño grita muy cerca de él: “Mami, un señor está adentro del tronco”. La mujer retira al niño tironeándolo de la camisa. “Vamos al auto, no mires eso”, dice, con la respiración agitada. El niño insiste. La madre, con los labios tirantes en un gesto de repulsa, arrastra ahora al hijo agarrándolo de la mano. El observador presencia la escena, muy quieto. Está parado justo en la línea entre la madre, el niño y el auto, pero no atina a moverse. Y ellos, sencillamente, lo atraviesan.

Recién entonces reconoce el cadáver.


Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires.

 

 

domingo, 14 de abril de 2024

EL VECINO DE ENFRENTE

Lidia Nicolai


Ese día llegué a casa antes de lo acostumbrado. Encontré a Débora enhebrando la máquina de coser y vi una tela de color carmín sobre la mesa del comedor; pone mucha dedicación en su ser modista. Me vio y se acercó a besarme, contenta. Puse a calentar la pava para el mate; nos sentamos a la mesa de la cocina y sonó el timbre. Nos levantamos los dos.

—Voy —dije.

En la puerta encontré un desconocido. Traía en sus brazos a Felipe, nuestro gato.

Quedé petrificado: la cabeza de Felipe colgaba, como separada del cuerpo.

—Lo atropelló una moto, que no se detuvo dijo, y me entregó al gato, mirando por sobre mi hombro hacia el interior de la casa—. ¿Está su mujer? —me preguntó––. Soy Mario, el vecino de enfrente. Acabo de mudarme.

Aclaró esto con una sonrisa acompañada de un “lo siento”; dio media vuelta y cruzó la calle.

Acaricié al gato. Cuando palpé su cuello, supe que lo tenía roto.

 

Débora rompió en llanto al tomar en brazos a Felipe y se sentó.

––Lo crie desde bebé ––dijo, secándose las lágrimas con el dorso de la mano.

Le conté que el vecino había preguntado por ella. Apretó al gato contra el pecho y me miró sorprendida.

Es el tipo que vive justo enfrente de nuestra casa ––expliqué.

No lo conozco —dijo, y se inclinó, apoyando la mejilla enrojecida sobre el cuerpo del gato—. Creo que nunca lo vi. ¿Cómo es?

—Se llama Mario. Tiene más o menos mi edad; es alto, de pelo negro muy enrulado y en la cara…

—Tiene una cicatriz abajo del ojo —completó mi frase sin mirarme y acariciando al gato.

—Entonces lo conocés.

Negó con la cabeza. Todavía llorando, me aclaró que lo de la cicatriz sólo había sido una ocurrencia. Ella a menudo adivinaba lo que yo iba a decir, pero esta vez me hizo dudar. Permaneció callada unos cuantos minutos, siempre acariciando a Felipe apoyado en su falda. Después habló con la cabeza inclinada hacia el animal en tono muy bajo y entrecortado por los sollozos. Le preguntaba al gato si recordaba la muerte del hermano de ella, cómo lo habían estrangulado,

Fue lo único que dijo antes de dar vuelta la cabeza, mirarme, y sobresaltarse. Sorprendida, se llevó la mano a la boca abierta.

—Estás acá —dijo retirando la mano de la boca, y me dedicó una sonrisa cansada.

Me pregunté si habría relación entre la muerte de su hermano y la de Felipe. No era momento de hablar de eso, pero tuve la impresión de que había alguna.  

Desde ese instante, Débora —que hasta ese día era mi Débora— pareció mudarse a un mundo del que no quería hacerme partícipe, un mundo que sí compartía con el gato muerto. Una nube oscura, tan invisible como presente, la cubría. Y la negrura ––yo estaba seguro–– no era sólo pena, sino también terror. Terror a algo que yo no podía ni imaginar. Tomé consciencia de la brevedad de nuestro noviazgo, de lo poco que la conocía, de mi afán posesivo y –lo más difícil de soportar– de que ella guardaba un secreto que no pensaba compartir conmigo. La miré y vi a una extraña.

No sé cuántos días pasé con esa sensación. Me costaba sonreírle, y estoy casi seguro de que a ella le pasaba lo mismo. Esa oscuridad casi material nos separaba. Tal vez siempre había estado ahí, sólo que ahora la muerte de Felipe la había puesto al descubierto.

El ánimo de Débora fue declinando; su espalda se encorvaba día a día un poco más, su andar era el de alguien que lleva una pesada carga. Mi estado no era mucho mejor, y hasta la casa tomó un tono sombrío. Una noche, sentados a la mesa, le dije que yo también extrañaba mucho al gato. Me miró con los mismos ojos con los que me había mirado cuando le traje muerto al gato, y me dijo casi en un susurro:

—Lo extraño mucho, es cierto, pero no es eso sólo.

Y me suplicó que no le hiciera preguntas.

Esa noche no pude comer nada. Algo andaba mal. Si no se trataba sólo de la muerte del gato, ¿qué otra cosa podría haberla ensombrecido así? Me sentía perplejo: de pronto mi vida había dado un giro doloroso. Débora sufría en silencio.

A partir de ese momento, tal como el gato acostumbraba a rodear el cuerpo de Débora de mil y una maneras, yo empecé a rodearla con mi mirada: algo que jamás había hecho con nadie. Me transformé en un perseguidor silencioso, en un merodeador.

—Me andás rondando —me dijo un día. Y agregó algo que no comprendí—: me siento como enlazada, me da miedo. Vos no entendés.

Me llamó la atención que se sintiera enlazada. Me afligía no entender.  

Por entonces Débora tenía poco trabajo –al menos fue lo que me dijo–, y no recibía clientes ni los visitaba. Una tarde –volvía yo del taller–, la descubrí espiando por la ventana al vecino de enfrente. El hombre agitaba los brazos en alto frente a los eucaliptos; pensé que estaría practicando algún tipo de gimnasia. Débora me vio, acomodó la cortina. En la fracción de segundo que duró ese gesto, me pregunté qué la llevaba a ocultar lo que hacía. Me había visto, estaba seguro y, sin embargo, no me había abierto la puerta.

Al entrar en casa, encontré la máquina de coser tapada con su funda, nada raro en esos días. Pero lo que sí podía llamarse raro –y también sobrecogedor– fue que los hilos de coser, que Débora solía acomodar amorosamente por tonos en su costurero, ahora formaban una maraña multicolor sobre la mesa del comedor. Imaginé a mi mujer presa de un ataque de nervios o de furia: ninguna de las dos cosas yo le conocía. Decidí no darle cabida a la inquietud, y no hablar de los hilos.

Tomé impulso, y entré en la cocina. Débora me besó con aire ausente y, mientras yo ponía a calentar el agua para el mate, preguntó cómo me había ido. No intercambiamos más que unas pocas palabras. Esa era ahora nuestra realidad cotidiana: una versión desteñida de la que habíamos vivido antes de la muerte de Felipe.

 

Durante la cena, le conté que esa mañana el vecino de enfrente le había dejado el auto a mi socio para revisar el motor. Débora me miró con los ojos y la boca muy abiertos otra vez cuando le dije que el hombre resultó ser un chismoso. Le había preguntado a Germán si nos conocía de hace tiempo y si estábamos casados. Pensé que ella iba a decirme algo. Lejos de eso, me dio la espalda y se puso a lavar los platos.

Y ahí me acordé: el día que trajo al pobre Felipe, el vecino me preguntó por mi mujer. Pero Débora dijo que nunca lo había visto. De pronto ahora irrumpía en mi consciencia la intuición fugaz que tuve en aquel momento: ella y el hombre se conocían de antes. Yo había desestimado esa intuición. ¿Por qué me mentía?  

 

Al día siguiente vi otra vez al vecino agitando sus brazos en alto frente a los eucaliptos. Movía las manos como si con cada una estuviera remontando un barrilete distinto. Y de pronto sucedió algo extraordinario. Como si el movimiento de los brazos del hombre se trasmitiera a la copa del eucalipto que tenía más cerca, las ramas se movieron hacia donde él estaba. No sé por qué, me estremecí. Entré rápido en mi casa. No le comenté nada de esto a Débora: temí inquietarla todavía más. Con toda seguridad existía una explicación racional para lo que había visto: no faltaría ocasión de preguntarle al hombre.

 

Un tarde, yo volvía del taller y el vecino cruzó la calle hacia mí.

—Buenas tardes —dijo extendiéndome la mano—. Vengo a despedirme. Los dueños vendieron la casa y me mudo mañana. Quería decirle que quedé muy conforme con el arreglo del auto. —Le agradecí el comentario y debo haber sonreído, porque él agregó—: Usted se sonríe, yo estoy triste: ya me estaba acostumbrando al barrio. —Me disculpé. Pensé en Débora—. No tiene por qué disculparse —siguió diciendo—. Usted es el único vecino con el que hablé en este tiempo. Y si no hubiera sido por su gato, no hubiera hablado ni siquiera con usted. —¿Y con mi mujer no habló nunca?, pensé. Pero no pude decirlo—. Bueno, no lo molesto más ––dijo.

De ninguna manera me molesta, Mario —era la primera vez que lo llamaba por su nombre. —Me miró con sorpresa, y me pregunté si le habría molestado que usara su nombre de pila, o si habría puesto yo demasiado énfasis en mis palabras. ¿Saber que se mudaba me había puesto eufórico a tal punto de no poder dominar mi ansiedad?—. No me mire así ––dije, como para salir del trance––. Estoy sorprendido: ¿tan pronto se muda? —Y rogué que Débora no saliera a la puerta; el hombre miraba hacia mi casa. El corazón me latía muy rápido­. ––¿Me permite una pregunta? ––continué. El hombre asintió––. Me extrañó verlo el otro día alzando los brazos ahí, al lado de los eucaliptus. ¿Qué es lo que hacía? Era algo raro. Disculpe mi curiosidad, pero me intrigó y…

Frunció la cara. La aparente amabilidad de la charla se quebró.

—¿Algo raro? ¿Qué vio usted de raro en lo que yo hacía?

—Por empezar, las ramas de uno de los eucaliptos se movían mucho. Más movía usted los brazos, más se movían las ramas. Y no había nada de viento…

 ––¿Usted está seguro de querer saber qué hacía yo?

Miré hacia mi casa: no quería que Débora me viera hablando con él. Y él pareció leer mis pensamientos.

—No tenga miedo: ella nunca salió a la calle desde el día en que mataron al gato. —Lo miré directo a los ojos. Y él volvió a preguntar—: ¿De veras quiere saber?

—Sí. Y ahora más que nunca.

El hombre movió su mano derecha dibujando un firulete en el aire y la introdujo en el bolsillo de su campera. La sacó con lentitud, sus ojos puestos en la proximidad entre las yemas del pulgar y del índice. Me recordó a Débora enhebrando una aguja. Una mano rodeó a la otra varias veces. Después, levantó la derecha, la hizo girar varias veces y la lanzó hacia mí en un ademán brusco. Algo apretó mi cuello, y estuve a punto de gritar. Él señaló mi casa, y negó con la cabeza. Entendí muy bien: no debía gritar. De todas maneras, en pocos segundos ya no hubiera podido: algo invisible me estaba ahorcando. Sólo podía suplicar con la mirada. Y cuando tuve la certeza de que finalmente me mataría, mi vecino hizo otro gesto con la mano y cesó la presión en mi cuello.

Me masajeé con fuerza, sin decir nada. Estaba azorado. Él volvió a rodear la mano derecha con la izquierda varias veces. Después metió la derecha en el bolsillo de la campera, como guardando algo. Y por primera vez me miró con una sonrisa que podía calificarse de cálida.

—A veces, amigo, es mejor no preguntar. ¿No le parece? —No contesté. Seguía profundamente turbado: el tipo hubiera podido matarme. En esta ocasión también, él pareció leer mis pensamientos—. Pude haberlo matado. Nunca tuve intención de hacerlo. Un día, hace tiempo, me juré no hacerlo nunca más. —Permanecí mudo—. Le pido algo, ya que estamos. Cuídela mucho a Débora. Se ve que usted es un buen hombre, y sé que lo va a hacer. —Un gato saltó a la vereda desde la ventana de una casa vecina. Recordé a Felipe con su cuello roto. El hombre miró al gato y después a mí—. Dígale a Débora que a su gato lo mató una moto a toda velocidad. Sé lo que ella debe haber pensado. 


Lidia Nicolai nació en Buenos Aires el 3 de setiembre de 1951. Se formó en las escuelas y la universidad públicas de Argentina, obteniendo las licenciaturas en Física y en Psicología de la UBA. Escribe y pinta. Es autora de artículos científicos y de divulgación en Física y en Psicología. Fue docente de universidades públicas y privadas e investigadora de la CNEA y La UBA. Como escritora publicó cuentos en diversas antologías, recibió menciones y premios en concursos literarios nacionales y de España. Participó y participa en grupos literarios. Reside en Buenos Aires.


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