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domingo, 12 de mayo de 2024

TRANSLIMINAL

Liz Hand


 

Los paneles de yeso pintados dentro de una habitación donde se cocina metanfetamina absorben el producto químico, de modo que la metanfetamina se convierte en un componente de la pintura.  La pintura puede ser absorbida de nuevo por la mano y, en las circunstancias adecuadas, la propia pared se vuelve tan permeable como las membranas mucosas a través de las cuales pasan los cristales esnifados en su veloz trayectoria hacia el sistema límbico. 

Esto es lo que nos ocurrió a Glen y a mí.  Habíamos entrado en el edificio donde mi tío Dwight había instalado su laboratorio improvisado, la habitación llena hasta los tobillos de botellas vacías y paquetes aplastados que una vez habían contenido pseudoefedrina.  Eran los últimos restos de las reservas que mi tío había guardado durante años, y que una vez habían contenido Sudafed y variantes genéricas del mismo fabricadas antes de que la FDA prohibiera su fabricación. 

El frágil cadáver de Dwight yacía en el suelo a unos metros de la estufa, momificado por el gélido viento del desierto que se colaba por los agujeros del tejado y los cimientos.  Él fue quien nos había hablado de las paredes pintadas, de cómo si las lamías o te apretabas contra ellas, desnudo, las sustancias químicas acumuladas se filtraban a través de tu piel y llegaban a tu torrente sanguíneo, se asimilaban a tu sistema nervioso central y, si absorbías lo suficiente, hacían que todo tu cuerpo reaccionara como si se tratara de una neurotoxina, atravesando cualquier barrera que encontraras. 

Para mí eso nunca había tenido sentido, pero Dwight había ido a la Facultad de Medicina de Harvard y durante varios años había trabajado para una empresa farmacéutica, investigando los efectos de la dopamina en pacientes que sufrían los llamados trastornos delirantes transliminares.  Eso fue antes del accidente de coche y de su regreso a Dakota del Norte.

Moví con el pie la cabeza de Dwight, gris y seca como un nido de avispas. Se separó de la columna vertebral y cayó al suelo. Una repentina ráfaga de viento la envolvió y la estrelló contra la base de la ennegrecida estufa eléctrica. Se dispersó en fragmentos de polvo y tejido desmenuzable, que presumiblemente pasarían a formar parte de la estructura químicamente mejorada que una vez había sido el laboratorio casero de Dwight. Me volví para ver si Glen había visto implosionar la cabeza, lo vi alejándose de una pared con la lengua fuera, una línea plateada de saliva trazando el borde de la mandíbula. 

—Veamos si esto funciona —dijo, y avanzó a los tropezones hacia la puerta cerrada con llave. 

—Tú primero —dije. 


Elizabeth Hand es una autora estadounidense nacida en San Diego, California, aunque pasó la mayor parte de sus primeros diez años en Yonkers, Nueva York. Ha publicado más de veinte novelas de todos los géneros, y cinco colecciones de ficción corta y ensayos. Su obra ha recibido múltiples premios (Shirley Jackson, World Fantasy y Nebula), entre otros galardones, y varios de sus libros han sido destacados por el New York Times y el Washington Post. 

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