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sábado, 15 de noviembre de 2025

COMPASIÓN

Luciano Lara

 

No sé cómo hice para llegar a casa. Apenas entré me di cuenta de que no recordaba el camino por el que volví. Fue como si la mente se me hubiera quedado clavada en aquella avenida de Buenos Aires. ¿Estoy acá? ¿Cómo puede ser que no esté llorando entonces? Me palpé el cuerpo con las palmas como buscando reconocerme. Sí, soy yo ¿Pero quién soy? Si ni siquiera sé qué es lo que estoy sintiendo.

Subí las escaleras con rapidez. Ver que todo estaba en orden me dio cierta tranquilidad, podía sentarme a mirar el vacío sin preocupaciones. Encendí un cigarrillo, no está bueno fumar, pero me gusta; enseguida la reflexión que no lleva a ningún lado: “tengo que dejarlo antes de que me mate”. O al menos, luchar por controlarlo un poco. ¡Increíble! ¿Puede ser que todo en la vida trate de lo mismo? Bueno, no debería ser así; aunque el mundo no pueda cambiarse. Apenas moderar un poco sus miserias, pero en esencia, siempre será igual. Hay que aceptarlo como es para poder vivir en él.

El maestro aparece cada vez lo necesito. Bueno, debe ser que lo llevo siempre conmigo. ¡Sí, soy afortunado!, pensé, pero de inmediato recordé sus palabras.

—Libérame de toda responsabilidad acerca de tu accionar, si llegaste hasta acá es por mérito propio, yo no tengo nada que ver. —Siempre pienso en eso ¿Será que de verdad me lo gané? Hay veces que uno no puede llegar a la verdad ¿Existe la verdad? ¿Cuál es? ¿Me lo gané? ¿Me eligió porque lo merezco o solo tuve suerte? Qué importa; importa que hoy, por fin, me había llegado la hora de revelar el significado de aquella frase:

—La compasión es un sentimiento horrible. —Recuerdo que me quedé mirándolo. El gesto de incredulidad en mis ojos lo habilitó a seguir—. Es un sentimiento que contiene maldad, como la culpa; son construcciones del cristianismo.

—Sí, claro —respondí con timidez, pero intentando de que creyera que lo entendía. Al menos lo de la culpa se me reveló en aquel instante, pero ¿la compasión, qué tenía de malo?

—La compasión es bajar al otro, despreciarlo —siguió el filósofo como si contara con un poder energético que le permitía saber qué era lo que yo no entendía.

¿Pero por qué hoy y no antes?, me pregunté sin llegar a comprender del todo. Cerré los ojos tratando de recordar el camino que había olvidado. Enseguida me di cuenta de que por un momento me había olvidado de todo. Solo recordaba la compasión de Marisa, la de ella y la mía con ella, mientras se suicidaba delante de mis ojos. Era evidente que ver semejante acto de destrucción me había lanzado por los aires hasta despedazarme contra una pared que tenía escrito el nombre de mi maestro. No me gustó lo que estaba sintiendo. ¡No! Marisa no se lo merece, si ella es igual que yo ¿O no?

No, no, hombre. Fue Julia, la compasión por ella alcanzó para dejar de pensarla como alguien igual a vos. ¿Y Roxana? Recordé enseguida que el día que me sentí así, había dejado de amarla.

—¿Ese es el primer paso para dejar de amar? —grité al aire, pero nadie respondió. Las tres de la mañana no es hora para preguntarle al maestro. Nunca supe si duerme o qué hace por las noches, quizás esté pensando, igual que yo; después de las once de la noche, casi nunca responde.

Tengo que parar un poco, no quiero enloquecer antes de los setenta. La vida es lo que es. Sin embargo, recordé que llevaba todo el día con la compasión en mi cabeza. Esas canciones que llegaron a mi vida sin explicación, me atravesaban el alma. Recordé que me habían puesto a Julia delante de los ojos. ¿Qué habrá querido decir Daffunchio? Siempre me pregunto eso cuando miro a los artistas ¿Habrá pensado lo mismo que yo?

 

“Si quisiste ver, cómo sucede

Si lograste al fin acoplarte en la noche

esas voces que hablan, que nunca muestran nada

Nunca dirán la verdad, nunca la esperes

 

Si quisiste ser como una estrella

Sabés bien que te equivocaste y mucho

Esta vida es más que toda esa basura

Nunca dirán la verdad, nunca la esperes”

 

Pobre Julia, ni con ella misma puede; pero no estaba seguro de si me había ido por compasión o simplemente para evitar que un ser humano que no conoce del amor me asesinara. En cualquier caso, la compasión estaba ahí, poniendo a Julia en un lugar diferente al que había ocupado durante diez años. No era la única canción, por eso la pregunta, ¿Qué sintió Smith?

 

“I've been looking so long at these pictures of you

That I almost believe that they're real

I've been living so long with my pictures of you

That I almost believe that the pictures are all I can feel”

 

Julia no existe, es solo una imagen que construí, al menos ya lo tenía claro, lo que no podía terminar de entender es qué fue lo que me llevó a crear semejante mujer sin poder ver que jamás saldría de la jaula. ¿Es o no es? ¿Cómo se explica? Si no puede salir de ahí es porque no es. ¿Y yo? ¿Acaso tuve que esperar diez años para darme cuenta?

—Alguien se compadecerá de mí… —Una frase al viento y detrás una carcajada absurda ¿Qué estaba pensando? Quizá ese había sido el más grave de mis errores. Llorar delante de sus ojos esperando que se compadeciera de mí ¿Y si lo hizo? Entonces el de las fotos soy yo. ¡Imposible! Otra vez el pedestal. A ella no le da para eso, ni para conocerse le da. Matrix. ¿Por qué será que tienen tanto miedo a quitarse los cables?

 

Detuve la marcha unos minutos para servirme un whisky. Ese no va a matarme, es diferente al cigarrillo, sólo me domina cuando yo lo dejo. ¡Otra vez lo mismo! ¿Siempre es lo mismo en este mundo?, volví a preguntarme con resignación. Es probable que hoy termine borracho, no obstante, me serví el segundo porque no le temo.

—No vas a matarme —le dije mientras observaba como el líquido dorado se fundía en una danza con el hielo—. ¡Es imposible que me mates! Te voy a seguir tomando. —Enseguida dejé que una sonrisa cómplice me relajara el rostro—. ¿Cómo voy a dejarte así, si sos tan rico? Solo es cuestión de controlarte un poco. —El primer sorbo siempre es fuerte, quema la garganta, pero soy consciente que los próximos serán más suaves, disfruto de solo imaginar esa suavidad que está por venir.

 

Volví a Marisa, al final era ella la que me había traído hasta acá, no Julia. Aunque Julia seguía ahí; a veces veo difícil que pueda dejar de amarla. “El desprecio desde el amor”, otra gran frase del maestro. ¡Sí! Al fin me doy cuenta. Por eso la había perdonado, por la compasión, porque al final entendí que ella no puede. Y que si va a salirse de la jaula tiene que hacerlo sola.

El tema es Marisa, ella sí es como yo ¿O no? Bueno al menos está dando batalla, pensé. Pero, ¿y lo de hoy? Tenía que ser honesto conmigo, no me había gustado nada. A esta altura ya veo que sentir compasión por alguien que sufre no sirve, no sirve cuando uno siente que la batalla puede ganarse.

Estábamos ahí, frente a frente, nunca había visto cosa igual. Marisa es como yo: dice que se ven los tajos en mi alma. Parece que no se da cuenta que yo veo los suyos, pero si hasta los puedo tocar, deslizar mi mano por los surcos que la vida le ha dejado. ¿Qué esperaba, que me creyera las palabras? ¿Acaso no me escuchó cuando le dije que hay cosas que suceden en dimensiones que exceden el lenguaje? A veces es mejor callar, dejar que los ojos hagan su apuesta, no importa lo que digas, Marisa.

Por eso no podía sentir compasión ¿Cómo iba a sentirla? No hay jaula cuando el alma sale por los ojos. Lo que tampoco podía hacer era repetir la historia: no más lágrimas buscando su compasión ¡No! Al menos sí tenía cosas que agradecerle a Julia, al fin entendía cuál había sido su misión en mi vida.

Recordé a Marisa, sus ojos tristes, el temblequeo de su pecho y el sabor salado de sus lágrimas. Miré el vaso de whisky; me di cuenta de que estoy un poco mareado

—No podés matarme —le dije mientras me tomaba el último sorbo.

Luciano Lara es un músico que nació en Quilmes en mayo de 1975, que desde hace unos años decidió lanzarse a la literatura con una propuesta provocadora. El contacto con la literatura le llegó casi por casualidad; agobiado por el trabajo en una corporación multinacional y al borde del colapso, en enero de 2013 durante un viaje a la Patagonia, inspirado por la lectura de los libros Crítica del Oficinismo y Cinco cuentos cobardes, del filósofo H.G. Johannes (amigo y maestro de Luciano), escribió su primera ficción "Tránsito hacia la libertad", enseguida la segunda, "Absurdo" y durante los meses siguientes, las cinco historias que integran su primer libro, Apasionadas, editado por Sinergia en 2015 bajo el seudónimo Köller. Desde aquel inicio literario, en 2013, ha participado de varios proyectos. Uno de sus textos apareció en Grageas 3, otro en la antología mexicana Fútbol en breve, otros tres en Cien páginas de amor, uno en la antología mexicana Nocauts, otros tres en Minimalismos y uno en Extremos. Su primera novela, Resistencia, se encuentra en proceso de corrección.

 

martes, 9 de abril de 2024

ENVIDIA Y SOLEMNIDAD

 Luciano Lara



Quizás a esta altura no haga falta aclarar que la investigación nunca fue mi fuerte; mucho menos en aquel tiempo en el que a causa de mis carencias de atención se me dificultaba la lectura. Fue por ello que, ante la oportunidad de viajar a Viena, no dudé: el contacto con el espacio en el que transcurrió la historia era la única oportunidad que tendría para entender a quién había sido el hombre que transformó mi vida con su música. Pensaba que posar mis manos sobre su tumba; caminar por las mismas calles que él caminó y visitar algún museo, me pondrían en contacto con él y me darían la luz que una película inexacta y miles de biografías interminables no me habían dado.

Como de costumbre, no tuve demasiada paciencia para hacer averiguaciones acerca de qué lugares debía visitar. Al llegar a la ciudad, me enteré que Beethoven había vivido en más de sesenta casas durante su estadía en Viena y que muchas de ellas ya no existían. La decepción fue total cuando supe que el teatro en el que se estrenó la novena sinfonía había sido demolido; entrar en contacto con la historia del músico se me haría un tanto más dificultoso de lo que alguna vez había soñado. Sin embargo, prisionero de un optimismo casi brutal, tomé mi cuaderno de notas, me recosté sobre el respaldar de la cama y comencé a organizar las visitas. Intenté poner los museos en orden cronológico: “Eroicahaus” (donde compuso su sinfonía N°3); “Heiligenstad” (ahí escribió el famoso testamento); “Pascualatihaus” (compuso la quinta y séptima sinfonía); dejando para lo último, la visita al Cementerio Central.

 

A la casa de Heiligenstad se ingresa desde un patio interno en el que hay un árbol inmenso; el piso empedrado, colocado de manera no muy simétrica, fue lo primero que me hizo notar que se trataba de una construcción antigua. La vivienda, ubicada unos diez escalones por encima del patio, es luminosa, con habitaciones bastante amplias a pesar de los techos bajos. No hay demasiado para ver acá, pensé mientras recorría el lugar hasta que una máscara del rostro de Beethoven tomada en su lecho de muerte llamó mi atención. Subí el volumen de la música y me paré frente a él.

—Ludwin van Beethoven —susurré mirándolo fijo; la imagen era tan real como el segundo movimiento de la Heroica que sonaba en mis auriculares. El corazón me latía con fuerza. Me perdí en la música y cerré los ojos que a esa altura estaban cargados de lágrimas; esas que la consciencia nunca llega a explicar.

No puedo precisar cuánto tiempo duró aquel estado de trance; una mano que se posó sobre mi hombro derecho me sobresaltó. Al abrir los ojos, a mi lado había un hombre de mediana estatura, cabellos oscuros y tez no muy clara, que me hablaba como si no se percatase de que yo no podía oírlo. Me quité los auriculares de muy mala gana y lo escruté mientras lo maldecía en silencio por haber interrumpido mi glorioso momento.

—¿Me habla a mí? —le dije en un tono un tanto seco, pero amable.

—Estamos solos —respondió con una mueca irónica.

—¿Qué desea?

—¿Por qué llora? —Si bien la pregunta me pareció impertinente, la sorpresa fue tal que no llegué a tiempo a reaccionar:

—No puedo controlar la emoción que me provoca estar frente a…

—Un hombre común —interrumpió mientras señalaba la máscara con su palma derecha y posaba su antebrazo izquierdo en la parte posterior de la cintura.

—¿Cómo se atreve? —pregunté elevando el tono.

—Aquí todos dicen conocer la historia, pero solo son unos miserables que no saben nada —siguió sin siquiera detenerse en mi estado de ánimo—. No hay un solo hombre en la tierra que haya podido comprender la cruda verdad.

—Mire, señor —le dije mientras clavaba una mirada furibunda en sus ojos grises—, yo no sé quién es usted y qué hace aquí hablando…

—Tranquilo —volvió a interrumpirme mientras posaba nuevamente su mano en uno de mis hombros—, su rechazo es lógico, pero carece de importancia. Más adelante advertirá que está equivocado; todos lo están.

Casi que no podía creer lo que estaba oyendo; por un instante imaginé que mi rostro no estaría reflejando adecuadamente mis sensaciones: el hombre proseguía con su discurso dando por hecho mi interés hacia sus palabras, mientras lo único que yo deseaba era que dejara de hablarme para volver a Beethoven.

—En aquellos años fue la envidia y más tarde, la solemnidad —dijo en un tono firme. Luego se quedó en silencio por unos segundos.

—¿Cómo dice? —pregunté un poco apabullado por esa afirmación que parecía venir de ninguna parte.

—Claro, no lo ve —tiró una frase al aire como si hablara con alguien más—. Digo, que la envidia y la solemnidad son obstáculos entre la verdad y el mundo.

—El mundo en sí mismo —la respuesta me brotó del alma.

—El mismísimo mundo —ratificó. Confieso que a esa altura, el sujeto ya había logrado captar mi atención.

—A ver —dije de modo más amable y relajado—, ¿qué es precisamente lo que usted busca?

—Acompáñeme. —Volvió a apoyar su mano en mi espalda como invitándome a salir de la casa.

Apenas estuvimos en la calle, se adelantó un par de pasos y me hizo señas para que lo siguiera; caminaba rápido y de manera atolondrada. Intenté ponerme a su lado, pero me era difícil mantener el ritmo; no se detenía ante los transeúntes que venían de frente, como si no se percatara de su existencia. Cada tanto giraba la cabeza para asegurarse de que fuera tras él o para soltar alguna frase:

—Por estas calles caminaban los grandes señores, pero hace tiempo que ya no existen, o al menos no los podemos identificar con facilidad —hizo un gesto irónico—; no se crea que el mundo ha cambiado tanto.

Asentí, pero no alcancé a emitir palabra alguna; todo sucedía demasiado rápido y me había quedado sin capacidad de reacción.

—Porque hoy nos quieren hacer creer que han abolido la esclavitud —siguió con su exposición ensimismado—, pero déjeme decirle que esas son puras mentiras. ¡Mírelos! ¿Acaso no se da cuenta de que son esclavos modernos? El mayor de los logros de estos tiempos es haberlos convencido de que son libres.

—Quizá tenga razón —respondí un tanto resignado.

—Ya se lo dije —insistió—, la envidia y la solemnidad.

Al doblar en una esquina, el extraño aminoró el paso. Ingresamos a una plaza, esas típicas de la antigua Europa; de inmediato me recordó a la Plaza Mayor en Madrid. Ya ubicados en un bar, ordenó dos cervezas. Si bien que no me consultara me pareció un tanto desubicado, imaginé que quizá tuviera que ver con las costumbres de la ciudad.

Ambos permanecimos callados hasta beber el primer sorbo; la caminata había sido larga y agitada. Apoyé el vaso sobre la mesa y mirándolo profundo a los ojos, en ese momento verdes, corté el silencio:

—Bueno, ya lo he seguido hasta aquí. Ahora le pido que me cuente su verdad sobre la vida de Beethoven.

—Mire —suspiró un tanto más calmado—, todo lo que tenía para decir ya lo he dicho; han pasado tantos años desde aquella última vez, que le juro que ya no recuerdo cuántos son.

—¿A qué se refiere?

—Bueno —continuó mientras inclinaba el cuerpo hacia adelante—, hay algo en su mirada que lo hace merecedor de una aclaración.

—Disculpe, pero no lo entiendo.

—Y lo que voy a contarle, puede ser aplicado a cualquier cuestión relacionada con la verdad y el mundo.

—El mundo en sí mismo —otra vez la respuesta que me brotó del alma.

—Los seres humanos transitan la vida sin darse cuenta que la verdad está siempre a la vista; que es palpable como la textura de las hojas de un árbol; que para encontrarla, solo hace falta despojarse de la envidia y la solemnidad.

—¿Y Beethoven? —pregunté deseando que no volviera a esquivar el tema.

—Dígame usted —me inquirió elevando un poco el tono— ¿Qué sentido tiene detenerse en el carácter, la personalidad y las ideas de un artista?

—Es lógico que nos interese saber quién es…

—¿Acaso la personalidad, el carácter y las ideas que haya tenido tal o cual artista, a usted le cambia algo?

—No, pero…

—¿Dígame qué sentido tiene analizar desde la consciencia y la razón, algo que surge desde lo más profundo del alma?

La pregunta me dejó sumido en el silencio por unos cuantos segundos; lo que acababa de oír no era ni más ni menos que la cruda verdad. Quizás este hombre parezca un loco, o se comporte con modales poco amables, pensé. Sin embargo, escucharlo me ponía cada vez más cerca de develar la razón de mi búsqueda.

—Tiene razón, carece de sentido —respondí—. Aunque no puedo negar mi interés por saber quién fue.

—Fíjese lo que ocurre —continuó mientras hacía ademanes con las manos—, estos necios miserables creen que pueden concientizar los sentimientos de alguien que jamás lo ha hecho; y para ello, utilizan una herramienta tan limitada como el lenguaje. ¡Por favor le pido que lo entienda! Solo el ser humano es capaz de semejante estupidez. ¡Observe, amigo mío! —elevó la voz captando la atención de la mayoría de los clientes del bar— Ahí están, esclavizados, intentando explicar dónde nació, cómo vivió, cuántos hijos tuvo, si fue pobre o rico, si tuvo una o diez amantes, cómo murió, etcétera.

De repente golpeó la mesa con ambos puños; se puso de pie y abrió los brazos como si fuese un predicador interpelando a todos los presentes:

—¿Acaso no se dan cuenta que ninguna de esas cuestiones tiene que ver con la trascendencia? ¿Pueden ser tan necios?

Observé uno por uno los rostros de los clientes: algunos reían, otros susurraban en secreto o seguían en su mundo sin prestar demasiada atención a mi compañero de mesa, que gritaba como un desquiciado y repartía miradas penetrantes:

—Aquí, a los que nos negamos a aceptar pasivamente la esclavitud, nos llaman locos; cuando la vida se nos acaba y nos negamos a morir, nos llaman genios.

A esa altura, la situación había comenzado a avergonzarme; no estaba psicológicamente preparado para ser el acompañante de un loco que le gritaba a la gente. Ya había escuchado demasiado y era hora de seguir camino. Aproveché su distracción y sin que se diera cuenta, dejé un poco de dinero debajo del vaso vacío y me levanté de la silla. Caminé de manera presurosa hasta salir de la plaza y apenas alcancé la primera avenida, paré un taxi y le pedí que me llevara directo al Cementerio Central.

 

Los restos de Beethoven están enterrados debajo de un imponente monumento blanco con forma de obelisco. Me senté frente a la tumba del más célebre de todos los músicos y me coloqué los auriculares; había planificado tomarme una hora para escuchar ahí, la novena sinfonía completa. Sin embargo, antes de que pudiera cerrar los ojos, lo tenía nuevamente frente a mí. ¿Cómo era posible que me hubiera seguido si me escabullí sin que se diese cuenta?

—La estupidez humana es tan previsible —dijo en tono reflexivo.

Una sensación de calor insoportable me tomó el rostro de repente; tanta fue la vergüenza que me dejó sin aliento y sin posibilidad de emitir palabra alguna.

—¿Qué es lo que hace aquí? —me inquirió con un gesto provocador — ¿Se da cuenta que no entiende? ¿Qué busca?

—¡Busco a Beethoven! —grité mientras me ponía de pie— Ya se lo he dicho varias veces, pero parece que usted se ha pasado toda la tarde sin prestar atención a mis palabras.

Se me acercó y me tomó de los hombros con ambas manos.

—Yo sé muy bien lo que usted busca —dijo en voz baja, casi susurrando— y lo ha tenido siempre delante de usted; pasa que no ha podido despojarse de la envidia y la solemnidad.

El hombre tenía una mirada penetrante y apasionada; sus ojos, otra vez grises, se habían llenado de lágrimas mientras en sus labios se dibujaba una sonrisa que me llenó de felicidad; el cuarto movimiento de la novena retumbaba en mis oídos iluminándome el alma. Luego me soltó y sin siquiera despedirse, comenzó a caminar; la música sonaba cada vez más fuerte.

—Gracias —le dije y al dar el primer paso tratando de alcanzarlo, pisé los auriculares que había olvidado tirados en el pasto.

Levanté la vista y volví a caminar hacia él; lo alcancé y le puse la mano sobre el hombro. Se detuvo y me miró a los ojos.

—Gracias —repetí—, le confieso que si usted fuese sordo, hubiera creído que estoy frente al mismísimo Beethoven, incluso sabiendo que han pasado casi ciento noventa años desde su muerte. No quisiera dejar la ciudad sin saber su nombre, amigo.

—Déjeme contarle un secreto —me dijo susurrando al oído—, algo que aún no le he revelado a ningún hombre —hizo una pausa y respiró profundo—: a los que hemos elegido no escuchar al mundo, simplemente porque creemos que no tiene nada interesante para decir, estos necios, nos llaman sordos…

 


Luciano Lara es un músico que nació en Quilmes en mayo de 1975, que desde hace unos años decidió lanzarse a la literatura con una propuesta provocadora. El contacto con la literatura le llegó casi por casualidad; agobiado por el trabajo en una corporación multinacional y al borde del colapso, en enero de 2013 durante un viaje a la Patagonia, inspirado por la lectura de los libros Crítica del Oficinismo y Cinco cuentos cobardes, del filósofo H.G. Johannes (amigo y maestro de Luciano), escribió su primera ficción "Tránsito hacia la libertad", enseguida la segunda, "Absurdo" y durante los meses siguientes, las cinco historias que integran su primer libro, Apasionadas, editado por Sinergia en 2015 bajo el seudónimo Köller. Desde aquel inicio literario, en 2013, ha participado de varios proyectos. Uno de sus textos apareció en Grageas 3, otro en la antología mexicana Fútbol en breve, otros tres en Cien páginas de amor, uno en la antología mexicana Nocauts, otros tres en Minimalismos y uno en Extremos. Su primera novela, Resistencia, se encuentra en proceso de corrección.

 

BIFICCIONES (UNO)

 CINCUENTA MINUTOS

Carlos Enrique Saldívar & Alejandro Bentivoglio

Ilustración: óleo del pintor británico Stephen John Darbishire


La ventana se abre, puedo ver un mundo perfecto, repleto de jardines con flores, gente bondadosa que vive contenta, un cielo límpido y aire puro. Me encanta contemplar este espacio una y otra vez, suelo hacerlo casi todo el día. Lástima que solo sea un recuerdo pasado, de hace diez años. Hoy todo está podrido. Todo, excepto esta cúpula que me mantendrá vivo por los próximos… cincuenta minutos. Creo que pasaré mis últimos momentos mirando este hermoso paisaje.
—¿Limpiaste la casa? —me dice mi mujer.
—¡Vamos a morir en cincuenta minutos! —digo.
—Claro, para el señor, cualquier excusa es buena. Total, la que lava, plancha, cocina y barre soy yo mientras su alteza mira de lo más tranquilo unas tontas imágenes y espera, sentado, nuestro Apocalipsis.

Golpeo mi reloj. Dios, ¿es que el tiempo del fin del último hombre vivo no puede transcurrir más rápido?


SEA MONKEYS

Claudia Isabel Lonfat & Luciano Lara





Era finales de los ‘70 cuando mi hermano trajo el sobrecito mágico. Estaba alegre y lleno de expectativas. Si hasta le brillaban los ojos y sonreía excitado. Eso era algo muy raro en Juan, no solo por lo difícil de contentar, sino debido a su carácter parco, casi salvaje.
Las imágenes del sobre daban lugar a todas las fantasías. Se podían ver unas diminutas criaturas semejantes al ciempiés, de numerosas patas largas y transparentes, con antenitas de caracol y ojos redondos oscuros. Todo más cerca de mi imaginación, que lo que podía transmitir la pobre ilustración caricaturesca del sobre.
De pronto, mi casa, que por lo general era poco alegre y hasta sombría, se había llenado de esperanzas y nuevas expectativas en torno a esas pequeñas cosas en estado de suspensión, a quienes nosotros, como familia, debíamos cultivar, y por qué no decirlo; darles vida. Seguimos las instrucciones confusas, tal vez mal traducidas del sobre “al pie de la letra”, como decía mamá. Compramos la pecera, los chirimbolos de plástico Made in China que simulaban ser algas o algo parecido, el termómetro, y toda la parafernalia para que nuestros monitos nadadores tengan su vida y nos alegren la nuestra.
Y así fue, los monitos marinos nos alegraron la vida; recuerdo que volvíamos de la escuela y lo primero que hacíamos era sentarnos frente a la pecera para verlos nadar.
—¡Ahí va uno! ¿Lo viste? —gritaba Juan.
—¿A ver? ¿Dónde?
—Ahí, nena ahí —y me marcaba el lugar pasando el dedo por la pecera.
—Si ponés el dedo no me dejas ver nada —respondía yo presa de un fastidio absoluto.
—¿Ay, pero no los ves? —insistía mi hermano.
No, yo no veía nada; confieso que desde chica he sido bastante corta de vista y que serlo me llenaba de vergüenza. La escena se repitió durante todos los días de la primera semana del experimento hasta que, como si fuese producto de la mismísima creación, el séptimo día, me pareció que estaba viendo a uno. Esa tarde me quedé sola durante horas mirando la pecera, y sí; me pareció ver más.
La fantasía duró hasta que Leonel, el vecinito de enfrente, un pequeño intelectual del que yo estaba enamorada, nos pinchó el globo:
—Ahí no hay nada —dijo en un tono más bien seco—, ustedes son pequeños pichones de esta sociedad; solo ven lo que el sistema quiere que vean.
Las palabras de Leonel fueron como puñales. Me dieron ganas de llorar, pero me la banqué. No iba a mostrar debilidad frente a ese hombrecito mandón y con entrecejo fruncido. Así que estaba dispuesta a seguir hasta las últimas consecuencias.
Mi hermano lo miraba furioso desde un rincón, y hasta me pareció que le brillaban los ojos; le tenía ganas desde hace rato:
—¿Qué te pasa, cuatro ojos! —exclamó—. Andá a visitar al oculista, o mejor cambialo por otro —agregó con una carcajada. Leonel se puso rojo, pero enseguida recobró su postura de superado.
—Qué se puede esperar de un burro como vos que compra todo lo que la publicidad vende…
No alcanzó a terminar la frase, cuando mi hermano se le tiró encima y lo empujó con tanta fuerza, que vi como Leonel se doblaba y salía expulsado hacia atrás, mientras que sus anteojos, gruesos como culo de botella, quedaban separados de su cuerpo y caían dentro de la pecera al chocar contra el brazo de Juan.
Leonel se tocó los ojos y se puso más rojo todavía. Empezó a caminar a los tumbos hacía la pecera con la idea de meter una mano adentro; Juan se abalanzó sobre él y ambos cayeron encima de la pecera que estalló en mil pedazos. Junto con el agua se desvanecieron los sea monkeys, la esperanza y la alegría de los días previos. Todo arruinado; los filósofos tienen eso: lo arruinan todo con su búsqueda de la verdad; si lo sabré yo que llevo cincuenta años al lado de Leonel. Atraída por su conocimiento como si fuese una droga necesaria para la vida y a la vez, experimentando la ruina absoluta de todos mis sueños.


Es una bella tarde primaveral; Leonel y yo tomamos mate a orillas del río:
—Sabés, viejo —le dije —; estaba pensando algo.
—A ver…
—La acumulación de conocimientos no implica sabiduría.
Leonel me miró extrañado, detrás de sus anteojos culo de botella y sonrió; no era tonto y sabía que una vez más lo estaba probando. No me respondió.
—¿Hay vida después de la muerte? —le pregunté aterrorizada; no quería que también me lo arruine. Entonces el viejo filósofo; mi marido “arruina esperanzas”, el hombre más sabio que he conocido, sonrió y me tomó de la cintura.
—¿Te acordás de los sea monkeys? —preguntó y yo asentí—, tengo que pedirte disculpas, estaba muerto de amor por vos y no soportaba al pelotudo de tu hermano. Te confieso que me parece haber visto alguno…


LOGÍSTICA INCORRECTA

Patricia K. Olivera & Sergio Gaut vel Hartman





Cruzamos el portón de entrada a la fábrica en medio de jirones de niebla que se filtraban por los intersticios de las tablas de madera mal cortadas. La visibilidad era muy pobre, aunque no tardamos en ver el costado del sendero sembrado de cadáveres vestidos con pijamas rayados, cubiertos de lodo y sangre. La primera impresión fue que llevaban muchos días y noches en aquel lugar. Sin embargo, Nikki observó que no podían ser más de dos, habida cuenta de que los orzos se habían retirado en desorden cuando nuestra artillería los diezmó entre lunes y martes de esa misma semana.
—No los entiendo —dijo Karter—. Invadir otro planeta con una logística tan débil. Los recursos insumidos deben haber sido cuantiosos, pero sus armas son una porquería.
—Nadie entiende, amigo —le dije—. Pero no fue gratis, te recuerdo.
—Nada comparado con lo que predijeron las historias de invasiones alienígenas —insistió Karter.
—¡Estupideces! —dijo Elssie, tan cáustica como siempre—. La realidad supera a la ficción.
—Te recuerdo que en este caso ha sido al revés —replicó Nikki con una sonrisa.
—La realidad superó a la ficción —insistió la bióloga, obstinada—. La ficción es un remedo torpe de la realidad, y los poderes predictivos de los escritores no valen nada —murmuró, sin dejar de observar con detenimiento uno de los cadáveres.
—No se entiende tu aguda observación —acotó Karter, burlón.
—En las historias que mencionaste, los alienígenas son más avanzados que nosotros y, de acuerdo con lo que hemos visto, este no sería el caso —finalizó, concentrándose en la información que el escáner desplegó en la pantalla, después de deslizarlo sobre uno de los cuerpos.
—Entonces… —La animé a seguir.
—Los orzos tratan de desentrañar nuestra logística. Solo que no saben aún cómo afrontar el desafío... —Elssie interrumpió su perorata por unos breves segundos—. ¿Qué significan estos cadáveres? —murmuró ensimismada—. ¿Quiénes eran estas personas?
—¿Eso significa que la última avanzada de los orzos fue una estrategia? —preguntó Nikki sorprendido—. ¿Los crees tan inteligentes?
—Escanearemos los iris; los registros nos dirán quiénes son —anunció Karter, pero nadie le prestó atención.
—Creo que los están subestimando—continuó Elssie, en respuesta a la pregunta de Nikki—. Sus armas serán una porquería, pero algo o alguien fue la causa de que esto sucediera.
—¿Los cadáveres? —intervino Ruth, la psicóloga, bastante preocupada—. ¿Acaso vas a informarnos qué le sucedió a estas personas?
—No lo puedo confirmar hasta no estudiar los cuerpos en el laboratorio, pero algo fuera de lo común provocó ese avanzado estado de descomposición —respondió Elssie, yendo hacía el vehículo, y dejándonos con la palabra en la boca.
Nos mantuvimos en silencio un rato, la conversación que acabábamos de tener quedó dando vueltas en nuestras cabezas.
—Bien. Peinemos la fábrica y los alrededores—ordenó Nikki—. Seamos minuciosos, cualquier elemento que encontremos será fundamental para dilucidar lo que ocurrió.
De no haber sido por los comentarios antipáticos de la bióloga, ninguno de nosotros se hubiera tomado la tarea tan en serio. Si habíamos sobreestimado el poderío de nuestra fuerza militar, al punto de no detectar una posible filtración, debíamos solucionarlo lo antes posible.
—Ya tenemos el listado con los nombres de esas personas —anuncié cuando entramos al laboratorio—. Eran pacientes en uno de los refugios psiquiátricos de la zona central.  Todos ocupaban la misma barraca; desaparecieron hará cosa de un mes.
—¿Y cómo no estábamos al tanto? —preguntó Karter sorprendido.
—Lo mismo le pregunté a la médica encargada de la barraca —respondí extendiendo las manos en un gesto que revelaba perplejidad—. Dijo que ya había pasado otras veces, pero explicó que desistieron de hacer las denuncias porque los militares no los tomaron en serio. Piensa que fueron discriminados por ser pacientes psiquiátricos.
—Entonces entran de lleno en mi campo —dijo Karter—. Los orzos están usando un truco de prestidigitador. Nos hacen creer que son torpes, que su logística es deficiente; han perdido demasiadas unidades de combate, instalando la idea de que desprecian la vida de sus efectivos. Pero mientras operan en esa dirección, distrayéndonos, preparan una ofensiva que nos destruirá por completo.
Corroborando la especulación de Karter, Elssie regresó pálida y demacrada.
—Las autopsias —dijo con un hilo de voz— demuestran que los cadáveres carecen de sistema nervioso. Les extirparon el cerebro y todo lo demás cuando aún estaban vivos.
Como respuesta inmediata a las noticias traídas por Elssie, Ruth empezó a vomitar y Karter se aferró a una viga de acero para no caerse. Pero eso no fue todo. Simultáneamente se precipitaron sobre nosotros un par de eventos asombrosos. El más avasallante fue que cientos de orzos irrumpieron en la fábrica abandonada en medio de un vendaval de sonidos estridentes. Aquellos seres diminutos, erizados de espinas, cuya apariencia nunca pudimos asimilar a ninguna criatura natural de nuestro mundo, presente o pretérita, se desplazaban a nuestro alrededor de un modo errático, caótico, produciendo más confusión que daño. Pero no puede calificarse de menor la consecuencia directa de ese desorden. Llegó a mi mente un concepto claro y definido. Los orzos habían, por fin, encontrado una logística correcta para derrotarnos, o por lo menos eso creyeron al apropiarse de los sistemas nerviosos de los internos del psiquiátrico: pretendían sumirnos en la locura, fabricar una suerte de desorganización mental, obligándonos a perder el rumbo de nuestros actos, desbaratando la estrategia defensiva que creamos cuando fuimos invadidos.
Lo que los orzos ignoran es que la demencia es el estado natural de la especie humana y que la única diferencia entre los que están afuera y adentro de las instituciones psiquiátricas es el mayor o menor talento para disimular las perturbaciones.

Los autores: Claudia Isabel Lonfat, Caseros, Buenos Aires, Argentina; Patricia K. Olivera, Montevideo, Uruguay; Alejandro Bentivoglio, Avellaneda, Buenos Aires, Argentina; Luciano Lara, Quilmes, Buenos Aires, Argentina; Carlos Enrique Saldívar, Lima, Perú; Sergio Gaut vel Hartman, Buenos Aires, Argentina.

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