Héctor García
Ay, Luchito, todavía no entiendo cómo es que junté valor
para escribirte estas líneas. Será tal vez la necesidad de hablar con alguien,
de contarle las cosas que me pasan. Porque si no cuento nada a nadie, si me
guardo todo lo que tengo adentro y que de yapa se está pudriendo feo, reviento,
creeme, reviento. De todos modos yo sé que no me vas a leer, y mucho menos me
vas a responder, pero no me importa; lo importante es que yo esté convencida.
Cuando me dijeron que hacía
un mes que estaba acá, no te puedo explicar la desesperación que me agarró. El
último recuerdo que tengo es el del camión que se nos venía encima, y luego el
despertar en esta habitación, toda blanca, y darme cuenta de que estaba sola,
que no veía a tu papá por ningún lado, que no le entendía nada a la enfermera
ni al doctor. Pensé que me había vuelto loca, qué sé yo. Por suerte encontraron
a otro paciente argentino que sí sabe portugués y que se ofreció a dar una mano
como traductor. Así me enteré de que estuve todo este tiempo en coma, que Ariel
todavía está delicado, que lograron comunicarse con tu abuela y con el tío
Alejo… Por cierto, mamá debe estar hecha una fiera; tanto insistió para que no
vengamos a Florianópolis, y ahora resulta que nos accidentamos y nos hicimos
bolsa. Porque nos hicimos bolsa con todas las letras, eh: del auto, dicen, no
quedó nada, ni del equipaje. Nada de nada. Y nosotros, la verdad es que no sé.
Papá con suerte vuelve a caminar, y yo… Bueno, parece que va a ser difícil que
tengas un hermanito.
Yo te digo todas estas cosas
con esta liviandad, pero no sabés cómo se me encogió el corazón cuando me lo
dijeron a mí. Lloré como una boluda, imaginate. Disculpame el vocabulario, mi
amor, mamá tiene la boca «más sucia que una letrina», como solía decir tu
bisabuela; pasa que te digo lo que me sale y como me sale, porque en estos
momentos no tengo voluntad para nada, ni para hacerme la educada. Qué mal
ejemplo te estaré dando…
Bueno, vos no me hagas caso,
siempre fuiste un nene educado, y también muy fuerte; vos no vas a decir malas
palabras ni a llorar como la boluda de tu mamá. Ahora me vas a tener que
disculpar, pero necesito dejar de escribirte, porque si no empiezo con el
llanto de nuevo.
Luchito, corazón, qué ganas de escribirte que
tenía. Hoy estuvieron toda la mañana haciéndome análisis y estudios y qué sé yo
cuánto. ¡Estoy agotada! Empezaron con una tomografía (¡qué horror la sensación
de encierro que me genera ese aparato, por Dios! No sé cuánto tiempo habrá
sido, pero a mí me pareció una eternidad), después con una resonancia, después
con análisis de orina y de sangre, después me hicieron preguntas, muchas,
supongo que para ver si ando bien de la cabeza. Mirá, ya casi es medianoche y no
me puedo dormir de lo alterada que quedé. En realidad, desde que salí del coma
que no me puedo dormir, así que me tienen que pichicatear para que pueda
descansar aunque sea un poco. Pero hoy parece que ni eso sirve.
De tu papi todavía no me
dicen mucho. Nada más que está delicado, que perdió mucha sangre, que tiene la
columna vertebral hecha polvo, y donde entran en detalles ven que a mí se me
hinchan los ojos y dejan de hablar y se van, se van con alguna excusa, porque
seguro que no soportan verme tan mal. Y yo, ¿cómo querés que me ponga? Si me
dicen todo eso de él, y encima llega un punto en que hablan con palabras tan
rebuscadas que no les entiendo nada, y no sé, mirá, no sé si no lo hacen para
confundirme y para que después de todo piense que la cosa no está tan mal. Y a
veces les sale bien, ¿vos sabés?, porque yo soy media lela, desde chiquita, en
la escuela no me iba muy bien, sobre todo en matemática, y mamá se enojaba y yo
le tenía que pedir ayuda a tu tío, que encima es menor que yo, no sabés qué
bronca y qué golpe al orgullo, porque encima soy orgullosa...
Luchito, mi vida, hoy el médico me descubrió
escribiendo y se puso contento, me dijo que eso me va a hacer bien. Eso, sabés,
me alegro un poco el día. Aunque cuando me pidió ver lo que escribía, me negué
rotundamente. Es privado, ¿qué se piensa? Yo le agradezco con el alma lo que
hace por nosotros, pero tiene que respetar la intimidad de sus pacientes.
Bueno, capaz que estoy exagerando un poco, porque no insistió cuando me negué a
mostrarle estas cartas. Pero en el momento, te digo, se me prendió como un fuego
adentro, que no sé cómo explicarlo. Como sea, te prometo que nunca nadie va a
leer nada de lo que te escribo. De ahora en más, en lugar de guardar las cartas
en el cajón de la mesa de luz, las guardo abajo de la almohada, y cuando me
hagan salir de la habitación para los análisis y los estudios me las llevo
conmigo. Es que esto que te escribo es solo para vos, y para nadie más. Aunque
vos no lo vayas a leer. De verdad es como el médico me dijo, me hace sentir
mejor. Pero mucho mejor sería poder abrazarte, y llenarte de besos, y cantarte
las canciones de cuna que me cantaba tu abuela cuando yo era chiquita.
El otro día me acordaba de
cuando estabas en mi panza. A veces me pongo nostálgica y se me da por extrañar
tus pataditas, ¿sabés?, a pesar de que me molestaban un poco. Pero me hacían
ilusionar, me hacían sentir toda la vida que había adentro mío, me hacían poner
ansiosa porque faltaba cada vez menos para que llegaras y para que conocieras a
tu familia. Cada vez que pegabas un puntapié lo llamaba a tu papá para que
pusiera la mano y sintiera. A él se le llenaban los ojos de lágrimas (él
también es medio llorón, ¿viste?), y decía que ibas a ser un jugadorazo de
fútbol. A mí eso no me convencía, yo siempre preferí que mis hijos estudien,
que tengan la posibilidad (esa posibilidad que no tuvimos ni tu papá ni yo) de
ir a la universidad, que tengan un título que los respalde en este mundo que se
está convirtiendo en una jungla, donde todos parecen estar en guerra con todos
y con todo, donde se devoran los unos a los otros y no se dejan ni los huesos.
Pero mirá qué ideas más
horribles te vengo a contar. Mejor cambio un poco de tema. A veces entrecierro
los ojos y te imagino empezando la escuela, con el guardapolvo blanco
impecable, la mochila llena de útiles, rodeado de amiguitos (y capaz que de
alguna que otra noviecita, porque vos siempre fuiste muy pintón, como mi
Ariel). Y después te veo en la secundaria, ya más crecido, más responsable,
hecho un señorito bien prolijo (porque no te puedo imaginar todo barbudo y con
la cabeza hecha un nido de culebras, como andan los adolescentes hoy en día; no
me vayas a hacer eso nunca, Luchito, ¿entendiste?).
Y después, como te decía, la
universidad. ¿Qué te gustaría ser cuando seas grande? ¿Médico, como el hombre
que nos cuida a tu papá y a mí en este momento? Es un hombre muy bueno, un poco
rezongón a veces, pero fuera de eso es un pan de Dios. ¿O abogado? Tal vez te
interesen más los números y la ciencia, y termines siendo científico. Ah, pero
esos sí que andan todo el día despeinados, yo los vi en la tele y no me gusta,
así que no seas científico. Bueno, mejor sí, o sea, mejor sé lo que vos
quieras, nosotros no te vamos a poner limitaciones, siempre y cuando seas una
persona buena y responsable. Pero creeme que papi y yo vamos a hacer todo lo
que sea posible para que vos puedas cumplir tus sueños.
¿Pero qué pavadas estoy
diciendo? Mirá cómo me entusiasmé, mirá cómo agarré viaje con la imaginación… Y
los dos sabemos que nada de eso va a pasar. Ay, ya empecé a llorar de nuevo,
¡qué boluda que soy! Voy a cortar acá porque si no estropeo toda la hoja.
Ayer hablé por teléfono con tu abuela. Fue la
primera vez desde que estoy acá. No sé por qué no hablé antes. No me animaba,
supongo. Te imaginás cómo se puso ella: primero no paraba de llorar y de
agradecerle a Dios y a María Santísima; pero la etapa de agradecimiento se pasó
rápido, y enseguida empezó con los reproches, y que qué locura hacer semejante
viaje en esa catramina, y que cómo no había llamado antes, y que ese Ariel se
lo tiene merecido por vago y por caprichoso, y ahí corté, tuve que cortar porque
si no (disculpame la expresión) la mandaba bien a la mierda. ¿A vos te parece?
Toda la vida fue una sargenta, y ahora, con la desgracia que estamos viviendo,
cuando más comprensiva y paciente tiene que ser, no, se pone peor. Y ni
siquiera me dio noticias de tu tío Alejo, ¿podés creer? Yo quiero saber cómo
está él, qué es de su vida, de sus proyectos, y también quiero que sepa que,
mal que mal, acá estamos luchando por salir adelante, yo sé que él está muy
preocupado (nunca conocí a nadie más preocupado por el resto que por sí mismo)
y que eso lo va a animar.
Qué mal trago que me hizo
pasar esa mujer, por Dios. Igual, yo sé que de alguna forma esa es su manera de
preocuparse por nosotros y que no quiso decir lo que dijo de tu papá. Es que se
deja llevar por la calentura. Qué le vamos a hacer. Y yo, a pesar de todo, la
quiero así como es. Por favor, Luchito, te pido que la cuides mucho, ¿eh? Y al
tío Alejo también. Mientras nosotros no estamos allá, te los encargo con todo
mi corazón.
¡Ah, pero adiviná qué!
Recién la enfermera me vino a dar una noticia que hizo desaparecer enseguida la
bronca de la llamada telefónica. ¡Tu papá mejora, Luchito! Me dijeron que ya le
sacaron el respirador artificial y que está consciente, y hasta dijo algunas
palabras. El problema es que no sabe dónde está, eso lo tiene medio
desorientado, y además parece que no se acuerda del accidente, ni del viaje, ni
nada. Y el médico no quiere ponerse a explicarle nada porque dice que está muy
débil, y que es mejor esperar un tiempo para, para no confundirlo todavía más.
¡No sabés las ganas que tengo de verlo! En cualquier momento me hago la pava y
me escabullo hasta su habitación sin que nadie se dé cuenta. ¿De qué te reís?
No te rías, zonzo, ¿no ves que me muero de ganas de abrazarlo, de verlo yo
misma con mis propios ojos? Y de hablar también, y de contarle todo lo que te
cuento a vos, y de llorar juntos, porque seguro que cuando nos veamos vamos a
llorar, pero va a ser de felicidad, no de tristeza, estoy segurísima.
Luchito, te pido perdón por no haberte escrito
en tanto tiempo. Para hacerla corta, tengo dos noticias, una buena y una mala.
Voy a empezar con la buena porque todavía no sé cómo decirte la mala:
finalmente en unos días me van a dar el alta. El doctor quiere asegurarse de
que el accidente no me dejó secuelas graves, así que me van a hacer algunos
estudios más, pero nada muy complejo ni muy duradero. Menos mal, ya estaba
cansada de todo eso, y de estar postrada en esta cama, y del hospital, y de
todo, bah. Bueno, de todo no, la verdad es que la gente acá ha sido muy amable
conmigo, el médico, las enfermeras, el muchacho que se ofreció a traducir (¡qué
paciencia tiene ese hombre!); no tengo palabras para agradecerles todo lo que
han hecho por mí. Ojalá haya en el mundo más gente como ellos.
Bueno, mi amor, ya no puedo
esquivar más la mala noticia. ¿Te acordás que te dije que papi había mejorado?
Resulta que de golpe su estado de salud empeoró, nadie sabe cómo… Y hace dos
días se fue al Cielo, ¿sabés? Ahora está con Dios, tranquilo y calmado, porque
dejó de sufrir, seguro que dejó de sufrir, de sentir dolores y todas esas cosas
feas que sienten los pacientes de los hospitales. Yo no me explico cómo terminó
todo así, tan de golpe, si justamente me habían dicho que había mejorado, pero
son cosas que pasan, eso me dice el médico para tratar de consolarme, y no hay
nada que hacerle. La verdad, pobre, es que no me consuela para nada, al
contrario, me hace sentir peor, pero sé que él no lo hace con esa intención,
debe ser difícil estar en su lugar y tener que dar esas noticias, ojalá que yo
nunca tenga que estar en una situación así, debe ser espantoso.
No te dije nada, Luchito,
pero hace rato que estoy llorando, y esta vez es terrible, no puedo parar, no
hay forma. Ya empapé la mitad de la carta y se borroneó la mitad de lo que
escribí, mirá si habré llorado, pero no me importa, total cuando salga de acá
quemo todas las hojas y listo, no quiero ni guardarlas, esto que al principio
se había convertido en algo lindo, en una especie de descanso, ahora se volvió
filoso y punzante como un cuchillo, y me está destruyendo, me causa un dolor
atroz.
Tengo que dejar de escribir.
Por mi bien, tengo que hacerlo. Eso sí, antes de soltar la lapicera, de hacer
un bollo con todas las hojas y tirarlas al fuego, te quiero pedir que, así como
cuidaste a la abuela y al tío mientras yo no estuve con ellos, que lo cuides
también a papá Y él también te va a cuidar a vos, quedate tranquilo. Cuídense
mutuamente allá en el Cielo, sean padre e hijo otra vez, sean amigos,
compinches, compartan ese tiempo que Dios no quiso que compartieran en su
momento. Pero no te enojes con Dios, Él hace las cosas con un propósito y
nosotros no somos quiénes para cuestionarlo. Y te pido también que me cuides a
mí, que los dos me cuiden a mí; yo sabré salir adelante, voy a sacar fuerzas de
alguna forma, no sé cómo, voy a seguir luchando, pero necesito sentirlos a los
dos al lado mío, si no me parece que nada tiene sentido.
Los amo y los extraño con
locura.
Héctor Alfredo García nació en Tandil (Buenos Aires, Argentina) en el año 1986. Doctor en Física por la UNCPBA y actual proyecto de docente, dibujante y persona. Tomó interés por la literatura cuando niño, principalmente en el rol de lector, y dio sus primeros pasos como escritor en la adolescencia, haciéndose cada tanto con algún espacio en revistas escolares y universitarias. En la actualidad cuenta con textos publicados en blogs y en diversas antologías, tanto digitales como impresas.
