Lucila Adela Guzmán
Espinosos
arbustos rodeaban un extenso predio desprovisto de árboles que dejaban ver, a
trechos, el suelo reseco y salitroso. En el medio, las ruinas de una casa de
piedra, parecía que se avergonzaban de verse al descubierto y trataban de
agacharse reduciendo su altura.
—Esa es la tapera del ruso—dijo mi acompañante.
Había sido necesario contratar a un guía para poder
llegar a ese lugar abandonado.
Nos acercamos al paso de los caballos hasta el lugar.
Los escombros ya casi formaban parte del terreno y los ladrillos calcinados
esparcidos alrededor de las paredes que aún se mantenían en pie, daban una idea
de lo que fue el incendio que devoró la casa. Hasta las grandes rocas cercanas
mostraban las señales del fuego.
—Dicen que al ruso le gustaba vivir bien —explicó el
hombre— Parece que cuando él vivía, esto era un vergel. Cuesta creerlo, pero
han pasado como cien años ya. Nadie supo en qué momento él abandonó todo —continuó—.
De un día para otro todo el verdor desapareció, incluso los árboles se
volvieron leña seca y recién entonces se pudo ver que la casa había sido
quemada.
—¿Vivía solo? —pregunté
—Con su esposa. En uno de sus viajes regresó con una
mujer muy joven y bonita. Desaparecieron juntos.
Un poco más lejos, se advertían otras ruinas, casi
como un vestigio ennegrecido a ras del suelo. Nos acercamos al lugar sin
apearnos y dimos una vuelta alrededor.
En el silencio opresivo sólo se escucharon los pasos
de los caballos que levantaban pequeñas nubes de polvo con sus cascos, como si
cavaran con ellos los restos carbonizados. Me dio la impresión de que estaba en
un cementerio.
En ese momento, llegó a mis oídos con total nitidez el
ruido que hace el fuego cuando se eleva en llamas, al mismo tiempo que un
intenso calor me abrasaba el rostro. Miré a mi alrededor, desconcertado y sin
saber a qué atribuir ese fenómeno, pues no había nada que pudiera causarlo. El
alarido, me heló la sangre.
—¿Qué fue eso? —exclamé.
La actitud impasible del otro me hizo pensar que uno
de los dos estaba loco. Aterrorizado, casi sin poder hablar, yo estaba seguro
de que el calor y los gritos no eran imaginarios y él actuaba como si eso fuera
normal. Algo que no es necesario explicar.
—¿Qué te pasa? —me
dijo.
No supe qué responder;
estaba temblando de tal forma que no podía ni hablar ni pensar, todo parecía
tener un aura siniestra y amenazante.
Con un esfuerzo sobrehumano, atiné a golpear los
ijares de mi caballo con los talones, haciendo que este diera tal brinco que
casi me despide de la montura y luego saliera al galope por el campo.
El guía me alcanzó cabalgando muy tranquilo, tal vez
aburrido de tratar con turistas miedosos. Se cuidó de decir ni una palabra y
continuamos a trote largo hasta llegar al poblado.
Le pagué por sus servicios y en cuanto se marchó me
encerré bajo llave y fui a tenderme sobre la cama, completamente vestido. Casi
de inmediato me quedé dormido.
Me despertó el ruido de la puerta al cerrarse. Busqué
a tientas el cuerpo de mi esposa del otro lado de la cama y encontré el hueco
que había dejado allí, ya completamente frío; no necesitaba buscar
explicaciones, ella no estaba.
Hacía mucho rato que no estaba, no sólo en mi cama
sino también en mi vida.
Era una mujer muy estúpida y creyó que bebería ese
potaje con somnífero que me sirvió. Yo dejé que lo creyera y fingí dormir,
aguantando la furia animal que me poseía, sabiendo que iba a encontrarse con el
otro, dándoles tiempo para que se dedicaran a lo suyo. Imaginando las carnes
blancas de ella, apretadas por las manos oscuras y callosas del peón, sus bocas
unidas, sus cuerpos en la agitación de la cópula….
Seguros de que yo dormía. Viejo inútil, que no sirve
para nada, dirían entre risas.
Saqué el lazo que escondí bajo la cama y fui hasta la
caseta. Hacía mucho frío, la puerta estaba cerrada y sólo tuve que amarrarla
desde afuera. Tratando de no hacer ruido, rocié las paredes con el líquido
incendiario antes de tirar la lata por el hueco de la chimenea.
Con el tizón ardiente que le siguió, el fuego brotó de
inmediato, abrazando la construcción. Por encima del fragor de las llamas pude
escuchar los gritos de los amantes encerrados adentro y me quedé allí hasta que
dejé de escucharlos. Fue cuando el techo se derrumbó convertido en brasas,
dentro del agujero del sótano.
Al amanecer, una niebla espesa cubría el entorno,
opacando el paisaje y me dispuse a terminar mi tarea. Regué el campo con el
producto químico adecuado para secar los vegetales definitivamente. Quemar la
casa fue mucho más sencillo.
Un espectáculo fascinante que disfruté sentado a
prudente distancia. Una noche larga, muy larga y al amanecer sólo quedaban en
pie los muros exteriores. Me sentí mortalmente cansado y casi sin darme cuenta
me quedé dormido.
La sensación de una presencia extraña me despertó en
un momento determinado. Sentía mucho frío y estaba temblando de manera
descontrolada. En mi rostro sin embargo, sentía un doloroso ardor que me obligó
a dejar la cama para ir hasta el baño a refrescarme con el agua del grifo.
El espejo me devolvió una imagen extraña; no parecía
ya el muchacho aventurero que vino al pueblo a explorar zonas desconocidas,
algo había cambiado en la mirada de mis ojos azules, había canas en mis
cabellos rubios y algunas manchas rojizas en la piel parecían las huellas de
antiguas quemaduras. Estuve allí, por un largo rato contemplando muy de cerca a
ese hombre, mientras un hilo de sensaciones se escurría entre los vericuetos de
mi memoria.
—Tenía que volver —dije en voz alta—, para poder
marcharme de una vez por todas. Espero que sea así, esta vez —murmuré.
El aire tibio del mediodía penetraba libremente por la
ventana abierta cuando el encargado de las cabañas abrió bruscamente la puerta
de entrada. Molesto por la falta de respuesta del huésped ante su llamado y
sobre todo preocupado por el olor a humo que impregnaba el ambiente.
La habitación
desocupada y completamente arreglada le confirmó la sospecha.
—¡El hijo de puta se fue sin pagar…!
Al parecer no había ocupado la cama y su equipaje no
aparecía por ningún lado pero sobre la mesa de luz, había varios billetes. El
importe de una semana de alquiler a pesar de que estuvo apenas unas horas en el
lugar.
Y recordando la insistencia con que manifestó su
interés en llegar a la tapera del ruso atribuyó su abandono del lugar a la
decepción de lo que había visto.
Muchacho
loco, dijo para sí. ¿Que esperaría encontrar en esas ruinas?…
Lucila Adela Guzmán nació en la ciudad de Buenos Aires el 30 de Diciembre de 1960. Se formó como intérprete y coreógrafa en el Taller de Margarita Bali. Desde el año 2000 vive en Del Viso, pequeña ciudad en la provincia de Buenos aires, junto a su marido y sus cuatro hijos. A partir del año 2011, alentada por su familia y amigos decide mostrar algunos de sus trabajos. Finalista del concurso Premio Elevé de literatura infantil 2011, se le otorga una mención especial por su obra "Doctora de letras", que ha sido publicado en la colección Osa menor de elevé ediciones siendo presentada recientemente en la Feria internacional del libro. En noviembre de 2011 obtiene Mención especial del jurado en el segundo concurso Nacional de Poesía Corral de Bustos Ifflinger-Córdoba. En marzo de 2012 el jurado del IV Certamen internacional de poesía fantástica miNatura destaca como finalista a su poema "Goteras" siendo publicado en dicha revista. En abril de este año, a través del II concurso mundial de eco poesía la unión mundial de poetas por la vida selecciona a su poema “Resignación” para integrar una antología. En agosto del 2012 es finalista del concurso de poesía hispanoamericana “Gabriela” siendo seleccionada para integrar dicha antología.