Gerardo
Horacio Porcayo
Atardecer. La figura se recorta contra
el disco solar rojizo y carcomido por una nubosidad que titila en su
cromatismo. La línea dentada, obscura e
irregular de una ciudad, como dientes cariados y rotos, es perceptible más
abajo. La alegría no se manifiesta en ninguno de los movimientos de aquella
silueta. Parece un niño y la suerte de carrito que arrastra tras de sí
confirmaría, en cualquier otra circunstancia, esa apreciación.
Pero
no es cualquier otra circunstancia. Es esa. Y no se trata de una simple.
No se
apresura. Avanza con firmeza, con cautela. La experiencia de pasadas
incursiones ha dejado huellas indelebles en su ser.
Scavenger. La palabra da vueltas y más
vueltas en su sinapsis. Un concepto en un tobogán con giros vertiginosos y sin
salida alguna.
Palabra
clave. Palabra sin sentido o significado. Ha extraviado su concepto y sólo le
queda la sonoridad como guía. Algo que rebota bajo su cráneo y lo hace seguir
adelante.
Adelante
significa, a veces, kilómetros de parajes desiertos, de autopistas rotas y
cuarteadas sin más tránsito automotor sobre ellas y, de vez en cuando, el
arribo a un pueblo. A una ciudad. Caminar con el único faro de lo tecnológico
como guía. Como inspiración o explicación a ese desasosiego que lo asalta cada
vez con mayor contundencia entre más reestablece su arquitectura básica.
Atrás
han quedado los días sin memoria, las jornadas de actuar por puro instinto o
los mismos errores en la incorporación de memorias. En cada oportunidad
perfecciona su manera de interrelacionarse con los distintos protocolos de
diseño y universaliza la adecuada operatividad de los materiales de manera tal
que puedan resultar de lo más eficientes y con el menor riesgo posible, aunque
no cubran su desempeño nominal.
Scavenger,
sigue diciendo su mente y no sabe si esa palabra implica su profesión, su
destino o su simple misión.
Caos de letras y palabras. Caos de
señalamientos. Alcanzar las puertas de la ciudad no siempre consigue aclarar su
nombre o situación geográfica. Depende de su tamaño.
Urbanización.
Esa es la palabra con la que busca sustituir el vocablo ciudad. El número de
habitantes determinaba antes la diferencia. Pocos pobladores implicaban una
villa, un pueblo.
Hoy
todos serían pueblos, quizás menos, medita, mientras recorre la primera cuadra
y va situando las estructuras, no según su decadencia, sino de acuerdo a la
aparente solidez del diseño original. Reconocimiento de patrones. En las ruinas
no queda más que el reconocimiento de patrones para la orientación.
Eso y
las bibliotecas.
La
extensión territorial habla de una urbe de tamaño medio. Los estragos de los
bombardeos no parecen distinguibles, tras los desastres naturales, de la ruina
generalizada. No a esa distancia. No sin instrumentos especializados.
Acercarse.
Esa siempre es su meta mediática. Su fuente de satisfacciones. Una suerte de
sucedáneo, de placebo para continuar su búsqueda. Su meta a la altura de su
angustia. Lo demás...
Identidad. Ese es otro rubro que ocupa
sus días, sus horas. Reconocerse. Reconstruirse. Saberse íntegro.
No
recuerda su cara. Y experimenta con ella. Experimenta con todo su cuerpo. No
recuerda su historia personal y algo en sus sinapsis lo lleva a creer, a
especular sin base sólida para ello, que una vez que encuentre la apariencia de
su identidad, cada una de las memorias volverá, como por arte de magia.
Ahora, como en otras escasas ocasiones,
ha descubierto las ruinas de un centro tecnológico e industrial, antes que el
emplazamiento mismo de la biblioteca.
El
edificio ha perdido más de un 40 por ciento del techo y las paredes de la
fachada parecen rasguñadas por las garras del tiempo y las lluvias. La
resultante es una colección de basuras múltiples hacinadas sobre los originales
materiales a la venta. A eso habría que sumar el pillaje de organismos con la
programación dislocada. Cascarones de celulares, laptops y otros gadgets
informáticos son la prueba de su presencia. Los restos de la rapiña yacen
despanzurrados entre el lodo y una escasa y moribunda flora que al menos no
registra radioactividad alguna.
El concepto de muchas maneras le
resulta nuevo. Hace casi tres meses tuvo oportunidad de enfrentar una colonia
moribunda de depredadores menores. Inteligencia modular, con chips desgastados,
decadentes, de funcionamiento endeble. La erosión climática, las lluvias ácidas
provocaron su rápida extinción, Ningún otro factor pudo resultar tan decisivo.
El
encuentro, más allá de la alarma inicial ante su cerco, le permitió inferir el
tamaño del desastre.
Justificando
su acción como defensa personal, gastó tres días en cercar a los miembros de
esa inteligencia colmenar para luego ejercer, sobre ellos, la misma labor de
saqueo.
Su
banco de datos resultó una fuente contradictoria de información, pero también
un testimonio adecuado. Aquel organismo, que definiera para sus adentros como
Colmena 1, había reconocido en varias oportunidades una corrupción grave en sus
archivos de patrón de conductas y había intentado comunicarse vía satélite,
sólo para descubrir varias cosas útiles: 1) La red celular fue corrompida y
exterminada en el último tramo de la guerra. 2) El ímpetu de las intervenciones
derribó satélites y dejó a otros con nulas posibilidades de corregir las
órbitas, lo que a la larga los hiciera caer a tierra. Colmena 1 había grabado
por los menos tres de esas caídas en una resolución muy pobre pero que,
evidentemente, constituía un testimonio valiosísimo.
En
otras palabras, Colmena 1 había descubierto una cosa siemple y terrible: estaba
sola. No habría ya jamás respuesta de sus creadores.
Revisa la tienda, palmo a palmo y
cuando se convence de la nula existencia de cajas de seguridad, se ocupa de
recoger cualquier posible fuente de energía. Elige incluso un remolque de
escaso tamaño y construido con aleaciones extraligeras donde es posible situar
tanto el nuevo generador eólico como sus bases de datos.
La
labor de construcción le lleva casi el total de la noche, entre limpieza,
ensamblaje y adecuación de las partes. En cuanto el amanecer se filtra por las
ventanas rotas y por el mismo hueco del techo, decide dedicarse un poco más a
su apariencia.
Como
por accidente, a la par que elegía materiales básicos para el funcionamiento,
también ha seleccionado implementos con orientación cosmética.
Se
mira al espejo. Trabaja en sus pómulos, en los superciliares, se detiene en las
pestañas, en la mejora operativa de sus mismos objetivos oculares. Después
regresa a sus dientes; sustituye uno de madera por una placa de oro y lo que
mira al espejo le resulta cada vez más cercano, más semejante.
Pule
las partes. Llega a sus piernas. Las mira con una suerte de nostalgia. Su
pedestal todo terreno sigue constituyendo un ahorro de energía que no puede
ignorar. A veces, como hoy, anhela encontrar pasillos estrechos, túneles que le
den el pretexto necesario para volver a caminar sobre sus pies.
Pero
nada. Tiene esto. Y eso es lo único que queda. Lo único que hay a menos que
siga trabajando. Refuerza su torso, aún sin alcanzar una decisión definitiva
sobre su arquitectura.
Y sabe
que aún falta más. Muchísimo más. Quizás una tienda de ropa pueda ayudarle en
su decisión. Si aún queda algo allí, claro está.
Meta. Objetivo. No sabe de manera
precisa cuál puede llegar a ser, pero la necesidad de recorrer las calles no se
aplaca con mirarse al espejo.
Las
gasolineras estalladas, como si hubieran sido blanco de los bombarderos.
Desplazamiento de prioridades en una guerra total.
Ni un
solo mapa ha sobrevivido en los parques. Sigue sin poder identificar el nombre
o situación geográfica del lugar. Es caminar a ciegas, en más de un sentido,
pero no puede dejar de hacerlo. Su viejo generador habrá de esperar mejor
suerte en los viejos autos. Piensa en estacionamientos subterráneos repletos,
quizá en pipas abandonadas; pero todo eso es objetivo secundario en estos
instantes.
Distiende
al máximo sus paneles solares, por sobre su cabeza, y no deja de avanzar hacia
lo que su análisis le indica debe ser una universidad. Las tiendas de ropa, los
supermercados han sido víctimas colaterales de los bombardeos. También las
bibliotecas públicas, junto con los edificios de gobierno. Debió tratarse de
una urbe de importancia simbólica para la nación, de otra forma nada de todo
aquel desastre quedaría justificado.
De
muchas maneras agradece el paso del tiempo. Los escasos cadáveres que aún son
distinguibles en la calle se reducen a meros esqueletos vestidos. Nada más
queda.
Acelera
la marcha y trata de no extrapolar a partir de todo lo recopilado, el escenario
tras el bombardeo. El dolor...
Scavenger, vuelve a decirle su mente
mientras recorre los pasillos húmedos, polvosos, de ventanas rotas. Una gran
esperanza se anida en su ser, la frase Universidad Tecnológica.
No es
perceptible rastro alguno de organismos colmena operativos, por eso se ha
permitido dejar el generador eólico anclado a las afueras del edificio con las
hélices desplegadas. Por eso avanza con menos precauciones de las que tomara
previamente.
En el
tablero principal ha descubierto el nombre de la universidad seguido de la
localidad del campus, pero ha resultado una palabra tan vacía como la misma
Scavenger. Los nombres de las facultades, el mapa mismo de la distribución ya
es otra cosa que promete mejores dividendos.
Hacia
ingenierías, hacia el edificio de mecatrónica dirige sus llantas. Ha subido las
orugas ahora que el terreno resulta mucho más estable. Ha abierto sus monitores
a 360° y va archivando los estados de cada aula, de cada locker en el
área de estrategia y análisis de su mente.
La
rapiña sigue ausente, como si hubieran cerrado el edificio, como si nadie
estuviera presente durante la conflagración.
Cruza
los talleres de ensamblaje y aunque la tentación resulta enorme, la biblioteca
es su objetivo primario.
Abre
las puertas de cristal y la desesperación comienza su asedio. En las tuberías
de aire acondicionado hay, al fin, huellas de rapiña. Las terminales de
consulta son carcasas rotas, mordisqueadas, perforadas, con cables rotos
saliendo de sus heridas de plástico y metal.
Busca
los libreros, esos enormes anaqueles que deberían ser la imagen preponderante
en ese enorme galerón blanco lleno de micro y macroterminales despanzurradas.
Ni un
solo libro. Ni una sola muestra de pulpa y papel.
Vacío.
Allí,
en el centro de su plexo. Y aunque sabe que debería ser imposible esa emoción,
la percibe, la experimenta, mientras acelera y va dejando pasillo tras pasillo
de computadoras despanzurradas. Alcanza el área de mantenimiento y ahí, al fin,
es visible la bóveda de seguridad, su puerta de plomo, bien cerrada.
Suspira.
Sin pulmones ni oxígeno, suspira. Desprende sus pies del pedestal y avanza
hacia la bóveda.
Coloca
la mano derecha sobre el tablero de acceso, la izquierda sobre el volante de
apertura.
Entonces
llega la voz.
—No
hay nada ahí adentro, pepenador...
No
hace falta que gire, pero lo hace, sobre sus pies metálicos, aunque ya sabe que
dos hombres avanzan hacia él. Enfermos a simple vista. Las pieles les cuelgan,
de manera holgada. Destaca su esqueleto, su hambre.
—Has
llegado al final —explica.
Alarmas activadas. Sentidos
extrafocalizados. Luego el desconcierto,
el descubrimiento.
En su
estatus hay tres solicitudes de conexión bluetooth. Existen tres intentos de
conexión modem en dieciséis distintos protocolos, algunos de los cuales es
incapaz de interpretar.
Accede
al establecimiento de conexión bluetooth y su cabeza da un giro. Su consciencia
parece parpadear.
—Hemos
tratado con otros semejantes a ti, pepenador. Y eso quiere decir la palabra que
tanto te repites. Scavenger es alguien que recoge basura. El concepto lo
obtuviste de la Colmena 1.
—Yo...
—Tú,
has llegado a casa, pero la función está apenas a punto de iniciarse.
Uno de
ellos se quita la cara. Abajo hay un rostro que se parece más al suyo; también
de metal.
—Perdón
por no quitarme la piel, pero la mía está mejor adherida —asegura el segundo.
—No
hay nada allí, pero nosotros te compartiremos lo que de ahí sacamos.
La silueta se recorta contra el disco
anaranjado del amanecer. Ahora va vestida y viaja en algo que recuerda los
viejos windsurf.
Las
aspas de su generador aminoran en cierto grado su avance pero le proveen de la
energía necesaria para seguir adelante.
Sus
pies se afirman sobre la tabla de ese velero todo terreno. Atrás mantiene, con
cadenas aseguradas, el vínculo con su pedestal, su mismo banco de datos, esa
suerte de carrito donde va depositando cada una de sus experiencias.
Lleva
un viejo puro que no puede aspirar mordido entre los dientes y la mueca que
mantienen sus pómulos móviles de metal sugiere una sonrisa.
Su
ropa es una mezcla rara. No lleva distintivos sobre su sexo porque ha asumido
que su estatura sugiere la vieja entrada a la pubertad.
Ya no
busca sus recuerdos. Sabe que no los hay.
Los
recuerdos de otros, de sus creadores serán su objetivo.
Basurero,
pepenador de recuerdos y crónicas. Subrutina activada tras la extinción
comprobable de todo lo humano.
Su
raza es ahora heredera. Su misión, contar esa absurda historia de sueños,
deseos y aspiraciones que llevaran a sus dioses, a sus creadores, al holocausto
final.
Bardo cibernético, irá de pueblo en pueblo recopilando cada noticia ahora que la comunicación global es otra vez un sueño.
Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledad, Ciudad Espejo, Ciudad Niebla, Sombras sin tiempo, Sueños sin ventanas, El cuerpo del delirio y Plasma exprés.