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lunes, 3 de febrero de 2025

BAJO LA APARIENCIA CREPUSCULAR

 

Gerardo Horacio Porcayo

 

Atardecer. La figura se recorta contra el disco solar rojizo y carcomido por una nubosidad que titila en su cromatismo.  La línea dentada, obscura e irregular de una ciudad, como dientes cariados y rotos, es perceptible más abajo. La alegría no se manifiesta en ninguno de los movimientos de aquella silueta. Parece un niño y la suerte de carrito que arrastra tras de sí confirmaría, en cualquier otra circunstancia, esa apreciación.

Pero no es cualquier otra circunstancia. Es esa. Y no se trata de una simple.

No se apresura. Avanza con firmeza, con cautela. La experiencia de pasadas incursiones ha dejado huellas indelebles en su ser.

 

Scavenger. La palabra da vueltas y más vueltas en su sinapsis. Un concepto en un tobogán con giros vertiginosos y sin salida alguna.

Palabra clave. Palabra sin sentido o significado. Ha extraviado su concepto y sólo le queda la sonoridad como guía. Algo que rebota bajo su cráneo y lo hace seguir adelante.

Adelante significa, a veces, kilómetros de parajes desiertos, de autopistas rotas y cuarteadas sin más tránsito automotor sobre ellas y, de vez en cuando, el arribo a un pueblo. A una ciudad. Caminar con el único faro de lo tecnológico como guía. Como inspiración o explicación a ese desasosiego que lo asalta cada vez con mayor contundencia entre más reestablece su arquitectura básica.

Atrás han quedado los días sin memoria, las jornadas de actuar por puro instinto o los mismos errores en la incorporación de memorias. En cada oportunidad perfecciona su manera de interrelacionarse con los distintos protocolos de diseño y universaliza la adecuada operatividad de los materiales de manera tal que puedan resultar de lo más eficientes y con el menor riesgo posible, aunque no cubran su desempeño nominal.

Scavenger, sigue diciendo su mente y no sabe si esa palabra implica su profesión, su destino o su simple misión.

 

Caos de letras y palabras. Caos de señalamientos. Alcanzar las puertas de la ciudad no siempre consigue aclarar su nombre o situación geográfica. Depende de su tamaño.

Urbanización. Esa es la palabra con la que busca sustituir el vocablo ciudad. El número de habitantes determinaba antes la diferencia. Pocos pobladores implicaban una villa, un pueblo.

Hoy todos serían pueblos, quizás menos, medita, mientras recorre la primera cuadra y va situando las estructuras, no según su decadencia, sino de acuerdo a la aparente solidez del diseño original. Reconocimiento de patrones. En las ruinas no queda más que el reconocimiento de patrones para la orientación.

Eso y las bibliotecas.

La extensión territorial habla de una urbe de tamaño medio. Los estragos de los bombardeos no parecen distinguibles, tras los desastres naturales, de la ruina generalizada. No a esa distancia. No sin instrumentos especializados.

Acercarse. Esa siempre es su meta mediática. Su fuente de satisfacciones. Una suerte de sucedáneo, de placebo para continuar su búsqueda. Su meta a la altura de su angustia. Lo demás...

 

Identidad. Ese es otro rubro que ocupa sus días, sus horas. Reconocerse. Reconstruirse. Saberse íntegro.

No recuerda su cara. Y experimenta con ella. Experimenta con todo su cuerpo. No recuerda su historia personal y algo en sus sinapsis lo lleva a creer, a especular sin base sólida para ello, que una vez que encuentre la apariencia de su identidad, cada una de las memorias volverá, como por arte de magia.

 

Ahora, como en otras escasas ocasiones, ha descubierto las ruinas de un centro tecnológico e industrial, antes que el emplazamiento mismo de la biblioteca.

El edificio ha perdido más de un 40 por ciento del techo y las paredes de la fachada parecen rasguñadas por las garras del tiempo y las lluvias. La resultante es una colección de basuras múltiples hacinadas sobre los originales materiales a la venta. A eso habría que sumar el pillaje de organismos con la programación dislocada. Cascarones de celulares, laptops y otros gadgets informáticos son la prueba de su presencia. Los restos de la rapiña yacen despanzurrados entre el lodo y una escasa y moribunda flora que al menos no registra radioactividad alguna.

El concepto de muchas maneras le resulta nuevo. Hace casi tres meses tuvo oportunidad de enfrentar una colonia moribunda de depredadores menores. Inteligencia modular, con chips desgastados, decadentes, de funcionamiento endeble. La erosión climática, las lluvias ácidas provocaron su rápida extinción, Ningún otro factor pudo resultar tan decisivo.

El encuentro, más allá de la alarma inicial ante su cerco, le permitió inferir el tamaño del desastre.

Justificando su acción como defensa personal, gastó tres días en cercar a los miembros de esa inteligencia colmenar para luego ejercer, sobre ellos, la misma labor de saqueo.

Su banco de datos resultó una fuente contradictoria de información, pero también un testimonio adecuado. Aquel organismo, que definiera para sus adentros como Colmena 1, había reconocido en varias oportunidades una corrupción grave en sus archivos de patrón de conductas y había intentado comunicarse vía satélite, sólo para descubrir varias cosas útiles: 1) La red celular fue corrompida y exterminada en el último tramo de la guerra. 2) El ímpetu de las intervenciones derribó satélites y dejó a otros con nulas posibilidades de corregir las órbitas, lo que a la larga los hiciera caer a tierra. Colmena 1 había grabado por los menos tres de esas caídas en una resolución muy pobre pero que, evidentemente, constituía un testimonio valiosísimo.

En otras palabras, Colmena 1 había descubierto una cosa siemple y terrible: estaba sola. No habría ya jamás respuesta de sus creadores.

 

Revisa la tienda, palmo a palmo y cuando se convence de la nula existencia de cajas de seguridad, se ocupa de recoger cualquier posible fuente de energía. Elige incluso un remolque de escaso tamaño y construido con aleaciones extraligeras donde es posible situar tanto el nuevo generador eólico como sus bases de datos.

La labor de construcción le lleva casi el total de la noche, entre limpieza, ensamblaje y adecuación de las partes. En cuanto el amanecer se filtra por las ventanas rotas y por el mismo hueco del techo, decide dedicarse un poco más a su apariencia.

Como por accidente, a la par que elegía materiales básicos para el funcionamiento, también ha seleccionado implementos con orientación cosmética.

Se mira al espejo. Trabaja en sus pómulos, en los superciliares, se detiene en las pestañas, en la mejora operativa de sus mismos objetivos oculares. Después regresa a sus dientes; sustituye uno de madera por una placa de oro y lo que mira al espejo le resulta cada vez más cercano, más semejante.

Pule las partes. Llega a sus piernas. Las mira con una suerte de nostalgia. Su pedestal todo terreno sigue constituyendo un ahorro de energía que no puede ignorar. A veces, como hoy, anhela encontrar pasillos estrechos, túneles que le den el pretexto necesario para volver a caminar sobre sus pies.

Pero nada. Tiene esto. Y eso es lo único que queda. Lo único que hay a menos que siga trabajando. Refuerza su torso, aún sin alcanzar una decisión definitiva sobre su arquitectura.

Y sabe que aún falta más. Muchísimo más. Quizás una tienda de ropa pueda ayudarle en su decisión. Si aún queda algo allí, claro está.

 

Meta. Objetivo. No sabe de manera precisa cuál puede llegar a ser, pero la necesidad de recorrer las calles no se aplaca con mirarse al espejo.

Las gasolineras estalladas, como si hubieran sido blanco de los bombarderos. Desplazamiento de prioridades en una guerra total.

Ni un solo mapa ha sobrevivido en los parques. Sigue sin poder identificar el nombre o situación geográfica del lugar. Es caminar a ciegas, en más de un sentido, pero no puede dejar de hacerlo. Su viejo generador habrá de esperar mejor suerte en los viejos autos. Piensa en estacionamientos subterráneos repletos, quizá en pipas abandonadas; pero todo eso es objetivo secundario en estos instantes.

Distiende al máximo sus paneles solares, por sobre su cabeza, y no deja de avanzar hacia lo que su análisis le indica debe ser una universidad. Las tiendas de ropa, los supermercados han sido víctimas colaterales de los bombardeos. También las bibliotecas públicas, junto con los edificios de gobierno. Debió tratarse de una urbe de importancia simbólica para la nación, de otra forma nada de todo aquel desastre quedaría justificado.

De muchas maneras agradece el paso del tiempo. Los escasos cadáveres que aún son distinguibles en la calle se reducen a meros esqueletos vestidos. Nada más queda.

Acelera la marcha y trata de no extrapolar a partir de todo lo recopilado, el escenario tras el bombardeo. El dolor...

 

Scavenger, vuelve a decirle su mente mientras recorre los pasillos húmedos, polvosos, de ventanas rotas. Una gran esperanza se anida en su ser, la frase Universidad Tecnológica.

No es perceptible rastro alguno de organismos colmena operativos, por eso se ha permitido dejar el generador eólico anclado a las afueras del edificio con las hélices desplegadas. Por eso avanza con menos precauciones de las que tomara previamente.

En el tablero principal ha descubierto el nombre de la universidad seguido de la localidad del campus, pero ha resultado una palabra tan vacía como la misma Scavenger. Los nombres de las facultades, el mapa mismo de la distribución ya es otra cosa que promete mejores dividendos.

Hacia ingenierías, hacia el edificio de mecatrónica dirige sus llantas. Ha subido las orugas ahora que el terreno resulta mucho más estable. Ha abierto sus monitores a 360° y va archivando los estados de cada aula, de cada locker en el área de estrategia y análisis de su mente.

La rapiña sigue ausente, como si hubieran cerrado el edificio, como si nadie estuviera presente durante la conflagración.

Cruza los talleres de ensamblaje y aunque la tentación resulta enorme, la biblioteca es su objetivo primario.

Abre las puertas de cristal y la desesperación comienza su asedio. En las tuberías de aire acondicionado hay, al fin, huellas de rapiña. Las terminales de consulta son carcasas rotas, mordisqueadas, perforadas, con cables rotos saliendo de sus heridas de plástico y metal.

Busca los libreros, esos enormes anaqueles que deberían ser la imagen preponderante en ese enorme galerón blanco lleno de micro y macroterminales despanzurradas.

Ni un solo libro. Ni una sola muestra de pulpa y papel.

Vacío.

Allí, en el centro de su plexo. Y aunque sabe que debería ser imposible esa emoción, la percibe, la experimenta, mientras acelera y va dejando pasillo tras pasillo de computadoras despanzurradas. Alcanza el área de mantenimiento y ahí, al fin, es visible la bóveda de seguridad, su puerta de plomo, bien cerrada.

Suspira. Sin pulmones ni oxígeno, suspira. Desprende sus pies del pedestal y avanza hacia la bóveda.

Coloca la mano derecha sobre el tablero de acceso, la izquierda sobre el volante de apertura.

Entonces llega la voz.

—No hay nada ahí adentro, pepenador...

No hace falta que gire, pero lo hace, sobre sus pies metálicos, aunque ya sabe que dos hombres avanzan hacia él. Enfermos a simple vista. Las pieles les cuelgan, de manera holgada. Destaca su esqueleto, su hambre.

—Has llegado al final —explica.

 

Alarmas activadas. Sentidos extrafocalizados.  Luego el desconcierto, el descubrimiento.

En su estatus hay tres solicitudes de conexión bluetooth. Existen tres intentos de conexión modem en dieciséis distintos protocolos, algunos de los cuales es incapaz de interpretar.

Accede al establecimiento de conexión bluetooth y su cabeza da un giro. Su consciencia parece parpadear.

—Hemos tratado con otros semejantes a ti, pepenador. Y eso quiere decir la palabra que tanto te repites. Scavenger es alguien que recoge basura. El concepto lo obtuviste de la Colmena 1.

—Yo...

—Tú, has llegado a casa, pero la función está apenas a punto de iniciarse.

Uno de ellos se quita la cara. Abajo hay un rostro que se parece más al suyo; también de metal.

—Perdón por no quitarme la piel, pero la mía está mejor adherida —asegura el segundo.

—No hay nada allí, pero nosotros te compartiremos lo que de ahí sacamos.

 

La silueta se recorta contra el disco anaranjado del amanecer. Ahora va vestida y viaja en algo que recuerda los viejos windsurf.

Las aspas de su generador aminoran en cierto grado su avance pero le proveen de la energía necesaria para seguir adelante.

Sus pies se afirman sobre la tabla de ese velero todo terreno. Atrás mantiene, con cadenas aseguradas, el vínculo con su pedestal, su mismo banco de datos, esa suerte de carrito donde va depositando cada una de sus experiencias.

Lleva un viejo puro que no puede aspirar mordido entre los dientes y la mueca que mantienen sus pómulos móviles de metal sugiere una sonrisa.

Su ropa es una mezcla rara. No lleva distintivos sobre su sexo porque ha asumido que su estatura sugiere la vieja entrada a la pubertad.

Ya no busca sus recuerdos. Sabe que no los hay.

Los recuerdos de otros, de sus creadores serán su objetivo.

Basurero, pepenador de recuerdos y crónicas. Subrutina activada tras la extinción comprobable de todo lo humano.

Su raza es ahora heredera. Su misión, contar esa absurda historia de sueños, deseos y aspiraciones que llevaran a sus dioses, a sus creadores, al holocausto final.

Bardo cibernético, irá de pueblo en pueblo recopilando cada noticia ahora que la comunicación global es otra vez un sueño.


Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledadCiudad Espejo, Ciudad NieblaSombras sin tiempoSueños sin ventanasEl cuerpo del delirio y Plasma exprés.

viernes, 31 de enero de 2025

DETRÁS DE ASTOLFO

Gerardo Horacio Porcayo


Otro de esos días. Primero es el aroma. Los aromas, debería decir; alegres, impertinentes, danzando vaporosos sobre la olla. Si no me gustara tanto ver las burbujas, la agitación de la superficie, creo que jamás volvería a la cocina. Odio el aceite. Las manchas de aceite, la textura del aceite. Por eso prefiero el agua hirviendo. La prefiero cuando está sola, inmaculada. La prefería antes de ponerle las especies. Ahora todo huele a ajos, cebollas, orégano. Y quiero decir todo. Todo, todo. Mis manos, mi cabello, mi vestido...

Es inútil, pero de todas formas le coloco la tapa.

Ahora hay dos sonidos que me acrecientan las náuseas. La tapa en su indeciso ascenso, la tapa vibrando al impulso de esas burbujas que ya no veo reventar. Y el maldito tic-tac del reloj. No sé por qué no he comprado un cronómetro digital. Uno de esos con alarma. Ellos se saben callar cuando no importa el tiempo. Ahora no importa. Tengo el manojo de espaguetis aún en la mano...

El tiempo no importa. No debería ser importante.

Ahora llega otro sonido. Las breves uñas de Astolfo pidiéndome que lo deje entrar; rasguñando una y otra vez la puerta. No sé qué tanto se imagine. O recuerde. Quizás puede verme en su mente, sentada aquí, con los espaguetis en una mano y la otra devastándome el peinado. Una y otra vez.

Quizá es así.

Por la ventana se filtran apagados los sonidos del tráfico, la lenta marcha que también ocurre allá afuera. No sé por qué aún no le abro. A veces es como si me encantara seguir macerándome en esta soledad. O siempre.

Astolfo no tiene puertas de gato. Siempre ha de pedir ayuda. Siempre tratando de franquear las barreras que le pongo. Ahora es peor. Porque sé. Porque sabe.

Me paro a regañadientes y lo dejo pasar. Se aprieta apenas contra mis pantorrillas en una caricia de formulario. A él le interesan los aromas. A mi cada vez me vuelven más loca.

Destapo la olla, dejo caer el puñado de pasta. Y la sensación es semejante a lo que veo, algo hierve esófago abajo, algo que pugna por salir. Me vuelvo a sentar en el banco y sostengo mi cabeza entre las manos. De mi peinado no queda nada y los mechones aumentan las náuseas al rozar mi nariz, al adherirse a toda mi cara.

Astolfo tira la coladera y suicidamente ronda la olla, camina hasta el fregadero. Y se queda ahí, extasiado en su abstracción de gato. Mirando algo que no son las cortinas.

El latir mecánico me hace acudir a su lado. Quizá solo mira el cristal. A veces es así, con sus cosas de gato parece dispuesto a brindar ayuda. Abro la ventana y el aroma no es mejor; solo más frío.

Astolfo se cuela por debajo de la cortina y pierde los iris amarillos en un punto. Uno que está más allá del encaje, de la manija.

Tic-tac. Tic-tac.

Vuelvo a caer en su hechizo. Otra vez estoy tratando de distinguir lo que sus ojos persiguen. La tela es succionada, por efecto del viento, hasta el marco. Y en ese instante los miro. O creo mirarlos.

Astolfo no hace el intento de perseguirlos. Solo se queda ahí como vigilante de piedra, como efigie egipcia, ajeno al tejido que se restriega en su lomo antes de volver a la inmovilidad. Están en el patio, a lo que llaman tiro de piedra. Y Astolfo no les quita de encima los atentos, desmesurados ojos.

Bajo los párpados y cuando los levanto, me extravío en las rayas grises y paralelas de su pelaje. Después busco en la ventana. Siguen ahí y me pregunto si cada vez que Astolfo se pone en esa actitud, los mira a ellos. Cuando estamos en la recámara, cuando leo en la sala o solo espero frente a la tele a que acabe el día.

Destapo el vino, sin dejar de observarlos. Y no lo uso para el espagueti. No he empezado la salsa. Lo tomo directo de la amplia boca. Es frío, dulce y pésimo. Me siento en el banco y masajeo otra vez mi cuero cabelludo.

Tic-tac. Tic-tac.

Media botella y Astolfo se echa atrás, tira el sartén y los grandes tenedores al fregadero. Están casi en la ventana. Y no sé qué hacer.

Me concentro en los músculos felinos, en toda esa estrategia de caza que no ejercita, excepto cuando se meten las cucarachas.

Tic-tac. Tic-tac.

Me pego la botella en la frente. Es tarde. Apenas alcanzo a llegar al fregadero y vomito las tres tazas de café y las pocas galletas que por la mañana pude obligarme a tragar. El aroma es horrible pero más soportable que el guiso.

Miro el reloj. Y destapo la olla sin prisas. Hace mucho que no hay textura al dente. Hace mucho que ese líquido empezó a parecer gelatina.

Apago la hornilla y Astolfo me maúlla con hambre.

Se fueron como llegaron. En el momento en que yo no veía nada.

Suspiro y arrojo el paquete de carne molida, con todo y charola de unicel, al piso. Los gatos no sonríen. Eso dice la gente, pero siempre, en estos momentos, los ojos amarillos parecen hacerlo.

Vacío la olla y dejo que el desastre crezca en el fregadero.

Camino con cansancio y la botella de vino colgando con la mano izquierda.

Basta una tecla para llamar a las pizzas. El largo sonido de enlace, la grabación de espera.

Astolfo sale corriendo de la cocina, se para frente a la puerta, se sienta sobre sus cuartos traseros y pone otra vez esa mirada.

Los cristales son esmerilados, solo translucidos y tampoco me interesa verlos.

No ahora.

No otra vez.

Cuelgo la bocina, justo cuando una señorita trata de atenderme. Sigo bebiendo el poco vino que resta. De cualquier manera no sé para quién cocinaba. Supongo que solo es un pretexto para darle de comer bien a Astolfo.

Repito, no alcanzo a ver nada. Pero los sé afuera. Interminables, imprevisibles.

Y me sé cansada. Demasiado cansada para hacer nada, para incluso arriesgarme a abrir la puerta para recibir comida que apenas pellizcaré. No hay radios lejanas. Solo Astolfo mirándolos.

Y el tic-tac perenne del reloj.


Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledadCiudad Espejo, Ciudad NieblaSombras sin tiempoSueños sin ventanasEl cuerpo del delirio y Plasma exprés.

martes, 9 de abril de 2024

VIAJE MUTANTE

Gerardo Horacio Porcayo

"El juicio final". Hieronymus Bosch


Abrieron las compuertas, solo tras vaciar la carga del crucero interestelar. Hubo quince minutos para la salida de subciudadanos. Luego, nuestro turno. Yo al frente, vi cómo se desplegaban filas de escritorios robot.
—Sus papeles —exigió con esa lámpara-tenaza-sensor y luminaria parlante. Le mostré mi pasaporte. Lo escaneó. Mi código de mutante por accidente laboral era genuino, impecable—. ¿Faltó al último control de proceso metamórfico?
—No, pero ocurrió en la nave, no en un hospital.
—¿Sabe cuántos mutantes comparten estatus?
—Creo que todos.
—Bien —el roboescritorio plegó su brazo multipropósito. Sacó una antena, todos lo imitaron. Dialogaron con sus sonidos de máquina de escribir, luego iniciaron la alarma, cerraron filas en una sola barrera. En respuesta llegaron los autovagones de protección epidemiológica: transparentes, plásticos y multiniveles. Nos distribuyeron en compartimientos según el índice mutante. Baños, regaderas, dormitorios, también eran transparentes.
Empezaron a elevarnos por sobre los módulos de control del cosmódromo.
Pegado a las paredes fui observando la panorámica íntegra. Al norte la colonia de amplios y lujosos domos, al sur, los complejos industriales terraformadores.
—Hubiera sido un buen mundo —me dijo un anciano, plagado de diminutos cuernos inservibles—. Era mi última oportunidad. No resistiré el siguiente viaje. Te aseguro que nos reembarcarán por alguna inconsistencia técnica. No querrán arriesgar su inmaculada colonia a un brote mutante.
—¿En serio?
—Sí. Vele el lado amable, viajarás hacia nuevas estrellas, sistemas solares.
El plural me preguntaba. Busqué en derredor y descubrí el rostro que tratara de evitar. Más me valía empezar a vivir estos viajes. A disfrutarlos. Quizá, con descendencia, alguna nueva colonia nos aceptara.
—Hola —le dije a ella.
—Hola, coincido contigo; más vale empezar a aprovechar nuestro tiempo.
Sonreí, telépata, pensé. No hubo más protocolos. No eran necesarios. El futuro diría el resto. Nosotros también, al menos, un poco.

Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledadCiudad Espejo, Ciudad NieblaSombras sin tiempoSueños sin ventanasEl cuerpo del delirio y Plasma exprés.

EL ENCUENTRO

 Laura Irene Ludueña   La reconoció de inmediato. Mary Shelley estaba sentada sola en el banco de una plaza oscura, como hurgando en sus r...