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miércoles, 1 de mayo de 2024

DETRÁS DE ASTOLFO

Gerardo Horacio Porcayo


Otro de esos días. Primero es el aroma. Los aromas, debería decir; alegres, impertinentes, danzando vaporosos sobre la olla. Si no me gustara tanto ver las burbujas, la agitación de la superficie, creo que jamás volvería a la cocina. Odio el aceite. Las manchas de aceite, la textura del aceite. Por eso prefiero el agua hirviendo. La prefiero cuando está sola, inmaculada. La prefería antes de ponerle las especies. Ahora todo huele a ajos, cebollas, orégano. Y quiero decir todo. Todo, todo. Mis manos, mi cabello, mi vestido...

Es inútil, pero de todas formas le coloco la tapa.

Ahora hay dos sonidos que me acrecientan las náuseas. La tapa en su indeciso ascenso, la tapa vibrando al impulso de esas burbujas que ya no veo reventar. Y el maldito tic-tac del reloj. No sé por qué no he comprado un cronómetro digital. Uno de esos con alarma. Ellos se saben callar cuando no importa el tiempo. Ahora no importa. Tengo el manojo de espaguetis aún en la mano...

El tiempo no importa. No debería ser importante.

Ahora llega otro sonido. Las breves uñas de Astolfo pidiéndome que lo deje entrar; rasguñando una y otra vez la puerta. No sé qué tanto se imagine. O recuerde. Quizás puede verme en su mente, sentada aquí, con los espaguetis en una mano y la otra devastándome el peinado. Una y otra vez.

Quizá es así.

Por la ventana se filtran apagados los sonidos del tráfico, la lenta marcha que también ocurre allá afuera. No sé por qué aún no le abro. A veces es como si me encantara seguir macerándome en esta soledad. O siempre.

Astolfo no tiene puertas de gato. Siempre ha de pedir ayuda. Siempre tratando de franquear las barreras que le pongo. Ahora es peor. Porque sé. Porque sabe.

Me paro a regañadientes y lo dejo pasar. Se aprieta apenas contra mis pantorrillas en una caricia de formulario. A él le interesan los aromas. A mi cada vez me vuelven más loca.

Destapo la olla, dejo caer el puñado de pasta. Y la sensación es semejante a lo que veo, algo hierve esófago abajo, algo que pugna por salir. Me vuelvo a sentar en el banco y sostengo mi cabeza entre las manos. De mi peinado no queda nada y los mechones aumentan las náuseas al rozar mi nariz, al adherirse a toda mi cara.

Astolfo tira la coladera y suicidamente ronda la olla, camina hasta el fregadero. Y se queda ahí, extasiado en su abstracción de gato. Mirando algo que no son las cortinas.

El latir mecánico me hace acudir a su lado. Quizá sólo mira el cristal. A veces es así, con sus cosas de gato parece dispuesto a brindar ayuda. Abro la ventana y el aroma no es mejor; sólo más frío.

Astolfo se cuela por debajo de la cortina y pierde los iris amarillos en un punto. Uno que está más allá del encaje, de la manija.

Tic-tac. Tic-tac.

Vuelvo a caer en su hechizo. Otra vez estoy tratando de distinguir lo que sus ojos persiguen. La tela es succionada, por efecto del viento, hasta el marco. Y en ese instante los miro. O creo mirarlos.

Astolfo no hace el intento de perseguirlos. Sólo se queda ahí como vigilante de piedra, como efigie egipcia, ajeno al tejido que se restriega en su lomo antes de volver a la inmovilidad. Están en el patio, a lo que llaman tiro de piedra. Y Astolfo no les quita de encima los atentos, desmesurados ojos.

Bajo los párpados y cuando los levanto, me extravío en las rayas grises y paralelas de su pelaje. Después busco en la ventana. Siguen ahí y me pregunto si cada vez que Astolfo se pone en esa actitud, los mira a ellos. Cuando estamos en la recámara, cuando leo en la sala o sólo espero frente a la tele a que acabe el día.

Destapo el vino, sin dejar de observarlos. Y no lo uso para el espagueti. No he empezado la salsa. Lo tomo directo de la amplia boca. Es frío, dulce y pésimo. Me siento en el banco y masajeo otra vez mi cuero cabelludo.

Tic-tac. Tic-tac.

Media botella y Astolfo se echa atrás, tira el sartén y los grandes tenedores al fregadero. Están casi en la ventana.             Y no sé qué hacer.

Me concentro en los músculos felinos, en toda esa estrategia de caza que no ejercita, excepto cuando se meten las cucarachas.

Tic-tac. Tic-tac.

Me pego la botella en la frente. Es tarde. Apenas alcanzo a llegar al fregadero y vomito las tres tazas de café y las pocas galletas que por la mañana pude obligarme a tragar. El aroma es horrible pero más soportable que el guiso.

Miro el reloj. Y destapo la olla sin prisas. Hace mucho que no hay textura al dente. Hace mucho que ese líquido empezó a parecer gelatina.

Apago la hornilla y Astolfo me maúlla con hambre.

Se fueron como llegaron. En el momento en que yo no veía nada.

Suspiro y arrojo el paquete de carne molida, con todo y charola de unicel, al piso. Los gatos no sonríen. Eso dice la gente, pero siempre, en estos momentos, los ojos amarillos parecen hacerlo.

Vacío la olla y dejo que el desastre crezca en el fregadero.

Camino con cansancio y la botella de vino colgando con la mano izquierda.

Basta una tecla para llamar a las pizzas. El largo sonido de enlace, la grabación de espera.

Astolfo sale corriendo de la cocina, se para frente a la puerta, se sienta sobre sus cuartos traseros y pone otra vez esa mirada.

Los cristales son esmerilados, sólo translucidos y tampoco me interesa verlos.

No ahora.

No otra vez.

Cuelgo la bocina, justo cuando una señorita trata de atenderme. Sigo bebiendo el poco vino que resta. De cualquier manera no sé para quién cocinaba. Supongo que sólo es un pretexto para darle de comer bien a Astolfo.

Repito, no alcanzo a ver nada. Pero los sé afuera. Interminables, imprevisibles.

Y me sé cansada. Demasiado cansada para hacer nada, para incluso arriesgarme a abrir la puerta para recibir comida que apenas pellizcaré. No hay radios lejanas. Sólo Astolfo mirándolos.

Y el tic-tac perenne del reloj.


Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledadCiudad Espejo, Ciudad NieblaSombras sin tiempoSueños sin ventanasEl cuerpo del delirio y Plasma exprés.

martes, 9 de abril de 2024

VIAJE MUTANTE

Gerardo Horacio Porcayo

"El juicio final". Hieronymus Bosch


Abrieron las compuertas, solo tras vaciar la carga del crucero interestelar. Hubo quince minutos para la salida de subciudadanos. Luego, nuestro turno. Yo al frente, vi cómo se desplegaban filas de escritorios robot.
—Sus papeles —exigió con esa lámpara-tenaza-sensor y luminaria parlante. Le mostré mi pasaporte. Lo escaneó. Mi código de mutante por accidente laboral era genuino, impecable—. ¿Faltó al último control de proceso metamórfico?
—No, pero ocurrió en la nave, no en un hospital.
—¿Sabe cuántos mutantes comparten estatus?
—Creo que todos.
—Bien —el roboescritorio plegó su brazo multipropósito. Sacó una antena, todos lo imitaron. Dialogaron con sus sonidos de máquina de escribir, luego iniciaron la alarma, cerraron filas en una sola barrera. En respuesta llegaron los autovagones de protección epidemiológica: transparentes, plásticos y multiniveles. Nos distribuyeron en compartimientos según el índice mutante. Baños, regaderas, dormitorios, también eran transparentes.
Empezaron a elevarnos por sobre los módulos de control del cosmódromo.
Pegado a las paredes fui observando la panorámica íntegra. Al norte la colonia de amplios y lujosos domos, al sur, los complejos industriales terraformadores.
—Hubiera sido un buen mundo —me dijo un anciano, plagado de diminutos cuernos inservibles—. Era mi última oportunidad. No resistiré el siguiente viaje. Te aseguro que nos reembarcarán por alguna inconsistencia técnica. No querrán arriesgar su inmaculada colonia a un brote mutante.
—¿En serio?
—Sí. Vele el lado amable, viajarás hacia nuevas estrellas, sistemas solares.
El plural me preguntaba. Busqué en derredor y descubrí el rostro que tratara de evitar. Más me valía empezar a vivir estos viajes. A disfrutarlos. Quizá, con descendencia, alguna nueva colonia nos aceptara.
—Hola —le dije a ella.
—Hola, coincido contigo; más vale empezar a aprovechar nuestro tiempo.
Sonreí, telépata, pensé. No hubo más protocolos. No eran necesarios. El futuro diría el resto. Nosotros también, al menos, un poco.

Gerardo Horacio Porcayo Villalobos (Cuernavaca, Morelos, México, 1966), es uno de los escritores más destacados entre los que cultivan la narrativa conjetural en México. Ha publicado, entre otros trabajos, La primera calle de la soledadCiudad Espejo, Ciudad NieblaSombras sin tiempoSueños sin ventanasEl cuerpo del delirio y Plasma exprés.

LA CIUDAD Y SUS ESTACIONES

Franco Ricciardiello   Por ejemplo, en invierno a las cinco de la tarde ya es de noche, la cálida luz de los escaparates guía el paseo por...