Víctor Lowenstein
Ya nadie se preocupaba por sonreír debajo de los obligatorios barbijos sanitarios. El mundo se había desmadrado tras la nueva pandemia del 2029 y los que aún estaban en pie se miraban los ojos enrojecidos y las ojeras sin disimular su propio agotamiento. El instinto de supervivencia triunfaba por encima de cualquier idea de felicidad.
Aquel mal, transmitido originariamente por vía sexual venía mutando desde su primera fase (casi diez años atrás) hasta convertirse en una perversa cepa disuelta en el oxígeno, capaz de contagiar su peste a cualquiera que la respirase. Y como toda peste, producía enfermos afiebrados, asténicos, gangrenados y finalmente muertos tras agonías luctuosas. No pudieron desarrollarse vacunas contra los virus mutágenos, que evolucionaban maliciosamente hacia formas cada vez más sutiles y contagiosas. Los infectados que se sabían condenados muchas veces elegían suicidarse antes que atravesar un deterioro que los descarnaba en vida. La fase dos era una variante especialmente cruel de una enfermedad que parecía dispuesta a devastar la integridad de la raza humana hasta la extinción. Y lo estaba logrando.
La epidemia mundial del 2029 fue comparada con la primera guerra mundial, pero en su ingenuidad original. El mundo de un siglo nuevo aseguraba que nunca se repetiría una masacre semejante… ¡y faltaba la segunda guerra, nada menos! Ya se mencionó la crueldad de esta nueva fase; hay que imaginar solamente el colapso de la industria, el comercio y la bolsa de valores… las relaciones internacionales paralizadas… gobiernos reducidos a la administración de menguadas reservas, recursos y servicios deficientes y un aumento de la ilegalidad y la barbarie…
El estado subsidiaba la manutención de las minorías aisladas en refugios esparcidos por el antiguo conurbano. En ese contexto, las nuevas comunidades –las que aun sobrevivían– sostenían su tejido social de maneras precarias, pero funcionando al fin. Las ciudades, diezmadas por la peste y los saqueos, estaban reducidas a villas de emergentes para los no infectados, que procuraban mantener cierta cohesión social.
Rose y su hijo Ernie eran una de las tantas familias emigradas a Villa Providencia, uno de los refugios más poblados de zona norte del Gran Buenos Aires. Y como tantas familias, había perdido a su padre y esposo por causa de la peste.
Ernie siempre lamentaba que su papá hubiera muerto. Lo lamentaba más cuando su poco afectuosa madre lo hería en su incipiente virilidad de muchacho de quince años al decirle: “ojalá tu padre estuviera vivo”. Sabía que la muletilla de su madre no estaba destinada directamente a él; era usual que la repitiera retóricamente, como si hablara con ella misma o con Dios, a quien se confiesa abiertamente y a diario, embebida de fervor religioso.
Ernie no la culpaba. La religión y la mística han sido una salvaguarda más de una humanidad socavada por la peste pandémica. En las calles de Villa Providencia, al igual que otros asentamientos, abundaban los santuarios y las capillas, así como harapientos iluminados que predicaban el nuevo apocalipsis agitando sus manos gangrenadas al cielo. Al igual que buena parte de la población, la mamá de Ernie solía referirse a su difunto esposo como si éste aun viviera; una dislocación mental que sufrían muchos viudos, especialmente en tiempos mistificados en que la prédica de nuevos profetas del fin de los tiempos anuncia resurrecciones prometidas en las sagradas escrituras. "Vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras" (Apocalipsis 20:11-12).
Ernie lamentaba la muerte de su padre como se lamenta una injusticia. Había quedado solo en el mundo junto a una mujer endeble de cuerpo y mente. Se mudaron a la casilla de ese asilo municipal llamado Villa Providencia donde el estado proveía alimentos y algunos servicios básicos. Rose nunca lamentó la situación, pues consideraba, desde sus convicciones religiosas, que nuestra humanidad merece el castigo divino por haberse apartado de las sagradas escrituras; además, su difunto esposo descansaba en el cementerio de ese mismo refugio, a sólo tres calles de la casilla que ocupaba con su hijo. De más está suponer que lo visitaba muy seguido, cuando no iba a la iglesia en la que pasaba la mayor parte del día. Y lo seguiría visitando “hasta que regrese, como se promete al final del nuevo testamento” solía reiterar, para fastidio de su hijo.
Ernie creía que la vida en el refugio no era tan mala. El estado les proporcionaba los alimentos necesarios para subsistir; enlatados, agua potable y hielo para mantener los productos frescos en cajas de Telgopor. Se extrañaba la cerveza, los postres, pero a sus quince sabía que todo estaba por delante y lo malo pasaría alguna vez… podría retornar a la escuela en un año o dos, cuando el mundo se normalizara un poco. Su madre, entre rezos y persignaciones ayudaba con labores parroquiales. Ernie nunca había ido a ese ni a ningún templo; prefería quedarse en casa leyendo periódicos y boletines oficiales que el gobierno provincial envía para mantener a la población informada. Además, estaban las transmisiones televisivas, que duraban lo que el suministro eléctrico, es decir hasta mediodía. En ese lapso Ernie podía ver dibujos animados, el noticiero oficial o las prédicas de pastores evangelistas.
Desde hacía algunas semanas Ernie no salía de casa. Antes daba paseos esporádicos por el barrio, pero su madre le había advertido, igual que las noticias locales, que las salidas al exterior deben restringirse al máximo. Pululan las bandas de “muertos vivos”; sediciosos que sobrevivían fuera del sistema pernoctando en cementerios –de ahí el apodo– y robando comida de los cestos de basura. Siempre se había hablado de ellos, pero Rose le había mencionado haber visto de lejos estas hordas desharrapadas avanzando a tientas desde las periferias de la villa hacia las calles del centro. Además se hacía cada vez más usual la aparición de cadáveres en las vías públicas. Infelices que se suicidaban o caían muertos en las etapas más avanzadas de su contagio. Otra buena razón para permanecer encerrados. Nadie comentaba en profundidad ese fenómeno; porque nadie estaba libre de una peste que está en el aire… igualmente se evitaba especular aquello que vinculaba a los “muertos vivos” con la existencia de los cadáveres yacientes a cielo abierto…
La última semana, no obstante, venía siendo la peor para Ernie. Dejaron de repartir periódicos y boletines; las transmisiones televisivas quedaron suspendidas sin aviso. El canal de noticias proyectaba la imagen de un micrófono y una silla vacía, en un estudio que parecía haber sido abandonado. Como si todos se hubieran ido dejando las luces encendidas… lo mismo ocurrió con las transmisiones del pastor Jimmy Sweetheart. Se extrañaba su voz grave y ademanes bruscos; sólo quedaba el atril donde reposaba su biblia… que quedó abierta en la página que leyó antes de lanzar su última prédica… siete días atrás.
Al llegar al fin de la semana, Ernie comenzó por sentir palpitaciones y un leve mareo que lo asustó un poco. Su madre había salido temprano a la iglesia; estaba solo en el vestíbulo en medio de un silencio enorme y había apagado el televisor, tras buscar inútilmente algún canal activo. Se acercó a la ventana y miró al exterior en todas direcciones. Ni un alma recorría las calles de la villa. Entonces empezaron a temblarle las manos. Nunca una sensación de soledad extrema lo había invadido de esa forma. Hasta el viernes pasado, siempre había alguna presencia cercana. Un guardia de seguridad golpeando la puerta para preguntar si todo estaba en orden, alguna vecina pidiendo una taza de azúcar… y las transmisiones televisivas, por supuesto. Ahora lo embargaba la peligrosa impresión de estar sólo en el mundo, de ser el único habitante vivo de la villa. Por supuesto que era una ridiculez, pero a Ernie se le agitaba la respiración de sólo imaginar esa posibilidad. Era a medias consciente de estar sufriendo un ataque de pánico, y no sabía a quien recurrir. Maldijo a su madre en silencio. Luego oprimió el botón del intercomunicador de emergencias; inútil, nadie atendía la llamada. Con dificultad caminó hasta el sofá, se dejó caer en él.
Minutos más tarde, sintiéndose apenas un poco mejor, decidió salir a las calles. Era la mejor manera para despejar malos pensamientos. Fue reconfortante girar las llaves para salir del hogar. ¿Dónde iría primero? ¿A buscar a su madre a la iglesia? ¡Al diablo con ella!, se oyó decir, caminando en dirección a la avenida principal.
Fue agradable transitar esas calles conocidas, estar al aire libre, aunque no se cruzó con nadie en todo el trayecto. Viró en una esquina que se abría a un enorme predio; reconoció el cementerio donde estaba enterrado su padre, y entró. Vagó un rato por las veredas que franqueaban mausoleos y tumbas. Algunas tenían flores aún frescas bajo las lápidas. Sin embargo, no había visitantes esa mañana. Ni un deudo, ni una viuda honrando un fallecido. El paseo mismo lo llevó frente a la misma tumba de su padre, y ahí se detuvo. Sobre el mármol, una inscripción que en su momento no supo prestar debida atención llamó su curiosidad ahora. Intrigado, leyó: “Hasta que regreses del valle de la muerte, como prometen las sagradas escrituras; tu esposa y tu hijo”. La frase le produjo cierta tristeza mezclada con asco. La losa con su epitafio, las flores frescas, hasta el crucifijo, todo en su conjunto le pareció de pronto tan vil y carente de sentido que sintió la necesidad de dejar de mirar esa tumba. Alzó la vista por encima de todas ellas y sus ojos encontraron presencias vivientes más allá de las últimas sepulturas. Desde los fondos de la necrópolis una inconfundible masa de personas avanzaba con pasos vacilantes hacia el camino central que llegaba hasta la encrucijada donde Ernie estaba paralizado. Sus piernas comenzaron a temblar al reconocer en las siluetas desarrapadas, mujeres y hombres con ropas hechas jirones y rostros sucios, al descubierto, sin barbijos; eran los rebeldes o “muertos vivos” de los que tanto hablaban las noticias. El silencio sepulcral se quebró con una suerte de murmullo sibilante proveniente de esa gavilla de renegados que parecía indicar que ya habían advertido su presencia. Temiendo lo peor, Ernie escapó corriendo hacia la salida.
Instintivamente tomó por la derecha, por donde había venido. Era la zona del barrio donde estaba su casilla y cien metros adelante, la iglesia donde encontraría a su madre. Hacia allá corrió. Le faltaba el aire de haber pasado tanto tiempo sin hacer ejercicio. Además, el camino que desandaba estaba jalonado por cadáveres que no había visto en su salida. Muertos boca abajo en sus harapos y miseria; suicidados o tal vez ultimados por los rebeldes… había que apurarse. Ernie hizo un esfuerzo adicional para ganar tiempo y pronto llegó al umbral de la pequeña capilla.
Entró sin preguntarse qué podría encontrar dentro del templo al que nunca había visitado y sin saber cómo justificaría su aparición frente a su madre, si es que aún estaba allí. Imposible saberlo, estando la nave y el altar vacíos de toda presencia humana. Aguzando el oído Ernie fue acercando sus pasos hasta la puerta de la sacristía, desde donde parecían provenir murmullos. Con el costado de su rostro sobre la madera, logró percibir bisbiseos que no llegaban a ser voces; gorgoteos apagados que despertaron en su ánimo un terror inexplicable. Lentamente separó sus manos de aquella puerta y enfiló sus pasos fuera de la capilla.
De nuevo en las vacías avenidas, la sensación de angustia volvió a tomarlo no tan desprevenido como al principio. Decidió dar un rodeo por las calles laterales a su hogar, a fin de evitar la relativa cercanía al cementerio. Mas, al doblar la esquina notó, más allá de los últimos edificios visibles, siluetas humanas caminando hacia el centro de la villa, la zona más poblada, donde él mismo vivía.
Aquel modo de ambular parecía característico de aquellos “rebeldes muertos”; se arrastraban sobre sus pies, balanceando los cuerpos, amagando caerse y sin embargo, avanzando incesantemente cual si de una procesión religiosa se tratara…
Ernie quedó tan hechizado por la visión de la masa andante que se quedó inmóvil observando su lenta marcha. Pronto fue capaz de discernir las fisonomías y fachas de los renegados. Los hombres vestían camisas desgarradas, casi harapos, y las mujeres llevaban puestas remeras destrozadas, sus pechos asomaban libremente entre jirones de corpiños sucios. Sus rostros, desnudos de toda expresión, lo empezaban a mirar desde sus ojos vacíos.
Quizá fuese sólo una impresión suya. Seguramente estaba nervioso por todo el asunto ese de la pandemia, pero no era inteligente quedarse ahí mirando cómo los renegados ganaban terreno en cada paso, por lo que apuró el suyo rodeando las manzanas colindantes hasta su propio hogar, donde esperaba quizá por un golpe de suerte encontrar a su madre y volver a la normalidad de las semanas pasadas. Ernie corrió al trote los primeros doscientos metros, apenas dos cuadras, sólo para notar que había equivocado el giro en la última de las esquinas. Fastidiado, retomó por una calle que lo conducía en sentido de la manzana donde residían las casillas conocidas; la suya y de su madre, por supuesto.
Era ésta una callejuela muy poco frecuentada, sin asentamiento ni construcción alguna; un predio no ocupado aún por las cuadrillas de obra pública. La parcela de tierra sin rastrillar le produjo un malestar inesperado. Esparcidos, aquí y allá hasta el fin de la calle, cuerpos sin vida se pudrían a cielo abierto. Entre los cadáveres, se erguían torpes altares hechos con trozos de lápidas y placas de bronce robadas del cementerio. Sobre los groseros mojones, blasfemas almas habían colocado urnas con flores o velas ya fundidas, en inimaginables rituales funerarios. Mientras ahogaba un llanto repentino, Ernie rebuscó en sus bolsillos hasta hallar el barbijo sanitario dado por los servicios de asistencia social. Apuradamente se lo ajustó al rostro y avanzó por el terreno procurando mantener distancia de los muertos aunque sin evitar mirar cada uno de esos rostros carcomidos por la peste, que parecían fijar sus ojos muertos sobre su vital humanidad. El interminable recorrido estuvo precipitado por pensamientos oscuros (donde no faltaba un cierto rencor inconfesado hacia su madre) tanto como por el enjambre de moscas que reinaban en la descomposición. Trotó los últimos tramos hipando entre temblores de una desesperación que ni él mismo osaba comprender.
Giró las llaves de la puerta de su casilla y ajustó los pestillos como última medida de seguridad. El silencio interno le indicaba que su madre no había vuelto aún de la parroquia. Era un silencio de una calidad desconocida; una sordina que brotaba de su propia cabeza, un murmullo de voces silenciosas que penetraban suavemente su entendimiento. Todavía temblando ligeramente, Ernie se echó sobre el sofá del recibidor y unió las manos instintivamente. Sus voces repetían, muy por debajo de su conciencia: “…y los sepulcros se abrieron, y los cuerpos de muchos santos que habían dormido resucitaron…”
Por largo rato Ernie se dejó subyugar por los versículos apenas recordados de su catecismo. Así se mantuvo, ensimismado, hasta que unos golpes en la puerta lo trajeron de vuelta a la realidad.
—¿Madre…? —Madre nunca golpeaba la puerta. Quizá ya había probado utilizar su llave. De nuevo tres golpes. Entre largas pausas. Madre no llamaba así—. ¿Madre?
Nadie respondió.
Entre palpitaciones Ernie se incorporó y fue hasta la puerta metálica. Abrió la mirilla reconociendo alborozado a la figura que se recortaba en el exterior.
Quitó los pasadores, giró las llaves y desplegó la puerta hacia el sol de la primera tarde. El hombre permanecía de pie, inmutable, sin rostro ya pero con la memoria intacta en alguna recóndita zona de su estropeada psiquis.
—Papá… has regresado —gimoteó Ernie yendo a abrazarlo.
Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”. Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird, y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.





