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domingo, 19 de mayo de 2024

UN BESTIARIO EN MI COCINA

Víctor Lowenstein

 

Suena el despertador a las seis en punto en el dormitorio del señor Gutiérrez, quien se despierta, y extiende el brazo con cautela fuera de las frazadas para acallar al aparato sin dañarlo por accidente, ya que sus ojos permanecen aún cerrados. Se toma unos segundos para despabilarse. Sale de la cama procurando que cada pie calce en la pantufla que le corresponde. Ya levantado, saca frazadas y sábanas que sacude en el aire, y rehace la cama hasta que no queda un pliegue sin alisar. Satisfecho, se dirige al cuarto de baño a higienizarse.

Antes de abandonar la toilette, envuelto en un toallón, Pascual Gutiérrez repasa los espejos del botiquín hasta desempañarlos. Luego de revisar que todo el sanitario ha quedado en orden, vuelve al dormitorio para vestirse.

Se toma su tiempo para para seleccionar la ropa y calzado que usará durante el día. Prefiere las prendas almidonadas, que huelan a recién retiradas de la lavandería, y los zapatos lustrados de antemano. Ya trajeado se examina rigurosamente en el espejo de puerta del placard; quita alguna mota de polvo (imaginaria o no) de una hombrera; alisa la corbata y por último comprueba si su cabello está prolijamente peinado. Odia despeinarse. Conforme con la revisión, apresura sus pasos hacia la cocina para prepararse el desayuno.

Allí todo cambia. No le sorprende, pues el cambio viene sucediendo desde hace añares, casi desde que se mudó a ese departamento de soltero que le resultaba tan limpio y discreto.

La cocina está llena de gente, si es que se puede hablar de “gente” en sentido genérico. Humanos o no, sin duda se los puede denominar invasores, aunque sería imposible denunciarlos a causa de sus peculiares naturalezas. Por fortuna para Pascual, no solo no han robado una sola taza o cuchara sino que limitan su estadía al espacio de la cocina. Por alguna razón no pueden o no quieren acceder a ninguna otra habitación del departamento de tres ambientes. Esto supone una ventaja, pero no por ello dejan de ser invasores.

Por fortuna, también, no sucede como en cierto cuento de Cortázar, en el que unos intrusos van tomando las habitaciones de una casa que habitan dos hermanos, hasta desalojarlos de la misma, dejándolos en la calle. Pascual lamenta no tener hermanos. Al menos uno, a quien confiar la extraña situación que lo aqueja. No hay nadie a quien poder consultar acerca del fenómeno que tiene lugar en su cocina. Lo llamarían loco y no sin razón, pues; ¿quién albergaría en una parte de su casa una multitud de criaturas tan raras y diferentes entre sí? 

Al principio, creyó que se trataba de animales pequeños, o insectos grandes. Como esas aparentes libélulas que no dejan de sobrevolar la mesa y posarse en los respaldos de las sillas. Hubo que mirarlas bien de cerca para ver sus cuerpecillos de mujer; esos bracitos rosados unidos a la membrana transparente de sus alas y esas caritas angelicales, para descubrir que se trataba de verdaderas sílfides y hasta avergonzarse de haberlas confundido con vulgares paleópteros.  

O los dragoncillos de doble cola que juegan entre las patas de la mesa; ¡cuidado con pisarlos! Han de ser especies únicas, nada que ver con lagartijas corrientes. Estos pequeñuelos verdosos gruñen y se dan coletazos entre ellos, de puro juguetones que son. Al unicornio y a la mantícora los vio una sola vez asomando tras las puertas entreabiertas de la alacena, lo que no lo inquietó: eran tan diminutos que apenas si hacían ruido al rozar con sus cuerpos los platos y la loza. Justo debajo, en la mesada, sí debió poner orden más de una vez ante los cronopios y famas que se entretienen abriendo los grifos y tirándose agua entre ellos en permanente carnaval. Las verdes y anaranjadas criaturas (verdes cronopios, anaranjadas famas) se divierten de lo lindo resbalando por la bacha de acero mojado y arrojándose agua con las palmas de sus manitas; ¡y cómo ríen! Tanta algarabía irrita a Pascual, que pide silencio como lo haría un maestro en el jardín de infantes, pues cronopios y famas corren el albur de ser niños toda su vida, privilegiados ellos…

Podríamos continuar enumerando especies que habitan la cocina, más los especímenes que se van sumando sin que Pascual lo advierta siquiera; podemos detenernos en los gnomos azules, el niño tritón o el anciano leviatán, por no nombrar a las arquiméndulas, los ortinoflagios o las mancupsias… no vale la pena. Tantas maravillas acabarían por aburrir al lector, de la misma forma que aburren a Pascual.

El único ser que le molesta de verdad y lo irrita sobremanera es el cuasi humano a quien nos referiremos próximamente. Examinemos antes un poco de la vida de nuestro protagonista, el señor Pascual Gutiérrez…   

Trabaja en una oficina céntrica en calidad de empleado administrativo. Sus jefes y compañeros lo consideran un individuo respetuoso, eficiente, algo parco para el diálogo y decididamente maniático para la higiene de su escritorio, que repasa constantemente con toallitas embebidas en alcohol. Fuera de eso, es un modelo de responsabilidad. Cumple sus labores con acostumbrado buen desempeño, se diría que felizmente; ya que su hora de salida de la oficina marca también el comienzo de su tristeza. Con casi cincuenta años de edad, la soledad pesa sobre Pascual Gutiérrez, aunque no es compañía lo que le falta…

Su cocina está repleta de basiliscos que se arrastran, lémures que trepan por las paredes y homúnculos voladores. No es el tipo de compañía adecuada para un hombre, pero el tiempo madura la aceptación de lo que a cada cual toca. Pascual se despide cortésmente del portero del edificio de oficinas en que trabaja luego de la jornada, aborda un primer colectivo hasta un distrito del suburbio, donde baja para pasear largo rato por cierta feria de artesanías en la que a veces adquiere alguna chuchería de puro aburrido; luego aborda el ómnibus hasta su propio barrio, donde bajará para caminar las ocho cuadras que lo separan de su hogar. No le agobia el largo viaje, pues prefiere llegar al hogar lo más tarde posible. Le cuesta enfrentar al “bicherío”, tanto como afrontar el hecho de tener que convivir con una situación tan anómala e inexplicable.

Humano al fin, más de una vez se atrevió a vociferar desde el único ángulo de la mesa en que le permiten ubicarse para la cena: “¡maldito zoológico!”; algunos de los seres lo miraron extrañados, quizá entendiendo el exabrupto, pues es indudable que muchos de ellos poseen algún tipo de inteligencia, como el elfo gris que despega las etiquetas de las latas de conserva y recorta con los dientecillos las letras, con las que arma frases sueltas; todo un lingüista. Finalmente, Pascual aceptó que todo aquello era un bestiario, no un vulgar zoológico. Experiencias y reflexiones ulteriores abonan esa verdad. 

El peor engendro de los que habitan la cocina, verdadero motivo de la angustia de Pascual, el único de apariencia casi humana y no por ello menos desagradable que el resto, es quien le ha sugerido en todo su oprobioso aspecto y manifestaciones el concepto de “bestiario”.

Es un individuo de baja estatura. Va cubierto con una burda túnica que alguna vez fue blanca y que encapucha una faz que sabe ocultar por medio de una grotesca máscara de pájaro, de las que usaban los peregrinos en las procesiones medievales durante la peste negra en Europa. Su rostro es un misterio. No así su voz, pues habla y repite mucho de lo mismo. Va con los pies descalzos y sangrantes a causa del roce de cadenas con que se amarra las pantorrillas. Pascual está cansado de trapear el piso con lavandina por donde pasa el penitente, como le llama al ser que ronda la cocina con su cantilena insoportable. Que proviene del medioevo lo supo por el olor. Cada vez que le pasa cerca desprende un efluvio a podredumbre. Es sabido que en la edad media la higiene no era muy habitual; eso, y la jerga del desconocido terminaron por convencer a Pascual de que se trata de uno de esos predicadores o flagelantes que se paseaba por las aldeas infestadas de la peste negra en la Florencia del siglo trece, instando a las masas a arrepentirse del castigo indudablemente divino.

Repite, constantemente, las palabras o admoniciones peccatore y pentirisi, mezclando latín e italiano, elevando un sucio dedo por encima de la multitud de engendros que transitan la cocina, que Pascual debió concluir que sólo puede tratarse de algún monje perdido de la Italia florentina de Boccaccio en plena peste negra. Como sus monsergas iban dirigidas también al locatario de la casa, Pascual ha tomado en las últimas semanas la prevención de procurarse la biblia que le regaló su madre cuando niño; se trata de una antigua edición Reina Valera con un crucifijo dorado pintado en la cubierta, que logra en el negro monje un efecto similar a la flor de ajo en los vampiros. En cuanto lo ve a través de su máscara, se persigna y aleja todo lo que puede de Pascual, que puede así beber su té o cenar con algo de tranquilidad.

La cena es otro tema, del que el monje medieval no queda afuera. Al volver del trabajo a casa, Pascual se prepara algún guiso que pone a calentar mientras se va a duchar. Al retornar a la cocina, no le es raro ver al penitente husmear la olla levantando un poco la tapa con sus dedos sucios.

—¡Fuera de ahí! —grita Pascual, pues basta un grito para que el encapuchado se aparte al extremo más alejado de la cocina murmurando sus “pagniterae” y “pentirisi” ya con trémula voz; no es lo que se dice un monje temerario. Pascual apaga la hornalla espantando a las salamandras que se han quedado jugando en el fuego y se toma su tiempo para cenar tranquilo entre el siseo de las sílfides y los murmullos de alguno de los cronopios rezagados en la porta vajilla. Al terminar, suele verter lo que quedó en el plato dentro de la olla, que al día siguiente estará vacía. No le preocupa: los restos de una cena son un tributo razonable por mantener cierta convivencia amigable con esa fauna desconocida, monje incluido.

Antes de retirarse a su dormitorio, fija su mirada sobre el penitente, que ha quedado en un rincón junto a la alacena.

 —Alguna vez podrías lavar la olla y el plato, digo —le recrimina—; para mostrar algo de gratitud o por mera cortesía, si no es mucho pedir. —El aludido baja la cabeza encapuchada pero nunca responde, ni cumple el amable pedido de Pascual, que se acostará a dormir resignado, habituado al bestiario del que, sin sospecharlo, es parte.


Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015. 

miércoles, 1 de mayo de 2024

PERDÓN PARA BERTA


Víctor Lowenstein



 

¿En qué piensa Berta mientras hace hervir el agua, preparando el té para padre? Por supuesto, intenta recordar lo afortunada que es. Madre falleció hace cinco años; la vida desde entonces no ha sido fácil, pero sabe que tiene esa casa y su renta por discapacidad y por supuesto, tiene a padre.

¿Por qué sus ojos se han detenido en la hornalla, ahora que ha cerrado el gas? A través de esas lentes de enorme aumento, ahumadas por el vapor de agua, se ha quedado absorta en la imagen de un fuego que se apaga abruptamente. Ayer nomás, aunque pudo ser hace veinte años, Berta soñaba con una vida como la de las demás. Un novio guapo, profesión, hacer una familia. Acariciar alguna de sus muñecas conllevaba el acto mágico de saberse madre y esposa en un tiempo no muy lejano.  

El tiempo es una estafa. Lo sabe ahora. Mientras llena la tetera con el agua hervida convalida con gestos de asentimiento esa verdad fatal. Las burbujas explotan como vidas breves, muertas tras existencias efímeras. Coloca la tapa sellando de algún modo una verdad que la lastima desde esos ojos cansados. La piel reseca de su rostro que acaricia con falso cariño hacia sí misma. “Estoy vieja y fea” piensa Berta, sin equivocarse. Berta, a quien el tiempo ha estafado. 

¿En qué piensa en tanto acomoda una servilleta sobre la fuente, y coloca una sobre otra las tostadas, hasta formar una pila recta que cubre con otra servilleta plegada? En un orden que padre gusta seguir y acatar como norma de vida. En su observancia de las formas, de la higiene, de la correcta manera de presentar el servicio de té. Berta se alisa el chabeau bajo el cuello y la falda plisada en torno a sus piernas. Ya ha limpiado la casa. Ha ordenado las cuentas para pagar; las compras antes de mediodía y la llamada al abogado que le encomendó padre el día de ayer. Se lo recordará seguramente en unos momentos, cuando suba a su estudio con la bandeja del desayuno.

¿En qué piensa Berta al retirar el saquito de té del agua hervida, lo arroja al cesto de basura y vierte el té en la taza, bien oscuro como le gusta a padre? Ah, sí; en el horror que le provocó la semana pasada, que aún le da escozores en la piel. Aquella pequeñísima cucaracha que asomó sus antenas bajo el aparador del comedor. Los gritos de padre, desaforados, coléricos, acusando a su hija de sucia y negligente. Ella se disculpó como pudo, aduciendo que le costaba demasiado esfuerzo agacharse para limpiar bajo los muebles. Pero padre ya le había dado la espalda y volvía a subir a su estudio, para enfrascarse como siempre entre sus papeles y olvidarse de todo lo demás.   

No hay que adivinar en qué piensa Berta, moviendo los labios, cuando echa dos terrones de azúcar en la taza de té. Ni cuando vierte varias gotas de carbamato sódico en la infusión y apura otros dos terrones, revolviendo la bebida vigorosamente con una cucharilla para disimular el amargo sabor del veneno letal. Ni cuando cierra el frasco y lo vuelve a ocultar en la despensa, tras la caja del té.  Ni hace falta entender que ya no piensa nada, al cargar la bandeja sobre sus manos para dirigirse al estudio de padre. Solo hay un instante de reconvención, al llegar al pie de las escalinatas de mármol. Sabe Berta que con su renguera deberá subir muy despacio, como lo hace cada mañana y cada atardecer, para evitar un posible accidente. Solo una vez, hace años, fue que pisó en falso y rodó, peldaños abajo, junto con los enseres y la bandeja, que hizo un estrépito al caer hasta el piso. Alarmado, padre había salido para observarla sin hacer nada, para volverse mascullando una maldición de nuevo a su estudio.

Cuando Berta logró levantar su adolorido cuerpo del suelo para rehacer el desayuno y llevárselo, padre le reprochó como siempre lo hacía. Por su negligencia y esta vez, por una taza rota.

A menudo, Berta sonreía de vergüenza al recordarlo, como sonríe tras haber subido las escalinatas felizmente y sin tropiezos y entra al estudio. Padre ni siquiera nota su sonrisa cuando se lleva un primer sorbo de té a los labios, y termina de escribir con prolija caligrafía una extensa anotación. Parece satisfecho de haberla concluido, y se bebe toda la taza sin haber probado todavía una tostada. Sonríe a su hija, pero son dos sonrisas que no concuerdan, como dos miradas que nunca se han entendido entre sí. La cabeza del anciano cae entonces sobre los papeles, con los ojos muy abiertos. Nunca sabremos qué pensó Berta, cuando aún sonriente se acercó a padre para bajarle los párpados, tomar con curiosidad las hojas manuscritas y leer el testamento entero a su favor, más una carta pidiendo su perdón. Perdón para Berta. 

 

Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015. 

LAS TRES MONEDAS DE SHERIDAN

 Víctor Lowenstein

 


Soy médico. O, mejor dicho, lo fui alguna vez. Vivo en el cuarto desocupado y ruinoso del fondo de un hospital, lugar que me han cedido por amistad o por lástima. Dispongo de una pensión por discapacidad con la que apenas subsisto. No obstante, no me quejo. Toda protesta es un desperdicio de tiempo. Igualmente, tiempo es lo que me sobra.

Ejercí la psiquiatría durante la década de los setenta. Influenciado por los estudios de Iván Illich y libros como La pedagogía del oprimido, de Freire; apliqué mis esfuerzos a democratizar la labor profesional de mi especialidad. Mis ideales requerían un acercamiento hacia los niveles sociales más postergados, lo que se conocía como trabajar en las bases. No resultó del agrado de mis superiores verme frecuentar los pasillos de las clínicas donde me desempeñaba junto a gente traída por mí desde villas y barrios de emergencia. Nunca me lo perdonarían. Igual que a aquel galeno húngaro, Ignaz Semmelweiss, que hacía higienizar las manos de los médicos antes de operar, fui resistido, ridiculizado y rechazado hasta por mis pares hasta condenarme al ostracismo.

Prosiguieron los sistemas de reclusión clínica para los enfermos, y las calles continuaron siendo para los excluidos de la salud pública un seminal de personajes marginales y extraños paridos en el desamparo. Con el advenimiento de la democracia, soplaron nuevos aires para las ciencias médicas. Se relajaron los esquemas de las rígidas doctrinas carcelarias de los hospicios. Pasaron varias administraciones, tras las cuales ya nadie recordaba ni mi nombre ni mis trabajos. Debí desempeñarme como médico de guardia en un pequeño hospital municipal unos quince años más. Después sufrí un infarto del que casi no vuelvo. Ya afectado, me jubilaron prematuramente.

Cierta noche, uno de esos personajes indigentes vino a golpear mi puerta. Era muy flaco y tenía un rostro amable. Iba envuelto en una capa negra y llevaba puesto en la cabeza un sombrero de fieltro muy gastado. Dijo llamarse Sheridan, de profesión ilusionista. Muy famoso alguna vez, vivía por propia voluntad de la caridad pública. Lo sentí, por expresarlo de alguna manera, próximo a mí. Humanamente cercano. Me recordaba vagamente a los muchos infelices a los que antaño intenté rescatar de las calles que eran su hogar.

Lo invité a que pasara a mi humilde morada, y le convidé lo que tenía para cenar; vino tinto y unas galletas. Comió poco y casi no bebió, pese a lo cual supo agradecer efusivamente por el magro festín. Luego, se largó a conversar. Me contó la historia de su vida, o sus muchas historias de vida. Su grandilocuencia, interesante al principio, pronto empezó a fastidiarme. Dijo ser un viajero avezado, y haber recorrido el mundo varias veces. Mencionó Islandia, Alejandría, Singapur.

Sus hazañas, según relataba, no tenían límite. Su arte seducía a pueblos enteros. En tres oportunidades hizo levitar una caravana de elefantes en Basora, y desaparecer en el aire un templo hindú en Nepal…

Me dejé llevar un poco por el vino y sus historias. En mi interior no dejaba de clasificar las variantes de su posible patología; esquizofrenia o delirio místico. Lo interrumpí para ofrecerle dónde dormir.

—Puedes usar esa vieja camilla para echarte un rato —le dije.

Como era de esperar me lo agradeció profusamente.

Por la mañana, me dispuse a acompañarlo hasta mi puerta. Al salir me dijo, siempre sonriente.

—Has sido bondadoso con este ilusionista. Sabrás que esta vida tiene formas de recompensa inusitadas. Hoy te mostraré el milagro de la magia áurica que sólo algunos poseemos. Mira, y aprende. —Me mostró la palma de una de sus manos. La cerró, y al abrirla nuevamente brillaban sobre ella tres monedas—. Son de oro puro —dijo Sheridan, y agregó—: observa el acto mágico.

Reconozco el oro cuando lo veo. Me preparé para asistir a la actuación.

Moviendo sus brazos con una agilidad que parecía excederlo, unió sus manos y al separarlas, aquellas tres monedas corrieron por el aire de una palma a la otra como magnetizadas. Chasqueó los dedos, y otra vez la magia de las monedas voladoras se manifestó llevando la corriente tintineante desde la mano receptora a la original, recuperando en su palma el precioso contenido. Era un haz luminoso de oro puro que corría por el aire hasta perderse en sus manos. Lo miraba, extasiado, pensando en ciertos juegos de prestidigitación que se realizan con naipes de baraja. Jamás, no obstante, vi algo así, concluyendo que el arte del buen Sheridan era algo sin dudas superior a cuanto conocía en materia de magia e ilusionismo. El hombre repitió la rutina otras dos veces y luego batió palmas en un remate en que una cantidad imprecisa de monedas simplemente se esfumó en el aire, para mi sorpresa y la dicha del mago, quien reía satisfecho.

—Ahora debo partir al lejano sur —dijo a modo de despedida—, pues los misterios de la teúrgia reclaman mi presencia. Debo recorrer comarcas, reinos, cumplir cometidos. Ya he cumplido contigo. Te he dejado la conciencia de ser mago tú también. Así es, viejo doctor de almas. Tu impaciencia estropeó tus dones, pero eres tan prodigioso como Sheridan. Volveré para adiestrarte, en otoño, después de cumplir mis promesas con el rey Ashtar de la Hyperbórea. Pero retornaré, mi viejo doctor, y las monedas serán tan tuyas como mías y el milagro que portan compartidas por ambos, como tú supiste compartir conmigo las galletas y el vino que generosamente me has brindado. Bendito seas, amigo.

Me abrazó sollozando y se alejó de mí, andando despacio.

 

Es curioso. Lo que la miseria hace en el hombre. Lo vuelve práctico, lo embrutece, simplifica toda intuición. Sobre todo, le impide pensar. Junto a mi puerta había siempre una pala dejada por la antigua obra de construcción. Simplemente la tomé entre mis manos y corrí detrás del pobre loco. Lo golpeé en el cráneo hasta matarlo. Por pudor no detallaré la forma en que me deshice de su cuerpo y sus ropas.

Fue inútil. Las tres monedas nunca aparecieron.


Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015. 

 

 

lunes, 29 de abril de 2024

EL TREN

Victor Lowenstein



 Ya viene el tren… ya llega.

Me arrastran por las calles, me llevan… dos de ellos me sujetan por los brazos tironeando de mi cuerpo; los demás nos siguen insultándome, maldiciendo mi existencia y celebrando mi próxima muerte.

Todo el pueblo ha decidido mi condena. Todos. Porque todos piensan como un solo ser, hombres, mujeres y niños. Ellos también proclamaron mi sentencia. Calígula anhelaba un pueblo con una sola cabeza para cercenar un único cuello con su espada… Yo soy esa cabeza y el pueblo es un emperador romano y mi cuerpo es un Heliogábalo arrastrado por estas calles. Me suben por la pendiente que antecede la estación de trenes. Es un trecho escarpado, lleno de piedras que me laceran la piel pero los que me llevan tironean todavía más de mis brazos, respondiendo al apuro y la histeria de la mayoría. Protesto, pero mis gritos son silenciados por la vocinglería de una multitud que nos acompaña gritando y portando antorchas como si de una maldita procesión religiosa se tratara…

Pensar que hasta ayer eran cristianos devotos. Asistían a la parroquia y comulgaban cada año. Ponían flores a los pies del Jesús del altar… y se persignaban, como quizás lo vuelvan a hacer algunos de ellos después que yo muera, para lavar su pecado o quizá creer que la divinidad aprueba los homicidios.

Pensar que soy uno de ellos. Al menos lo fui alguna vez, aunque pronto deje de serlo. Soy parte de este pueblo; aquí nací. De hecho, fui uno de los tantos niños que acompañó a sus mayores en una de las “procesiones” que no se daban en los últimos treinta años atrás, por lo menos. Hallaron culpable a un fulano de ni recuerdo qué crimen, y lo condenaron por un tribunal popular a morir en la estación, también. Lo llevaron como a mí me llevan; los otros los seguían como yo lo seguí junto a los demás niños, calles adelante, cuesta arriba, camino abajo hasta las vías… reíamos locamente, era… una especie de celebración. La gente iba cargando antorchas y riendo a gritos rumbo a la estación, luego… se detienen mis recuerdos. Los niños quedamos atrás. No querían que viéramos lo que estaba por ocurrir. No sospechábamos que…

Volví hace muy poco al pueblo. La mayoría no me reconoció. Unos pocos sí, pero ni por ellos fui bien recibido. Estaban en medio de una epidemia, lo único que pude sonsacarles fue que apenas unos días antes de mi llegada todos empezaron a enfermar de una peste que les llagaba la piel y cubría el cuerpo de costras grises. Ya habían caído algunos muertos y se hallaban aislados de la ciudad, o sea indefensos. El confinamiento los volvía violentos. Reaccionaban a la adversidad cual ratas atrapadas en la trampera. Se agredían unos a otros; las mujeres entre sí, y a sus hijos, y los hombres las golpeaban en medio de cualquier calle. Eran una turba de animales, animales enfermos.

Uno de esos animales, posiblemente el párroco, fue quien sugirió que mi llegada era la causante de la epidemia. Sigue siendo una autoridad en un pueblo tan pequeño; les hizo decidir a todos mi culpabilidad y mi destino. Tras una parodia de juicio, en el cual alegué que la enfermedad preexistía a mi arribo, me sentenciaron a morir en la estación de trenes. No querían argumentos. Querían sangre, muerte, expiación a sus pecados.

Por eso es que fui golpeado, reducido y por eso es que me arrastran por estas calles que me vieron crecer hasta la estación de trenes que me verá morir… muy pronto.

Me arrastran, me patean… partí hace tiempo a la ciudad para estudiar leyes. Anhelaba diferenciarme de la ignorancia reinante que se extendía en esta comunidad donde lo que hoy se extiende es una peste que bestializa a todos por igual. Creo ser el único no infectado aún. Hubiera deseado ser quien civilizara estas gentes. Son ellas quienes halan de mí como de un perro sarnoso, al que hay que ultimar bárbaramente. Ahora soy eso en lo que me aterraba convertirme… un perro atrapado en una jauría salvaje, víctima de un populacho degenerado por la enfermedad.

Se detienen en la explanada, sobre el paso a nivel. Ya se puede observar la terminal. Odio esa palabra. Están agitados, se pasan botellas de aguardiente. Sonríen tontamente con las mejillas reventadas de pus que gotean sangre que les baña las mandíbulas descarnadas… gritan igual, gritan inarticuladamente los hombres, histéricamente las mujeres; gritan los niños a quienes nadie cuida pero es una sola voz que se alza entre las demás y anuncia, roncamente: “once menos cuarto”. Mi pueblo hace silencio. Saben lo que significa. Tanto como yo.

Nuestras miradas descienden desde el cerro hasta el panorama que se abre al pie del terraplén. Es la estación. Las líneas férreas brillan bajo las luces de los postes de cercado, como los focos de un maldito gueto. La estación es un campo de exterminio; un patíbulo y una última parada antes del infierno. Siempre fue así. Una vez a la semana pasa el tren de carga a las once de la noche. Nunca se detiene; pasa de largo con sus traqueteos, silbidos y humaredas pestilentes como aire de rastros. Cruza las vías sacándole chispas a los rieles, veloz, implacable, mortífero a veces. Porque todos aquí sabemos que sólo a veces el pueblo viene a hacer justicia. Es al tren y a su justicia inapelable que se le entrega un chivo expiatorio de turno. Es casi una tradición aceptada. Esta noche el pueblo viene a cumplirla, para intentar con ello alejar sus propios demonios.

Los veo. Desde el suelo y de rodillas con ambos brazos aferrados por manos sucias y aguerridas. Es un espectáculo horroroso. Sus caras están en pleno proceso de descomposición. El cabello se les cae a mechones, a hombres y mujeres por igual. La piel de sus rostros supura esa cosa gris, ese pus repugnante. Lo peor son sus ojos. Se les ponen transparentes, pierden la visión y deben girar con violencia las cabezas para orientarse, para guiarse por el oído…

Ahora todos giran sus cabezas histéricamente. Sus pobres miradas se dirigen hacia el norte, por donde llegará el tren. Un silbido lejano lo anuncia y su luz es perceptible desde la lejanía.

El párroco maldito me mira con uno de sus ojos traslúcidos. El otro debe conservar aún la visión, pues le acerca el reloj pulsera de su muñeca y declara, con la voz ronca, dirigiendo el rostro a la multitud primero, luego a mí: “once menos diez”. Todos saben, sabemos lo que eso significa. A las once pasa el tren, como cada semana. Implacable. En diez minutos estará aquí.

Es ineludible, inevitable, nada lo detendrá. El convoy en marcha es un ángel de la muerte con una espada de acero en cada mano y un ojo de luz en el centro. Un ángel verdugo. Pasará, pero antes me arrastrarán lo que falta para el borde del andén, unos veinte metros nada más, y seré arrojado bajo las ruedas de acero que triturarán mi cuerpo al instante. No puedo saber si moriré inmediatamente o si sufriré largos instantes de agonía. No lo sé y no saberlo me hace temblar de horror… Miro sus rostros convulsos; la piel se les cae revelando esa podredumbre gris y verdosa bajo las mejillas. Las encías negras, los ojos en blanco… están enfermos y muriendo. No me sirve saberlo; todavía conservan la fuerza y los instintos salvajes del populacho. Tardarán días en morir y a mí me quedan menos de diez minutos para perecer a manos de estos brutos.

Lloro de indignación. Mi rabia puede tanto o más que mis miedos. Si tiemblo también es de rabia. Me alzan y llevan otra vez. Un nuevo silbido del tren, más cercano los aviva; entre gritos de rabia o júbilo me arrastran el último trecho que falta hacia el andén.

Trato de demorar el fin cercano. Fijo mi atención en cada traspié, cada tramo que avanzamos pretendiéndolo más extenso y lejano en el tiempo. Me dejo deslumbrar por los focos eléctricos negando su fugacidad, queriendo evitar que transcurra lo inevitable, lo destinado a suceder… No sé cómo llegamos tan rápido al andén. Las luces del cruce están en rojo, por las vías… el silbato truena atrozmente cerca, un grito que puede ser mío resuena entre los otros… por las vías se acerca la gran máquina con su ojo encendido. Llega hasta aquí… se aproxima…

Ya viene el tren… se acerca…

Las manos me arrean con mayor premura mientras mis piernas reptan miserablemente en el suelo. El humo penetra mis pulmones. Quema mi garganta. Ya no puedo hablar. Apenas respiro y de todos mis sentidos solo conservo la vista. Son estos ojos obnubilados los que sigue cegando la luz blanca, la luz del vagón motor, el ojo del monstruo que llega para devorarme. La voz ronca acaba de decir: “once menos cinco” o creí oírla entre los ruidos del tren y el griterío de estas bestias que me rodean… el alboroto es caótico, no veo bien ni puedo pensar con claridad. Están a punto de…

La voz ha vuelto a bramar entre la barbulla de una multitud que parece que empezara a disgregarse. Apartan a los niños fuera del espectáculo. La voz ha dicho: “once en punto”. Le respondió un silbato menos agudo y estertores de gritos que se extinguen en el aire cargado de humo…

No entiendo qué ocurrió. Las manos me siguen aferrando. La formación de vagones pasa frente a nosotros y los veo uno a uno. Siento en las mejillas la ráfaga del convoy y cuando miro las vías, el tren se ha alejado rumbo a la próxima estación.

Miro alrededor. Hay menos humareda, menos gentío. Las manos de los brutos que ya no gritan, resuellan apenas, me siguen aferrando. Hay un destino que se niega a cumplirse y ellos lo saben o intuyen, acaso. Escucho el silbato de un tren. Desesperado giro el rostro en dirección contraria, de donde llegan las formaciones, por el norte. Y lo veo. Es el carguero de las once, como cada viernes, como cada semana… mis ojos se encandilan ante el ojo luminoso de la máquina, el estruendo del silbato me ensordece otra vez… ¡una vez más! Las manos me aferran con más fuerza y la multitud ambula por el andén como sonámbulos. Jadean, giran sus cabezas desorientados, tampoco comprenden; o seré yo quien no comprende lo que pasa… el pastor nos despabila con su voz bíblica: “las once y cinco, ya”.

Viene el tren. Se acerca. Ahora las manos me alzan por los sobacos y mi cuerpo es arrastrado al borde mismo del andén, al filo del vacío por sobre los rieles; mis pies se agitan sin encontrar el piso. No puedo gritar, aunque quisiera. Esa luz…cierro los ojos.

¡Ha pasado! Ha pasado por mis narices, he vuelto a sentir el hedor del acero raspando mi cara, el vértigo rampante…

Es un alivio verlo alejarse. Un silencio repentino llena la estación ahora. Algunos murmuran cosas muy por lo bajo; yo alcanzo a escuchar la brisa en las hojas de los árboles que rodean los cercos. Sé que pasará. Todos estos condenados que me rodean son el único presente que se perpetúa inexplicablemente. Quizá ellos estén provocando, sin saberlo, tan insana agonía, una agonía compartida, pues en definitiva todos vamos a morir aquí. O estamos muriendo ahora mismo, o ya estamos muertos. Es posible que lo estemos… ¿posible? Que las ruedas de acero hayan destrozado mi cuerpo en el último convoy de las once; que se repita la secuencia por capricho de un destino tan insano como este pueblo.

“Once y cuarto” ruge la voz del pastor, antes que su boca derrame un vómito de bilis y sus mejillas se deshagan en cuajarones grises que caen de un rostro que se vuelve irreconocible. Recorro con la mirada neblinosa el paisaje de caras que la humareda me permite ver. Todos iguales. Máscaras que se descomponen y caen sobre el andén; cráneos que se desprenden de tejido y piel hasta quedar en osamenta pura; restos humanos suspendidos en algún lugar entre la agonía y la muerte…

Veo muertos. Estamos-todos-muertos, pienso. ¿Lo estamos? Apenas puedo ver pero veo muertos a mi alrededor, veo hasta que mis ojos encuentran la luz que viene por las vías, la luz del norte, con su silbido y sus humos grises. Es el tren de las once. Ya viene, ya llega. Vuelve a pasar por donde ha pasado, y los hombres que me sujetan se preparan para arrojarme a los rieles… donde ya me habían tirado o debían haberlo hecho. Ya no sé. El tren se acerca. Ya viene.

Otro flash. Nueva ráfaga de viento metálico azota mi faz en tanto las manos me siguen sujetando. De nuevo pasa el bólido dejándome azorado y sin orientación. Se hace silencio. Luego un gorgoteo que parece querer decir algo como “once y…” tal vez ya sea medianoche. La fatiga taladra mi cabeza y ya no siento mi cuerpo. Soy algo que alguna vez fue un hombre con vida y ahora no estoy seguro; soy algo sostenido por manos anónimas de muertos que esperan mi muerte… siento temblores inefables en mi carne anestesiada. Hay retumbos en mis oídos. Giro mi cara hacia el norte. La gran luz. Es el tren de las once. Avanza raudamente a lo largo de las vías; se huelen sus humaredas y se escucha el traqueteo de los vagones y luego el silbato. Los hombres que me sujetan zamarrean de mi cuerpo y me arrastran al borde del andén… otra vez. Ya viene el tren… se acerca… llega… me arrastran… ¡Dios mío! ¡No otra vez! ¡El tren! ¡El tren!

 

Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015. 

 

jueves, 25 de abril de 2024

BARRACA 13

 Víctor Lowenstein


Llega otro otoño. No son como los de mi infancia, donde la brisa fresca nos animaba a salir a patear las hojas secas y festejar la nueva estación; no significa ahora más que preocupaciones por mantenernos vivos y conformarnos con lo que tenemos. Encerrados y pasando necesidades a menudo, el otoño es otro gigante indeseable y gélido como el invierno, que nos recuerda lo expuestos que seguimos a los rigores de la postguerra. Somos sobrevivientes. Punto.

Advertí su llegada antes que el resto de los que estamos aquí, la última colonia conocida, barraca trece. El aire frío entra por mi nariz y mi boca y siento esa invasión impiadosa de vientos helados que hablan de desprotección y confinación perpetuas.  

Dios nos proteja. Dios, y nuestros protectores terrenales.

Pertenezco a una época antigua; cuando los inviernos eran inviernos de verdad y las primaveras sí eran los tibios renacimientos de cada año que era como debe serlo. Y los veranos, amigos míos, los veranos sí eran la expresión de júbilo de la misma naturaleza. El sol, que aún recuerdo y ya no se ve, derramaba sus bendiciones sobre sus hijos frutales y carnales; crecíamos entre goces forestales.

Ni pensábamos en el paso del tiempo, los ciclos estacionales, el clima normal que disfrutábamos. Vivíamos y ya. Desde luego las tensiones mundiales existían y me inquietaban solo a mí o a unos pocos. Lo cierto es que me guardaba mis aprensiones al igual que todos aquí se guardan sus pensamientos. Vivimos en el miedo. A lo que pueda faltar, a lo que pueda sobrevenirnos, a perder el permiso que nos otorgan para salir a buscar alimento cada día.

Otoño significa menos frutos, menos animales que cazar, más fríos que sufrir. Nos organizamos lo mejor que podemos. Los hombres salimos a buscar leña y recolectar el alimento que podamos. Las mujeres cuidan el refugio y crían los niños que son nuestro futuro. Los niños…

Son nuestro tesoro. Los mantenemos aislados en la mejor barraca del refugio. No es la misma cada año; nos cambian de lugar. En principio nos confinaron en la barraca 20. Teníamos siete chicos más. Los cuidábamos; no les permitimos salir afuera, por los peligros y la radiación. Los que tenemos ahora están bien protegidos, no sólo porque les separamos los mejores alimentos y agua limpia que conseguimos. También cuentan las vitaminas que nos dan ellos para que crezcan más sanos y fuertes cada año. Los instruimos para que sean agradecidos con sus mayores y aprendan a obedecerlos

Nosotros, los adultos ya estamos cansados. La vida es dura en la barraca, sólo es luchar para sobrevivir y no otra cosa. Pertenezco a una época en que los jóvenes soñábamos y luchábamos por un mundo mejor. No es chiste, pero te ríes cuando sales del refugio y tras caminar kilómetros sólo te topas con barbechos y tierra muerta; no es posible que nos hayamos jugado la vida por este páramo donde apenas unos pocos sobrevivimos tan duramente. No podemos permitirnos quedarnos sin carbón de leña, o sin el agua que filtramos de riachos medio contaminados. No perduraríamos de no ser por la protección de nuestros mayores y la esperanza en nuestros niños.

A veces pasamos hambre, pero de alguna forma logramos salir adelante. Hemos estado semanas sin agua potable, o sufrido incendios por quedar algún guardia dormido en uno de sus turnos. Todo se soporta aquí; todo se supera de algún modo.

Lo que nunca podremos permitirnos es desobedecer a nuestros mayores. Ellos pertenecen a un patriarcado superior. Vienen de lejos, de una ciudad fortificada que pocos han conocido. No sé nada sobre ellos ni me atrevo a averiguar. Son tan diferentes a nosotros…altos, rubios, uniformados. Pertenecen a una casta de sabios por lo que se ve, aunque debemos bajar la vista ante su presencia. Nos visitan una vez al año. Los he espiado dando hablando con las mujeres y acariciando las cabezas de los niños. Con los hombres son menos amables y nos dan órdenes con un extraño acento al hablar. Hablan poco y se quedan poco tiempo. Tienen algo de militar y mucho de gobernantes. Después de todo ellos hicieron el refugio y nos metieron en estas barracas. Es mejor que vivir en la intemperie y sin ninguna protección como la que tenemos.

 Procuramos ser agradecidos. Nos traen vitaminas para los chicos, botellas de vino a veces y combustible para las estufas. Son y serán nuestros salvadores mientras acatemos sus órdenes. Es simple. Una vez al año regresan y nos dan nuevas directivas, nos dejan algunos regalos, y se llevan otro niño o niña, lo que nos asegura otro año de protección aquí en la barraca trece, que en el próximo invierno será barraca doce. Ojalá nazcan más niños los próximos años, y las recolecciones mejoren un poco. Así es la vida aquí.


Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.

jueves, 11 de abril de 2024

EL CASTILLO DEL INGLÉS

 Víctor Lowenstein


Fragmento de un cuadro del pintor inglés Alfred Montagne

Éramos los mejores amigos del mundo. Vivíamos en el pueblo campero más alejado de Buenos Aires. Con los años todo ha cambiado un poco, pero nuestras vidas, como las de todos los de acá siguen siendo igual de tristes y aburridas, y a veces trágicas. 

Remigio tenía casi dieciocho años y terminaba el bachillerato. Tenía esperanzas de viajar a Buenos Aires luego de finalizar el ciclo escolar para estudiar algo relacionado con la agricultura. Sus padres explotaban una pequeña hacienda que no daba para mucho y encima cargaban con la discapacidad de un hermano menor, Lino, que había enloquecido de la nada unos años atrás y ahora vivía en estado catatónico, según dijo el médico. Yo tenía entonces tres años menos que el Remigio y ya trabajaba en la chacra paterna; ese era mi destino.

Nos juntábamos los sábados en el descampado cercano a la estación del tren, al pie de un tronco caído contra el que nos apoyábamos para tomar la cerveza que conseguíamos durante la semana y charlar de lo lindo de cualquier cosa. Para eso son los amigos. Extraño siempre aquellas reuniones. Desde ahí veíamos el terraplén de las vías; más allá, se alcanzaba a ver la torre de un caserón que había pertenecido a un inglés que fundó el pueblo. Por eso le decían “el castillo del inglés”, aunque de castillo sólo tenía esa torre que vaya a saber qué función cumplía; el caserón estaba en ruinas y nadie lo había visitado en años. Cargaba una fama de lugar siniestro en la que todos creíamos. Sobre todo Remigio.

Todos en el pueblo conocían la historia: su hermano menor había quedado loco luego de entrar al caserón, empujado por los amigos y por el mismo Remigio. Yo aún no lo conocía; por lo que me contaron, todo se debió a una tonta apuesta infantil entre pibes a ver quien se animaba a entrar a la casa solo. De alguna manera el pequeño Lino quedó como blanco de acusaciones de cobardía, por lo que se sintió obligado a oficiar como explorador único.

Por lo poco que me contó el Remigio, que no hablaba mucho de ese tema, lo esperaron toda la tarde frente al portón del “castillo”. Cuando empezaba a oscurecer Lino recién salió, pálido, y se puso a caminar sin decir nada hasta la hacienda familiar. Los demás se fueron apartando; el Remigio lo siguió con más curiosidad que culpa, le preguntaba todo el camino: ¿Qué te pasó?; ¿qué viste allá adentro? Y el Lino sin contestar, caminando como un sonámbulo. Quedó así para siempre. Yo mismo he ido a buscarlo al Remigio a su hacienda algún que otro sábado, y al llegar a la tranquera a menudo lo veía a Lino ahí apoyado quieto, pálido, con esos ojos azules siempre llorosos mirando el cielo sin hacer nada más. Algunos chacareros con los que me encontraba comentaban que se pasaba los días así, ellos trabajando la tierra y el hermano menor apoyado en la tranquera mirando el cielo sin moverse de ahí. La madre lo tenía que llevar al baño y darle de comer porque el Lino no podía hacer nada solo. El padre se volvió huraño con todo el mundo y al Remigio lo culpó siempre por descuidar del hermano, pero era todo tan raro lo relacionado con el castillo del inglés que las cosas quedaron como estaban y poco se tocaba ese tema.

El último sábado que pasé con Remigio, lo recuerdo como si fuera ayer aunque debe de haber sido hace ya muchos meses. Nunca podré olvidarlo. Yo estaba muy contento porque había conseguido una botella de whisky además de cerveza, y creí que pasaríamos una tarde animada contando chistes y hablando pavadas como siempre.

Sin embargo, Remigio estaba de mal humor. Se le notaba. Le pregunté qué le pasaba. Con pocas palabras me dio a entender que había discutido con el padre. No tenía más que decir; conocía de sobra su mala relación con su viejo y las razones… encima era un mal día, el clima horrible amenazando tormenta. Igual nos acomodamos junto al tronco caído y destapamos la primera botella, pero yo ya sentía que no iba a ser una tarde más.

Después de probar el whisky Remigio se soltó un poco. Primero reía; era el efecto del licor. Mientras nos íbamos entonando se fue poniendo más serio, se tomó media botella del Smuggler él solito y ya bien colocado me contó de nuevo la historia del hermano en el castillo del inglés. Como dije, muy rara vez se tocaba el tema entre nosotros. Se ve que esta vez era así de rara porque me la relató con todo detalle de principio a fin. Yo era su único amigo, creo, el único que le había quedado después de lo de su hermano por lo que en ocasiones como esa se soltaba y me contaba de nuevo los sucesos de aquella tarde. Yo lo escuchaba como si me la contara por primera vez, por respeto, porque se le daba por lagrimear cuando llegaba al final. Por otra parte, la tarde se prestaba para ese tipo de historia. El cielo negro y una llovizna fina que ignorábamos, la tormenta que se acercaba, la soledad del campo.

Escuchar al Remigio era como escuchar un cuento de miedo oído muchas veces. Cuatro chicos que llegan a una casona maldita. Tres que se burlan del más pequeño, que entra a la casona temblando de miedo; que no aparece por horas, que sale casi al caer la noche con la mirada llorosa y sin decir nada, y después… “yo corriendo atrás de mi hermano, preguntándole, muerto de miedo, con los ojos muy abiertos, mudo, mudo, como un muerto que camina…”

Me arrebató la botella de whisky y se puso de pie, rápido como el trueno que estallaba entre los nubarrones.

—Voy para el castillo —me dijo.

—¿Estás loco? —le reproché—. ¿Para qué vas a ir?

—¡Tengo que saber lo que pasó con mi hermano!

Lo seguí, diciéndole cosas inútilmente. Remigio estaba muy decidido, creo que desde hacía tiempo. La tormenta que se venía tampoco parecía importarle. Al llegar al portón de la entrada y viendo cómo forzaba el picaporte me entró tal desesperación que me ofrecí para acompañarlo. Se dio vuelta y me dijo casi a gritos: “Es mi problema, no tengo por qué meterte en esto”. Me pasó la botella y antes de desaparecer detrás del portón alcanzó a decirme que podía esperarlo si quería. Fue su despedida. Ahí se largó a llover fuerte y me refugié bajo el tejadillo de la cornisa a esperarlo.

Me vino bien la botella. Empezó a correr un viento frío y yo, acurrucado bajo el portón, pegaba un trago cada tanto y esperaba a que el Remigio saliera de un momento a otro.  

El Remigio no venía y me adormecí varias veces en ese rincón. La última vez que me desperté, más despabilado, la tormenta amainaba y el cielo estaba despejado. Caía la tarde, y el amigo no aparecía. Golpeé el portón a lo loco hasta que oí unos pasos adentro. Una mano movió el picaporte y el Remigio se asomó.

Lo vi distinto. Salió y se largó a caminar, como si nada. Lo seguí, seguro le habré hecho muchas preguntas, pero no contestaba. A mitad de camino al pueblo dobló para el lado de su hacienda; yo detrás. No entendía qué le pasaba y no lo entiendo ahora, pero en aquel momento me desesperé bastante. Recuerdo cómo lo alcancé para tirarle de la manga. Se me soltó despacio y siguió caminando a paso lento. Lo alcancé otra vez y me le puse delante y lo llamé por su nombre. Nada, pero le vi la mirada y se me hizo un nudo en la garganta. Tenía los ojos azules muy abiertos y llorosos, igual que el hermano, la mirada que le había visto tantas veces junto a la tranquera.

Quedé atrás porque ya no podía seguirlo. Me llené de angustia. Casi sin fuerzas le grité.

—¡Remigio! —Pero no me oyó, o no quiso oírme—. ¡Remigio! —le grité otra vez, sin poder contener mi propio llanto. No escuchaba.

Algún que otro sábado me acerco a la tranquera de su hacienda y los miro a los dos; al Remigio y al Lino. Miran el cielo, apoyados en los travesaños de rama y creo que los dos lloran. No me acerco mucho por el mismo respeto que siempre le tuve al Remigio. Un amigo de verdad, antes que todo esto pasara.  


Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015. 




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