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viernes, 28 de noviembre de 2025

APOCALIPSIS FASE DOS

Víctor Lowenstein

 

Ya nadie se preocupaba por sonreír debajo de los obligatorios barbijos sanitarios. El mundo se había desmadrado tras la nueva pandemia del 2029 y los que aún estaban en pie se miraban los ojos enrojecidos y las ojeras sin disimular su propio agotamiento. El instinto de supervivencia triunfaba por encima de cualquier idea de felicidad.

Aquel mal, transmitido originariamente por vía sexual venía mutando desde su primera fase (casi diez años atrás) hasta convertirse en una perversa cepa disuelta en el oxígeno, capaz de contagiar su peste a cualquiera que la respirase. Y como toda peste, producía enfermos afiebrados, asténicos, gangrenados y finalmente muertos tras agonías luctuosas. No pudieron desarrollarse vacunas contra los virus mutágenos, que evolucionaban maliciosamente hacia formas cada vez más sutiles y contagiosas. Los infectados que se sabían condenados muchas veces elegían suicidarse antes que atravesar un deterioro que los descarnaba en vida. La fase dos era una variante especialmente cruel de una enfermedad que parecía dispuesta a devastar la integridad de la raza humana hasta la extinción. Y lo estaba logrando.

La epidemia mundial del 2029 fue comparada con la primera guerra mundial, pero en su ingenuidad original. El mundo de un siglo nuevo aseguraba que nunca se repetiría una masacre semejante… ¡y faltaba la segunda guerra, nada menos! Ya se mencionó la crueldad de esta nueva fase; hay que imaginar solamente el colapso de la industria, el comercio y la bolsa de valores… las relaciones internacionales paralizadas… gobiernos reducidos a la administración de menguadas reservas, recursos y servicios deficientes y un aumento de la ilegalidad y la barbarie…

El estado subsidiaba la manutención de las minorías aisladas en refugios esparcidos por el antiguo conurbano. En ese contexto, las nuevas comunidades –las que aun sobrevivían– sostenían su tejido social de maneras precarias, pero funcionando al fin. Las ciudades, diezmadas por la peste y los saqueos, estaban reducidas a villas de emergentes para los no infectados, que procuraban mantener cierta cohesión social.

Rose y su hijo Ernie eran una de las tantas familias emigradas a Villa Providencia, uno de los refugios más poblados de zona norte del Gran Buenos Aires. Y como tantas familias, había perdido a su padre y esposo por causa de la peste.

Ernie siempre lamentaba que su papá hubiera muerto. Lo lamentaba más cuando su poco afectuosa madre lo hería en su incipiente virilidad de muchacho de quince años al decirle: “ojalá tu padre estuviera vivo”. Sabía que la muletilla de su madre no estaba destinada directamente a él; era usual que la repitiera retóricamente, como si hablara con ella misma o con Dios, a quien se confiesa abiertamente y a diario, embebida de fervor religioso.

Ernie no la culpaba. La religión y la mística han sido una salvaguarda más de una humanidad socavada por la peste pandémica. En las calles de Villa Providencia, al igual que otros asentamientos, abundaban los santuarios y las capillas, así como harapientos iluminados que predicaban el nuevo apocalipsis agitando sus manos gangrenadas al cielo. Al igual que buena parte de la población, la mamá de Ernie solía referirse a su difunto esposo como si éste aun viviera; una dislocación mental que sufrían muchos viudos, especialmente en tiempos mistificados en que la prédica de nuevos profetas del fin de los tiempos anuncia resurrecciones prometidas en las sagradas escrituras.  "Vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él, de delante del cual huyeron la tierra y el cielo, y ningún lugar se encontró para ellos. Y vi a los muertos, grandes y pequeños, de pie ante Dios; y los libros fueron abiertos, y otro libro fue abierto, el cual es el libro de la vida; y fueron juzgados los muertos por las cosas que estaban escritas en los libros, según sus obras" (Apocalipsis 20:11-12).

Ernie lamentaba la muerte de su padre como se lamenta una injusticia. Había quedado solo en el mundo junto a una mujer endeble de cuerpo y mente. Se mudaron a la casilla de ese asilo municipal llamado Villa Providencia donde el estado proveía alimentos y algunos servicios básicos. Rose nunca lamentó la situación, pues consideraba, desde sus convicciones religiosas, que nuestra humanidad merece el castigo divino por haberse apartado de las sagradas escrituras; además, su difunto esposo descansaba en el cementerio de ese mismo refugio, a sólo tres calles de la casilla que ocupaba con su hijo. De más está suponer que lo visitaba muy seguido, cuando no iba a la iglesia en la que pasaba la mayor parte del día. Y lo seguiría visitando “hasta que regrese, como se promete al final del nuevo testamento” solía reiterar, para fastidio de su hijo.

Ernie creía que la vida en el refugio no era tan mala. El estado les proporcionaba los alimentos necesarios para subsistir; enlatados, agua potable y hielo para mantener los productos frescos en cajas de Telgopor. Se extrañaba la cerveza, los postres, pero a sus quince sabía que todo estaba por delante y lo malo pasaría alguna vez… podría retornar a la escuela en un año o dos, cuando el mundo se normalizara un poco. Su madre, entre rezos y persignaciones ayudaba con labores parroquiales. Ernie nunca había ido a ese ni a ningún templo; prefería quedarse en casa leyendo periódicos y boletines oficiales que el gobierno provincial envía para mantener a la población informada. Además, estaban las transmisiones televisivas, que duraban lo que el suministro eléctrico, es decir hasta mediodía. En ese lapso Ernie podía ver dibujos animados, el noticiero oficial o las prédicas de pastores evangelistas.

Desde hacía algunas semanas Ernie no salía de casa. Antes daba paseos esporádicos por el barrio, pero su madre le había advertido, igual que las noticias locales, que las salidas al exterior deben restringirse al máximo. Pululan las bandas de “muertos vivos”; sediciosos que sobrevivían fuera del sistema pernoctando en cementerios –de ahí el apodo– y robando comida de los cestos de basura. Siempre se había hablado de ellos, pero Rose le había mencionado haber visto de lejos estas hordas desharrapadas avanzando a tientas desde las periferias de la villa hacia las calles del centro. Además se hacía cada vez más usual la aparición de cadáveres en las vías públicas. Infelices que se suicidaban o caían muertos en las etapas más avanzadas de su contagio. Otra buena razón para permanecer encerrados. Nadie comentaba en profundidad ese fenómeno; porque nadie estaba libre de una peste que está en el aire… igualmente se evitaba especular aquello que vinculaba a los “muertos vivos” con la existencia de los cadáveres yacientes a cielo abierto…

La última semana, no obstante, venía siendo la peor para Ernie. Dejaron de repartir periódicos y boletines; las transmisiones televisivas quedaron suspendidas sin aviso. El canal de noticias proyectaba la imagen de un micrófono y una silla vacía, en un estudio que parecía haber sido abandonado. Como si todos se hubieran ido dejando las luces encendidas… lo mismo ocurrió con las transmisiones del pastor Jimmy Sweetheart. Se extrañaba su voz grave y ademanes bruscos; sólo quedaba el atril donde reposaba su biblia… que quedó abierta en la página que leyó antes de lanzar su última prédica… siete días atrás.

Al llegar al fin de la semana, Ernie comenzó por sentir palpitaciones y un leve mareo que lo asustó un poco. Su madre había salido temprano a la iglesia; estaba solo en el vestíbulo en medio de un silencio enorme y había apagado el televisor, tras buscar inútilmente algún canal activo. Se acercó a la ventana y miró al exterior en todas direcciones. Ni un alma recorría las calles de la villa. Entonces empezaron a temblarle las manos. Nunca una sensación de soledad extrema lo había invadido de esa forma. Hasta el viernes pasado, siempre había alguna presencia cercana. Un guardia de seguridad golpeando la puerta para preguntar si todo estaba en orden, alguna vecina pidiendo una taza de azúcar… y las transmisiones televisivas, por supuesto. Ahora lo embargaba la peligrosa impresión de estar sólo en el mundo, de ser el único habitante vivo de la villa. Por supuesto que era una ridiculez, pero a Ernie se le agitaba la respiración de sólo imaginar esa posibilidad. Era a medias consciente de estar sufriendo un ataque de pánico, y no sabía a quien recurrir. Maldijo a su madre en silencio. Luego oprimió el botón del intercomunicador de emergencias; inútil, nadie atendía la llamada. Con dificultad caminó hasta el sofá, se dejó caer en él.

Minutos más tarde, sintiéndose apenas un poco mejor, decidió salir a las calles. Era la mejor manera para despejar malos pensamientos. Fue reconfortante girar las llaves para salir del hogar. ¿Dónde iría primero? ¿A buscar a su madre a la iglesia? ¡Al diablo con ella!, se oyó decir, caminando en dirección a la avenida principal.

Fue agradable transitar esas calles conocidas, estar al aire libre, aunque no se cruzó con nadie en todo el trayecto. Viró en una esquina que se abría a un enorme predio; reconoció el cementerio donde estaba enterrado su padre, y entró. Vagó un rato por las veredas que franqueaban mausoleos y tumbas. Algunas tenían flores aún frescas bajo las lápidas. Sin embargo, no había visitantes esa mañana. Ni un deudo, ni una viuda honrando un fallecido. El paseo mismo lo llevó frente a la misma tumba de su padre, y ahí se detuvo. Sobre el mármol, una inscripción que en su momento no supo prestar debida atención llamó su curiosidad ahora. Intrigado, leyó: “Hasta que regreses del valle de la muerte, como prometen las sagradas escrituras; tu esposa y tu hijo”. La frase le produjo cierta tristeza mezclada con asco. La losa con su epitafio, las flores frescas, hasta el crucifijo, todo en su conjunto le pareció de pronto tan vil y carente de sentido que sintió la necesidad de dejar de mirar esa tumba. Alzó la vista por encima de todas ellas y sus ojos encontraron presencias vivientes más allá de las últimas sepulturas. Desde los fondos de la necrópolis una inconfundible masa de personas avanzaba con pasos vacilantes hacia el camino central que llegaba hasta la encrucijada donde Ernie estaba paralizado. Sus piernas comenzaron a temblar al reconocer en las siluetas desarrapadas, mujeres y hombres con ropas hechas jirones y rostros sucios, al descubierto, sin barbijos; eran los rebeldes o “muertos vivos” de los que tanto hablaban las noticias. El silencio sepulcral se quebró con una suerte de murmullo sibilante proveniente de esa gavilla de renegados que parecía indicar que ya habían advertido su presencia. Temiendo lo peor, Ernie escapó corriendo hacia la salida.  

Instintivamente tomó por la derecha, por donde había venido. Era la zona del barrio donde estaba su casilla y cien metros adelante, la iglesia donde encontraría a su madre. Hacia allá corrió. Le faltaba el aire de haber pasado tanto tiempo sin hacer ejercicio. Además, el camino que desandaba estaba jalonado por cadáveres que no había visto en su salida. Muertos boca abajo en sus harapos y miseria; suicidados o tal vez ultimados por los rebeldes… había que apurarse. Ernie hizo un esfuerzo adicional para ganar tiempo y pronto llegó al umbral de la pequeña capilla.

Entró sin preguntarse qué podría encontrar dentro del templo al que nunca había visitado y sin saber cómo justificaría su aparición frente a su madre, si es que aún estaba allí. Imposible saberlo, estando la nave y el altar vacíos de toda presencia humana. Aguzando el oído Ernie fue acercando sus pasos hasta la puerta de la sacristía, desde donde parecían provenir murmullos. Con el costado de su rostro sobre la madera, logró percibir bisbiseos que no llegaban a ser voces; gorgoteos apagados que despertaron en su ánimo un terror inexplicable. Lentamente separó sus manos de aquella puerta y enfiló sus pasos fuera de la capilla.  

De nuevo en las vacías avenidas, la sensación de angustia volvió a tomarlo no tan desprevenido como al principio. Decidió dar un rodeo por las calles laterales a su hogar, a fin de evitar la relativa cercanía al cementerio. Mas, al doblar la esquina notó, más allá de los últimos edificios visibles, siluetas humanas caminando hacia el centro de la villa, la zona más poblada, donde él mismo vivía.

Aquel modo de ambular parecía característico de aquellos “rebeldes muertos”; se arrastraban sobre sus pies, balanceando los cuerpos, amagando caerse y sin embargo, avanzando incesantemente cual si de una procesión religiosa se tratara…

Ernie quedó tan hechizado por la visión de la masa andante que se quedó inmóvil observando su lenta marcha. Pronto fue capaz de discernir las fisonomías y fachas de los renegados. Los hombres vestían camisas desgarradas, casi harapos, y las mujeres llevaban puestas remeras destrozadas, sus pechos asomaban libremente entre jirones de corpiños sucios. Sus rostros, desnudos de toda expresión, lo empezaban a mirar desde sus ojos vacíos.

Quizá fuese sólo una impresión suya. Seguramente estaba nervioso por todo el asunto ese de la pandemia, pero no era inteligente quedarse ahí mirando cómo los renegados ganaban terreno en cada paso, por lo que apuró el suyo rodeando las manzanas colindantes hasta su propio hogar, donde esperaba quizá por un golpe de suerte encontrar a su madre y volver a la normalidad de las semanas pasadas. Ernie corrió al trote los primeros doscientos metros, apenas dos cuadras, sólo para notar que había equivocado el giro en la última de las esquinas. Fastidiado, retomó por una calle que lo conducía en sentido de la manzana donde residían las casillas conocidas; la suya y de su madre, por supuesto.

Era ésta una callejuela muy poco frecuentada, sin asentamiento ni construcción alguna; un predio no ocupado aún por las cuadrillas de obra pública. La parcela de tierra sin rastrillar le produjo un malestar inesperado. Esparcidos, aquí y allá hasta el fin de la calle, cuerpos sin vida se pudrían a cielo abierto.  Entre los cadáveres, se erguían torpes altares hechos con trozos de lápidas y placas de bronce robadas del cementerio. Sobre los groseros mojones, blasfemas almas habían colocado urnas con flores o velas ya fundidas, en inimaginables rituales funerarios. Mientras ahogaba un llanto repentino, Ernie rebuscó en sus bolsillos hasta hallar el barbijo sanitario dado por los servicios de asistencia social. Apuradamente se lo ajustó al rostro y avanzó por el terreno procurando mantener distancia de los muertos aunque sin evitar mirar cada uno de esos rostros carcomidos por la peste, que parecían fijar sus ojos muertos sobre su vital humanidad. El interminable recorrido estuvo precipitado por pensamientos oscuros (donde no faltaba un cierto rencor inconfesado hacia su madre) tanto como por el enjambre de moscas que reinaban en la descomposición. Trotó los últimos tramos hipando entre temblores de una desesperación que ni él mismo osaba comprender.

Giró las llaves de la puerta de su casilla y ajustó los pestillos como última medida de seguridad. El silencio interno le indicaba que su madre no había vuelto aún de la parroquia. Era un silencio de una calidad desconocida; una sordina que brotaba de su propia cabeza, un murmullo de voces silenciosas que penetraban suavemente su entendimiento. Todavía temblando ligeramente, Ernie se echó sobre el sofá del recibidor y unió las manos instintivamente. Sus voces repetían, muy por debajo de su conciencia: “…y los sepulcros se abrieron, y los cuerpos de muchos santos que habían dormido resucitaron…” 

Por largo rato Ernie se dejó subyugar por los versículos apenas recordados de su catecismo. Así se mantuvo, ensimismado, hasta que unos golpes en la puerta lo trajeron de vuelta a la realidad.

—¿Madre…? —Madre nunca golpeaba la puerta. Quizá ya había probado utilizar su llave. De nuevo tres golpes. Entre largas pausas. Madre no llamaba así—. ¿Madre?

Nadie respondió.

Entre palpitaciones Ernie se incorporó y fue hasta la puerta metálica. Abrió la mirilla reconociendo alborozado a la figura que se recortaba en el exterior.

Quitó los pasadores, giró las llaves y desplegó la puerta hacia el sol de la primera tarde. El hombre permanecía de pie, inmutable, sin rostro ya pero con la memoria intacta en alguna recóndita zona de su estropeada psiquis.

—Papá… has regresado —gimoteó Ernie yendo a abrazarlo.   

Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.                                                                                                                          

domingo, 23 de noviembre de 2025

LOS DIOSES DESNUDOS

Víctor Lowenstein

 

Se calzó las gafas lo más rápidamente que pudo y salió del edificio, hacia Libertador, pensando en perderse por cualquier calle aledaña. Perderse por un rato del mundo y sus embrollos.

Advirtió que había olvidado cepillarse los dientes antes de salir. Esas negligencias propias le resultaban irritantes, pero ya se había resignado un poco a dejar de luchar contra cada tira y afloje con que su alma enfrentaba cada día a día. Era la mar de frustrante.

Se detuvo en un kiosko por una barrita de Cherry Liptus. Le dio un mordisco a la primera pastilla caminando más lentamente, dirigiendo sus pasos por una calle cualquiera de las que bajan hasta la gran avenida. Se cerró el cuello del impermeable casi por instinto; que nadie descubriera que debajo llevaba el piyama. De nuevo las palpitaciones. Una puntada en el pecho, real o imaginaria. A respirar hondo…

Ahora no estaba tan agitado. El cafetín en una esquina le pareció buen refugio. Apresuró el paso sin darse cuenta y entró, buscando una última mesa, allá en el fondo. Esos cafés de paso eran todos iguales. Todos tenían una mesa reservada para él, en el rincón más oscuro de algo que no podía llamarse salón, que era un reducto, con un mozo que era siempre el mismo, un tipo grueso, que hablaba entre dientes, que no tenía vida ni alma propias. Que se acercaba sin siquiera dar los buenos días.

—Café, por favor.

—¿Sólo, o lo acompaña con algo?

—Nada.

—¿Quiere el diario?

—No.

Agradeció quedarse a solas con sus pensamientos. Ese rumor vicioso y suave, constante, que parasitaba su conciencia con la misma retahíla de ideas siempre similares. Pensamientos como nubes ligeras frente a las que se detenía a divagar, a perderse en sus formas… esa cosa casi física de las ideas, de sus texturas, que podía ver pero jamás tocar. Y luego esos otros pensamientos. Los procaces, urgentes e inevitables.

Los últimos diez mil dólares que Mamá le había dado ya se estaban agotando. De la semana de licencia pedida en la inmobiliaria quedaban tres días, nada más. No era para desesperarse, pero las preguntas volvían como saetas. Qué hacer. En qué dirección moverse.

No se preocupó en un principio, cuando aquello era apenas una inquietud; cuando las penumbras invadían la habitación al atardecer, y las persianas filtraban juegos de claroscuros que llenaban su alma de un estupor desconocido; su cuerpo entero comenzaba a temblar y los brazos se le agarrotaban hasta provocar puntadas intolerables de dolor en los hombros. Se sentaba en el sofá e intentaba controlar sus pulsaciones. Respiraba hondo. Bajaba los párpados y ahí percibía el zumbido en sus oídos. Los sonidos más imperceptibles parecían amplificarse anormalmente. Abría los ojos entonces, casi asustado, sin saber qué esperar: el temblor bajaba hasta sus manos y ahí permanecía por largo tiempo. Los minutos se hacían agónicos. Cuando ya no lo soportaba, bajaba a las calles a perderse en algún bar.

Seguía pensando que no era para preocuparse de más. Unos temblores, algunos miedos, no podía ser tan grave. Tal vez la cuestión pasaba por no estar tan solo siempre y por darse tanta máquina. Se llevó dos dedos a la frente y notó la piel aceitosa. Ni se había lavado la cara al levantarse. Al volver al departamento se daría una buena ducha. No se dejaría vencer por ninguna depresión. Todavía faltaba transcurrir un día por delante. Después de aquel café…

Parecía fácil darse ánimo, pero aquello, de fácil, no tenía nada… una opresión imprecisa lo sujetaba a esa silla, le dejaba los brazos colgando con restos de ese agarrotamiento que nunca se iba del todo… y la cabeza. Los pensamientos pasaban por su conciencia sin voluntad para ser considerados, percibidos lejanamente, tardíos. El cansancio de costumbre. Cansancio acumulado, persistente, inamovible… y era más que eso, lo sabía. La lentitud en los reflejos, la vista nublada y los leves mareos, el zumbido en los oídos…

No se iba a levantar de esa mesa. No todavía. Dedicó unos minutos en recordar a Carla, y sus últimos días en la facultad. Ya debía ejercer como psicóloga, seguro. Carla y su cara de ángel y aquella última conversación que no podría olvidar y que marcó la ruptura definitiva. Las mujeres no saben comprender a un hombre de espíritu adolescente. La vida continuó como un cansancio eterno. Un eterno y solitario lunes. Y él seguía recordando la charla al pie de las escalinatas.

Lo tuyo es menos que misantropía. No es fobia social, es puro bajón, te das manija solo. No es lo que pensás; ni paranoia ni ninguna cosa rara. Tampoco entiendo bien eso que llamás síntomas. 

Luego aquella aseveración. Cruel, exasperante.

¿Sombras? ¿Qué sombras? ¿Cómo se puede tener miedo a…?

No se volverían a ver.

 

Abordó el ascensor y subió sin interrupción los once pisos hasta el suyo. Entró, cerró la puerta y se dejó caer sobre el sofá de la sala. Mentalmente bosquejó algunas inmediateces. “Voy a ducharme. A dejar de leer a Pessoa y escuchar más música. También a dejar de hablar sólo; no es bueno…”

Las sombras comenzaron a entrar por la ventana. Lánguidas, ondulantes. Subían por las paredes y se agrupaban en el techo, anidando como a la espera de algo. Otra sombra plana, suspendida en medio de la sala, levitaba ascendiendo hasta el cielorraso para reunirse con las otras. Juntas formaron una única masa gaseosa que giraba en rítmicas vueltas hasta detenerse por completo y quedar fija en el techo simulando una mancha de humedad gigantesca.

El cuerpo se le empezaba a acalambrar. De nuevo el agarrotamiento en brazos y piernas. Vanamente intentó mover los labios. Supo que no era un acto que obedeciera a su voluntad. No existía voluntad alguna.

No podía decidir nada ya. Su cuerpo no era su cuerpo, era un antiguo templo en ruinas, habitado por sombras. El silencio aplastaba las cosas hasta sus límites. El espacio de la sala no existía, olvidado del mundo, y qué era él sino la nada misma paralizada en algún punto impreciso de un mundo desconocido.

Otra sombra entró por la ventana, reptando desde la pared exterior. Se desmigajó en hilachas que proyectaban opacidades por todo el ambiente. Haces grisáceos se soltaban cual lágrimas; cierto centro de tormenta absorbía la lluvia de lágrimas y las escupía más ennegrecidas cada vez, y la gran mancha del techo se sacudía liberando sus partes.

Sin entender cómo consiguió ponerse de pie. Se dejó invadir por una tremenda angustia que no le era desconocida. Una fe que no entendía lo poseyó por entero y pudo ver en cada sombra una certidumbre, viva.

Espirituales, se movían en su dirección. Volaban, eran ángeles, eran eternos, Dioses desnudos. Adanes sin mácula, no caídos, puros. Los bienaventurados Dioses que venían a buscarlo. Y al fin pudo llorar y agradecer por su llegada.  

Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.

 

lunes, 17 de noviembre de 2025

LA TRÁGICA EPIFANÍA DEL PROFESOR REBBINGER

Víctor Lowenstein

 

Frente a la mesa de trabajo de su laboratorio, el profesor Elías Rebbinger contemplaba la culminación de su obra con un sentimiento de extasío en todo su ser y con las manos aferradas al bastón que sostenía la débil humanidad, pues Rebbinger era viejo ya; había dedicado toda su vida a sus investigaciones y descubrimientos. El resultado de tantos esfuerzos estaba ante sus ojos: las bobinas transformadoras con el cable a tierra por debajo, y por encima de ellas la cámara de resonancia conectada a un mástil que sobrepasaba el techo, donde se convertía en una sofisticada antena para recolectar energía de la atmósfera.

  Lo que contemplaba eran cincuenta años de denuedos, sudor y lágrimas, sin apoyos académicos ni subvención alguna, desde una comunidad científica que siempre había renegado de su heterodoxia, una virtud que eran incapaces de comprender desde su cerrado dogmatismo. A Rebbinger no le importaba demasiado; era un científico por encima de todo. La ciencia era su credo, sin exagerar. A menudo, en medio de una investigación o más ordinariamente, al finalizarla, sufría una visión o epifanía que venía desde lo alto para iluminarlo sobre alguna cuestión relativa a los aspectos más sutiles de aquello que lo venía desvelando desde el principio de su estudio. Luego de recibir esa divina (así lo entendía el profesor) intelección desde dimensiones inefables, el hombre de ciencia –y de fe– se hincaba apoyado en su bastón y agradecía al creador por otorgarle la gracia de su sabiduría. 

Y es que la razón principal de los afanes del profesor era ante todo humanitaria. Veía una sociedad que sufría los arrebatos de su propia ignorancia, bien manipulada por la eterna codicia de sus gobernantes. Veía un mundo devastado por el uso irracional de los recursos naturales en un camino sin retorno que la humanidad transitaba a prisa y sin conciencia de su irreflexiva autodestrucción. Y se veía a sí mismo como un hombre de ciencia que debía hacer su aporte para frenar tanto caos, contribuir desde su saber a una reinvención de esa sociedad enferma de la que formaba parte. Desde esa posición, había concentrado todos los esfuerzos de una vida, desde que era muy joven, para hallar una forma de energía limpia que reemplazara la quema de combustibles con su correspondiente contaminación. Una energía universal y gratuita que permitiría a todo el mundo liberarse del trabajo esclavo y florecer espiritualmente hacia una civilización que mereciera tal nombre.

Esa energía era la electricidad, pero no de la forma en que se utilizaba. Era cara, insegura y no había podido reemplazar el uso del petróleo y los hidrocarburos. Algo en esa maravillosa energía debía ser transformado para ser llevada a su máxima expresión. Aquella fuente guardaba secretos que debían ser descifrados aún. La desconocida que se ha dejado vencer sin desenmascarar, la fuerza misteriosa y cautiva, la inasequible aprisionada por nuestras manos, el rayo dócil encerrado en una botella y distribuido luego por los innumerables hilos que, formando una red, envuelven la tierra, la electricidad, prestaría su fuerza y su ayuda en todas partes donde haga falta: en las casas, en las habitaciones, en el hogar, donde el padre, la madre y los hijos vivirán sin separarse. No es un sueño. La maquinaria feroz que muele en las fábricas las carnes y las almas, será doméstica, íntima y familiar; pero de nada servirá que las garruchas, los engranajes, las bielas, las manivelas, las excéntricas y los volantes se humanicen si los hombres conservan su corazón de hierro.

En efecto, Rebbinger se sintió compelido desde su temprana juventud a ser quien descifrara los enigmas de esa fuerza indomable, hasta consumar el prodigio de arrebatarle los secretos a la desconocida que se dejaba vencer sin ser desenmascarada, para brindarla a una humanidad embrutecida por el trabajo esclavo.

Era la fuerza inasible del éter, la que sabe ocultarse entre los electrones guardando esa chispa sagrada de luz infinita. Y el sol, el mítico padre de la vida en la tierra emana rayos cósmicos cargados de esas chispas. A Rebbinger le tocó el honor de conocer los secretos que le permitieron recoger esas cargas estáticas de la atmósfera para convertirlas en energía limpia, libre, universal. La electricidad en su genuina forma, el secreto revelado, estaba casi listo para ser obsequiado ¡por sus manos! a sus semejantes, en un acto de filantropía que lo definía como humano.

Se acercó más a la mesa y acarició con dedos trémulos la broncínea cámara de resonancia, los conductores y la base de la poderosa antena externa. Le costaba reconocerse como el hombre que estaba a punto de cambiar el rumbo de la historia. No obstante, sabía el papel que le tocaba jugar en la comedia humana de su tiempo; efectuar el giro hacia la evolución de su misma especie, y era un paso inevitable que la ciencia estaba destinada a dar un día, fuera él u otra mente brillante. Cuántas veces osó declarar a viva voz ¡voglio fare miracoli! replicando al mismo Da Vinci. Ahora le tocaba a él, Elías Rebbinger, ser el nuevo Leonardo, el nuevo Marconi y el nuevo Tesla que podía no sólo ver el milagro ante sus ojos sino accionarlo a fin de rotar el gozne de la realidad conocida hacia otra, inefable y bienaventurada.

Podía conjeturar e imaginar a esa nueva humanidad. Gente feliz, caminando por ciudades iluminadas por energías libres, respirando aire puro y dedicada a aprendizajes espirituales y conquistas más allá de todo lo material. El delirio de un loco o de un visionario.

Pero los sueños del profesor solían adolecer de despertares ingratos. A menudo, observando los danzantes fluidos eléctricos dentro de sus generadores electromagnéticos, le daba por pensar qué pasaría si sus hallazgos llegaban a caer en las manos equivocadas. Procuraba alejar de sí esos pensamientos, enfocado en el futuro y el bien de la ciencia.

Esta vez no pudo hacerlo. Su corazón comenzó a palpitar más deprisa. Miró su mesa de trabajo, pero los objetos se desdibujaban ante sus ojos que apenas vislumbraban formas borrosas. Conocía esos síntomas, nunca tan fuertes, por lo que sus manos soltaron el bastón y buscaron la silla en que se dejó caer pesadamente. A continuación, un zumbido le llenó los oídos y perdió contacto con la realidad circundante.

Estaba sucediendo otra vez. Era una Epifanía, que venía a comunicarle un mensaje desde lo desconocido. Jadeando, Elías Rebbinger presenció un drama que podría ocurrir a partir de todo aquello por lo que había luchado una vida entera.

Vio sus peores conjeturas volverse realidad. A punto de cumplir su sueño dorado, la providencia venía a avisarle que podía estar dando un paso fatídico para la humanidad que amaba. Sus viejos temores no eran sino formas en que su conciencia se anticipaba a una realidad indeseada.

Se vio a sí mismo recibiendo condecoraciones y reverencias de aquellos que lo habían despreciado desde siempre. Y a su invento encumbrarse como el hallazgo científico del siglo. Un logro que podía no tener retorno si avanzaba en la dirección equivocada. Luego estaban los monopolios que ofrecían un precio por las patentes, y tras aplastantes coerciones acababan fijando un monto razonable a sus intereses. Se vio reducido a dar conferencias y escribir artículos que pasaban por censura académica antes de ser publicados. Un Rebbinger exitoso y asustado se enteraba de que las patentes pasaban a dominio de la inteligencia militar deseosa de convertir su energía libre en combustible de barcos y aviones de guerra…

El mundo no cambiaría como imaginaba el profesor. El mundo tenía sus propias reglas y un lugar en las sombras para subversivos del orden secular que mantiene el mundo tal como está y seguirá estando hasta su culminación. Y mejor que lo aceptase, pues el poder no tolera bien a los disidentes.

Emergió del trance con síntomas de ahogo, inhalando con toda su fuerza el aire que sus pulmones parecían necesitar desesperadamente. Entendía a la perfección lo que acababa de vivenciar, por lo que no tardó en recuperarse. Se le había advertido y prevenido que el fruto de sus labores iba a ser envenenado, y que debía salvarse al precio de enterrar su sueño en las cenizas. Consciente del desenlace dramático que los hechos podían tomar, y de la pérdida que estaba por afrontar, Rebbinger buscó a tientas el bastón en el suelo, lo recogió y con firmeza se incorporó y avanzó unos pasos hacia su mesa de trabajo.

Con decisión, elevó el bastón por encima de su cabeza y descargó un golpe brutal sobre la campana que contenía las bobinas. Resonó anunciando una suerte de juicio final, con un juez que continuó una andanada de golpes que destrozaron cámara, bobinas, cables y todo lo que cayó de la mesa, incluyendo la base de la antena, precipitada desde el techo hasta el piso en una nube de polvo y trizas. Incrédulo ante su propio vigor, El profesor finalizó la destrucción pisoteando cada pieza que había armado con sus propias manos, sin lamentarlo. Algún día su sueño se haría realidad, pero no era él el elegido para regalarlo a un mundo gobernado por necios.

Finalmente, Elías Rebbinger dejó caer el bastón al piso, se arrodilló y agradeció al altísimo y todos sus ángeles el privilegio de haber recibido una admonición divina. Largo rato permaneció así, meditando en silencio la tragedia y revelación puesta sobre su vida como un aprendizaje fatal pero necesario. Hasta que el dolor en las rodillas lo sacó del ensimismamiento. Se irguió, respiró profundamente sintiendo un alivio que no esperaba experimentar, la sensación de que lo único importante era lo aprendido, más allá de cualquier sacrificio. Esa noche y las que siguieron durmió muy bien, y vivió con la paz que los sabios conocen por gracia divina.    

Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.

miércoles, 12 de noviembre de 2025

MUERTE EN LA HORNADA

Víctor Lowenstein


Ahora que soy un adulto sin miedo de admitir que me estoy haciendo viejo, cuesta menos recordar los hechos de la juventud; en la hornada, en el pueblo en el que nací para quedarme en él pese a todo.

Ingeniero Gálvez es un pueblo pequeño de La Pampa. La hornada, una antigua fábrica de ladrillos en las afueras, de la que sólo queda en pie un contra piso de cemento de unos cien metros cuadrados surcado por rieles oxidados que servían para el transporte de carros con arcilla. En el centro todavía están las fosas donde se asentaba el horno de cocción; tendrán medio metro de profundidad y con los años fueron cubriéndose por colchones de hojarasca que el viento arrastra los días de invierno. Los perros salvajes se echaban a dormir allí, protegidos del frío.

De pibes, íbamos a jugar por esos rumbos. Trepábamos la explanada y caminábamos por sobre los rieles viajando rutas imaginarias. Al llegar a las fosas nos acercábamos con algún temor; asomábamos nuestras cabecitas sobre los bordes circulares vislumbrando a menudo sobre el montón de hojas secas, uno o varios de esos perros que retozaban y que al vernos, gruñían mostrando los dientes amarillentos.

La chiquillada era grande. Estaban Julito, el hijo del lechero; Froilán, flaquísimo, pupilo del colegio Salesiano. Los mellizos Demetrio y Francisquito; el gordo Vega, Luppi… y falta nombrar a Pablo, el mayor de todos, si no en edad, en tamaño. Era hijo del dispensario. Un italiano grandote y bruto que vivía alcoholizado y descargaba sus broncas propinando a su hijo muy feas palizas. De su madre nada se sabía. A Pablo nunca lo llamaron Pablito: porque era duro y enojoso, y ya se había hecho un hombre antes que los demás. A los golpes se había hecho hombre.

Pablo no era muy amigo de nadie pero era quien dirigía los juegos y decidía el lugar de cada uno de nosotros en los partidos de fútbol. A los once años de edad, era ya casi tan grande como su padre e igual de irritable, por lo que nos parecía natural obedecerlo. No era muy de hacer bromas o reírse; él siempre andaba odiando. A los perros, jurando que los mataría uno por uno, al igual que mataría a su madre, si llegaba a encontrarla viva. O a su propio padre, cuando tuviera la ocasión. Fue en una de aquellas tardecitas de fútbol en el potrero, cuando algo de nuestra niñez se perdió para siempre. No sé cómo explicarlo pues tal vez me ocurrió solamente a mí; creo que desde aquella vez no volví a ser el mismo.

Francisquito estaba en un arco, yo en el contrario. Luppi de delantero. Creo que Julito y Demetrio iban de volantes; o uno de volante y otro en mi equipo. El gordo Vega marcaba el área de Francisco y Froilán el lado nuestro, junto a otro pibe del barrio cuyo nombre ya no recuerdo. No sé qué vino a hacer Pablo ese día, porque el partido ya estaba empezado, pero me acuerdo de que se metió en medio de la cancha y se largó a gritar.

—¡Hagan goles! —Gritaba, y alardeaba su superioridad como goleador. Al pasar a mi lado le vi los ojos enrojecidos y me llegaba su aliento a alcohol y tabaco. No era la primera vez que imitaba a su padre distrayendo algo de su despensa; pero me daba miedo verlo así.

Le temblaba la boca; apretaba los puños, siempre listo a camorrear a cualquiera. Seguimos jugando mientras él iba de un lado a otro de la cancha, desorientado, gritando y buscando roña, pero todos lo evitaban.

De todos los perros que andaban vagabundeando por el pueblo, Reviro, un terrier marrón de ojitos grandes era el más querido. Le decíamos así porque siempre giraba como buscándose la cola. Era de meterse en la cancha en medio de los partidos de fútbol, y lo esquivábamos diciendo: “fuera de acá Revirito; quédese en el banco de suplentes por hoy”. El pobrecito eligió un mal día para estar con nosotros. En cuanto Pablo lo vio, empezó a los gritos. Estaba furioso. Levantó del suelo un ladrillo de los que usábamos para marcar el travesaño de la cancha y se lo tiró con toda su fuerza. La piedra dio de lleno en el costado del animal abriéndole una herida sangrante. Revirito aulló de dolor y se alejó de nosotros a rastras, asustado.

La chiquillada enloqueció. Yo estaba duro primero; petrificado; pero se nota que los chicos ardían de rabia. El gordo Vega cruzó corriendo el medio campo y no sé cómo hizo, pero se le tiró encima a Pablo y lo derribó. Los demás; Luppi, Demetrio, Julito, hasta Froilán, se sumaron a repartir golpes y patadas sobre Pablo. Cuando miré a Reviro, a un costado y como muerto, creo que recién ahí reaccioné. Me lancé sobre Pablo y, apartando a los demás, le empecé a dar en la cara con los puños cerrados. Me enceguecí; no pensé jamás que alguien de mi baja estatura pudiera darle una paliza al muchacho más fuerte del pueblo. Pero ahí estaba yo; un puñetazo atrás de otro. En un momento en el que vi la cara de Pablo casi retrocedo. Estaba pálido, le temblaban más que nunca los labios y tenía los ojos hundidos y una mejilla sangrante a causa de uno de mis zurdazos. Los chicos tuvieron que apartarme. De a poco nos abrimos en círculo alrededor de él.

Vimos al niño grande que en realidad era. Gemía como niño; se acariciaba la mejilla con la mano curtida de peón de almacén. Pero era un chiquilín que lloraba por la golpiza recibida. Nos quedamos callados. Creo que entendimos, recién ahí, que Pablo era un pibe como cualquiera de nosotros. Tal vez pareciera un hombre por fuera; pero ya no era invencible. No imaginaba sin embargo, que algún día iba a ser no sólo vencido sino ultimado y por sus enemigos más vengativos.

Siempre se dice que la niñez dura una eternidad; que después de los treinta, empezamos en verdad a envejecer. Pueden ser frases hechas, pero nunca sentí tan de cerca esa segunda verdad como cuando volví a encontrar a Pablo cerca del pueblo, unos veinte años más tarde.

Uno por ahí todavía se siente joven, y no ve el paso del tiempo en su propia cara. Noté los años transcurridos en la suya, al toparme con él. Era el mismo grandote; los ojos desorbitados, las mejillas rosadas, el cabello revuelto. Pero sus facciones eran más duras. Era el rostro de un hombre con mucho pasado. Me reconoció con una sonrisa, afirmando que yo no había cambiado casi nada y me invitó a pasear en su camioneta. Subí, y me miré los ojos en el espejo retrovisor. Mi ceño fruncido delataba una madurez resignada, forzosa, que ningún halago podría disimular. Al parecer, Pablo no recordaba nada de aquella paliza legendaria de los años de infancia. Mi presencia lo animó a largarse a hablar. Mientras enfilaba para el lado de la hornada, y a los gritos según su vieja costumbre, me fue contando cómo su padre había muerto mucho tiempo atrás dejándole la despensa “que fundí de bruto, nomás” para terminar tomando el empleo de camionero para una fábrica de losa industrial. El vehículo no le pertenecía, pero lo usaba a su antojo.

Me preguntó que fue de mi vida, y de la de los “muchachitos del pueblo” como llamó a los niños que fuimos una vez. Suspiré y con un poco de nostalgia le relaté lo que sabía. Los hermanos Carranza, Demetrio y Francisquito, se habían ido a Bahía Blanca y administraban un hotel familiar. De Luppi no sabía nada. Julito había fallecido de neumonía dos años atrás, “ah, pobre”, dijo Pablo al enterarse. Froilán se hizo sacerdote y trabajaba en una diócesis salteña, y Vega se recibió de ingeniero y vivía en Comodoro Rivadavia. ¿Y vos? Fue su inevitable pregunta que me arrancó otro suspiro pero de tristeza, que sonó como un bufido. Comenté, a las apuradas, que era redactor del periódico local, “El matutino”, y colaboraba con otras publicaciones. No le mencioné mis sueños resignados de ser escritor, ni que componía versos en mis ratos libres.

—¿Te casaste?

—No.

—Yo tampoco.

—¿Hijos?

—¡Nooo! Ni loco.

—Así que sos periodista —dijo equívocamente y sin convicción, estacionando la camioneta a pocos metros de la vieja hornada. Nos bajamos y él, inmediatamente, trepó sobre la plataforma—. ¿Te acordás? —dijo, haciendo señas para que subiera. Mis recuerdos estaban demasiado frescos todavía como para contestarle nada; como jamás quise contradecir a Pablo, y olvidando que ya no éramos unos niños, subí a su lado. Mis cansadas piernas me ayudaron a recordar nuestra común adultez, notoria en los hombros caídos de Pablo; en las facciones angulosas de su cara, con sus ojos saltones atormentados por una mirada siempre inquieta. Distraídamente se puso a caminar por encima de un oxidadísimo riel. Lo seguí, mirando cómo sacaba la petaquita del bolsillo y la vaciaba de a largos tragos. No, si ya venía entonado, es fácil darse cuenta cuándo un hombre está pasado de rosca.

La trayectoria que estábamos siguiendo, como cuando niños, no llevaba a ningún lado. La imagen de un camino sin salidas me resultó tan familiar como asfixiante.

—¿Te acordás? —dijo Pablo señalando las fosas.

—No te acerques, puede haber perros adentro —advertí.

—¡Bah! —Arrojó la petaca vacía dentro de una de las fosas, desde donde brotó un aullido lastimero—. ¿Qué, tenés miedo? —Me miró con sus ojos encendidos de alcohol y de una rabia extraña—; siempre fuiste un petiso cobarde, un cagón. Como aquella vez —agregó al tiempo que se agachaba a recoger piedritas saltadas del pavimento—. ¡Cagón, reverendísimo cagón! ¡Si no fuera por los otros chicos ni te me habrías podido acercar!

Se me revelaba, sin pedirlo ni quererlo, el rencor antiguo de un niño grande, incapaz de madurar los treinta y pico de abriles mal vividos que cargaba; hablando de “los otros chicos”, como si estuvieran en alguna otra parte que no fuera el pasado irreversible al que aludía y que yo buscaba olvidar en la medida de mi propia infelicidad presente. Pablo seguía hablando; me enfrentaba. pero más que temerle a él me asustaba y repugnaba su insensatez, su enfermiza fijación por el tiempo perdido e irrecuperable de la infancia. Estaba tan pegado a esos recuerdos tontos como yo a querer desmemoriarme de ellos. Pero Pablo insistía; me hacia frente…

—¿Por qué no me pegás ahora, si sos guapo? Ahora no están los chicos para que te defiendan…

Pablo tenía toda la razón. Estábamos solos en medio de la nada; con algún que otro perro de testigo y con la noche cayéndonos encima.

Su aliento etílico me rozaba la cara. Esos ojos furiosos. Sí; sentí miedo. Y lástima. Por él; por mí. Dije: “no te pego porque sos más fuerte. Y porque es estúpido hacer cosas de chicos. Los chiquilines se agarran a las trompadas; los hombres, no”.

—Lo que pasa es que tenés miedo.

—Lo que pasa es que pasaron veinte años de una chiquilinada y tus rencores resultan ridículos.

Pablo insistía con su cantinela maniática.

—Lo que pasa es…

—¡Entones pegame vos a mí! —Se me escapó a gritos—. Dale. Demostrá lo que somos; dos perfectos perdedores. Sin mujer y sin hijos. Sin estudios ni amigos. Dos perdedores infelices y aburridos.

Me dio la espalda violentamente y escuché su risa desencajada. Empezó a arrojar las piedritas que tenía en la mano a cada una de las fosas, riendo con atolondrada porfía; repitiendo el sonsonete como un cántico infantil.

—Tiene miedo, tiene miedo…

Los perros comenzaron a emerger de las fosas. Bostezando, gruñendo. A Pablo parecía divertirle muchísimo interrumpir el sueño de esas bestias, tanto como le gustaba gritarles, y herirlas. Seguía tirando piedras y doblándose de risa. Era un espectáculo grotesco. Irritado, me desencaminé hasta el borde de la plataforma. Era absurdo permanecer allí, con ese pobre canalla que fue Pablo.

—¿Qué? ¿Te vas? —me gritó—. ¿Cómo vas a volver?

—Caminando, imbécil —contesté en un alarido.

Ojalá me hubiese perseguido para trompearme. Habría sido lo mejor. Se quedó ahí rumiando su cantinela, hiriendo a los perros, que daban vueltas a su alrededor, molestos. Salté la explanada. Recuerdo una luna llena y silenciosa en el lejano firmamento. La oscuridad cerrada y el frío como mordeduras sobre la piel. Mis deseos de escapar corriendo.

Absorto en su mundo infantil, Pablo llegó a gritarme algo y rio una última vez al oír el aullido de dolor de uno de los perros, al que acababa de dar en el blanco con otra de sus municiones de piedra. Me di vuelta justo en el momento en que la jauría se arrojaba sobre él. Me cubrí los oídos para no escuchar su grito entre los ladridos. Y escapé, corriendo.

Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.

 

sábado, 8 de noviembre de 2025

EL HOMBRECITO DE LA HORCA

Víctor Lowenstein

 

Noté que algo empezaba a andar muy mal en cuanto me remangué los pantalones para cruzar el río. El siseo de unos juncos meciéndose en la brusquedad de un golpe de viento –y a esa hora del crepúsculo es suficiente una brisa para poner tensos los sentidos– trajo a mi nariz un aroma vegetal y animal a la vez. Algo entre almizcle y ámbar gris, con una fuerte pregnancia como de ruda medicinal. La sudoración de mi piel mezclada con las fragancias forestales me impresionaba vivamente; pero eso no explicaba la enervante aprensión al mirar mis brazos, de una palidez inconcebible. Mis manos lechosas, y por efecto del resplandor de una prematura luna, hallar en mis extremidades una similitud inquietante con el blanco de los brotes del cañaveral que me circundaba.

La visión del matorral próximo a la orilla me provocó angustiosas asociaciones de ideas. Las cañas se alzaban desde la tierra cual lanzas erectas acabadas en oblicuas puntas que señalaban al firmamento.

Lo más molesto, sin embargo, no era esta miríada de pensamientos sino la conciencia de saber que estas, mis aprensiones, eran producto de mi carácter supersticioso, de suponer inverosímil toda igual aprensión, y no obstante hallar imposible el librarme de este escarnecimiento en la parte física, como si en lugar de pensamientos o sensaciones fuesen las mías reacciones inevitables como tics nerviosos, inclusive independientes de toda visión, de cualquier pensamiento nefasto.

Luego de dados los primeros pasos, a contracorriente y con el fresco de las aguas en mis pantorrillas, volví a pensar en eso. Debía reflexionar, me sentía en la obligación de hacerlo.

Yo sufría miedos tontos, o que juzgaba como tontos, y deseaba dilucidar la causa. La luna brillaba en las alturas; la espesa noche vegetal reinaba a mi alrededor. Verdes juncos y exóticas madreselvas. Totoras, sauces, intrépidas hiedras. Un panal de abejas pendiendo hinchado de la rama de un arce se me antojó de pronto ominoso. Un nido abandonado que en la copa de un árbol fenecía me transmitió mudamente su agonía.

Todas estas señales de desasosiego se disparaban en mí desde remotas simas interiores, oscuridades de otra gran selva o bosque insondable en el territorio de mi alma torturada...

Pero ¿qué debía temer yo, en la simple noche del bosque? Raro era que se hubiese hecho de noche tan repentinamente, pasando apenas el meridiano del atardecer, y es que acaso vadeando el río y habiendo traspuesto la mitad de su curso ya todo estaba a oscuras y no había estrellas en el firmamento, donde la luna se cubría con nubes que se me antojaron también ominosas.

Una de mis zapatillas cayó al agua resbalando de mi mano y sentí otra vez ¡ay!, ese pulso ya horrendo de malos augurios. Cada maldito susurro entre las hojas, por nimio que fuese se me hacía señal de posibles desgracias.

El panal de abejas, vuelto a ver, tenía forma de testículos de hombre. No obstante la idea, por demás idiota me estremeció. Era ridículo, pero realmente tenía esa forma curvada y caída. Me avergoncé de mis asociaciones de ideas; pero al girar el cuello (llegaba a la otra orilla pues me había detenido súbitamente no sé por qué causa y miraba de reojo el panal de abejas) volvía a ver ese testículo, aquella glándula rugosa del color de la piel humana que hacía crujir la rama del árbol de la cual pendía. Parecía sostenida con perversa gracia, a la espera de desmembrarse y caer por el peso de la maldita colmena.

Procuré calmarme. Solo era yo, con mis miedos, en el bosque. Nada con forma humana iba a aparecer detrás de los matorrales. Ni siquiera los malditos cáñamos con sus brozas agitándose en el viento como extremidades de una multitud energúmena me impresionaba mucho más allá de mis sabidos terrores nocturnos. Ningún fantasma alteraría la inquietud natural de la noche y de sus sombras y sus criaturas. No confiaba, empero, estar libre de merodeadores, de asaltantes o de algún aparecido. ¡Ni siquiera de un fantasma del bosque! La moderna ciencia no nos salvaguarda de lo que aún no explican sus dictámenes. Por ello y por mi propia intuición atravesaba con cautela el último tramo del río. Desde allí se divisaban los granados; con sus frutos rojos y globosos colgando bajo ramas solitarias. Pervivían de emociones primarias. ¡No! Era mi alma la que se dejaba engatusar y era yo quien fantaseaba en la desangelada noche sin sueños. Pero ¿no era la granada una fruta prohibida? ¿No era la que había tentado a Perséfone en el Hades griego? Por unos momentos el negro cielo me pareció terroso como el techo de un mundo subterráneo; me dejé ahogar por fantasías del tártaro; la horripilante presunción de un infierno sobre esta tierra. Pero lo que el destino dispone los seres humanos lo deben padecer. Y lo que el destino tenía para mí dispuesto era una aciaga noche de desasosiegos. Imposible mensurar lo extenso de todo mi recorrido; lo interminable de aquellas horas en las que transité el espeso bosque nocturno camino a mi hogar. Las sentidas inquietudes de la noche; sus vulgares rumores me detuvieron en más de una ocasión, con una perplejidad refleja en los momentos en que me apoyaba en la corteza de un árbol para descubrirme luego, de rodillas sobre la hierba, que contemplaba el firmamento con embeleso, a la espera de lo que me tuviera reservada la providencia. Nadie en este universo es capaz de afirmar que la naturaleza de lo predecible rige todos los ámbitos y todos los tiempos; solo un necio se creería con el derecho a declarar que aquella noche, aquella vil y desconocida noche no pudo ser la última de las noches para mí; que pude sucumbir ante enemigos fabulosos o desfallecer exánime bajo la voluntad de mis propios demonios, o de mi propio Dios. En cualquier caso, sobrevivir a la negrura de mi pesadilla merece la sinceridad de un acto de contrición. ¿Será ese el milagro? Pero como en cualquier jornada en la que anochece, mi cuerpo reclamaba descanso y mi alma luchaba contra el sueño para sostenerlo. Mi cerebro ya no era capaz de pensar como horas atrás, en la mañana (¡tan lejana!) en tanto que mis párpados realizaban su función con evidente lentitud, un claro síntoma de fatiga. Al subir por la hondonada de tierra firme esperaba una vaga disipación de temores estigios a las puertas mismas de la ciudad, de la vida mundana; nada deseaba yo más que una cama limpia bajo un techo.

Con las zapatillas en una mano y el cuerpo goteando agua de río fui dejando atrás tierras silvestres para reingresar en la ciudad.

 

Las calles estaban desiertas a esa hora; no sé cuál era, alguna entre la noche y la madrugada creciente. Las luces encendidas aún iluminaban malamente una larga avenida transida por el mayor de los silencios; esa luz mortecina anidó en mi alma con la premura de un ave rapaz, bajo cuyas alas negras se dejaba entrever la misma lobreguez que llenaba cada espacio dado a mis ojos.

Caminé descalza sobre el asfalto sintiendo en las piernas la humedad de mis pantalones empapados. Aspiré fuertemente el aire nocturno que todavía olía a juncos y tierra mojada. Bajé los párpados y me concentré. Solo oía el zumbido de una luz de neón, por encima de mi cabeza. Dentro, las dudas esculpían formas abigarradas de verde luz ancestral. ¿Qué supervivencias, qué figuras humanas o qué clase de criaturas seducían remotos parajes de mi psiquis profunda evocando aquellos tubérculos de piel humana, aquellas aberraciones de carne vegetal? ¿Quién me aseguraba la verdad; quién me la negaba? O a un mejor decir, ¿acaso había un quién? Estaba en todo el derecho de pensar en la absoluta ausencia de un Dios o cualquier forma de sapiencia fuera de mi propio ser consciente, sacudido por las atroces pertinencias del miedo hacia todo y en todas sus formas posibles.

Y al llegar a casa la televisión estaba encendida. Lo noté al entrar al living precedida por el gran silencio de la noche. Al ingresar oí claramente la estática del aparato y los sonidos propios de alguna película entremezclados con voces. Allí, en el sofá vi a Rómulo, el amigo con quien vivo. Debo aclarar que Rómulo es un hombre que suele cambiar de apariencia con bastante asiduidad. Junto a él estaba un sujeto a quien yo no conocía; un corpulento y calvo anciano que conversaba con mi amigo en idioma alemán. Sin inquietarse por mi llegada apenas me dirigieron una mirada y siguieron comentando el film que estaban viendo; un viejo western con Charles Bronson haciendo de indio. Me sorprendió sobremanera descubrir a Rómulo dialogando fluidamente en alemán. Desconocía que mi amigo hablase algo más que un pobre castellano.

Pasé junto a ellos y con la misma indiferencia me encerré en el baño. Me senté al borde de la bañera deslumbrada por la agradable lumbre artificial que se reflejaba sobre los grandes azulejos blancos. Me gustaba ese baño. Todo era tan blanco ahí; tan silencioso durante las madrugadas que invitaba a quedarse simplemente mirando esos azulejos, sin pensar en nada. Empezaba a sentir ese cansancio en la espalda que sobreviene después de una larga caminata, de una transición desde la noche. Abrí los grifos, deseosa por darme una ducha tibia. Quité las ropas de mi cuerpo casi con asco sintiendo que despegaba de él cosas húmedas y sucias como algas u hojas podridas. Desnuda bajo la caricia del agua y entre brillos acuosos de azulejos blancos, tarareando una melodía aprendida en la niñez quedé mirando la blancura frente a mis ojos, obnubilada en mis sentidos por un deseo de dormir aparejada en la larga noche insomne atravesada a pie y nervios en las pasadas horas, que al momento se me hacían una sola pesadilla, soñada en un único instante terrible acabado de pasar y tras el cual, como entre nubes y bajo la poderosa iluminación eléctrica del baño, era exactamente como un mal sueño ya soñado que reclamaba otra vuelta a las sábanas, el urgente reparo de otro descanso, en una cama suave y bajo la protectora oscuridad.

Recuerdo haber palpado con los dedos las superficies blancas, resbalosas de agua en medio de la luminosidad que lastimaba mi vista fatigada y añorar de alguna manera la oscuridad del bosque; el mosaico tenue de claroscuros que bajaban por las enramadas invitando a las criaturas que lo habitan a pernoctar en sus muchas moradas. Dentro de los troncos huecos... en madrigueras bajo las colinas...

Cabeceó sobre los azulejos húmedos. Se estaba quedando dormida. Su brazo inseguro se estiró en busca de una toalla y oyó las voces, afuera. Ese maldito alemán hablaba a gritos descaradamente. La cerveza estaba haciéndoles efecto.

Zwei Seelen wohnen...

Ambos reían juntamente y ¿la engañaban sus oídos o también estaban entonando a coro una ramplona versión de Horst Wessel Lied a toda voz?

El estúpido de Rómulo no se detenía hasta beberse la última gota de cerveza. Solía ser generoso con los invitados y servía cada copa que veía vacía. No hablaba mucho ahora; se limitaba a responder: Ia, ia, tras lo cual se hizo un corto silencio. Luego rumores, bisbiseos y por lo bajo unas risas que no presagiaban nada agradable; el alemán vociferó algo que no pudo entender pero intercaló en la frase su nombre y tembló. Se reconoció a sí misma en aquel baño como si despertase de un sueño de siglos en el que inevitablemente volvía a ser la víctima. Ya era tarde para muchas cosas. Llena de horror se despabiló por completo y solo pensó en la toalla, en cubrirse para escapar de esos dos seres brutales cuyos pasos se aproximaban ya a la puerta del baño con evidentes intenciones de abusar de ella. In meiner Brust ! Ia ! a Jewish... ¡aj!

Estaba semidesnuda y se miró antes de animarse a salir. Esos pequeños pies descalzos no podían ser los suyos pero caminaban paso a paso desde el baño hacia el dormitorio. Las voces de Rómulo y el alemán intercambiaban risas allá en el living, donde la oprobiosa campanada del reloj de pared tañía el aire justo al caer las... doce de la noche. La doceava nota del bronce rompió lejana en el imperio de la medianoche. Allí afuera todo debía ser un paisaje de soledades dolientes hasta la lágrima. Se detuvo en mitad del pasillo. Tiritando... mojada... los oyó poniéndose de pie y cambiando palabras ininteligibles por sobre la estática del televisor y el sonido del viento, afuera; creyó entender que el alemán le pedía otra botella a Rómulo, quien con tanta bebida encima y pasadas las doce debía ser ya un vampiro o algo más monstruoso aún... los gritos del otro se lo confirmaron. La sobresaltaron sus voces cada vez más altas y el insulto desgargantado por un ataque histérico, seguido o respondido por una murmuración gutural. Y un silencio tremebundo... ICH WEISS NICHT!!!!! ARRRGGGHHH!!!!! Shhhhhh......

Corrí hacia el cuarto; temiendo que, quizás, me hubiesen visto por un instante al pasar a través del dintel de la puerta que proyectaba su sombra hasta la cocina; un relumbre de ojos rojos me siguió como un rayo. Fue inútil apresurarme hasta la cama y cubrirme debajo de las sábanas como niña asustada, como si no supiera lo que ocurriría y la forma en que los había seducido con la visión de mi cuerpo desnudo envuelto en la toalla húmeda...

Y en ese momento, un horror mayor se apoderó de mi mente y las interrogaciones más agudas estremecieron mi interior. Quien era yo, por ejemplo, era la pregunta que pugnaba por no hacerme mientras esos dos brutos se aproximaban a mi cuarto... y ya no recordaba quién era Rómulo; me esforzaba por ordenar las ideas que giraban a mi alrededor, pero tampoco estaba claro para mí quién realizaba este esfuerzo, arropada entre sábanas húmedas o quizá aún en el baño, apoyando mis manos temblorosas en los azulejos fríos.

Razonaba estas cosas, padeciendo esos horrores en mi carne; mi ser se estremecía por entero en la visión de ideas lúgubres y se descomponía en retortijones sin abandonar aquel estado de alucinada lucidez que surgía con cada espasmo de dolor, acerca de la vinculación intrínseca entre pensamientos y carne, renunciado el origen, sabiendo que bajo la misma piel y en toda la extensión de mi cuerpo éste mismo era quien pensaba, sufría y visionaba todo derramamiento de sangre; alarido agónico, desgarro visceral y multitud de tormentos pero ¿más allá de mí? En las afueras, en el bosque, una musiquilla delirante vuelve a sonar. Es el runrún de un golpe de viento entre las hojas, quebrantamientos cortos y ásperos de ramillas de arbustos violentadas por brisas nocturnas. No se escuchan los pasos de quien ande por ahí, los pies suelen hundirse en la broza húmeda sin hacer el menor ruido. Pero quien camina, como lo hacen el viento y los reptiles describiendo precisas rutas a través de enmarañadas cuestas, oye la voz del misterio en todas sus formas. La voz de los espíritus de la naturaleza entona himnos engañosos; el croar de la rana se funde con el último graznido del pájaro muerto.

Todo vuelve a ser reboño y descomposición. Lejos, bajo la tierra mora, lo que acabará por llegar a la superficie. No puede sentirse sino hasta que alcanza un cielo de humus. Pero el instante llega, fatal y lóbrego, cuando La Parca viene a reclamar lo que le pertenece desde siempre. El roer del gusano y el ladrido del cánido la conocen ya; solo la desoyen aquellos que caminan sin el temor a Dios palpitando en sus corazones; los paseantes nocturnos. Aquella noche ella retornó al bosque; la sangre manaba por entre sus piernas y reía como loca. Llorando una tristeza extraña por lo que había olvidado. Sin rencor hacia nadie. No le dolían los magullones; no le mortificaban las culpas; no gruñía de rabia. Atinó a responder el llamado de la noche. La voz de Pan entonando una sinfonía profana en las aflautadas gargantas del cañaveral cercano a la orilla de un río; y en las murmuraciones de éste, eran las arias de un rapsoda en la hora del duelo. El hombrecito de la horca, pálido niño, arrojó una soga desde la copa del árbol de mandrágoras donde vivía, para que ella pudiera subir a jugar con él. Y ella, sonriéndole, la anudó a su cuello... 


Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.

domingo, 16 de marzo de 2025

OSCURAMENTE HUMANO

Víctor Lowenstein

 

Dobló la ochava sin pensar, acostumbrada la conciencia juvenil a ese estado inercial de murmullos internos con que su cabeza reaccionaba ante los últimos hechos oídos y sabidos a su alrededor, no vistos todavía; sí siempre presentidos, por ende, innegables. Hay verdades del corazón que la razón no tiene derecho a cuestionar. Emiliano era tipógrafo; convivía entre periodistas que a menudo eran poetas y defensores de la verdad. Una generación de jóvenes revolucionarios, identificados con las ideas de liberación nacional. Se le venía contagiando el asco ante la injusticia “de los de arriba y los de afuera” el neocolonialismo yankee que dirigía el circo internacional, tanto como cierta incredulidad ante lo que sin dudas estaba ocurriendo: las detenciones arbitrarias, los secuestros y todo eso, que por ahora seguían siendo noticias ajenas. Más se le pegaban al alma las poesías leídas de sus camaradas o las líneas que imaginaba como futuros poemas propios. Tenía tanto por leer y aprender aún…

Se sentía inmerso en la poesía. Era un poco su modo de ser en el mundo. Respirando la frescura de la noche creciente entró por el pasaje que llevaba hacia la avenida, un atajo frecuentado a menudo pese a las advertencias de sus amigos y colegas. “cuídate, chango” le repetían, pero Emiliano sonreía ante las admoniciones amistosas y ante la desconocida vida y caminaba libremente, mirando las baldosas y recordando aquella portentosa frase borgeana “Ya las lustrales aguas de la noche me absuelven…” promediando el penumbroso corredor fue que alzó la vista y los vio: eran cuatro o cinco sujetos, de pie junto a la salida del pasaje. Lo miraban a él, indudablemente. No le quedaba otra que continuar la marcha hasta la luz de la avenida. Fingiendo soltura apuró un poco los pasos…

Más se acercaba, mejor los veía. Eran cinco, sólo que uno de ellos se había puesto de cuclillas, haciendo hueco con las manos para encender un cigarrillo. El chisporroteo del fósforo los reveló adustos, vestidos de negro, con gafas oscuras todos pero dirigiéndole miradas indisimuladas.

Emiliano murmuró “permiso” pero los cinco lo rodearon de inmediato. Nada decían sus caras, pétreas como las paredes que los rodeaban. Se miraron entre sí, lo miraron; por primera vez supo lo que era el miedo.

Fueron minutos interminables, entre largos intervalos de silencio, contestando todo tipo de preguntas personales. Tuvo la vaga conciencia de estar bajo el asedio de profesionales de un grupo de tareas, cuyas tácticas policiales conocía bien de oídas: interrogaciones a voz de cuello, repetidas, para ponerlo más nervioso. El énfasis en conocer datos privados, nombres, filiaciones. Que buscaran a gente del semanario en que trabajaba, y no a él, no cambiaba las cosas; el intendente de Escobar, un tal Luis Abelardo Patti quería a todo disidente muerto. A Emiliano se le atiplaba la voz y aflojaban las piernas. Aquello no parecía tener fin. Supo que tenía que ser valiente. Por ellos, los que amaba, sus camaradas.

Sintió un ardor muy agudo en las mejillas y se llevó los dedos a la nariz. Un cálido hilo de sangre manaba de uno de los orificios. Le ocurría en situaciones difíciles, antes de un examen, por ejemplo. No este tipo de examen. Los hombres de negro lo advirtieron. Uno de ellos ahogó una risa, y Emiliano no aguantó más. Dando la vuelta echó a correr, hacia la esquina de la ochava. Con los ojos anegados de lágrimas y la oscuridad como aliada, el joven poeta corrió lo que daban sus fuerzas. Llegó a escuchar un chasquido metálico, probablemente el de un revólver, y la frase de uno de ellos dejada caer, como escupitajo: “ma sí, dejalo”.

Logró llegar. Las luces de la calle le provocaron tanta alegría como pánico; aprendía a estar alerta como todo disidente. No se sentía orgulloso como había supuesto que lo estaría, en alguna probable situación parecida. Había maginado que, en un caso similar, se negaría a cualquier interrogatorio insultando a sus opresores. Bueno, estaba claro que eso no había ocurrido; aún temblaba. Ya no se sentía protegido por sus ideales. Estaba anegado por el miedo, la rabia y una culpa indefinida. Debería estar orgulloso, algo así, no obstante la vergüenza lo abrumaba. ¿Tenía derecho a ser tan vulnerable, tan humano? Aguzando los sentidos, caminó sorteando distintas calles hasta llegar a su casa. Antes de entrar, buscó en sus bolsillos algo para limpiarse la sangre del rostro. Encontró lo que era la causa de su fuga entre las sombras. Un ejemplar muy arrugado de “El Actual” de su amigo Tilo Wenner. Un periódico de la resistencia. Nunca se limpiaría la sangre con eso. Prefirió releer un poema que su amigo plasmó en la primera plana. Sintió con toda razón que lo había escrito sólo para él.

Creo que el poema / con dientes y alma /capaz de andar cien siglos/ con una vuelta de sangre/ vive / desnudo /brutal / oscuramente humano.

  “Libre por principios y por propensión, mi estado natural es la libertad”

Lema del periódico “El Actual” Tilo Wenner (1931-1976?).


Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.


 

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