jueves, 25 de abril de 2024

BARRACA 13

 Víctor Lowenstein


Llega otro otoño. No son como los de mi infancia, donde la brisa fresca nos animaba a salir a patear las hojas secas y festejar la nueva estación; no significa ahora más que preocupaciones por mantenernos vivos y conformarnos con lo que tenemos. Encerrados y pasando necesidades a menudo, el otoño es otro gigante indeseable y gélido como el invierno, que nos recuerda lo expuestos que seguimos a los rigores de la postguerra. Somos sobrevivientes. Punto.

Advertí su llegada antes que el resto de los que estamos aquí, la última colonia conocida, barraca trece. El aire frío entra por mi nariz y mi boca y siento esa invasión impiadosa de vientos helados que hablan de desprotección y confinación perpetuas.  

Dios nos proteja. Dios, y nuestros protectores terrenales.

Pertenezco a una época antigua; cuando los inviernos eran inviernos de verdad y las primaveras sí eran los tibios renacimientos de cada año que era como debe serlo. Y los veranos, amigos míos, los veranos sí eran la expresión de júbilo de la misma naturaleza. El sol, que aún recuerdo y ya no se ve, derramaba sus bendiciones sobre sus hijos frutales y carnales; crecíamos entre goces forestales.

Ni pensábamos en el paso del tiempo, los ciclos estacionales, el clima normal que disfrutábamos. Vivíamos y ya. Desde luego las tensiones mundiales existían y me inquietaban solo a mí o a unos pocos. Lo cierto es que me guardaba mis aprensiones al igual que todos aquí se guardan sus pensamientos. Vivimos en el miedo. A lo que pueda faltar, a lo que pueda sobrevenirnos, a perder el permiso que nos otorgan para salir a buscar alimento cada día.

Otoño significa menos frutos, menos animales que cazar, más fríos que sufrir. Nos organizamos lo mejor que podemos. Los hombres salimos a buscar leña y recolectar el alimento que podamos. Las mujeres cuidan el refugio y crían los niños que son nuestro futuro. Los niños…

Son nuestro tesoro. Los mantenemos aislados en la mejor barraca del refugio. No es la misma cada año; nos cambian de lugar. En principio nos confinaron en la barraca 20. Teníamos siete chicos más. Los cuidábamos; no les permitimos salir afuera, por los peligros y la radiación. Los que tenemos ahora están bien protegidos, no sólo porque les separamos los mejores alimentos y agua limpia que conseguimos. También cuentan las vitaminas que nos dan ellos para que crezcan más sanos y fuertes cada año. Los instruimos para que sean agradecidos con sus mayores y aprendan a obedecerlos

Nosotros, los adultos ya estamos cansados. La vida es dura en la barraca, sólo es luchar para sobrevivir y no otra cosa. Pertenezco a una época en que los jóvenes soñábamos y luchábamos por un mundo mejor. No es chiste, pero te ríes cuando sales del refugio y tras caminar kilómetros sólo te topas con barbechos y tierra muerta; no es posible que nos hayamos jugado la vida por este páramo donde apenas unos pocos sobrevivimos tan duramente. No podemos permitirnos quedarnos sin carbón de leña, o sin el agua que filtramos de riachos medio contaminados. No perduraríamos de no ser por la protección de nuestros mayores y la esperanza en nuestros niños.

A veces pasamos hambre, pero de alguna forma logramos salir adelante. Hemos estado semanas sin agua potable, o sufrido incendios por quedar algún guardia dormido en uno de sus turnos. Todo se soporta aquí; todo se supera de algún modo.

Lo que nunca podremos permitirnos es desobedecer a nuestros mayores. Ellos pertenecen a un patriarcado superior. Vienen de lejos, de una ciudad fortificada que pocos han conocido. No sé nada sobre ellos ni me atrevo a averiguar. Son tan diferentes a nosotros…altos, rubios, uniformados. Pertenecen a una casta de sabios por lo que se ve, aunque debemos bajar la vista ante su presencia. Nos visitan una vez al año. Los he espiado dando hablando con las mujeres y acariciando las cabezas de los niños. Con los hombres son menos amables y nos dan órdenes con un extraño acento al hablar. Hablan poco y se quedan poco tiempo. Tienen algo de militar y mucho de gobernantes. Después de todo ellos hicieron el refugio y nos metieron en estas barracas. Es mejor que vivir en la intemperie y sin ninguna protección como la que tenemos.

 Procuramos ser agradecidos. Nos traen vitaminas para los chicos, botellas de vino a veces y combustible para las estufas. Son y serán nuestros salvadores mientras acatemos sus órdenes. Es simple. Una vez al año regresan y nos dan nuevas directivas, nos dejan algunos regalos, y se llevan otro niño o niña, lo que nos asegura otro año de protección aquí en la barraca trece, que en el próximo invierno será barraca doce. Ojalá nazcan más niños los próximos años, y las recolecciones mejoren un poco. Así es la vida aquí.


Víctor Lowenstein nació en Buenos Aires, Argentina, el 19 de enero de 1967. Escritor. Autor de seis libros de cuentos fantásticos. Dos menciones de honor de la Sociedad Argentina de escritores (S.A.D.E) y primero y segundo premio género cuento concursos “Siembra de letras” y antologías “Soles de América”.  Participación en más de veinticinco antologías y una docena de revistas digitales. Escribe textos ficcionales, horror, weird,  y ensayos sobre literatura moderna. Algunos de sus libros son: Paternóster, novela corta, 2014 y Artaud el anarquista, 2015.

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