Robert Gion
(…) probablemente también
eso formaba parte de algo más importante, pero tengo que reconocer que a Ramona
la encontré a finales de mes, una tarde de sábado, tirada en la cocina, con una
toalla sucia enrollada alrededor de la cabeza, con los tobillos atados con una
cuerda a una de las patas de la mesa y con los pezones perforados por un fino
hilo de alambre galvanizado, pasado por debajo del revestimiento del fregadero
y luego enganchado a los elementos del radiador. Tenía el cuerpo cubierto de
moretones y quemaduras de cigarrillo. En las costillas se veían garabatos
hechos con bolígrafo, y todo el tatuaje que le cubría el hombro derecho,
subiendo en una espiral llena de hojas por el cuello y enroscándose en la nuca,
había sido rasgado con una hoja de afeitar.
Una verdadera red de cortes le cubría la barbilla y la
mandíbula. En un muslo, torcido y sujeto con el resto de un elástico, colgaba
un pedazo de bombacha hecha jirones, y entre los dedos de los pies apretaba un
trozo de tela del que aún colgaba un botón.
—Jesús…
Llamé a Bobu desde el living y entre los dos le
desatamos las piernas, luego empujamos la mesa hacia la pared. Incluso a la
débil luz que entraba entre las persianas entreabiertas se veía cuánto pelo le
había crecido en el cuerpo en las últimas semanas.
En las axilas se extendían grandes mechones,
pegoteados de sudor. La piel de los muslos estaba infectada y enrojecida
alrededor de los pelos, y en las areolas de los pechos habían surgido varias
hileras negras de rizos, manchados de polvo y sangre. Por otra parte, Bobu
apenas se tenía en pie de lo borracho que estaba y resbaló un par de veces en
la mugre del piso: la heladera, olvidada abierta, se había descongelado, por
todas partes no había más que charcos y rebanadas de pan y de tomate caídas de
la mesa. El tacho de basura estaba patas para arriba, volcado en la puerta del
pasillo que daba a la entrada, y Ramona yacía desnuda, con las piernas abiertas
sobre las baldosas, y yo le entreveía el cuerpo a través de una miríada de
circulitos y descargas de colores que me fulguraban en el rabillo del ojo.
—¡Hombre!, ¿y ahora qué hacemos? —preguntó Bobu—. No
es como la otra vez. O sea… ¡fíjate nomás!
No respondí.
Tomé un vaso de agua de la canilla y luego intenté
sacar el alambre galvanizado de los pezones de Ramona. Al final lo desprendí
del radiador, se lo enrollé por los hombros, la agarré por la nuca y, con Bobu
sujetándola de los tobillos como podía, la arrastramos hasta el sillón cama del
living, en medio de los paquetes de papas fritas y las botellas vacías de
cerveza.
En la tele hablaban del efecto nocivo de las dietas
con sal marina y manzanilla, y eso, también, formaba parte de algo más
importante: yo escuchaba con una oreja y miraba los muslos peludos de Ramona,
las rodillas golpeadas, los labios atravesados por grietas y los párpados
hinchados, llenos de venitas, los mechones enmugrecidos que salían de debajo de
la toalla atada con un nudo en la nuca, tirando hacia arriba de la piel de la
frente, y luego a Bobu, que se había desplomado en un sillón y casi ni respiraba,
con la camisa empapada de sudor, sentado con sus brazos flacos, llenos de
pecas, cruzados sobre la panza.
El pubis de Ramona, arañado bajo los pelos, se
encharcaba en una sustancia viscosa amarillenta que rezumaba de las pocas
heridas que tenía bajo el ombligo. Su cuerpo se arrugó torpemente en el sofá
desplegado. Los brazos colgaban sin fuerza, la cabeza estaba torcida hacia un
lado, y la piel parecía destilar algo mohoso, hinchado, abarcando lentamente
sus huesos, atrapándolos en un cruel y lamentable agarre. Entre sus labios pude
ver la punta de su lengua.
—¿Qué hacemos ahora? —dijo Bobu.
Me senté en la alfombra, junto a la estufa fría en la
esquina de la habitación. Cerré los ojos, tragándome de a poco el bulto que me
subía desde el estómago, y miré por la ventana hacia los árboles de enfrente y
los techos de tejas de las casas.
—No podemos hacer otra cosa que esperar —le contesté
al cabo de un rato.
Hacia la tarde, sin embargo, el pelo ya había cubierto
el sillón, la alfombra, y crecía en un pelaje denso y suave alrededor de las
patas de la mesita del televisor.
Lo sentía escabullirse entre los dedos, rodearme las
muñecas: subía por los antebrazos en mechones largos, que se fundían a la
altura de los hombros, hacía bucles debajo de la remera, saliendo por las
mangas, me ceñía la cintura con un grueso cinturón trenzado. Había rodeado el
sillón y se había enrollado varias veces alrededor de la biblioteca,
inmovilizándola en un punto de apoyo sólido desde donde se desplegaba hacia las
cuatro esquinas del cuarto, en franjas anchas y blancuzcas de caspa.
Se había tragado incluso la pierna de Bobu hasta más
arriba de la rodilla y trepaba en un mechón castaño, despeinado, frente a la
ventana, entre las puntillas de la cortina, arrancando del techo la guía de la
cortina.
Bajo el peso de las pestañas enredadas en ramas
ásperas a la cabecera de la cama, mezcladas con el pelo del cuero cabelludo y
coladas por detrás del revoque de las paredes hasta por encima del marco de la
puerta, los párpados de Ramona habían cedido, hundidos en el líquido barroso de
las órbitas.
El vello entre las piernas se alargaba ahora,
abundante y duro, en las fantasías de un matorral arborescente, como un
emparrado sobre el cuerpo envuelto en las cintas de los mechones de las axilas.
Me deshice como pude del enredo de pelos, zarandeé a
Bobu y luego, después de ayudarlo a sacarse las medias y los zapatos, nos
fuimos a la cocina y nos sentamos a la mesa empujada hacia la alacena por una
bola apelmazada, llena de cáscaras, que, después de reunir todas las
alfombritas del pasillo, había metido una punta entre las bisagras de la puerta
de la cocina.
Las ventanas estaban completamente tapadas. Bobu
agarró una botella de vino, se sirvió un vaso y se lo bajó de un trago. Se
sirvió otro, luego me echó a mí también en una taza como hasta la mitad,
después tiró la botella en la pileta y me miró con unos ojos legañosos, como
dos agujeros en un pedazo de hígado podrido.
El pelo se había arrastrado tras él, le había vuelto a
agarrar los tobillos. Subía lentamente por las pantorrillas hacia los muslos.
Yo agarré un cuchillo del soporte, lo corté y corté también los mechones que
empezaban a salir de la carcasa del fregadero. Después me senté en lo que
quedaba de una silla, pero sentía vagamente cómo el pelo se me enrollaba en las
muñecas: el estómago me latía levemente, memorizaba cada contracción y la
repetía sin descanso, el pelo se escurría sibilante por debajo de la puerta de
la cocina y yo pensaba en los pechos de Ramona, en los pezones rojos
estrangulados en el apretón de los mechones, en la carne agujereada por los
pelos duros clavados en las paredes; luego un rayo de luz brilló un instante en
una esquina del vidrio, se apagó sobre un rizo negro que descendió hasta encima
del hule y empezó a ondularse junto a los platos, retorciéndose y deslizándose
por una silla.
Busqué la taza.
En el bolsillo me quedaba un solo cigarrillo. Lo
encendí con un encendedor de la alacena y me recosté en el respaldo.
—¡Que me lleve el diablo…!
El pelo había arrancado la puerta de la cocina de las
bisagras. La había volcado en el pasillo, junto a la heladera, y ahora se
inflaba en bolas espesas debajo de la cocina y cerca de la pileta, por debajo
de las sillas y entre las puertitas de la alacena, arrastrando hacia afuera,
sobre las baldosas, los platos y los cubiertos.
Con un ojo veía el cigarrillo encendido en la comisura
de la boca, con la punta enrojecida bajo las volutas de humo.
Luego se oyó un ruido fuerte de vidrio roto, algo me
golpeó en la nuca y Bobu empezó a moverse y a aferrarse a las sillas.
Se le desfiguraba la cara, estiraba brazos y piernas,
buscaba todo el tiempo echar los codos hacia atrás. De vez en cuando se lanzaba
hacia la puerta, con los ojos desorbitados: yo lo miraba desde la silla, con la
punta enrojecida cada vez más cerca de la boca, retorcida como un alambre; Bobu
me mostraba las axilas, el pecho, la espalda, sacudía la cabeza, hacía con los
labios gestos desordenados, como si quisiera justificar el ritmo con el que
llevaba el cuerpo de la mesa a la alacena y a la ventana, ahora rota. Por otra
parte, a mí me daban ganas de vomitar, pero ya no me veía las manos, como si
importara, y Bobu había estirado una pierna sobre el alfeizar, con la rodilla
doblada hacia afuera, y se sujetaba con la otra, atrapada entre la alacena y la
pared, esforzándose por mantener el equilibrio.
No sé qué me decía, pero me llegaba su aliento, me
pasaba por encima de los hombros: el olor a alcohol y a pescado en conserva y
chauchas con ajo, y la tela de la camisa deshilachada, escapándose de delante
de mis ojos en esa nube de transpiración y olor a vino, volando por la ventana,
en jirones, junto con las macetas y el estante de los cubiertos.
A la derecha, en la pared resquebrajada, había
aparecido un bulto erizado de pelo, arrastrándose hacia la pileta. Bobu
intentaba refugiarse en el cráter abierto de repente en las baldosas, pinchado
por tenedores y con el pelo infiltrado en la piel rota en las articulaciones de
los codos. La pierna que quedaba en el marco de la ventana flameaba agitada por
los mechones que salían al patio como la hiedra por las paredes. Ambas manos se
le habían inmovilizado ahora por encima del pene. El pelo le escalaba el pecho,
le tanteaba las fosas nasales, y la piel despellejada de los codos se
balanceaba agujereada; la lengua arrancada se le había extendido por las
mejillas, tironeada por dos pelos colados tras las manijas del mueblecito de
las especias, y la piel había cedido en las caderas, atrapada por un mechón
como un gancho, insinuado a lo ancho de los riñones.
Un hueso ensangrentado me pasó de golpe junto a la
oreja y se clavó en la tapa levantada de la cocina.
Bobu me miraba ahora desde dos lugares de la cocina al
mismo tiempo y, viniendo desde el pasillo, una nube de caspa y costras diminutos
casi me dejó ciego, estallando por las grietas de la puerta.
Apreté el cuchillo en la mano y salí disparado por el
pasillo de la entrada. Una botella vacía de vino me golpeó la espalda y luego,
arrebatada por un soplo invisible, se lanzó contra la heladera hecha pedazos.
Pisé los restos del perchero y encima de un montón de cuadros, agarré una
manija y me arrastré hacia el living. El patio de la casa había desaparecido
entre las ventanas y las puertas, las paredes se habían corrido, la ducha caía
con presión sobre la cama del dormitorio y esta hincada con las patas en la
estufa que vomitaba bolas de barro y pelo enmugrecido. Avancé un metro más, me
detuve.
Un objeto móvil, brillante y deforme me rozó una mano
y se escurrió por una cañería que brotaba del parqué, así que di un paso hacia
una grieta que pasaba junto a mí y me tiré al otro lado. El pelo me rozó los
tobillos. Me abrí paso por un montón de cajas de cartón, esquivando un montón
de azadas y rastrillos; luego, con los hombros arañados, me rodé atravesado
sobre un caño y junto a una caja vacía, y después eché a correr por un pasillo
corto cerrado por una alambrada y doblé a la derecha. El pulso, desbocado,
subía y bajaba, desde la cima de mi cabeza hasta la planta de mis pies.
Después de volver a cortar los pelos aferrados a las
muñecas, me debatí y salí por el marco de una nueva grieta, por detrás de un
trozo de alambrado. Respiraba mucho mejor: cerca de mí apareció una fisura por
la que se coló, rugiendo, una madeja de pelo que dejó al descubierto la curva
de una manija colgando de lo que quedaba de una puerta. Me agarré enseguida de
ella, la apreté y me desplomé, rodeado de una nube de caspa y polvo, sobre el
sillón del living, luego salí volando con él en brazos por las puertas abiertas
del garaje.
Un instante vi la calle frente a la casa, encorvada
como una correa ondulante, después se alzó una ola de mugre, me estalló en la
cara y avancé durante unos segundos a ciegas, con la boca llena del gusto del
revoque, tropezando con tablas y trozos de cascotes.
—¡Al carajo, al carajo, al carajo!…
Apenas conseguí abrir los ojos, me lancé por el
espacio entre las dos puertas y de golpe me encontré afuera, en el caminito
frente a la casa. El cerco se había venido abajo. Salté por encima de los
restos y un estrépito pavoroso se elevó detrás de mí, acompañado de un ruido de
derrumbe, luego un soplo poderoso, ardiente, me golpeó en la nuca y me
catapultó a la calle.
Oía a lo lejos gritos, tenía la impresión de ver a
veces sombras agitándose entre las casas vecinas, el asfalto recalentado había
empezado a resquebrajarse, grietas negras se multiplicaban bajo mis pies a una
velocidad increíble. Tropecé y seguí corriendo, arrastrando los harapos de la
ropa desgarrada por el soplo de la explosión. El pulso se me había instalado en
la garganta, y desde allí los golpes del corazón me retumbaban en la cabeza y
en el pecho, tan fuerte que me mareaba y perdía el equilibrio a cada latido.
Poco después vi las casas de las afueras, la estación
de servicio, los campos de maíz. Giré y me metí directamente por el sembrado,
con las hojas filosas marcándome la cara y los hombros: corría sin detenerme,
seguía con la sensación de que la tierra cedía bajo mis pies.
Corrí así hasta quedarme sin aliento, luego, casi sin
sentido, me quedé un momento de rodillas, con la frente en las palmas que me
ardían.
Había salido del maizal, frente a mí se extendía un
campo de trigo y, más allá, se veía un bosquecillo: las siluetas grises de los
troncos, las hojas sacudidas por el viento. Me levanté y me senté. La ropa me
colgaba en tiras, me irritaba, me la saqué con brusquedad y la tiré a un lado.
Desnudo y con el cuerpo lleno de raspones, me acurruqué en una hondonada
forrada de pasto y estiré las piernas, con la espalda apoyada en el pequeño
talud de tierra. Un segundo me quedé así, pero cuando abrí los ojos estaba
saliendo el sol. Había dormido allí toda la noche. Tenía las manos y los muslos
entumecidos, pero por lo demás no me dolía nada, el pulso se había calmado,
solo me zumbaban un poco los oídos.
Al cabo de un rato, reuní coraje y emprendí el regreso
a la ciudad. Llegué frente a la casa casi una hora después. No había un alma en
la calle.
Me escurrí desnudo entre los escombros y busqué un
hueco por el que entrar, torciéndome los tobillos entre planchas de aglomerado
y fragmentos de machimbre. Junto a la puerta rota de la cocina, una lámpara de
mesa se había quedado congelada en equilibrio, sostenida por una tostadora y
una cacerola roja. La empujé con el pie y entré.
Los destrozos eran tantos que no podía registrarlos
todos a la vez, y cada uno por separado me agotaba.
En un rincón, cerca de la pileta volcada, vi un pedazo
de Bobu, no sé exactamente qué era, de momento no tenía demasiada importancia,
toda mi atención se concentraba en el resto de escalera apoyado en la pared del
pasillo. Con gran esfuerzo subí al primer piso y revisé una por una todas las
habitaciones.
A Ramona la encontré en el dormitorio pequeño, seca y
arrugada, con las piernas abiertas encuadrando una radio. El pelo se había
marchitado, se le había desprendido de la cabeza y de las axilas, la vulva
estaba fría y pelada, como un pedazo de corteza vieja. Todavía tenía el alambre
pasado por los pezones. Cuando me acerqué y la toqué, el cuerpo vibró levemente
y soltó un susurro de pasto seco.
Me agaché, agarré el alambre e intenté levantarla. Los
pechos cedieron y se desprendieron del tórax, dejando atrás dos agujeros
negros, de bordes deshilachados. Las tetas secas se balanceaban en el alambre:
el cuerpo de Ramona estaba completamente vacío, sin rastro de órganos ni
huesos, una cáscara deshidratada, rígida, surcada de arrugas. Me colgué el
alambre con los pechos al cuello, la levanté en brazos y conseguí bajar con
ella a la planta baja, dejándola luego en lo que quedaba del living. Empezaba a
tener sed y hambre; de camino a la cocina me encontré en el piso un trozo sucio
de pan, era suficiente por el momento; entré por una grieta del muro y empecé a
buscar a Bobu.
No sé si estaba entero, pero encontré gran parte de él
entre los escombros y llevé todo lo que pude encontrar al living, junto a
Ramona: cargaba los trozos aun chorreando sangre con una olla agujereada, los
transportaba y los volcaba plaf, plaf junto a Ramona, plaf, plaf, plaf. Cuando
estuve seguro de que no quedaba nada entre los cascotes, tiré la olla, agarré
un cuchillo de carnicero que había visto antes caído detrás del revestimiento
del fregadero y volví al living.
—Así… ahora está bien…
El sol entraba por un agujero del techo, iluminando la
habitación como en la palma de la mano, los dientes de Ramona brillaban entre
los labios partidos, las tripas de Bobu relucían enroscadas.
Clavé el cuchillo en la panza de Ramona, rajé de
arriba hacia abajo –se rompía con mucha facilidad–, luego agrandé el hueco y
empecé a meter dentro los trozos de Bobu, uno por uno, en la cáscara del cuerpo
seco. No me llevó mucho tiempo hacerlo.
En el momento en que miré los pechos ensartados en el
alambre, dudé un instante, pero al final decidí dejarlos aparte; después cerré
como pude la abertura sobre las tiras de carne y alcé el cuerpo arrugado en
brazos. Un velo de neblina humeante se me tendió enseguida sobre los ojos: se
disipó lentamente a medida que avanzaba tambaleándome hacia la cocina y luego
afuera, al jardín.
Había calentado. El cuerpo entre mis brazos se
ablandaba, la sangre se escurría por una fisura en los riñones y me chorreaba
por los muslos. Elegí un lugar al pie de un manzano, cavé allí un pozo y con
mucho cuidado coloqué el cadáver rellenado con los trozos de carne en el fondo.
—Así… Ahora solo hace falta…
Después de cubrir la fosa, arrastré encima hojas y
ramas para que no se viera nada y volví a la casa. Los pechos marchitos de
Ramona los metí en una bolsa, y la bolsa la escondí en un placar de arriba,
entre camisas y toallas sucias.
En los días siguientes me ocupé de la casa. Hice
algunas reparaciones, sobre todo en la cocina y el baño: dormía en el living,
en el único sillón que había quedado intacto y una noche soñé algo que olvidé,
pero luego lo soñé a Bobu: estaba mirando fijamente hacia mí por los agujeros
del pecho de Ramona; me miraba y no decía nada, después, la noche siguiente,
soñé algo tan horrible que me desperté a los gritos, pero ya era de día, el sol
entraba en la habitación, me daba en la cara y, antes de llegar a despabilarme
o a frotarme los ojos, ya había olvidado por qué me había despertado.
De todos modos, en las semanas que siguieron, las
pesadillas se diversificaron, se volvieron mucho más claras y vívidas, soñaba
la casa tal como era antes de encontrarla a Ramona, cómo me había hecho amigo
de Bobu, luego otra vez a Bobu mirándome, colgado con las manos de los agujeros
del pecho arrugado de Ramona e intentando, creo, arrastrarse hacia afuera.
Arrastrarse hacia mí…
Con el tiempo, sin embargo, me acostumbré: si sueño
algo, lo que sea, me despierto, grito un poco y, si ya amaneció –y la mayoría
de las veces es así–, voy a la cocina, tomo mi café y me pongo a trabajar. Las
pesadillas son como parientes que me visitan de tanto en tanto, por los que no
hace falta preocuparse. Además, desde hace un tiempo me esfuerzo por beber cada
día la mayor cantidad posible de té de manzanilla con sal marina (…)
Robert Gion nació en 1978 en Tecuci y pasó su juventud
viajando por Europa. Vivió un tiempo en Chipre y luego en Grecia. Apasionado de
la literatura de terror, es un gran admirador de Serge Brussolo, Graham
Masterton y Stephen King. Ha publicado relatos y cuentos en las revistas Gazeta
SF, Helion online, Galaxia 42, CSF, Utopiqa, Artzone SF, Ficțiuni.ro y Revista
de Suspans. Fue incluido en la Antología de Ficción Policial y de
Misterio Rumana (publicada por Paralela 45) y en las antología CSF
de 2019, 2020, 2021, 2022, 2023". Debutó con su propio volumen en la
colección de relatos Elisa, que recibió el Premio Antares al mejor debut
en una novela de ciencia ficción, fantasía y humanidades de 2020. Su segundo
volumen de relatos, La oscuridad del mañana, se publicó en noviembre de
2022. El tercero, La segunda F de la felicidad, publicado en octubre de
2023, recibió el Premio Romcon en la categoría de volumen de prosa corta. En
septiembre de 2024 se publicó la novela de terror Monstruos en la orilla.
