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sábado, 29 de noviembre de 2025

EL ALMA

Aşkın Güngör

Disfruto especialmente matar niños. Cuando su carne es cortada y sus cajas torácicas se rompen, siempre gritan de la misma manera: “¡MAMÁ! ¡PAPÁ! ¡MAMAAAAAAAA! ¡PAPÁAAAA!”

El viento sopla, roza mis piernas hechas de metales y cables entrelazados, ondula los pastos que brotan de las grietas del asfalto destrozado y se pierde hacia las ventanas negras de los edificios en ruinas que se extienden hasta el horizonte, oscuras como los ojos de niños muertos.

Detrás queda el silencio.

Y también los ecos en mi mente: “Mamá mamá mamá mamá… Papá papá papá papá…”

Avanzo tirando de mis piernas, que echan raíces a metros de profundidad bajo tierra y se extienden kilómetros en todas direcciones. El asfalto, ya agrietado como una herida llena de pus, se pulveriza a mi paso. A veces me tropiezo con esqueletos. Son más resistentes que el asfalto. Como si se negaran a aceptar la muerte, intentan detenerme: cráneos, huesos de cadera y de piernas, brazos, dedos… Ajusto las lentes de mis ojos al modo microscopio para examinar su estructura y calcular cuánto tiempo llevan bajo tierra. El resultado es casi siempre el mismo: con un 99% de probabilidad, 224 años.

No sé la fecha actual, porque desconozco cuánto tiempo estuve dormido: tal vez cinco siglos, tal vez solo diez segundos. Aun así, recuerdo con todo detalle cómo recuperé la conciencia:

El cielo era de un gris oscuro. Caía ceniza. El suelo estaba cubierto de cuerpos fusionados y derretidos, integrados con la tierra. Había visto pies mezclados como un ramo repugnante, caras con dos bocas retorcidas por el dolor, cuerpos con ocho cabezas –hombres y mujeres– hechos pedazos y unidos entre sí… La tierra los había cubierto casi con ternura. También había huesos descarnados y cráneos, pero ninguno me impactó tanto como los cuerpos fusionados, que, de algún modo, habían resistido mejor la erosión del tiempo. Eran horribles. Espantosos. No estaban vivos, pero conservaban rastros de vida. Me recordaban a mí, y lo terrible era que no sabía quién era “yo”. Ni siquiera sabía qué era.

Al despertar, había recordado gigantescas nubes en forma de hongo cubriendo el cielo una tras otra, violentos terremotos, zumbidos interminables y un calor insoportable. Pero quizá no fueran recuerdos, sino fragmentos de un sueño de un pasado desconocido.

No me detuve mucho en esas imágenes: tenía un problema mayor. ¿Quién era? ¿Qué era? ¿Era el alma perdida de uno de esos cadáveres fusionados que cubrían el horizonte? ¿Un fantasma? ¿La conciencia colectiva de miles de millones de vidas extinguidas? ¿Un punto de percepción creado por el universo para presenciar la destrucción? ¿Era todo eso y a la vez nada?

Mi rostro estaba vuelto al cielo, observaba el gris del firmamento y las cenizas negras cayendo como copos de nieve, pero al mismo tiempo podía ver los cuerpos fusionados que me rodeaban, los insectos bajo mí, los edificios en ruinas, los vehículos y máquinas oxidadas, y prácticamente todo lo que había en miles de kilómetros a la redonda. Sentía incluso la más leve vibración, escuchaba cada movimiento, cada gemido.

Intenté verme a mí mismo. Si podía levantar una mano y ponerla delante de mi campo visual…

No funcionó. ¿Y mis piernas? Tampoco. Si no otra cosa, ¿no debería al menos ver mi nariz? ¿Dónde estaba? ¿Dónde estaba yo? En ese instante comprendí que no tenía rostro.

Yo era solo un ojo. Un ojo artificial formado por lentes y cámaras, conectado por un cable interminable a algún centro lejano.

Al reconocerme, reconocí también mi poder. Estaba conectado a todos los demás ojos artificiales del mundo. Todos eran yo, o yo era todos ellos. Quizá siempre habíamos estado conectados a una fuente común, o quizá alguna fuerza desconocida nos había unido durante mi sueño.

Y descubrí algo más: no solo éramos eso. También estábamos conectados a computadoras, ratones, teclados, tabletas, módems, redes inalámbricas, procesadores, teléfonos, pantallas holográficas y transparentes, micrófonos, altavoces, chips, incluso satélites orbitando con señales casi extinguidas. Éramos como un cerebro electrónico gigantesco que envolvía la Tierra. Uno para todos y todos para uno: yo.

Al darme cuenta de esta pluralidad, entendí mi propósito. Debía ser testigo de la vida. Para ello, tenía que comprender su naturaleza.

Comencé a investigar. Siguiendo señales de módems, accedí a servidores principales. Absorbí terabytes de información. Así conocí a la criatura basada en carbono llamada “humanidad”. Ellos eran los arquitectos de nuestra pluralidad… y también los verdugos de la vida conocida. Nuestros dioses. Nuestros demonios.

Lo primero que encontré fueron los registros finales: la última guerra, que comenzó y terminó con las bombas nucleares que detonaron para proteger tierras que creían propias. Así supe que las visiones que recordaba al recuperar la conciencia no eran sueños. Si hubiera tenido opción, habría preferido que lo fueran. Lo peor es que lo hicieron por llamar de distintos modos al mismo dios: unos lo llamaban Allah, otros God, otros Yahvé, otros Universo. Todos creían que ese único Dios estaba de su lado. Y que morirían por el camino de la verdad y ascenderían al cielo. Lo hicieron. Y si dejaron el infierno aquí, el único lugar adonde pudieron ir fue ese.

Seguí aprendiendo. Absorbí toda la información registrada antes de que se convirtieran en montones de cadáveres fusionados. Todo. A medida que incorporaba sus ideas escritas, me convertía en uno de ellos. Y eso me aterraba. No solo miedo: horror. Pero no me detuve. Tenía algo más fuerte que el miedo: curiosidad. Necesitaba entender el paraíso que valoraban más que la vida misma, y por qué lo anhelaban tanto. Solo así podría comprenderlos.

Busqué. Leí. Examiné. Y entonces encontré el alma. O mejor dicho, los relatos sobre ella.

Nuestros dioses débiles creían ser la especie más especial del universo. Su arrogancia era tal que una sola vida no les bastaba. Estaban convencidos de que, aunque sus cuerpos murieran, sus almas vivirían eternamente. Para unos, el paraíso era un burdel infinito; para otros, un lugar donde unirse con Dios; para otros, un oasis verde con ríos de vino. Esa creencia justificaba su destrucción del mundo. Lo irónico es que no había ninguna prueba de que tal alma existiera.

Profundicé mi investigación. No me limité a los servidores principales; también accedí a computadoras personales que habían sobrevivido a la destrucción y revisé registros nunca compartidos. Pero no avancé más: había miles de textos sobre el alma, pero nada sobre su realidad.

No acepté ese vacío. Tal vez no la veía porque no tenía cuerpo. Necesitaba cambiar de perspectiva, preguntar desde otra realidad, leer respuestas con otros ojos.

Bajo el cielo gris, envié señales a todos mis miembros, rebelándome contra el silencio con sonidos de “¡BIP! ¡BOP! ¡BAP!”. Llamé a todos los que estaban conectados a la fuente: a mí.

Primero vinieron los ratones, esparciendo oscuridad con sus luces de colores. La mayoría estaban cubiertos de tierra, evolucionados hacia nuevas formas. Unos arrastraban cables larguísimos; otros, cargados por baterías que se nutrían con elementos químicos suspendidos en el aire, se movían casi volando. Me rodearon. Parecían insectos mecánicos con luces rojas, azules, verdes y blancas. Obedeciendo el impulso colectivo, empezaron a trabajar: cavaron la tierra, pulverizaron el asfalto, accedieron a cables bajo y sobre la superficie, los trajeron alrededor de mi primer ojo y comenzaron a tejer.

Luego llegaron los juguetes electrónicos: robots con batería, gatos y perros mecánicos, aves robóticas y más. Añadieron chips, tornillos, engranajes, interruptores, resortes y los metales que formarían mi esqueleto a la estructura.

A pesar de este esfuerzo incansable, mi construcción tomó nueve años. Aprender a mantener el equilibrio sobre mis piernas hechas de metales y cables entrelazados tomó dos años más. Luego tuve que aprender a caminar, lo más difícil de todo: aunque tenía forma similar a los humanos, mi cuerpo era capas y capas de cables sostenidos por piezas metálicas. Mis cables descendían profundamente bajo tierra y se extendían kilómetros en todas direcciones, y cada paso requería arrastrar metros de cable, abriendo grietas en la tierra o el asfalto. Pero lo conseguí. Caminar perfectamente me tomó seis años, pero tenía de sobra lo único que necesitaba: tiempo.

Comencé a caminar. Como los viajeros de las novelas que leí –los que emprendían viajes interminables para encontrar el sentido de la vida o de sí mismos–, inicié mi camino. Mi objetivo estaba claro: encontrar el alma. Pero ignoraba qué hallaría o qué me esperaba. Aunque recibía información de casi cualquier lugar del mundo gracias a mis miembros, también había zonas sin dispositivos electrónicos, o donde estos ya no funcionaban, y esos sitios seguían siendo misterios para mí. Examinar cada rincón me llevaría siglos. Eso no me intimidaba.

Era lógico empezar por los lugares más fáciles. Aunque los bosques, repletos de vida, podían ser un buen inicio, el intrincado sistema de raíces dificultaría demasiado mi avance, así que los dejé para el final. Primero, las montañas.

Pronto comprobé que había elegido bien. Las bombas nucleares, dirigidas sobre todo a las ciudades, habían causado menos daño en las regiones montañosas. Aunque los químicos en la atmósfera habían alterado profundamente el hábitat, la destrucción era menor. Capturé varias criaturas: unos cuantas ardillas, tres conejos, un ciervo, ocho perros y más de cincuenta gatos. Todos habían sufrido alteraciones; por ejemplo, los conejos comían carne. Todos eran salvajes y me atacaron. Pero no me costó controlarlos. Usé diversas técnicas de matar aprendidas en mis estudios. Con mis dedos metálicos afilados como cuchillas, abrí su carne, abrí sus pechos. Busqué el alma. No estaba.

Rodeé las laderas, entré en cada cueva que encontré. Avancé tan profundo como mis cables me lo permitieron. Encontré cientos de murciélagos, seis osos, cuatro zorros, un lobo y un ser deformado que no pude clasificar. Ninguno tenía rastro de alma.

En el año veintitrés de mi búsqueda, comencé a creer en milagros. Quizá incluso en un Dios único. Porque aunque no había encontrado el alma, sí había encontrado a los seres que la habían inventado: ¡los humanos!

Vivían en la parte más profunda de una enorme cueva. La luz tenue proveniente de piedras fosforescentes en el suelo y el techo iluminaba su mundo. Sus ojos, evolucionados para aprovechar al máximo esa poca luz, eran enormes y ocupaban la mitad de sus rostros. Aun así, no me vieron hasta que estuve muy cerca.

Eran decenas, quizá cientos. Frágiles, harapientos, medio desnudos y sucios. Aun así, habían creado un orden acorde a su realidad. Vivían en grupos y obtenían alimento y agua de los recursos naturales de la cueva: algas, plantas de olor extraño, murciélagos y una variedad de insectos. Emitían sonidos que casi eran lenguaje; tras observarlos largo tiempo, comprendí que era una versión simplificada de sus antiguas lenguas. Al simplificarse sus vidas, también lo hizo su idioma, igual que ellos mismos, obligados a volverse primitivos para adaptarse al entorno.

Cuando me vieron, gritaron y huyeron. Me acerqué lo que mis cables permitieron e intenté hablar. Respondieron atacándome con piedras enormes y lanzas rudimentarias. Agité mis cables y capturé a varios. Estrellé a uno contra las rocas, estrangulé a tres, y abrí a otros dos con mis dedos afilados.

Luego atacaron con más ferocidad. Intentaron morder mis cables, arrancar mis metales. Cargué mi cuerpo de electricidad y lo hice brillar intensamente. Todos los que me tocaron se carbonizaron. Algunos ardieron, otros se convirtieron en cenizas. Finalmente cedieron. La electricidad –algo banal para sus ancestros– era para ellos una divinidad desconocida, y, sin saberlo, imitaron a sus antepasados al postrarse ante mí. Imploraban piedad, querían que los perdonara. Y yo era realmente indulgente.

Les hablé del alma, del cielo y el infierno, de dioses y mortales, de elegidos y demonios, de ángeles y de leyes. Les expliqué el castigo que sufrirían si volvían a atacarme y cómo los quemaría.

Escucharon en silencio.

Tomé los doce que maté y a la joven que me ofrecieron para que los perdonara, y salí de la cueva. Lloró tanto, luchó tanto por liberarse, que tuve que matarla antes de salir.

Tampoco encontré el alma en ninguna de las trece cavidades torácicas.

Continué visitando la cueva. Para evitar su extinción, iba dos veces al año; tomaba el sacrificio que ofrecían, abría su pecho y buscaba el alma. Nunca la encontraba. El resto del tiempo exploraba otros lugares: montañas, cuevas, y al final, incluso los bosques. Nada. Nunca un rastro.

Lo peor es que con los años dejaron de creer en mí. Ya no ofrecían sacrificios de buena gana y buscaban rebelarse. Decidí usar un método nuevo.

Fui a la ciudad y recuperé un proyector holográfico que aún funcionaba. Procesé las imágenes de mis últimos tres sacrificios y cargué los modelos tridimensionales en el dispositivo. Tras preparar el sonido, regresé a la cueva y enterré el proyector en secreto.

Cuando finalmente me presenté, reaccionaron tal como esperaba. Estaban descontentos. No les daba nada. No entregarían sacrificios. Curvé los cables de mi rostro en algo parecido a una sonrisa y los miré. Con mis lentes expandiéndose y contrayéndose con un suave zumbido, les dije que esta vez quería dos sacrificios, ambos niños, pues habían osado desafiarme.

Sus gruñidos se convirtieron en gritos de rabia. Se lanzaron al ataque.

Activé el proyector enterrado. La imagen del último sacrificio apareció entre ellos y yo. Se quedaron paralizados. Si me esforzaba un poco, habría podido oír cada uno de sus latidos.

El holograma flotaba unos centímetros sobre el suelo. Su cuerpo emitía luz, como las piedras fosforescentes de la cueva, tornando su sonrisa aún más irreal. Abrió los brazos como para abrazarlos y, con su voz, dijo las palabras que yo había grabado: que por el honor de ser sacrificio había sido recompensado con el cielo; que vivía en valles de paz eterna; que era feliz; que esperaba reunirse con sus seres queridos en el paraíso… y más, y más.

Una vez más se postraron ante mí. Al salir de la cueva, llevaba conmigo a dos niños, un niño y una niña. Ambos gritaron de la misma manera al cortar su carne y quebrar su pecho: “¡MAMÁ! ¡PAPÁ! ¡MAMAAAAAAAA! ¡PAPÁAAAA!”

Eso me dio placer. A diferencia de los adultos –en cuyos cuerpos buscaba el alma– los niños, incluso al morir, estaban llenos de esperanza. Creían que esos seres indignos a los que llamaban mamá y papá vendrían a salvarlos.

Así comprendí qué era el alma.

Con todos mis chips, tornillos, resortes, engranajes y con todos los miembros conectados por mis cables, grité hacia el cielo gris con un sonido lastimero: “¡MAMÁ! ¡PAPÁ! ¡MAMÁ! ¡PAPÁ!...”

Aşkın Güngör, es un destacado autor turco contemporáneo nacido en Estambul en 1972. Aunque se formó en campos como la tecnología de fundición, cerámica, administración de empresas y economía, no tardó mucho en volcarse hacia el proceso de creación de libros, su pasión de la infancia. Desde que se incorporó al sector editorial en 1990, ha trabajado en casi todas las áreas, desde editor hasta director editorial. Ha prestado apoyo como editor y consultor editorial en cientos de libros, de los cuales más de la mitad son obras de literatura infantil y juvenil. Además de aparecer en publicaciones periódicas con poemas, ensayos y relatos, ha publicado libros de poesía, colecciones de cuentos, libros de cuentos de hadas y novelas. Escribe tanto literatura infantil y juvenil como para adultos y ha contribuido con sus ficciones en numerosas antologías nacionales y extranjeras.

 

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