Dalmira Tilepbergen
Cada vez que mamá queda embarazada,
todos esperan un hijo varón, y salimos nosotras.
—Esta vez sí será un niño. Lo
siento —dice mamá.
Papá suspira.
—Dios quiera. No tengo otro deseo.
Papá le entrega a mamá un pequeño alchik blanco, ese hueso pulido del
tobillo de un cordero que se usa como talismán para atraer buena fortuna, sobre
todo para propiciar la llegada de un varón—. Esto es para que sea varón —agrega
sin necesidad.
Aquí está, ya tengo el alchik
blanco. ¡Lo robé! Es que yo también quiero ser hijo…
Soy Arno, tengo siete años. En la
colina, entre las montañas, está nuestro campamento. Mamá ordeña yeguas. Tengo
cinco hermanas: dos mayores que ayudan a mamá, y tres menores que juegan con
los potrillos. Odio los vestidos. Me visto como niño. Escondo las trenzas bajo
una gorra. Le pido a papá que me fabrique una lyanga, la honda de los
pastores. Pero él me regala una muñeca casera sin rostro.
—Dibújalo tú. Eres mi artista.
La rompo y la tiro entre los
arbustos. Papá se entristece. No importa, pronto me crecerá el pene y me
convertiré en una persona.
Los susliks, esas ardillas
de tierra que excavan como si conocieran los túneles del mundo subterráneo, hacen
madrigueras en el cementerio. Allí están nuestros antepasados. Todos rezan a
sus espíritus, fríen borsok, sacrifican un caballo.
Yo escribí un deseo en un papelito,
lo puse en la madriguera de un suslik y le pedí que llevara la carta a
los antepasados. Para mí, como para muchos niños aquí, los animales pequeños
son mensajeros confiables. La vez pasada les pedí dientes nuevos. ¡Mira, mira!
¡Ñeeeee! Y si los dientes crecieron, entonces mi pene también crecerá. Mi
nombre completo es Uularno: significa “Consagrada al hijo”.
En la cultura nómada, a veces se
les dan a las niñas nombres “engañosos” o humildes para confundir a los
espíritus y proteger el nacimiento futuro de un varón. Mi hermana mayor es
Sandajok, “no está en la lista”, para que los espíritus no la cuenten ni se
fijen en ella. La segunda es Burul, “vuélvete y tráenos un varón”, un ruego
directo al destino. Las gemelas se llaman Adashkan, “la extraviada”, y Janilgan,
“la equivocada”, nombres pensados para desviar la mala suerte o el interés de
los espíritus. La menor es Uulkelsin, “ven, niño”, un nombre que prácticamente clama
por el hijo esperado.
A los varones no les ponen estos
nombres. Aunque nazcan diez. Nunca les dirán “Error” ni “Extraviado”. Por eso
yo quiero ser niño… quiero ser una hija deseada.
Nuestro valle se llama Pino
Solitario. Llegué aquí con el abuelo a caballo. Mamá y mis hermanitas vinieron
con las cosas en helicóptero. Papá había traído el rebaño antes, cruzando el
paso. El paso daba miedo. Un sendero angosto, rocas como muros, y al otro lado
un precipicio donde el río, invisible, solo ruge. Si miras arriba, te marea la
cabeza; si miras abajo, el corazón se te sale del pecho. Cerrar los ojos
también da miedo…
Pero el abuelo está acostumbrado.
—Confío en ti, Sarala —dice—,
nuestras vidas están en tus manos, y tú en las de Dios. —Y suelta las riendas.
Sarala es la yegua del abuelo, una
alazana fuerte y serena. Aquí los caballos tienen un estatus casi humano: se
les confía la vida en pasos peligrosos porque conocen mejor que uno el camino. A
mí me gustaría llamarme Sarala. Yo también soy pelirroja. Mejor un nombre de
caballo que uno que me entregue a un hermano que ni existe.
—Mira allá —dice el abuelo. Veo a
papá a lo lejos, esperándonos en la cima. Quiero ser valiente—. Cuando no hay
nieve, el paso no da miedo —agrega.
El verano termina. Vagando entre
las montañas encontré este campo de amapolas escondido. Se convirtió en mi
lugar secreto. Pero hoy allí está papá. A través del temblor rojo de las flores
lo veo apuntándole con el rifle a un adicto flacucho.
—Quitarás tu opio de aquí o mi rebaño
lo pisoteará.
—Soy poca cosa —dice el hombre—.
Cuido este campo por un poco de janka, nada más que unos gramos de heroína.
Sé que es mejor no meterse con los dueños.
No entiendo a papá. Las flores son
hermosas. Pero oigo la palabra janka y me río. Carcajeo. Papá me ve.
Está fuera de sí. Me levanta como si fuera una muñeca.
—¿¡Y tú qué haces aquí!?
Entonces vomito.
De noche desaparece el rebaño.
Mañana. Papá está sentado en la
yurta limpiando el rifle. Está inquieto.
Mamá lo reprende.
—¡Fue por las amapolas! ¿Para qué
fuiste allí?
—Ojalá hubieras parido un hijo —dice
papá y sale.
Me corto las trenzas y corro tras
él.
—Yo seré tu hijo, papá, ¡no te
vayas!
Papá me aparta:
—¿Qué te hiciste? ¡Nunca serás un
niño porque eres una niña!
Y entiendo que mi pene nunca
crecerá. Los susliks mienten. Las palabras de rabia se me escapan solas.
—¡Pues vete! ¡No necesito un papá!
Papá se va y no volveremos a verlo
con vida.
Sueño que el Pino Solitario arde.
Los susliks corren alrededor y gritan: “No es culpa nuestra”.
Me despierto con el grito de mamá.
Mis hermanas lloran.
—¡Papá! ¡Papá!
—Han quedado huérfanas, ya no
tienen padre. —Mamá nos abraza.
Los pastores vecinos desmontan la
yurta y cargan los fardos en los caballos.
Visten el cuerpo de papá con ropa
negra. Me estremezco al ver su rostro envuelto en el sudario. Así se traslada a
los muertos cuando no hay posibilidad de enterrarlos de inmediato en alta
montaña.
Huyo.
Encuentro la muñeca tirada entre
los arbustos. Quiero arreglarla. Las ramitas rotas no encajan. La cabeza es blanca.
Le dibujo un rostro. Me tiemblan las manos. Ojos torcidos. Lloro.
—Perdón, papá.
Los pastores murmuran.
—El rifle se disparó solo.
—Lo mataron.
—Fue un accidente.
El abuelo rompe el rifle contra una
roca.
—Mi hijo no se quedará aquí.
Comienza una tormenta. El
helicóptero no llega.
La gente sienta el cuerpo de papá
sobre un caballo, lo apuntala con horcones y lo amarra a la silla.
Es tradición: en pasos remotos, el
difunto viaja erguido en su montura. El viento agita la crin del caballo y los
cordones de las botas de papá.
El rebaño regresa. Los caballos
pasan en fila junto al cuerpo, como si se despidieran.
Emprendemos la trashumancia. El rebaño
se dirige al paso. Abandonamos el campamento. El abuelo y los pastores llevan a
mis hermanas. Yo voy en un caballo, detrás de mamá.
Es incómodo sostenerme en su
vientre enorme. Miro hacia adelante, hacia el cuerpo de papá. Va como si
estuviera vivo.
La caravana avanza. La gente suelta
las riendas, confiando sus vidas a los caballos, como siempre en los senderos
peligrosos. Las pezuñas pisan huella sobre huella en el sendero angosto.
Tormenta de nieve en el paso. A
mamá le empiezan los dolores.
Quisiera convertirme en lagartija y
esconderme bajo una piedra del viento helado y los gemidos de mamá.
Pero la abrazo fuerte por detrás y
le pongo en la mano ese alchik blanco, el mismo talismán que se reserva
para los hijos varones. Mamá aprieta mi mano.
El sendero se ensancha un poco,
formando una explanada pedregosa. Allí llevan a mamá. Yo susurro a los
espíritus de los antepasados, que viven en las montañas y a quienes siempre se
recurre en momentos decisivos:
—Que sea un niño. Me consagro a mi
hermano.
Llanto de bebé.
El abuelo sonríe.
—No necesito más de la vida.
La tormenta amaina. El Pino
Solitario vuelve a verse en el paso. Lo miro y otra vez me parece que es papá.
La caravana sigue. La nieve cubre
el paso como un sudario y ahoga el rugido del río.
En el silencio tintinean las
riendas sueltas.
Dalmira Tilepbergen nació en 1967. Tiene formación en poesía, periodismo y cine. Sus
escritos han sido traducidos al alemán, chino, inglés, finlandés, azerbaiyano y
tayiko. Dalmira también es la actual presidenta de PEN Asia Central, la
asociación mundial de escritores. En 2014, PEN Asia Central albergó el 80.º
Congreso Internacional de PEN en Biskek, bajo la coordinación de Dalmira. Más
de 250 escritores de todo el mundo visitaron Kirguistán durante dicho congreso.
También es cineasta. Su último largometraje, Bajo el Cielo, se ha
proyectado en festivales de cine de Canadá, Rusia, Bangladesh, Kazajistán,
Japón, Turquía, India, Sri Lanka y otros países, y ha ganado varios premios. En
2015, en Montreal, su película recibió el apoyo del jurado y fue nombrada mejor
ópera prima. Es fundadora de la nueva organización benéfica "Asian Peace
Foundation".
