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martes, 9 de diciembre de 2025

EL VALLE DE LAS MOMIAS DORADAS

Mohamed Al-Ashry

 

Cuando llegó al lugar de trabajo, echó un vistazo rápido al enorme equipo de perforación. Sus ojos buscaban la puerta de su propio tráiler; o más bien, buscaban la placa donde estaba escrito “Geólogo del sitio”. Encontró los armazones de los tráileres polvorientos, tan viejos que le transmitieron enseguida una sensación de incomodidad. Aspiró una bocanada de aire como para un día entero y atribuyó su malestar al resfrío y al goteo nasal que lo habían atacado aquella misma mañana, al salir de viaje. Sin embargo, muchas cosas confirmaban lo que sentía y clavaban en sus pulmones la raíz del fastidio, sobre todo cuando descubrió que sus compañeros sufrían exactamente la misma sensación de incomodidad ante el lugar.

¿Qué es lo que abre de golpe un mar de inquietud, se preguntó, y lanza todas sus olas de una sola vez contra los nervios?

Esa fue la pregunta que se hizo mientras removía con la punta de su pesada bota una masa de madera petrificada, tratando de averiguar sus detalles y límites. Su pie se hundió en la arena sin llegar al final de aquel tronco endurecido por el tiempo, transformado casi en una roca sólida que conservaba las más finas líneas de su textura arbórea. Nada permitía distinguir si aquello que dormía bajo la arena era madera o piedra; sólo el tacto directo de los dedos podía dar la respuesta.

 

El sol se inclinó hacia el oeste, vestido de púrpura. El aire sostenía un pincel gigante del color de las nubes y pintaba en el cielo un lienzo tibio de atardecer que disipaba la desolación del desierto, con su arena y su polvo que se pegaban al paladar cada vez que soplaban los vientos recios.

 

Su garganta se inflamó aún más. Entró en un torbellino de tos y falta de aire; separó los pies, llevó el puño a la boca como una trompeta que espantó los granos de arena con su voz grave y los hizo volar. Lanzó bajo sus pies un chorro caliente de mucosidad nasal. Se secó los ojos y la cara, y exhaló con un quejido, levantando la cabeza. Vio entonces un pajarito acercándose hacia él, empujando sus trinos delante de sí. Su pecho era amarillo dorado; el color de sus plumas se volvió más claro cuando se posó sobre el árbol pétreo: verde con manchas negras, pico rojo. Mientras saltaba sobre la roca, parecía un niño juguetón en presencia de sus padres. El pajarito lo hizo sonreír. Buscó con la mirada otros pájaros, cuando oyó una voz a sus espaldas:

—¿Dónde estás, compañero?

Giró la cabeza, todavía sonriendo.

—Hola, Amr —dijo, señalando al pájaro—. ¿Lo ves?

—Esta zona está llena de pájaros de colores increíbles.

—¿Y qué tiene de raro?

—Raro es que estemos en un desierto desnudo. ¿Cómo pueden vivir aquí?

—Anidan en esos árboles.

—¿Qué árboles?

—Los árboles de piedra dispersos por todos lados.

El asombro se apoderó del rostro de Amr, que terminó sentándose en el suelo, empujado por su cuerpo robusto, intentando seguir la lógica fantástica con la que su compañero conducía la conversación.

 

—No vas a poder dormir, amigo —le dijo Ibrahim Hammouda hablando desde el tráiler.

—¿Y por qué no?

—Espera y lo verás.

—¿Esperar qué? ¿Ver qué?

—Vas a ver a los espíritus a pleno día.

—¿Qué estupidez es esa? ¿Qué te pasa?

—No te burles. Es real. No quiero asustarte, pero lo vas a ver con tus propios ojos.

—¿Y tú los viste, valiente?

—Sigues burlándote… ¿Sabes? Antes de que llegaras, anoche mismo, los perros me agarraban de las extremidades y me tiraban fuera de la cama. Cada vez que intentaba golpear a uno, los demás se abalanzaban sobre mí, hundiendo los colmillos en mi carne, hasta que me despertó un grito salido de mi garganta. Ya no distinguía entre sueño y vigilia, y sólo al tocar mi cuerpo descubrí que estaba intacto. Aun así, estoy convencido de que esto es serio, de que algo peligroso nos rodea en esta zona aislada del desierto. A veces siento que esta perforadora y estos tráileres que habitamos vienen recién de un sitio donde hubo una masacre, o que quienes trabajaban en ellos fueron asesinados en sus puestos. No me mires así: sé que piensas que llevo un recipiente lleno de desvaríos sobre la cabeza, que todo lo que digo son tonterías. Pero no te apresures: cuando duermas solo vas a ver lo que te digo. No te alarmes por la cantidad de ruidos que vas a oír, dominándolo todo, perforándote los oídos y penetrando en tu cerebro… pero por favor, no olvides contarme todo lo que escuches y lo que veas en las pesadillas que te esperan.

 

Lo desconcertó aquel relato extraño sobre criaturas activas que merodeaban de noche. Ya en su cama, levantó la manta, miró debajo y palpó el colchón. Se acostó boca arriba con los ojos abiertos, examinando el techo del tráiler, dibujando arabescos alrededor de la luz de la lámpara. Sintió que el brillo se trasladaba de la bombilla a su cabeza. Apagó la luz. Su pecho seguía caliente, la respiración difícil, ardiente, por el ataque de gripe que lo dominaba por completo. Cuando juntó los labios y trató de respirar por la nariz, el aire no pasaba; abrió la boca rápido, dejando entrar y salir el aire con dificultad. Sabía, no obstante, que en la zona había muchos restos faraónicos enterrados aún sin descubrir. Tal vez era sólo el efecto de la fiebre, alimentado por las historias de la maldición de los faraones que afecta a quienes se acercan a tumbas y momias.

 

El jeque Abdel-Mawgoud golpeó las orejas de su burro varias veces con los pies cuando lo vio negarse a obedecer y a moverse. El animal se plantó en el lugar, las piernas separadas, orinando sobre la arena, extendiendo el cuello para olfatear las gotas sin prestar atención a su dueño, que refunfuñaba sobre su lomo. Cuando terminó, rebuznó fuerte y siguió su camino, dejando al jeque maldiciéndolo a gusto. El burro escuchó el torrente de insultos y quiso darle una lección a su amo: se preparó para lanzar una patada y derribarlo, pero se contuvo al ver una mariposa blanca acompañándolo, acercándose a su nariz para luego adelantarlo unos pasos, esperarlo y volver a volar.

El jeque cerró la vieja puerta de madera sin mirar al burro, sin llenar su cubo de agua. Lo dejó masticando con desgano unos granos de habas desperdigados en el recipiente. El burro los tragó a regañadientes, mientras el enojo crepitaba bajo sus pezuñas. Sus ojos se llenaron de lágrimas calientes por los golpes recibidos, sólo por haber vaciado su vejiga en el camino. Se preguntó por qué su dueño actuaba así, por qué lo humillaba sin motivo. Caminó unos pasos hasta quedar frente al cubo de agua, lo rodeó y lo pateó con fuerza, enviándolo por los aires hasta estrellarse contra la pared. Luego se tumbó, apoyando la cabeza en sus patas delanteras, el labio inferior caído, los ojos nublados de dolor.

Se preguntó: ¿Quién le dijo al ser humano que los burros no tienen sentimientos ni pensamientos? Si no fuera porque están obligados, jamás obedecerían esas órdenes absurdas.

 

La mariposa revoloteó sobre su cabeza, se posó en su nariz. Abrió los ojos ante el aleteo. Ella se dirigió hacia la puerta; él se levantó detrás de ella, abrió el portón con la cabeza y la siguió por los pasajes estrechos del oasis. Lo llevó a las afueras, hacia el desierto, y cada vez que él desfallecía o se retrasaba, ella cambiaba de danza para animarlo: círculos entrelazados, ascensos lentos, espirales que lo distraían de su rabia hacia el jeque. Sin darse cuenta, su cuerpo pesado parecía volverse ligero, casi volando, rozando apenas la arena.

La mariposa lo condujo a una zona de arena fina. Lo sedujo con su batir de alas y él trató de imitarla, de volar detrás de ella, olvidando su peso. De pronto sus extremidades empezaron a hundirse. Sus cuatro patas se clavaron como pilares de cemento, sosteniendo el cuerpo desde arriba, inmovilizándolo. Lo inquietó más aún sentir que sus pezuñas no tocaban nada, como si pendieran sobre un pozo profundo. Se estremeció, luego apoyó la cabeza a un lado y aceptó su destino oculto bajo sus patas. Se calmó un poco al ver la mariposa alejarse rápidamente hacia el oasis. Intuyó que corría para avisar al jeque Abdel-Mawgoud, para que viniera a salvarlo. En el espejismo lejano aparecieron figuras humanas en movimiento, coronadas por mariposas.

El jeque llegó corriendo al oasis, acompañado por varios hombres. Se quedó boquiabierto al ver el cuerpo de su burro hundido en la arena, mostrando sólo la cabeza y el cuello. Comenzaron a retirar arena a su alrededor y lo levantaron. Al sacarlo del pozo arenoso, percibieron un olor extraño que provenía del lugar donde habían quedado las patas enterradas. Atónitos, limpiaron más arena y descubrieron el techo de una habitación que parecía una antigua tumba faraónica. Continuaron excavando hasta revelar la cámara funeraria dejada allí por los antepasados.

 

El jeque fue a ver al director de Antigüedades de las Oasis Bahariya para contarle lo sucedido. Lo que había visto era la máscara de oro que cubría el rostro de una momia. Los arqueólogos realizaron un reconocimiento inicial del sitio y confirmaron la historia del jeque. Se descubrió un enorme número de momias que datan de los siglos I y II d.C., cuando Egipto estaba bajo dominio romano, abarcando también eras anteriores y posteriores: desde antes de la dinastía XVIII hasta los períodos griego, romano y copto.

La noticia del nuevo descubrimiento arqueológico se anunció oficialmente en todas partes y el valle fue llamado “El valle de las momias doradas”. Ibrahim Hammouda contó a sus colegas en el sitio petrolero la historia del burro que, por casualidad, había conducido al mayor hallazgo arqueológico en el oasis. Acordaron ir con el jeque Abdel-Mawgoud y su burro a visitar el lugar, que estaba a pocos kilómetros del área de perforación. Conociendo los detalles, los trabajadores se tranquilizaron mucho y comenzaron a creer que tal vez las pesadillas que los acosaban provenían de aquellos espíritus faraónicos de los antepasados enterrados allí, cuyos restos acababan de salir a la luz tras el hallazgo de más de doscientas cincuenta y cinco momias con máscaras de oro.

Pocas semanas después del hallazgo, la perforación del pozo petrolero alcanzó la profundidad prevista. El “geólogo del sitio”, Ibrahim Hammouda, identificó indicios claros de petróleo mientras perforaban los estratos arenosos del reservorio. Días después, los registros eléctricos y las pruebas confirmaron la presencia de crudo en aquella región rica: sobre la tierra, el agua, el verdor y la vida; bajo la tierra, el oro amarillo y el oro negro.

Esto era conocido por el antiguo egipcio, que conservó y expandió aquel territorio, pese a estar a cuatrocientos kilómetros de El Cairo y a menos de cien kilómetros de la frontera libia. El descubrimiento revelaba una parte importante de la historia del oasis de Bahariya y de la vida cotidiana de sus habitantes a lo largo de épocas muy diversas, hasta la actualidad, con el añadido del reciente descubrimiento de petróleo cerca del lugar, algo que exigía proteger la zona de cualquier peligro proveniente de la frontera libia.

Mohamed Al-Ashry es un escritor egipcio que trabaja como geólogo en exploración y prospección petrolera. Ha publicado cinco novelas: Ghada, los mitos soñadores (1999), La fuente de oro (2000), La manzana del desierto (2001), El halo de luz (2002), Fantasía ardiente (2008). Ha publicado, además, varios libros infantiles, poesía y ensayos, y ha recibido diversos premios por sus novelas.

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