Asya Mikheeva
—Buenas noches —dijo cortésmente el jinete.
—Buenas noches, San
Lamuerte —respondió Gaby.
El jinete guardó
silencio. Su silueta parecía terciopelo negro recortado contra el cielo
anaranjado.
—Te pediría
permiso para sentarme junto a tu hoguera, pero veo no está encendida —dijo al
fin.
—Sólo quería ver
la puesta de sol —replicó Gaby—. La leña ya está recogida, no cuesta nada encenderla.
Toma asiento.
El jinete
desmontó y casi desapareció en la oscuridad que inundaba el terreno. Junto a
las ramas negras, a través de las cuales brillaba el cielo moribundo, sólo eran
visibles la silueta del caballo y el ancho sombrero.
Mientras San
Lamuerte ataba al caballo, las nubes del oeste se fueron volviendo blancas hasta
desvanecerse y en el cenit aparecieron frías estrellas. Gaby encendió el fuego,
y este dio pequeños saltos en el fondo del montón de leña, que aún era
demasiado grande para él.
San Lamuerte
tiró la manta al suelo y se sentó, suspirando con cansancio.
Gaby le entregó
la cantimplora en silencio.
—¿Cómo me has
reconocido? —preguntó San Lamuerte.
—Ibas al trote —respondió
Gaby con sencillez—, en la oscuridad. Yo, entre estos matorrales, intento ir al paso,
incluso de día. No es un camino, ya sabes.
San Lamuerte
asintió con la cabeza, pensativo. A la luz del fuego, su rostro era el de un hombre
corriente, no demasiado joven, pero si corpulento y enjuto. Cejas pobladas,
bigote fino y elegante.
—Supongo que
tienes razón. Por mucho que me esfuerzo, olvido cómo se debe comportar un ser
humano.
Le ofreció a
Gaby un cigarrito. Luego él mismo encendió una picadura casera. Posteriormente comieron,
bebieron té y, cuando ya casi amanecía, San Lamuerte habló con voz soñolienta,
levantándose el sombrero de la cara.
—Oye, Gaby, ¿te
importaría que viaje contigo durante algún tiempo?
Gaby se llevó la
mano al corazón, que le latía frenéticamente.
—Oh, amigo mío.
Claro que no me opongo...
Por la mañana,
Gaby preparó el equipaje lentamente. San Lamuerte seguía durmiendo o esperaba
ver qué decidía su nuevo compañero de viaje.
El gateado percibía la ansiedad de su amo y roncaba nervioso. Por fin, Gaby
decidió no desviarse por el momento y seguir hacia el este como hasta entonces.
Ya veremos. Y en cuanto se decidió, San Lamuerte se puso en pie.
—Hay un pequeño pueblo
a un día de camino, y podríamos pasar la noche allí —dijo con naturalidad,
ensillando su caballo negro.
—Si está en el
camino, ¿por qué no? —dijo Gaby, sin perder la calma.
San Lamuerte
resultó ser un agradable compañero. Conocía cientos de historias divertidas,
que fluían una tras otra como el agua en los arroyos. También esperó
pacientemente a que Gaby encontrara la herradura que había perdido el gateado.
Cuando Gaby encontró el manantial, San Lamuerte hizo lo mismo que Gaby: primero
le dio de beber a su caballo y luego bebió él mismo. Su cuerpo delgado se adaptaba
a la montura con naturalidad. En resumen, a Gaby le gustaba San Lamuerte. En
otras circunstancias, aquel podría haber sido un excelente paseo.
Cuando ya
anochecía ataron los caballos en la casa comunal del pequeño pueblo que se autodenominaba
orgullosamente ciudad. Gaby esperó fumando a su compañero, pero este, bregando con
el arnés, le hizo un gesto con la mano.
—Adelante, no me
esperes. —Gaby entró al mesón.
Sobre la mesa,
en penumbras, frente al pequeño bajorrelieve de la virgen de Guadalupe, se
amontonaban varias velas encendidas. Una bandeja de hojalata estaba totalmente
ocupada, en la otra aún sobraba espacio. Gaby sacó una vela, la encendió usando
otra y la puso sobre la bandeja. «Aquí está mi alma, entre los hombres, ante
tus ojos, bajo tu amparo» murmuró mecánicamente. La afectuosa sonrisa en el
rostro negro de Guadalupe se distorsionaba a la luz temblorosa de las velas:
por momentos era una mueca de pena, en otros una burla amarga. Gaby hizo una
reverencia y entró en el salón.
—Mira —susurró San
Lamuerte por encima de su hombro—, ¿no es una belleza?
Había unas
cuantas chicas sirviendo vino y aperitivos. Pero todas las miradas –las largas
de los hombres, las agudas de las mujeres, como rayos de sol– convergían en un solo
punto: la mujer bonita que trabajaba detrás del mostrador. Un rizo negro en una
mejilla suavemente sonrosada, una falda ruidosa, una sombra rosácea en el hueco
del escote, una orejita....
—Es preciosa —coincidió
Gaby con placer y la admiró un poco más.
Si Ramona se
pusiera este vestido, pensó, se vería... Tonterías. Le quedaría como a un perro
un collar de fiesta. Pero Ramona sin duda usaría un cuello de encaje como ese.
Sí, le sentaría de maravilla a su delicado cuello. Gaby imaginó a Ramona
probándose el encaje frente a un pequeño espejo antiguo, y no pudo evitar que
se le dibujara una sonrisa dichosa.
—Ahí, mira, dos
asientos. —San Lamuerte le dio un codazo a Gaby y la sacó de su ensueño. La hermosa
mujer los miraba con aire burlón y satisfecho, como un gato que contempla la
crema que se han olvidado de cubrir.
San Lamuerte
ordenó tantas cosas que la muchacha tuvo que ir y volver varias veces. Cada vez
entraba más gente al mesón; los que no encontraban asiento se ubicaban de pie a
lo largo de las paredes. La luz de las lámparas de parafina distinguía algún
que otro rostro entre las sombras. Sólo cuando la mesa estuvo casi llena de
viandas y bebidas, Gaby por fin reunió valor y tiró del delantal de la camarera
—Y yo... —empezó,
pero San Lamuerte pateó a Gaby por debajo de la mesa.
—¿Qué haces?
¿Crees que todo esto es solo para mí? ¿Quién te crees que soy, muchacho? Saca
la cuchara, que se enfría la comida...
Gabi miró
atentamente a San Lamuerte. Y además, ¿acaso es el tipo de persona que cuenta
dinero según los estándares humanos? Si te invita, gracias. Gabi asintió y se
acercó un plato de tamales.
La hermosa mujer
les trajo vino, en persona.
—Hola, San
Lamuerte —murmuró, sirviendo el vino en tres jarros—, ¿me presentas a tu
compañero?
—En verdad —dijo
San Lamuerte y se atusó el bigote—, él no es mi compañero, yo soy el suyo. —Hizo
una pausa gozosa y apartó los ojos de la mujer.
—Gabriel, te
presento a Pepa.
Pepa bebió un
sorbo de vino y agitó las pestañas en dirección a Gaby.
—¿Así que San
Lamuerte es solo tu escolta, Gabriel? No... ¡No voy a preguntarle nada! Creo
que es una historia que tiene que madurar antes de que se caiga de la rama.
Pero cuando lo haga, dame un trozo, ¿vale?
—Eres un encanto —dijo Gaby con
sinceridad—, ¿por qué estás sola?
—Ay, qué clase
de chicos tenemos —arrugó la nariz—, ¿de qué estás hablando? Alguno, claro, a
veces me visita —agregó lanzando una mirada socarrona hacia San Lamuerte.
—Bueno, Pepa. —La
voz de San Lamuerte se volvió de pronto viscosa y zalamera—, mi abejita, ya
sabes quién me dijo que ni siquiera te mirara...
Pepa retrocedió
involuntariamente, pero el escalofrío del miedo desapareció rápidamente de su
rostro.
—Me acuerdo, me
acuerdo. Y no sólo a ti –y de nuevo una mirada furtiva, pero hacia algún lugar
de la puerta trasera–, no, no solo....
—Veo que esta
noche hay baile, cariño —intervino San Lamuerte—, ¿quieres bailar?
Pepa sonrió
coqueta.
—Esperaba que me
lo pidieras algún día... Pero me están reclamando.
—¿Qué te parece?
—preguntó San Lamuerte mirando alejarse a Pepa.
—Pues no solo es
atractiva, también es lista —contestó Gaby y le dio un mordisco pensativo a su
tortilla.
—¿Pepa? Tonta como
un ladrillo —respondió la San Lamuerte con energía—. Con todos los años que
lleva viva, se le podrían enseñar buenos modales a un cerdo.
—¿Muchos? —cuestionó
Gaby.
—Allí, detrás
del mostrador... ¿ves? Es la nieta de Pepa. Y no la mayor —señaló San Lamuerte
con pereza.
Gaby se rascó la
nuca.
—He oído algo...
Guadalupe la bendijo, ¿no?
—No sé si
«bendita» es la palabra adecuada —San Lamuerte se rio entre dientes—, pero
ordenó que ni yo ni doña Senilidad toquemos a las personas que no han conocido
el amor.
—¿Y qué hay
de... la nieta?
—Eso es amor,
amigo mío —dijo San Lamuerte suavemente—, no cama…
Se tomaron su
tiempo para terminar de cenar. Gaby se alegró de que su mesa contra la pared,
la del centro, estuviera siendo despejada por hombres jóvenes y fornidos, que apremiaban
a los rezagados. Se estaba preparando el baile.
—Quédate —dijo
de pronto San Lamuerte.
—¿Cómo?
—Estabas a punto
de decir que te ibas a la cama. Te pido que te quedes.
—Hay un baile.
¿Qué voy a hacer en el baile?
—Bailarás con
Pepa.
Gaby se rio.
—¡Solo para que
la concurrencia se burle de mí!
—Nada. —San
Lamuerte sonrió suavemente—, hoy te pido eso... y mañana me pedirás algo, ¿no?
—Claro —respondió
Gaby tragando saliva.
Bebieron el vino
en silencio, observando cómo los músicos se acomodaban y afinaban los
instrumentos. Las chicas se apiñaban a lo largo de una pared, los chicos a lo
largo de la otra, y solo Pepa se paseaba perezosamente por la sala, intimidando
a unos, animando a otros, bebiendo una copa con los demás. La gente mayor del
público se había desplazado casi hasta la puerta trasera, donde una fila de ancianas
estaba sentada en un banco bajo.
—Gabriel, ¿estás
seguro de que no sabes bailar? —La voz iridiscente de Pepa llegó justo por
encima del oído de Gabriel que casi dio un salto.
—Bailará,
cariño, esta noche bailará. No puedo prometer que lo haga con destreza, pero lo
intentará —murmuró San Lamuerte. Gaby se encorvó.
—¿Qué gracia
tiene bailar con alguien que baila por obligación? —refunfuñó Pepa.
—Sin compulsión —resopló
San Lamuerte—, él bailará voluntariamente, yo me dejaré caer voluntariamente
sobre él... —Gaby levantó la cabeza—. Verás, mi incomparable amiga —continuó San
Lamuerte—, nuestro compañero mató a su único hermano hace seis meses... en su
propia casa. Y dio la casualidad de que durante esos seis meses no había podido
visitar su pueblo.
Pepa chilló
llevándose la mano a la boca y miró a Gaby horrorizada.
—¡Seis meses! No
me extraña que te hayas vuelto errante.
—No, no —dijo
Gaby con un suspiro—, no la estoy pasando mal con Juan. Sí, claro que está
enojado. Pero en su posición, ¿quién no estaría enfadado? Pero Ramona parirá dentro
de un mes. Es duro para ella. Antes no se llevaban bien, y ahora... sí que la
llevé a casa de su hermana. Y fui a buscarle... Es él.
Pepa miró
interrogante a San Lamuerte.
—No entiendo.
¿Quién es Ramona?
—Es mi mujer —dijo
Gaby con un suspiro—, y Juan era mi hermano. Él la violó. Yo iba caminando a
casa. La oí gritar. Entré corriendo. Lo vi... Aquí. Saqué un cuchillo y le
corté la garganta.
—¿Cómo sabes que
fue una violación? —preguntó Pepa burlonamente.
San Lamuerte se
apoyó en el codo y asintió con la cabeza dispuesto a escuchar.
Gaby gruñó.
—¿Cuál es la
diferencia? Uf. Pepa, si tienes un granero en llamas y las chispas vuelan hacia
el establo, ¿cuál apagas primero?
—El establo, por
supuesto —respondió Pepa—, eso lo que se puede salvar.
—Pues eso. Sea
lo que sea, Juan sin duda me hizo daño… Todo lo que yo tenía, era suyo. Solo
una cosa no quería compartir…, y justo esa me la robó. Y ya fuera con su
consentimiento, como se dice, o sin él… ¿qué diferencia hay? Para Ramona sí que
la hay. Así
que si le crees, la estás salvando, pero si le crees a Juan, no lo estás
salvando a él... Ahí lo tienes.
Pepa arqueó las
cejas.
—Tienes una curiosa
forma de pensar, Gabriel. Vaya, vaya. Pero yo llevo mucho tiempo viviendo.
Seguro que ya lo has oído. Y te lo aseguro: hasta que la perra no quiere, el
perro no salta.
Gaby apartó los
puños de la mesa y se enderezó. Pepa retrocedió un poco.
—San Lamuerte —dijo
Gaby lentamente—, acabo de escuchar algo absolutamente imposible. La hermosa
Pepa acaba de llamar perros a mis personas favoritas. Dime que he bebido mucho
vino y que me estoy imaginando cosas.
—Lo siento,
Gabriel —respondió Pepa rápidamente—, claro que no ha sido eso. Yo también bebí
mucho, mi lengua se apoderó de mi mente.
Caminó
graciosamente de un lado a otro de la mesa, terminando casi a las espaldas de San
Lamuerte.
—Compañero, te
prometí un baile...
—¿Tengo que
bailar con... esta? — Gaby sacudió la cabeza.
—No bailaré contigo
—se enfadó Pepa—, ve a bailar con doña Senilidad; esa es la bailarina que te
conviene.
—Con eso bastará
—dijo San Lamuerte con calma, y señaló el banco que había junto a la puerta
trasera.
Gaby se levantó,
terminó su copa de vino y atravesó el círculo de parejas bailando, directo al
banco.
—Es interesante —le
dijo San Lamuerte a Pepa— que nuestro simplón amigo vea bien la diferencia
entre hombre y animal, cosa que tú aún no tienes clara.
—¿El alma? —preguntó
Pepa con ironía.
—Es difícil
describirlo con una sola palabra, querida —respondió San Lamuerte con pereza—.
No te vayas, vamos a echarle un vistazo.
Pepa sonrió, se
sentó en la silla vacía y se sirvió una copa.
Gaby hizo una
profunda reverencia y extendió la mano hacia la única anciana que le ocultaba
el rostro. La cabeza emergió lentamente, como una tortuga, del capullo de
varias capas de pañuelos gastados. Sus ojos acuosos se esforzaron por enfocar a
Gaby en medio del desorden de la sala.
—Baila conmigo,
doña Senilidad —dijo Gaby en voz baja—, ahora la música es lenta; no te será
difícil.
Ella masticó con
su boca desdentada, dejando caer un hilillo de saliva, y asintió.
Gaby esperó
hasta que la anciana se hubo despojado de sus chales y limpiado el abrigo de
piel sin mangas; luego tiró suavemente de sus dos manos. Su rostro se iluminó.
Gaby exhaló un
silbido.
—¡Oh, doña Senilidad!
—Ella soltó una pequeña risita—. ¿Tenía razón? ¿Ramona tendrá este aspecto? —Doña
Senilidad asintió—. He visto esa arruga antes —dijo Gaby en voz baja, guiándola
con cuidado por la sala—. Cuando llora. Esta arruga es más fina que las otras,
así que puedo esperar....
—¿Qué? —preguntó
doña Senilidad con voz un poco más clara.
—Que no tenga
que llorar mucho.
—Más despacio —refunfuñó
doña Senilidad.
—¿Las piernas? —preguntó
Gaby.
—Sí. Sobre todo
después del quinto parto...
Gaby estaba
radiante.
—¡Gracias, doña Senilidad!
—¿Por qué? —preguntó
la anciana con los ojos brillantes.
—Porque Ramona
no muriera en el parto. Y las piernas, ¿qué pasa con las piernas? Las
salvaremos.
Pepa observó
desconcertada cómo los jóvenes se separaban delante de la extraña pareja, un
hombre que se movía con sorprendente gracia, llevando a su compañera de modo
que los pies de ella no tocaban el suelo.
—Parece como si
estuviera rejuveneciendo.
—No, es que su
carga es más ligera para los que la quieren —dijo San Lamuerte. Pepa se dio la
vuelta con dificultad, se sirvió vino con mano temblorosa y se lo bebió de un
trago.
Su mirada chocó
con la de San Lamuerte. En ellos, Pepa vio su propio reflejo. En la mejilla
tersa, junto a la comisura de la boca, apareció una sombra amarillenta… o no,
aún no una arruga, apenas una sombra.
—Nadie te
prometió —dijo San Lamuerte pensativo— que el amor sería tuyo. O para ti. Los
que te quisieron fueron suficientes; tú no los reconociste. La sentencia de
Guadalupe la cumples tú, muchacha.
—¿Me llevas? —preguntó
Pepa con voz débil, retrocediendo un paso.
—Noooo —dijo la San
Lamuerte arrastrando las palabras—, noooo, mi incomparable amiga. Ahora nuestro
ingenuo amigo terminará el baile, sentará a su pareja... saldrá y se irá
inmediatamente a casa. Yo lo seguiré y no volveré por aquí en mucho tiempo. —Sonrió
fría y aterradoramente—. Mucho tiempo.
Asya Mikheeva es el seudónimo literario
de Anna Vladimirovna Mikheeva, doctora en filosofía y profesora de Novosibirsk.
Nació el 6 de noviembre de 1973. Es poeta y autora de relatos de ciencia
ficción. Mikheeva se inició en la escritura de ciencia ficción a principios de
los 90 bajo la tutela de E. R. Trank, pero posteriormente se dedicó a los
juegos de rol antes de retomar su carrera literaria. Sus obras se pueden
encontrar en las revistas Mir Fantastiki (El mundo de la ciencia
ficción), Konets Epokhi (El fin de la época), y en las las colecciones Tsvetnoy
Den (Día de color), Zemlya Zhivykh (La tierra de los vivos) y en la
antología Verbarium. Actualmente vive en San Martín, provincia de Buenos
Aires, Argentina.
