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lunes, 15 de diciembre de 2025

ONARUM

José Luis Zárate

 

La ciudad de Onarum se levanta en una colina, orgullosa y enorme, firmemente asentada en las alturas. Sus habitantes gustan de agregar un segundo nombre al de la ciudad, buscando —tal vez— el orden secreto que anima al lugar. Algunos de los nombres son meras descripciones, otros, más ambiciosos, buscan su esencia. Hay quienes usan los nombres prohibidos de religiones desaparecidas y sílabas extrañas sin significado alguno. El Trager Dan del lugar, desde las alturas improbables de la torre mayor del castillo, gusta observar la ciudad todas las mañanas, desplegándose bajo su vista y, a veces, musita su nombre como si fuera el suyo propio: Onarum la Poderosa. Al pensar en ella así no ve más que los gruesos muros que cercan la ciudad, los estandartes de guerra que se agitan en las astas banderas del muro, su propio castillo, lleno de picos y garras, como un reptil de mil escamas venenosas que cubre con su presencia la ciudad. No sabe que para el ciego que habita en las calles el nombre es el Onarum, la infinita, aquella que siempre está creciendo, en cada momento un cambio forma, cuyas casas gustan de transformarse en cada estación. El ciego sabe que una ciudad no puede ser tan enorme como él se la imagina, pero también sabe que se ha perdido en un laberinto que muta diariamente, haciéndose más grande e impenetrable en cada avatar. Un día cree conocer el centro hasta que se topa con la rugosa superficie de una fuente que no debería estar ahí, a veces las calles son más largas o cortas, o hay sonidos nuevos en su interior, y la gente parece que nunca es la misma, pero en cierta forma es lógica esa cualidad de cambio, es el centro de Endra y por ello, el sitio donde todos los caminos se reúnen. Para el Hassanat, el jefe de las caravanas, la ciudad no es más que Onarum, el Final, un sitio en el cual jamás se ha sumergido, pues teme conocer su interior, que pierda el sentido de destino que él le ha dado. Cuando las tormentas sorprenden a los viajeros a su cargo, y las rutas de la guerra lo obligan a buscar nuevos senderos, cuando se ve en medio del ataque de los parias, el Hassanat siempre convoca la imagen de las murallas de Onarum y el rumor que contienen en sus límites, las puertas oscuras con monstruos tallados amorosamente en su recio metal, es a Onarum el Arribo a quien llama cuando necesita fuerzas para llegar a él, un dios personal al cual le ha hecho una serie de sencillas ceremonias que sólo su hijo, futuro Hassanat, comprende; como tocar una pieza incompleta de una música propia prometiendo terminarla al regresar a la ciudad, o besar la húmeda piedra de las murallas antes de cortarse levemente la mano y dejar una marca de sangre en ese lugar, para que los dos sepan el sabor y la esencia del otro y no olviden reunirse siempre. Nadie entiende qué es lo que el jefe de las caravanas grita cuando se lanza al ataque para proteger las mercancías, lo que vocifera a los abnereides agotados. Es, simplemente, el número de banderas que ondean en lo alto del muro, por escuchar su sonido otra vez, su rabiosa voz de viento, se ha enfrentado a múltiples peligros. Cuando el número de veces que ha visto la muerte a la cara sea igual al número de banderas, se retirará para siempre. El Hassanat ignora si irá a hundirse a uno de los tantos caminos o entrará por fin a la ciudad para averiguar qué hay en su interior que mueve al mundo. Ese hombre, curtido por un millón de soles, mataría a quien le dijera uno de los nombres más populares de Onarum: la Ramera. Algunos ingenuos pensaban que ese nombre era dado por la infinidad de casas cubiertas con la membrana blanca del pez nart, con sus mujeres pálidas en su interior que sólo buscaban unas monedas, inocentes esclavas momentáneas, aunque había el rumor persistente, difundido generalmente por los sacerdotes Kaldy, que algunas de ellas eran inmensamente blancas, casi transparentes y lo que deseaban era únicamente un poco de sangre, una vida para arrebatar con sus uñas hambrientas; y había muchos buscando esas hipotéticas mujeres, buscando la redención bajo esa sed. Pero la ciudad portaba ese nombre con dignidad por que en su interior todo se vendía. No existe el artículo que no fuera ofrecido en sus calles, se vendían perversiones y muertes y armas decorativas y niños vírgenes y conocimientos y madera afrodisiaca y secretos y verdades y virtudes y oscuridades y redenciones. Mil y un objetos. Hay quienes ofrecen el olvido por un buen cargamento de pieles, quienes muestran los límites de la carne a los arriesgados; hay nuevos conceptos para los que desean ver el mundo con ojos nuevos y antiguos ojos para los desencantados. Hay mujeres brillantes, mujeres oscuras. Se puede, incluso, comprar el sufrimiento, ofrecer Hambre a cómodos precios. Los Kaldy piensan en la ciudad como Onarum, la Verdadera, e incluso Onarum, el Inicio, la Cuna, la Matriz, el lugar donde su dios nació y creció, hay peregrinaciones a sus calles buscando la Verdad que el Kaldy encontró, pero eso no evita que su nombre real (un nombre real de los miles de nombres reales que posee) sea el de Onarum, la Oscura. Nombre verdadero que, una y otra vez, cada Habitante ha murmurado para sí. Sobre todo cuando ha muerto el día, cuando las nubes negras y el cielo desgarrado obligan a alzar la vista y ver sobre la ciudad, como una monstruosa ave de carroña, al castillo, como una sombra súbitamente solidificada, un buque negro que sólo puede navegar en las noches de tormenta, con velamen de banderas que no son otra cosa que los símbolos de ciudades que han caído bajo el poder de la Familia del Trager Dan, cada bandera un castillo incendiado, cada estandarte sangre y fuego en sitios remotos, banderas que se despliegan para impulsar a ese grotesco castillo a tierras temibles, a océanos donde las bestias no se encuentran sumergidas sino navegando sobre sus aguas. Pero, claro está, no es necesario que sea una noche temible para que el castillo atemorice. A veces, cuando sólo hay estrellas brillantes en el cielo, tal parece que la construcción se pierda en su interior para sumergirse en el frío desorbitado de las alturas, como si la Voz, el Trager Dan, buscara tocar esas luces, como si necesitara el brillo insano de lo monstruoso para existir. En ocasiones basta con un detalle prosaico que sugiere la oscuridad, como lo es una canaleta en uno de los bordes del castillo por donde, ocasionalmente, gotea sangre, a veces noche y día, o por unos cuantos minutos, y se escuchan, apagados por el grueso de las paredes, débiles y casi insignificantes gritos, y no es raro ver un cadáver pender de alguno de los múltiples picos buscando enseñar una lección que nadie comprende. Hay hombres recurriendo sus calles, vestidos con ropas de soldados, de miembros de la corte y habitantes del castillo que parecen que lo llevan en su interior, como si ese lugar fuera una enfermedad, que infectara a quien lo toca, hombres acordes al castillo. con armas en la mano que no resultan tan atemorizantes como el brillo de sus ojos, y la certeza de que son capaces de matar por aburrimiento, insensiblemente. Ellos, esos hombres reales alimentan leyendas tales como la que afirma que las bestias labradas en piedra para guardar las alturas del castillo tienen vida en determinadas horas de la oscuridad, que en ocasiones un hecho insano despierta sus infectos miembros y recorren las paredes de roca con garras de piedra y hambre ciega, se dice que pasean por las noches buscando nuevas víctimas que siempre aparecen al otro día sin manos, sin rostro, en medio de su propia sangre. Se habla de espadas rotas, de uñas quebradas, de cuchillos doblados al intentar penetrar la pétrea piel de las bestias, pero no me menciona jamás el nombre de las víctimas, que siempre han sido disidentes. Lo cierto es que la ciudad devora a sus habitantes día a día, que hallar un cadáver al amanecer es tan común como la entrada de una caravana del desierto. Hay quienes intentan apresar la ciudad, narrar la verdadera historia de Onarum, haciendo un recuento de los hechos como si fuera posible fijarla en el tiempo, detener su marcha ciega, pues no ignoran que miles conocen el último nombre de la ciudad, el nombre que la condena, aquel que ha guiado mil ejércitos preparados para el sitio, que en diferentes eras la han rodeado, y alimentará los mil ataques a través de los siglos, el nombre finalmente responsable de su caída, de hombres orgullosos caminando por sus calles buscando la rapiña, los despojos de los vencidos, ignorando dichosamente la historia, la esencia del lugar, disfrutando solamente de encontrarse por fin en las calles de Onarum, el botín.

José Luis Zárate Herrera nació en Puebla, México, el 20 de enero de 1966. Básicamente es un escritor de ciencia ficción, aunque también ha desarrollado trabajos literarios de otros géneros. Su obra abarca ensayo, poesía y narrativa, y permite considerarlo parte de un movimiento en la literatura mexicana de finales del siglo XX, que abandona el nacionalismo imperante hasta aquel momento y se acerca a lo fantástico. Es uno de los socios fundadores de la Asociación Mexicana de Ciencia Ficción y Fantasía y del Círculo Puebla de Ciencia Ficción y Divulgación Científica. Ha obtenido varios premios nacionales e internacionales, entre los que destacan el Premio Más Allá (1984), el Premio Kalpa (1992), el Premio MECyF (1998 y 2002) y el Premio UPC de ciencia ficción (2000). Sus novelas de mayor renombre son Xanto, novelucha libre (1994), La ruta del hielo y la sal (1998) y Del cielo oscuro y del abismo (2001), que forman una trilogía, llamada por el autor "Las fases del mito", sobre personajes icónicos de la cultura popular.

 

 

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