Joyce Barker Bucat
Pedro aún tenía la sensación de enajenamiento que lo hizo llegar, sin avisar, a la casa de su amigo Teo, un día cualquiera en la mañana, luego de su terapia con el sicólogo. Teo no se sorprendió con la visita, y hasta tenía la mesa puesta con desayuno para dos. No conversaron tanto, pero se rieron mucho. Dentro de las pocas conversaciones, Teo le contó que había hablado con el Vaticano acerca de un negocio que tenía en mente. Pedro, acostumbrado a las elucubraciones de su amigo, no lo tomó en serio. También le dijo que en su patio trasero había un portal dimensional donde él podía hablar con los animales, porque también era uno. Pedro rio, sorprendido por la imaginación de su amigo escritor.
—¿No me crees? Ven conmigo. —Teo lo llevó al patio trasero y le mostró una puerta en la pandereta divisoria. Pedro le preguntó si no había problemas con los vecinos, invasión de propiedad privada y cosas así. Teo dijo que no, que esa puerta existía solo en su propiedad, y que el resto de las casas del condominio, no la tenía.
Teo la abrió lentamente. Al otro lado había un bosque.
—¡Qué grande es el patio del vecino! —exclamó Pedro—. ¡Y estos árboles! ¡Son enormes! Deberían verse desde tu casa. Qué raro no haberme fijado antes.
—No es el patio del vecino. Esta es la otra realidad. Y ese bosque solo se ve abriendo esta puerta.
—Sí, claro —dijo Pedro, sin creerle una sola palabra. Pero su amigo ya no estaba a su lado, ni siquiera cerca de él. Dónde se habrá metido, pensó, maravillado por el paisaje.
Decidió recorrer el bosque, por curiosidad y ver, además, si se encontraba con Teo. Caminó por un sendero de gravilla, perfectamente delineando por el pasto. Pero luego de algunos pasos, logró divisar, a lo lejos, a un grupo de animales pequeños golpeando a un toro negro, que estaba amarrado a un enorme árbol, a pleno sol. Eran conejos, gallinas, y otros, que parecían gozar con el dolor ajeno.
—¡Déjenlo! —gritó Pedro, sin darse cuenta de que les hablaba a unos animales, mientras se acercaba corriendo al lugar donde se encontraban.
—No te metas en nuestros asuntos.
—Si no lo dejan, los atacaré —continuó Pedro, moviendo los brazos como si aleteara.
—¡Ándate! —gritaban los animales—. ¿Cómo te atreves a decirnos qué hacer, humanoide?
—Me iré si sueltan al toro. Y no soy un humanoide, ¡soy un humano! ¿Que no me ven?
Pedro se acercó, desafiante. Le cedieron el paso, extrañamente. Desató al toro, y este, agradecido, se fue corriendo. Luego, Pedro miró a los animales pequeños, que se acercaban lentamente; se notaba en sus caras las ansias de atacarlo.
—No se acerquen más. No quiero hacerles daño. —Eso fue como un insulto para los animales, que intentaron abalanzarse sobre Pedro, pero alcanzó a elevarse justo cuando un conejo iba a saltar a su cara—. Pero, ¡qué les pasa! —dijo a cinco metros de altura, flotando. Aunque movía los brazos de vez en cuando.
—Ni siquiera así se da cuenta —dijo uno de los animales.
—¡Los escucho! —gritó Pedro.
—Por supuesto que sí, engendro.
Pedro, extrañado, se alejó del lugar, volando. Teo tenía razón, pensaba, este sí es otro ‘lugar’. Quién lo hubiera creído, los animales hablan y, ¡puedo volar! Esto es más de lo que alguna vez creí posible. ¿Me habré transformado en pájaro? Qué raro es todo esto. Teo… ¿dónde estará? Aquí podríamos hacer muchas cosas.
—¡Teo! —gritó buscando a su amigo. Sobrevoló esa pradera, y un cerco que la delimitada. Abajo se veía una casa y sembradíos de zanahorias. Bajó rápidamente, aterrizando encima de las plantas. Arrancó un par de zanahorias y se las echó en la boca. Continuó así unos minutos hasta que le dio sueño y se echó a dormir una siesta sobre las zanahorias. Soñó que lo enjaulaba un hombre con vestido largo y negro, que cargaba un libro y tiraba agua con la mano. Despertó cuando lo iba a amarrar en la esquina superior de una iglesia. Abrió los ojos, un hombre lo miraba fijamente:
—Tienes suerte de estar acá, —le dijo el hombre, el dueño de las zanahorias—. ¿Quieres sacar más? Come las que quieras. Vuelvo en un momento. Espérame aquí.
Pedro notó amabilidad en las palabras del campesino. Comió más zanahorias.
El hombre volvió con una pequeña botella de vidrio tallado, que abrió y salpicó sobre Pedro.
—¿Qué haces? —El campesino no respondió y siguió salpicando agua. Pedro, hastiado, se levantó rápidamente, y se elevó dos metros. —¡Gracias por las zanahorias! —dijo desde arriba.
—¡Gracias a ti! Dios te necesita y sabrá recompensarte.
—¿Qué?
—¡Bendito seas!
—Gracias… —Pedro no supo qué más responder, ese tipo de persona le daba miedo—. Ten cuidado con los animales que están al otro lado de tu cerco —dijo finalmente.
—¿De qué hablas? ¿Animales?
—Sí… son animales pequeños. Atacaron a un toro. ¡A ese! —se dio cuenta que el toro que rescató estaba pastando en ese predio, a lo lejos—, y casi lo hacen conmigo.
—Lo siento —respondió el campesino—, pero eso es imposible. Ya no quedan animales pequeños, fueron depredados hace años por… —el hombre calló súbitamente y esquivó la vista de Pedro, luego continuó—: Solo existe ese toro, Billy. El único animal por estos lados.
—No, debe haber una equivocación. Casi me ataca un conejo.
El campesino saltó de risa. Miró al toro, se despidió de Pedro, y se fue a su casa.
—¡No le hables de esas cosas! —gritó el toro desde un extremo del predio—. Y tienes suerte de que este campesino haya entendido lo que dijiste.
—¿Por qué no me habría de entender? ¿Modulo mal, acaso?
—No, no es por eso —dijo el toro mientras masticaba pasto. Pero Pedro abrió la boca y desenrolló una larguísima lengua, que inmediatamente enrolló de vuelta. El toro, Billy, sin sorprenderse por la escena de Pedro, continuó—: Por otro lado, ¿no me reconoces? ¡Soy Teo! Este campesino me puso ese nombre ridículo, pero está bien. Es tranquilo acá.
—¿Teo? ¿Y qué hacías amarrado a un árbol?
—Mmm. Nada en particular. ¿Por?
—¡Te estaban golpeando esos animales!
—Sí, pero no me dolía. Digamos que era una especie de show para que fueras a verme en mi estado animal. Y ver si te bajaba el instinto depre…
—¿Un show? No te entiendo —interrumpió Pedro.
—No importa —esquivó el tema—, pero cuéntame, ¿me crees ahora lo que te dije en la casa? Nos transformamos en animales. Al menos yo. Porque tú eres siempre el mismo, donde sea.
—¡Por supuesto que acá soy distinto! En este lugar puedo volar.
—Mmm —el toro no quiso hablar más, se hastiaba fácilmente, sobre todo con alguien que no se daba cuenta de nada— Se está haciendo tarde, ¿nos vamos?
—Sí, movámonos de este lugar. Pero cuéntame algo: ¿qué hacías siendo la mascota de ese campesino?
—No soy su mascota. Somos socios, algo así.
—Claro… ¿y esos animalitos también?
—En mi casa te cuento.
Teo y Pedro regresaron a la casa. Abrieron la puerta del cerco y entraron. Teo inmediatamente volvió a ser un hombre, y no tardó en contarle a Pedro que esos animales querían poner a prueba la pacífica actitud de Pedro, armando ese show. Porque con las terapias, Pedro había cambiado, y querían saber de qué manera. También le dijo que agradecía el gesto de haberlo rescatado, aunque no haya sido necesario. Luego se disculpó porque tenía que ir a buscar algo a la casa. Al volver, le tiró un lazo a los tobillos, botando a Pedro al suelo.
—Pero, ¡qué haces!
—Lo siento, Pedro, te dije que tenía un negocio en mente. Y te aseguro que vivirás bien. Con el tiempo te acostumbrarás.
—¡De qué hablas! ¡Soy un hombre común y corriente! ¿Por qué querrías usarme en tus negocios? ¡Negocios de qué!
—Deja de decir eso, me sorprende que aún no te reconozcas.
—Si pude volar estando al otro lado del cerco es porque…
—¿Porque es otra realidad? ¿Porque te transformaste en un pájaro? ¿Algo así?
—¡Claro! Así como tú te transformaste en toro —contestó Pedro, enojado.
—Qué ingenuo eres. Solo los humanos se transforman en animales. Y viceversa.
—¿Me estás diciendo que el campesino…?
—Ese es un conejo —interrumpió Teo.
—¡Deja de tomarme el pelo! ¿Estás drogado?
—No. Y deja de mover tus alas, por favor.
—¡No tengo alas! ¡Soy un hombre! —gritó Pedro, intentando desatarse los tobillos.
—No, amigo, no lo eres. Nunca lo has sido. Eres el mismo acá que en el otro lado. Y por favor, deja de ir a ese sicólogo. Te ha lavado el cerebro con esa estupidez —dijo Teo, mientras iba a buscar un espejo—. Mírate.
—Qué. ¿Qué tengo de raro?
—¡Eres una gárgola! ¿Que no te das cuenta?
Pedro se miró al espejo, se vio las garras, las alas, su piel oscura, su lengua extraña.
—Sé perfectamente lo que soy. Un humano distinto, ¿qué pretendes? Mi sicólogo me advirtió que siempre iba a haber gente queriendo acomplejarme. ¿Eres de esos? Pensé que eras mi amigo.
—Pedro, debo reconocer que tu sicólogo es muy bueno. No sé cómo te logró convencer. De depredador a depresivo. Y otra cosa: sí soy tu amigo, pero ya te dije, necesito plata. Y el Vaticano paga…
—¿Paga bien? ¿Me venderás, amigo? Eres lo peor que he conocido a lo largo de todas mis vidas.
—Sí. Es verdad —dijo Teo, fingiendo remordimiento—. Soy solo un humano, un defectuoso humano.
—¿Como yo?
—Sí… como tú. —Teo, hastiado, prefirió mentirle, sabía que Pedro se alegraría de escuchar eso, y así, dejaría de aletear.
En efecto, Pedro calmó su ansiedad por estar sobre el suelo, amarrado con cuerdas; y dejó de aletear. Recordó su antigua vida como cuidador de catedrales, como depredador de animales pequeños, y como todo lo que un humano detestaba, según él. Pero estaba feliz, ingenuamente feliz de poder ayudar económicamente a Teo, un humano despreciable.
Joyce Barker Bucat es arquitecta y escritora. Nació y vive en Santiago de Chile. Se dedica a los cuentos cortos de ficción. Ha publicado en antologías y en el fanzine Estrellita mía.



