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domingo, 12 de mayo de 2024

ANGELITA

Dora Gómez Q

 

Juan y Elena vivían juntos, o acollarados como se dice en el norte, y eran pobres como todos los habitantes de la Puna.

La venta de artesanías y las changas ya no alcanzaban para la subsistencia por lo que consideraban la posibilidad de marcharse del lugar, como ya lo habían hecho otros de sus paisanos

Así que un día decidieron dejar la humilde casa de adobe, la cabra y la mula, que eran todas sus posesiones, y con apenas un par de bolsas de ropa y los documentos de identidad subieron al camión de Pedro que venía desde Bolivia con destino a Buenos Aires.

En la cabina no había lugar para tres, así que se turnaban para ir en el lugar del acompañante, un trecho iba Juan y otro Elena.

Se conocían con Pedro desde que Juan le ayudó a reparar el camión, un día que se había averiado cerca de Jujuy. Después hicieron amistad y cada vez que Pedro andaba de paso a Bolivia pasaba la noche en el rancho de la pareja, más cómodo que dormir en el camión, y recibía también de parte de ellos un poco de comida antes de continuar el viaje.

Después de un día y medio de viaje incómodo en el viejo camión llegaron a la ciudad. Pedro los dejó en una zona ignota de la provincia de Buenos Aires.

 Aturdidos por el ruido y abrumados por el movimiento caótico del lugar al que habían arribado, caminaron con la dirección de unos paisanos anotada en un papel. Juan iba preguntando a los transeúntes como llegar a esa calle. Así, preguntando a unos y a otros, llegaron a un rancherío formado por algunas casillas de madera y baldíos dónde había basura, perros, niños, y muchachos jugando a la pelota.

Nunca encontraron a sus paisanos, pero un hombre allí les ofreció un terreno donde podían construirse algo y les dio algunas maderas y unas chapas que sirvieron de techo.

—Ya me van a pagar cuando consigan trabajoles dijo.

Y efectivamente les cobró un porcentaje de lo que ganaron por siempre, por haberles permitido instalarse en un terreno que pertenecía al Estado.

 Elena puso por dentro de la casilla un papel floreado para cubrir las aberturas entre madera y madera, cuando tuvo dinero para comprarlo.

En poco tiempo consiguieron trabajo. Ella, limpiando casas y cobrando por horas; en esos mismos edificios Juan hacía changuitas de albañilería.

Al poco tiempo Elena quedó embarazada, y eso complicó la entrada de dinero, que apenas alcanzaba para comer y viajar.

Había sido muy difícil adaptarse a viajar en la ciudad, usar una tarjeta, subir a colectivos, hacer combinaciones de un subte a otro. Pero Elena lo había logrado

 Cuando empezó a sentir nauseas por las mañanas una de las patronas le dijo:

—Vos estás embarazada. —Y le compró un test que dio resultado positivo.

 No era una buena noticia en ese momento, pero siguió trabajando hasta que el embarazo estuvo muy avanzado.

Para colmo Juan, fascinado con la ciudad, había cambiado mucho su comportamiento. Llegaba tarde o directamente no llegaba a dormir a la casa. También su carácter había cambiado. Era una persona muy diferente de la que partió de la Puna en el camión de Pedro.

Cuando se enteró del embarazo de Elena, todo empeoró. Llegaba agresivo y por cualquier nimiedad perdía los estribos. De los insultos pasó a la violencia física, sin importarle el embarazo de ella.

Las vecinas la ayudaron en la última etapa del embarazo y algunas con más experiencia le explicaban que algunos hombres se ponían celosos con los embarazos porque significaba que un tercero ya estaba allí entre ambos y no era extraño que se pusieran violentos.

Elena, a pesar de su estado, se sentía fortalecida en su carácter, ella tampoco era la mujer tímida y obediente que había llegado desde el norte.

Así que un día juntó todas las cosas de Juan en un bolso y lo echó del rancho con ayuda de las vecinas que la alentaron a hacer la denuncia a la policía.

En la comisaría le tomaron la denuncia y la mandaron a un hospital público donde se verificaron los moretones de brazos, espalda y demás partes del cuerpo, y el estado del bebé próximo a nacer, que por suerte no había sido afectado por los golpes. Ese mismo día se hizo presente la policía con una orden de restricción para impedirle a Juan que volviera a acercarse a la casa.

 Las vecinas la ayudaron mucho durante los primeros meses después del nacimiento de la niña, a la que Elena llamó Ángela. Todas eran muy solidarias al verla sola y las mujeres se apiadaron de ella. Y también porque algunas habían pasado por situaciones parecidas lo que las llevó a formar como una gran hermandad.

Elena era humilde, callada y más fuerte de lo que aparentaba. Cuando se pudo reintegrar a sus labores, Elena dejaba a la beba con una prostituta que llegaba de su trabajo cuando ella salía para el suyo. Unos pesos más le venían bien a la devenida en niñera.

Juan no regresó. Elena supo que había se había marchado a Córdoba con una mucama que trabajaba en uno de los edificios dónde él hacía reparaciones.

Ella y la niña nunca más supieron de él. Y pasaron ocho años.

La niña no había podido empezar la escuela, ya que Elena se marchaba a las seis de la mañana y no tenía quien la llevara al colegio o fuera a buscarla. Cuando llovía, el barro impedía salir del lugar y a veces Angelita tampoco tenía zapatillas.

Su madre le dejaba una taza de leche sobre la mesa con unas galletas o un pan antes de irse al trabajo mientras la niña dormía en la única cama del rancho que compartían.

Al mediodía la niña iba sola al comedor comunitario del barrio.

A Elena ya no le faltaba mucho para completar el dinero que ahorraba mes tras mes para alquilar una pieza fuera del barrio, y estar más cerca de sus trabajos y poder llevar a su hija al colegio.

Lamentaba mucho estar sola en esta situación, sin parientes cercanos. A veces extrañaba la puna. Y estaba triste la mayor parte del tiempo, aunque esperanzada en que su hija tendría una vida y un futuro mejor que en el norte.

Ángela, al contrario de su madre era muy sociable y parlanchina e iba adquiriendo costumbres y modos del entorno.

Permanecía sola casi todo el día, jugaba con otros niños, y deambulaba por el barrio, por los pasillos y laberintos que conocía bien. Tenía amigos de su edad que tenían armas de verdad, y otros que tenían mucho dinero que ganaban “vigilando” le decían, aunque ella no sabía lo que eso significaba.

—¿Qué vigilan?

—Chiflamos cuando viene la gorra

—¿Eso no ma’? Uhhh… Para tener plata mi mamá tiene que ir a trabajar.

Los niños se reían y Ángela se iba andar por ahí, esperando la hora de ir al comedor comunitario, para alivio de Elena, que no hacía a tiempo de volver a darle de comer a su hija.

A pesar de su edad cronológica Angelita parecía tener seis años, era muy delgada y menuda. Se había hecho amiga de un muchachón que tendría unos veinte años. Llamaba la atención y destacaba allí porque era rubio y corpulento. Era de origen polaco. Al menos eso decía él. Siempre andaba solo y lo llamaban por un sobrenombre: Pule. Solía cargar a Angelita sobre los hombros y la llevaba de paseo por el barrio y sus alrededores. A ella le encantaba mirar todo desde tan arriba y tocaba el cabello del Pule, mientras él la sostenía de las piernitas flacas.

Tené el pelo amariyo, vo.

—Sí —se reía Pule.

Cuando llovía y el barro hacía intransitable el camino, la pasaba a buscar por el comedor y la llevaba de vuelta a su casa. Ángelita no tenía zapatillas por lo que se hacía más difícil caminar por el barro.

—Pule, cuando sea grande voy a ser tu novia, ¿queré?

—¡Si, Angelita, como no voy a querer!

Y también la llevaba a jugar a la plaza que habían hecho los vecinos en el baldío con tachos y cadenas un improvisado columpio.

La madre estaba agradecida y aliviada con cualquier ayuda que le dieran. Y Pule oficiaba como un hermano mayor, aunque era un joven violento.

No sabía Elena dónde ni de qué vivía el polaco. Nunca lo había visto drogado, ni juntarse con la gente que andaba en los negocios narcos que todos conocían, por lo que interpretó que no era delincuente sino un muchacho solo no más, que se peleaba con otros, como todos.

Un día lo vieron pelear con cuatro muchachitos a la vez.

Pule revoleaba una gruesa cadena sobre su cabeza que hacía que mantenía alejados a los agresores. Al final se fueron prometiendo volver y darle un “cuetazo”.

—¿Qué es un “cuetazo”, ma? —preguntó Ángela, que veía escenas de violencia callejeras a diario.

—Son como los cuetes de navidad —le contestó Elena, rogando que pronto pudieran mudarse de allí.

Dejando de lado la gente que se ocupaba de kioscos narcos, o los que peleaban a veces a tiros por abarcar más territorio para distribuir droga, los que salían a trabajar temprano por magros salarios eran más, una especie de gran familia que se ayudaba y protegía mutuamente. Y eran los mismos traficantes de droga los que los ayudaban cuando algunos vecinos pasaban por dificultades económicas. Después, el favor se devolvía haciendo silencio cuando alguna autoridad policial venía a investigar. Pero la policía rara vez se metía en el barrio. Se llevaban algunos niños que a los días ya estaban de regreso.

 Todas eran madres de todos los chicos para cuidar, reprender o alimentar.

Con el comedor colaboraban casi todos los habitantes del lugar con lo que podían. Esa papa que no estaba de más, pero no alcanzaba para una comida completa, se llevaba al comedor. Cualquier otra cosa que fuera comida o materia prima para cocinar era bienvenida porque allí donde comían veinticinco chicos de distintas edades. Los comercios vecinos fuera del barrio, también colaboraban con mercadería. Ya fuera el pan de ayer que el panadero no pudo vender o las facturas. La carnicería y la fiambrería tenían el negocio totalmente enrejado y atendían por una pequeña ventanita debido a los robos reiterados, ellos también colaboraban con dinero o mercadería.

También Elena separaba de su salario una parte para el comedor y otra para el señor que les había dado el terreno cuando llegaron con Juan.

A los supermercados había que presionarlos un poco para que donaran Los más ricos de vez en cuando dejaban en la parroquia grandes bolsas de ropa usada para donar. Para la gente del barrio los ricos era la gente que vivía fuera del barrio y tenía casa de material.

Angelita iba a la parroquia los sábados, donde jóvenes de la Acción Católica daban clases de catequesis. Pero como Angelita no sabía leer, solo jugaba. Allí, una mañana le dieron un par de zapatillas. Estaba feliz ese día y ansiosa por mostrárselas al Pule.

El polaco estaba cerca de la casilla donde funcionaba el comedor. Era la hora que los chicos estaban comiendo. Hablaba con un tipo obeso de pelo grasiento que parecía de baja estatura al lado del polaco que medía un metro noventa.

—Es chiquita la nena —le decía el polaco—, parece de seis o siete años, y es muy tranquila, no vas a tener problemas. Te traje las pastillas, son cuatro. Le das dos durante el viaje. Una ahora, y otra más tarde, y antes del cruce dos juntas.

El gordo guardó las pastillas en el bolsillo de su pantalón, se subió a un auto y le entregó un paquete al polaco.

—Tomá Pule. Son quince ahora y quince después del cruce.

—¿Ahí ya está arreglado con la aduana?

—¿Qué aduana, polaco? La cruzan por abajo, en la espalda de una cholita. Llevan unos bultos enormes. Si la nena es chiquita, dormida entre unos trapos, la cholita la pasa sin problemas. Pasan debajo del puente. Nadie mira ni dice nada. La gilada es la que va por arriba y hace cola en la Aduana.

—¿Y después para dónde la llevan?

—Una vez en Bolivia ya no sé. Ni vos, ni yo sabemos más. Yo la llevo hasta donde está el señor Berny que maneja a las cholitas.

—Ya viene la nena.

Saliendo del comedor Angelita corrió a los brazos del polaco.

—¡Pule, Pule… mirá mis zapatillas nuevas!

—¡Ah, qué lindas, Angelita! Ahora nos vamos a pasear. ¿Querés?

Sí, Pule, ¡vamo a paseá!

—Pero esta vez vamos a ir en auto.

—¿En auto?

—Sí, en una camioneta con un señor que se llama papá.

—¿Se yama papá? —preguntó Angelita riendo.

—Sí, se llama papá. Y vos tenés que ir atrás porque “la gorra” no quiere que los chicos viajen adelante.

—¡Ufa, Pule! Yo una vez fui en el auto de el Ramón y me yevó adelante.

—No, Angelita, no se puede. Tenés que ir atrás. Por el camino fíjate en otros autos y vas a ver como todos los chicos viajan atrás —le dijo mientras le colocaba el cinturón de seguridad—. Mirá que es muy largo el viaje Angelita. Saludá al señor.

—Hola, señor.

—No, decile “hola” por su nombre, acordate que se llama papá.

Hola, papá. ¿Vo no vení Pule?

—Sí, Angelita, más tarde, ahora. Voy a esperar a tu mamá que vuelva del trabajo para avisarle que nos vamos a pasear en auto y a estrenar las zapatillas.

—Güeno, Pule, ¡metele!

—Sí, ya voy. ¡Dale, gordo, arrancá! Chau, Angelita.

Chau, Pule.

 

Dora Angélica Gómez Quiroga nació en Buenos Aires el 8 de julio de 1953. Es psicóloga  social, técnica en gestión cultural y poeta, incursionando actualmente en la narrativa. Ha publicado el poemario Arena Negra, en la Antología Federal de poesía por la región de Cuyo Andino del Consejo Federal de Inversiones y en también en antologías “La herida Cierta” y “Vestigios”.

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