Dora Gómez Q
Levántate, estúpida, que es tardísimo, ya va a
llegar el plomero, dijo el fantasma de
Marcos, un fantasma que fue construyendo con el pasar de los años. Conocía de
memoria lo que le diría, sus inflexiones de voz cuando estaba enojado, sus
juicios implacables, su ceño fruncido.
Se levantó arrastrando el cuerpo que parecía pesar
cien kilos, dispuesta a tomar un té y darse una ducha en el chalet ahora
silencioso, después que se deshizo de los inquilinos del taller de arte. Aunque
eso significaba un ingreso menos, dejaría de encontrarlos usando su cafetera,
interviniendo sus paredes y hasta desconociendo que ella era la propietaria. Susurraban
a sus espaldas, creía que hablaban de ella. Traían gente desconocida que la
miraban de un modo extraño, y caminaban por el jardín, a pesar de que les había
prohibido pisar el césped. Y no solo estaba molesta, sino que comenzó a
tenerles miedo, así que les pidió que se fueran apenas se venciera el contrato.
Vamos, vamos, junta agua, que el plomero la va a
cortar, le ordenó el fantasma.
Dejó la taza de té por la mitad, y juntó agua en
bidones de plástico. La interrumpió el timbre. Abrió la puerta. El plomero había
llegado.
La vida lleva a transitar caminos sinuosos entre la
oscuridad y la felicidad, entre la rutina y lo inesperado. Eso fue lo que
ocurrió cuando concurrió a la exposición de muebles; quería estar al tanto de
las novedades para cuando tuviera que vestir la vieja casa que acababa de
comprar. A su lado, un hombre comentó sobre la nobleza de los materiales y Ana
sobre lo bien que quedarían esos muebles en la vieja casa. La conversación se
tornó amena, y quién sabe por qué, ella anotó el número del hombre y prometió
llamarlo.
La excusa para
un encuentro sería el hecho de que él era arquitecto y la podía asesorar en su
proyecto. Así que lo llamó una tarde lluviosa, en la que el agua se filtraba
desde las tejas hacia la mitad de la cocina.
—Hola, soy Ana, nos conocimos en la exposición de
muebles, ¿me recuerda?
—Sinceramente, no. Y no recuerdo haber ido a ninguna
exposición de muebles.
—Discúlpame, debo haber anotado mal el número —le
contestó desconcertada.
—No, no corte. También puedo asesorarla. Si estuvo en
una exposición de muebles, y necesita consejos para la decoración de los
ambientes, yo me dedico a eso, así que si puedo ayudarla…
Le dio la dirección del chalet, sin preguntar si
también él era arquitecto.
Llegó puntual, y efectivamente no era el arquitecto
que conoció en la exposición, era solo un seductor que aprovechó el equívoco. Así
fue como conoció a Marcos. Tan amable y atento al principio que creyó haber
encontrado su alma gemela. Rápidamente se fueron a vivir juntos, para lo que
debieron superar obstáculos. Marcos había dejado a su esposa después de muchos
años de matrimonio, y ella pudo superar el hecho de relacionarse con un hombre
que estaba casado, de no considerarse una “rompe hogares”, a callar la voz de
su madre juzgándola por renunciar a los valores éticos y religiosos inculcados.
Los hijos de
ambos era adultos. Los de Ana eran indiferentes a la decisión de rehacer su
vida, ella estaba divorciada hacía muchos años, y sus hijos se sintieron
aliviados de que ella ya no estuviera sola. Por el contrario, los hijos de él
la odiaban.
—Llegó temprano —le dijo al plomero, que se encogió de
hombros y se fue a cortar el agua, desde la llave de paso que estaba en la
pared baja del jardín, junto a la canilla.
Ana se resignó ante el hecho de no haberse podido
bañar, dándose ánimo en la creencia de que terminaría pronto.
Había estado llamando a Marcos todo el día. Quería
saber dónde estaba y por qué no había regresado a la casa. Tuvo la intención de
llamar a la policía, pero se detuvo, considerando que no era la primera vez que
desaparecía, sobre todo después de un periodo de contacto romántico, como de
luna de miel, lo cual la dejaba perpleja, como cada vez que de la nada cortaba
toda comunicación y desaparecía. Había períodos en que se convertía en un
hombre de hielo, que contestaba de mal humor y con monosílabos. La llevaba del
paraíso al infierno en una montaña rusa de emociones, que hacía que ella, en
vez de dejarlo, se desvivía por complacerlo, esperando recuperar aquel hombre
que conoció por haber marcado mal un número de teléfono, aquel romántico y
amable, al que llegó a considerar su alma gemela.
Quizá se fue a buscar admiradoras o fans, pensó Ana,
ya que Marcos se aburría rápido y nunca tenía suficiente.
Él era adicto a la admiración, y ella era adicta a él,
tanto que estaba dispuesta a olvidar sus infidelidades, a perdonar todas las
cosas humillantes que le había dicho, cuando usaba su lengua como un látigo para
lastimarla mucho.
Ella lo justificaba, creyendo que su inflada
autoestima era una máscara para ocultar heridas más profundas. Dispuesta a
perdonar más embustes, y desesperada por conocer su paradero, revisó los
papeles en su escritorio, buscando alguna pista para saber de él, encontró un
documento que decía que la casa, que había comprado con los ahorros de su vida,
y que había puesto a nombre de Marcos cuando decidieron irse a vivir juntos,
estaba hipotecada.
Miró al plomero por la ventana. Estaba cavando una
zanja para encontrar el caño roto. Hacía un calor insoportable.
Estúpida, supongo que habrás comprado el tramo de caño
para reemplazar el que se rompió, el pegamento, la cinta de teflón.
—Callate, ya estoy de bastante mal humor, por el
calor, porque no pude bañarme, y por el plomero que trabaja en cámara lenta.
Tendrías que haberte levantado más temprano,
pachorrienta, estúpida.
A las tres de la tarde aún seguía sin agua, con el
plomero trabajando en el jardín. Corrió las cortinas del ventanal y vio al
plomero apoyado en la pala, mirando el teléfono, tal vez viendo una película de
Netflix o chateando con la novia. La invadió una gran sensación de impotencia,
tuvo la fantasía de golpearlo en la cabeza con la pala y enterrarlo en la misma
zanja, con la pala como lápida.
Puedo saber lo que estás pensando estúpida, siempre
supe que eras una mujer siniestra.
Golpeó el vidrio de la ventana para llamar la atención
del plomero, golpeteó con su índice derecho su muñeca izquierda, para indicarle
la hora avanzada. él levantó la mano en una señal que no comprendió.
¿Seis horas para cambiar un pedazo de caño? ¿De dónde
salió este tipo? A vos cualquiera te engaña, te ven la cara de estúpida,
Siguió mirando por la ventana. El plomero estaba
cavando más allá. Más cerca del árbol. ¿Pero por qué cava ahí? No, por ahí no
está el caño. ¿Qué hace? Voy a salir, ¡tiene que detenerse ahora mismo! Miró
otra vez por la ventana y quedó petrificada El plomero, después de dejar el
teléfono, había punteado con la pala algo duro, que colocó sobre el césped.
Retrocedió asustado, buscando el teléfono que había dejado a unos metros.
Va a llamar a la
policía, supuso Ana, mientras el albañil, mirando hacia la ventana le señalaba
el hallazgo. Sobre el césped brillaban los restos óseos de Marcos.
Ana solo lamentó el no
haberse podido bañar, mientras el fantasma de Marcos reía, y no dejaba de
decirle: ¡estúpida, estúpida!
Dora Angélica Gómez Quiroga nació en Buenos Aires el 8 de julio de 1953. Es psicóloga social, técnica en gestión cultural y poeta, incursionando actualmente en la narrativa. Ha publicado el poemario Arena Negra, en la Antología Federal de poesía por la región de Cuyo Andino del Consejo Federal de Inversiones y en también en antologías “La herida Cierta” y “Vestigios”.