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lunes, 1 de diciembre de 2025

ROJOS Y MORADOS

Gabriel Trujillo Muñoz

El niño se detuvo a la entrada de la cueva. El sol pegaba a pleno en su rostro pero a él no parecía importarle. Era primavera y lo sabía: en sus manos llevaba un puñado de moras que habían cubierto su rostro con un jugo espeso y delicioso. En el interior de la cueva, la luz de una antorcha permitía atisbar algunos detalles de su estructura. El niño entró como en su casa: sin titubear se dirigió a la izquierda y descendió por un pasillo en espiral que iba pegado a las paredes. En el fondo de la caverna brotaba un pequeño ojo de agua. El niño se inclinó a lavarse la cara, pero la voz surgida de las alturas se lo impidió.

—Ven acá, Noran. Así como estás.

Noran alzó la vista y vio la escalera de madera y un andamio en lo alto. Sobre este último, un hombre viejo que portaba un delantal cubierto de pintura de distintos colores le urgía a subir. Dos antorchas empotradas en las alturas le proveían de suficiente iluminación y podía verse a su espalda figuras enormes de fuertes colores y trazos vivos.

—Ya voy, abuelo —contestó el niño y comenzó a subir por la escalera.

—Apúrate. Necesito con urgencia de esas moras. ¡No te las comas o te las verás conmigo!

Noran llegó en un instante junto a su abuelo.

Este tomó las moras y las exprimió sobre un pequeño cuenco y luego, con las manos pegajosas, se puso a pasarlas por el muro liso.

—Acércate más —ordenó al niño y tomó los restos de las frutas de su cara y los restregó también en el muro.

—Son moras buenas, no hacen daño —señaló Noran con mirada ausente.

—Sirven para que el cielo se vea más profundo. ¿Lo ves?

El niño lo veía. Pero el cielo era lo que menos le interesaba. Prefería las figuras enormes que iban apareciendo delineadas con pedazos de carbón. Los rostros que gesticulaban. Los cuerpos retorcidos. Los puños que se alzaban contra el destino. El destino era una de las palabras favoritas de su abuelo.

—¿Te gusta lo que ves, Noran?

Noran negó con la cabeza.

El abuelo dejó de pintar con las manos y se quedó mirando a su nieto.

—¿Cuéntame por qué no te gusta lo que pinto?

Noran señaló un ser que se fragmentaba en tonos rojos y amarillos.

—Ese me asusta.

El viejo frunció el ceño ante el comentario.

—Y si te dijera que precisamente por eso lo pinté así, para dar miedo, ¿qué me dirías?

Noran se encogió de hombros como sí eso no le concerniera.

Su abuelo tomó una de las antorchas y la llevó al otro extremo del andamio.

—Esto es nuevo. Lo hice hoy por la mañana, tú serás el primero en echarle el ojo. Te aseguro que no te va a asustar. Te lo prometo.

Noran metió su mano en la bolsa de provisiones y acarició su piedra de la suerte, un alabastro que su difunta madre le había legado al morir dos inviernos antes.

—Ven y ve mi último añadido a mi obra maestra.

La antorcha iluminó un rincón en la parte más recóndita del muro. Ahí estaba una figura que flotaba en el aire. Una muchacha envuelta en velos. Una hada que le sonreía desde su luz tan blanca.

—¿La recuerdas, Noran?

Noran tocó la piedra fría del muro y acarició con cautela el rostro de su madre.

—Sí —dijo y las lágrimas acudieron a sus ojos y rodaron por sus mejillas, limpiando su cara de los últimos restos de moras.

—¿Ahora entiendes por qué hago esto?

Noran volteó a ver a su abuelo.

—¿Puedo venir cuando quiera a visitarla, a platicar con ella?

El viejo asintió con una sonrisa de comprensión.

—Todo lo que pinto tiene un propósito, Noran. ¿Cuál crees que sea?

Al niño le costó trabajo apartar la mirada del rostro de su madre, pero la pregunta lo intrigaba. Así había sido siempre su relación con el padre de su madre: una serie de interrogatorios, una clase interminable la que debía estar siempre alerta.

—Ver cosas. Ver lo que ya no es.

El viejo lo palmeó con tanta fuerza que el andamio crujió ante aquella inusitada señal de afecto.

—Sí. Muy bien. Esta pintura mural es mi manera de que la gente no olvide lo que fuimos, que sepa cómo echamos a perder hasta la última esperanza. Tú y tu generación deben acudir aquí y aprender de esta historia que yo cuento en imágenes. Para que no vuelvan a cometer los mismos errores ni padezcan la misma ira, el odio enorme que nosotros tuvimos que cargar por estúpidos.

Noran volvió su atención a la figura de su madre.

El abuelo era así: una vez que uno respondía correctamente empezaba a hablar para sí mismo y no había quien lo parara. Su madre: muerta cuando él tenía siete años. Primero le salieron unas ronchas y luego comenzó a toser sangre. Al final era tan frágil que cuando Noran la abrazaba con fuerza oía crujir sus huesos.

—¿Para qué sirve recordar la muerte? ¿En qué nos ayuda que los muertos no se vayan?

Lo dijo en voz alta. Grave error. El viejo dejó de cacarear sobre su pintura mural y guardó silencio, enfadado.

—¡Vete a jugar afuera! —le ordenó.

Y Noran salió volando por la escalera. No se detuvo hasta que llegó a la orilla del río. Se acuclilló frente a las aguas cenagosas que rugían a pocos metros de distancia. Un pez volador saltó como un remolino de escamas multicolores. Pero sólo pudo mostrarse dos veces en todo su esplendor: una medusa lo atrapó en su telaraña de tentáculos rojizos, pero el pez volador soltó su ponzoña radiactiva en cuanto fue tocado. Ambos seres murieron en un espasmo de arcos voltaicos y sordas explosiones. Noran ni siquiera retrocedió ante aquella lucha a muerte. Ya estaba acostumbrado. Luego, cuando el sol se hizo más intenso y sus rayos quemaban incluso la piel más curtida, Noran se protegió en una terraza de montaña, donde rocas de diferentes formas daban por igual sombra que protección contra los depredadores de la comarca.

Desde ahí podía contemplar la ciudad en ruinas donde había nacido nueve años atrás. La ciudad que su abuelo se empeñaba en dibujar para que la humanidad no la olvidara. Noran pensaba que todo eso era una pérdida de tiempo. La única ventaja es que la pintura aquella mantenía ocupada la mente del abuelo. Desde que su madre muriera, cada uno había buscado su propia manera de entretenerse. Su abuelo pintando ese mural que llamaba: “El fin de la humanidad tal como la conocimos”. Un desperdicio, sin duda. A nadie le importaba la vieja vida de antes. Los seres humanos que vivieron en las ciudades como reyes de la abundancia y terminaron ahogándose en su propio vómito. Solo quedaba de ella una montaña de cascajo y señales de estática que atravesaban los cielos sin hallar respuesta. Y zonas muertas. Y colinas de huesos que brillaban de noche. Y la tierra putrefacta que olía a excremento y cadáveres.

Noran vio el sol que se ocultaba tras la nube de polvo irrespirable, allá, en la lejanía. Se acurrucó despacio sin hacer ningún ruido, en un hueco entre dos rocas. Invisible y atento a todo cuanto lo rodeaba. Una hora después, un chasquido lejano le avisó que tenía compañía. Sonido de pasos con un ritmo peculiar. Movimientos sigilosos entre las sombras. El pozo del agua de la cueva era un secreto a voces. Los pasos lo decían todo: era un niño como él. Tal vez un poco mayor en peso y estatura. La figura se hizo visible a un lado de la entrada. Llevaba un cuchillo de obsidiana en una mano y una lanza en la otra. Estaba preparado para cualquier eventualidad.

Noran sacó de su bolsa la cerbatana y puso el dardo en posición. El intruso saltó en ese instante, presintiendo el peligro. Fue su último salto. El dardo le dio en el hombro y lo detuvo en seco. Perdió el control de sus músculos y cayó cuan largo era. Noran se acercó al sitio donde había caído el niño con la navaja suiza abierta de punta a punta. El intruso aún podía mover los ojos cuando llegó a él. Parecía querer suplicar algo. Contar algo valioso.

—No te preocupes —le susurró Noran mientras le abría el cuello con su navaja—. No serás olvidado. Te lo prometo.

Unos momentos más tarde subía la escalera de madera con un ánfora grande colgada a su espalda. A su abuelo aún no le quitaba la molestia por su actitud de unas horas antes, pero la mirada del padre de su madre se suavizó cuando vio el regalo que Noran le ofrecía.

—¿Qué es lo que traes? ¿Qué has conseguido?

Noran abrió el tapón del ánfora y dejó que su contenido escurriera hacia la paleta de colores de su abuelo.

—Rojo sangre —dijo con orgullo—. Y abajo, junto a la hoguera, hay carne secándose.

El viejo tomó con las manos la sangre que aún fluía del ánfora y se puso a pintar con vigor, como si apenas comenzara su faena y no fuera ya de noche.

—Buen color. Firme y oscuro. —Murmuró más para sí que para el niño.

Pero Noran no le prestaba atención.

El solo tenía ojos para ver a su madre. Roja y morada. Luminosa y etérea.

La única figura de la humanidad que no quería perder de vista.

El único pasado que realmente le importaba contemplar.

La voz de su abuelo, sin embargo, lo sacó de aquel estado contemplativo.

—Deja a tu madre en paz y ven acá. Quiero que veas, al menos por una vez, todo el conjunto de mi obra. Necesito que entiendas lo que estás viendo aquí.

Y empujándolo por la espalda, el viejo lo condujo a una buena distancia de la pared pintada.

Con un movimiento de mano le dio varias vueltas a una manija y, de pronto, como un milagro, la luz se hizo.

No la luz de las antorchas sino una luz blanca y estable, sin sombras moviéndose al fondo.

—Esta es luz eléctrica —le dijo el abuelo—. La magia de la civilización. Pero eso luego te lo explico. Quiero que veas hacia la pared y me digas qué hay en ella.

Noran obedeció. Ahora la pintura monumental de su abuelo podía apreciarse en todos sus detalles. Era como la ciudad en ruinas pero sin las ruinas.

—Veo... veo lo que hay afuera... pero con... más colores.

El viejo asintió ante aquella primera interpretación de su obra.

—Exacto. Lo que ves es una calle. Mi calle de niño. Cuando yo tenía tu edad.

Y acercándose a la pintura, su abuelo fue mostrándole cada imagen que en ella se representaba.

—Y esta es mi casa. Pintada de verde. Y esta es la tienda de la esquina, donde podías comprar cosas brillantes y apetitosas.

Noran asentía ante aquella realidad tan colorida y extraña.

Su abuelo parecía estar hablando y respondiéndose al mismo tiempo.

—Y esto es un anuncio panorámico. Con imágenes que destellaban.

—¿Anuncio?

—Era un aviso de las cosas que podían ser tuyas. Este anuncio es de helados, por ejemplo.

—¿Helados?

El viejo cerró los ojos y puso cara de gozo.

—Eran pedazos fríos de dulce.

Noran vio que el abuelo estaba perdido en sus propias ensoñaciones.

Quiso retirarse, pero la manaza del viejo cayó sobre su hombro.

—Dame tu mano izquierda—ordenó.

El niño se la dio sin protestar. Su abuelo la tomó con cuidado y la metió en la olla repleta de sangre fresca y de pigmentos. Y luego la presionó sobre su pintura, contra la pared de roca.

—Ahora también tú eres parte de esa calle que ya no existe —le susurró.

Noran supo, en ese instante, como una revelación largo tiempo demorada, que su abuelo acababa de vincularlo para siempre con aquella obra.

Y se quedó mirando la huella de su mano en la pared de la caverna.

Su marca en el mundo. 

Tomado del libro Aires del verano en el parabrisas (ICBC, 2009)

Gabriel Trujillo Muñoz nació en Mexicali, Baja California, México, el 21 de julio de 1958. Es poeta, narrador y ensayista. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC-Mexicali y uno de los editores de la Revista Universitaria de la Universidad Autónoma de Baja California. Ha publicado más de ciento treinta libros como autor y compilador. Una apretada síntesis permite citar, entre muchos otros, Miríada (cuentos, 1991), Laberinto (novela, 1995), Mezquite Road (novela, 1995), Conjurados (novela, 1999), Espantapájaros (novela, 1999), Trebejos (cuentos, 2001), Mercaderes (cuentos, 2002), Aires del verano en el parabrisas (cuentos, 2009), Trenes perdidos en la niebla (novela, 2010), Moriremos como soles (novela, 2011), Círculo de fuego (novela, 2014), Música para difuntos (novela, 2014) y Vecindad con el abismo (novela, 2015).

viernes, 28 de febrero de 2025

UNA RARA ESPECIE

 

Gabriel Trujillo Muñoz

 

El contrabandista, después de subir las escaleras en caracol, puso en las manos del rey, un coleccionista de animales exóticos, la jaula cubierta.

Estaban en el torreón más alto de un castillo venido a menos, que se desmoronaba a plena luz del día, donde escaseaba el mobiliario y los cortinajes se mostraban apolillados.

“Lo único valioso aquí es la vista”, pensó mirando hacia la costa cercana, que en ese instante los rayos del sol acariciaban mientras iban retirándose.

A la entrada del castillo ni siquiera había guardias custodiando al monarca, cuyo reino abarcaba a lo más unos cuantos kilómetros cuadrados a corta distancia de Venecia.

Lo único que quedaba de sus antiguas posesiones era un zoológico.

Por lo que había visto al entrar, en sus jaulas se mantenían aún con vida una jirafa famélica, un león viejo y un tigre ciego.

—¿Qué rara especie me traes ahora? —preguntó el aristócrata.

El contrabandista le señaló la jaula.

—No quiero echársela a perder, su señoría. Véala por usted mismo.

El rey le quitó la lona y frunció el ceño: la jaula estaba vacía.

—¿Qué broma es ésta?

El contrabandista abrió la puerta de la jaula y le indicó que metiera la mano.

—Este que atrapamos es un mono transparente, señor. Tóquelo y verá.

El rey obedeció con reticencia, pero metió la mano.

Enseguida sintió el suave pelaje de un animal.

Su respiración agitada.

—¡Es asombroso! —exclamó.

Ahora acarició el rostro del mono que parecía gesticular.

Con la otra mano le entregó al contrabandista una bolsa de cuero.

El hombre sopesó su contenido y se percató que estaba siendo estafado.

La abrió y miró las monedas.

La mitad eran falsas.

El rey, por su parte, ya se veía mostrando su nueva adquisición en el baile de carnaval.

Pensaba que iba a ser de nuevo el centro de atención.

—Desde luego que es asombroso —dijo el contrabandista— y más si, como dicen los nativos de la Amazonia, esta especie de mono es antropófaga.

El rey frunció el ceño.

—No me gusta que me hables con términos raros. Si quieres que te pague bien de…

El grito fue repentino y murió en un instante.

El contrabandista contó las monedas y miró la jaula ensangrentada.

—¿No te dije que te iba a tratar a cuerpo de rey? —El mono, ocupado como estaba en devorar al soberano, ni siquiera respondió. El contrabandista se asomó por el torreón— ¿Qué vas a querer hoy de cenar: león o tigre?

El mono se hizo visible junto a él.

Miró hacia abajo y sonrió.

—Jirafa —masculló mientras seguía royendo un brazo casi descarnado.

El hombre asintió.

“Mientras no sea yo, que coma lo que apetezca”, pensó.

Pero el mono tenía una habilidad mayor que la de hacerse transparente.

Con el brazo del rey empujó por la espalda al contrabandista y lo vio caer allá abajo.

—Siempre he sabido lo que piensas, idiota.

Y volvió sobre sus pasos.

Hacia el vestíbulo.

Donde aún le esperaban los restos del soberano.

Antes tomó un busto del rey hecho de bronce.

Y con éste le rompió el cráneo.

Mientras metía su mano peluda en la masa encefálica, recordó lo que el monarca había pensado mientras acariciaba su rostro.

—El carnaval. Eso me gusta. Tantos platillos diferentes. Tantos sabores esperándome.

Esa sería su siguiente parada.

Un lugar lleno de carne por probar.

Y sin aguardar más tomó un pedazo de hueso del cráneo y lo metió en aquella masa blancuzca.

Luego, deleitándose de antemano, se la llevó a la boca.

“¿Por qué no me capturaron antes?”, inquirió para sí con los ojos cerrados.

Transparente de nuevo.

De nuevo sonriente.


Gabriel Trujillo Muñoz nació en Mexicali, Baja California, México, el 21 de julio de 1958. Es poeta, narrador y ensayista. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC-Mexicali y uno de los editores de la Revista Universitaria de la Universidad Autónoma de Baja California. Ha publicado más de ciento treinta libros como autor y compilador. Una apretada síntesis permite citar, entre muchos otros, Miríada (cuentos, 1991), Laberinto (novela, 1995), Mezquite Road (novela, 1995), Conjurados (novela, 1999), Espantapájaros (novela, 1999), Trebejos (cuentos, 2001), Mercaderes (cuentos, 2002), Aires del verano en el parabrisas (cuentos, 2009), Trenes perdidos en la niebla (novela, 2010), Moriremos como soles (novela, 2011), Círculo de fuego (novela, 2014), Música para difuntos (novela, 2014) y Vecindad con el abismo (novela, 2015).

 

miércoles, 29 de enero de 2025

LA TELARAÑA

 

Gabriel Trujillo Muñoz

 

Esto ocurrió hace más de veinte años, cuando comenzaba el siglo.

Estábamos por entrar a una convención de videojuegos e Inteligencia Artificial y un joven permanecía frente a la entrada del centro empresarial, distribuyendo unas hojas de papel.

Tomé una y decía:

“En el futuro cada uno de nosotros será su propia pantalla táctil. Tocarás a los demás y te revelarán sus gustos, sus intereses, sus apetencias. Y ellos harán lo mismo contigo. Podrás establecer redes de persona a persona, de ojo a ojo, de célula a célula. Alguien cantará su júbilo y su júbilo será compartido cuerpo a cuerpo, órgano a órgano. Alguien tendrá miedo y su miedo será compartido, ya no estará solo con él. Para unos, eso será un día de fiesta. Para otros, la peor pesadilla del mundo. Ruido blanco será nuestro pensamiento. Un flujo de información que saturará nuestros sentidos hasta hacerlos estallar. Al final seremos cáscaras vacías, residuos, el eco de una onda de choque, algo que vibra hasta desaparecer. Ese porvenir nos aguarda, viene por todos nosotros. La telaraña que nos captura y al capturarnos no hará centro de atención, su alimento”.

Cuando salimos, el joven era llevado esposado por dos policías rumbo a una patrulla.

—¿Qué pasó? —pregunté.

—Un alborotador —dijo una de las edecanes.

Yo miré la hoja de papel.

Tan anticuada en estos tiempos virtuales.

Tan subversiva en su obsolescencia.

—¿Qué hace con ese papel? —me preguntó un guardia de seguridad.

—No sé —respondí, poniéndome a la defensiva.

—¡Démela!

Se la di. El guardia la leyó con el ceño fruncido.

—Dice puras tonterías.

Si dice puras tonterías, entonces, ¿por qué se ponen tan nerviosos?, pensé.

—Yo me encargo —dijo el guardia y se llevó la hoja de papel bien apretada en su mano.

—¿Por qué tanto escándalo? —quiso saber un joven despistado.

—No lo sé —le respondí.

Y recordé las palabras que traía aquel papel: “Alguien tendrá miedo y su miedo será compartido”.

Por supuesto, me dije.

Pero quedaba en pie una última pregunta.

Si vivimos en la telaraña colectiva, ¿dónde está su dueña, qué espera para devorarnos?

Eso ocurrió hace más de veinte años, cuando comenzaba el siglo.

Cuando aún éramos seres humanos saludándonos unos a otros, platicando cara a cara en la plaza pública.

No estos avatares que hoy llevan nuestros anhelos de un extremo a otro del mundo.

No estos fantasmas en su incesante algarabía.

No estas vibraciones en el tejido que nos sostiene.

Tal vez tú no lo percibas, pero yo estoy seguro de que algo se aproxima, algo viene por nosotros.

No sé qué sea pero ha sentido nuestra presencia. Y tiene hambre. Mucha. Muchísima.

Ya verás.


Gabriel Trujillo Muñoz nació en Mexicali, Baja California, México, el 21 de julio de 1958. Es poeta, narrador y ensayista. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC-Mexicali y uno de los editores de la Revista Universitaria de la Universidad Autónoma de Baja California. Ha publicado más de ciento treinta libros como autor y compilador. Una apretada síntesis permite citar, entre muchos otros, Miríada (cuentos, 1991), Laberinto (novela, 1995), Mezquite Road (novela, 1995), Conjurados (novela, 1999), Espantapájaros (novela, 1999), Trebejos (cuentos, 2001), Mercaderes (cuentos, 2002), Aires del verano en el parabrisas (cuentos, 2009), Trenes perdidos en la niebla (novela, 2010), Moriremos como soles (novela, 2011), Círculo de fuego (novela, 2014), Música para difuntos (novela, 2014) y Vecindad con el abismo (novela, 2015).

 

jueves, 22 de agosto de 2024

EL CEMENTERIO DE LOS AVIONES OLVIDADOS

Gabriel Trujillo Muñoz

 


El viejo aeropuerto de Mexicali estaba en medio de la ciudad. Para aterrizar o despegar, los aviones debían pasar casi tocando los techos de los edificios más altos. Eran los años sesenta del siglo XX y como la pista era pequeña, las líneas aéreas utilizaban sólo aviones de motor. Yo era niño entonces y mi padre era el radio operador de la Compañía Mexicana de Aviación. Por eso aquel aeropuerto era mi campo de juegos cuando salía de la escuela. Aunque había muchos lugares interesantes para jugar, yo prefería el patio que estaba más allá de los hangares para avionetas. Lo llamaba el cementerio de los aviones olvidados porque en él se amontonaban, ala contra ala, los fuselajes vacíos de los DC-2 y DC-3. Aún enhiestos y desafiantes, aquellas carcasas metálicas eran mi sitio favorito de diversión. Allí me sentía un as de la guerra, un piloto intrépido en las alturas de mi sueño volador.

Un día, mientras movía los controles, sentí que el avión en que estaba jugando se movía de verdad. Salté del asiento del piloto y fui a la puerta de salida. El avión realmente se movía pero hacia atrás. La escalerilla por la que me había subido ya no estaba. Por un instante, como niño de ocho años, pensé que el avión se iba a elevar y llevarme por su cuenta. En ese momento un carro de equipaje se puso a mi lado. Uno de los cargadores de la compañía lo conducía. Al verme, de pie en la puerta y con cara de susto, me gritó que no me preocupara, que estaban cambiando el avión de lugar, que disfrutara el viaje.

Eso hice. Volví a la cabina del piloto y observé la pista y las instalaciones donde trabajaba mi padre irse alejando. Volví a jugar al combate aéreo, disparando ametralladoras imaginarias contra cualquier objeto que me llamara la atención. Entonces vi un punto en el cielo, una avioneta, entre las escasas nubes, y le disparé una y otra vez. En eso oí que los trabajadores que movían el avión gritaban:

—¡Viene en picada!

—¡Y va a caer muy cerca!

Escuché la voz del cargador instándome a que abandonara el avión, pero yo estaba petrificado porque sabía que esa avioneta estaba cayendo por mi culpa.

Antes de que pudiera entender qué pasaba, la avioneta se precipitó a tierra y estalló a menos de cien metros de distancia.

Nunca se supo la causa del accidente.

Y como sus restos quemados acabaron en el cementerio de los aviones olvidados, yo jamás volví a jugar en aquel lugar ni a disparar armas reales o imaginarias.

Desde entonces me dediqué a observar a los trabajadores del viejo aeropuerto jugar dominó en la sala de espera.

Y en las noches, cuando observaba el cielo desde el techo de mi casa, creía que las estrellas fugaces eran avionetas que otros niños les habían disparado y que ahora eran grandes bolas de fuego.

Aún hoy, a tantos años de distancia, lo sigo creyendo.


Gabriel Trujillo Muñoz nació en Mexicali, Baja California, México, el 21 de julio de 1958. Es poeta, narrador y ensayista. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC-Mexicali y uno de los editores de la Revista Universitaria de la Universidad Autónoma de Baja California. Ha publicado más de ciento treinta libros como autor y compilador. Una apretada síntesis permite citar, entre muchos otros, Miríada (cuentos, 1991), Laberinto (novela, 1995), Mezquite Road (novela, 1995), Conjurados (novela, 1999), Espantapájaros (novela, 1999), Trebejos (cuentos, 2001), Mercaderes (cuentos, 2002), Aires del verano en el parabrisas (cuentos, 2009), Trenes perdidos en la niebla (novela, 2010), Moriremos como soles (novela, 2011), Círculo de fuego (novela, 2014), Música para difuntos (novela, 2014) y Vecindad con el abismo (novela, 2015).

martes, 9 de abril de 2024

YO, INMORTAL

 Gabriel Trujillo

Ilustración carlos A. Sánchez


Libre de las redes del tiempo, libre de la red de los tiempos, yo Ulises, yo Lancelot, yo Alonso Quijano, yo capitán Nemo, yo Brayt, el elegido, el predestinado, el escrutador de los mundos, el acelerador de las distancias, el pescador de las voces de los muertos, el hilador de los fantasmas  en la rueca de Moebius, para que todo cambie y todo se modifique a mi arbitrio y semejanza.

Yo, Totem y Tabú.

Yo, Eros y Tanatos.

Yo, inmortal, errante, peregrino, fin y comienzo de todas las cosas y los seres, escribo para que la historia vuelva a contarse una vez más, para que el río de la vida no se detenga y fluya con diversidad y maravilla por causes incontables, por territorios que nacen al momento mismo en que los descubro, por relatos que urden un tapiz inmenso, inabarcable, donde las estrellas nacen y mueren con un simple parpadeo: chispas efímeras y fuegos fatuos en la piel del cosmos.

Yo, relator, en el umbral del tiempo, digo: aquí estoy, este es mi origen. El soplo de mis palabras crea mundos y atrapa en su vorágine la luz del entendimiento, el resplandor de lo arcano.

Abre tus ojos, muerte.

Abre tu cuerpo, cadáver.

Abre tu código, materia.

Abre tus nudos, sombra.

Ábranlos y lean la luz que guardan, la escritura de imágenes que los nombra y desafía.

Ábranlos y vean cuánta eternidad germina desde el polvo, cuánta realidad conserva su memoria.

Yo, centinela.

Yo, voyeur.

Yo, vidente.

Yo, legión.

Yo, pescador, alzo mi red.

Yo, relator, enmudezco y escucho.

Vamos, cosa, di tu nombre.

Vamos, sombra, háblame al oído.

Vamos, ser,  la eternidad atiende tus palabras.

Vamos, vida, palpa, pulsa, pregónate a ti misma.

Vamos, cosmos, cuéntame tu periplo.

Has recuento de tus años.

Una vez más: de principio a fin.

Que el relato que eres no termine.

Que el relato que eres no concluya.

Mientras haya tiempo para oírlo: entre aquí y ahora, entre jamás y nunca, entre tu espacio y el mío.  

En la cosecha del espíritu que despierta.

En la vendimia de la luz que me acompaña.

En el legado de las vidas que soy ahora.

En el relámpago perpetuo de lo arcano.

Vamos, cosmos, he aquí tu escriba.



Gabriel Trujillo Muñoz nació en Mexicali, Baja California, México, el 21 de julio de 1958. Es poeta, narrador y ensayista. Es profesor de tiempo completo de la Facultad de Ciencias Humanas de la UABC-Mexicali y uno de los editores de la Revista Universitaria de la Universidad Autónoma de Baja California. Ha publicado más de ciento treinta libros como autor y compilador. Una apretada síntesis permite citar, entre muchos otros, Miríada (cuentos, 1991), Laberinto (novela, 1995), Mezquite Road (novela, 1995), Conjurados (novela, 1999), Espantapájaros (novela, 1999), Trebejos (cuentos, 2001), Mercaderes (cuentos, 2002), Aires del verano en el parabrisas (cuentos, 2009), Trenes perdidos en la niebla (novela, 2010), Moriremos como soles (novela, 2011), Círculo de fuego (novela, 2014), Música para difuntos (novela, 2014) y Vecindad con el abismo (novela, 2015).

FRÍOS PRESAGIOS