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miércoles, 5 de junio de 2024

LA APATÍA DEL HAMBRE

Joyce Barker

 

Era el primer día de José como trabajador del Centro de Investigaciones Extraordinarias (CIE). No era un gran puesto, pero debido a los efectos de sus antiguos vicios, no podía ambicionar un cargo mejor.

Lo recibió Mario, un obeso científico que lo supervisaría, y tuvo que firmar un juramento que prohibía comentar cualquier cosa que se hablara o viera adentro del CIE. Además, le comentó que si hacía bien su trabajo durante la primera semana, quedaría efectivo con un aumento de sueldo, y si no, el puesto volvería estar vacante.

—Sígame, por favor —dijo Mario, apurado: había vuelto recién de sus vacaciones y tenía que ponerse al día en el CIE. Dejó a José en una caseta, luego de explicarle vagamente el trabajo que debía realizar, y se retiró.

El puesto consistía en cuidar la bodega de objetos mitológicos, mirándolos desde una ventanilla de la caseta. La bodega contenía una vitrina perimetral llena de cajas, y un gran mueble metálico del tamaño de un congelador de supermercado. “Ese debe ser el congelador del que me habló el gordo”, pensó José. 

Durante la mañana, José se mantuvo en su cubículo, sentado frente a la ventanilla, como debía estar la jornada completa. Tenía prohibido entrar a la bodega y esa era una más de las normas inquebrantables del CIE, le dijo Mario, pero su curiosidad por ver qué había en el congelador lo puso ansioso, provocándole pensamientos que siempre tomaban un rumbo divergente de la realidad, haciendo de José un trabajador incumplidor e irresponsable.

Entró a la bodega. Sonó la alarma. Se acercó al congelador. Lo abrió; en su interior encontró una barra de hielo no muy grande, con una cuerda adentro. Tocó: el bloque era una masa húmeda y blanda. No era hielo.

—¡Qué haces! —gritó Mario, que llegó primero al sonar la alarma de la bodega—. ¡Te dije que no podías tocar nada!

—Discúlpeme, pero tuve que entrar porque se movió una caja, pero creo que me confundí, no se había movido nada; y al entrar, aproveché de revisar el resto… —mintió, como solía hacerlo. Mario lo miraba con desaprobación, mientras callaba la alarma desde su dispositivo personal, para evitar que se activara el protocolo de urgencias. Este es el primer y último día que veré a este inepto, pensó, pero al acercarse al congelador abierto, vio que la cuerda se contorneaba en el interior de la barra, bajo el calor de la mano de José.

—¡Qué es esto! ¡Es un milagro! —tartamudeó Mario, y en un acto casi instintivo, se arrodilló ante el cuidador—. Es un honor conocerlo…

La cuerda –de dudoso aspecto– había salido del bloque, subiendo por el brazo de José, hasta enrollarse en su cabeza.

—Perdón, pero ¿es normal que pase algo así? ¿Qué es esto? —preguntó José, sin darle mucha importancia a la confusa actitud del científico.

—Señor, debe esperar un momento así—respondió Mario como si le hablara a una criatura celestial—. La cuerda lo eligió: ni se imagina lo que le espera…

—¿En serio? —La cuerda apretaba con más fuerza, José intentó quitársela pero era imposible, parecía estar pegada a su piel—. No creo que sea el elegido de nada, además, me está doliendo… ¡Sáquemela, por favor! —exclamó José, ya desesperado, pero Mario ignoró por completo los alegatos del cuidador.

Los mitos y leyendas eran algo sin importancia para los científicos del CIE; sólo se usaban para obtener información. En este caso, el mito consistía en que si alguien lograba que la cuerda se moviera, era el real dueño del objeto. La reencarnación de algún dios fenicio.

Mario sacó su teléfono y llamó a su colega, Antonio, todavía arrodillado frente a José.

—Debes venir a la bodega de objetos.

—No puedo, estoy ocupado —respondió Antonio—. Y fue una falsa alarma: así me lo indica el sistema de seguridad. Además, la bodega de…

—¡Ven ahora! —. Mario lo interrumpió, y cortó.

 Antonio, suponiendo que Mario aún no estaba actualizado con los cambios que se habían hecho durante sus vacaciones, fue a la bodega del primer piso.

—¡Qué haces arrodillado! —exclamó Antonio al ver la extraña escena—. ¿Quién es usted? —Miró a José.

—¡No le hables así! ¿Que no te das cuenta? Deberías arrodillarte también. ¡Estás frente a un milagro! José, el nuevo cuidador de la bodega, es el elegido por la cuerda, ¡logró que saliera del hielo!

—¿Me estás hablando en serio? ¡No seas absurdo, Mario! ¿Cómo es posible que creas en eso? Además, ¡la cuerda roja está en el tercer piso! Está claro que no leíste las actualizaciones en la redistribución de las bodegas. Ésta es ahora la bodega de criaturas, ¡no de objetos! Y esto —dijo apuntando a la cuerda—, es un parásito que le extraje hace poco a una investigadora en la Antártica; y de los parásitos legendarios, este es uno de los más crueles. Ahora, párate, no seas ridículo.

Mario, dominado por la vergüenza, se levantó del piso:

—Y… ¿pudiste salvarla? —le preguntó rápidamente, para no ahondar en el error que podría costarle, fácilmente, el despido.

—No, no pude llegar a tiempo —respondió Antonio mientras ambos miraban el largo parásito deslizarse por la cara de José, que se mantenía erguido y con la mirada perdida, como si estuviera bajo un efecto hipnótico—. Mario —continuó impávido ante el espectáculo que, por protocolo, no podían tocar sin trajes especiales—: Esta es la última vez que te dejo pasar una equivocación así, o tendré que informar al comité. —El parásito casi había desaparecido por la boca de José.

—Seré más cuidadoso, no volverá a pasar —dijo Mario, aún avergonzado, mientras José se desvanecía con los ojos en blanco—. ¿Lo llevamos al pabellón quirúrgico? Hay que sacárselo antes de… ¿Le diste comida en la mañana? —La consulta de Mario era fundamental para saber cuánto duraría José con un parásito hambriento.

—No me corresponde esa tarea; pero supongo que sí… ahora necesito un momento para comer algo antes de la cirugía. ¿Me acompañas al casino?

—Pero, ¿estás seguro que José podrá soportar media hora así?

—Sí… —respondió Antonio mirando su reloj—. ¿Vienes?

—¡Claro!


Joyce Barker Bucat es una arquitecta y escritora nacida en Santiago de Chile. Se dedica a los cuentos cortos de ficción. Ha publicado en antologías y en el fanzine Estrellita mía.

 

domingo, 14 de abril de 2024

BIFURCADA

 Joyce Barker



Ana llegó temprano a su casa, dos horas antes que la hora oficial de salida en el trabajo. Sabía que algo andaba mal, lo sentía en la piel entumecida de sus brazos, las manos sudadas, y un terrible dolor de cabeza. "Otra vez un ataque", pensó. "Las piedras. Necesito las piedras". Buscó en el cajón de la cómoda y agarró tres en cada puño: eran dos cuarzos rosados, uno simple, una piedra verde esmeralda, otra azul y una dorada. Las apretó con fuerza, e inmediatamente, el malestar desapareció. Pudo relajarse. 

"Autosugestión o no, las piedras funcionan'', pensó, pero a los pocos segundos escuchó una voz en su cabeza: "¡Suéltalas!", y, sin pensarlo, las dejó caer al piso. Al hacerlo, volvieron las sensaciones desagradables; y esta vez tan intensas que el entumecimiento hizo que dejara de sentir los brazos y piernas. Luego, su cuerpo entero sufrió un espasmo corto y se retorció de dolor; simultáneamente, el cuello se estiró más de lo normal. Sintió un cosquilleo en la cabeza, que se sumó a una intensa jaqueca y comenzó a ver todo borroso y doble. Cayó desmayada sobre la cama.Al despertar, luego de un par de horas, seguía sin sentir sus extremidades y no tuvo más opción que bajar de la cama deslizándose. Se arrastró ágilmente hasta el comedor, quedando debajo de la mesa, su lugar preferido. Se enrolló como si anidara algo. Ahora Ana tenía dos cabezas y un cuerpo amorfo.

—Qué bueno que me hiciste caso y las soltaste. Hace tiempo que no nos veíamos —dijo la cabeza derecha—. Un día voy a botar esas piedras, no las soporto.

—No sé por qué te gusta tanto estar así. Ana sufre con esta metamorfosis —alegó la izquierda.

—¿Tan raro te parece que alguien quiera "cierta" independencia? A mí me agota que habitemos el mismo cuerpo todo el tiempo: me siento oprimida ¿No te pasa lo mismo?

—¡No! ¡Para nada! Me gusta que podamos ser Ana, no todos tienen esa suerte; y si ya terminaste, ¿te parece bien que vayamos hasta donde soltaste las piedras? Echo de menos mis brazos.

—¡Nuestros brazos! Y fuiste tú quien las soltó, ¡qué poca memoria! —La cabeza derecha sacó su lengua bífida y la agitó como si fuera un serpentín—. ¿Por qué no salimos a pasear, mejor? Hace años que no salimos, desde ese "incidente" con los niños del barrio, ¡y estábamos tan cerca del bar! ¿Serán adultos ya? No me importa, en todo caso.

—Ridícula: nos molerían a palos otra vez. Y claro que ahora son adultos, y no creo que hayan cambiado sus prejuicios. Que agradezcan que no los atacamos de vuelta —suspiró la izquierda, mirando con un ojo a la cabeza derecha y con el otro, un retrato de Ana sobre el buffet del comedor—. ¿Tanto te cuesta estar tranquila? ¡No podemos mostrarnos así! Y además, me encanta cuando somos Ana; es tan centrada y bastante más bonita que nosotras.

—¿Hablas en serio? ¿Prefieres que seamos una humana con una sola cabeza? Qué loca. Prefiero mil veces que cada una tenga la suya, aunque compartamos un cuerpo y tengamos que ponernos de acuerdo para movernos.

—¡Y qué cuerpo! Veo que te da lo mismo la opinión del resto acerca de nosotras. ¡Eso es tener personalidad!

—¡No te burles! Somos raras, lo sé, ¿y tanto te importa? No es común ver serpientes de dos cabezas, y es por eso que debemos salir a buscar gente que sea igual a nosotras. Supe que llegó un can Cerbero a la ciudad, aunque nos faltaría una cabeza para completar el "cuadro". ¿Vamos?

—Jajaja. ¡Siempre encuentras excusas para que salgamos a tomar! —la miró sonriendo, o algo parecido— Está bien, pero cuando estés ebria no empieces a cantar.

—Lo juro.


Joyce Barker Bucat es una arquitecta y escritora nacida en Santiago de Chile. Se dedica a los cuentos cortos de ficción. Ha publicado en antologías y en el fanzine Estrellita mía.

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