Mostrando entradas con la etiqueta Génesis García. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Génesis García. Mostrar todas las entradas

martes, 18 de junio de 2024

DON JUSTINIANO

Génesis García

 

—Pudiste elegir un instrumento más fácil, hija —comentó la madre mientras la niña batallaba con las teclas y el fuelle.

La pequeña, sin embargo, hizo caso omiso a sus palabras y continuó practicando con el ceño fruncido, empujando la frustración al fondo de su mente. De momento, el pobre instrumento sonaba como un animal moribundo, pero Mariana estaba decidida a lograrlo. Sus mejores recuerdos eran las tardes que pasó a los pies de su abuelo, escuchándolo tocar con los ojos maravillados y el corazón cantando. Ese hombre, menudo y de voz suave, fue el único padre que conoció y el alma más dulce que alguna vez pisó la tierra. Don Justiniano recorría las calles con su acordeón llenando el pueblo de música y color. De su acordeón brotaban animales fantásticos, hadas danzantes y príncipes valientes que luchaban contra dragones hechos de fuego frente a la asombrada audiencia.

Las personas pagaban por su talento con monedas sueltas y un billete ocasional: mendrugos para un don como el suyo. Sin embargo, don Justiniano no se quejaba. Tomaba lo poco que conseguía y lo convertía en pan para la familia y dulces para su nieta favorita. Su acordeón mantuvo a su mujer e hijos por años, hasta que éstos crecieron y dejaron el hogar, buscándose la vida en ciudades lejanas donde no existía la magia. “Como si la vida pudiese ser encontrada”, rezongaba don Justiniano, tocando una triste melodía que cubrió los campos de lluvia en abril e hizo que las hojas de los árboles cayeran antes de tiempo. Pero, nunca dejó de tocar. Incluso después de la partida de su mujer, él siguió tocando, sin descanso, hasta que un buen día sus piernas decidieron que era buena idea llamar a una huelga indefinida y se negaron a sostenerlo ya más.

Don Justiniano cayó postrado en la cama, pero no perdió la alegría. Sus hijos lo sentaban bajo el techo de láminas de la galería y ahí él construyó su pequeño reino. Los niños del barrio lo visitaban con frecuencia, sentándose a jugar a sus pies mientras él amenizaba sus tardes con canciones. Los niños bailaban con las hadas y los dragones, con los caballeros y los animales, convirtiendo su calle en una fiesta que parecía nunca acabar. Tristemente, nada es para siempre. El corazón de don Justiniano se unió a la huelga un día viernes por la tarde y su alma luminosa los dejó atrás, llevándose con él todo el color y la luz del pueblo.

El cielo, las calles, las casas, los árboles; todo perdió su color y una pátina gris y espesa cubrió todas las superficies. Los niños ya no reían y la música desapareció por completo, sumiéndolos en una tristeza que parecía no tener fin. En medio del peso del desconsuelo general, Mariana trepó a la cima del viejo armario y rescató la ajada caja de cuero donde guardaban celosamente el precioso acordeón del abuelo. Al abrir la maleta, el aroma de su jabón y el sonido de su risa llenaron el cuarto y la niña supo que tenía una misión. Le tomó meses de arduos esfuerzos arrancar una melodía decente de las preciosas teclas de marfil. Pero lo logró. Un valsecito costeño llenó la sala de su casa y las paredes recuperaron su color. Mariana, entusiasmada, tocó más y más fuerte y su abuelo se materializó frente a sus ojos, sonriente, antes de alejarse por la ventana, devolviendo el color a las calles y llenando el aire con flores, hadas y animales imposibles con cabeza de elefante y patitas de cucaracha.

Su madre salió corriendo a la calle, a bailar con las vecinas y Mariana la siguió, sin dejar de tocar, siguiendo a la sombra risueña de su abuelo. Don Justiniano pintó las margaritas con los colores del arcoíris, tiñó el cielo de verde y las hojas de azul y armó un carnaval en la plaza principal para espanto del alcalde. El párroco estuvo a punto de sufrir una apoplejía al verlo de regreso y doña Concha juró que moriría del soponcio mientras él la hacía girar en la pista de baile. Mariana tocó y tocó hasta que sus dedos sangraron y sus brazos lloraron de dolor, negándose a dejarlo ir. Pero, don Justiniano sabía que era momento de partir. Se acercó a su nieta y dejó un largo beso en su frente.

—Sigue así, mi niña —le dijo con su voz imperturbable pese a las inclemencias de la muerte—. Sigue tocando que yo siempre estaré contigo.

Mariana era una niña obediente. Continuó tocando hasta que su pelo se volvió gris y su corazón llamó a huelga. Se alejó un día de primavera, siguiendo a su abuelo y dejando atrás tres generaciones de músicos destinados a llenar el mundo de color como don Justiniano.

 

Génesis García (Concepción, Chile, 1990) es historiadora, escritora y tallerista. Ha publicado en más de cincuenta revistas literarias especializadas, entre las que se cuentan Especulativas, Licor de Cuervo, El Nahual Errante, El Axioma, Teoría Ómicron, Nudo Gordiano, Chile del Terror y La Sílaba. A su vez, es acreedora de más de una docena de premios nacionales e internacionales y ha participado también en diversas antologías publicadas en América Latina y España.

 

BIFICCIONES (TRECE)

BRILLO DE METAL CROMADO Laura Irene Ludueña & Víctor Lowenstein   Sentado al borde de la cama hecha que no utilizaba hacía semanas...