Tibor Moricz
Muñeca Dendem, feliz quien la
tenga, corrió la cortina y espió hacia afuera. Adoquines mojados, entreverados
con un pasto ralo y enfermizo. Fachadas apretadas unas contra otras, veredas
estrechas. Todavía nadie lo bastante valiente –ni lo bastante insensato– como
para arriesgarse a un paseo mientras las nubes cargadas, aunque en marcha
constante hacia el oeste, cubrían el cielo.
Los relámpagos brillaban a lo
lejos, anunciando que el aguacero seguía su procesión. Muñeca Dendem se alejó
de la ventana y volvió al exiguo espacio que llamaba cuarto. Un ambiente casi
vacío, salvo por una mesa pequeña, un armario metálico con algunas conexiones
eléctricas y una silla solitaria. Una serie de artefactos amontonados sobre la
mesa. Puntas, herramientas de precisión, tornillos, tuercas, diodos, chips y
placas de circuito integrado. Dio un suspiro hastiado y, moviendo de la silla,
se sentó frente a la parafernalia.
Reanudó la tarea interrumpida al
comenzar la lluvia. Corrió los trapos que le cubrían el cuerpo plástico a la
altura del vientre, dejando expuesta una placa opaca. Tiró de ella, abriendo
una compuerta, y se puso a observar el funcionamiento electrónico interior.
Separó cables y conectores hasta descubrir una pequeña cavidad. Tomó del
escritorio una cánula, la insertó allí, girándola en una rosca hasta que quedó
bien firme. Encajó sobre ella una pieza rectangular, deslizándola hasta que se
apoyó en su base. Mediante comandos internos, hizo que tanto la cánula como la
pieza rectangular se acoplaran a su abdomen. Las vio retraerse y salir
repetidas veces, hasta estar segura de que funcionaban correctamente.
Con esmero, hizo deslizar dentro de
la cánula una finísima lámina y luego volvió a cerrar la compuerta y, sobre
ella, el tejido. Observó sus propias manos, cuyos dedos desgastados casi
dejaban ver la finísima película metálica que los recubría internamente,
protegiendo los mecanismos interiores. Hacía mucho que necesitaba reparaciones
y mantenimiento.
Pensó entonces en los humanos. En
cómo habían sido, otrora: vivaces, ágiles, determinados, flexibles, inmunes a
las inclemencias. Volvió a mirar sus manos y las imaginó cubiertas por carne y
músculos. Se imaginó exhibiendo un rostro suave, de contornos gentiles, no el
que realmente tenía: gastado y descolorido, con los ojos empañados. Se imaginó
con ojos verdaderos y no simulacros mecánicos de poca precisión. Se imaginó
fuera de allí, lejos de aquella ciudad aislada –la última en un mundo
destruido, sin vida, sin respiro, excepto el de los juguetes sintientes–,
viviendo en familia, sentándose a la mesa, riendo –¡qué cosa más fascinante!– y
repartiendo abrazos. Había sido creada como Muñeca Dendem, feliz quien la
tenga, con cabellos rojizos y rizados –ya casi inexistentes, unos pocos bucles
todavía, tercos–, piernas y brazos articulados, pies regordetes con zapatitos
rosados.
Terminado el trabajo, se levantó y
volvió a la ventana. En la calle, otros juguetes ya caminaban, algunos
tambaleantes por desgastes internos que les perjudicaban el movimiento. Hacía
tiempo que sobrevivían a costa de sueños y ambiciones sufridas. Se apoyaban
unos a otros, manteniendo encendida la llama de la esperanza.
A todos se les había concedido el
derecho a intentar superar la condición mecánica que los limitaba. El Gran
Creador, el Artesano Divino, que les había dado una vida pródiga aunque llena
de limitaciones, dejó atrás, antes de partir, un Oráculo y la máquina suprema
mediante la cual podrían, de vez en cuando, intentar la transmigración. El máximo
ritual, el momento en el que se le daba a un elegido la oportunidad de ascender
a una condición superior, abandonando la vida mecánica y asumiendo una vida
orgánica llena de significado.
Jamás tuvieron noticias de quienes
partieron. Nunca supieron si alcanzaron lo que buscaban, pero la esperanza… la
esperanza nunca se abandona.
Compartían viviendas toscas,
adaptadas a sus dimensiones, colectivas o no. Más allá de las fronteras
conocidas, los escombros evidenciaban un pasado glorioso, cuando los humanos
existieron con todo su poder y esplendor y ellos, los juguetes, ocupaban
espacio en galpones, apilados y encajonados.
Curiosa ironía del destino: hacer
que aquellos que fueran tan anhelados se habían extinguido con tanta rapidez.
El Padre Manipulador y Artesano, no obstante, había acompañado a sus pequeñas
creaciones durante años, sobreviviente del holocausto, reprogramándolos y
perfeccionándolos hasta que fueran capaces de emitir el primer signo de
conciencia.
Muñeca Dendem vivía en una
residencia colectiva. Uno de sus vecinos era el Oso Tommy Chiflado. Más al
fondo del corredor estaba el soldado Mono Craig, un simio irascible. También
vivían allí un Bambi, dos Robots Tetera Piui y Bobby Brutus, un perro grande,
bobo y peludo.
Todos se imaginaban cubiertos por
capas orgánicas, con un corazón latiendo en el pecho, pulmones donde el aire
húmedo de la mañana se agitaría en bocanadas ansiosas. Soñaban con una vida tan
arraigadamente que rezaban, contritos, cada día, una oración creada por la
Muñeca Princesa Soraya, la única de la comunidad con aires de realeza.
(Se incluye la oración traducida
con fidelidad poética.)
Padre Manipulador y Artesano,
que nos construiste,
nos animaste y articulaste,
danos la carne
y el aliento que nos falta.
De tus manos
vino el gran ingenio,
de tus ideas
la esperanza que se concreta,
y de la máquina suprema
la transmigración que promete
realizar nuestros sueños.
Padre, bendito sea el Oráculo
sagrado
que nos diste,
ofreciéndonos conocimiento.
Que sus enseñanzas
perduren entre nosotros
y que la ascensión sea para
todos.
El Gran Padre, Manipulador y
Artesano, que a todos dio existencia, partió hacia residencias elevadas donde
sólo habitan los dioses. Ascendió él mismo a condiciones superiores después de
garantizar a sus criaturas la conciencia.
Desde entonces vivían día tras día
tramando maneras de aproximarse a la perfección. Construyendo sueños de carne y
hueso, de piel y músculos. Reclusos en un mundo solitario, aislado y
silencioso. Médicos unos de otros, dentro de lo posible, de acuerdo con el
aprendizaje que obtenían en incursiones en vientres metálicos, miembros
articulados, cabezas soldadas o atornilladas. Autodidactas, se perfeccionaban
en la ardua grandeza del padre que los había creado.
Muñeca Dendem inclinó levemente la
cabeza, gesto que pretendía demostrar desaliento. Si hubiera sido humana, habría
fruncido el ceño, apretaría los labios, entristecería el semblante. Rígida,
nada podía hacer… salvo fingir sentimientos.
En poco tiempo el Oráculo sería
accionado una vez más. El Maestro Búho daría vida eléctrica al instrumento que,
con sabiduría, señalaría al próximo juguete en experimentar la transmigración.
Salió de su cuarto y caminó
lentamente por el corredor, moviendo las piernas con cuidado, un zapatito
rosado, flojo, queriendo escapar. Se cruzó con el Robot Tetera Piui, que
golpeaba sus pies metálicos en el piso gastado, provocando chispas.
En la calle vio al Panda Boom
gesticulando. Con él, la Jirafa Cuellilarga, el Gato Miau-Miau y la Muñeca
Princesa Soraya, la única con ojos azules, cabellos rubios y una tez plástica
tan blanca que parecía humana.
Discutían la próxima y esperada
ceremonia del Oráculo. Decían que el Maestro Búho ya se había dirigido al
edificio vidriado desde donde sería accionado. Engalanado, decían. Con
monóculo, con sombrero, con toga. Con polainas, que eran muy suyas. Con sus
plumas sintéticas correctamente acomodadas. Con los enormes ojos atentos,
prominentes. Con el pico convenientemente inerte, como corresponde a un maestro
de ceremonias… al menos hasta que se hiciera necesario iniciar el rito.
El cielo comenzaba a llenarse de
estrellas, aunque aún hubiese algunas nubes ralas corriendo velozmente hacia
las más pesadas y distantes, que derramaban la borrasca sobre otros parajes.
Muñeca Dendem miró hacia arriba e
intentó vencer la limitación de las estrellas. Tal vez pudiera ver al Padre
Manipulador y Artesano sonriéndole, señalándola como la próxima, la elegida, la
destinada a la transmigración. Pero ya había pasado por innumerables ritos
anteriores. En todos había visto a otros ser escogidos. Y a esos, eufóricos,
dar saltos, gritos, chillidos, ladridos, mugidos, cacareos, gruñidos. Felices
cada uno a su manera. Los había visto ser conducidos a la máquina suprema y,
envueltos en una cápsula metálica, reluciente y llena de conexiones,
desaparecer por completo en un torbellino de luz y humo, obedeciendo a la
programación algorítmica del poderoso computador central.
Después el Oráculo era
cuidadosamente apagado y los juguetes se dispersaban. Otra ceremonia solo
después de muchos y muchos días, el tiempo necesario para que, ya desconectado,
el Oráculo pudiera prepararse para una nueva elección.
Habían sido miles, alguna vez.
Ahora no más que unos pocos cientos.
La calle donde estaban se extendía
tortuosa. A veces flanqueada por edificios decadentes y arruinados, a veces por
casas que aún despertaban cierto respeto por las formas concisas y elegantes
con que habían sido, un día, construidas. Era por esa calle que todos se
dirigirían hacia la construcción vidriada donde se encontraba el Oráculo. Esta
terminaba en un punto donde comenzaba una bifurcación. De un lado, tras muchos
escombros, un pantano maloliente. Del otro, ruinas de un antiquísimo cementerio
humano, revuelto incontables veces en busca de la carne que ya no existía. El
Oráculo estaba, por tanto, exactamente en la ubicación que hacía de él la
piedra angular de todas las esperanzas de la comunidad.
Observó los mechones de Panda Boom
ya medio deshechos, muchas partes de su cuerpo exhibiendo manchas oleosas. El
Gato Miau-Miau ya no tenía una oreja y la cola estaba quebrada. La Jirafa
Cuellilarga era tuerta y la Muñeca Princesa Soraya, a pesar de toda la
elegancia real, hacía lo imposible por ocultar los harapos en que se convertían
sus vestiduras al soplar la menor brisa.
Se vio pronto rodeada por una marea
de juguetes que surgían de todos lados, saliendo de sus rincones y escondites.
Era empujada por la muchedumbre, obligada a seguir sus pasos, ella igualmente
embriagada por el aura fascinante del momento. Y se imaginaba, una vez más, como
la elegida. Se veía en la máquina suprema, se sentía envuelta por una onda
poderosa de energía y luego, recuperada de la apoteosis, descubriéndose una
niña de carne y hueso –y no más de lamentable plástico y metal– en una tierra
distante en el tiempo, promesa del Padre Manipulador y Artesano.
Muchas veces, en los intervalos
entre una ceremonia de transmigración y otra, se preguntaba si la máquina
suprema realmente convertía los juguetes en gente. Le cruzaba por los circuitos
la idea de que simplemente eran desintegrados, transformados en polvo o incluso
en menos que eso. O que, en una hipótesis un poco mejor, aunque no muy
reconfortante, fueran trasladados a un lugar desconocido, expuestos a peligros
inimaginables… siempre como juguetes.
Por eso, cada vez que se acercaba
una ceremonia de transmigración, escondía cuidadosamente una filosa lámina en
su abdomen. Sería su protección si resultaba elegida y si la segunda hipótesis
era la verdadera.
Como jamás nadie había regresado
para confirmar el sagrado proceso, todos estaban obligados a moverse única y
exclusivamente por la fe.
Y, por ella, a entrar en la Máquina
Suprema, permitiéndose ser desintegrados o renacer.
La calle quedó cubierta por un
tapiz de juguetes. Avanzaban uniformes, balanceándose ritualmente, moviendo el
tronco –los que tenían–, moviendo el cuello –los que podían– de un lado a otro,
en sincronía. Marchaban, muchos murmurando la oración máxima al Padre
Manipulador y Artesano.
Apareció, en la cabecera de la
bifurcación, la construcción de fachada vidriada, con cristales azul claro y
transparentes. Un nivel superior. En la planta baja, junto a la vereda,
protegida por un escudo de vidrio, una ventana negra desde donde el Oráculo
realizaría su elección. Debajo de ella, el Maestro Búho mantenía abiertas las
alas como en un abrazo hacia toda la población que se acercaba.
La Máquina Suprema estaba en el
piso superior, inclinada frente a una gran abertura vidriada para que todos
pudieran verla. Cables multicolores salían de ella, interconectados a un gran
aparato lleno de luces LED y pequeñas pantallas donde corrían códigos
alfanuméricos que indicaban el progreso de la transmigración hasta completarse
en una explosión de luces.
Poderosos generadores –los mismos
que recargaban las duraderas baterías de la población– proporcionaban la
energía necesaria para que la Máquina Suprema funcionara.
La multitud se agolpó frente al
edificio. El balanceo rítmico y sincronizado se detuvo. Todas las miradas se
volvieron hacia el Maestro Búho. Un largo y respetuoso pio marcó el
inicio de la ceremonia. Al unísono, todos rezaron la plegaria al Padre
Manipulador y Artesano. Contritos, una verdadera demostración de fe.
Al final, hicieron una larga
reverencia al Oráculo que, en ese momento, fue conectado a la corriente. Su
pantalla negra se iluminó y comenzó a exhibir un patrón imagético burbujeante y
ruidoso. Era su alma despertando.
El Maestro Búho se acercó entonces
a un estante donde se amontonaban pequeños discos metálicos. Realizó una rápida
pantomima protocolar y, en un gesto afectado y ceremonial, eligió uno entre
tantos, tomándolo con el pico.
La muchedumbre gimió expectante.
El Maestro Búho se colocó junto al
Oráculo e insertó cuidadosamente el disco en una ranura. Como por encanto, el
Oráculo despertó de su sueño y pasó a emitir imágenes fantásticas.
Niños corren y juegan en un parque,
niñas y niños.
Día soleado, árboles, césped,
pájaros y grititos de sorpresa y alegría.
Aparece en primer plano una niña de
ojos azules hermosísimos, cabellos rubios auténticos, piel suave y sonrosada,
labios finos y delicados. Dice algo ininteligible, sonríe, radiante de
felicidad y júbilo, y acerca hacia sí el objeto de deseo: una Muñeca Dendem.
Las imágenes continúan: números en
la pantalla, luego un chorro de agua con miles de gotas translúcidas brillando,
una pelota colorida que pasa rebotando veloz, un perrito –uno de verdad, no un
mísero simulacro de peluche– ladrando y moviendo la cola, muchas otras niñas
corriendo a agarrar Muñecas Dendem.
Pero nuestra Dendem ya no ve nada,
no comprende nada, tomada como está por una epifanía.
Se siente empujada hacia adelante,
conducida por la masa que la mira con ojos de envidia y admiración.
El Maestro Búho apagó el Oráculo,
retiró el disco y aguardó la llegada de la elegida.
Colocada entre la fachada vidriada
y la población inquieta, fue llamada cariñosamente por el Maestro, que indicó
una puerta lateral por donde debía entrar. La ceremonia de transmigración
siempre se realizaba inmediatamente después de la elección. Caminó tambaleante
por el espanto, la sorpresa, el miedo y también por culpa del zapatito que
amenazaba con caerse. Vio dentro del edificio a otros juguetes, asistentes del
Maestro, auxiliares del proceso. Fue recibida y auxiliada con gran
consideración. Subieron una rampa y llegaron al piso superior. Ella vio la
Máquina Suprema del mismo modo que todos, si el Gran Padre Manipulador y
Artesano lo permitiera, verían algún día.
Sintió sus circuitos integrados
estremecerse. Los chips vibraron. Sus ojos parpadearon repetidamente. Sus
manitas regordetas abrían y cerraban los dedos con una especie de frenesí.
Estaba tan nerviosa y aterrada que por poco no pidió que la dejaran irse, para
correr lejos aun a riesgo de perder el zapatito. Pero se contuvo. Los
auxiliares la condujeron hasta la cápsula, ahora abierta, mostrando un interior
metálico pulido y lustroso. A un lado, el computador central, una máquina
imponente que crujía, calentándose.
Miró hacia la ventana vidriada y
vio a toda la población en éxtasis, observándola, ansiosos por la conclusión de
la ceremonia.
Le pidieron que se acostara dentro
de la cápsula. Ella vaciló, temerosa. Le sonrieron y le dijeron que no había
peligro. Pero ella veía en esos ojos una duda tan real, tan palpable que, si
tuviera sangre, la sentiría helarse. No podía, sin embargo, evitar su destino.
Se acomodó en la cápsula sintiendo que sus pies temblaban. Cerraron la cápsula,
aislándola del mundo exterior. No podía oír nada ni a nadie. Casi no podía oír
sus propios pensamientos. La cuenta regresiva comenzó.
Estaba en «Padre, bendito sea el
Oráculo sagrado que nos diste, ofreciéndonos conocimiento…» cuando sintió
que el mundo temblaba, que la cápsula se llenaba de luces fulgurantes y de
relámpagos azulados cada vez más intensos. Intentó levantar los brazos, empujar
la tapa para escaparse, pero sintió cómo una energía intensa la invadía, la
desgarraba, la dilaceraba, destruyéndola molecularmente hasta que dejó de
existir en ese tiempo y lugar.
Despertó cubierta
de hojas, con una humedad ligera sobre todo el cuerpo. Sus ojos se abrieron con
cautela y observaron un techo negro y amplio sobre ella. Necesitó pocos
segundos para reconocer el dosel de árboles. Estaba en un bosque, caída en el
suelo, aun sintiendo su cuerpo estremecerse con cortos y dolorosos choques
eléctricos.
Se permitió descansar unos minutos.
Estaba atónita, inevitablemente. Entonces, la transmigración había ocurrido de
verdad, ya que en el sitio del que provenía no había árboles, y la poca hierba
era rala y enferma. La decepción, sin embargo, la invadió como una ola
avasalladora. Si por un lado había logrado, mediante la Máquina Suprema, viajar
a un lugar lejano e ignoto, por otro seguía siendo un juguete, con cuerpo
plástico e interior metálico. Con diodos, chips y batería. Se palpó despacio,
sintiendo la piel plástica. Tomó conciencia de las corrientes eléctricas que
recorrían sus circuitos. El Gran Padre, Manipulador y Artesano, les había
dejado una farsa. La Máquina Suprema no era más que un transportador. Llevaba
juguetes de un sitio a otro, sin convertirlos en personas. Sin darles la
transmutación que tanto anhelaban.
Descubrió entonces que toda su fe
había sido inútil. Lloraría, si tuviera lágrimas. Regresaría y denunciaría la
mentira, si pudiera.
Se puso en pie, tambaleante. Revisó
los zapatitos: ambos seguían en sus pies. Se movió con dificultad sobre el
suelo blando e irregular. No sabía hacia dónde avanzar, todos los lados le
parecían idénticos.
Siguió caminando durante lo que le
parecieron horas sin fin, hasta que se detuvo de golpe, escondiéndose detrás de
un arbusto. Había una calle frente a ella. Gente yendo y viniendo. Extrañas
máquinas con ruedas pasaban a toda velocidad. Eran humanos, constató, perpleja.
Abrió los ojos enormemente, quedándose quieta, extasiada admirando a los
dioses. Se preguntaba cómo se presentaría ante ellos. Cómo acercarse. Cómo la
recibirían. Y si tenían, ellos, el poder de concederle la carne que creía que
recibiría en la transmutación que no ocurrió.
Entonces recordó la lámina y se
tocó el abdomen ansiosamente.
Permaneció así, sumida en dudas. Y
habría quedado así por mucho tiempo si no hubiera visto, al otro lado de la
calle, a una niña acompañada de una adulta. Iban de la mano, caminando por la
acera. Se detuvieron ante una corta escalinata. La subieron hasta una puerta.
Entraron y desaparecieron. Poco después vio luces encenderse en algunas
ventanas; vio sombras moverse en su interior, y pensó que ese lugar sería el
cuarto de ellas, parecido al cuarto que ella había tenido en su comunidad y que
ahora sería asignado a otro juguete.
Recordó las imágenes del Oráculo.
Niñas jugando con Muñecas Dendem. Entendió entonces que los niños tenían una
fuerte conexión con los juguetes y que se relacionaban con ellos de forma no
destructiva, en una simbiosis importante para ambos lados. Con una niña estaría
segura. Y nunca sola.
Esperó a que el tiempo pasara. El
movimiento en la calle disminuyó perceptiblemente. Poca o casi ninguna gente
caminaba ya por allí. La noche avanzaba y el cielo mostraba las mismas
estrellas, las mismas constelaciones que había observado en su comunidad.
Tomó valor y salió de su escondite.
Arriesgó los primeros pasos en la acera. Miró hacia ambos lados y no vio nada
ni a nadie. Avanzó dando pequeños pasitos, cuidando que el zapatito no se le
soltara, y bajó el cordón con dificultad, cayendo de costado y rodando
torpemente. Se levantó, molesta. La calle parecía vastísima. La cruzó tan
rápido como pudo. Escaló el cordón del otro lado, alzándose con esfuerzo,
arrugando el vestido gastado. Consideró los enormes problemas que tendría para
escalar los escalones de la escalinata. Pero tendría que hacerlo si quería
tener la menor esperanza de sobrevivir en este mundo desconocido y aterrador.
Lo consiguió. Aunque, para su
desgracia, el zapatito que amenazaba caerse desde hacía tiempo finalmente se
soltó. No tuvo fuerzas para recuperarlo: para eso tendría que bajar dos
escalones. No sacrificaría el progreso alcanzado. Se detuvo ante la puerta,
gigantesca, y por un momento intentó adivinar cómo entraría. Sin otra opción,
la golpeó con todas sus fuerzas y se dejó caer, inmóvil, como si fuera
inanimada.
Funcionó.
La puerta se abrió lentamente.
Muñeca Dendem mantuvo los ojos entrecerrados, apenas lo suficiente para ver.
Vio a la niñita asomarse al pequeño porche. La vio mirar primero la escalinata
y luego más allá, hasta que finalmente notó aquello que yacía a sus pies. Hubo
un instante de indecisión que la aterrorizó. Temió más que nunca ser abandonada
allí o, peor, ser arrojada lejos.
Pero, contra sus mayores miedos, la
niña abrió una amplia sonrisa y la tomó en brazos. Se sintió arrebatada. Una
mezcla fantástica de sensaciones abría nuevas conexiones en sus circuitos,
listas para ser exploradas y optimizadas. Los brazos, firmes pero no agresivos,
la rodeaban, sosteniéndola con decisión. La niña corrió hacia su cuarto después
de cerrar la puerta del living. Le dijo algo a la madre en tono tranquilizador
y luego se encerró en el cuarto, dedicándose a admirar el nuevo juguete,
colocándolo junto a otras muñecas.
Se dejó manipular. Se dejó desnudar
para ser vestida con ropas nuevas, tomadas de otra muñeca. Sintió tan cerca el
aroma de la carne que experimentó intensos impulsos de adoración. Lo
ambicionaba más que nada. Lo deseaba demasiado. Cuanto más la agarraban, cuanto
más la apretaban, más se embriagaba en la deliciosa sensación de ser una niña
de verdad. De poseer carne en lugar de plástico. De tener sangre corriendo por
venas inexistentes.
Pero la dura realidad venía en
sentido contrario, recordándole siempre que no estaba viva. No era más que un
artefacto ingenioso, consciente, pero artificial.
Así se mantuvo, inanimada,
ocultando su verdadera naturaleza. Vivía una vida que no era suya. Ocultaba el
enorme deseo de ponerse de pie, gritar, bailar, abrir los brazos y decir que
era la Muñeca Dendem. Ocultaba la enorme ansia de afirmar categóricamente que
había venido a obtener carne y vida palpitante. Que había confiado en promesas
vanas. Que se había dejado guiar por la fe, cuando la fe no era más que un
engaño.
Y se mantuvo silenciosa por días y
noches incontables. Dividiendo la atención de la niña con otras muñecas, estas
sin circuitos, sin deseos ni conciencia.
Hasta que, sintiendo que su batería
no le daría más que unos pocos días de vida, extinguiéndose, y con ella su vida
consciente, decidió, en un arrebato, tomar para sí lo que debió haberle sido
dado desde el inicio, como prometió el Gran Padre Manipulador y Artesano.
Esperó a que la niña durmiera.
Subió a su cama, avanzó gateando con cautela. Se arrastró hasta acercarse al
rostro suave y dormido. Besó los labios tibios. Sintió el aliento embriagador.
Permaneció largos minutos sintiendo el calor que emanaba de ese cuerpo.
Descendió. Le levantó la camisola con cuidado hasta exponer el vientre
delicado. Lo acarició con amor y deseo. Entonces buscó en su abdomen la filosa
lámina que aún llevaba consigo.
Tal vez Panda Boom, o Princesa
Soraya, o Robot Tetera Piui saltarían de alegría al verla feliz y realizada,
cubierta con la carne que tanto pidió en oración. Pero la madre de la niña no
pudo, al principio, contener el horror que la visión le provocó. Sábanas
deshechas y ensangrentadas. Un vientre monstruosamente abierto. Órganos
internos desparramados por el suelo. Una muñeca incrustada en el cuerpo,
mezclada con carne y sangre. Ojitos móviles, boca abierta en una sonrisa
franca, tan distinta a la sonrisa habitual de la niña que parecía más bien una
mueca.
Antes del grito desgarrador de
terror y de la locura que se abatió sobre la casa, Dendem aún extendió sus
brazos regordetes hacia afuera, en dirección a la madre, que retrocedía
horrorizada. Buscó el tono más amoroso posible, aquel que le traerían para sí
la familia y el amor que tanto deseaba.
—¡Muñeca Dendem — exclamó—, feliz
quien me tenga!
Tibor Moricz nació en São Paulo. Tiene varias decenas de relatos
publicados, es autor de las novelas de ciencia ficción «Síndrome de Cérbero»
(2007 – Editorial JR); «Fome» (2009 – Editorial Tarja); «O Peregrino: em busca
das crianças perdidas» (2011 – Editorial Draco); «El hombre fragmentado» (2013,
Editorial Terracota); «Dunya» (2017, edición independiente), «El despertar de
Sophia» (2025, edición independiente) y la antología «Filamentos iridiscentes»
(2017, edición independiente). También fue organizador de los volúmenes «1» y
«2» de la Colección Imaginarios (2009 – Editorial Draco) y «Brinquedos Mortais»
(2012 – Editorial Draco).
