Manuela Fernández Cacao
No
deja de sorprenderme la variedad de yogures que existen: con azúcar, sin
gluten, con sabor a frutas, probióticos, griegos, sin lactosa, artesanales…
Podría pasar horas tratando de memorizar las variedades y, aun así, no lograría
recordarlas todas. En esto pensaba cuando, en el pasillo contiguo, en la
sección de telefonía, vi a un joven coger un artículo al mismo tiempo que
miraba hacia la zona de cajas situada a unos diez metros. ¿Pretendía ocultarlo
y no pagar a la salida? ¿Cómo no entiende la gente que un supermercado no es
una ONG? ¡Y si fuese comida! Nunca se me ha ocurrido entrar a un comercio y
robar. Jamás. Tenía que impedirlo.
Lo primero que intenté fue
persuadirle.
Me dirigí hacia donde se encontraba y
me situé cerca de él, sin mirarle, en silencio. Comencé a observar uno de los
artículos del mismo estante y sí, dejó el paquete en su sitio y se marchó.
Pensé que iría hacia la salida del
super, pero no, se fue a otro pasillo. Esto no me lo esperaba, tanto disimulé
que no se había dado por descubierto. Tenía que haberle dicho algo.
No dejaba de observarle a través de
uno de esos espejos que suelen colgar en los locales para vigilancia. Su
conducta era extraña. Algo tramaba.
Se detuvo en la sección de perfumes.
Me fijé en él con atención.
Su aspecto era dejado, el pelo sucio,
la ropa también sucia y un tic constante de rascarse el cuello en el que se
veía un tatuaje que debía subir desde la espalda.
Lo que más me llamaba la atención era
que precisamente en la espalda, bajo la camiseta, guardaba algo a la altura del
cinturón. Se llevó la mano hacia ese lugar e hizo un gesto como para
cerciorarse de que lo que fuese seguía estando ahí.
Aquel tipo estaba nervioso,
toqueteaba todo mientras sus ojos se mantenían fijos en la caja.
En un momento dado, algo ocurrió que
me permitió distinguir con claridad que lo que escondía bajo su camiseta era
una pistola.
El asunto adquiría un tono muy serio.
En el local había gente mayor, niños que iban de un lado a otro… Tenía que
alertar del peligro.
Fui hacia la cajera y desde lejos,
amparado tras una columna, intenté decirle que cerrara y se alejara, que había
una persona armada. Le hacía aspavientos intentando que nadie más que ella me
viese, pero no conseguía acaparar su atención, estaba muy afanada con un
cliente pasando los artículos por el escáner.
No se me ocurrían otros gestos;
tampoco podía acercarme y decírselo directamente, lo oirían los clientes y
cundiría el caos, estaríamos todos en peligro.
Intentaría otro plan: me situaría
detrás del individuo y pillándole desprevenido le quitaría la pistola, sí, para
mí era un riesgo vital, pero no se me ocurría nada más y me sentía responsable
de que no le pasara nada a ningún inocente.
Me fui acercando.
Disimulaba demostrando interés por
distintos artículos; me acercaba a ellos, los tocaba… Pero al coger un paquete
de golosinas y devolverlo al estante, se cayeron todos los que había alrededor.
Me aparté rápidamente para no ser visto. Él se debió de asustar porque se fue a
otro pasillo.
Yo no cejaba. Siempre he sido alguien
muy responsable, he dado la cara por la justicia y por el más débil.
Le eché valor. Me acerqué, muy
despacio, hasta situarme justo a su espalda.
Le dije al oído: «Si se va en este
momento saldremos todos ganando, incluido usted».
Dio la vuelta de un salto, está claro
que no se lo esperaba, pero una pistola da confianza y después de unos segundos
sonrió y emprendió camino hacia la caja.
La cajera estaba dando las vueltas de
un cobro, se veían los fajos de billetes.
Aquel individuo sacó la pistola y la
empuñó. Ya no me quedaba más que neutralizarle.
Fui hacia él, le puse una mano en el
hombro y le giré. Le golpeé la cara y cayó al suelo; tiré el estante que había
a su lado para que todas las latas que había en el expositor cayeran sobre su
cuerpo. No se defendía, tampoco tiraba el arma. Le di una patada en la muñeca
para que soltara la pistola, pero no había manera, no lo conseguía. Lo levanté
del suelo y lo estrellé contra una vitrina. A pesar de mis golpes, consiguió
salir del local. Huyó.
Me acerqué a la cajera para dar
explicación de lo ocurrido, allí todo era conmoción, los empleados, los
clientes, todos decían no entender nada.
—No he podido neutralizarle antes, lo
siento. —Pero no me atendían, hablaban entre ellos asustados por lo que habían
presenciado—. Yo les explico —Insistí. —Extendí mi brazo en alto para atraer la
atención del corrillo que se había formado—. Tranquilos…
Pero vi sangre en mi mano, en la
manga de mi chaqueta, mucha sangre. Me extrañó porque no había notado que me
hubiese herido. ¿De dónde venía aquel reguero? Venía de mi hombro. Mi pecho
también se veía ensangrentado, los botones de mi chaqueta, las bandas
reflectantes apenas se veían. A la altura del corazón, al lado de mi placa, un
montón de sangre coagulada se amontonaba, un río sanguinolento caía hacia mi
pantalón, todo mi uniforme, mis botas, todo estaba cubierto por aquella sangre
de color rojo oscuro, casi negra, gelatinosa…
De nuevo había olvidado mi identidad.
Mal hecho, un vigilante nunca debe olvidar que lo es. Aunque esté muerto.
Manuela
Fernández Cacao es andaluza de nacimiento y relatista por vocación. Es la autora
de Exprimiendo historias. Microrrelatos, Alta tensión. Relatos de
misterio y suspense, Cábala. Cuentos imposibles, Rosas y espinas.
Doce relatos de mujeres en singular. Se le puede encontrar en redes
sociales y en su blog literario: Dama de agua.
