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domingo, 19 de mayo de 2024

BOTONES, PIEDRAS Y CINTAS


Sergio Gaut vel Hartman

 

Mariana juega arrodillada en el verde triángulo de césped que divide los caminos. Allí, en medio de la nada, el sendero de ripio que viene de Cabo Borrascoso se abre en dos senderos de tierra. Uno de ellos se hunde en el declive que conduce al cementerio del pueblo, un campo sin cruces ni árboles que aúlla de tristeza y de olvido. El otro camino, bordeado de setos y árboles raquíticos, pasa a escasos metros del bañado y se convierte en la única calle de Villa Tranquila, un pueblo aplastado contra sí mismo, un sitio sin memoria que fundaron a principios del siglo unos inmigrantes ucranianos, escupidos de un barco oscuro sin humor ni cortesía. Pocas veces —tal vez ninguna— desde que Mariana juega con sus piedras y cintas y botones donde alguna vez se pensó poner un cartel de bienvenida, llegó algún visitante a Villa Tranquila. Por eso, cuando el anciano se aproxima arrastrando los pies, arando el polvo, la niña levanta la vista y pone su mano horizontal sobre la frente para moderar el relumbrón del sol, casi blanco. El viejo llega y se detiene.

—Soy Mariana —dice la niña sin desconfianza.

—¿Estás solita? —El hombre ahuyenta el sol de un manotazo; el sol se aleja un poco y regresa al mismo sitio.

La niña duda; sus mayores le han dicho que no responda a los desconocidos que hacen preguntas. El viejo no parece malo, por lo que arma una evasiva.

—¿Cómo te llamás?

—Soy tan viejo —responde el anciano— que ya ni mi nombre recuerdo. Quizá me llamo Smutek, Üzüntü o Trauer. No importa demasiado.

—Yo tengo nueve años —dice Mariana.

—Y yo noventa y nueve.

—Uf, eso es mucho; casi cien.

—Parecen casi mil —responde el hombre, arrastrando las palabras como antes arrastró los pies.

Todo en él se arrastra, penoso, como si fuera una amalgama de gusanos tibios que se mantienen unidos por costumbre. Mariana regresa a sus juegos. Las cintas rojas forman un dibujo sobre el verde, sujetas por las piedras; los botones completan las formas, dan sentido al conjunto y deslizan la posibilidad de que se transforme en un signo, una señal, un mapa arduo e inútil, pero la niña no tiene otros juguetes. Se desentiende del viejo, que sigue de pie, marchito, vacilante, aunque no lo olvida. No se atreve a preguntarle si seguirá su viaje o regresará por donde ha venido; ella tiene otros asuntos que atender. Además, él es un viejo y ella una niña. Los separa un mundo y toda una vida.

No obstante, al cabo de un rato, al ver que el anciano no se mueve, Mariana dice, con el desparpajo de los niños:

—¿Te vas a quedar ahí parado para siempre?

El hombre parece despertar. Aunque se siente incapaz de responder a la pregunta, porque honestamente no sabe la respuesta, comprende que la niña tiene razón. También advierte que por primera vez en mucho tiempo tiene hambre y sed, que no come ni bebe desde que empezó a caminar. Es raro, piensa, que hace un momento el hambre y la sed no existían y ahora se convierten en espinas que se clavan en su garganta y en su vientre.

—No —dice al fin—. Tengo que ir a alguna parte, aunque no recuerdo nada más. ¿Es un lugar, una cita, un final?

—Yo no lo sé —dice Mariana frunciendo la boca, y vuelve a mirar las cintas y las piedras y los botones—. Aquí dice algunas cosas, pero no todas.

El viejo oye un sonido en su cabeza. Es como el tañido de una campana, o un timbre. Es impreciso y sordo, un sonido deformado por incontables capas de mantas acumuladas, como si alguien hubiera formado una montaña de trapos y frazadas y hubiera escondido un reloj en el corazón de la pila. Suena lejos, suena poco, pero suena.

—¿Estás oyendo? —dice el viejo señalándose la cabeza.

—¡Claro! —dice Mariana—. Cuando mis cintas, mis botones y mis piedras se ponen de acuerdo forman un dibujo precioso que me habla, y me avisan con un sonido, aunque es raro que puedas oírlo. Nunca lo oyó nadie más que yo misma.

La niña levanta la cabeza y ve que los ojos del anciano están llenos de lágrimas, quizás porque por fin ha comprendido que su final está cerca, que de nada servirán los recuerdos una vez que él sea un túmulo de ceniza. Ha vivido, es cierto, y no puede decir que no haya sido feliz en algún instante, pero fue hace mucho, mucho tiempo.

—La magia no existe —dice el viejo, ahogándose—. La magia es sólo ciencia mal mirada.

—¿Qué es la magia? —dice la niña—. ¿Y qué es la ciencia?

El hombre hipa, suspira.

—La magia sería, si existiera —dice cuando la espesa y seca lengua le permite articular las palabras—, que en lugar de estos dos senderos, que llevan a lugares que no me interesan ni me sirven, hubiera un tercer sendero que fuera en otra dirección.

—Ah —dice Mariana—. ¿Eso es la magia? No sabía. Entonces lo que veo ahora es esa magia tuya.

—¿Qué ves? —pregunta el anciano interesado, por primera vez en mucho tiempo, por algo que no sea arrastrar los pies sin rumbo.

—Veo el tercer sendero —responde Mariana—, aunque no te va a servir de mucho.

—¿Adónde lleva?

—Corre por ahí —dice la niña, moviendo la mano de un modo impreciso; señala la colina y se encoge de hombros—. Lleva a la casa de Tomás; es tonto y tiene doce.

Los ojos del anciano se apagan. El tercer camino no lleva a ninguna parte. En rigor, ningún camino lleva: somos nosotros los que andamos con mayor o menor fortuna. “Qué tonto he sido al suponer que el sendero tenía la respuesta”, piensa. No obstante, aunque sabe que es inútil, estira el cuello como si fuese una lánguida tortuga, y busca el sendero con la vista.

—¿Dónde está? —pregunta.

—¿Tomás?

—El sendero.

Mariana mira al viejo y estudia la configuración. La cinta azul se ha enroscado debajo de una piedra blanca y tres botones trepan sobre la cinta roja. Qué raro es esto, piensa. El sendero siempre estuvo oculto por un matorral espeso; nadie lo necesitó nunca, nadie lo usaba desde hacía años, y eso era cuando la madre de Tomás aún vivía. No importa demasiado, pero nota que el hombre la está mirando.

—Te digo que es tonto, apenas habla y se babea —dice.

El anciano mueve la cabeza.

—¿Cómo me dijiste que te llamás?

—Mariana; tu memoria falla.

—Todavía sos muy joven, Mariana, para comprender los asuntos de la vida y de la muerte…

—Mi perro Orson se murió —dice la niña—. Se llamaba así porque parecía un oso. Sé lo que es la muerte.

—Los asuntos de la vida, el dolor, entonces, los asuntos del amor y la soledad. Ser viejo, comprender que no se ha muerto, pero estar muerto de todos modos, es muy triste.

Mariana mira las cintas y las piedras y los botones. Exige una respuesta. Y la respuesta llega.

—Como Tomás —dice—. Está vivo y está muerto. Lo llevaron a la ciudad, y así va a estar para siempre.

—Como Tomás —suspira el viejo y empieza a caminar.

Mariana se encoge de hombros y vuelve a su juego. Recoge los botones laboriosamente y permite que el viento haga flamear las cintas. Hay un instante de puro torbellino, pero el viento cesa al cabo de unos minutos y ésa es la señal para meter la mano en el bolsillo y arrojar puñados de botones, al azar, sobre las cintas. Una vez más, como siempre desde que Mariana juega a su juego inventado, el dibujo expresa una síntesis de acciones y paisajes, gestos y emociones. Sin embargo, en esta ocasión, el mensaje es incomprensible, raro, loco. Una turbia capa de ceniza parece cubrir el cielo y las sombras de los árboles se desfiguran, retorcidas por la mano de un gigante. Pasa la luz y pasan los sonidos; corren franjas de vieja espuma desteñida y flechas de jalea se hunden en el suelo. Alto, como mirando soberbio el tenue aroma de la hierba, el resplandor del crepúsculo se anuda y se retuerce en los cerros. Es grotesco e impaciente, frío y ácido. Y cuando por fin se aquieta algo ha cambiado en el Universo, mota o mundo, algo ha cambiado.

—Mariana. —La voz llama y acaricia. La niña gira sobre sí misma, sobresaltada; nunca la llaman por su nombre, y esa voz, de puro terciopelo, acaba de arrancarle un gemido del pecho.

—¿Quién es? —Mariana se levanta y busca con la mirada el origen del sonido. Hay sombras, hay lúgubres hechizos, puentes, ráfagas, chillidos. Pero no hay nada más o no ve nada.

—Soy yo, Mariana; no sé cómo fue, pero algo me tocó y me hizo nuevo.

Entonces sí, Mariana ve a Tomás avanzando por el sendero. Pero tiene la mirada fija y penetrante, ojos verdes, una inédita reserva. La niña siente un súbito calor que le sube por las piernas y se mueve hacia el costado, como si temiera que Tomás, un torbellino, se la lleve por delante. Pero él se detiene, se detiene y sonríe, se detiene y la mira con profundidad e interés.

—¿Qué te pasó? ¿Lo sabés? Eras… tonto, ¿no?

—Tonto, sí —dice Tomás; saca la lengua, hace una burla cruel de sí mismo, ayer, hace unas horas, y luego la sonrisa le abre un tajo en el rostro. Mariana lo ve reír y ríe. Tomás contempla reír a Mariana y la risa se transforma en carcajada. Están así, varios minutos, y cuando logran serenarse, hipando y secándose las lágrimas con la manga, él se inclina sobre el verde triángulo, levanta las piedras y deja que las cintas de colores se eleven hasta el cielo.

—¿Qué haremos con los botones? —dice Mariana finalmente.

—¿Con los botones? ¡Ah, sí, con los botones! Con los botones escribiremos otro cuento. ¿Qué te parece?

—¡Sí, sí! —grita la niña, alborozada—. Escribamos un cuento de un viejo y de su magia o su ciencia, no lo sé del todo.

—¿Ciencia con botones?

—Sí —dice Mariana—, justo, justo esa ciencia.

 

Sergio Gaut vel Hartman (Buenos Aires, Argentina, 1947). Escritor, editor y antólogo argentino. Precursor del Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía. Director del fanzine Sinergia. Director editorial de la revista Parsec. Autor de Cuerpos descartables, El juego del tiempo, Carne verdadera, Espejos en fuga, Otro camino, La quinta fase de la luna, Carne verdadera, Cuerpos descartados, Avatares de un escarabajo pelotero, El día que llegamos a Marte y Vuelos. Actualmente, coordina talleres de escritura personalizados y es el creador y coordinador del TALLER 9.

lunes, 29 de abril de 2024

EXCUSADO

 Sergio Gaut vel Hartman

 

Dedicado a la maravillosa gente de Santa.

 

Apremiado por necesidades fisiológicas que las personas deben atender en tiempo y forma, descendí al subsuelo del restaurante, lugar en el que, según una solícita mesera, estaban ubicados los elementos y artefactos destinados a satisfacer esas necesidades.

Las instalaciones exponían una impecable pulcritud, realzada por una iluminación digna de un palacio. No obstante, y tal vez por culpa de un defecto profesional vinculado a mi condición de encargado de depósito de una editorial, debido a lo cual estaba acostumbrado a inventariar lotes de libros, noté de inmediato una anomalía de diseño poco menos que fatal. Había ocho mingitorios y ningún excusado. ¿Ningún excusado? Eso, consideré, es imposible. No puede existir algo así. Tardé unos segundos en descubrir una puerta estrecha ubicada a un costado del recinto, algo que tenía más que nada el aspecto de la entrada a una oficina del local en la que los empleados administrativos del restaurante realizan sus actividades cotidianas.

Me aproximé a la puerta y busqué sin éxito el picaporte. Estaba cerrada, debí haber acotado, ya que eso saltaba a la vista y lo supe desde el primer momento. Pero un disco de color, en el que, sobre campo verde, estaba escrita la palabra LIBRE, dejaba bien en claro que había un complemento. La contracara del disco, deduje, debía tener un campo rojo con la palabra OCUPADO, aunque en ese momento no fuera visible. Pero si el excusado no estaba ocupado, ¿por qué la puerta estaba cerrada?

Vacilé unos segundos y luego busqué una tecla, una palanca, un pulsador que me permitieran liberar el mecanismo que trababa la puerta; no lo encontré. Presumí entonces que la forma de abrirla requería de una llave o de un adminículo análogo. Eso hubiera requerido regresar al nivel principal revelando, al pedir el citado aparejo, cuáles eran mis intenciones. Soy un hombre tímido y vergonzoso, muy proclive a sentirme abochornado. Y consciente de esa anomalía de mi carácter preferí agotar los recursos con los que contaba en aquel momento. ¿Cuál es el recurso al que casi siempre se apela cuando uno está ante una puerta cerrada? ¡Exacto! Los nudillos.

Golpeé débilmente, apenas un roce sobre la madera, no obstante lo cual, el sonido generado fue audible como el redoble de un timbal. Y para mayor sorpresa, recibí una inesperada respuesta.

—¡Ocupado!

Ocupado. ¡Debí suponerlo! Solo se trataba de una falla del mecanismo que accionaba el disco al abrir o cerrar la puerta. Balbuceé una torpe respuesta.

—Per… perdón.

El siguiente silencio estuvo cargado de incertidumbre. ¿Debía permanecer esperando en el lugar que el sujeto terminara de hacer lo que estaba haciendo o era mejor ascender al salón y mantenerme vigilante para detectar el momento en que el hombre abandonara el sector de servicios?

Vacilé unos instantes y me decidí por regresar al restaurante, pedir un café y aguardar hasta que fuera oportuno volver a descender.

Pero quince minutos después nada había cambiado. El hombre no había pasado por delante de mi mesa, ubicada a pocos pasos de la escalera. ¿Era posible que hubiera salido por otro lado? ¿Era posible abandonar el sector de los servicios tomando otro camino?

Diez minutos después tomé coraje y volví a descender la escalera que conducía al excusado.

Todo seguía igual. La puerta cerrada, el cartel verde de libre y el silencio eran análogos a los de la vez anterior. Volví a golpear la puerta.

—¿Se siente bien? —pregunté, envalentonado y temeroso a la vez.

—Sí. ¿Por qué?

—Es que ya vine antes y usted estaba allí.

—Es cierto.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué?

—¿No va a salir?

—No es cosa suya.

Reflexioné acerca de esa afirmación. El sujeto tenía razón. Pero que la tuviera no le restaba incongruencia a la situación.

—Necesito usar las instalaciones —logré articular por fin.

—Úselas. Yo no se lo prohíbo.

—No me lo prohíbe pero tampoco me lo facilita.

—No está a mi alcance facilitarle nada a nadie.

Miré la puerta una vez más y deploré mi escasa resolución. Debería sacar a las patadas al tipo que, indiscutiblemente, se estaba burlando de mí, aunque eso hubiera estado fuera de mi alcance y sería como atropellar mi naturaleza.

—No me obligue a ser grosero o agresivo —dije.

—No tiene motivos para serlo —replicó él.

—¿Ha comprado el excusado?

—¿Qué dice?

—Pregunté si ha comprado el excusado, que si ahora es de su propiedad y de uso exclusivo.

—No sé de qué habla.

Era inútil. No habíamos avanzado ni un centímetro desde el momento en que vi la puerta cerrada. Ya ni siquiera entendía demasiado por qué estaba en ese lugar ni cuáles habían sido las razones por las que me puse a discutir con el hombre.

—¿Me va dejar entrar o no?

—¿Qué lee en el disco verde? ¿Sabe leer? Dice LIBRE.

—Pero está usted —protesté.

—¿Lee LIBRE o no?

—Dice eso.

—Entonces entre.

—¿Se burla de mí?

—No, no me burlo.

Volví a leer el disco de la puerta; estaba rojo y decía OCUPADO.

—Sí, se burla. Y me está faltando el respeto. Hace más de media hora que estoy tratando de hacer mis… mis necesidades. Y usted lo obstaculiza.

—Eso es falso. Es usted el que no ha dejado de poner escollos y trabas.

—¿Yo? ¿De qué está hablando?

De pronto sonaron unos potentes golpes en la puerta. Fueron cuatro golpes y el cuarto fue tan vigoroso que creí que derribaría la hoja.

—¡Abra de una vez!

—¿Qué yo abra?

—Claro. Ya debería haber terminado. Hace horas que espero. ¿Va a ocupar el excusado para siempre?

—No, escuche… yo. Esto es muy confuso. Fui yo el que… No lo entiendo.

—¡Salga o lo saco! No me importa si tiene los pantalones en los tobillos. Esto pasó de castaño oscuro.

El silencio y la oscuridad dominaban la escena. ¿Y si el tipo tenía razón? 


Sergio Gaut vel Hartman nació en 1947 en Buenos Aires, Argentina. Ha publicado novelas y cuentos y compiló una treintena de antologías. Actualmente, además de no cejar nunca en su empeño de escribir una obra maestra, cordina el TALLER 9, que creó en 2019, además de mantener activo este blog.    

 

sábado, 27 de abril de 2024

FELIS SILVESTRIS CATUS PLUS


Sergio Gaut vel Hartman



Bartolo llegó a nuestro hogar cuando tenía poco más de dos meses de edad, pero todos supimos de inmediato que era un gato de una inteligencia inusual. Aprendió rápidamente los hábitos y manías de cada uno de los habitantes de la casa, supo cuáles eran los códigos y cuáles las obligaciones, manejó horarios, voluntades y rutinas a su antojo. El hecho de recibir mimos constantes de los más pequeños no impidió que su personalidad, asentada en una obstinada independencia, terminara por conquistar el respeto de los mayores. Le comenté a mi amigo Cristian, experto en felinos de la más diversa catadura, que Bartolo me parecía un gato extraordinario, lo puse al corriente de todas las andanzas del susodicho y le pedí una opinión al respecto.

—¿Es posible que exista un gato superdotado, un genio?

—Todos los gatos son inteligentes —replicó mi amigo desestimando mi argumentación con un gesto simple y un cierre contundente—. Unos un poco más, algunos un poco menos, pero todos superan, sin excepción, a cualquier otro animal doméstico.

La cosa quedó ahí. Bartolo es inteligente, pero nada que alcance a conmover los cimientos de la civilización occidental. Quedó ahí hasta que vi un libro en el suelo, por tercera vez en dos días, el mismo libro: El castillo de Franz Kafka. Volví a acomodarlo en su sitio y esperé unos minutos detrás de una cortina. No debí aguardar demasiado. Bartolo llegó con su porte suficiente, se trepó a la biblioteca, y con la mano derecha lo precipitó al vacío. ¿Casualidad? ¿Qué otra cosa podría ser? Bartolo memorizaba la posición del libro, y por alguna razón solo accesible mediante la aguda lógica felina, una lógica que me resulta tan ignota como el taushiro o el kaxiana, se dedicaba a lanzarlo hacia el suelo cada vez que yo lo ubicaba en la biblioteca.

Durante dos días guardé el libro en un cajón, bajo llave, y Bartolo nada pudo hacer durante ese lapso. Al tercer día repuse El castillo en la biblioteca, pero en otra posición. Fue inútil. Bartolo tardó aproximadamente dos minutos en localizarlo y despeñarlo. Muy raro, en verdad muy raro. Por ese motivo, mi siguiente intento fue mucho más riguroso. Fui a la casa de mi madre, donde había un ejemplar de El castillo publicado por una editorial diferente del que yo tenía en casa, se lo cambié aduciendo unos motivos tan confusos como injustificados, aunque ella no opuso ninguna objeción ya que está acostumbrada a mis excentricidades. Coloqué el libro en una repisa, a un costado de la biblioteca principal, y permanecí expectante, aguardando la estelar aparición de Bartolo. Y la tal aparición se produjo tras apenas cinco minutos de espera. El gato trepó con la agilidad acostumbrada a la repisa, extendió la zarpa y lo arrojó al piso con tan mala fortuna que el volumen cayó de canto y se desarmó por completo.

El gato me contempló desde su privilegiada posición y puedo asegurar que en su mirada había un intolerable sesgo burlón. Pero lo más escalofriante vino a continuación. Con una voz cascada que bien podría haber sido la de un pirata borracho en una taberna de la isla Tortuga, Bartolo sentenció.

—Es la misma novela tediosa y ridícula, pero esta edición, además de la pésima encuadernación, algo que pudiste apreciar cuando cayó al suelo, tiene erratas en las páginas 19, 54, 79, 154, 202 y 267. ¿Podrías hacerme el favor de deshacerte de este ejemplar y, si tu empeño es seguir conservando esta estúpida novela de Franz Kafka en tu biblioteca, conseguir una edición como la gente?


Sergio Gaut vel Hartman es un escritor argentino nacido en 1947 en Buenos Aires, Argentina. Publicó, entre otros libros: Cuerpos descartablesEspejos en fugaVuelosAvatares de un escarabajo peloteroOtro caminoLa quinta fase de la LunaEl juego del tiempoCarne verdadera y Cuerpos descartados. Creó y coordina el TALLER 9 y está al frente del blog SINERGIA.

miércoles, 24 de abril de 2024

LA GRAN SUBASTA CÓSMICA

 Sergio Gaut vel Hartman

  

—Lote 6868 —dice Sir Rudolph-Archibal Lightfall, rematador estelar de la gran casa Sotheby’s de Londres—. Estamos ante un planeta habitado por una especie tipo 4. Se trata del quinto planeta de un sol tipo G5V, designado en el catálogo como 61 Virginis, HD 115617. Les recuerdo que 61 Virginis es una estrella en la constelación de Virgo de magnitud aparente +4,74, situada al suroeste de la brillante Spica, Alfa Virginis. Este bello mundo, prácticamente un edén, se encuentra apenas a 27,8 años luz del Sistema Solar. Desde 2009 se conoce la existencia de tres gigantes gaseosos en órbita alrededor de esta estrella, pero en 2069 la expedición multinacional comandada por Gennadi Stepanovich Gerasimov arribó al único mundo tipo Tierra de ese sistema, oficialmente denominado T139D, aunque los medios de información galácticos y las redes neurales ya lo llaman Nido de Ángeles. Su gravedad es 0.9 de la terrestre, y su atmósfera tipo OHN. Número de habitantes: aproximadamente dos mil trescientos millones. Son mansos como corderos, dóciles como alfombras persas y bellos como las madonnas que pintó Botticelli.

El subastador, que no ha podido ocultar su antigua predilección por los remates de objetos de arte superior, hace una dramática pausa para que los asistentes digieran la información preliminar y da lugar a una sesión de holoinfografías en las que se pueden observar imágenes alucinantes de prados y bosques, lagos, montañas y océanos. T139D es muy bello, bellísimo. Se oyen cuchicheos y comentarios, aunque no logro dilucidar la tendencia de los concurrentes. ¿Habrá interés? ¿Qué posibilidades ofrecerá un mundo con más de dos mil millones de criaturas vírgenes de todo adoctrinamiento?

Se prolonga la tensa pausa. Los representantes de las diversas organizaciones religiosas evalúan las condiciones ofrecidas, consultan con sus sedes pontificias, casas matrices, templos base. Transcurrido un lapso prudencial, el subastador vuelve a hablar.

—Pueden ofertar —declara—. La base es ochocientos millones de créditos.

—Ochocientos —dice Canagabí Jenené, chamán de los emberá del litoral del Pacífico colombiano.

—Novecientos —proclama Igor Evtuchenko, pastor de la Nueva Iglesia Apostólica Ortodoxa Sideral Reformada.

—¡Mil! —exclama Monseñor Enzo Spirafuocco, representante de Su Santidad, el papa Francisco X, con la convicción de que esa suma cierra el tema. Pero no. Oigo alelado la voz del megamultitrillonario Rotchil Gates IV.

—¡Cien mil!

—¿Cuánto? —Sir Rudolph-Archibal Lightfall no logra dar crédito a lo que acaba de oír.

—¿Se está quedando sordo, Rudolph? ¿Acaso alguna vez compré alguna baratija de menor valor como para que pregunte si es posible que yo desee comprar ese mundo y sus habitantes y pagar esa suma? —Noté exasperación en los ojos y el tono del megamultitrillonario, pero eso duró unos segundos.

—¡Un trillón! —Todas las cabezas giran hacia el punto desde el que se había originado la oferta. El lama de los budistas tuvanos, el pequeño Sholban Girit-ool, de solo once años de edad, se pone de pie sobre el sillón para que toda la concurrencia pueda verlo.

—¿Habla… en serio? —balbucea Sir Rudolph-Archibal Lightfall, al borde del infarto.

—¿Va a dudar de cada oferta? —exclama Gates IV—. Un trillón y un crédito —agrega. Hay un espeso silencio que dura diez segundos, al cabo de los cuales el representante de Su Santidad, el papa, lanza la oferta definitiva.

—¡Dos trillones y acá se acaba la cosa!

Sir Rudolph traga en seco y sin esperar una oferta superadora, dice:

—Lote 6868 asignado a la Iglesia Católica Apostólica Universal. El representante de Su Santidad, Monseñor Enzo Spirafuocco, puede ponerse en contacto con la oficina de adquisiciones para formalizar el acto de adjudicación y preparar los detalles de la toma de posesión del mundo subastado.

En los asientos ubicados a mis espaldas, Moshe Ben-Ezra Sharum, sumo rabino de Jerusalem, y Abdul Abderramán Al-Adín, imán de La Meca y Medina, cuchichean sin demasiada mesura. Por fortuna, hablan en el nuevo dialecto neoarameo que entiendo a la perfección.

—Los naturales de ese planeta —dice el rabino— son unos esferoides pedunculados que se reproducen mediante esporas volátiles. No hay manera de circuncidarlos, el shabbat sería un absurdo en un mundo con un año de novecientos doce días y ni siquiera podemos distinguir entre varones y hembras para separarlos en los bailes de los casamientos.

—En nuestro caso —dice el imán—, admito que podrían llegar a pronunciar la shahada pero no se me ocurre cómo harían para cumplir con las oraciones diarias, cómo observarían el ayuno del Ramadán, y lo peor, cómo harían para peregrinar a La Meca al menos una vez en la vida.

—Que se los quede el papa de Roma —dicen al unísono, y también al unísono, lanzan sendas carcajadas que generan una miríada de chistidos y gestos de reprobación.


Sergio Gaut vel Hartman es un escritor y editor argentino nacido en Buenos Aires en 1947. Entre otros, publicó los siguientes libros: Cuerpos descartables (cuentos, 1985). Las Cruzadas (ensayo, 2006), El universo de la ciencia ficción (ensayo, 2006), Espejos en fuga (cuentos, 2009), Vuelos (cuentos, 2011), Avatares de un escarabajo pelotero (novela, 2017), Otro camino (novela, 2017), La quinta fase de la Luna (cuentos, 2018), El juego del tiempo (novela, 2018), Cuerpos descartados (cuentos, 2019) y El día que llegamos a Marte (novela, 2023). Ha compilado una treintena de antologías, entre ellas Ficciones en los 64 cuadros (2004), Mañanas en sombras (2005), Tricentenario (2012), Todo el país en un libro (2014), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Peón envenenado (2016), Espacio austral (2016), Extravagancias (2019) y Estaño y plata (2019. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura y el blog SINERGIA, espacio de narrativa conjetural.


miércoles, 17 de abril de 2024

EL REGRESO DEL HOMBRE MUERTO

 

Sergio Gaut vel Hartman

 

Despierta. Está de pie en medio de una habitación. No recuerda haberse quedado dormido. Alza las manos y ve relieves de hueso y ríos de venas azules, pero no las reconoce como propias. ¿Debería? La habitación, en cambio, es parte de una geografía familiar; ha estado aquí tantas veces que si se lo propusiera podría llamar a cada átomo por su nombre. Pero, ¿qué importancia tiene eso? Cabalga sobre la extrañeza que le produce saber y no saber al mismo tiempo y no tarda en descubrir que ha perdido mechones de memoria, desprendidos como costras secas, como fogonazos sin brillo.

—¿Papá? Regresaste. Estás de nuevo en casa, ¡qué alegría! —El que habla es un hombre joven que ha entrado a la habitación sin hacer ruido; está bronceado por soles verdaderos, tiene la sonrisa fácil y largos cabellos rubios que le caen en cascada sobre los hombros. Se aproxima, aferra las manos como mapas, con sus ríos de venas azules y escabrosas crestas de piedra, y las aprieta con fuerza contra su pecho—. Estamos juntos de nuevo. ¿No te hace feliz?

Quisiera responder. La respuesta es no. Pero la sílaba mínima, a la vez palabra rotunda y maciza, no logra abandonar la boca. Las mandíbulas apretadas ofician de candados y el no se pierde en una ilegible conjunción de mímicas vagas. Tal vez ni siquiera importe. Regreso. Juntos. Feliz. No importa, no; realmente no importa.

Un mal disimulado sonido de engranajes aporta un elemento residual a lo que hubiera sido una explicación desafortunada. Pero está fuera de su alcance comprenderlo. ¿Ha chirriado un mecanismo dentro de su propio cuerpo? ¿Es eso? Un segundo después, una voz simétrica disuelve el eco, y el precario sistema construido se desmorona.

—¡Papá! —Una mujer de facciones rígidas, sin alegría, irrumpe en el espacio ya ocupado por los otros dos. También es joven; el corto cabello rojizo, rizado y desprolijo, expresa una insolente contrariedad. Su cuerpo, pálido y tembloroso, informa que proviene de un largo encierro y que se dirige hacia otro, tal vez más prolongado aún—. Hubiese preferido...

—¡Silencio, querida hermana! No estropees este momento mágico con tu vulgar desaliento. —El hombre joven, bronceado y seguro de sí mismo, coloca una de las manos del anciano entre las de la mujer, que la sostiene con aprensión, casi con asco. Observa los ríos de venas azules y casi no oye lo que dice el hermano—. ¿No es cierto, papá, que ya no estás muerto?

—No es una pregunta que se pueda responder con palabras —dice ella—. Tampoco esperaba volver a verlo, de todos modos; nunca creí que eso fuera a... funcionar.

—Y esto es solo el principio —dice el hermano—, ¿por qué no estás contenta? Tendrías que estar contenta. Deberías estar tan contenta como lo estoy yo, como lo está él. —Luego, dirigiéndose al hombre de los huesos y los ríos de venas azules, agrega—: Dio resultado, papá. —Se regodea con la repetición—: Ya no estás muerto, papá. ¡Es un triunfo de la ciencia médica!

Pero ella grita enérgicamente.

—¡Sí, está muerto! ¡Sigue muerto! —Se pone frenética y arroja la mano que sostenía entre las propias como si se tratara de un insecto repugnante—. ¿No te das cuenta? Han puesto una máquina absurda en el interior de su cuerpo, unos artefactos microscópicos que le permiten estar parado en medio de la habitación, mirándonos como si nos conociera, como si supiera que somos sus hijos.

—Estuviste de acuerdo —protesta el joven de sonrisa fácil, pero ya no sonríe.

—Me hiciste firmar esos papeles, a la fuerza; estaba dolorida, confusa, aturdida. Se moría, pero fastidiaste hasta que los firmé. Él... esto...

Ahora está completamente despierto. Permanece de pie, en medio de la habitación. Los que gesticulan y discuten son sus hijos; eso afirman y él no está en condiciones de aceptar o rebatir nada; solo los hechos refrendan un pasado tan perfecto como frío. Por lo visto no están de acuerdo con algo que han hecho, con alguna decisión que han tomado. No recuerda haberse quedado dormido y el abismo gris en el que se aloja la memoria no le ofrece datos adicionales. Recupera la mano que fue arrojada al vacío y ve relieves de hueso y ríos de venas azules. Acepta que es su propia mano y un impulso acude a su boca.

—Está bien —articula. No son sus mejores palabras, pero alcanzan para detenerlos en el aire, como libélulas heladas.

—¡Te lo dije! —exclama el hijo, alborozado—. Está de acuerdo con lo que hicimos.

—Lo acepta, no le queda otro remedio —replica la hija. Sus párpados caen pesadamente y la escena se nubla y descompone. No fue preparada para tolerar sin más algo tan poco natural. Pero sabe que no sueña, ni se siente atrapada por una alucinación. Está ocurriendo, en este momento, sin mesura.

—Hijos. Malena. Luis. —Ha emitido las palabras con voz cascada, pero está seguro de que son los roles y nombres adecuados—. Me siento... ¿raro? Extraño, sí, todo esto es muy extraño.

—¡Funcionó, papá! —grita Luis, eufórico—. Ellos dijeron... Los médicos, los técnicos… dijeron… y cumplieron.

—Ellos cobraron una enorme suma de dinero —fustiga Malena retrocediendo un paso—. Crearon un programa que reproduce su voz y otro que activa los músculos. Es un títere, Luis, una marioneta; no es nuestro padre. —Retrocede otro paso, se aproxima a la puerta; quiere salir de la habitación, poner distancia, aunque sea para volver a encerrarse en su jaula dorada.

Ahora estoy seguro de lo que me han hecho, reflexiona. Busco sin ineficacia un nombre para mi estado. ¿Soy un hombre? No lo soy, porque he muerto. ¿Un resucitado, tal vez? Tampoco; para serlo, como el Lázaro del mito, tendría que haber operado una voluntad divina que me devolviera a mi estado anterior. Solo han creado un programa que reproduce mi voz y otro que activa mis músculos. Pero también me han provisto de un receptáculo en el que se agitan, como serpientes, los recuerdos compartidos con Malena y Luis, cuando eran pequeños, y también con Sara, la madre, mi mujer durante tantos años. Ella no fue afortunada, como yo, murió antes de que los genios de silicio pudieran convertir su cadáver en un títere, una marioneta electrónica. Sara no fue afortunada, como él, murió antes de que los genios de silicio pudieran convertir su cadáver en un títere, una marioneta electrónica. La voz, rebotando en los espejos, le obsequia una imagen deformada de lo mismo.

Aún permanece de pie, en medio de la habitación, pero se le ocurre que no sería mala idea sentarse, y se sienta. Malena regresa sobre sus pasos y también se sienta. Los hijos ya no discuten ni gesticulan. Ahora se sienta Luis y así dispuestos, en torno a la mesa, podrían pasar por tres personas corrientes que comparten una velada familiar.

—¿Te das cuenta? —dice Luis—. Ha tomado la iniciativa. Solo será cuestión de acostumbrarse.

—Algo fallará —dice ella, recelosa, obstinada—. Se quemará una placa y lo veremos girando como un trompo, rebotando contra las paredes, meándose encima.

Luis se ríe rígidamente y hace un gesto extraño, demasiado frívolo para la ocasión.

—No puede, ni eso ni lo otro, ¡tonta! Los recuperados no necesitan comer, ni dormir, ni soñar...

—¿Recuperados? ¿Ese es el nombre que les dieron? —Malena cierra los ojos y trata de conectar su mente con la del hombre que regresó de la muerte, pero sabe que esa es la fantasía de los débiles de espíritu y la rechaza.

No obstante, el hombre que regresó de la muerte piensa que no está mal que digan que ha sido recuperado. Observa a sus hijos y entiende que también es un buen momento para una sonrisa. Sonríe. Han encontrado un nombre para su estado. No es un ser vivo, exactamente un ser humano, ni ha resucitado, pero no le cae mal considerar que convalece de la enfermedad que lo habría confinado en una tumba si no lo hubieran atiborrado de programas. Y allí seguiría, para siempre, por toda la eternidad. Un programa reproduce mi voz, recordó, otro activa mis músculos y un tercer programa permite que sepa que esos dos que me flanquean, con las manos juntas sobre la mesa, como en un rezo, son mis hijos. Recuerdo cuando los llevaba al parque, por ejemplo y también recuerdo haberlos castigado cuando desobedecían. Recuerdo otros actos, claro, pero no son importantes. Fui un hombre severo y seguiré siéndolo. Pero ellos no parecen guardarme rencor.

—Papá —está diciendo Luis—, no sabemos cómo manejar esto; no nos prepararon para comportarnos como es debido. Malena está asustada. Yo estoy confundido. No sé qué le diré a mi mujer. Lo mantuvimos en secreto porque...

—Temían que no funcionara. Lo entiendo. —El hombre que había estado muerto trata de resolver un problema delicado. ¿Debe fingir que está vivo, que celebra el regreso o es suficiente con que pasee su imperturbable presencia por los cuartos de la casa, sin involucrarse mayormente en los asuntos cotidianos? Zarandea tímidamente los componentes electrónicos y obtiene una directiva rotunda. —Hijos: su padre ha regresado; obviemos los detalles espinosos y aceptemos el milagro. El programa es capaz de aprender. Pronto seré el de siempre. Podrán enviarme a comprar el pan, legumbres, cerveza… y a pagar las facturas de servicios. Iré a buscar a los niños al colegio... ¿Dónde están los niños? —Siente que empieza a dominar la situación; cada vez está más seguro. —Sabrina y Mateo. ¿He acertado? ¿Son tus hijos, no? —agrega señalando a Luis—. Es bueno tener hijos. ¿Por qué no tuviste hijos, Malena?

—¡Papá, por favor! —se agita Luis.

—No, está bien. Es como si fuera de la familia —dice Malena con acre ironía—. ¿Existe una buena razón para no escarbar en la herida? No... —Había estado a punto de decir "papá". —No puedo tener hijos; soy estéril. ¿Falta ese dato en tu exquisita memoria?

—Nada es para siempre —dice el hombre que regresó de la muerte—. No hay que perder las esperanzas. La ciencia médica…

—¿Cuántas frases hechas —escupe Malena con rabia— caben en tu cerebro positrónico? ¿O es biónico?

—Malena, ¡basta ya! —Luis se sacude eléctricamente. Él también se asemeja a una patética criatura reanimada mediante técnicas dignas de una novela gótica. Pero sus pensamientos no guardan relación alguna con la colección de gestos que prodiga. Quizá piensa que no ha perdido del todo las posibilidades de conquistar el afecto del hombre muerto; lleva décadas intentándolo.

—Es un buen cerebro —dice el recuperado sin inmutarse—; su capacidad de almacenamiento es tan grande que pronto tendrán que inventar un nuevo prefijo. A propósito: ¿alguno de ustedes sabe cómo se designa el rango superior a tera?

—¿De qué estás hablando? —balbucea Malena, irritada, desgarrada por dentro.

—Habla de magnitudes —dice Luis. No soporta la desorganización mental de su hermana y siente que ella se precipita, infalible, hacia los abismos interiores de sí misma.

—¿Magnitudes? ¿A quién le importan las magnitudes? ¿A qué juego estamos jugando, hermanito?

Luis adopta un talante de superioridad, la arrogancia del conocedor que se enfrenta al neófito.

—Es un científico. Nunca pudiste soportar el fulgor de su mente superior.

—Fue un científico, cuando estaba vivo —enfatiza Malena—. Y lo de mente superior corre por tu cuenta.

—Tablas —dice el recuperado—. Avanzando en esta dirección solo conseguiremos destrozarnos. Además —agrega componiendo un gesto que trata de pasar por confidencia— es peligroso para mí. Los circuitos podrían sobrecargarse...

—¿Te das cuenta? —se queja Malena—. Han conservado lo peor de su patrimonio: el egoísmo. Aún muerto solo se preocupa por sí mismo. Los demás apenas existimos en función de sus intereses.

—¿Qué estás diciendo? —Luis se enfurece. Un cierto espíritu de cuerpo lo ha llevado siempre a defenderlo. —No deberías faltarle el respeto. Él... él...

—¿Qué? ¿Porque está muerto? ¿Han extirpado las fallas de su personalidad? Entiendo. Ya no está en condiciones de obligarme a abortar, como hizo cuando yo era adolescente, ¿no es cierto? Los recuperados no hacen esas cosas, ¿no es cierto, señor? —Las últimas palabras son aullidos; no le importa.

Luis extiende la mano como un pájaro furioso y abofetea a Malena. Lo ha hecho otras veces. Volvería a hacerlo. La mujer retrocede algunos pasos y busca algo en un bolso. Lo halla y lo empuña. Es una pequeña pistola. Sin vacilar y con fría determinación, aunque segura de que el hombre que regresó de la muerte no se interpondrá en el camino de la bala, dispara y acierta entre los ojos de su hermano. Aún antes de que el cuerpo termine de desplomarse, ella encara al que fue su padre, y con la mirada llena de furia le lanza la frase definitiva.

—Pueden ponerle esas lindas maquinitas que inventaron. Nadie notará la diferencia.

Pero el hombre que volvió de la muerte no parece impresionado.

—Mil gigas es tera. Mil teras es peta. Mil petas es exa. Mil exas es zetta. Mil zettas es yotta. ¿Qué es mil yottas? ¿Habrá una palabra que explique tanta información? ¿Qué te parece, Malena?


Sergio Gaut vel Hartman es un escritor y editor argentino nacido en Buenos Aires, Argentina, el 28 de septiembre de 1947. Entre otros, publicó los siguientes libros: Cuerpos descartables (cuentos, 1985). Las Cruzadas (ensayo, 2006), El universo de la ciencia ficción (ensayo, 2006, Premio Ignotus), Espejos en fuga (cuentos, 2009), Sociedades secretas de la historia argentina (ensayo, 2010), Vuelos (cuentos, 2011), Avatares de un escarabajo pelotero (novela, 2017, Premio La máquina que hace Ping!), Otro camino (novela, 2017, finalista del Premio UPC), La quinta fase de la Luna (cuentos, 2018), El juego del tiempo (novela, 2018, finalista del Premio Minotauro),  Cuerpos descartados (cuentos, 2019), Carne verdadera (novela, 2019) y El día que llegamos a Marte (2023). Ha compilado una treintena de antologías, entre las que se destacan Ficciones en los 64 cuadros (2004), Mañanas en sombras (2005), Desde el Taller (2007), Grageas, 100 cuentos breves de todo el mundo (2007), Los universos vislumbrados 2 (2008), Otras miradas (2008), Cefeidas (2009), Grageas 2, más de 100 cuentos breves hispanoamericanos (2010), Ficciones en diez tiempos (2011), Tricentenario (2012), Todo el país en un libro (2014), Grageas 3 (2014), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Peón envenenado (2016), Espacio austral (2016), Extremos (2016), Latinoamérica en breve (2016), Extravagancias (2019) y Estaño y plata (2019). Fue finalista de los premios Minotauro, U.P.C., Palindromus, Las nueve musas, Projecte LOC/Ajuntament de Cornellà, Bonaventuriano y Manuel Mujica Láinez, entre otros.

jueves, 11 de abril de 2024

LA FUERZA DEL AGUA

 Sergio Gaut vel Hartman

—¿Por qué?

Pus apunta con el dedo el muro de adobe y paja del rancho, exactamente donde la cresta verde del floripondio asoma con recato monacal. Sal, en cambio, señala a Pus. Un trazo rojo, un tajo de vidrio o de metal mellado, nace al borde del ojo y muere a un costado de la boca. Las gotas de sangre de Sal caen al piso de tierra con regularidad cronométrica. Pus mueve la cabeza de un lado a otro. Sal la mueve de arriba abajo. Man tampoco tiene ganas de hablar, pero como Pus y Sal siguen obstinados en sus posiciones, no tiene más remedio que volver a hacerlo. Un puñado de palabras por día es un trabajo agotador. Dos puñados consumen la energía de una semana entera; todos ellos son criaturas débiles, gastadas, finales.

—¿Por qué la lastimaste?

—Culpa de ella —dice Pus—. No quiso.

—Él me forzó —dice Sal—. Él me tajó.

Es asunto cerrado. Man pasa el pie desnudo por detrás del talón de Pus y lo empuja. La cabeza de Pus golpea en el tocón. Sal se arroja sobre la garganta de Pus antes de que él toque el suelo. La sangre del rostro de la hembra se mezcla con los jugos que brotan del cráneo partido y de inmediato todos los del rancho chupan hasta que no queda nada que chupar y la cabeza de Pus se convierte en una piltrafa de restos sanguinolentos. Pinchan el cuerpo antes de que se seque y todos beben hasta hartarse.

 

Tiempo. El tiempo no se mide en el rancho, pero pasa, transcurre, fluye y no anida en ninguna parte. El nuevo crece en la panza de Sal y Man sabe que él no se lo hizo, porque es tabú, pero tal vez sí lo hizo, porque muchas veces, cuando masca el floripondio con las encías desnudas hasta que delante de los ojos se forman manchas de barniz aceitoso, hace cosas que no quiere ni debe. Man se deja caer por la grieta de la pared y siente que esa boca lo engulle y lo traga. No quiere vivir más, pero Sal lo necesita. Fin ocupa el lugar de Pus y toca el vientre de Sal cada vez que ella duerme o él mira hacia otro lado. Man piensa que si tuviera fuerzas para hablar le diría a todos que dejen en paz a Sal. No sabe por qué, pero no quiere que la toquen. Sal no es su propiedad. Vagamente recuerda que los unen las dos sangres, la del nacimiento y la de haber bebido de los cuerpos de los muertos. Pero no es su propiedad, se repite, y aún así no quiere que la toquen.

—Quiero salir —dice Sal. El vientre está a punto de estallar. Man asiente, pero no logra levantarse. Sabe que Sal tiene que parir afuera, entre las breñas del baldío, que si pare en el rancho se van a chupar la sangre de la cría sin darle tiempo a protegerla. Pero también se pregunta para qué. Si no muere al nacer morirá mañana. Hace mucho que un nacido no sobrevive más de un día o dos.

—Afuera —insiste Sal. Man se esfuerza y trepa por sí mismo hasta ponerse de pie. El rancho gira y gira y no tiene más remedio que aferrarse del brazo de Fin, aunque le da asco y miedo. La debilidad lo cerca, lo envuelve. Piensa que es un tallo mordido por las ratas, aunque nunca siente nada.

Sal ya está afuera, entre los matorrales. Man llena un recipiente con agua, porque sabe que será necesaria. Es el atardecer; costurones de nubes violáceas se enroscan en el aire que se enfría. Un ave gris y deforme vuela camino a la melancolía y las ratas se retiran de la presencia de la gente, porque saben lo que les conviene.

Suena un ruido tan terrible que Man lo confunde con la muerte; el grito se abre paso entre las primeras sombras y las últimas penumbras. El agua del recipiente se agita y unas gotas salpican el suelo reseco, que las bebe, ávido.

—¡No! —El grito se repite y despierta los mortíferos sensores ocultos en un rincón del brezal, inadvertidos para todos, y antes de que la cría termine de salir del cuerpo de Sal, un grande aparece, feroz y determinado.

—¡Bestias! —grita el grande—. Son bestias, peores que animales.

El grande se coloca encima de Sal, mete los dedos y alza la cría, que cabe en su mano. Las ratas huelen la sangre y regresan. En el rancho todos paran las orejas, vacilando entre el miedo y el hambre. A veces el grande arroja la cría muerta y todos beben un poco. Pero no esta vez. La cría está viva y Sal desea conservarla y el grande se la quiere llevar. Man mira consternado a Sal y no tiene fuerzas para impedir nada. El grande alza la cría más alto de lo que cualquiera puede saltar, suponiendo que exista alguien capaz de semejante proeza.

—Es mío —dice Sal, desfalleciendo. Man advierte que el grande se llevará la cría viva, una vez más. Las pocas crías que no mueren van a parar a un sitio sin nombre, donde viven el grande y su gente. Así ha sido desde que tiene memoria, aunque su memoria es corta y debería saber que antes se nacía y se vivía en el rancho. Todo empeora, y él y ella y los otros son la prueba de que es así.

—Me lo llevo —dice el grande—. Tal vez viva.

—Es mío —solloza Sal.

Man no sabe qué puede hacer y mira el agua. Se moja los dedos para tocarse la frente sudorosa. Pero cuando los alza advierte que el agua se ha convertido en una hoja dura, fría y filosa en torno a sus dedos. Una idea inesperada lo envuelve y lo obliga a moverse. Da dos pasos y está junto al grande, que acuna a la cría entre sus brazos sin mirar hacia abajo. Man, alzando la mano, apenas logra rozar la garganta del grande, pero es suficiente. La destreza es autónoma, eso parece, y le indica cómo debe proceder. El hielo traza su pequeño dibujo rojo y se fragmenta, rociándolos como una brillante lluvia de rubíes. El grande cae con gran estruendo y Man recoge a la cría que lanza sus primeros y últimos berridos sobre el suelo encharcado de sangre.

 

No es sencillo recordar. La noche se ha cerrado sobre la piel del mundo con su peso muerto y sus gemidos. Man acaricia a Sal y ella se deja. Las lágrimas forman cerezas blancas y dulces y todos beben las esferas que se deshacen en las bocas sin dientes. Nadie pregunta; no tienen ganas. Pero ahora Man puede hacer cualquier cosa que desee con el agua. Fin se acerca a Sal y lame sus pechos. Man cristaliza el licor lechoso y le pincha la lengua. Fin se retira, resentido y todos en el rancho miran a Man.

—¿Qué pasa? —dice Man, que siente una fuerza inusitada y puede ponerse de pie sin que el mundo gire como un torrente desbordado—. Vieron lo que hice. —Lo que hizo le recuerda a la cría de Sal, y no le gusta, pero acaba de descubrir el poder del agua.

—Vimos —dice Tel, y eructa. El festín que se han dado con la sangre y los humores del grande no se olvidará de un día para otro. Pero vendrán otros grandes y Tel lo sabe y lo dice—. Vendrán otros grandes, con furia, y nos matarán a todos. —Tel nunca habla tanto, pero las cosas que vieron hacer a Man con el agua les ha desatado las lenguas.

—Era fuerte —dice Sal—. Vivía. —Habla de su cría; no habla de otra cosa.

Man sabe que eso no se puede cambiar. Pero desea mirar hacia adelante y ver qué más se puede hacer con el agua. Empieza a ver el agua como si fuera luz.

—No los esperemos —dice Man—. Podemos salir antes de que lleguen.

A nadie le gusta la idea de dejar el rancho. Significa abrigo en las noches y protección contra la lluvia. Pero Man les recuerda que ya no deben temer a la lluvia, que él puede convertirla en otra cosa; puede convertir todas las formas del agua en lo que todos necesitan para sobrevivir.

Se mueven por el baldío como una procesión malgastada, como una falsa caravana. Man va adelante y lleva un recipiente chato con un poco de agua. Los grandes aparecerán enseguida y los barrerán como mosquitos, como lauchas, presiente. Fin sacude la cabeza para expulsar a los piojos y uno de los viejos se muere; hacen un alto para beber la sangre casi seca de su cuerpo.

—Era mejor el rancho —dice Jud, que algunas veces parece estar a punto de pedirles que la corten y la chupen y otras se queja porque no le dejan lugar.

Los grandes aparecen. Son varios, tal vez muchos. Man detiene la fila con el brazo extendido y deja el recipiente en el suelo con sumo cuidado.

—¿Qué se creen que son? —dice el grande más alto y robusto. Tiene un palo entre las manos y lo agita como si deseara azotar el aire.

—Agua —dice Man. Un murmullo afligido se eleva entre los últimos rayos del sol; volutas transparentes que se balancean, suaves, cobardes. Tienen el mismo olor del miedo y el color terroso de la supervivencia—. Somos agua —repite.

—¿Estás loco? —dice Jud.

El grande más grande avanza un paso, pero Man ya sabe que no tiene necesidad de tocar el agua del cuerpo para convertirla en filosas y frías agujas. El rostro del grande se contrae y el bastón se desliza de sus manos. El cuerpo se hincha y estalla. Amplios surcos, vetas como relámpagos tintados de escarlata, aristas, pozos oscuros, una docena de manchas ilusorias. El grande está muerto y los otros miran alelados.

—¡No se acerquen! —grita Man—. ¡No chupen de su cuerpo! —insiste. Conoce a los suyos; sabe que la impaciencia es más fuerte que la prudencia. Pero Sal comprende el mensaje y repite las palabras de Man.

—No chupen. Es malo.

El grande está muerto, pero el estupor vive y prolifera entre sus compañeros como una ola de rocas que se desmoronan, una sobre otra, desde lo alto de la montaña. Chillan, se atropellan, resoplan; algunos se arrojan al suelo y otros saltan como espiras y quedan enredados en sí mismos.

—Vamos a lastimarlos por adentro; a todos —dice Fin con algo que se parece a una antigua mueca de los labios y las encías.

—No —dice Man, que no quiere herir a nadie, que solo desea defender a Sal—. Yo lastimo, si quiero; es mi agua como cuchillo. Pero no voy a lastimar a nadie más. Ellos ya saben lo que puedo hacer si no se van —agrega señalando a los compañeros locos del grande con una mano huesuda y sarnosa.

—¡No nos vamos a ir! —grita desesperado el grande que se ha puesto a la cabeza de los otros y saca un arma de fuego del cinturón. Man sabe que es eso—. Los vamos a aplastar a todos, basuras. Debimos hacerlo hace tiempo, por lo que sirven.

Fin repite el gesto y otros lo imitan. Pero Man no tiene tiempo para risas y se apresura a transformar el agua del cuerpo de los grandes que se derrumban de inmediato entre vómitos de fuego y se retuercen y se fríen por dentro como gusanos y se pudren y se esfuman.

Las ratas, alertadas por la primera sangre, se lanzan en oleadas sobre los muertos frescos, pero las espinas hieren sus hocicos y pinchan sus lenguas; huyen espantadas. El baldío está limpio.

—Los muertos por el hielo —recita Man sin saber de dónde salen las palabras—, serán calentados por el sol y podremos beber de ellos.

Un largo y extenso ronquido acompaña las palabras de Man. No sabe qué ha ocurrido; algo opera a través de él, sin participación de su voluntad.

—¿Cuándo? —dice el ronquido.

—Mañana, o nunca. Soy el que lleva un cántaro de agua —dice Man, y una vez más ignora de dónde salen las palabras. Pero son palabras sólidas y las aceptan, como aceptan que el agua es líquida y puede convertirse en cuchillo.

—¿Cántaro? —dice Fin. Nadie sabe qué es un cántaro. Pero no les importa. Rodean a Man y se arrodillan a su alrededor. Sal se acerca y le entrega sus lágrimas. Man las convierte en sabrosos bocados. Todos le dan saliva, orines y sangre y Man altera los líquidos y los transforma en puñados de materia comestible.

—Vendrán más grandes, con mejores armas —dice Man—. Nos matarán a todos si nos quedamos aquí.

—Cavemos agujeros —dice Jud—. Seremos ratas.

—No importa la bebida —dice Man—. Tengo toda la que hace falta. —Y les muestra el agua.

—Invisibles como el aire —dice Sal.

—Muros —dice Fin—. Chocarán contra nosotros.

—Solo puedo volver dura el agua —dice Man—; ese es mi poder, no otro. —Sigue sin saber por qué dice lo que dice y las palabras, tumultuosas, se le acumulan en la boca sin dientes.

—Sin dientes —repite Tel, como si hubiera oído los pensamientos de Man. Todos han perdido los dientes hace tanto tiempo que no recuerdan haberlos tenido alguna vez.

—Vamos —dice Man, y todos lo siguen. La noche ha caído sobre el baldío y la tierra roja encharcada gruñe con voz áspera y contrariada bajo los pies desnudos. Todos miran una y cien veces hacia atrás, a medida que se alejan de tanto alimento desperdiciado.

Recorren las ruinas de lo que, se dice, era un lugar de los grandes; gibosos túmulos ocultan secretos del pasado. Pocas veces se han alejado tanto del rancho y nunca antes han tenido que huir de los grandes.

Jud se acerca a Man y habla en susurros.

—Necesitamos dientes —dice—, para comer la carne de los muertos.

—No —dice Man—, somos agua. Hemos sido bendecidos por el agua. No sé cómo, pero este es nuestro alimento secreto.

—No te entiendo —dice Jud—, es tu secreto. —Sal se acerca, y Fin y Tel. Todos rodean a Man y se detienen. No volverán a avanzar si él no les entrega el secreto del agua.

—No hay secreto —dice Man. De pronto, como si un alud de sabiduría hubiera bajado del cielo y un manantial de experiencias brotara de las profundidades de la tierra, comprende, se siente fuerte y capaz de entender. Se acuesta de espaldas y el barro lo acoge como un lecho de espuma. Abre los brazos y expone sus regiones más vulnerables: el cuello, las axilas, el vientre—. Esta es mi sangre —dice—. Chupen de mí y serán fuertes y podrán enfrentar a los grandes con mis armas. No hay secreto. No hay otra fuerza que la que nace de estar juntos. Juntos los enfrentarán y los vencerán.

Todos, Sal y Tel y Jud y Fin, y los viejos y los nuevos, en lugar de avanzar retroceden. Las palabras de Man son más filosas que las agujas de hielo. El aire se estanca, el tiempo se detiene, la muerte se ríe oblicuamente, ansiosa por cobrar sus presas de una buena vez. El largo y urgente ronquido regresa para expresar el miedo y la asfixia. No saben, no pueden, no quieren. ¿Qué significado se puede asignar a la oferta? No hay secreto. Esta es mi sangre y mi sangre es como el agua. Serán fuertes y podrán enfrentar a los grandes.

Sal es la primera que se acerca, se arrodilla y ve que en el cuello de Man se abre un surco como un tajo, como si el agua, convertida en una púa filosa, rasgara la carne y la piel desde adentro. La sangre mana.

—No la desperdicies —dice Man—. Es tu alimento.

Sal se inclina y chupa. La sangre de Man es dulce y la sacia en un segundo. Los otros se arrodillan y lamen y maman y succionan y tragan como poseídos por una fuerza que los arrolla. El cuerpo de Man se convierte en isla flotante, en imán, en ojo de tormenta. El cuerpo de Man se expande y se rompe en mil pedazos. El cuerpo de Man desaparece en las bocas desdentadas de los infelices sin edad ni lugar en el mundo. Se disuelve. Se hace agua.

 

Los grandes llegan abrazados a sus armas, pletóricos de furia. Los sensores han marcado la posición del enemigo. Esta vez no fallarán. No quedará una molécula que recuerde a los parias.

—¡Alto! —grita el más grande de los grandes. Alza una mano con urgencia y olfatea—. Es aquí. —Pero el solar está vacío. Solo se divisa un manto que resplandece, lánguido, entre los retazos de luz de las linternas. El grande ordena que enciendan los reflectores, da un paso hacia adelante y resbala en la fangosa orilla del estanque. Algunas risas inquietas rematan la caída, pero duran lo que tarda el suelo arenoso en ablandarse y hundirse como una manta que cubre un socavón. Los grandes se precipitan por el agujero y cuando llegan al fondo son solo agua que se mezcla con el barro. Se oyen algunos chapoteos, como si una fiesta acabara de empezar; luego silencio. Cuando las ratas se asoman al borde del pozo ven a las criaturas transparentes que tratan de ascender atrapando la luz de las estrellas con fuertes y desmañados manotazos. Intentan ponerse a salvo, pero ya es demasiado tarde. Vuelven a caer y se disuelven.


Sergio Gaut vel Hartman es un escritor y editor argentino nacido en Buenos Aires, Argentina, el 28 de septiembre de 1947. Entre otros, publicó los siguientes libros: Cuerpos descartables (cuentos, 1985). Las Cruzadas (ensayo, 2006), El universo de la ciencia ficción (ensayo, 2006, Premio Ignotus), Espejos en fuga (cuentos, 2009), Sociedades secretas de la historia argentina (ensayo, 2010), Vuelos (cuentos, 2011), Avatares de un escarabajo pelotero (novela, 2017, Premio La máquina que hace Ping!), Otro camino (novela, 2017, finalista del Premio UPC), La quinta fase de la Luna (cuentos, 2018), El juego del tiempo (novela, 2018, finalista del Premio Minotauro),  Cuerpos descartados (cuentos, 2019), Carne verdadera (novela, 2019) y El día que llegamos a Marte (2023). Ha compilado una treintena de antologías, entre las que se destacan Ficciones en los 64 cuadros (2004), Mañanas en sombras (2005), Desde el Taller (2007), Grageas, 100 cuentos breves de todo el mundo (2007), Los universos vislumbrados 2 (2008), Otras miradas (2008), Cefeidas (2009), Grageas 2, más de 100 cuentos breves hispanoamericanos (2010), Ficciones en diez tiempos (2011), Tricentenario (2012), Todo el país en un libro (2014), Grageas 3 (2014), Cien páginas de amor (2015), Minimalismos (2015), Peón envenenado (2016), Espacio austral (2016), Extremos (2016), Latinoamérica en breve (2016), Extravagancias (2019) y Estaño y plata (2019). Fue finalista de los premios Minotauro, U.P.C., Palindromus, Las nueve musas, Projecte LOC/Ajuntament de Cornellà, Bonaventuriano y Manuel Mujica Láinez, entre otros.


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