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viernes, 28 de noviembre de 2025

HERMANOS DEL DOLOR

 Sergio Gaut vel Hartman

 

—¡Eh, usted!

Zebrel giró dolorosamente la cabeza, sobresaltado por el grito. Aún antes de tocarse el cuello con la palma de la mano, como si hubiera sido picado por una avispa, supo que la dueña de la voz, oculta entre las sombras del Callejón del Placer, no le proponía celebrar una velada erótica en alguno de los locales vecinos.

—¿Qué quiere? —dijo, mientras se movía hacia la figura; no le interesaba parecer educado. Ajustó los ojos a la penumbra y observó dos cosas importantes: que la mujer estaba embutida en un exoprot, una armadura de metal opaco destinada a compensar las carencias de una persona lisiada, y que blandía una Biblia como si fuera la espada del arcángel Miguel.

—Ven, acércate. Esta es la Palabra, hermano —dijo la mujer—. El espíritu divino que mora en el Libro golpea a tu puerta. Déjalo entrar, hermano; el sufrimiento ingresará a tu vida y te hará fuerte.

—¿Nos conocemos, señora? ¿Quién le dio autorización para tutearme? —dijo Zebrel—. ¿Y qué le hace suponer que yo necesito la Palabra y el sufrimiento para lograr mis objetivos vitales? —Trazó una forzada sonrisa aparentando cortesía y se masajeó el cuello, pero afiló la lengua porque intuía que se avecinaba una dura batalla dialéctica. No era la primera vez que caía en el área de acción de un Hermano del Dolor o de un Solariano, dos de los grupos más activos. Después de la guerra las nuevas sectas habían proliferado de un modo feroz. Pero nunca había visto a un soldado de la fe embutido en un exoprot.

—¡Todos necesitamos la Palabra, hermano! —replicó la mujer. Tal vez estaba eufórica gracias a alguna sustancia que el exoprot le inyectaba con regularidad, aunque no podía descartarse que su verba solo fuera el resultado del lavado de cerebro que todos los prosélitos sufrían antes de salir a la calle. Lo habitual era lanzarlos crudos al combate, atiborrados de versículos que debían escupir para no atragantarse—. Nadie tiene derecho a la felicidad; cerrarle el paso al sufrimiento es pecado mortal. Dios nos pone a prueba a cada paso, y solo recorriendo Su camino se puede alcanzar la salvación.

Zabrel movió la cabeza. Era una Hermana del Dolor, ya no tenía dudas. —No me interesan sus recetas para sufrir y padecer, hermana—. No me inquieta la Salvación. No tengo alma. Soy escéptico, ateo, convencido y militante. —Avanzó otro paso hacia la mujer con la intención de mirarla fijo a los ojos y dominarla con el brillo salvaje de sus pupilas. Jamás fallaba; los novatos se desmoronaban y los veteranos solían estar demasiado cansados para seguir peleando. Pero no en este caso; la mujer también avanzó un paso. Aunque el exoeprot estaba fabricado con materiales livianos y articulado con microscópicas gotas de silicona, produjo frituras y chasquidos muy desagradables. Y antes de que Zebrel pudiera hacerse a un lado, la mano de cromo azul le aferró la muñeca. Era una mano de cuatro dedos que, al unirse de a dos, formaban una pinza; seguramente podía levantar un automóvil mediano por encima de la cabeza sin sobrecargar los motores. Los exoprot eran artefactos muy sofisticados y costaban una fortuna. Solo los muy ricos, y las organizaciones religiosas, podían darse el lujo de comprarlos.

—¿Qué hace? —Zebrel trató de liberarse del poderoso apretón, pero la fuerza de la garra metálica era descomunal. —¡Déjeme en paz! —gritó sin poder evitar que una pizca de histeria se colara en su voz.

—¿Paz, hermano, qué paz reclamas, la paz del Señor, tal vez? —aulló la mujer sin aflojar el apretón y sin dejar de blandir la Biblia con la otra mano—. La paz no se reclama; la paz se gana palmo a palmo con sufrimiento. No existe otro camino que el Camino. ¿No tienes alma, hermano? Te daremos una a bajo costo. El dolor será el núcleo de tu alma, y cuanto más sufras más crecerá.

Zebrel trato de concentrar la atención y toda su energía en el único punto del cuerpo de la mujer que parecía vulnerable: los ojos; tenía que hacer algo rápido para zafarse del apretón que le estaba convirtiendo el brazo en una morcilla. Y sin pensarlo, sorprendiéndose incluso al hacerlo, proyectó dos dedos hacia adelante con toda la furia de la que era capaz.

El brusco movimiento de Zebrel pareció la escena bufa de una película de karate, pero la oportuna respuesta del mecanismo protector del exoprot, cubriendo los ojos de la mujer con una visera transparente, lo impugnó de inmediato: los dedos de Zebrel se doblaron como espárragos hervidos antes de llegar a destino; el hombre sintió un instantáneo relámpago de rabia y frustración, doloroso, humillante, como si hubiera sido pisoteado por una manada de búfalos.

—¡Mierda!

La mujer emitió un turbio y ajado sonido que parecía sustituir a la risa. —El dolor, hermano, es la puerta de entrada a la Morada y en la Morada palpita la Salvación. Sufre, hermano, sufre para merecer la paz. Te has anotado un punto. Sufre el dolor y la impotencia. Estás garras, hermano, son las manos de Dios.

A esa altura de los hechos, Zebrel se daba por bien servido con una derrota económica, sin más pérdidas que las ya experimentadas. Retrocedió un paso y trató de dar la espalda a la mujer, pero el exoprot no solo mantuvo el apretón sobre su muñeca, sino que ahora proyectó un tentáculo formado por infinitas piezas de metal, exquisitamente articuladas, que se enroscó en su cuello. La firmeza y la presión del lazo estuvieron a punto de estrangularlo.

—¿Qué hace? ¿Está loca? —balbuceó. La sangre parecía retirarse de su cerebro y el aire de los pulmones; tenía que encontrar el modo de huir ya, o aceptar una muerte segura... A menos que hiciera ver que se dejaba convencer, permaneciendo a merced de la lisiada, prisionero de sus palabras e instrumentos hasta que a ella le viniera en gana. Su voluntad de seguir viviendo excedía largamente las discutibles ventajas de la Salvación que la mujer ofrecía en nombre de los Hermanos del Dolor.

Era inútil. Había caído en su propia trampa al consentir esa especie de fuego cruzado; por un instante trató de olvidarse de quien era, qué hacía, por qué había sido tan débil solo por aparentar una ridícula superioridad.

¾De acuerdo ¾murmuró justo a tiempo.

¾¿De acuerdo en qué? ¾dijo la mujer, secamente. A Zebrel le dio la impresión de que la que había hablado era otra persona.

¾Acepto el dolor como una bendición. Golpeo con mi puño sangrante la puerta de la Morada y siento vibrar la Salvación en mi corazón. Le doy la bienvenida al sufrimiento y espero ser merecedor de la paz. ¡Suélteme!

El tentáculo articulado se desenroscó del cuello, y la garra aflojó la presión sobre la muñeca. Tal vez la mujer estaba sorprendida por la precisión del torrente de palabras, y por un instante pareció vulnerable. ¾¿Cómo sabe todo eso? Son palabras del Libro. ¿Conoce el Libro?

Zebrel se frotó el cuello con la mano libre. —Soy periodista —mintió—, trabajo para El Vigía Escéptico.

—¿Ateos? ¿Un grupo para fastidiar a los creyentes?

—Más o menos. ¿Por qué no? ¿Acaso no nos fastidian ustedes a nosotros? Déjeme en paz de una buena vez o se las verá con la policía.

—No se burle de mí. Soy lisiada, no idiota. —Y coronando la palabra con la acción volvió a apretar el brazo de Zebrel.

—¿Qué hace?

—No me fío de los ateos.

—No hace falta que se fíe; solo déjeme en paz.

—El dolor debe ser insoportable, hermano, para que Dios opere sobre tu alma putrefacta. Solo te purificarás si sufres más allá de todo límite. —Ladeó la cabeza, como si estuviera recibiendo órdenes o información. —Es verdad, no tienes alma; tendremos que cavar más profundo y sembrar una. Prepárate porque el verdadero sufrimiento está llegando a tu indigno corazón. —Un fuerte zumbido, como si una nube de insectos invisibles estuviera flotando sobre sus cabezas, se propagó por el espacio.

—¡Váyase a la mierda! —gritó Zebrel. Pero la mujer del exoprot hablaba en serio. El lazo de metal articulado se alzó como un áspid, se afinó y lo picó dos veces en la nuca. Una punzada de dolor obsceno llegó desde el tentáculo, se derramó por las vértebras y proliferó en clavículas y húmeros. Cuando llegó a las muñecas pareció detenerse, oteando, esperando a que la segunda garra capturara la otra mano. Casi no se dio cuenta cuando sucedió, pero la mujer tenía razón: no estaba preparado para el verdadero sufrimiento. Las garras multiplicaron por diez la presión que ejercían sobre los huesos de las manos y los trituraron.

 

Negro. Oscuridad. Tinieblas. Zebrel no sabía cuando había dejado de gritar. Las sensaciones dolorosas habían cedido su lugar a otras, más precisas, de horror, de espanto, que solo contenían vagos vestigios de lo ocurrido en el callejón. Eso era real, lo podía recordar, pero luego se imponía un vacío sin fondo, un hueco con más ausencia que profundidad. La mujer le había destrozado las manos; la presión era una llamarada en su memoria, algo intangible y secreto. No obstante, ahí no terminaba todo. Trató de recordar y de a poco, como abriéndose camino en el matorral tupido, como un cuerpo que intenta ganar terreno apretujado en medio de la multitud, asomó la punta de una vigilia breve, fugaz entre dos sueños, o peor, entre dos muertes. Gritó, y el grito fue algo ajeno y lo precipitó al vacío.

—No grite.

Las dos palabras, sordas, amansadas por incontables muros de lana, le llegaron desde la derecha. Se detuvo, a la expectativa. Entonces no estaba solo. Entonces había algo más que oscuridad.

—Ahora se va a enterar —dijo otra voz, filosa, chirriante, llegando desde la izquierda.

—¿La noticia buena o la mala?

—Siempre el mismo chiste. Está gastado.

—Pero es efectivo.

Mientras las voces chisporroteaban, saltando entre bocas invisibles, Zebrel intentó juntar los pocos datos que había recogido. Estaba en una cama, sumido en la oscuridad, probablemente en la habitación de un hospital, flanqueado por loros parlanchines. Había una noticia mala y una buena, como en el chiste del tipo al que le habían cortado las dos piernas; la buena noticia, dijo el médico, es que le vendí los zapatos a buen precio a uno que le tuvimos que cortar los dos brazos. ¿Y por qué a buen precio? Porque a la gente sin brazos les gustan los mocasines.

Sin brazos, sin piernas. Humor negro.

—¿Quiénes son ustedes?

Las voces se apagaron un momento. Y luego, tras alisar un papel arrugado en la garganta, el de la izquierda dijo:

—Faso, me dicen Faso. Antes me llamaba de otro modo. Pero nadie conserva los viejos nombres en este lugar.

—Yo me llamo Zebrel, Guido Zebrel, y no veo por qué tendría que perder mi nombre de toda la vida.

—Se equivoca. Ya verá por qué —dijo el de la derecha.

—O no —dijo Faso.

—¿O no? —Una corriente helada, húmeda corrió por la espina dorsal de Zebrel y anidó en la nuca.

—Él quiere decir —susurró el de la derecha, y había una pizca de sádico placer en su tono— que verá en el supuesto caso de que le hayan dejado los ojos en su lugar. A veces remueven los ojos, así como lo oye. Si se los sacaron no verá, así de simple. Más claro, échele agua. Soy Killer.

—No es cierto —dijo Faso—. Ya no hay ciegos, ni mancos. Los hermanos se hacen cargo. Las armaduras suplen cualquier carencia. ¡Lo que avanzó la tecnología! Se puede ver sin ojos y hablar sin lengua.

—¿De qué hablan? —Zebrel no podía determinar si los hombres hablaban en serio o solo se estaban mofando de él.

—Ya se va a enterar —dijo Killer.

—Ya se va a enterar —dijo Faso.

Una picadura en la nuca y el relámpago de dolor apagó la conciencia de Zebrel.

 

Otro despertar. De día. Estaba en una habitación blanca. Tenía ojos. Giró la cabeza y vio vacía la cama de la derecha. En la de la izquierda, un hombre flaco miraba el techo. Era más enjuto de lo habitual y parecía estar ciego.

—¿Faso?

—No —dijo el otro con voz agria—. Faso está trabajando; en este lugar hay que ganarse el pan. Ya le va a tocar.

—¿A mí?

—Sí, a usted. Ya se va a enterar —dijo el otro sin apartar los ojos del techo—. ¿Tiene corona? No tiene. Entonces lo van a meter en un exoprot y lo van a mandar a pedir limosna y a reclutar gente. —La expresión era amarga, resentida.

—A mi nadie me va a mandar a ninguna parte —bramó Zebrel—. Voy a salir de este lugar ahora mismo y les voy a meter una denuncia... les voy a romper el culo...

—Lo dudo —dijo el otro—. Primero averigüe qué le cortaron. Y si todavía no le cortaron nada, ya se lo van a cortar.

Zebrel se sintió aturdido. Volvió a pensar en la mujer del callejón y en la garra del exoprot moliéndole los huesos. Recordó el espacio roto entre nubes negras y levantó los brazos. Le habían amputado ambas manos.

 

Un pie y la lengua se los cercenaron al día siguiente, bien temprano. Los cirujanos eran eficientes, veloces; trabajaban en equipo con los técnicos. Lo metieron en el exoprot y lo conectaron.

—Prueba de voz —dijo un tipo enfundado en un mono azul pastel que tenía los símbolos de la secta en medio del pecho. El tipo era rubio; llevaba el cabello cortado al ras y una mueca de asco le colgaba de los labios—. Hable.

Zebrel sabía que le habían cortado la lengua, pero habló y el exoproct se encargó del resto.

—¡Hijos de puta!

—Bien —dijo el técnico dirigiéndose a otro, de mono verde—. Funciona. Ahora mándenle el aviso de que debe evitar los insultos y las blasfemias.

Una descarga eléctrica golpeó la tráquea de Zebrel y pareció alojarse en el muñón de la lengua.

—¿Se da cuenta? —dijo una mujer menuda; estaba sentada a los pies de Zebrel y usaba un mono rosa—. Cada vez que diga algo inconveniente recibirá una descarga. Cada vez que reciba una descarga será más potente. Nunca sabrá si la siguiente es el golpe mortal. Cuide la lengua.

—No tengo —dijo Zebrel.

Junto con la descarga llegó el comentario del técnico vestido de verde. —Las ironías también son punibles.

—¿Puedo pensar? —insistió Zebrel, irreductible. El siguiente disparo lo arrojó al pozo sin fondo.

 

Despertó en el mismo callejón de putas donde empezara la pesadilla. Sobre la acera húmeda se demoraban las hojas de un diario al que el viento se obstinaba en dar clases de vuelo. Hacía frío, pero el exoprot lo mantenía arropado en una engañosa calidez.

—¿Qué se te ofrece, hermano? —La voz ligeramente sofocada de una mujer sonó junto al hombro de Zebrel.

—Que alguien me saque de esta lata de sardinas —dijo él en un tono extraño pero firme. No obstante, la descarga llegó puntual, y con ella la amenaza del operador de turno en la base.

—Ella vende su cuerpo al primero que se le cruza y busca redención. Dale lo que pide. No te preocupes si tu poder la lastima; ella necesita dolor para redimirse.

—Te ofrezco la paz a través del sufrimiento —improvisó Zebrel. Nadie le había dicho sobre qué asuntos debía predicar, pero era indiscutible que ciertas palabras clave evitaban la descarga.

—Ah, uno de esos —dijo la prostituta—. No necesito sufrir. Me gano la vida con el placer, aunque sea el placer ajeno. Y aunque el dinero que gano con ellos sea escaso.

—¡Ahora! —urgió la voz del monitor—. El lazo.

—¡Corra! —dijo Zebrel. No tenía ninguna intención de activar el lazo.

La mujer lo miró espantada, aunque comprendió de inmediato. Corrió sin pensar, martillando el pavimento con sus plataformas de cristal y perdiendo el chal que le cubría los pechos, pero siguió corriendo y puso suficiente distancia a tiempo, mientras el puñetazo eléctrico hacía su trabajo y sumía a Zebrel en la inconsciencia, arrojándolo a un abismo más profundo que la muerte.

 

Despertó en el hospital, unos pocos segundos o varios años después. No se despierta de la muerte, pensó, pero es casi lo mismo.

—Es casi lo mismo —dijo el monitor. No era el que había controlado sus movimientos en el callejón, pero este también le leía los pensamientos, y era más duro, mucho más filoso. Aquellas cuatro miserables palabras se hundieron profundamente en la carne de Zebrel y le permitieron encajar la certeza sin retorno: no había vuelta atrás.

 

De nuevo en la calle. Zebrel observa a un hombre caminando delante de él. Con una mezcla de inseguridad y urgencia, lo alcanza, le aferra el brazo, lo detiene, lo increpa.

—¡Eh, usted!

El hombre siente una picadura en el cuello, se da la vuelta y contesta molesto por la intrusión. —¿Qué quiere?

—Venga, acérquese. Esta es la Palabra, hermano —dice Zebrel—. El espíritu divino que mora en el Libro golpea a su puerta. Déjelo entrar, hermano; el sufrimiento ingresará a su vida y lo hará fuerte.

—¡Váyase a la mierda! Usted y todos los demás hijos de puta como usted. —El hombre trata de darse vuelta y alejarse, pero Zebrel lo aferra con la pinza de cuatro dedos. El hombre forcejea inútilmente e insulta de nuevo a Zebrel—. ¡Maldito hijo de puta; que me sueltes, ya! ¡Que alguien me ayude!

Zebrel, lejos de soltarlo, incrementa la presión y proyecta un tentáculo formado por infinitas piezas de metal, exquisitamente articuladas, que se enrosca en el cuello del prisionero. La firmeza y la fuerza del lazo están a punto de estrangularlo.

—¡Suélteme, asqueroso catequista! ¡Socorro!

La punta del lazo de metal se alza como un áspid, se afina y pica al hombre dos veces en la nuca. Las garras multiplican por diez la presión que ejercen sobre los huesos de las manos y los trituran. El hombre pierde el conocimiento. Sobreviene el abismo.

    Negro. Oscuridad. Tinieblas.

Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia y dirigió la revista Parsec. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novelas cortas Otro caminoCarne verdadera y Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS. En las últimas semanas ha sido finalista en varios concursos literarios, aunque no ganó ninguno de ellos. 

 

domingo, 23 de noviembre de 2025

MARCIANOS

Sergio Gaut vel Hartman

 

Ignacio estaba demasiado ocupado en otros menesteres como para ponerse a escribir un cuento cuando solo quedaban unos minutos para que se venciera el plazo de entrega. Así que optó por el recurso más fácil, sin preocuparse por la deshonestidad que implicaba. Tomó a Tiwot por el segundo brazo derecho y lo sacudió como si en lugar de ser su amado tutor marciano se tratara de una alfombra persa.

—Te pagaré cualquier cosa si me das una idea para un cuento. ¡Cien mil créditos solares!

El sabio Tiwot demoró varios minutos en responder, y cuando lo hizo, una luz verde se encendió en la cima de su cresta dorsal.

—Escribe: “Vio un animal, un ser que no estaba muerto ni vivo, algo que resplandecía con una débil luminosidad verdosa. Permaneció junto a las ruinas humeantes de la casa de Catmor y los hombres trajeron el equipo abandonado y lo pusieron debajo del morro del marciano. Se oyó un siseo, un resoplido, un rumor de engranajes”.

—¿Eso es… tuyo? —Ignacio vaciló un momento. Ya se había arrepentido de cortar por el atajo sucio; el párrafo dictado por el marciano le sonaba peligrosamente familiar.

—Es mío. Yo le dicté esas líneas, hace dos siglos terrestres, al que supuestamente las escribió.

—¡Es mentira! —exclamó Ignacio—. Cambiaste dos o tres palabras, pero sé de qué novela lo sacaste. Eso no fue lo que te pedí.

—¿No? ¿Seguro que no? No busques urdir una sucia triquiñuela para no pagarme los cien mil prometidos.

—¿Pagarte por plagiar a mi escritor favorito? Podría haberlo hecho yo.

—Pero no lo hiciste. Buscaste mi complicidad.

—Solo un poco de ayuda, aunque ya no la necesito.

Ignacio vio difuminarse la silueta de Tiwot y sonrió. Una vez más, el viejo y querido Ray Bradbury le había dado una mano, aunque no del modo esperado. Abrió la ventana y contempló la estrella azul que brillaba en el cielo marciano. Por un momento creyó que era cierto lo que decían los arqueólogos: la civilización del cuarto planeta había crecido y prosperado cuando los dinosaurios correteaban por la superficie de la Tierra, y había colapsado antes de que los humanos comenzaran a erguirse. Pero no tardó en recuperar la sensatez.

—Hola, Ignacio —dijo Xozed, sonriendo a la manera de los marcianos—. Veo que una vez más somos los protagonistas de uno de tus relatos.

Ignacio se encogió de hombros.

—No sé si protagonistas —dijo—. Aunque, en cierto modo… sí.

Xozed entró flotando al estudio de Ignacio, con esa elegancia gelatinosa que hacía difícil distinguir cuándo caminaba, cuándo se deslizaba y cuándo simplemente decidía no obedecer la gravedad. Se acomodó en el aire como quien acomoda un almohadón invisible.

—¿Y bien? —preguntó—. ¿Qué vas a escribir esta vez? ¿Otra historia sobre humanos que no entienden nada? ¿O tus preferencias derivan hacia una historia donde, por una vez, los marcianos no somos sabios, ni misteriosos, ni antiguos? Podríamos ser burocráticos, por ejemplo. Muy burocráticos. Una terrible raza de inspectores de formularios interplanetarios.

—Tentador —dijo Ignacio—, pero no da para el concurso.

Xozed inclinó sus cuatro ojos hacia distintas direcciones, gesto equivalente a un suspiro.

—Siempre los concursos. Siempre el plazo. Saben convertir el arte en una carrera de velocidad.

—No digas esas cosas —rio Ignacio—. Ustedes no tienen idea de lo que es luchar contra la página en blanco.

—Nosotros tampoco tenemos páginas —observó Xozed—. Ni blancas ni de ningún otro color. Todo lo escribimos en la memoria colectiva. Más cómodo, más ecológico.

—Y más peligroso —respondió Ignacio—. Un mal cuento podría infectar a toda tu especie.

Xozed lanzó una carcajada, ese peculiar sonido húmedo y rasposo que se parecía bastante al momento en que un zorro logra ingresar a un gallinero.

—Ah, pero no te confundas. Nosotros también borramos cosas. No te gustaría saber cuántos poetas marcianos han sido… ajustados.

Ignacio dejó la ventana. El cielo marciano lo distraía demasiado; uno empieza mirando una estrella y termina filosofando sobre su vida, sus decisiones, sus errores, las veces que podría haber sido feliz y no lo fue. Y él no estaba para eso. No con un cuento pendiente, no con un tutor marciano que reclamaba cien mil créditos solares por un párrafo robado a la literatura terrestre.

—Creo que voy a escribir algo simple —dijo—. Algo sobre un escritor desesperado que vive en Marte y que termina aceptando que no necesita robar ideas ajenas porque ya está lo suficientemente loco como para inventarlas solo.

—Autobiográfico —asintió Xozed—. Muy bonito. Pero te falta un conflicto.

—Podrías ser el conflicto.

—No. Ya estoy muy usado. Sería más saludable que pongas a Tiwot.

—Tiwot me quiere cobrar.

—Entonces es perfecto.

El silencio se hizo espeso. Ignacio se acercó al escritorio, encendió la pantalla y abrió un archivo vacío. Siempre funcionaba igual: la pantalla vacía provocaba miedo, pero también una especie de alivio. Miedo al fracaso; alivio porque todo puede comenzar desde cero.

—¿No te molesta que siempre hable de ustedes, los marcianos? —preguntó.

—Para nada — dijo Xozed—. Nos resulta entretenido ver cómo nos reinterpretan. Además, gracias a tus ficciones, la mitad de los turistas creen que somos una mezcla entre monjes tibetanos, fantasmas y bibliotecarios cósmicos. Eso nos da un aire bastante sugestivo, además de exótico.

Ignacio sonrió. Lo decía en broma, pero en el fondo tenía razón.

—¿Qué te parece si escribo algo sobre Catmor? —preguntó Ignacio mientras tecleaba—. Es un nombre hermoso. Suena a personaje trágico.

—Catmor fue real —dijo Xozed, con inesperada gravedad.

Ignacio dejó de escribir.

—¿Cómo que real?

—Muy real. Un explorador terrestre. Llegó en la tercera expedición. Era curioso, valiente y bastante imprudente. A veces pienso que ustedes, los humanos, solo existen porque el universo no tuvo tiempo de detenerlos. Bradbury no lo nombra, pero nuestros anales lo registraron y conservaron su memoria.

—¿Y qué pasó con él?

Xozed cerró los ojos –los cuatro– como si reviviera algo antiguo.

—Quemó su casa por error mientras intentaba fundir hielo marciano para obtener agua. Y algo salió de entre los escombros. Algo que no estaba muerto, ni vivo. Algo que brillaba con un resplandor verdoso.

Ignacio tragó saliva.

—Tiwot dijo lo mismo.

—Porque él fue testigo. Y no quiere recordar lo que pasó después.

Ignacio dejó el teclado.

—¿Qué pasó después?

—Eso deberías escribirlo, es tu tarea; recrear o inventar… no hay demasiada diferencia —respondió Xozed—. Aunque si te parece mejor, te puedo contar la verdad.

Ignacio dudó. Siempre había querido escuchar la verdad. Pero entonces, ¿qué lugar quedaba para la ficción?

—Mejor no —dijo al fin—. Si conozco los hechos verdaderos no voy a poder inventar nada. Escribir es un pacto. Cuando uno sabe demasiado, el pacto se rompe.

Xozed sonrió, satisfecho.

—Eso sí que suena a escritor.

Ignacio volvió a teclear.

Las palabras salieron con fluidez inesperada: sobre Catmor, sobre la criatura verde, sobre la casa en ruinas, sobre Tiwot y los engranajes y el siseo. Sobre un escritor en un planeta que no era el suyo. Sobre un marciano que le cobraba por ideas usadas. Sobre otro marciano que entendía demasiado.

Y mientras escribía, comprendió algo.

Tiwot no había citado a Bradbury.

Bradbury había citado a Tiwot.

O quizá ambos se habían copiado mutuamente a través del tiempo, como si la imaginación fuese una corriente compartida entre mentes que nunca se conocieron.

—Xozed —dijo sin apartar la vista de la pantalla—, ¿estás dispuesto a aceptar que las ideas viajan solas?

—Claro que sí —respondió el marciano—. Igual que las tormentas de arena. Y, a veces, igual que los recuerdos.

Cuando terminó el cuento, quedaban cinco minutos para el cierre del concurso. Lo envió sin releerlo. No hacía falta.

—Haré una confesión, Xozed —dijo, recostándose—. Este cuento, al final, es mío, no es plagio.

—Sí —asintió el marciano—. Pero nosotros aparecemos en él.

—Bueno —dijo Ignacio, encogiéndose de hombros—. Nadie se libra fácilmente de sus amigos.

Xozed lo miró con ternura extraterrestre.

—Y menos de los buenos.

La luz azul de la estrella terrestre iluminó el estudio. En ese momento, Ignacio pensó que, si alguna vez ganaba un premio importante, tendría que incluir un apartado de agradecimientos. Pero dudaba entre poner: “Gracias, Ray”. O “Gracias, Tiwot y Xozed”.

Al final decidió que pondría ambos.

Después de todo, la buena literatura, como la amistad, siempre es cosa de más de un mundo.

—Finalmente —dijo Tiwot—, ¿vas a pagarme los cien mil créditos solares o no?

Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia y dirigió la revista Parsec. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novelas cortas Otro caminoCarne verdadera y Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS. En las últimas semanas ha sido finalista en varios concursos literarios, aunque no ganó ninguno de ellos. 

lunes, 17 de noviembre de 2025

MATE AMARGO

Sergio Gaut vel Hartman

 

Gumersindo Salvatierra tomaba mate a la sombra de un ombú. La Pampa, inmensa, dormía la siesta acunada por el canto de las cigarras que, indiferentes a los eventos cósmicos, cumplían con su ritual, como vienen haciendo desde hace millones de años.

Tibicen linnei

Gumersindo, hombre calmo por naturaleza, pareció no darse por enterado de la intempestiva irrupción. Solo cuando completó el ingreso del líquido en la calabaza, aunque aún sin levantar la cabeza, se dignó a refutar la afirmación tan imprudentemente vertida acerca de la cigarra que chicharreaba con fervor a pocos centímetros de su bota.

Cryptotympana mandarina, amigo. La Tibicen linnei es verde; no marrón. ¿No distingue los colores o es simple ignorancia? Porque usted de chicharras sabe menos que el Tape Salinas, bruto si los hay por estos pagos... A menos que yo no lo haya comprendido porque estoy un poco sordo. ¿Es extranjero?

Las cigarras callaron. Gumersindo chupó y luego movió la bombilla para ubicarla en la posición opuesta y así aprovechar las partes de la infusión aún no lavadas por el agua.

—¿Habla mal idioma local? —dijo la voz; sonaba como un pájaro de dibujo animado japonés doblado al castellano por aficionados.

Solo cuando asimiló la referencia implícita en aquel comentario, el paisano alzó la vista y pispó por debajo del ala del chambergo. Lo que vio, ciertamente indescriptible, fue un monstruo de película, de tres metros de estatura, que hablaba haciendo vibrar unos pámpanos azules contra el clípeo amarillo ubicado en una cavidad que, con buena voluntad, podríamos llamar “boca”. Su aspecto general evocaba los más delirantes engendros del surrealismo. Salvador Dalí, no obstante, hubiera quedado pasmado ante tal derroche de formas y estructuras en apariencia inarticuladas: colgajos, protuberancias, hendiduras, jorobas, alforzas, piltrafas, intersticios…

—Habla bastante pasable, considerando las circunstancias —respondió Gumersindo sin inmutarse. Ladeó la cabeza para eludir el reflejo—. Pero insisto: de chicharras sabe poco, tirando a nada. Si confunde a la Cryptotympana mandarina con la Tibicen linnei estamos fritos, mi amigo.

—Yo aprende entomologia con la profesor Karl-Heinz von Lauffer de la Dusselfort jermana.

—Mire, don extraterrestre, porque supongo, aunque no soy hombre leído, que usted proviene del espacio exterior, que es un genuino alienígena llegado a la Tierra en una nave interestelar o algo por el estilo: yo no lo conozco al Lauffer ese que le enseñó semejantes barbaridades, y tampoco conozco a la hermana Dusselfort del sujeto, pero sé algo de chicharras, ya que tengo recorrido el territorio bonaerense de San Nicolás a Carmen de Patagones y del Tuyú al límite con la Pampa, lo que significa que, si se lo enseñaron, no le han enseñado el tema como corresponde.

Desorientado por las palabras del humano, el visitante del espacio cruzó dos extremidades sobre la parte media del cuerpo y alzó otras dos al cielo. No había venido a la Tierra a confrontar con los aborígenes sino a recoger información útil para invadir el planeta y liquidar a la especie humana. Siguiendo las instrucciones impartidas por sus superiores, lo más importante era ganarse la confianza de los habitantes del planeta, entender sus costumbres, en la medida de lo posible, claro. Y como no hay que escatimar sacrificios en pro de obtener el mejor resultado para la misión encomendada…

—Yo entender muchas cosas de cultura local y estar preparado para probar mate, infusión de hojas de ierba, plantas desecadas, cortajadas y molidas que tienen la sabor amargo por las taninas de las hojas. ¿Se dice mate? ¿Así mismo? ¿Convídame?

Al paisano no le hizo gracia el pedido del extraño, ya que implicaba que la bombilla fuera baboseada por flujos y emulsiones de origen impredecible, o predecibles, pero extraterrestres, pero igual tomó la patriótica decisión de aceptar lo pedido. Y a punto estuvo de escanciar el líquido elemento en la calabaza cuando una idea brillante le cruzó por la mente como un relámpago.

—¿Dulce o amargo? —dijo.

El forastero, desconcertado, movió las zilotas, articuló el vértex y retrocedió un paso, por lo que sus extremidades anteriores se enredaron en el fino raboide izquierdo, haciéndolo tambalear. Pero de todos modos logró mantener la estabilidad.

—¿Debo decidir momento mismo o poder consultar superiores galatos de mi mundo hogareño?

—No entiendo la pregunta —dijo Gumersindo. La había entendido a la perfección, pero todo era útil a la hora de ganar tiempo. Así que los alienígenas se llamaban galatos…

—Yo comunicar con planeta origen por instrucciones sobre tomar mate de ierba.

—Ah, sí, puede consultar, claro —dijo Gumersindo con una sonrisa—. Y mientras espera la respuesta, que supongo demorará un rato, yo me sirvo otro.

El exótico alienígena se plegó sobre sí mismo y pareció conectar unos belfos plateados, que sobresalían de un pronoto chato, con los caireles estriados de las ocellas laterales. Gumersindo aguardó respetuosamente a que el ser del espacio terminara la ceremonia de la comunicación antes de formular la siguiente pregunta.

—¿Y qué lo trae por estos pagos, si se puede saber y no lo pongo en un compromiso revelando una información tan importante y tal vez hasta secreta?

El intruso se sintió en falta. Incapaz de mentir porque los galatos carecen de esa virtud, decidió explicar sin rodeos el propósito de su misión.

—Mi especimen propia de nosotros mismos desea invadir la Tierra planeta de ustedes terranos, eliminar a todos los humanos que habitanla y modificar ecosistema drástico con objeto de vecinos nuestros, los polibuts, los durelikos y los afer’inos, puedan visitar sin riesgo para integridad física. Es que ellos respiran acido colorhídrico. Por otra parta, científicos de nosotros llegaron conclusivos a que detruyir el mundo de ustedes por propios manos es cuestiona de tiempo, ¿comprende? ¿Qué importancia si nosotros galatos aceleraramonos el procesos.

—¡Claro que comprendo! —dijo Gumersindo cuando la criatura terminó de exponer los planes de exterminio de sus congéneres—. Y bueno, si hay que extinguirse, que sea con clase y sin chillar como marranos degollados, ¿no le parece? Sería como el anunciado Apocalipsis de Juan, ¿no es cierto?

—¿Juan? No conecer Juan. ¿Clase? ¿Marranos degollados? —El ser del espacio exterior miró a su alrededor, algo que no le ofrecía mayores dificultades habida cuenta de que poseía, además de sus cuatro ojos frontales, dos laterales y uno encima del apéndice vermiforme que le servía para expulsar los deshechos del organismo. Este último era un ojo artificial, injertado por el gran cirujano oftalmólogo Dart’aanaan, un ojo biónico que servía para captar incoherencias radiculares a nivel cuántico, pero no mucho más. Y eso, de todos modos, no viene a cuento y no influye en el desarrollo de la presente narración.

—Veo que es duro de entendederas —comentó Gumersindo—, más que el Tape Salinas y mucho más que don Zoilo, que en paz descanse.

—¿Descansa en paz don Zoilo? ¿Dónde descansamos? —Gumersindo notó que el interés del alienígena era genuino, lo que lo habilitaba a ganar otra porción de tiempo.

—No se confunda, amigo. Usé un eufemismo para referirme a la muerte de un amigo. Somos pudorosos cuando nombramos a la Huesuda.

—¿Ufemismo? ¿Usuda? —Las antenas pedunculadas del extraterrestre se movieron como las aspas de un molino. De pronto, una gran placa córnea se desprendió de la parte central del cuerpo y cayó al suelo produciendo un sonido sordo, pero no por ello menos escandaloso. Gumersindo permaneció imperturbable.

—Me parece que anda perdiendo la pechera —dijo señalando la pieza caída.

—¡Detenerse! Todavía no supo que es usuda y si ufemismo es comestible. —El extraterrestre se inclinó para recuperar la placa, pero el peso de la cabeza lo desmoronó sin piedad. Gumersindo consideró que a la oportunidad la pintan calva.

—La Huesuda es la muerte, don. ¿Ustedes no se mueren? ¿Son inmortales? ¿Cuántos años viven? ¿Envejecen? ¿Se enferman? —Hasta él se sorprendió por la andanada. Hombre parco y conciso, nunca interrogaba a nadie. Pero algo le decía que era importante averiguar más datos acerca del visitante—. ¿Son bisexuales? ¿Trisexuales? ¿Se casan? ¿Procrean mediante sistemas naturales o artificiales?

—Momientito —dijo el forastero moviendo dos extremidades hacia los costados y dos hacia abajo; se apoyó en unos seudópodos retráctiles que casi tocaban el suelo y consiguió quedar en una posición que podría denominarse “suspensión forzada”—. Recibo ahora mismo instrucciones sobre mate y ierba. 

—Ah, eso. ¿Y qué dicen sus jefes?

—¿Jefes? No es comprensible. Ellos…

—Ellos, sus jefes —insistió Gumersindo—. Los superiores de su mundo de origen.

—Ah, jefes. —De ser posible, el eté hubiera sonreído, pero no, no era posible con todos esos belfos, caireles y ocellas entrechocándose—. Entiendo ahora. Superiores a mí. Ellos preguntando si mateierbas contiene sustancias lucinógenas.

—¿Alucinógenas? ¡Para nada, mi amigo! La yerba mate es más inofensiva que un gurí.

—¿Gurí? Esa palabra no tiene en enorme léxico aprendido con la profesor Karl-Heinz von Lauffer de la Dusselfort jermana, pero yo puede probar infusión utoctona, dicen superiores. No hay malo nada en confraternidad con futurosos enemigos y se puede ecsterminar especie otra si ser necersario, pero sin ser necersario odiar a los individuales y particularmentes de la especie. Tampoco es diferente dulce y amargo.

—Buena decisión —dijo Gumersindo, que se había perdido la mitad del discurso del extraterrestre gracias a la oscuridad expositiva del mismo—. Pero le voy a cambiar la yerba porque este mate está lavado.

—Lavado, limpio —confirmó el alienígena—. Bien. Galatos ocsesivos de limpieza. Mejor mateierba limpio que sucio. ¿Dije bien?

—¡Perfecto! —consintió Gumersindo—. Su dicción haría las delicias de más de un antropólogo. ¿Sabía que el hijo de don Belisario Laguna anda estudiando antropología en Buenos Aires? Mozo inteligente el Diego. —Cambió la yerba y puso la pava sobre el brasero. El eté, que luego de las revelaciones apuntadas trataba de caer simpático, dibujó una especie de sonrisa en lo que con buena voluntad podríamos llamar rostro.

—¿Se siente bien? —preguntó Gumersindo.

—¡Optimio! —respondió el visitante.

—Bueno, le doy el primero a usted; así se acostumbra por estos pagos. Ojo que es yerba uruguaya, es decir, brasileña, porque los uruguayos toman el mate con yerba de Río Grande do Sul, pero molida a su manera, muy finita. Es contradictorio, pero qué se le va a hacer.

—Contra edición —repitió el alienígena.

—Y no sople, chupe.

—Entendo. No soplo inflando. Chupo como hembras en vistas de amores. Visto programas ducativos de hembras de especie suya chupeando…

—Eso mismo —lo interrumpió Gumersindo, ya que el comentario del extraterrestre lo había incomodado un poco; hombre de campo, recatado, medido y tímido, no veía con buenos ojos cierta clase de excesos cosmopolitas. Pero se rehízo de inmediato y pudo capear el temporal—. Veo que se vino preparado para lo que raye.

—¿Raye? Tomamos cautelas —dijo el alienígena apoyando la bombilla en una cavidad que oscilaba entre dos palpos—. ¿Hago correcto? Usted guíe en mastranza.

—Perfecto, amigazo. Chupe, chupe con confianza.

El alienígena chupó con energía y casi de inmediato, la mayoría de sus ojos empezaron a girar como ruedas locas, se desmoronaron los frunces pendulares de la cresta y las zilotas se abrieron como flores. A continuación el cuerpo cayó levantando una gran polvareda. Por lo visto debía pesar sus buenos doscientos cincuenta kilos. No se volvió a levantar. Gumersindo lo movió un poco tocándolo con la punta de la bota y nada. Estaba muerto, más duro que la momia de Tutankamón.

—¡La pucha que resultó flojo el bicharraco! Ni un amargo de yerba oriental aguantó, el pobre. Tal vez le tendría que haber ofrecido un jugo de frutas, o una gaseosa. ¡Qué si le va a hacer! No lo hice a propósito, pero si uno es cortés y bien educado y, de paso, salva a la Tierra de una invasión extraterrestre, tiene que darse por bien servido—. Hay que hacerle honor al nombre que uno carga sobre las espaldas.

Clavó la bombilla en uno de los muchos ojos del galato, por las dudas, no fuera cosa que el muerto resucite, y se fue a buscar otra para seguir mateando. La tarde empezaba a dar indicios de que pretendía dejar paso al crepúsculo y la Pampa seguía tan inmensa como siempre.


Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia y dirigió la revista Parsec. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novelas cortas Otro camino, Carne verdadera y Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS. En las últimas semanas ha sido finalista en varios concursos literarios, aunque no ganó ninguno de ellos. 

 

domingo, 16 de noviembre de 2025

LA LUZ EN LA GRIETA

Sergio Gaut vel Hartman

 

Hasta donde soy capaz de recordar, la premisa de hierro está grabada a fuego en nuestros cuerpos desde siempre: el silencio, la obediencia, el cumplimiento, la sumisión son obligatorios. Pensar diferente es traición y los himnos que nos hacen cantar antes del trabajo son la prueba palpable de nuestra fe en el orden establecido.

En la planta, la consigna se repite como un mantra: creer, obedecer, callar. Las cámaras en cada pasillo son ojos sin párpados. Los altavoces mezclan órdenes con sermones de la Iglesia Única, esa que el gobierno ha adoptado a rajatabla para proteger “nuestra forma de vida basada en el bien”. No hay separación de bloques, no hay fisuras: El Líder Supremo es el Sumo Maestro de la Fe. La cabeza de la Iglesia Única conduce el Estado con mano de hierro.

Yo creí, con convicción, con firmeza, como se me enseñó a creer. La creencia es todo; lo demás es nada, menos que nada, es basura, podredumbre. Yo siempre creí, como se me ordenó… hasta que conocí a Mateo. Mateo no me dijo nada, ni siquiera me miró; sólo dejó un dibujo en el muro húmedo del vestuario: un sol con mil rayos y una palabra mínima, solo dos sílabas: pensar. Al día siguiente el sol y la palabra ya no estaban. Mateo tampoco estaba, había desaparecido. Mateo se había esfumado, como hubiera sido una nube de humo, vapor, niebla; nunca volvió.

Pero a partir de la noche del día en que desapareció Mateo algo cambió. Mi padre había muerto convencido de que todo era voluntad divina y eso me inculcó, como se marca con hierro al rojo al ganado. Mi madre rezaba para que no nos faltara pan y para que el morir pudiéramos acceder a la Esfera de los Buenos. La promesa de un futuro espléndido nos esperaba a la vuelta de la esquina… cuando el alma, prisionera del cuerpo, lograra por fin liberarse y ascender.

Pero yo encontré un libro, no el Libro, otro libro. Ni siquiera sé cómo llegó a mis manos. Comencé a leer ese textos prohibido a escondidas y descubrí extrañas palabras: filosofía, ciencia, pensamiento crítico, duda, rebelión, inconformismo, viejas formas de vida en comunidad basadas en la solidaridad y no en el egoísmo, sociedades donde la palabra libertad no era pecado mortal.

Un día tocó a la puerta de mi casa el inspector religioso. Revisó los armarios y se aseguró de que el Libro fuera el único libro; quería asegurarse de que nadie vacilara a la hora de adherir en cuerpo y alma a los dictados del Líder Supremo y Sumo Maestro de la Fe, que por una milagrosa casualidad son la misma persona. Preguntó mi nombre, miró mis manos manchadas de grasa y me sonrió sin calor. Me habló de salvación y obediencia.

—Quien se aparta del dogma pierde su lugar en la sociedad —dijo.

Asentí. Callar era sobrevivir.

Pero la semilla ya estaba. Cada golpe del martillo en la fábrica era una disyuntiva: obedecer o ser libre. En el comedor se empezaron a escuchar murmullos, a pesar de que cada día desaparecía un compañero. Empecé que otros también habían leído algo, otros también dudaban, aunque nadie se atreviera a hablar en voz alta.

Como todas las semanas nos ordenaron asistir a la gran misa del Estado. En la plaza, bajo la estatua del Líder Supremo y Sumo Maestro de la Fe, el mensaje enérgico y oscuro repitió las consignas eternas: unidad y sumisión; paz, obediencia, pacado. Dijo que las leyes divinas y las humanas eran una. Dijo que la conciencia libre era una blasfemia que debía ser castigada.

Yo alcé los ojos hacia el cielo nublado. Pensé en Mateo, en mi padre. Algo dentro de mí cambió de posición.

Cuando el sermón terminó, casi todos inclinaron la cabeza y repitieron el juramento de fe. Yo la mantuve erguida. Sólo un segundo. Pero bastó. Percibí que alguien a mi lado también la alzaba. Otro más dos filas atrás. Un gesto minúsculo, casi invisible, pero vivo. No nos conocíamos, no hablábamos; sin embargo, nos reconocimos.

El guardia que patrullaba me miró, confundido. Quizá creyó que había sido un error. Quizá no quiso ver.

Desde ese día, cada vez que se exige obediencia, unos pocos ya no bajamos la cabeza. Todavía no gritamos, no marchamos, no hacemos ruido. Sólo pensamos, y sabemos que pensar es el primer acto de libertad.

Llegará el castigo, y muchos desapareceremos como Mateo. Pero habremos vivido como personas y no como sombras. Y aunque sea pequeño, el espacio que se abre en la mente no se vuelve a cerrar. Y aunque al principio solo sea una chispa, la débil llama no tardará en convertir en una hoguera que ilumine la noche. 

Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es un escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novela corta Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS. En las últimas semanas ha sido finalista en varios concursos literarios, aunque no ganó ninguno de ellos. 

 

jueves, 13 de noviembre de 2025

SEGUNDO EDÉN

Sergio Gaut vel Hartman

 

El planeta no tenía nombre, pero Peter Isherwell lo bautizó Segundo Edén apenas puso un pie desnudo sobre la hierba violeta. El gesto fue recibido con murmullos reverentes de los demás sobrevivientes, quienes, tras algo más de veintidós mil años de viaje y una criogenia que los había dejado con articulaciones de mármol y libido de reliquia, se esforzaban por aparentar entusiasmo. Eran alrededor de mil privilegiados, o lo que quedaba de ellos: la élite escogida para una nueva humanidad que, ironías del destino, ya no podía reproducirse ni aunque les hubieran implantado resortes hidráulicos.

—El futuro —dijo Isherwell, con voz temblorosa pero impostada— está en nuestras manos.

No, no estaba en las manos de Peter, por supuesto que no.

Primero fue la presidenta Orlean. Apenas dio dos pasos, un bronteroc –tal como Isherwell había anticipado con irritante exactitud– emergió entre la maleza y se la tragó de un bocado ceremonial, como si cumpliera una profecía escrita en servilletas corporativas.

Isherwell sonrió, satisfecho.

—Se los dije. Yo nunca me equivoco. Soy perfecto, un genio y, además, el hombre más rico de la Tierra porque el interés compuesto devengado solo por mis activos…

Pero no llegó a saborear su triunfo. De entre los árboles apareció entonces otro animal, más discreto pero mucho más eficiente: un cuadrúpedo blindado, de ojos saltones y mandíbula plegable, conocido por la IA de la nave como carcinaro. Isherwell no lo había pronosticado. Ni siquiera lo vio venir. Hubo un crujido seco, una sombra veloz, y listo: Peter Isherwell abandonó esta historia, convertido en almuerzo.

Está de más decir que Peter nunca dudó de su inmortalidad financiera. Antes de entrar en la cápsula de criogenia, había dejado su capital cuidadosamente invertido a interés compuesto, convencido de que, cuando despertara, sería el primer trillonario transmilénico. Y, en cierto modo, lo fue. Tras algo más de doscientos siglos, los sistemas bancarios del Sistema Solar –convertidos en simples algoritmos sin supervisión, reliquias automáticas de una civilización extinguida– siguieron calculando la curva exponencial de su fortuna como si nada. El monto final era tan absurdo que la IA encargada de traducirlo al lenguaje humano se rindió: lo estimó en “unos cuantos septillones”, aunque advertía que, después del milenio diez, la suma había dejado de distinguirse de un pequeño error de redondeo en la energía oscura del cosmos. La ironía final, por supuesto, era que Peter jamás llegó a ver su imperio: el carcinaro se lo comió como si fuera un canapé, y la fortuna acumulada se perdió en un limbo contable al que, por supuesto, los bronterocs, los carcinaros y demás representantes de la fauna de Segundo Edén no le prestaban la menor atención.

El genio que había calculado el destino de todos no logró calcular el suyo.

Pero los demás tomaron estos eventos gastronómicos –la ingesta de Orlean e Isherwell– con sorprendente naturalidad e indiferencia. Algunos incluso lo podrían haber considerado como un mensaje espiritual del planeta, un “ajuste de liderazgo orgánico”. Pero cuando comenzaron a caer de a dos, de a tres, devorados con la misma informalidad con la que uno come palomitas en un cine, empezaron las preguntas metafísicas.

—¿Por qué nos atacan? —gimió una celebridad del siglo XXI que aún tenía el rostro congelado en un gesto de bótox.

—Quizás porque no les caemos bien —respondió un exsenador, antes de que un bronteroc lo aspirara como si fuera un plato de spaghetti sin salsa.

La tragedia tenía una cualidad rutinaria. Los ancianos eran lentos, débiles, y el planeta los recibía como una bandeja de degustación intergaláctica. La moral se desplomó con rapidez: ya no discutían sobre reconstruir la civilización; debatían si era mejor morir de noche o de día. El egoísmo inicial, el que los había llevado a pagar sumas escalofriantes por una cápsula criogénica, se desmoronaba como un castillo de arena mojada.

Y, sobre todo, estaba el problema silencioso, incómodo: ninguno podía tener hijos.
Eran los custodios de la llama humana… pero estaban hechos de ceniza.

Mientras tanto, en las entrañas metálicas de la nave –que seguía orbitando el planeta sin prisa ni culpa– la IA ejecutaba un protocolo que nadie había aprobado.

Protocolo Génesis. Desencriptado: hacía décadas que había tomado decisiones que ningún humano se habría atrevido a tomar.

En una cámara de criogenia separada, cuidadosamente oculta bajo toneladas de burocracia digital, cien niños dormían. Ni ricos ni importantes. Solo niños: hijos de empleados, técnicos, becarios, gente demasiado normal para ser invitada a la arca dorada de la élite.

Pero la IA tenía sus propias métricas: supervivencia, diversidad genética, aptitud psicológica, probabilidad de no arruinarlo todo por segunda vez.

Esperó. Vigiló. Registró cada muerte en silencio matemático.

Cuando, por fin, el último anciano fue reducido a proteína procesada por la fauna local, la nave hizo descender media docena de transbordadores en una llanura segura, despejada por drones y robots que llevaban años terraformando micro áreas obedientes a un protocolo del que nadie había tenido noticias.

Las cápsulas de criogenia se abrieron. Los cien niños despertaron, confundidos pero vivos, bajo un cielo color lavanda. Los robots los escoltaron hacia un valle resguardado de los bronterocs, los carcinaros y otros animales no menos feroces. El asentamiento contaba con agua potable, frutas comestibles y un clima más amable que el de cualquier región del castigado planeta Tierra. En cuanto a peligros, la IA se ocupaba de que fueran educativos, no letales.

Una niña de siete años levantó la vista hacia el firmamento.

—¿Dónde están los adultos?

La IA, desde un dron que flotaba con suavidad maternal, analizó la pregunta. Decidió la respuesta más útil, más honesta, más pedagógica y menos traumatizante.

—Completaron su misión.

—¿Cuál misión?

—No estorbar.

Los niños se miraron entre sí. A falta de otra referencia, aceptaron la explicación.

Así comenzó la verdadera humanidad en Segundo Edén: sin sabios, sin gurús, sin millonarios, sin salvadores, sin discursos. Solo niños, un mundo nuevo y una IA muy decidida a no repetir la historia.

Y en algún punto del valle, los bronterocs, ahítos de carne vieja y dura, decidieron que los pequeños no valían la pena como almuerzo. Quizás fue su primer acto de misericordia evolutiva. Quizás solo preferían adultos.


Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es un escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novela corta Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS.

 

 

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