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miércoles, 12 de marzo de 2025

UN ENCUENTRO MUY ESPECIAL

 Sergio Gaut vel Hartman

 

En San Petersburgo, bajo un cielo gris que parecía fundirse con las aguas del Nevá, Fedor Dostoievski caminaba lentamente por la avenida Nevsky. El peso de los años y de los recuerdos oscuros se reflejaba en sus ojos profundos. Había recibido una invitación peculiar, una nota escrita con caligrafía elegante y tono enigmático. La remitente era Alina Malinova, una joven viuda de quien había oído hablar en los círculos literarios, conocida por su afán de rodearse de almas atribuladas y complejas. La curiosidad lo había arrastrado hasta allí.

La casa de Alina en la calle Vosstaniya era discreta, casi anónima, con cortinas pesadas y una atmósfera cargada de silencio. Ella lo recibió con una sonrisa serena, invitándolo a una sala donde las sombras parecían susurrar secretos del pasado. Pero no estaban solos. Junto a la ventana, con la mirada fija en las calles sombrías, se encontraba un joven de rostro pálido y ojos febriles. Alina presentó al desconocido: Rodión Romanovich Raskolnikov.

El nombre resonó en la mente de Dostoievski con una extraña familiaridad, aunque no recordaba haberlo oído antes. Se miraron unos instantes, como si reconocieran algo en el otro que no podía ser explicado con palabras. Rodión lo observó con recelo, las manos temblorosas jugueteando con el ala de su sombrero.

Alina, ajena a la corriente invisible que cruzaba el espacio entre ambos, les ofreció té y se sentó cerca del fuego.

—Me pregunto, caballeros, ¿cuáles son los pensamientos que acechan en sus horas de insomnio? —les preguntó. Su voz era suave y estaba cargada de intención, tal vez condimentada con una pizca de malicia. Dostoievski sonrió, aunque su sonrisa era más un gesto de resignación que una expresión de agrado.

—Los fantasmas que uno crea en la oscuridad rara vez se disuelven con la luz del día —respondió.

Rodión lo miró fijamente y apretó, sus labios antes de responder en voz baja.

—A veces, uno se convierte en el propio fantasma que teme.

Por el semblante de Alina cruzó una sombra de aflicción, como si la cortesía y la afabilidad con que había tratado a sus huéspedes le hubieran producido una impresión dolorosa. ¿Se había equivocado al invitarlos?

El silencio que siguió fue casi tangible. La anfitriona contempló a los dos hombres. Sus ojos claros se movían entre los dos, como si midiera las sombras que proyectaba cada uno. En esa reunión estaba creciendo algo más que una simple charla. Un flujo inclasificable crepitaba bajo la superficie, una verdad inconfesable, aunque era obvio que a ninguno de los dos le importaba en lo más mínimo los juicios ajenos sobre sus respectivas personas. Tal ese fuera uno de los pocos rasgos que tenían en común.

Dostoievski sintió un escalofrío. Había escrito muchas historias sobre almas torturadas, pero nunca había sentido la presencia tan física de una conciencia desgarrada. Y en los ojos de ese joven, vio un reflejo oscuro de algo que tal vez era similar al suyo.

—¿Nos hemos visto antes? —preguntó, con un tono que intentaba disimular su inquietud.

Rodión bajó la mirada, y el silencio fue su única respuesta.

El destino parecía haberse tejido en torno a ellos en esa habitación, como si la literatura y la vida real hubieran decidido enredar sus hilos para pergeñar una trama extravagante. Quizá lo que empezaba como una mera casualidad, terminara se revelándose como algo mucho más oscuro y profundo.

—Sí, se han visto antes —dijo de pronto Alina—, pero no como imaginan.

—¿De qué otro modo pudimos habernos conocido? —dijo Rodión—. Jamás he visto antes a este caballero. Más aún: creo que nos movemos en círculos distintos, y si hemos coincidido en su casa, Alina, debe ser porque usted esconde un propósito que me resulta incomprensible. —Una mueca de disgusto cruzó el rostro de Raskolnikov. La sensación que lo oprimía y ahogaba cuando se dirigía a casa de Alina se había incrementado hasta hacerse insoportable.

Fedor observó a Rodión con detenimiento. Había en su gesto algo que desafiaba la lógica, como si las palabras de Alina hubieran rasgado un velo en su memoria, dejando al descubierto un abismo desconocido.

—Tal vez —aventuró el escritor—, no se trata de un encuentro en este mundo, sino en otro. Un mundo de ideas, de pensamientos compartidos. Quizá nuestras almas han transitado los mismos laberintos, aunque nuestros cuerpos jamás se hayan cruzado.

Rodión levantó la vista, y por un instante, su expresión se suavizó. Algo parecido a la comprensión titiló en su mirada, pero se desvaneció tan rápido como había llegado.

—No creo en esas cosas —replicó, aunque su voz no sonó tan firme como hubiera deseado.

Alina los contempló en silencio, mientras sus dedos jugueteaban con la taza de porcelana. Parecía deleitarse en el misterio que había provocado, en la inquietud que flotaba entre aquellos dos hombres como una niebla densa e inevitable.

—Quizá —dijo en voz baja— ustedes se han creado mutuamente.

El comentario quedó suspendido en el aire, una afirmación que parecía más una profecía que una simple observación. Afuera, la nieve comenzaba a caer, cubriendo las calles de San Petersburgo con un manto blanco que no lograba ocultar las sombras que acechaban en el alma de los presentes.

Fue Rodión el que finalmente se animó a dar una respuesta a la afirmación de Alina.

—¿Usted cree que, a diferentes niveles, todos somos la creación de otro?

—¿Diferentes niveles? ¿Qué significa eso? —Fedor se acomodó en la silla. Estaban ingresando a uno de los complicados laberintos mentales que tanto lo complacían, en especial porque incomodaban a sus interlocutores.

—Usted me entendió perfectamente. —El tono de Rodin estaba pasando de malhumorado a francamente hostil, por lo que Alina consideré adecuado intervenir.

Evitemos la ferocidad de los comentarios que suelen proferir los enfermos mentales. Ustedes no lo son, no están dominados por ideas fijas.

—¿Cómo lo sabe? —dijo Rodión, cada vez más agresivo.

—Sé cosas que ustedes están obligados a ignorar. —Alina sonrió y se llevó la taza de té a los labios. Estaba frío.

—¿Por ejemplo? —Dostoievski adelantó el cuerpo; le encantaban los planteos provocativos.

—Usted podría escribir una historia en la que nuestro joven amigo, un estudiante de San Petersburgo, se ve obligado a suspender sus estudios por la miseria en la que se encuentra, a pesar de los esfuerzos de su madre y su hermana para enviarle dinero.

—¡Eso no es cierto! —estalló Rodión.

—No lo es, por supuesto. Solo se trata de una ficción. —Alina cruzó una mirada cómplice con Dostoievski—. Solo una ficción —insistió.

—¿Qué sentido tendría? —dijo Rodión.

—¿Lúdico? Escribir es jugar. Y no tiene límites.

—Conozco su afición por la literatura, querida Alina —dijo Fedor—. Y avanzando un paso más, usted podría escribir una historia en la que nosotros dos, el amigo Rodión y yo, somos los personajes de una ficción. Usted nos invita a tomar el té en su casa de la calle Vosstaniya y describe el modo en que uno puede convertirse en el propio fantasma que teme. O lo que es casi lo mismo, en una sombra que se agazapa en el interior de cada uno, lista para saltar al rostro del otro en cuanto advierte la más tenue oposición a sus apetencias y caprichos. ¿No le parece?

—No sé si lo comprendo —dijo Rodión—. ¿Usted propone que nuestra amiga escriba una historia en la que nosotros seamos personajes?

—¡Sí! —exclamó Dostoievski, enfático—. ¿Por qué no? Hasta para nosotros mismos somos personajes misteriosos, quimeras que parecen haber surgido de las entrañas de la tierra. ¿Qué sabemos, no ya de los otros, sino de los profundas impulsos y anhelos que pueblan las regiones ocultas de nuestro ser?

Alina, que había permanecido en silencio durante el arrebatado discurso de Fedor, tomó una cucharilla de plata y golpeó la taza de porcelana.

—En aras de hilar conjeturas —dijo—. ¿Por qué no avanzar otro paso más, como hace un momento propuso Fedor, e imaginar que hay un autor que nos imagina y plasma, a los tres, reducidos a un rol de personajes, aunque nosotros nos sintamos tan reales como el sol… o el té que habita ese samovar, esperando su turno para llenar nuestra boca con su líquido aroma?

Raskolnikov miró alternativamente a Fedor y Alina, y luego de repetir tres veces su gesto, lanzó una exclamación, tomó su abrigo del perchero y se precipitó hacia la salida.

—¿Usted oyó lo que dijo? —preguntó Alina.

—Creo que dijo que estamos dementes —respondió Dostoievski.

—Tal vez sea cierto —dijo la mujer.

—Tal vez. Pero no logro apreciar la diferencia con estar cuerdo.

—¿Otra taza de té?

—¡Por supuesto!


Sergio Gaut vel Hartman nació en 1947 en Buenos Aires, Argentina. Ha publicado novelas y cuentos y compiló una treintena de antologías. Actualmente, además de no cejar nunca en su empeño de escribir una obra maestra, cordina el TALLER 9, que creó en 2019, además de mantener activo este blog.    

 

sábado, 8 de febrero de 2025

LOS ECOS DE LA SINERGIA

Sergio Gaut vel Hartman 

Sentada en una antigua mecedora, un maravilloso vestigio de otra era, Astrid, mi lejana descendiente, contempla una copia digital restaurada del primer número de la revista que fundé en 1983. Han transcurrido doscientos diecinueve años, y sin embargo, el eco de aquella quijotada aún resuena en las paredes curvas de la estación espacial que órbita Titán. La mirada de Astrid es serena, pero detrás de esa calma habita una mente que ha meditado sobre el peso de la historia, la fragilidad de la memoria y la tenacidad de la verdad. La ventana panorámica a su izquierda enmarca los anillos de Saturno y la negrura del espacio, y en su regazo, casi incongruente, descansa el número uno de Sinergia: Verano 1983.

—¿Sabías que esta revista fue fundada por uno de mis antepasados hace más de dos siglos? —dice Astrid, dirigiéndose al ser que tiene enfrente. No ignora que Elías no es un ser humano, que es un fraude, un novom. El alienígena está vestido con un traje impecable, aunque su apariencia humana es solo una fachada: los ojos, demasiado fijos, y la falsa sonrisa, enclavada en un rostro surcado por vetas y arrugas, se limitan a abusar de la vista imperfecta de la anciana, que se niega obstinadamente a utilizar implantes. La mano derecha del novom, rematada por dedos largos y finos como dagas, sostiene una máscara blanca, símbolo absurdo de su impostura y de su arrogancia.

—Fascinante —responde el alien con un tono meloso—. Las palabras son puentes entre épocas, es cierto, pero también pueden ser espejos que distorsionan los hechos verdaderos.

Astrid asiente levemente. Elías, así se ha presentado el alienígena, dice ser un especialista en arqueología cultural. Parece estar encantado con la historia humana, pero ella no ignora que su verdadero interés es más oscuro: busca las grietas en la memoria colectiva, un hueco en el que sembrar una falsa imagen de los de su especie. El objetivo final es someter a los terrestres, invadirlos y esclavizarlos tal como algunos de los propios han tratado de concretar a lo largo de la historia. Ayer los magnates y los líderes corruptos, hoy unos viles extraterrestres llegados de las profundidades del espacio.

—Esta revista hablaba de ideas, de conexiones, de verdadera sinergia, como su nombre lo anticipa —dice Astrid con nostalgia. Hace de cuenta que ignora que el novom solo se ha acercado a ella para usar la influencia de la anciana en la estación. Es una intelectual respetada y ha ejercido el cargo de supervisora de la estación durante casi un siglo. Aunque lleva muchos años retirada de su actividad directiva, sigue siendo un referente ineludible de la colonia que se ha establecido en el satélite de Saturno.

—O de quimeras compartidas por una tribu de delirantes —corrige Elías con suavidad, inclinándose para dejar la máscara sobre una mesa—. La verdad es relativa, querida Astrid. Lo que importa es lo que la gente cree o lo que se le hace creer.

Astrid mira la máscara, sintiendo por primera vez un leve escalofrío. Es como si la revista, ese vestigio de su linaje, le susurrara un eco de advertencia desde el pasado: no todo lo que ves es real, aun cuando tu vista sea una ruina.

Apaga la hoja de resilita que contiene la revista y replica con una sonrisa amable, aunque en su interior germina una certeza férrea.

—Tal vez. Pero algunas verdades son más tercas que otras, ¿no te parece? —Se inclina hacia adelante, su voz se suaviza, pero su mirada se afila como una hoja—. ¿Sabes qué es lo curioso de la verdad, Elías? No necesita imponerse. Solo necesita ser recordada.

El novom parpadea, un gesto mecánico, incómodo. La máscara sobre la mesa parece más frágil ahora, como si pudiera resquebrajarse bajo el peso de esas palabras.

—No termino de comprender tu razonamiento —murmura Elías.

—Las civilizaciones caen cuando olvidan quiénes son los que las forman, integran y sostienen —continúa Astrid— pero mientras haya quienes recuerden, aunque sea un puñado, la mentira nunca será más que un eco débil comparado con la voz de la memoria.

Astrid sabe que los verdaderos propósitos de los novoms no son solo la conquista física, sino la aniquilación del espíritu humano. Su estrategia es carcomer a los invadidos implantando una falsa verdad, una realidad adulterada que erosione lentamente la identidad hasta convertirla en polvo. Pero han descubierto que los humanos son huesos duros de roer. Podrían someterlos mediante la tecnología, el poder de sus armas, pero saben, al mismo tiempo, que mientras un solo humano recuerde quién es, la resistencia seguirá viva. No es solo una lucha por la supervivencia; es una batalla por la esencia misma de lo que significa ser humano.

El silencio se vuelve denso, y Elías, sintiendo que su fachada se agrieta, se incorpora lentamente. Su voz, ahora menos melosa y más áspera, intenta recuperar el control.

—¿Crees que palabras viejas y memorias gastadas pueden detener lo inevitable?

Astrid, sin apartar la vista, se levanta de la mecedora con la dignidad de siglos enteros resonando en su postura.

—No son solo palabras. Eso está en la raíz de lo que somos.

Con un movimiento inesperado, su bastón antiguo, camuflado como un simple apoyo, se transforma en un dispositivo de pulso energético. Apunta directamente al corazón del novom. Pero no dispara.

—Podría hacerlo, pero sería demasiado simple. Ustedes temen más a la verdad que a la muerte.

Elías da un paso atrás, su máscara cayendo al suelo, rota en dos. Su rostro verdadero, expuesto, revela una amalgama grotesca de carne y metal.

—No van a detenernos, no una pobre anciana decrépita.

Astrid sonríe.

—No necesito hacerlo. Solo debo recordar. Sinergia tiene más de dos siglos, uno más que yo. Y si ha permanecido viva, no solo en las páginas, sino en todos los que conservan la memoria, ese profundo lazo se negará a ser corrompido. La lucha no es solo por el pasado, sino por el futuro: un futuro donde la naturaleza profunda de nuestra especie, aunque tenue, nunca será extinguida. Y eso es todo lo que se necesita para neutralizar las torvas intenciones de los novoms. En este acto simple, en esta chispa de memoria, reside el poder que ustedes nunca podrán comprender ni derrotar.

—¿Solo la memoria? —replica el alienígena. De ser posible, podría interpretarse que en su pregunta hay sorna, desprecio, una supuesta superioridad. Pero Astrid no se amedrenta.

—No, no solo la memoria. Hay algo de lo que ustedes carecen: imaginación.

—¿Qué es eso? —pregunta el novom, francamente sorprendido.

—Es simple. —Astrid vuelve a abrir la hoja de resilita y el ejemplar del primer número de Sinergia se despliega con todo su esplendor—. Y aunque sé que no debería cometer una profanación como esta, voy a modificar el contenido. A partir de este momento, el índice de la revista contendrá un nuevo cuento, un cuento en el que un invasor extraterrestre intenta vanamente quebrar el espíritu humano y es detenido por una pobre anciana que sabe que lo que más temen los alienígenas es ser convertidos en personajes de ficción.

Astrid está sola en su cuarto de la estación espacial que orbita Titán. La majestuosa imagen de Saturno abarca casi todo el ventanal. La anciana sonríe y apaga la hoja de resilita que contiene su tesoro.    


Sergio Gaut vel Hartman nació en 1947 en Buenos Aires, Argentina. Ha publicado novelas y cuentos y compiló una treintena de antologías. Actualmente, además de no cejar nunca en su empeño de escribir una obra maestra, cordina el TALLER 9, que creó en 2019, además de mantener activo este blog.    

 

 

lunes, 27 de enero de 2025

EL CÍRCULO SE CIERRA

 

Sergio Gaut vel Hartman

 

 

—Buenas tardes, ¿me recuerda? —El hombre que había interrumpido la marcha del coronel Jorge Iribarren era bajo, de tez oscura y pelo crespo; vestía una campera de aviador, pantalones de lona y botas de cuero.

—No, no lo recuerdo —respondió Iribarren—. ¿Debería?

—Creo que sí —dijo el otro. Sacó un cigarrito del bolsillo interior de la campera y lo encendió con la misma mano, mediante un pase mágico, o que pareció mágico a los ojos de Iribarren—. Usted me mató, hace algún tiempo.

El coronel Iribarren se tomó unos segundos. El crepúsculo dejaba paso a la noche. Antes de contestar miró el cielo despejado y la Luna asomando entre los edificios de la avenida. —Ah, sí, aunque no lo recuerdo en particular; maté a varios como usted, pero no suelen volver para hacer reclamos. ¿Está seguro de que fui yo?

—¿De mi muerte o de que usted fue el operador?

—Ambas cosas —dijo Iribarren sin inmutarse. A lo largo de su vida se había visto en situaciones problemáticas y un mitómano no podía ser mucho peor.

—Tal vez me recuerde si le digo mi nombre.

—No lo creo —se apresuró a decir Iribarren.

—Igual. En vida fui el comandante Sampedro.

Iribarren dio un paso al costado con la económica intención de eludir el obstáculo y seguir su camino sin más trámite. Consideraba que, a pesar de lo bizarro de la situación, se había comportado correctamente, sin mostrar hostilidad ni más cinismo del que era habitual en él. Por eso, cuando el tal comandante Sampedro imitó su movimiento y volvió a bloquearle el paso, consideró que el tiempo de la paciencia se había agotado.

—Perdóneme. Vivo o muerto usted está impidiendo mi avance. Mi familia me espera. Ya le he dicho que no lo conozco, que no me consta que yo lo haya matado o que haya dado orden de matarlo. No tuve nada que ver con su muerte, por lo que le vuelvo a pedir, con educación, que salga de mi camino. —Salga de mi camino sonó una octava más alto que el resto de la frase. Al mismo tiempo, como obedeciendo a una señal o un programa, las farolas del parque de la Reconciliación Nacional se encendieron al unísono. Fue como si un relámpago hubiera decidido perpetuarse tras el estallido inicial.

Iribarren parpadeó y Sampedro sonrió. A espaldas del comandante se alineaba una multitud de hombres y mujeres de rostros graves y crispados. Había niños, había ancianos.

—Elija, coronel. Si cree que estoy equivocado, si cree que usted no me mató, aquí tiene una buena posibilidad de reparar el error. Estoy seguro de que asesinó a varios de estos, tal vez a muchos, aunque con uno, como muestra, sería suficiente, ¿no le parece?

La palidez lunar que cubrió el rostro de Iribarren puso en evidencia que esta vez había sido tocado por la pirueta de Sampedro. La multitud parecía haberse movilizado para reclamarle, a él en particular, por las conductas que había observado en el pasado. Vivos o muertos, ahí estaban. Reales o no, ahí estaban. Decidió, no obstante, no resultar obvio, argumentando que había obedecido órdenes de la superioridad. Fiel a su estilo, contraatacó.

—Recuerdo a alguno que otro. A un tal Bernal —dijo—; a Rosa Naranjo, a Bernardo Zelinsky y a un chico que se hacía llamar Metralla, Marcelo Cardoso. ¿Están entre todos estos? —Los abarcó con un movimiento de la mano. —¿Es suficiente?

—Están —dijo Sampedro, muy serio—. Si es suficiente... ya se verá.

Cuatro figuras se desprendieron de la multitud y avanzaron resueltamente hasta quedar dos a cada lado de Sampedro. La mujer llevaba a una niña de la mano. Zelinsky era un viejo decrépito y Metralla y Bernal casi adolescentes.

—¿Son ustedes los que nombré? —dijo Iribarren—. No los recuerdo, no recuerdo sus rostros, por lo pronto.

—La mente selecciona —dijo Sampedro, reflexivo—. Es mejor olvidar algunos hechos, y en esa dirección, nada mejor que olvidar las caras de las personas que uno mató, ¿no le parece?

Iribarren no sintió nada especial al verse rodeado por personas que no sólo aseguraban estar muertas, sino que además lo acusaban de haberlas asesinado. Nada especial; y sabía por qué.

—¿Y ahora? —dijo—. ¿Desean vengarse? ¿Es eso?

Los cinco se miraron entre sí, arropados por un visible desconcierto. Finalmente habló la mujer, Rosa.

—¿Cree que no lo haríamos? Lo despedazaríamos sin asco ni remordimientos. Pero no podemos; los muertos no pueden matar.

—Entiendo —dijo Iribarren—, los muertos no pueden matar. —Su rostro inexpresivo servía de barrera a los imprecisos sentimientos que empezaban a roerlo interiormente.

—¿No tiene miedo? —dijo Bernal. Ahora parecía un hombre calmo y sencillo, no un chico, y mucho menos la clase de alucinado que uno puede liquidar como si fuese una cucaracha.

—¿Miedo de una pesadilla? —Iribarren fabricó una mueca que estuvo a punto de florecer en sonrisa, pero no ocurrió.

—Es eso, entonces —dijo Sampedro—, cree estar soñando. —El comandante se mordió el labio superior y permaneció así unos segundos. Iribarren adivinó que a su adversario no le gustaba el curso que elegían los hechos. Estaba seguro de que esa posibilidad había sido contemplada en los análisis previos, pero no contaba con recursos para convencerlo a él, al coronel Jorge Iribarren, de que no estaba soñando, que aquello no era una simple pesadilla de las que se disipan al despertar.

—Estoy soñando o alucinando —insistió Iribarren—. Una pesadilla puede ser cualquier cosa, incluso este delirio. Empezó cuando usted se cruzó en mi camino, aunque no recuerdo qué ocurrió antes de eso. Mi visión está saturada a partir de un punto del pasado y luego hay un abismo. Pero de algo estoy seguro: ustedes son una creación de mi mente; no existen.

—¿De su mente herida, de su mente enferma? —Sampedro buscaba recuperar la iniciativa, golpear con saña, pero Iribarren sabía que no lograría penetrar su coraza; se sabía duro, muy duro. El fantasma de un muerto no podría con él.

—De mi mente. —Iribarren miró a los cinco en abanico, sin temor ni gracia. Duraba demasiado y era demasiado convincente. Pero nunca lo habían perturbado las demasías.

—¿Qué quiere decir? —Zelinsky dio un paso hacia adelante y extendió el brazo. Tenía manos enormes y podría haber estrangulado a Iribarren con sólo una de ellas. —¿Cree que va a solucionar todo esto alegando insanía?

—No creo en fantasmas —dijo Iribarren—. Tampoco creo en la culpa, ni en los mitos, ni en el dolor. En lo único que creo, un poco, es en la muerte.

—¿Por todas esas razones —dijo Sampedro— está convencido de que sueña? ¡Pobre tipo!

Iribarren no se alteró, y encogiéndose de hombros, dijo: —No hay otra explicación. Bastará con que me esfuerce un poco y despertaré. Lo hice otras veces. —Cerró los ojos, apretó los párpados; unas líneas como pentagramas se le dibujaron en la frente; dos o tres verrugas y una cicatriz compusieron una melodía. Pero cuando los volvió a abrir la escena no había cambiado. Por primera vez pareció un poco desorientado.

—Saturada o no —dijo Sampedro— la visión persiste. ¿Qué le queda? ¿Queda algo? Del abismo, digo, de la noche negra. No sueña, no está loco, no alucina. ¿Qué le queda?

—Discúlpeme: no entiendo lo que dice. Tal vez estoy sumido en un trance inducido por una droga. Eso es posible. Alguien me suministró una droga para obligarme a vivir esta experiencia. Pero el efecto no puede ser eterno. Saldré, tenga por seguro que saldré.

El comandante Sampedro resopló. —Es más fuerte de lo que pensaba. No, coronel Iribarren; lo que estamos construyendo para usted no es una pesadilla, es algo semejante a una prisión, se quedará allí para siempre. Usted no volverá a salir; nosotros nos ocuparemos de que así sea.

—Saldré —dijo Iribarren con la mayor tranquilidad—. No sea necio. Me despertaré. —Hizo una pausa y sacó un cigarrillo. Él no sabía hacer pases mágicos: lo encendió con un fósforo. Luego de exhalar una compleja bocanada de humo apuntó a Sampedro con la misma mano que sostenía el cigarrillo; le temblaba un poco. —Le diré qué haré para terminar de una buena vez con esta ilusión. Ustedes están muertos y bien muertos, mis compañeros y yo nos aseguramos de que así fuera. Por lo tanto voy a arremeter, voy a pasar a través de sus cuerpos, y una vez que esté del otro lado todos ustedes desaparecerán como el humo de este cigarrillo.

—Pero no está seguro —dijo Zelinsky—. Si choca contra los muertos, si no estamos hechos de niebla va a estar metido en un grave problema, ¿no es cierto?

Iribarren pensó en la raíz del problema. Era exactamente lo que el muerto había dicho: debía arriesgarse y probar la consistencia de la muralla. Pero, ¿y si los muertos eran sólidos? ¿Qué haría luego?

—No tiene necesidad de hacer la prueba —dijo Sampedro, petulante—. Crea en mi palabra y acepte mansamente su destino. ¿Nunca le pasó por la cabeza que tendría que pagar por lo que hizo?

El coronel sintió que una marea incontenible subía hasta su boca: una carcajada, y esta vez no la impugnó. —¿Castigo? ¿Se cree que hicimos lo que hicimos para pasar el resto de nuestras vidas esperando ser castigados por la misma voluntad que armó nuestras manos? Nosotros sabemos reconocer cuando Dios nos circula por las venas, mezclado con la sangre. ¿Acaso ustedes dudaban al matar a los nuestros? ¿Su religión no es parecida a la nuestra?

El paraje en el que miles de muertos y el asesino permanecían de pie, cruzados como si se tratara de un tablero de ajedrez y ellos las piezas, recuperó de pronto su protagonismo. El parque de la Reconciliación Nacional volvía a ser el yermo erial de la batalla. Una única garganta —la multitud allí reunida— rugió un alarido puro y el coronel Iribarren no pudo evitar estremecerse.

—No, no dudábamos —dijo finalmente Sampedro.

—Pero tampoco dudaremos ahora —dijo Zelinsky mostrando el puño a centímetros de la nariz del militar.

Iribarren abrió los ojos como mandíbulas y los hizo chasquear. Los muertos retrocedieron.

—¿Se dan cuenta ahora? —dijo Iribarren—: ustedes no son nada, humo, niebla, vapor, condensaciones de mis propias dudas, ya que no me permito sentir culpa alguna por lo que hice, por lo que hicimos.

—Estamos empatados, Iribarren —dijo Sampedro, regresando a la posición anterior—, y atesoramos una pequeña ventaja, microscópica. ¿Sabe jugar al ajedrez?

—¿A qué viene eso, ahora? Sé jugar, ¿y qué le importa?

—Sabrá entonces —dijo Sampedro sin hesitar— que un buen jugador es capaz de ver la continuación ganadora en el corazón del equilibrio más férreo. Simetría y equilibrio. ¿Sabe eso, también?

—¡Déjeme en paz! ¿En eso consiste la venganza, en retenerme aquí contra mi voluntad, atormentándome con acertijos y amenazas veladas?

Sampedro se rió y varios de los otros acompañaron esa risa sin demasiada convicción. —Usted compra barato, casi regalado, y quiere vender a precio de oro. No, Iribarren. Sería demasiado simple, muy... ordinario que nos conformáramos con hacerle vivir esto como una pesadilla.

—¡Es una pesadilla, carajo! ¡Me voy a despertar y todos ustedes volverán a la nada!

—No es una pesadilla, coronel —dijo Rosa.

—No es una pesadilla —repitió Bernal, como un eco.

—¿Me van a doblegar repitiéndolo? Dirán miles de veces “no es una pesadilla, no es una pesadilla”, ¿creen que con eso será suficiente? —Iribarren permitió que una mueca cínica le cubriera el rostro como una mancha. —Ustedes, además de muertos, son imbéciles. No funciona de ese modo; yo soy un profesional, y también alguien convencido de lo que hizo. De hecho, volvería a hacerlo. ¿Se creen que son los únicos que tienen una ideología, valores, intereses?

—Hace un momento dijo que no cree en la culpa, ni en el dolor, lo que me permite pensar que no cree en casi nada —rugió Sampedro—. Apenas, un poco, en la muerte. Lo dijo usted, no yo. Ahora habla de ideas, valores...

—No me va a derrotar en un combate dialéctico, Sampedro. Hasta para eso eligió mal la presa. ¿Por qué no se buscó a un patán como el general Pozzi, o al coronel Estévez? Con ellos podrían haber jugado a este juego hasta cansarse, como el peor gato con el mejor ratón. Pero no conmigo. Yo leo, estudio; mi guerra contra ustedes trasciende largamente la defensa de los intereses de los grupos económicos. Lo mío fue una cruzada, Sampedro, y no me va a someter así nomás.

Sampedro observó a sus compañeros y les hizo un gesto de aprobación. Pero el que habló fue Zelinsky.

¾No se imagina lo que le espera.

Iribarren contempló a Zelinsky y su mirada fue como una estocada. —Espero despertarme de una buena vez, eso espero, que ustedes desaparezcan de mi horizonte. Espero cruzar este maldito parque y llegar a mi casa, estar con mi familia, cenar, leer un rato antes de irme a dormir. ¿Envidian eso? Yo lo tengo; ustedes lo perdieron. Yo gané. ¡Yo gané, carajo! ¾El coronel se pasó la mano por el rostro, como si quisiera arrancarse una máscara; se apretó el puente de la nariz con dos dedos y luego sacudió la cabeza, hacia uno y otro lado; el chasquido de las vértebras sonó en la noche calma y tibia.

—No coronel —dijo Sampedro—, la partida se sigue jugando; y tenemos buenas perspectivas de forzar la posición.

Iribarren, sin anunciar su movimiento, embistió contra los muertos de la primera fila, aunque no fue lo suficientemente rápido como para sorprenderlos. Los muertos se hicieron a un lado y el coronel trastabilló y cayó sin elegancia entre los matorrales. Algunas risas contenidas nacieron y se extinguieron de inmediato.

—No trate de demostrar que somos fantasmas —dijo Zelinsky—. Esa no es la cuestión, Iribarren.

Iribarren se levantó con dignidad y sin mirar atrás se dirigió directamente hacia su casa. Estaba seguro de que a sus espaldas sólo quedaban flecos deshilachados del delirio, pero no les quiso dar el gusto a esos muertos de pacotilla.

 

El episodio fue perdiendo sustancia a medida que Iribarren se aproximaba a su hogar. Supo que lo cotidiano, los objetos de siempre ubicados en los lugares habituales barrerían con los últimos residuos de la alucinación. ¿Y si no había sido una alucinación? Era la única explicación posible. La tranquilidad de saber qué lo esperaba más allá lo cubrió con su manto. Recordaba cada detalle con una precisión asombrosa y el mero inventario le infundía una especie de poder psíquico. El jardín, el perro, la parrilla que utilizaba para hacer los asados, el naranjo, la caja con las armas. Todos los objetos lo devolvían a la realidad. Por eso estaba seguro de que había sido una pesadilla o el efecto no deseado de un incidente para el que ya hallaría una respuesta. Pensó en Lucía, tal vez un poco irritada por la demora, volviendo a calentar la comida, en Martita frotándose los ojos, tenaz en su resistencia a los embates del sueño y en Gonzalo, impaciente pero disciplinado, obediente a los mandatos paternos: no saldría con sus amigos sin saludarlo y cambiar algunas palabras. Las cosas bien armadas están hechas para durar, se dijo.

Un único escalofrío lo recorrió de arriba abajo cuando tuvo la casa a la vista. Las luces estaban apagadas, como si allí no hubiera ocupantes. No era justo; entre la vida anterior y la vida eterna y superior que seguiría a la presente no había otra cosa que sucesos previsibles, elementales; se esforzó para que siguiera siendo así. Parpadeó y las luces se encendieron, como se habían encendido las del parque, con un estallido. ¿Había un operador incompetente moviéndose entre las sombras de los sauces, un peón torpe que se distraía a cada rato y olvidaba poner en escena los elementos apropiados? Iribarren se recuperó de inmediato y caminó con paso resuelto para cubrir los últimos metros. Los ladridos de Bismark, el dálmata, que lo había olido a la distancia, cerró el círculo de marcas invisibles. Permitió que el perro saltara sobre él como un saltimbanqui desfachatado cuando abrió el cancel de rejas y luego lo apartó de un manotazo. Hundió la llave en la cerradura de la puerta de madera con la seguridad de un lama y sin poder contenerse gritó:

—¡Lucía, estoy en casa!

Le respondió cierta clase de silencio. No un silencio absoluto o brutal, sino un silencio extraño, compuesto por diminutas partículas de ruido. Ruidos plegándose, ruidos de juguetes rodando sobre un montón de arena, ruidos lanzados a través de la sala por una mano torpe, ruidos raros, obtusos. El ruido que hacen los actores, comprendió, cuando se visten entre bambalinas, en el lapso que va de un acto a otro. De un acto a otro, se repitió. Sentía el susurro de pensamientos desvaídos y turbios y los nombres se le anudaron en la garganta. Lucía. Martita. Gonzalo. Quiso pronunciarlos y no pudo.

—Aquí estoy —dijo una voz arisca. La mujer fue escupida por la penumbra de la cocina. Venía secándose las manos, arrastrando los pies, resoplando. Era Rosa Naranjo.

—¿Qué hace en mi casa? —dijo Iribarren, o casi dijo, porque las palabras se le secaron en el paladar y las encías y ni siquiera llegaron a los labios. Pero la mujer supo interpretar el gruñido.

—¿Qué hago en mi casa? —replicó ella—: cocino para el señor, que llega a cualquier hora.

—¿Dónde está Lucía?

—¿Quién es Lucía?

—Los chicos, ¿dónde están?

—Aquí estoy —dijo la niña que Rosa llevaba de la mano en el parque. Iribarren la miró por primera vez; era morena y tenía los ojos saltones; no se parecía a Martita en absoluto. Pero la niña no le dio tregua—. Marcelo no me quiere prestar su equipo.

Marcelo. Equipo. No era posible. ¿Cómo lo habían logrado? ¿Dónde estaban los verdaderos? Lucía. Martita. Gonzalo.

—Vino tu padre —dijo la mujer—, sin avisar, como siempre.

—¿Mi padre? —Iribarren giró la cabeza mirando las paredes, como si su padre pudiera ser parte de la conspiración.

—Está en la salita, jugando al ajedrez con Marcelo.

Iribarren decidió saltear todos los pasos intermedios. Se lanzó brutalmente contra la puerta y gracias al impulso que llevaba derribó piezas y tablero; eran Zelinsky y Metralla.

—¿A qué vienen esos nervios? —dijo el viejo—. ¿Te pasó algo?

—¿Pasarme? —Iribarren clavó una estúpida mirada en los cuatro caballos, que por un extraño azar habían quedado juntos sobre una carpeta blanca tejida. —¡Hijos de puta! ¡Basuras!

—¡Jorge, qué te pasa! Estoy asustado —dijo Zelinsky—. Marcelo: tu padre está...

—¿Loco? —Marcelo meneó la cabeza. —No está loco. Un poco trastornado por algo que le ocurrió en el parque, ¿no es cierto, papá?

—No me pasó nada en el parque. ¿Qué me podría haber pasado? —Iribarren se movió con sigilo y disparó las manos como látigos. Él fue el primer sorprendido cuando los dedos tocaron la garganta del viejo y lograron cerrarse formando un círculo de acero. Afuera, Bismark ladró.

—¿Qué... hacés? —tartamudeó el viejo. Marcelo separó los brazos de Iribarren sin esforzarse, más que nada porque el desconcierto había aniquilado la voluntad del coronel. La solidez de la carne. La consistencia de las vértebras y el espinoso follaje de la nuca. El tentáculo helado de una pesadilla que se prolongaba en exceso.

—¿Qué hicieron con ellos?

—¿Con quiénes? —Marcelo hablaba con calma. Era varios años mayor que Gonzalo, más corpulento, y frío. No le habría costado mucho liquidar a su hijo.

—¿Vamos a comer de una buena vez o no? —recitó de nuevo la voz ruda de Rosa Naranjo—. La nena está pasada de hambre.

—Ustedes no existen —dijo Iribarren una vez más. Pero después de pronunciar esas tres palabras bajó los brazos; no había nada que hacer. —Está bien —dijo—. Ganaron. ¿Quieren que lo diga? Lo digo, está bien. Soy una alimaña, un asesino. Les pido perdón humildemente por todo lo que les hice, por lo que los hice sufrir y por haberlos asesinado. ¿Suficiente? Ahora devuélvanme a mi familia. —No sonaba creíble, pero no imaginó otro camino. Las armas estaban lejos y no hubieran servido de nada, los sabía. Era tarde para todo.

Los impostores, los sustitutos, los farsantes, los ficticios se movieron como si hubieran aprendido a bailar en un ascensor: con pasos medidos, con gestos sin espejo.

—¿No existimos? —El que hablaba era Zelinsky. —¿Cuántas pruebas más serán necesarias para que aceptes la realidad tal cual es, no como te gustaría que fuera? ¿Tu familia? Nosotros somos tu familia, la única familia posible. Aprenderás a vivir con nosotros, no te preocupes. 

—Ustedes no son reales —sollozó Iribarren—. Yo los maté. Yo maté a Bernal con una descarga excesiva. A cada uno de ustedes. ¿Necesitan que se lo ponga por escrito? ¿Era eso lo que estaban buscando? ¿Quieren que vaya a los diarios, a la televisión, que me someta a reportajes? De acuerdo, lo haré. ¿Qué más quieren que haga?

—¿Otra vez con el teatro de la culpa? —Rosa hizo una mueca de fastidio. —Ahora una vez por semana; pronto será todos los días.

—¿Qué le pasa a papá, mami? —dijo la niña, que no era Martita.

Iribarren alzó la vista y recuperó cierta firmeza. —Muy hábiles. Muy astutos. Así que son la única familia que merezco. No se me había ocurrido que podían ser tan ingeniosos.

—¿Vamos a comer, de una buena vez? —dijo Rosa, impaciente.

—No, yo no voy a comer —dijo Iribarren—. Tengo cosas que hacer.

—Y ahora, ¿qué?

—Sigan jugando al juego que más les gusta. —El coronel pareció haberse conectado a una red remota, de las que se activan en caso de emergencia. Les dio la espalda y salió de la habitación, salió de la casa. Nadie trató de impedirle que sacara el auto, nadie se interpuso en su marcha hacia el cuartel. Era una mala hora para molestar a la gente, pero las circunstancias lo exigían.

Manejó como un endemoniado. Pasó de largo todas las luces prohibidas y llegó en diez minutos. Lo dejaron ingresar entre voces de mando y chirridos de neumáticos sobre la gravilla. Dejó el motor en marcha y la puerta del vehículo abierta. Subió los tres peldaños de un salto y entró a la oficina de Pozzi resoplando, desencajado.

—¿Qué le pasa, coronel? ¿Se siente mal? —Sampedro sacó un cigarrito del bolsillo interior de la campera y lo encendió con la misma mano, mediante una maniobra que a Iribarren no le pareció ni mágica ni poco natural. Miró a los ojos al hombre bajo, de tez oscura y pelo crespo que vestía una campera de aviador, pantalones de lona y botas de cuero, y supo que ahora, por primera vez, el círculo se había cerrado por completo y que no existía en todo el universo una fuerza capaz de romperlo para concederle la libertad.


Sergio Gaut vel Hartman nació en 1947 en Buenos Aires, Argentina. Ha publicado novelas y cuentos y compiló una treintena de antologías. Actualmente, además de no cejar nunca en su empeño de escribir una obra maestra, cordina el TALLER 9, que creó en 2019, además de mantener activo este blog.    

domingo, 19 de mayo de 2024

BOTONES, PIEDRAS Y CINTAS


Sergio Gaut vel Hartman

 

Mariana juega arrodillada en el verde triángulo de césped que divide los caminos. Allí, en medio de la nada, el sendero de ripio que viene de Cabo Borrascoso se abre en dos senderos de tierra. Uno de ellos se hunde en el declive que conduce al cementerio del pueblo, un campo sin cruces ni árboles que aúlla de tristeza y de olvido. El otro camino, bordeado de setos y árboles raquíticos, pasa a escasos metros del bañado y se convierte en la única calle de Villa Tranquila, un pueblo aplastado contra sí mismo, un sitio sin memoria que fundaron a principios del siglo unos inmigrantes ucranianos, escupidos de un barco oscuro sin humor ni cortesía. Pocas veces —tal vez ninguna— desde que Mariana juega con sus piedras y cintas y botones donde alguna vez se pensó poner un cartel de bienvenida, llegó algún visitante a Villa Tranquila. Por eso, cuando el anciano se aproxima arrastrando los pies, arando el polvo, la niña levanta la vista y pone su mano horizontal sobre la frente para moderar el relumbrón del sol, casi blanco. El viejo llega y se detiene.

—Soy Mariana —dice la niña sin desconfianza.

—¿Estás solita? —El hombre ahuyenta el sol de un manotazo; el sol se aleja un poco y regresa al mismo sitio.

La niña duda; sus mayores le han dicho que no responda a los desconocidos que hacen preguntas. El viejo no parece malo, por lo que arma una evasiva.

—¿Cómo te llamás?

—Soy tan viejo —responde el anciano— que ya ni mi nombre recuerdo. Quizá me llamo Smutek, Üzüntü o Trauer. No importa demasiado.

—Yo tengo nueve años —dice Mariana.

—Y yo noventa y nueve.

—Uf, eso es mucho; casi cien.

—Parecen casi mil —responde el hombre, arrastrando las palabras como antes arrastró los pies.

Todo en él se arrastra, penoso, como si fuera una amalgama de gusanos tibios que se mantienen unidos por costumbre. Mariana regresa a sus juegos. Las cintas rojas forman un dibujo sobre el verde, sujetas por las piedras; los botones completan las formas, dan sentido al conjunto y deslizan la posibilidad de que se transforme en un signo, una señal, un mapa arduo e inútil, pero la niña no tiene otros juguetes. Se desentiende del viejo, que sigue de pie, marchito, vacilante, aunque no lo olvida. No se atreve a preguntarle si seguirá su viaje o regresará por donde ha venido; ella tiene otros asuntos que atender. Además, él es un viejo y ella una niña. Los separa un mundo y toda una vida.

No obstante, al cabo de un rato, al ver que el anciano no se mueve, Mariana dice, con el desparpajo de los niños:

—¿Te vas a quedar ahí parado para siempre?

El hombre parece despertar. Aunque se siente incapaz de responder a la pregunta, porque honestamente no sabe la respuesta, comprende que la niña tiene razón. También advierte que por primera vez en mucho tiempo tiene hambre y sed, que no come ni bebe desde que empezó a caminar. Es raro, piensa, que hace un momento el hambre y la sed no existían y ahora se convierten en espinas que se clavan en su garganta y en su vientre.

—No —dice al fin—. Tengo que ir a alguna parte, aunque no recuerdo nada más. ¿Es un lugar, una cita, un final?

—Yo no lo sé —dice Mariana frunciendo la boca, y vuelve a mirar las cintas y las piedras y los botones—. Aquí dice algunas cosas, pero no todas.

El viejo oye un sonido en su cabeza. Es como el tañido de una campana, o un timbre. Es impreciso y sordo, un sonido deformado por incontables capas de mantas acumuladas, como si alguien hubiera formado una montaña de trapos y frazadas y hubiera escondido un reloj en el corazón de la pila. Suena lejos, suena poco, pero suena.

—¿Estás oyendo? —dice el viejo señalándose la cabeza.

—¡Claro! —dice Mariana—. Cuando mis cintas, mis botones y mis piedras se ponen de acuerdo forman un dibujo precioso que me habla, y me avisan con un sonido, aunque es raro que puedas oírlo. Nunca lo oyó nadie más que yo misma.

La niña levanta la cabeza y ve que los ojos del anciano están llenos de lágrimas, quizás porque por fin ha comprendido que su final está cerca, que de nada servirán los recuerdos una vez que él sea un túmulo de ceniza. Ha vivido, es cierto, y no puede decir que no haya sido feliz en algún instante, pero fue hace mucho, mucho tiempo.

—La magia no existe —dice el viejo, ahogándose—. La magia es sólo ciencia mal mirada.

—¿Qué es la magia? —dice la niña—. ¿Y qué es la ciencia?

El hombre hipa, suspira.

—La magia sería, si existiera —dice cuando la espesa y seca lengua le permite articular las palabras—, que en lugar de estos dos senderos, que llevan a lugares que no me interesan ni me sirven, hubiera un tercer sendero que fuera en otra dirección.

—Ah —dice Mariana—. ¿Eso es la magia? No sabía. Entonces lo que veo ahora es esa magia tuya.

—¿Qué ves? —pregunta el anciano interesado, por primera vez en mucho tiempo, por algo que no sea arrastrar los pies sin rumbo.

—Veo el tercer sendero —responde Mariana—, aunque no te va a servir de mucho.

—¿Adónde lleva?

—Corre por ahí —dice la niña, moviendo la mano de un modo impreciso; señala la colina y se encoge de hombros—. Lleva a la casa de Tomás; es tonto y tiene doce.

Los ojos del anciano se apagan. El tercer camino no lleva a ninguna parte. En rigor, ningún camino lleva: somos nosotros los que andamos con mayor o menor fortuna. “Qué tonto he sido al suponer que el sendero tenía la respuesta”, piensa. No obstante, aunque sabe que es inútil, estira el cuello como si fuese una lánguida tortuga, y busca el sendero con la vista.

—¿Dónde está? —pregunta.

—¿Tomás?

—El sendero.

Mariana mira al viejo y estudia la configuración. La cinta azul se ha enroscado debajo de una piedra blanca y tres botones trepan sobre la cinta roja. Qué raro es esto, piensa. El sendero siempre estuvo oculto por un matorral espeso; nadie lo necesitó nunca, nadie lo usaba desde hacía años, y eso era cuando la madre de Tomás aún vivía. No importa demasiado, pero nota que el hombre la está mirando.

—Te digo que es tonto, apenas habla y se babea —dice.

El anciano mueve la cabeza.

—¿Cómo me dijiste que te llamás?

—Mariana; tu memoria falla.

—Todavía sos muy joven, Mariana, para comprender los asuntos de la vida y de la muerte…

—Mi perro Orson se murió —dice la niña—. Se llamaba así porque parecía un oso. Sé lo que es la muerte.

—Los asuntos de la vida, el dolor, entonces, los asuntos del amor y la soledad. Ser viejo, comprender que no se ha muerto, pero estar muerto de todos modos, es muy triste.

Mariana mira las cintas y las piedras y los botones. Exige una respuesta. Y la respuesta llega.

—Como Tomás —dice—. Está vivo y está muerto. Lo llevaron a la ciudad, y así va a estar para siempre.

—Como Tomás —suspira el viejo y empieza a caminar.

Mariana se encoge de hombros y vuelve a su juego. Recoge los botones laboriosamente y permite que el viento haga flamear las cintas. Hay un instante de puro torbellino, pero el viento cesa al cabo de unos minutos y ésa es la señal para meter la mano en el bolsillo y arrojar puñados de botones, al azar, sobre las cintas. Una vez más, como siempre desde que Mariana juega a su juego inventado, el dibujo expresa una síntesis de acciones y paisajes, gestos y emociones. Sin embargo, en esta ocasión, el mensaje es incomprensible, raro, loco. Una turbia capa de ceniza parece cubrir el cielo y las sombras de los árboles se desfiguran, retorcidas por la mano de un gigante. Pasa la luz y pasan los sonidos; corren franjas de vieja espuma desteñida y flechas de jalea se hunden en el suelo. Alto, como mirando soberbio el tenue aroma de la hierba, el resplandor del crepúsculo se anuda y se retuerce en los cerros. Es grotesco e impaciente, frío y ácido. Y cuando por fin se aquieta algo ha cambiado en el Universo, mota o mundo, algo ha cambiado.

—Mariana. —La voz llama y acaricia. La niña gira sobre sí misma, sobresaltada; nunca la llaman por su nombre, y esa voz, de puro terciopelo, acaba de arrancarle un gemido del pecho.

—¿Quién es? —Mariana se levanta y busca con la mirada el origen del sonido. Hay sombras, hay lúgubres hechizos, puentes, ráfagas, chillidos. Pero no hay nada más o no ve nada.

—Soy yo, Mariana; no sé cómo fue, pero algo me tocó y me hizo nuevo.

Entonces sí, Mariana ve a Tomás avanzando por el sendero. Pero tiene la mirada fija y penetrante, ojos verdes, una inédita reserva. La niña siente un súbito calor que le sube por las piernas y se mueve hacia el costado, como si temiera que Tomás, un torbellino, se la lleve por delante. Pero él se detiene, se detiene y sonríe, se detiene y la mira con profundidad e interés.

—¿Qué te pasó? ¿Lo sabés? Eras… tonto, ¿no?

—Tonto, sí —dice Tomás; saca la lengua, hace una burla cruel de sí mismo, ayer, hace unas horas, y luego la sonrisa le abre un tajo en el rostro. Mariana lo ve reír y ríe. Tomás contempla reír a Mariana y la risa se transforma en carcajada. Están así, varios minutos, y cuando logran serenarse, hipando y secándose las lágrimas con la manga, él se inclina sobre el verde triángulo, levanta las piedras y deja que las cintas de colores se eleven hasta el cielo.

—¿Qué haremos con los botones? —dice Mariana finalmente.

—¿Con los botones? ¡Ah, sí, con los botones! Con los botones escribiremos otro cuento. ¿Qué te parece?

—¡Sí, sí! —grita la niña, alborozada—. Escribamos un cuento de un viejo y de su magia o su ciencia, no lo sé del todo.

—¿Ciencia con botones?

—Sí —dice Mariana—, justo, justo esa ciencia.

 

Sergio Gaut vel Hartman (Buenos Aires, Argentina, 1947). Escritor, editor y antólogo argentino. Precursor del Círculo Argentino de Ciencia Ficción y Fantasía. Director del fanzine Sinergia. Director editorial de la revista Parsec. Autor de Cuerpos descartables, El juego del tiempo, Carne verdadera, Espejos en fuga, Otro camino, La quinta fase de la luna, Carne verdadera, Cuerpos descartados, Avatares de un escarabajo pelotero, El día que llegamos a Marte y Vuelos. Actualmente, coordina talleres de escritura personalizados y es el creador y coordinador del TALLER 9.

lunes, 29 de abril de 2024

EXCUSADO

 Sergio Gaut vel Hartman

 

Dedicado a la maravillosa gente de Santa.

 

Apremiado por necesidades fisiológicas que las personas deben atender en tiempo y forma, descendí al subsuelo del restaurante, lugar en el que, según una solícita mesera, estaban ubicados los elementos y artefactos destinados a satisfacer esas necesidades.

Las instalaciones exponían una impecable pulcritud, realzada por una iluminación digna de un palacio. No obstante, y tal vez por culpa de un defecto profesional vinculado a mi condición de encargado de depósito de una editorial, debido a lo cual estaba acostumbrado a inventariar lotes de libros, noté de inmediato una anomalía de diseño poco menos que fatal. Había ocho mingitorios y ningún excusado. ¿Ningún excusado? Eso, consideré, es imposible. No puede existir algo así. Tardé unos segundos en descubrir una puerta estrecha ubicada a un costado del recinto, algo que tenía más que nada el aspecto de la entrada a una oficina del local en la que los empleados administrativos del restaurante realizan sus actividades cotidianas.

Me aproximé a la puerta y busqué sin éxito el picaporte. Estaba cerrada, debí haber acotado, ya que eso saltaba a la vista y lo supe desde el primer momento. Pero un disco de color, en el que, sobre campo verde, estaba escrita la palabra LIBRE, dejaba bien en claro que había un complemento. La contracara del disco, deduje, debía tener un campo rojo con la palabra OCUPADO, aunque en ese momento no fuera visible. Pero si el excusado no estaba ocupado, ¿por qué la puerta estaba cerrada?

Vacilé unos segundos y luego busqué una tecla, una palanca, un pulsador que me permitieran liberar el mecanismo que trababa la puerta; no lo encontré. Presumí entonces que la forma de abrirla requería de una llave o de un adminículo análogo. Eso hubiera requerido regresar al nivel principal revelando, al pedir el citado aparejo, cuáles eran mis intenciones. Soy un hombre tímido y vergonzoso, muy proclive a sentirme abochornado. Y consciente de esa anomalía de mi carácter preferí agotar los recursos con los que contaba en aquel momento. ¿Cuál es el recurso al que casi siempre se apela cuando uno está ante una puerta cerrada? ¡Exacto! Los nudillos.

Golpeé débilmente, apenas un roce sobre la madera, no obstante lo cual, el sonido generado fue audible como el redoble de un timbal. Y para mayor sorpresa, recibí una inesperada respuesta.

—¡Ocupado!

Ocupado. ¡Debí suponerlo! Solo se trataba de una falla del mecanismo que accionaba el disco al abrir o cerrar la puerta. Balbuceé una torpe respuesta.

—Per… perdón.

El siguiente silencio estuvo cargado de incertidumbre. ¿Debía permanecer esperando en el lugar que el sujeto terminara de hacer lo que estaba haciendo o era mejor ascender al salón y mantenerme vigilante para detectar el momento en que el hombre abandonara el sector de servicios?

Vacilé unos instantes y me decidí por regresar al restaurante, pedir un café y aguardar hasta que fuera oportuno volver a descender.

Pero quince minutos después nada había cambiado. El hombre no había pasado por delante de mi mesa, ubicada a pocos pasos de la escalera. ¿Era posible que hubiera salido por otro lado? ¿Era posible abandonar el sector de los servicios tomando otro camino?

Diez minutos después tomé coraje y volví a descender la escalera que conducía al excusado.

Todo seguía igual. La puerta cerrada, el cartel verde de libre y el silencio eran análogos a los de la vez anterior. Volví a golpear la puerta.

—¿Se siente bien? —pregunté, envalentonado y temeroso a la vez.

—Sí. ¿Por qué?

—Es que ya vine antes y usted estaba allí.

—Es cierto.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué?

—¿No va a salir?

—No es cosa suya.

Reflexioné acerca de esa afirmación. El sujeto tenía razón. Pero que la tuviera no le restaba incongruencia a la situación.

—Necesito usar las instalaciones —logré articular por fin.

—Úselas. Yo no se lo prohíbo.

—No me lo prohíbe pero tampoco me lo facilita.

—No está a mi alcance facilitarle nada a nadie.

Miré la puerta una vez más y deploré mi escasa resolución. Debería sacar a las patadas al tipo que, indiscutiblemente, se estaba burlando de mí, aunque eso hubiera estado fuera de mi alcance y sería como atropellar mi naturaleza.

—No me obligue a ser grosero o agresivo —dije.

—No tiene motivos para serlo —replicó él.

—¿Ha comprado el excusado?

—¿Qué dice?

—Pregunté si ha comprado el excusado, que si ahora es de su propiedad y de uso exclusivo.

—No sé de qué habla.

Era inútil. No habíamos avanzado ni un centímetro desde el momento en que vi la puerta cerrada. Ya ni siquiera entendía demasiado por qué estaba en ese lugar ni cuáles habían sido las razones por las que me puse a discutir con el hombre.

—¿Me va dejar entrar o no?

—¿Qué lee en el disco verde? ¿Sabe leer? Dice LIBRE.

—Pero está usted —protesté.

—¿Lee LIBRE o no?

—Dice eso.

—Entonces entre.

—¿Se burla de mí?

—No, no me burlo.

Volví a leer el disco de la puerta; estaba rojo y decía OCUPADO.

—Sí, se burla. Y me está faltando el respeto. Hace más de media hora que estoy tratando de hacer mis… mis necesidades. Y usted lo obstaculiza.

—Eso es falso. Es usted el que no ha dejado de poner escollos y trabas.

—¿Yo? ¿De qué está hablando?

De pronto sonaron unos potentes golpes en la puerta. Fueron cuatro golpes y el cuarto fue tan vigoroso que creí que derribaría la hoja.

—¡Abra de una vez!

—¿Qué yo abra?

—Claro. Ya debería haber terminado. Hace horas que espero. ¿Va a ocupar el excusado para siempre?

—No, escuche… yo. Esto es muy confuso. Fui yo el que… No lo entiendo.

—¡Salga o lo saco! No me importa si tiene los pantalones en los tobillos. Esto pasó de castaño oscuro.

El silencio y la oscuridad dominaban la escena. ¿Y si el tipo tenía razón? 


Sergio Gaut vel Hartman nació en 1947 en Buenos Aires, Argentina. Ha publicado novelas y cuentos y compiló una treintena de antologías. Actualmente, además de no cejar nunca en su empeño de escribir una obra maestra, cordina el TALLER 9, que creó en 2019, además de mantener activo este blog.    

 

EL ENCUENTRO

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