Sergio Gaut vel Hartman
—¡Eh, usted!
Zebrel giró dolorosamente la cabeza,
sobresaltado por el grito. Aún antes de tocarse el cuello con la palma de la
mano, como si hubiera sido picado por una avispa, supo que la dueña de la voz,
oculta entre las sombras del Callejón del Placer, no le proponía celebrar una
velada erótica en alguno de los locales vecinos.
—¿Qué quiere? —dijo, mientras se movía hacia
la figura; no le interesaba parecer educado. Ajustó los ojos a la penumbra y
observó dos cosas importantes: que la mujer estaba embutida en un exoprot, una
armadura de metal opaco destinada a compensar las carencias de una persona
lisiada, y que blandía una Biblia como si fuera la espada del arcángel Miguel.
—Ven, acércate. Esta es
—¿Nos conocemos, señora? ¿Quién le dio
autorización para tutearme? —dijo Zebrel—. ¿Y qué le hace suponer que yo
necesito
—¡Todos necesitamos
Zabrel movió la cabeza. Era una Hermana del
Dolor, ya no tenía dudas. —No me interesan sus recetas para sufrir y padecer,
hermana—. No me inquieta
—¿Qué hace? —Zebrel trató de liberarse del
poderoso apretón, pero la fuerza de la garra metálica era descomunal. —¡Déjeme
en paz! —gritó sin poder evitar que una pizca de histeria se colara en su voz.
—¿Paz, hermano, qué paz reclamas, la paz del
Señor, tal vez? —aulló la mujer sin aflojar el apretón y sin dejar de blandir
Zebrel trato de concentrar la atención y toda
su energía en el único punto del cuerpo de la mujer que parecía vulnerable: los
ojos; tenía que hacer algo rápido para zafarse del apretón que le estaba
convirtiendo el brazo en una morcilla. Y sin pensarlo, sorprendiéndose incluso
al hacerlo, proyectó dos dedos hacia adelante con toda la furia de la que era
capaz.
El brusco movimiento de Zebrel pareció la
escena bufa de una película de karate, pero la oportuna respuesta del mecanismo
protector del exoprot, cubriendo los ojos de la mujer con una visera
transparente, lo impugnó de inmediato: los dedos de Zebrel se doblaron como
espárragos hervidos antes de llegar a destino; el hombre sintió un instantáneo
relámpago de rabia y frustración, doloroso, humillante, como si hubiera sido
pisoteado por una manada de búfalos.
—¡Mierda!
La mujer emitió un turbio y ajado sonido que
parecía sustituir a la risa. —El dolor, hermano, es la puerta de entrada a
A esa altura de los hechos, Zebrel se daba por
bien servido con una derrota económica, sin más pérdidas que las ya
experimentadas. Retrocedió un paso y trató de dar la espalda a la mujer, pero
el exoprot no solo mantuvo el apretón sobre su muñeca, sino que ahora proyectó
un tentáculo formado por infinitas piezas de metal, exquisitamente articuladas,
que se enroscó en su cuello. La firmeza y la presión del lazo estuvieron a
punto de estrangularlo.
—¿Qué hace? ¿Está loca? —balbuceó. La sangre
parecía retirarse de su cerebro y el aire de los pulmones; tenía que encontrar
el modo de huir ya, o aceptar una muerte segura... A menos que hiciera ver que
se dejaba convencer, permaneciendo a merced de la lisiada, prisionero de sus
palabras e instrumentos hasta que a ella le viniera en gana. Su voluntad de
seguir viviendo excedía largamente las discutibles ventajas de
Era inútil. Había caído en su propia trampa al
consentir esa especie de fuego cruzado; por un instante trató de olvidarse de
quien era, qué hacía, por qué había sido tan débil solo por aparentar una
ridícula superioridad.
¾De acuerdo ¾murmuró justo a tiempo.
¾¿De acuerdo en qué? ¾dijo la mujer, secamente. A Zebrel le dio la impresión de que la
que había hablado era otra persona.
¾Acepto el dolor como una bendición.
Golpeo con mi puño sangrante la puerta de
El tentáculo articulado se desenroscó del
cuello, y la garra aflojó la presión sobre la muñeca. Tal vez la mujer estaba
sorprendida por la precisión del torrente de palabras, y por un instante
pareció vulnerable. ¾¿Cómo
sabe todo eso? Son palabras del Libro. ¿Conoce el Libro?
Zebrel se frotó el cuello con la mano libre.
—Soy periodista —mintió—, trabajo para El Vigía Escéptico.
—¿Ateos? ¿Un grupo para fastidiar a los
creyentes?
—Más o menos. ¿Por qué no? ¿Acaso no nos
fastidian ustedes a nosotros? Déjeme en paz de una buena vez o se las verá con
la policía.
—No se burle de mí. Soy lisiada, no idiota. —Y
coronando la palabra con la acción volvió a apretar el brazo de Zebrel.
—¿Qué hace?
—No me fío de los ateos.
—No hace falta que se fíe; solo déjeme en paz.
—El dolor debe ser insoportable, hermano, para
que Dios opere sobre tu alma putrefacta. Solo te purificarás si sufres más allá
de todo límite. —Ladeó la cabeza, como si estuviera recibiendo órdenes o
información. —Es verdad, no tienes alma; tendremos que cavar más profundo y
sembrar una. Prepárate porque el verdadero sufrimiento está llegando a tu
indigno corazón. —Un fuerte zumbido, como si una nube de insectos invisibles
estuviera flotando sobre sus cabezas, se propagó por el espacio.
—¡Váyase a la mierda! —gritó Zebrel. Pero la
mujer del exoprot hablaba en serio. El lazo de metal articulado se alzó como un
áspid, se afinó y lo picó dos veces en la nuca. Una punzada de dolor obsceno
llegó desde el tentáculo, se derramó por las vértebras y proliferó en
clavículas y húmeros. Cuando llegó a las muñecas pareció detenerse, oteando,
esperando a que la segunda garra capturara la otra mano. Casi no se dio cuenta
cuando sucedió, pero la mujer tenía razón: no estaba preparado para el
verdadero sufrimiento. Las garras multiplicaron por diez la presión que
ejercían sobre los huesos de las manos y los trituraron.
Negro. Oscuridad. Tinieblas. Zebrel no sabía cuando había dejado
de gritar. Las sensaciones dolorosas habían cedido su lugar a otras, más
precisas, de horror, de espanto, que solo contenían vagos vestigios de lo
ocurrido en el callejón. Eso era real, lo podía recordar, pero luego se imponía
un vacío sin fondo, un hueco con más ausencia que profundidad. La mujer le
había destrozado las manos; la presión era una llamarada en su memoria, algo
intangible y secreto. No obstante, ahí no terminaba todo. Trató de recordar y
de a poco, como abriéndose camino en el matorral tupido, como un cuerpo que
intenta ganar terreno apretujado en medio de la multitud, asomó la punta de una
vigilia breve, fugaz entre dos sueños, o peor, entre dos muertes. Gritó, y el
grito fue algo ajeno y lo precipitó al vacío.
—No grite.
Las dos palabras, sordas, amansadas por
incontables muros de lana, le llegaron desde la derecha. Se detuvo, a la
expectativa. Entonces no estaba solo. Entonces había algo más que oscuridad.
—Ahora se va a enterar —dijo otra voz, filosa,
chirriante, llegando desde la izquierda.
—¿La noticia buena o la mala?
—Siempre el mismo chiste. Está gastado.
—Pero es efectivo.
Mientras las voces chisporroteaban, saltando
entre bocas invisibles, Zebrel intentó juntar los pocos datos que había
recogido. Estaba en una cama, sumido en la oscuridad, probablemente en la
habitación de un hospital, flanqueado por loros parlanchines. Había una noticia
mala y una buena, como en el chiste del tipo al que le habían cortado las dos
piernas; la buena noticia, dijo el médico, es que le vendí los zapatos a buen
precio a uno que le tuvimos que cortar los dos brazos. ¿Y por qué a buen
precio? Porque a la gente sin brazos les gustan los mocasines.
Sin brazos, sin piernas. Humor negro.
—¿Quiénes son ustedes?
Las voces se apagaron un momento. Y luego,
tras alisar un papel arrugado en la garganta, el de la izquierda dijo:
—Faso, me dicen Faso. Antes me llamaba de otro
modo. Pero nadie conserva los viejos nombres en este lugar.
—Yo me llamo Zebrel, Guido Zebrel, y no veo
por qué tendría que perder mi nombre de toda la vida.
—Se equivoca. Ya verá por qué —dijo el de la
derecha.
—O no —dijo Faso.
—¿O no? —Una corriente helada, húmeda corrió
por la espina dorsal de Zebrel y anidó en la nuca.
—Él quiere decir —susurró el de la derecha, y
había una pizca de sádico placer en su tono— que verá en el supuesto caso de
que le hayan dejado los ojos en su lugar. A veces remueven los ojos, así como
lo oye. Si se los sacaron no verá, así de simple. Más claro, échele agua. Soy
Killer.
—No es cierto —dijo Faso—. Ya no hay ciegos,
ni mancos. Los hermanos se hacen cargo. Las armaduras suplen cualquier
carencia. ¡Lo que avanzó la tecnología! Se puede ver sin ojos y hablar sin
lengua.
—¿De qué hablan? —Zebrel no podía determinar
si los hombres hablaban en serio o solo se estaban mofando de él.
—Ya se va a enterar —dijo Killer.
—Ya se va a enterar —dijo Faso.
Una picadura en la nuca y el relámpago de
dolor apagó la conciencia de Zebrel.
Otro despertar. De día. Estaba en una habitación blanca. Tenía
ojos. Giró la cabeza y vio vacía la cama de la derecha. En la de la izquierda,
un hombre flaco miraba el techo. Era más enjuto de lo habitual y parecía estar
ciego.
—¿Faso?
—No —dijo el otro con voz agria—. Faso está
trabajando; en este lugar hay que ganarse el pan. Ya le va a tocar.
—¿A mí?
—Sí, a usted. Ya se va a enterar —dijo el otro
sin apartar los ojos del techo—. ¿Tiene corona? No tiene. Entonces lo van a
meter en un exoprot y lo van a mandar a pedir limosna y a reclutar gente. —La
expresión era amarga, resentida.
—A mi nadie me va a mandar a ninguna parte
—bramó Zebrel—. Voy a salir de este lugar ahora mismo y les voy a meter una
denuncia... les voy a romper el culo...
—Lo dudo —dijo el otro—. Primero averigüe qué
le cortaron. Y si todavía no le cortaron nada, ya se lo van a cortar.
Zebrel se sintió aturdido. Volvió a pensar en
la mujer del callejón y en la garra del exoprot moliéndole los huesos. Recordó
el espacio roto entre nubes negras y levantó los brazos. Le habían amputado
ambas manos.
Un pie y la lengua se los cercenaron al día siguiente, bien
temprano. Los cirujanos eran eficientes, veloces; trabajaban en equipo con los
técnicos. Lo metieron en el exoprot y lo conectaron.
—Prueba de voz —dijo un tipo enfundado en un
mono azul pastel que tenía los símbolos de la secta en medio del pecho. El tipo
era rubio; llevaba el cabello cortado al ras y una mueca de asco le colgaba de
los labios—. Hable.
Zebrel sabía que le habían cortado la lengua,
pero habló y el exoproct se encargó del resto.
—¡Hijos de puta!
—Bien —dijo el técnico dirigiéndose a otro, de
mono verde—. Funciona. Ahora mándenle el aviso de que debe evitar los insultos
y las blasfemias.
Una descarga eléctrica golpeó la tráquea de
Zebrel y pareció alojarse en el muñón de la lengua.
—¿Se da cuenta? —dijo una mujer menuda; estaba
sentada a los pies de Zebrel y usaba un mono rosa—. Cada vez que diga algo
inconveniente recibirá una descarga. Cada vez que reciba una descarga será más
potente. Nunca sabrá si la siguiente es el golpe mortal. Cuide la lengua.
—No tengo —dijo Zebrel.
Junto con la descarga llegó el comentario del
técnico vestido de verde. —Las ironías también son punibles.
—¿Puedo pensar? —insistió Zebrel,
irreductible. El siguiente disparo lo arrojó al pozo sin fondo.
Despertó en el mismo callejón de putas donde empezara la
pesadilla. Sobre la acera húmeda se demoraban las hojas de un diario al que el
viento se obstinaba en dar clases de vuelo. Hacía frío, pero el exoprot lo
mantenía arropado en una engañosa calidez.
—¿Qué se te ofrece, hermano? —La voz ligeramente sofocada de una mujer sonó junto al
hombro de Zebrel.
—Que alguien me saque de esta lata de sardinas
—dijo él en un tono extraño pero firme. No obstante, la descarga llegó puntual,
y con ella la amenaza del operador de turno en la base.
—Ella vende su cuerpo al primero que se le
cruza y busca redención. Dale lo que pide. No te preocupes si tu poder la
lastima; ella necesita dolor para redimirse.
—Te ofrezco la paz a través del sufrimiento
—improvisó Zebrel. Nadie le había dicho sobre qué asuntos debía predicar, pero
era indiscutible que ciertas palabras clave evitaban la descarga.
—Ah, uno de esos —dijo la prostituta—. No necesito sufrir. Me gano la vida con
el placer, aunque sea el placer ajeno. Y aunque el dinero que gano con ellos sea
escaso.
—¡Ahora! —urgió la voz del monitor—. El lazo.
—¡Corra! —dijo Zebrel. No tenía ninguna
intención de activar el lazo.
La mujer lo miró espantada, aunque comprendió
de inmediato. Corrió sin pensar, martillando el pavimento con sus plataformas
de cristal y perdiendo el chal que le cubría los pechos, pero siguió corriendo
y puso suficiente distancia a tiempo, mientras el puñetazo eléctrico hacía su
trabajo y sumía a Zebrel en la inconsciencia, arrojándolo a un abismo más
profundo que la muerte.
Despertó en el hospital, unos pocos segundos o varios años después.
No se despierta de la muerte, pensó, pero es casi lo mismo.
—Es casi lo mismo —dijo el monitor. No era el
que había controlado sus movimientos en el callejón, pero este también le leía
los pensamientos, y era más duro, mucho más filoso. Aquellas cuatro miserables
palabras se hundieron profundamente en la carne de Zebrel y le permitieron
encajar la certeza sin retorno: no había vuelta atrás.
De nuevo en la calle. Zebrel observa a un hombre caminando delante
de él. Con una mezcla de inseguridad y urgencia, lo alcanza, le aferra el
brazo, lo detiene, lo increpa.
—¡Eh, usted!
El hombre siente una picadura en el cuello, se
da la vuelta y contesta molesto por la intrusión. —¿Qué quiere?
—Venga, acérquese. Esta es la Palabra, hermano
—dice Zebrel—. El espíritu divino que mora en el Libro golpea a su puerta. Déjelo
entrar, hermano; el sufrimiento ingresará a su vida y lo hará fuerte.
—¡Váyase a la mierda! Usted y todos los demás
hijos de puta como usted. —El hombre trata de darse vuelta y alejarse, pero
Zebrel lo aferra con la pinza de cuatro dedos. El hombre forcejea inútilmente e
insulta de nuevo a Zebrel—. ¡Maldito hijo de puta; que me sueltes, ya! ¡Que
alguien me ayude!
Zebrel, lejos de soltarlo, incrementa la
presión y proyecta un tentáculo formado por infinitas piezas de metal,
exquisitamente articuladas, que se enrosca en el cuello del prisionero. La firmeza
y la fuerza del lazo están a punto de estrangularlo.
—¡Suélteme, asqueroso catequista! ¡Socorro!
La punta del lazo de metal se alza como un
áspid, se afina y pica al hombre dos veces en la nuca. Las garras multiplican
por diez la presión que ejercen sobre los huesos de las manos y los trituran.
El hombre pierde el conocimiento. Sobreviene el abismo.
Negro. Oscuridad.
Tinieblas.
Sergio Gaut vel Hartman nació en Buenos Aires el 28 de septiembre de 1947. Es escritor, editor y antólogo. Inició su carrera literaria en 1970, publicando en la revista española Nueva Dimensión. En Argentina, fue parte del equipo de la revista El Péndulo y fundó el fanzine Sinergia y dirigió la revista Parsec. Su primer libro de cuentos, Cuerpos descartables, fue publicado en 1985 por Ediciones Minotauro. Ha sido finalista del Premio Minotauro 2005 con su novela El juego del tiempo, y del Premio UPC por su novelas cortas Otro camino, Carne verdadera y Otro dios caprichoso. Creó y coordina el TALLER 9 de escritura creativa y este blog, MICROFICCIONES Y CUENTOS. En las últimas semanas ha sido finalista en varios concursos literarios, aunque no ganó ninguno de ellos.



