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miércoles, 26 de junio de 2024

EL PASAJERO DE LA SOMBRA

Lucía Amanda Coria

 

Los cerros se habían retirado de mala gana para hacerle lugar a la flamante Estación Terminal de Ómnibus, instalada como un estrafalario nido metálico en la hendija telúrica, allí donde el viento pampero se adelgazaba en agujas de frío y se volvía chorrillero.

Aquella noche, la última del mes de octubre, un enorme autobús llegó al lugar, depositó gran parte de su contenido sobre las flamantes plataformas del recién inaugurado edificio y se retiró velozmente, como si temiera algo. Tal vez en alguna oportunidad una ciudad le rechazó los pasajeros; vaya a saber.

A nadie le llamó la atención ese pasajero rezagado, que parecía buscar las zonas menos iluminadas. En realidad parecía invisible. La gente incluso podía atravesarlo, como si fuese una cortina de hilos.

El pasajero de la sombra acomodó su paso a la lunática circunstancia de no alcanzar el último taxi disponible. No tenía más equipaje que su desencanto, ya bastante ejercitado, así que siguió caminando sin ningún apuro.

—¿Taxi, señor? —dijo una voz amable a sus espaldas. —Al volverse encontró una anchísima sonrisa. Asintió en silencio y esperó a que el otro le abriera la puerta. Entró al vehículo esquivando el espacio visual que le otorgaba el espejo retrovisor, donde lo esperaban todas las miradas posibles. Una de ellas logró captarlo—. ¿Adonde lo llevo?

Con voz atiplada dio una dirección. Una calle bastante céntrica, en el casco antiguo.

La mirada del taxista siguió recorriendo la figura del pasajero. Era muy viejo, pero estaba vestido con un modernísimo equipo deportivo adornado con detalles de líneas plateadas, como es frecuente ver en los adolescentes. El calzado era del mismo estilo. Aunque siempre a la expectativa, lo apremió la necesidad de hablar. Al taxista, como la mayoría de quienes ejercen ese oficio, le gustaba conversar con sus pasajeros. Comentarios de diversos tonos poblaron el habitáculo, pero todos chocaron con el hermetismo del anciano, que ni siquiera se dignó mirarlo.

Este viejo es tonto o es mudo, pensó, bastante molesto. Aceleró la marcha y no habló más.

Siempre en silencio, llegaron a destino. El pasajero le extendió un flamante billete de cien pesos, con la imagen de Eva Perón. El taxista lo rechazó fríamente.

—Deme cambio, por favor —le dijo.

Sin contestar, el otro puso en su mano otro billete de menor valor, también flamante. Ya había descendido y con un gesto le dio a entender que se quedara con el vuelto.

Caminó despacio, saludando a los vecinos que tomaban mate en la vereda. Aspiraba el perfume de las madreselvas en flor, con los ojos muy abiertos. Sentía la sangre recorrer sus arterias con un ruido de acequia. El viento en sus piernas desnudas, y el ardor de las rodillas raspadas durante ese partido interminable. Tenía miedo. Pero igual golpeó con fuerza la gruesa puerta de madera, imaginando lo que vendría.

—Muchacho de porra —diría su madre entre coscorrones en la cabeza—. Que sea la última vez que te vas a jugar a la pelota sin mi permiso.

Y sabía también que le reprendería por llegar tarde a la cena. Tendría que contarle lo del accidente. Y del pacto que había hecho para poder venir. Golpeó de nuevo.

Finalmente la puerta se abrió muy despacio, con un quejido de bisagras oxidadas. En el vano se instaló la oscuridad, como un bostezo fantástico, interminable.

—Hola mamá, siento haberme demorado —dijo con voz contrita. Y entró rápidamente, cubriéndose la cabeza con ambas manos, para atajar los golpes.

Muy arriba, engarzada en un cielo purísimo, el increíble cielo de San Luis, la luna nueva, abría un paréntesis argentado. Su tenue luz alumbraba apenas un gran cartel que anunciaba: “Próximamente aquí. Edificio Torre SIGLO XXI”. Y detrás, los escombros de una casa en demolición, de la cual solo quedaba en pie un macizo marco de madera con su ruinosa puerta… que se abrió de golpe y empezó a moverse impulsada por el viento chorrillero.

Aunque la mirada curiosa regresó una y otra vez no pudo ver nada en la calle solitaria. El pasajero de la sombra había desaparecido.


Lucía Amanda Coria vive en San Luis, Argentina. Es licenciada en Enseñanza de la Economía de la Universidad Nacional de San Luis. Se desempeña como docente del nivel medio y superior de su ciudad natal. Ha participado en congresos literarios nacionales e internacionales. Sus trabajos literarios están publicados en antologías de poesía y narrativa de Argentina, México, Perú, Chile, España y Canadá.

 

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