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jueves, 27 de noviembre de 2025

EL POZO DEL ALMA

Adnadin Jašarević

Arrastro las piernas, estas piernas pesadas de viejo, sobre el empedrado que, sin duda, es más antiguo que yo. Empedrado como un espejo retorcido, cubierto por una capa de suciedad, polvo y años, aquí y allá levantado, hundido, cruzado por charcos que quedaron tras la reciente lluvia. Los edificios austríacos, grisáceos, se inclinan sobre mi cabeza: me presionan la coronilla hacia abajo. Desde niño he perseguido antigüedades, me atraían como un imán, irresistiblemente; recorrí el mundo en busca de secretos perdidos, gasté mi juventud entre ruinas, en el polvo de los siglos, desenterrando objetos cuya finalidad la gente ya había olvidado…

Ahora, cuando los años pesan pesadamente sobre mis hombros, todo lo que me recuerda la vejez hiere mis sentidos. Han pasado años, algunos, desde la última vez que contemplé la colección de la Universidad, la colección que yo mismo reuní, arrancada al olvido… Recuerdo, fue en la ciudad de Tanis, enterrada bajo toneladas de arena: allí toqué el arca sagrada; o Mohenjo-Daro, las cuevas de Altamira, el templo del dios toro en Minos… Hace mucho… Mi último viaje… Después de la gran guerra… No imaginé que volvería a atreverme a viajar a Europa del Este. ¡Malditos Rojos! Cracovia luce igual que entonces, en el 52. Solo las personas son otras, nuevas, al paso de un tiempo que a mí me arrojó a una vía muerta, sin salida…

Y, sin embargo, aquí estoy. Me siento en la terraza abierta de un café, en una mesa orientada hacia la iglesia de San Francisco de Asís. No es de las más hermosas de Cracovia, pero sí una de las más antiguas. La más antigua… Cielos, ¡ya empieza de nuevo! Me tiemblan las manos. Las escondo bajo la mesa para que el camarero no las vea.

—¿Panje, panje?

Panje, eso significa señor, creo… Pido un café. Sabe lo que quiero. Me entendió. Todos entienden el lenguaje del café. Mientras espero, observo la pequeña plaza. No hay gente frente a la iglesia: nadie entra. Los pocos transeúntes, parece, ni se atreven a mirarla. Yo también la observo con desgana, pero solo porque me recuerda mis viejos huesos. Prefiero intentar descifrar los letreros de las tiendas. Recuerdo algunas palabras en ruso –insuficientes para comprender el polaco– pero aun así me esfuerzo absurdamente. Solo intento matar el tiempo.

Concerté un encuentro con cierto Tomasz, llamémoslo Tom, ya que no se me dan bien esos nombres eslavos. Tom Holan. Ese tipo está algo chiflado y, al parecer, yo soy para él una especie de ídolo. Imagínese, ¿un admirador? Seamos francos: admirador de quien fui alguna vez. A mi dirección llegaban montones de cartas desde Cracovia firmadas por Tom Holan. Si las juntara todas, podría escribir por lo menos Guerra y paz. Los eslavos son tolstoianos incluso para escribir una simple carta…

Al principio no las leía. Las arrojaba sin piedad en la cesta marcada “admiradores”. Después, finalmente, conmovido por su insistencia, abrí uno de los sobres enviados desde Polonia. Leí la carta por encima, la siguiente con bastante más atención. Tom sabía muchísimo sobre mis aventuras, lo cual era extraño para alguien que vivía tras el telón de acero. Es arqueólogo, claro, no como yo. No. El tipo pasaba días, meses y años sepultado entre documentos. Lo entiendo. Necesitaba a alguien como el profesor Jones, un ídolo que recorre el mundo, de peligro en peligro, por la China antigua, la India exótica, las selvas salvajes de Sudamérica. Donde fuera, con tal de no estar en los pasillos húmedos de los museos, en cuartuchos polvorientos repletos de libros y registros.

Sin embargo, este ratón de biblioteca encontró algo que logró sacarme de mi solitario hogar en las montañas. Ese granuja me arrastró desde el otro lado del océano hasta aquí, a esta plaza, quién sabe cómo se llama, exactamente al mediodía del 23 de abril del 77. Aquí estoy, puntual, cómo no habría de estarlo…

Como escribió entonces Tom: En los archivos encontré el plano del Gueto. Una de las edificaciones llamó mi atención, su diseño: octogonal, con un patio octogonal. Los judíos no apreciaban el número ocho, el siete y otros sí, pero el ocho, jamás…

Volví a mirar cuidadosamente el plano. En el patio interior estaba dibujado otro octógono. No logré adivinar para qué servía porque, a juzgar por su tamaño y proporciones, no podía tratarse de un edificio ni nada similar.

Este hallazgo, en apariencia inocente –en realidad apenas una sospecha– despertó mi interés por Tom Holan. Maldito sea, ni aun en mi vejez pude librarme del irresistible poder del misterio. Esperaba sus cartas con impaciencia. Como en una serie de televisión emocionante, Tom me introducía, episodio tras episodio, en la última aventura de mi vida.

…ese edificio no tiene ventanas. No están tapiadas… nunca hubo ventanas en sus muros… Los vecinos la llaman “el edificio ciego”. Estuve rondándola un tiempo, preguntándome qué habría tras esos muros sin ojos. Pero no me atreví a comprobarlo…

¡Maldito! ¡Ni una chispa de espíritu investigador! Estar a un paso del secreto y ni siquiera intentar asomarse. ¡Ah, si yo hubiera estado allí…! Me irrité entonces: arrugué la carta de Holan y la tiré. Y ahora estoy aquí. En Cracovia. Esperándolo. Recordando sospechas, indicios…

Tom no se atrevió a acercarse al edificio. Prefirió volver a sus libros y buscar en ellos una respuesta.

Encontré un escrito del rabino Makejević acerca del edificio ciego: “Está sellado para que nunca nada salga de él ni entre desde afuera. Ocho son las puertas que conducen al interior y ocho son los sellos en esas puertas. Quien se atreva a romper los sellos romperá también el mundo que conocemos. No estoy seguro por qué se cerró el edificio. El rabino insinúa un oscuro secreto que nos supera, un peligro para los vivos que se oculta dentro de los muros octogonales. Y, además, menciona un pozo del alma, aunque en un contexto que no entiendo…”

¡Qué idiota! ¡Eso, eso fue lo que me movió! Salí de mi cabaña como si todos los demonios del mundo me persiguieran. El pozo del alma. El Grial de todos los arqueólogos y aventureros desde tiempos antiguos. Lugar, o no-lugar, donde se encuentran los mundos. El visto y el no visto.

Por fin, gracias, Tom…

—¿Profesor Jones? —Giré la cabeza lentamente hacia la voz temblorosa, amortiguada. Un hombrecillo calvo, parecido a una concha, hundido en sí mismo, de rostro gris, traje gris, totalmente gris—. ¿Profesor Jones? —repitió.

—Sí, soy Jones… Usted es Holan, supongo.

La amplia sonrisa del desconocido mostraba alivio, no una alegría desbordante por encontrarse con su ídolo.

—Por fin, profesor, por fin. No puede imaginar cuánto significa para mí conocerlo.

Me pregunté cuánto significaba en verdad: ¿su entusiasmo por la figura del aventurero Jones?, ¿su decepción al ver en qué se había convertido ese Jones?, o quizá significaba que yo lo aliviaría al fin de un secreto insoportable…

—¿Tomará un café conmigo?

—¡Con gusto!

Se sentó frente a mí, cara a cara. Sorbemos un líquido tibio, aguado, que ni siquiera huele a café. Escucho a medias sus expresiones de admiración. Finalmente, el resumen del informe sobre el edificio octogonal del Gueto, resumen de los informes que ya había leído con atención en sus cartas…

—…entonces, le mostraré ese edificio, pero no veo por dónde entrar. Las puertas están selladas…

—No se preocupe por eso, amigo mío. No pienso entrar por las puertas.

—¿No? —me miró interrogante.

—Entraré por el techo hasta el patio interior.

Holan abrió los ojos de par en par. No estoy seguro de si vi en ellos admiración rayana en la adoración o el shock de alguien que se encuentra ante un loco capaz de todo: de todo según sus criterios…

—Entonces, esta noche…

—Esta noche, si es posible hacerlo…

 

Subo por la cuerda, apoyando los pies contra la fachada de la edificación, agrietada como por viruela. No tan fácil como antes. Dudo que lo consiga. Siento a mis espaldas la mirada terca de Tom. No puedo fallar, si le preguntan a él. A mí no: el corazón me golpea como un loco, los músculos entumecidos, no siento los brazos ni las piernas. ¡Solo un poco más! Ahí está. Agarro el borde con la mano; las tejas caen a la calle, muy abajo. Arrastro mi cuerpo pesado hasta el techo, me impulso por entre las tejas como un gusano… Y me siento como un gusano… Debo tomar aliento. Las sombras y la luna juegan sobre el tejado. Me arrastro. Descanso. Me arrastro. Aquí está.

Por fin, miro el patio interior. Iluminado solo por la luna, parece irreal, como si abajo no hubiera suelo donde descender, solo sombra y una luz tenue como neblina… En el centro, a primera vista como suspendido, un pozo octogonal… En el centro del patio y en el centro del mundo… Al fin lo encontré: el pozo del alma. La puerta que une y separa… Muchos lo buscaron y no lo hallaron. No mientras vivían, al menos… Orfeo pasó por él y regresó. Gilgamesh y Odiseo se plantaron ante esas puertas. Y Randolph Carter. Y ahora yo, viejo aventurero, el profesor Jones.

Lanzo la cuerda por el muro oscuro. Desciendo al patio, rápido, como en mis años mozos, que prefiero no recordar, ya que me recuerdan lo frágil y gastado que estoy ahora. Me hundo hasta las rodillas en la sombra. Camino hacia el pozo como quien se dispone a nadar.

Me imagino observándome desde el tejado: cómo debo de parecer, vacilante, tambaleante, a la derecha, a la izquierda… Debo de parecer una criatura danzando una danza sacrílega ante los altares de los Antiguos, demonios cuyos adoradores ni la piedra recuerda ya… Esta piedra con la que está hecho el pozo, seguro que sí los recuerda, a Catuge y a Yog-Sothoth, el Constructor cuyas intenciones jamás comprenderemos…

Toco su superficie lisa y fría con cuidado, como si tocara a una mujer, esperando que me responda: nada. No hay irregularidades, ninguna marca… Solo en la tapa: una serpiente que se muerde la cola. La tapa es pesada. La empujo a un lado. Deteniéndome a menudo, sin aire. La muevo poco a poco hasta que finalmente se vuelca sobre el borde del pozo.

Miro el agujero oscuro cuya profundidad ninguna luz podrá iluminar. ¿Es necesario ofrecer un sacrificio, derramar sangre sobre el pozo, como hizo Odiseo? ¡No! No quiero hablar con almas perdidas.

No lo dudo. Arrojo la cuerda al abismo ciego.

Paso las piernas por encima del borde. Me aferro a la cuerda. Aunque no sé para qué. De poco me servirá. No hay cuerda en este mundo lo bastante larga para este descenso. Aun así la aprieto, más fuerte, se me clava en las palmas. Es, sí, algo así como un vínculo tenue, poco confiable y a la vez único con la realidad que abandono. No es fácil renunciar a todo lo que se ha vivido, durante años… No veo mis piernas por debajo de las rodillas. Ni las siento, allá abajo, en la oscuridad del pozo.

¿Qué pasará cuando me descuelgue? No importa, no temo a la oscuridad. En mi larga vida, durante años recorrí la oscuridad por caminos por los que otros no se atrevían o no querían ir. Ahora comprendo que todos mis caminos me condujeron a este, el último. Desciendo, ¡ahora!

La oscuridad me envuelve. Me hundo. Suelto la cuerda. No veo nada, o mejor dicho, veo la nada. La abertura sobre mí ha desaparecido: no hay estrellas enmarcadas en un octágono que me indiquen de dónde vengo. No hay sonidos, olores, nada. Extraño… parece como si flotara, no como en el agua, sino como en aceite. Aquí no hay nada que suavice la oscuridad. Nada excepto la oscuridad… y yo. El viejo profesor Jones.

Voy “allí” por voluntad propia, en vida. Muere antes de la muerte… bien dicho… Antes de la muerte… Atracaré en la orilla de la “tierra seca”, y dudo que me espere en la colina dorada la antigua Valhalla o los fuegos del infierno. Esa orilla está hecha de oscuridad y sueños… Qué aventura, qué paraíso para un investigador sediento de misterio…

Oscuridad… Nada la suaviza… Solo yo… solo yo…

Adnadin Jašarević nació en Zenica, Bosnia, el 9 de marzo de 1967. Se graduó en periodismo en la Facultad de Ciencias Políticas de la Universidad de Sarajevo. Trabajó como periodista en el diario Oslobođenje, en NTV ZETEL y en RTV Zenica, donde fue editor de programas documentales y culturales. Desde 2007 es director del Museo de la Ciudad de Zenica. Fundó en 1994, en Zenica, la primera escuela de cómic de Bosnia y Herzegovina. Es editor de la colección Tragovima bosanskog kraljevstva (Tras las huellas del reino bosnio), una recopilación anual regional de relatos fantásticos, y desde 2006 organiza el festival de literatura fantástica del mismo nombre. También es fundador y editor del primer y único almanaque bosnioherzegovino dedicado a la épica y la ciencia ficción, Prometej (Prometeo), publicado entre 2000 y 2007. Ha publicado veinte libros, entre ellos la primera novela de fantasía épica de Bosnia y Herzegovina. Entre sus obras anteriores se encuentran libros para niños y jóvenes, las colecciones de relatos U dvorani ogledala (En el salón de los espejos), Tamoiza, y la novela Nedovršeni svijet (El mundo inacabado). También se dedica a la ilustración de libros.

 

 

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