Adnadin Jašarević
Arrastro las piernas, estas piernas pesadas de viejo, sobre el empedrado que, sin duda, es más antiguo que yo. Empedrado como un espejo retorcido, cubierto por una capa de suciedad, polvo y años, aquí y allá levantado, hundido, cruzado por charcos que quedaron tras la reciente lluvia. Los edificios austríacos, grisáceos, se inclinan sobre mi cabeza: me presionan la coronilla hacia abajo. Desde niño he perseguido antigüedades, me atraían como un imán, irresistiblemente; recorrí el mundo en busca de secretos perdidos, gasté mi juventud entre ruinas, en el polvo de los siglos, desenterrando objetos cuya finalidad la gente ya había olvidado…
Ahora, cuando los años pesan
pesadamente sobre mis hombros, todo lo que me recuerda la vejez hiere mis
sentidos. Han pasado años, algunos, desde la última vez que contemplé la
colección de la Universidad, la colección que yo mismo reuní, arrancada al olvido…
Recuerdo, fue en la ciudad de Tanis, enterrada bajo toneladas de arena: allí
toqué el arca sagrada; o Mohenjo-Daro, las cuevas de Altamira, el templo del
dios toro en Minos… Hace mucho… Mi último viaje… Después de la gran guerra… No
imaginé que volvería a atreverme a viajar a Europa del Este. ¡Malditos Rojos!
Cracovia luce igual que entonces, en el 52. Solo las personas son otras,
nuevas, al paso de un tiempo que a mí me arrojó a una vía muerta, sin salida…
Y, sin embargo, aquí estoy. Me
siento en la terraza abierta de un café, en una mesa orientada hacia la iglesia
de San Francisco de Asís. No es de las más hermosas de Cracovia, pero sí una de
las más antiguas. La más antigua… Cielos, ¡ya empieza de nuevo! Me tiemblan las
manos. Las escondo bajo la mesa para que el camarero no las vea.
—¿Panje, panje?
Panje, eso significa señor,
creo… Pido un café. Sabe lo que quiero. Me entendió. Todos entienden el
lenguaje del café. Mientras espero, observo la pequeña plaza. No hay gente
frente a la iglesia: nadie entra. Los pocos transeúntes, parece, ni se atreven
a mirarla. Yo también la observo con desgana, pero solo porque me recuerda mis
viejos huesos. Prefiero intentar descifrar los letreros de las tiendas.
Recuerdo algunas palabras en ruso –insuficientes para comprender el polaco–
pero aun así me esfuerzo absurdamente. Solo intento matar el tiempo.
Concerté un encuentro con cierto
Tomasz, llamémoslo Tom, ya que no se me dan bien esos nombres eslavos. Tom
Holan. Ese tipo está algo chiflado y, al parecer, yo soy para él una especie de
ídolo. Imagínese, ¿un admirador? Seamos francos: admirador de quien fui alguna
vez. A mi dirección llegaban montones de cartas desde Cracovia firmadas por Tom
Holan. Si las juntara todas, podría escribir por lo menos Guerra y paz.
Los eslavos son tolstoianos incluso para escribir una simple carta…
Al principio no las leía. Las
arrojaba sin piedad en la cesta marcada “admiradores”. Después, finalmente,
conmovido por su insistencia, abrí uno de los sobres enviados desde Polonia.
Leí la carta por encima, la siguiente con bastante más atención. Tom sabía
muchísimo sobre mis aventuras, lo cual era extraño para alguien que vivía tras
el telón de acero. Es arqueólogo, claro, no como yo. No. El tipo pasaba días,
meses y años sepultado entre documentos. Lo entiendo. Necesitaba a alguien como
el profesor Jones, un ídolo que recorre el mundo, de peligro en peligro, por la
China antigua, la India exótica, las selvas salvajes de Sudamérica. Donde
fuera, con tal de no estar en los pasillos húmedos de los museos, en cuartuchos
polvorientos repletos de libros y registros.
Sin embargo, este ratón de
biblioteca encontró algo que logró sacarme de mi solitario hogar en las
montañas. Ese granuja me arrastró desde el otro lado del océano hasta aquí, a
esta plaza, quién sabe cómo se llama, exactamente al mediodía del 23 de abril
del 77. Aquí estoy, puntual, cómo no habría de estarlo…
Como escribió entonces Tom: En
los archivos encontré el plano del Gueto. Una de las edificaciones llamó mi
atención, su diseño: octogonal, con un patio octogonal. Los judíos no
apreciaban el número ocho, el siete y otros sí, pero el ocho, jamás…
Volví a mirar cuidadosamente el
plano. En el patio interior estaba dibujado otro octógono. No logré adivinar
para qué servía porque, a juzgar por su tamaño y proporciones, no podía
tratarse de un edificio ni nada similar.
Este hallazgo, en apariencia
inocente –en realidad apenas una sospecha– despertó mi interés por Tom Holan.
Maldito sea, ni aun en mi vejez pude librarme del irresistible poder del
misterio. Esperaba sus cartas con impaciencia. Como en una serie de televisión
emocionante, Tom me introducía, episodio tras episodio, en la última aventura
de mi vida.
…ese edificio no tiene ventanas.
No están tapiadas… nunca hubo ventanas en sus muros… Los vecinos la llaman “el
edificio ciego”. Estuve rondándola un tiempo, preguntándome qué habría tras
esos muros sin ojos. Pero no me atreví a comprobarlo…
¡Maldito! ¡Ni una chispa de
espíritu investigador! Estar a un paso del secreto y ni siquiera intentar
asomarse. ¡Ah, si yo hubiera estado allí…! Me irrité entonces: arrugué la carta
de Holan y la tiré. Y ahora estoy aquí. En Cracovia. Esperándolo. Recordando
sospechas, indicios…
Tom no se atrevió a acercarse al
edificio. Prefirió volver a sus libros y buscar en ellos una respuesta.
Encontré un escrito del rabino
Makejević acerca del edificio ciego: “Está sellado para que nunca nada salga de
él ni entre desde afuera. Ocho son las puertas que conducen al interior y ocho
son los sellos en esas puertas. Quien se atreva a romper los sellos romperá
también el mundo que conocemos. No estoy seguro por qué se cerró el edificio.
El rabino insinúa un oscuro secreto que nos supera, un peligro para los vivos
que se oculta dentro de los muros octogonales. Y, además, menciona un pozo del
alma, aunque en un contexto que no entiendo…”
¡Qué idiota! ¡Eso, eso fue lo que
me movió! Salí de mi cabaña como si todos los demonios del mundo me
persiguieran. El pozo del alma. El Grial de todos los arqueólogos y
aventureros desde tiempos antiguos. Lugar, o no-lugar, donde se encuentran los
mundos. El visto y el no visto.
Por fin, gracias, Tom…
—¿Profesor Jones? —Giré la cabeza lentamente
hacia la voz temblorosa, amortiguada. Un hombrecillo calvo, parecido a una
concha, hundido en sí mismo, de rostro gris, traje gris, totalmente gris—. ¿Profesor
Jones? —repitió.
—Sí, soy Jones… Usted es Holan,
supongo.
La amplia sonrisa del desconocido
mostraba alivio, no una alegría desbordante por encontrarse con su ídolo.
—Por fin, profesor, por fin. No
puede imaginar cuánto significa para mí conocerlo.
Me pregunté cuánto significaba en
verdad: ¿su entusiasmo por la figura del aventurero Jones?, ¿su decepción al
ver en qué se había convertido ese Jones?, o quizá significaba que yo lo
aliviaría al fin de un secreto insoportable…
—¿Tomará un café conmigo?
—¡Con gusto!
Se sentó frente a mí, cara a cara.
Sorbemos un líquido tibio, aguado, que ni siquiera huele a café. Escucho a
medias sus expresiones de admiración. Finalmente, el resumen del informe sobre
el edificio octogonal del Gueto, resumen de los informes que ya había leído con
atención en sus cartas…
—…entonces, le mostraré ese
edificio, pero no veo por dónde entrar. Las puertas están selladas…
—No se preocupe por eso, amigo mío.
No pienso entrar por las puertas.
—¿No? —me miró interrogante.
—Entraré por el techo hasta el
patio interior.
Holan abrió los ojos de par en par.
No estoy seguro de si vi en ellos admiración rayana en la adoración o el shock
de alguien que se encuentra ante un loco capaz de todo: de todo según sus
criterios…
—Entonces, esta noche…
—Esta noche, si es posible hacerlo…
Subo por la cuerda,
apoyando los pies contra la fachada de la edificación, agrietada como por
viruela. No tan fácil como antes. Dudo que lo consiga. Siento a mis espaldas la
mirada terca de Tom. No puedo fallar, si le preguntan a él. A mí no: el corazón
me golpea como un loco, los músculos entumecidos, no siento los brazos ni las
piernas. ¡Solo un poco más! Ahí está. Agarro el borde con la mano; las tejas
caen a la calle, muy abajo. Arrastro mi cuerpo pesado hasta el techo, me impulso
por entre las tejas como un gusano… Y me siento como un gusano… Debo tomar
aliento. Las sombras y la luna juegan sobre el tejado. Me arrastro. Descanso.
Me arrastro. Aquí está.
Por fin, miro el patio interior.
Iluminado solo por la luna, parece irreal, como si abajo no hubiera suelo donde
descender, solo sombra y una luz tenue como neblina… En el centro, a primera
vista como suspendido, un pozo octogonal… En el centro del patio y en el centro
del mundo… Al fin lo encontré: el pozo del alma. La puerta que une y
separa… Muchos lo buscaron y no lo hallaron. No mientras vivían, al menos…
Orfeo pasó por él y regresó. Gilgamesh y Odiseo se plantaron ante esas puertas.
Y Randolph Carter. Y ahora yo, viejo aventurero, el profesor Jones.
Lanzo la cuerda por el muro oscuro.
Desciendo al patio, rápido, como en mis años mozos, que prefiero no recordar,
ya que me recuerdan lo frágil y gastado que estoy ahora. Me hundo hasta las
rodillas en la sombra. Camino hacia el pozo como quien se dispone a nadar.
Me imagino observándome desde el
tejado: cómo debo de parecer, vacilante, tambaleante, a la derecha, a la
izquierda… Debo de parecer una criatura danzando una danza sacrílega ante los
altares de los Antiguos, demonios cuyos adoradores ni la piedra recuerda ya…
Esta piedra con la que está hecho el pozo, seguro que sí los recuerda, a Catuge
y a Yog-Sothoth, el Constructor cuyas intenciones jamás comprenderemos…
Toco su superficie lisa y fría con
cuidado, como si tocara a una mujer, esperando que me responda: nada. No hay
irregularidades, ninguna marca… Solo en la tapa: una serpiente que se muerde la
cola. La tapa es pesada. La empujo a un lado. Deteniéndome a menudo, sin aire.
La muevo poco a poco hasta que finalmente se vuelca sobre el borde del pozo.
Miro el agujero oscuro cuya
profundidad ninguna luz podrá iluminar. ¿Es necesario ofrecer un sacrificio,
derramar sangre sobre el pozo, como hizo Odiseo? ¡No! No quiero hablar con
almas perdidas.
No lo dudo. Arrojo la cuerda al
abismo ciego.
Paso las piernas por encima del
borde. Me aferro a la cuerda. Aunque no sé para qué. De poco me servirá. No hay
cuerda en este mundo lo bastante larga para este descenso. Aun así la aprieto,
más fuerte, se me clava en las palmas. Es, sí, algo así como un vínculo tenue,
poco confiable y a la vez único con la realidad que abandono. No es fácil
renunciar a todo lo que se ha vivido, durante años… No veo mis piernas por
debajo de las rodillas. Ni las siento, allá abajo, en la oscuridad del pozo.
¿Qué pasará cuando me descuelgue?
No importa, no temo a la oscuridad. En mi larga vida, durante años recorrí la
oscuridad por caminos por los que otros no se atrevían o no querían ir. Ahora
comprendo que todos mis caminos me condujeron a este, el último. Desciendo,
¡ahora!
La oscuridad me envuelve. Me hundo.
Suelto la cuerda. No veo nada, o mejor dicho, veo la nada. La abertura sobre mí
ha desaparecido: no hay estrellas enmarcadas en un octágono que me indiquen de
dónde vengo. No hay sonidos, olores, nada. Extraño… parece como si flotara, no
como en el agua, sino como en aceite. Aquí no hay nada que suavice la
oscuridad. Nada excepto la oscuridad… y yo. El viejo profesor Jones.
Voy “allí” por voluntad propia, en
vida. Muere antes de la muerte… bien dicho… Antes de la muerte… Atracaré en la
orilla de la “tierra seca”, y dudo que me espere en la colina dorada la antigua
Valhalla o los fuegos del infierno. Esa orilla está hecha de oscuridad y
sueños… Qué aventura, qué paraíso para un investigador sediento de misterio…
Oscuridad… Nada la suaviza… Solo
yo… solo yo…

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