Heiko H. Caimi
Nueva
York, diciembre de 1948
Las calles
alrededor del Princeton Club estaban cubiertas por una nieve acuosa que se
aferraba a los zapatos y a los párpados como un peso suave, lento. Hemingway
había llegado con diez minutos de adelanto, lo que para él ya era una pequeña
derrota. Llevaba en el bolsillo una libreta gastada, llena de garabatos con
preguntas que nunca haría. Había aceptado ese encargo para el New Yorker
más por curiosidad que por entusiasmo. Entrevistar a Einstein –el físico, el
pacifista, el cerebro que había firmado la carta a Roosevelt sobre la bomba– no
le parecía exactamente su oficio. Pero al final, se dijo, todos los hombres
son soldados después de la guerra, incluso aquellos que solo han usado la
pluma, o una fórmula.
Albert Einstein estaba sentado en
una sala reservada, las manos entrelazadas sobre la mesa como si estuviera
rezando o esperando un diagnóstico. Vestía un suéter informe, los cabellos
ralos como nubes estreñidas. Cuando vio a Hemingway, se levantó despacio y
esbozó una sonrisa cansada.
—Señor Hemingway —dijo con un
acento marcado, pero voz amable.
—Profesor —respondió Hemingway,
estrechándole la mano con una fuerza contenida, como se haría con un hombre
frágil pero no derrotado.
Se sentaron uno frente al otro.
Entre ellos, solo un cenicero, dos vasos de agua y el silencio tenue de quienes
están acostumbrados a ver el mundo derrumbarse desde ángulos distintos.
—¿Usted fuma, profesor?
—Solo cuando me siento optimista.
—Entonces le ofrezco uno de todas
maneras.
Hemingway encendió un cigarro y se
lo pasó, luego encendió el suyo.
—No sé por dónde empezar —dijo,
observando las venas azuladas de su propia muñeca—. No soy bueno con los
hombres de ciencia. Prefiero los tipos que disparan, beben y luego se
confiesan. En ese orden.
Einstein alzó ligeramente los
hombros.
—Yo también prefiero a quien se
confiesa. Pero hoy se prefiere a quien calla.
Hemingway hizo medio gesto de
sonrisa.
—Usted dijo una vez que la
guerra no puede ser humanizada, solo puede ser abolida.
—Es cierto. Aún lo creo.
—Entonces, ¿por qué le escribió a
Roosevelt para construir la bomba?
El científico bajó la mirada. Su
cigarro se consumía en el cenicero. Aspiró levemente el humo. El tiempo pareció
espesarse en la habitación.
—Por miedo. —Suspiró—. No de la
bomba, sino de los alemanes que la estaban construyendo. De esa ciencia.
Aún no era ciudadano estadounidense. Era judío. Había perdido amigos,
familiares. Alemania se había convertido en una fábrica de muerte.
—¿Y después?
—Después, comprendí que con mi… ciencia
había contribuido a crear un monstruo que nadie podía ya controlar. ¿Ha
disparado usted alguna vez contra un hombre que le pedía piedad?
Hemingway miró el cristal empañado
de la ventana.
—No. Solo contra aquellos que
disparaban primero. Pero a veces los soñaba pidiéndome piedad. Y entonces yo…
no disparaba. En los sueños nunca soy tan valiente como en la realidad.
Einstein asintió lentamente.
—Entonces usted es más honesto que
muchos generales.
El escritor hizo una pausa, dio una
larga calada a su cigarro y luego dijo:
—Quien aprieta el gatillo siempre
está más cerca de la muerte. Pero usted, profesor, lo tocó de todos modos.
Einstein entornó los ojos.
—Sí. Y la diferencia entre la
teoría y la sangre, en cierto punto, se vuelve muy fina.
Hemingway se recostó en el
respaldo.
—Usted dijo también: no había
previsto Hiroshima. Nadie puede prever el coraje de un hombre que ha dejado de
temer a Dios.
—Es una frase que ya no consigo
pronunciar en voz alta —murmuró el científico.
—Yo, en cambio —dijo Hemingway—,
prefiero a los que tienen miedo. En la guerra he visto hombres con el corazón
abierto que aún intentaban fumar. Pero nunca a nadie con la mirada tan vacía
como la suya cuando dice la palabra ciencia.
Einstein no respondió enseguida.
Luego dijo:
—Quizá porque ciencia se ha
convertido en una palabra militar.
El silencio volvió a posarse entre
ellos. Hemingway tomó la libreta y la hojeó, luego la cerró.
—Esta entrevista no saldrá nunca.
—¿Por qué no?
—Porque usted es demasiado lúcido,
y yo estoy demasiado borracho como para escribir algo que esté a la altura. Y
además, este es un diálogo entre dos hombres que tienen miedo, no un artículo
para una revista.
—Temo que incluso el New Yorker
prefiera las certezas. —Einstein se levantó para servirse un vaso de agua—.
¿Qué escribirá, entonces?
—Tal vez nada. Tal vez un cuento en
el que un viejo científico habla con un soldado que ya no puede matar, y juntos
descubren que el mundo ha cambiado demasiado rápido. Demasiado rápido para
cualquiera que tenga un alma… o un cerebro.
Einstein sonrió apenas.
—Si lo escribe, lo leeré.
—Si lo escribo, lo quemaré.
—¿Por qué?
—Algunas cosas es mejor mantenerlas
vivas solo en la memoria.
—O en la conciencia.
Se despidieron con otro apretón de
manos, esta vez más breve. Cuando Hemingway salió, la nieve se había convertido
en lluvia. Se detuvo bajo un soportal, encendió otro cigarro y miró el reloj.
Aún tenía tiempo para un trago. Luego, quizá, escribiría un relato que nadie
publicaría, pero que le permitiría, al menos por una noche, dormir sin sueños.
Posdata
del llamado “Manuscrito
encontrado de Ernest Hemingway” – cuaderno Moleskine, borde rojo, hallado en la
finca cubana después de 1961. Anotación sin título, tinta azul, corregida a
lápiz en el margen.
No era un hombre de
guerra. Eso me impresionó de inmediato. Tenía la mirada de alguien que solo ha
visto la guerra desde detrás de un escritorio. Y, sin embargo, le temblaban las
manos como a un veterano. No el temblor de los cobardes, sino el de quien ha
hecho algo que no consigue olvidar. Hay una diferencia. Los cobardes olvidan
rápido.
Nos encontramos en una habitación
en la planta baja, con cortinas pesadas que olían a naftalina y a papel viejo.
Yo tenía en el bolsillo una lista de preguntas, cosas de revista, del estilo
“¿Qué piensa de la relatividad aplicada a la moral?”, o alguna otra estupidez
buena para un intelectual de cóctel.
Él no estaba interesado en hablar
de fórmulas. Quería hablar de la bomba. No de la ciencia que había llevado a
construir la bomba, sino del ruido que hace cuando cae. De la piel que se
derrite, del niño que camina sin rostro. Hablaba despacio, pero cada palabra le
pesaba en la boca como plomo fundido.
Me dijo que le había escrito a
Roosevelt para impulsar el proyecto, pero que luego Truman había hecho lo que
nadie quería decir en voz alta: usarla de verdad. Lo dijo casi en un susurro:
«No había previsto Hiroshima. Nadie puede prever el coraje de un hombre que ha
dejado de temer a Dios».
Yo no dije nada. En la guerra he
visto hombres con el corazón abierto que aún intentaban fumar. Pero nunca a
nadie que tuviera la mirada tan vacía como él cuando pronunciaba la palabra
ciencia. Parecía que cada sílaba fuese un golpe asestado a la memoria.
En un momento me preguntó:
«Usted que ha combatido, ¿cree que
matar a un hombre es diferente de construir el arma para hacerlo?».
Yo respondí:
«Quien aprieta el gatillo es
siempre quien está más cerca de la muerte. Pero usted, profesor, la tocó
igualmente».
Nadie rio. Ni siquiera yo.
Tenía hambre y frío. Él tenía algo
peor: lucidez.
Aquella noche escribí unas pocas
líneas. Nunca hice un artículo. Era una conversación entre dos hombres que
sabían demasiadas cosas y habían olvidado demasiado pocas.
Y además, ¿quién diablos habría
querido leerlo?
(En el margen, a lápiz: «Reescribir
sin la última frase. Es demasiado verdadera»).
Heiko H. Caimi, nacido en 1968, es
escritor, guionista, poeta y profesor de narrativa. Ha colaborado como autor
con editoriales como Mondadori, Tranchida, Abrigliasciolta y otras. Ha
impartido clases en la librería Egea de la Universidad Bocconi de Milán y en
diversas escuelas, bibliotecas y asociaciones de Italia y Suiza. Desde 2013, es
director editorial de la revista literaria Inkroci. Es uno de los fundadores y
organizadores del festival literario itinerante Libri in Movimento. Ha
colaborado con el boletín "InPrimis" en la columna "Pagine in a
minute" y con el blog "Sdiario" de la escritora Barbara
Garlaschelli. Publicó la novela I predestinati (Prospero, 2019) y editó
las antologías de relatos Más allá de la frontera. Historias de migración
(Prospero, 2019), Yo también. Historias de mujeres al límite (Prospero,
2021), Nos sentamos en el lado equivocado (con Viviana E. Gabrini,
Prospero, 2022), Nada por lo que matar (con Viviana E. Gabrini,
Calibano, 2024) y Transformaciones. Historias de un planeta en
transformación (con Giovanni Peli, Calibano, 2025). Varios de sus relatos
aparecen en antologías, revistas y en línea.
