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viernes, 5 de diciembre de 2025

UN DÍA DE INVIERNO

Heiko H. Caimi


Nueva York, diciembre de 1948

 

Las calles alrededor del Princeton Club estaban cubiertas por una nieve acuosa que se aferraba a los zapatos y a los párpados como un peso suave, lento. Hemingway había llegado con diez minutos de adelanto, lo que para él ya era una pequeña derrota. Llevaba en el bolsillo una libreta gastada, llena de garabatos con preguntas que nunca haría. Había aceptado ese encargo para el New Yorker más por curiosidad que por entusiasmo. Entrevistar a Einstein –el físico, el pacifista, el cerebro que había firmado la carta a Roosevelt sobre la bomba– no le parecía exactamente su oficio. Pero al final, se dijo, todos los hombres son soldados después de la guerra, incluso aquellos que solo han usado la pluma, o una fórmula.

Albert Einstein estaba sentado en una sala reservada, las manos entrelazadas sobre la mesa como si estuviera rezando o esperando un diagnóstico. Vestía un suéter informe, los cabellos ralos como nubes estreñidas. Cuando vio a Hemingway, se levantó despacio y esbozó una sonrisa cansada.

—Señor Hemingway —dijo con un acento marcado, pero voz amable.

—Profesor —respondió Hemingway, estrechándole la mano con una fuerza contenida, como se haría con un hombre frágil pero no derrotado.

Se sentaron uno frente al otro. Entre ellos, solo un cenicero, dos vasos de agua y el silencio tenue de quienes están acostumbrados a ver el mundo derrumbarse desde ángulos distintos.

—¿Usted fuma, profesor?

—Solo cuando me siento optimista.

—Entonces le ofrezco uno de todas maneras.

Hemingway encendió un cigarro y se lo pasó, luego encendió el suyo.

—No sé por dónde empezar —dijo, observando las venas azuladas de su propia muñeca—. No soy bueno con los hombres de ciencia. Prefiero los tipos que disparan, beben y luego se confiesan. En ese orden.

Einstein alzó ligeramente los hombros.

—Yo también prefiero a quien se confiesa. Pero hoy se prefiere a quien calla.

Hemingway hizo medio gesto de sonrisa.

—Usted dijo una vez que la guerra no puede ser humanizada, solo puede ser abolida.

—Es cierto. Aún lo creo.

—Entonces, ¿por qué le escribió a Roosevelt para construir la bomba?

El científico bajó la mirada. Su cigarro se consumía en el cenicero. Aspiró levemente el humo. El tiempo pareció espesarse en la habitación.

—Por miedo. —Suspiró—. No de la bomba, sino de los alemanes que la estaban construyendo. De esa ciencia. Aún no era ciudadano estadounidense. Era judío. Había perdido amigos, familiares. Alemania se había convertido en una fábrica de muerte.

—¿Y después?

—Después, comprendí que con mi… ciencia había contribuido a crear un monstruo que nadie podía ya controlar. ¿Ha disparado usted alguna vez contra un hombre que le pedía piedad?

Hemingway miró el cristal empañado de la ventana.

—No. Solo contra aquellos que disparaban primero. Pero a veces los soñaba pidiéndome piedad. Y entonces yo… no disparaba. En los sueños nunca soy tan valiente como en la realidad.

Einstein asintió lentamente.

—Entonces usted es más honesto que muchos generales.

El escritor hizo una pausa, dio una larga calada a su cigarro y luego dijo:

—Quien aprieta el gatillo siempre está más cerca de la muerte. Pero usted, profesor, lo tocó de todos modos.

Einstein entornó los ojos.

—Sí. Y la diferencia entre la teoría y la sangre, en cierto punto, se vuelve muy fina.

Hemingway se recostó en el respaldo.

—Usted dijo también: no había previsto Hiroshima. Nadie puede prever el coraje de un hombre que ha dejado de temer a Dios.

—Es una frase que ya no consigo pronunciar en voz alta —murmuró el científico.

—Yo, en cambio —dijo Hemingway—, prefiero a los que tienen miedo. En la guerra he visto hombres con el corazón abierto que aún intentaban fumar. Pero nunca a nadie con la mirada tan vacía como la suya cuando dice la palabra ciencia.

Einstein no respondió enseguida. Luego dijo:

—Quizá porque ciencia se ha convertido en una palabra militar.

El silencio volvió a posarse entre ellos. Hemingway tomó la libreta y la hojeó, luego la cerró.

—Esta entrevista no saldrá nunca.

—¿Por qué no?

—Porque usted es demasiado lúcido, y yo estoy demasiado borracho como para escribir algo que esté a la altura. Y además, este es un diálogo entre dos hombres que tienen miedo, no un artículo para una revista.

—Temo que incluso el New Yorker prefiera las certezas. —Einstein se levantó para servirse un vaso de agua—. ¿Qué escribirá, entonces?

—Tal vez nada. Tal vez un cuento en el que un viejo científico habla con un soldado que ya no puede matar, y juntos descubren que el mundo ha cambiado demasiado rápido. Demasiado rápido para cualquiera que tenga un alma… o un cerebro.

Einstein sonrió apenas.

—Si lo escribe, lo leeré.

—Si lo escribo, lo quemaré.

—¿Por qué?

—Algunas cosas es mejor mantenerlas vivas solo en la memoria.

—O en la conciencia.

Se despidieron con otro apretón de manos, esta vez más breve. Cuando Hemingway salió, la nieve se había convertido en lluvia. Se detuvo bajo un soportal, encendió otro cigarro y miró el reloj. Aún tenía tiempo para un trago. Luego, quizá, escribiría un relato que nadie publicaría, pero que le permitiría, al menos por una noche, dormir sin sueños.

 

Posdata

del llamado “Manuscrito encontrado de Ernest Hemingway” – cuaderno Moleskine, borde rojo, hallado en la finca cubana después de 1961. Anotación sin título, tinta azul, corregida a lápiz en el margen.

 

No era un hombre de guerra. Eso me impresionó de inmediato. Tenía la mirada de alguien que solo ha visto la guerra desde detrás de un escritorio. Y, sin embargo, le temblaban las manos como a un veterano. No el temblor de los cobardes, sino el de quien ha hecho algo que no consigue olvidar. Hay una diferencia. Los cobardes olvidan rápido.

Nos encontramos en una habitación en la planta baja, con cortinas pesadas que olían a naftalina y a papel viejo. Yo tenía en el bolsillo una lista de preguntas, cosas de revista, del estilo “¿Qué piensa de la relatividad aplicada a la moral?”, o alguna otra estupidez buena para un intelectual de cóctel.

Él no estaba interesado en hablar de fórmulas. Quería hablar de la bomba. No de la ciencia que había llevado a construir la bomba, sino del ruido que hace cuando cae. De la piel que se derrite, del niño que camina sin rostro. Hablaba despacio, pero cada palabra le pesaba en la boca como plomo fundido.

Me dijo que le había escrito a Roosevelt para impulsar el proyecto, pero que luego Truman había hecho lo que nadie quería decir en voz alta: usarla de verdad. Lo dijo casi en un susurro: «No había previsto Hiroshima. Nadie puede prever el coraje de un hombre que ha dejado de temer a Dios».

Yo no dije nada. En la guerra he visto hombres con el corazón abierto que aún intentaban fumar. Pero nunca a nadie que tuviera la mirada tan vacía como él cuando pronunciaba la palabra ciencia. Parecía que cada sílaba fuese un golpe asestado a la memoria.

En un momento me preguntó:

«Usted que ha combatido, ¿cree que matar a un hombre es diferente de construir el arma para hacerlo?».

Yo respondí:

«Quien aprieta el gatillo es siempre quien está más cerca de la muerte. Pero usted, profesor, la tocó igualmente».

Nadie rio. Ni siquiera yo.

Tenía hambre y frío. Él tenía algo peor: lucidez.

Aquella noche escribí unas pocas líneas. Nunca hice un artículo. Era una conversación entre dos hombres que sabían demasiadas cosas y habían olvidado demasiado pocas.

Y además, ¿quién diablos habría querido leerlo?

(En el margen, a lápiz: «Reescribir sin la última frase. Es demasiado verdadera»).

Heiko H. Caimi, nacido en 1968, es escritor, guionista, poeta y profesor de narrativa. Ha colaborado como autor con editoriales como Mondadori, Tranchida, Abrigliasciolta y otras. Ha impartido clases en la librería Egea de la Universidad Bocconi de Milán y en diversas escuelas, bibliotecas y asociaciones de Italia y Suiza. Desde 2013, es director editorial de la revista literaria Inkroci. Es uno de los fundadores y organizadores del festival literario itinerante Libri in Movimento. Ha colaborado con el boletín "InPrimis" en la columna "Pagine in a minute" y con el blog "Sdiario" de la escritora Barbara Garlaschelli. Publicó la novela I predestinati (Prospero, 2019) y editó las antologías de relatos Más allá de la frontera. Historias de migración (Prospero, 2019), Yo también. Historias de mujeres al límite (Prospero, 2021), Nos sentamos en el lado equivocado (con Viviana E. Gabrini, Prospero, 2022), Nada por lo que matar (con Viviana E. Gabrini, Calibano, 2024) y Transformaciones. Historias de un planeta en transformación (con Giovanni Peli, Calibano, 2025). Varios de sus relatos aparecen en antologías, revistas y en línea.

  

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