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jueves, 25 de diciembre de 2025

LA VIDA EN BLANCO Y ROJO

Alexandra Dingenauts

 

Por todas partes en el césped, Alice ve salpicaduras de pintura roja. ¿Qué estará pasando ahora en Wonderland? El jardín real de la Reina de Corazones suele estar siempre impecable. Por cierto, Alice no debería estar aquí en absoluto. Ha venido a escondidas a recoger rosas blancas para el Conejo Blanco, de quien hace poco oyó una historia triste. Al parecer, su amigo peludo estaba de capa caída porque había llegado demasiado pronto a algún sitio. Algo así no le había ocurrido nunca; fue un golpe muy duro. Se sintió tan avergonzado que se encerró en la madriguera del conejo, que además es la entrada y salida de Wonderland. Según se dice, una semana después aún no se atreve a volver a su casita al borde del bosque. Una lástima para el Conejo, pero también un problema para Alice. De vez en cuando va al río más allá de Wonderland para charlar con su hermana, pero ahora eso ya no es posible. Ojalá unas preciosas flores blancas animen al Conejo –al fin y al cabo, es su color favorito– y vuelva a correr felizmente llegando tarde a todas partes. Matar dos pájaros de un tiro, ¿no?

—¡Eh, tú! ¿Con qué derecho te cuelas en el jardín de Su Majestad?

La carta del Ocho de Picas agarra a Alice del brazo. A ella sigue sorprendiéndole que nunca se oiga caminar a las Cartas. Con sus piernas delgadas y pies estrechos no es de extrañar, pero incluso después de tanto tiempo Wonderland aún le resulta difícil de asimilar.

—Suéltame, no estoy haciendo nada malo.

Eso sí lo ha aprendido bien: debe defenderse sola, porque nadie vendrá a rescatarla.

La Carta la mira con desconfianza.

—¿No fuiste tú la que vino a estropear nuestro partido de croquet?

¡No fue así! Si hay algo que a Alice le cuesta soportar, son las mentiras y las medias verdades. Se zafa del brazo.

—No me gustan nada las croquetas, y no tengo ni idea de qué estás hablando.

Cuando la Carta hace ademán de volver a agarrarla, Alice desvía su atención:

—¿Y qué pasa con esas manchas rojas en el césped?

Él se queda rígido y frunce la boca con gesto tenso.

—Secreto de Estado —responde secamente.

—Bah, nadie ha conseguido jamás ocultarme un secreto. Además, ni siquiera eres un soldado, solo un jardinero.

—Si no bajas el tono enseguida, muchacha, llamaré a un soldado.

—Quizá seas tú quien deba bajar el tonito, amigo.

Alice ve a la Carta pensar y pensar y pensar.

—Baja tú primero el tono —dice al final—, y luego veremos.

Alice se ha enfrentado a retos mayores. Saca una flauta de caña del bolsillo de su vestido y toca en ella de arriba abajo, y otra vez de abajo arriba, y otra vez más. Se divierte tanto que incluso interpreta “Polly Perkins of Paddington Green or the Broken Hearted Milkman”.

—Debo admitir que tocas maravillosamente —dice el jardinero tras el concierto de Alice. Por primera vez sonríe, aunque con cautela—. Estoy dispuesto a contarte el secreto si no se lo dices a nadie.

—Puedes confiar en mí —dice Alice entusiasmada. Oh, qué expectación siente.

La Carta baja la voz.

—Estamos un poco en apuros. Como sabes, a la Reina de Corazones solo le gusta un color.

—¡Ah, fácil! —dice Alice—. El rojo, claro.

—Exactamente. Por desgracia, plantamos rosas blancas por error. Crecen que da gusto, pero se empeñan en seguir siendo blancas.

Alice deja escapar un pequeño grito. Por decreto real, solo puede haber un rosal de rosas blancas en el jardín: el arbusto hacia el que se dirigía hace un momento, en un rincón apartado.

—¡Ja, están metidos en un buen lío! —En ese momento ve lo triste que se ha puesto la Carta—. No quería decirlo así. ¿Puedo ayudar?

El Ocho de Picas se frota pensativo el borde afilado del hombro y se corta.

—¡Ay! Sí, toda ayuda es bienvenida. Pero, como he dicho, no se lo cuentes a nadie.

Alice lo tranquiliza largamente. Antes de darse cuenta, ya caminan juntos por el jardín. Las manchas rojas que ve la niña se hacen cada vez más grandes.

—Preferimos dejar la pintura en manos de Michelraffaello y Leotello —explica la Carta—. Pero no quieren ayudarnos. Solo las paredes y el techo de la capilla junto al palacio son lo bastante buenos para ellos.

Patea una piedrecilla en el césped… mala idea.

—¡Ay otra vez! Ah, ahí están mis colegas.

Nueve cartas de Picas pintan rosa tras rosa de rojo. Alice se da cuenta enseguida de que no está tratando con artistas. Cubren las flores con brochazos toscos.

—Son demasiadas, demasiadas —suspira una de ellas.

Alice se le acerca y le da una palmada de ánimo en el hombro.

—¡Ay, ahora yo también! —se arrepiente de su buena acción. Se lleva los dedos a la boca y los chupa. Por suerte, la sangre deja de brotar enseguida.

El Ocho de Picas explica a los pintores domingueros lo que viene a hacer Alice. Al instante se oyen exclamaciones alegres. Le ponen una brocha en la mano que no está herida. No es zurda, pero hace lo posible por pintar con cuidado su primera rosa. Empieza dibujando dos ojos y debajo una sonrisa.

—No tenemos tiempo para emoticones —la reprende el Ocho de Picas—. Aunque es bonito, casi tan bonito como tus melodías con la flauta.

—Me pondré manos a la obra, no te preocupes —dice Alice haciendo una reverencia. Y tras unas cuantas pinceladas rojas, los ojos y la sonrisa desaparecen. La rosa es ahora de un rojo uniforme.

—¿Cuántas rosas nos quedan?

—Ochenta y tres mil novecientas veinticinco —dice su vecino.

—Y media —añade otro—. Tuvimos un pequeño accidente.

Hasta bien entrada la noche el grupo va de rosal en rosal. Cuando llegan al último arbusto, Alice piensa de pronto en su amigo.

—¿Puedo darle estos ejemplares al Conejo Blanco?

El Ocho de Picas suspira.

—La Reina está tan enfadada con nosotros que no puede quedar ni una sola rosa blanca en el jardín. También estas deben pintarse de rojo.

—Pero… pero…

Las lágrimas asoman a los ojos de Alice. No se lo esperaba. A trompicones cuenta la triste historia de su amigo de largas orejas.

—Ah, ya —dice el Ocho de Picas—. Espera un momento.

Sigue una discusión animada. Las cartas de Picas forman un círculo y se ponen los brazos sobre los hombros. Entre tantos «¡Ay!» Alice oye frases como: «Eso es robar», «La Reina no lo notará nunca» y «Me gustaría volver a casa con la cabeza sobre mi carta».

El Ocho de Picas se da vuelta y coloca la mano sobre la pala a la altura del corazón.

—Te daremos una rosa, solo una —dice—. Te estamos agradecidos y nos gustaría regalarte todas las flores de este arbusto, pero ya conoces a la Reina. Después de la Revolución Francesa en el País Exterior, nunca volvió a estar del todo bien. —Se pasa el dedo por el cuello—. Ve enemigos por todas partes.

Eso es bien sabido. La Reina de Corazones está un poco chiflada, pero no por ello es menos peligrosa. Alice acepta la rosa blanca.

—Del último arbusto nos encargamos nosotros.

Todos abrazan a Alice.

¿Conseguirá animar al Conejo Blanco o será ya demasiado tarde? Un poco de felicidad siempre llega en el momento oportuno… Alice se despide y sale corriendo del jardín. Por el camino se da cuenta de que sus dedos vuelven a sangrar. Cambia la rosa rápidamente de mano. Ojalá no haya manchas en el blanco.

Ya está bastante oscuro cuando Alice se detiene ante la madriguera. El Conejo Blanco ha cerrado el portoncillo, que normalmente siempre está abierto. Debe de sentirse realmente triste. Alice pronuncia su nombre en voz baja.

Al principio no responde, pero después de que Alice diga varias veces más «Aloysius» –su nombre verdadero, que solo ella usa–, abre el portón, apenas una rendija, y le tiende la rosa al conejo. Al fondo de la madriguera brilla la luz de una vela. En ese débil resplandor Alice ve que, aun así, han aparecido manchas en la rosa.

—Es, o mejor dicho, era completamente blanca, y es, no era, solo para ti.

El Conejo Blanco mueve la nariz a la izquierda, luego a la derecha, y finalmente se lanza a los brazos de Alice. Ninguno de los dos tiene que decir «¡Ay!», por suerte.

—Entra, Alice.

En el interior de la madriguera hay una mesa tambaleante y, a su lado, una silla igual de destartalada.

—Siéntate tú en la silla —propone el Conejo Blanco—. ¡Oh, estás sangrando! Seguro que tengo algo para eso.

Camina hacia el fondo y examina las plantas que hay en macetas de colores vivos sobre un armario viejo.

—Mira qué bien, milenrama. —Arranca unas hojas verdes. Y mientras Alice contiene la sangre con ayuda de las hojas, el Conejo Blanco admira la rosa a la luz de la vela—. Luego la pondré en un jarrón bonito. Aunque para eso tendré que ir a mi casita. Aquí solo tengo macetas.

Eso es exactamente lo que Alice esperaba.

El Conejo Blanco acaricia los pétalos de la rosa.

—Veo algunas salpicaduras rojas, pero no importa. Mírame bien.

Alice se fija entonces en las manchas rojas sobre su pelaje blanco.

—Comí grosellas esta tarde. Muy ricas.

El Conejo Blanco se frota el vientre.

—Entonces la rosa combina perfectamente contigo.

Alice se siente inmensamente feliz por su amigo.

No esperan hasta la mañana siguiente. Esa misma noche, mucho después de la hora de dormir, se ponen en camino hacia la casita del Conejo Blanco.

—¿Cantamos nuestra canción favorita? —pregunta Alice por el sendero sinuoso del bosque.

—Sí —dice el Conejo—, “Polly Perkins” encaja perfectamente con un día tan hermoso.

Her eyes were as black as the pips of a pear, canta Alice.

Su amigo se acopla: No rose in the garden her cheeks could compare.

Más tarde, en la casita, cantan hasta que sale el sol canciones sobre flores, amistad, amor y todo lo bueno que uno pueda imaginar.

Alexandra Dingenauts (nacida en 1996 en Flandes, la zona neerlandesa de Bélgica) ama el senderismo, los juegos de mesa y escribir (especialmente sobre UKV). Tiene predilección por las historias fantásticas y —sí, todavía hay interés en esto— por las cartas entre autores. Se considera adicta a la serie de libros Privé-domein. Alexandra basó su relato "Paddo's" en las experiencias de un amigo, ¡cuyo nombre se mantendrá en el anonimato! Los lectores no deben preocuparse por ella ni por su pintoresco círculo de amigos. Mientras escribía "La vie en blanc et rouge", de vez en cuando recordaba un proyecto de renovación que salió un poco mal.

EL CUENTO NO CONTADO