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miércoles, 24 de diciembre de 2025

EL VERANO DE LAS AVES OSCURAS

Mirosław P. Jabłoński

 

Un ave oscura desplegó sus alas de supercuerdas en nueve dimensiones del espacio a la vez. Las alas tenían apenas la longitud que recorre la luz en unas pocas décimas de segundo. Nada sucedía de inmediato, porque el tiempo –la décima dimensión– regía al ave igual que a todo lo demás en el cosmos. El tiempo transcurría, su corazón eterno latía con regularidad, y el ave oscura oía el pulso del universo.

Recordaba su pasado casi desde el primer instante tras salir del huevo de una estrella de neutrones, con una corteza de núcleos de hierro y neutrones libres. Su padre había sido el colapso de una enana blanca, y su madre la gravedad, que lo empolló. El cosmos era entonces distinto: más denso, más colorido, salvaje e indómito. El espacio, mucho más curvado, se expandía. El universo se precipitaba frenético en todas direcciones, empujado por la flecha del tiempo y por una entropía que se expandía violentamente, mientras la radiación de fondo remanente secaba las alas del ave oscura, que chorreaban plasma de neutrones y que por entonces parecían muñones impotentes. El cosmos era más caliente, y lo percibía con mayor nitidez porque aún era casi ciego. Aun así, captaba los destellos que acompañaban las explosiones de superestrellas, que daban origen a galaxias. Veía bandas brumosas y multicolores de radiación cósmica, haces de neutrinos y erupciones de antipartículas anticoloreadas que escapaban de agujeros negros.

Percibía el olor de quarks y leptones, aunque no veía los colores de sus cargas.

Y oía. Oía el silbido, el rumor, el estrépito que acompañaba aquella carrera, aquel barajar de dimensiones; percibía el trueno y el estruendo con que la materia se convertía en energía y la energía aplastaba la materia. Oía el chasquido con que se tensaban las fibras del universo, formadas por cúmulos y supercúmulos de galaxias, que trazaban fronteras entre grandes vacíos.

Y sentía hambre. Abrió el pico, y en él entraron partículas de alta energía y una materia extraña ultradensa y nutritiva, procedente del núcleo de su huevo de neutrones.

Después, el ave oscura se durmió. Cuando despertó, el universo era ya un lugar un poco más tranquilo, un poco más oscuro, con una curvatura algo menor. Y ya no era ciega. El espacio murmuraba, vibraba con energía, radiación y partículas de alta energía que cruzaban en todas direcciones y atravesaban todas las dimensiones. El ave oscura quedó aturdida por la riqueza de colores y sonidos que, con la fuerza de un huracán cósmico, cayó sobre sus sentidos recién formados. Las lentes gravitacionales de sus ojos aún acomodaban con cierto retraso, pero su visión se agudizó y penetró el espacio-tiempo. Veía desplegarse los anémonas de las galaxias espirales, el lento rodar de las galaxias esféricas, que el impulso de rotación convertía en elípticas, y la expansión de las irregulares, dentro de las cuales las supernovas estallaban con el chasquido de fuegos artificiales apocalípticos, sembrando radiación gamma a su alrededor. Todo estaba en movimiento, salpicaba plasma por doquier, chisporroteaba sobre la insondable sartén negra del cosmos.

Aun así, distinguía claramente, sobre ese fondo, otras aves oscuras. Cada una tenía un nombre, visible para las demás. En su caso, sonaba como la función de onda de un muon positivo. No necesitaba pronunciarlo: emanaba de él.

Algunas aves, como él, seguían secando sus alas; otras aún estaban saliendo del cascarón, incrementando sin cesar, con la masa de sus cuerpos, la reserva de materia oscura del universo; pero también había quienes ya intentaban sus primeros vuelos.

No es fácil volar en el vacío. Había que lanzarse desde la cáscara del huevo de neutrones al abismo, tratando de atrapar bajo las alas el viento estelar. Para un piloto inexperto, que batía desesperadamente unas alas cortas y húmedas, con plumas de supercuerdas pegadas por plasma de neutrones, el primer intento de planear podía acabar en una caída infinita hacia el interior de un agujero negro. El cosmos estaba lleno de ellos, como un colador. Acechaban a los audaces recién emplumados: unos giraban más despacio, otros más rápido, con gargantas abiertas con avidez, en las que caían aves medio ciegas, pereciendo entre tormentos y formando, durante su agonía extendida en el tiempo y el espacio, pintorescos discos de acreción. Pero los agujeros también ayudaban a aquellas aves que ya dominaban el arte de volar. Bastaba pasar a una distancia segura del horizonte de sucesos de un agujero negro para que el campo gravitatorio que giraba con él acelerase o ralentizase el vuelo, según se lo rodeara por el lado “contragravitatorio” o “gravitatorio”; eso permitía también giros repentinos.

Al principio, antes de confiar en sus alas y en su destreza, el ave oscura cuyo nombre sonaba como la función de onda de un muon positivo, evitaba los agujeros negros con amplios rodeos, lo que volvía torpe su vuelo y lo hacía tambalearse y mecerse sobre las agitadas olas gravitacionales del espacio-tiempo. Esos amplios virajes lo conducían, en el continuo de nueve dimensiones, a lugares distintos de donde deseaba estar, e incluso lo exponían a caer en una de las trampas sin fondo que intentaba esquivar. Con el tiempo, sin embargo, su vuelo se volvió más seguro y sus giros tan cerrados que a veces rozaba con la punta del ala la superficie del horizonte de sucesos; entonces sentía un tirón de lo desconocido que atravesaba todo su ser y lo aterraba hasta la médula de sus huesos de neutrones, llenándole el corazón con el temblor gozoso del pánico.

¡Vaya viaje!

Todas las aves oscuras que aprendían a planear comprendieron instintivamente las ventajas de los agujeros negros. Usándolos como boyas de giro, comenzaron a hacer eslalon entre los espacios. Cerca de los horizontes de sucesos de los agujeros negros más masivos –que permitían mayores aceleraciones, retardos o giros más cerrados– se formaban aglomeraciones. Las aves oscuras chocaban a veces entre sí, perdiendo el impulso que les permitía evitar la peligrosa vecindad. Enredadas en un ovillo de plumas de supercuerdas que irradiaba un grito sin sonido, caían bajo el horizonte de sucesos presa del pánico y solo dejaban sus nombres, inscritos para siempre en la radiación de fondo remanente.

En aquellos tiempos el ave era aún lo bastante joven como para no saber si era macho o hembra. Lo embriagaba el vuelo mismo. Ascender hacia dimensiones cada vez más altas del espacio, atrapar bajo las alas las ráfagas del viento estrellado, picar de manera vertiginosa hacia un agujero negro, compitiendo con la luz, para esquivarlo en el último instante o frenar, generando con los golpes de alas poderosas ondas gravitacionales. Se mecía sobre ellas, sintiendo fuerza y orgullo.

El universo tenía para él cada vez menos secretos; el ave cuyo nombre sonaba como la función de onda de un muon positivo aprendía a vivir en él. A evitar las explosiones de supernovas. A no internarse en gigantescas tormentas magnetogravitacionales que desgarraban en jirones de neutrones a los descuidados o a los demasiado confiados.

A medida que el cosmos crecía, también crecían las aves oscuras: extendían más sus alas de supercuerdas, se robustecían. De ellas emanaba una energía tan oscura que el universo se ensombrecía allí donde se agrupaban en bandadas.

¡Qué diversión!

Correr ala con ala, por cientos y miles, haciendo giros y acrobacias como si fueran un solo cuerpo; lanzarse en picado hacia el centro del universo, aún caliente, con los picos abiertos para recibir la materia más nutritiva y pesada, devorando pepitas de nucleones que calentaban las entrañas con energía nuclear. Apretadas en una bandada densa, las aves ya no chocaban entre sí: eran magníficas navegantes y pilotos. Se conocían todas; sus nombres irradiaban ondas, visibles para ellas, de distintos niveles de energía: quarks arriba, abajo, encanto, extraños, altos y bajos; electrones, muones, tauones y sus neutrinos, así como sus antipartículas; y esas ondas adquirían, a los ojos de las aves oscuras, colores maravillosos. Solo entonces las aves advirtieron que eran distintas, que existían dos tipos: unas tenían nombres leptónicos y otras, nombres de quarks. Con el tiempo –largo como un eón– esa constatación se convirtió en interés, y más tarde en fascinación y atracción. La bandada se deshizo en parejas, y estas sintieron inclinación al aislamiento y a rozarse mutuamente las plumas con cariñosos movimientos de los picos.

Las aves que quedaron sin pareja se volvieron más agresivas y temerarias, tanto las de nombre “quark” como las de nombre “leptón”. Intentaban romper los vínculos bipolares y, cuando eso –por la fuerza de sus interacciones– resultó imposible, se exhibían para atraer la atención con cargas casi suicidas contra enanas de neutrones o, frustradas, luchaban entre sí.

¡Aquello sí que era un espectáculo!

A veces, oculta en otra dimensión, un ave oscura se lanzaba de improviso sobre la víctima elegida, picando como un depredador, con las alas plegadas, estirada en el tiempo y el espacio como una de las supercuerdas de las que en realidad estaba compuesta, y golpeaba al adversario por detrás como un proyectil disparado por una batería de artillería cósmica. La atacada intentaba escapar y, incapaz de librarse de las garras del agresor, lo arrastraba consigo a través de diversas dimensiones. En ocasiones lograba girar sobre su eje, responder con garras a los golpes de garras del otro, arrancar, pico contra pico, chispas aniquiladoras que abrían agujeros en el continuo aterciopelado del espacio-tiempo.

Si no se podía atacar desde el escondite, las aves frenaban en el vacío su vuelo, abanicando amplias alas desplegadas que eclipsaban soles, y luego danzaban frente a frente, buscando la mejor oportunidad para asestar el golpe. Se abalanzaban y retrocedían, con garras arqueadas y erizadas, chocaban pechos contra pechos, se golpeaban mutuamente con las alas, cuyas cuerdas vibraban con un sonido penetrante e inaudible, introduciendo disonancias en la armonía remanente de las esferas.

O bien orbitaban alrededor de un agujero negro, ocultas la una de la otra por el horizonte de sucesos. Sin verse, acechaban, buscando el antirreflejo del rival en los discos especulares de las galaxias, o competían girando cada vez más deprisa. La atracción del abismo negro hacía que, al ganar velocidad, no se alejaran del centro del agujero en una trayectoria espiral, sino que quedaran sometidas a una aceleración centrípeta creciente. Absorbidas por la persecución, no advertían que la aceleración les enturbiaba la vista y la mente, no sentían que acortaba y deformaba sus huesos de supercuerdas, comprimiéndolos hasta tal punto que las aves se convertían en micro singularidades negras que orbitaban a velocidad vertiginosa justo por encima del horizonte de sucesos.

Las aves más desesperadas cargaban frontalmente una contra otra con ímpetu relativista y, en los cataclismos cósmicos que resultaban de sus colisiones, durante un instante desaparecían fragmentos enteros del universo.

El ave oscura cuyo nombre sonaba como la función de onda de un muon positivo tenía pareja: un ave cuyo nombre estaba descrito por la radiación de la función de onda de un muon. Eran como una sola supercuerda: juntas planeaban entre las dimensiones de la burbuja del cosmos, que no dejaba de hincharse; juntas dormían en el nido de una nebulosa espiral, cuyos giros lentos las acunaban hasta el sueño; juntas se alimentaban de núcleos saciantes que extraían de las arrugadas envolturas de enanas marrones, que quebraban con sus duros picos. Si la cáscara no cedía, dejaban caer la estrella sobre un agujero negro y esperaban a que la gravedad hiciera su trabajo: la enana marrón se estiraba, la envoltura no soportaba las tensiones y se abría, expulsando un núcleo caliente de deuterio, que las aves arrebataban en el último instante, antes de que desapareciera bajo el horizonte de sucesos.

¡Era emocionante y arriesgado!

Absorbidas por sí mismas, las parejas de aves apenas notaron que la primavera del universo se acercaba a su fin. En el cosmos, aquí y allá, germinó vida basada en carbono, silicio, azufre, calcio o potasio. Era difícil percibirla también porque nacía en silencio, sin fuegos artificiales cósmicos, y cubría con su mohosa existencia objetos tan insignificantes como planetas individuales. Y ni siquiera todos. Se requerían condiciones extremadamente refinadas para que se instalara. Bastaba también con que una u otra ave oscura tapara con un ala la estrella madre que aportaba energía a la vida para que, tras millones de años de evolución esforzada, esta muriera irrevocablemente. Su muerte era tan silenciosa y poco espectacular como su nacimiento; sin embargo, despertaba en las aves oscuras tristeza y culpa. A veces, ni siquiera eran capaces de notar aquel avance obstinado con las lentes gravitacionales de sus ojos, y en consecuencia no podían prever las hecatombes de víctimas causadas por su paso a través de cúmulos de estrellas y galaxias. Eran conscientes de que sus juegos anteriores habían destruido la existencia o impedido su aparición en innumerables cuerpos celestes, y en algunos casos habían imposibilitado incluso la evolución de sistemas planetarios enteros a partir de sus estrellas madre, o los habían devorado. Alimentar a los agujeros negros con cáscaras de enanas sabrosas solo hacía crecer a los primeros: cuanto más masivos eran, con más avidez devoraban el espacio circundante con todo lo que contenía.

Era desolador.

Primero una pareja, luego otra, y después algunas más abandonaron el centro del universo, más densamente lleno de materia, y tras su ejemplo partieron otras. Las aves oscuras, bandada tras bandada, volaban en todas direcciones hacia los confines del cosmos, arrastrando consigo el espacio, tensando el tejido multidimensional del universo, ejerciendo con su indómita energía oscura de huida una presión negativa que provocaba la expansión incontenible del universo.

Comenzaba su verano…

Mirosław Piotr Jabłoński nació el 26 de mayo de 1955 en Zakopane, Polonia. Es escritor, traductor, guionista de cine, periodista y viajero empedernido. En 1981 se graduó de la Facultad de Ingeniería Mecánica de la Universidad Tecnológica de Cracovia. También realizó estudios de guion a tiempo parcial en la Escuela Nacional de Cine, Televisión y Teatro de Łódź y ganó la Beca Creativa de la Ciudad de Cracovia en 1988. Su debut en la ciencia ficción se produjo con el cuento "Dzieło genealogiczne" en 1978. Entre sus muchos libros publicados se pueden mencionar Kryptonim 'Psima' (1982), Nieśmiertelny z Oxa (1987), Schron (1987), Trzy dni Tygrysa (1987), Dubler (1991), Duch czasu, czyli: a w Pińczowie dnieje... (1991), Elektryczne banany, czyli ostatni kontrakt Judasza (1996), Tajemnica czwartego apokryfu (2003) —coescrita con Andrzej Mol, Duch Czasu 2, czyli Wielka Krucjata Antymatriarchalna (2013), Wyspa Tegmarka (2020), Nieprawość (e-book) (2023).

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