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jueves, 11 de diciembre de 2025

LA CABAÑA DEL BOSQUE

Laura Irene Ludueña

 

Cuando Ivana anunció durante el desayuno que se iría a vivir sola, sus padres dejaron caer los cubiertos. Les explicó, con una sonrisa desafiante, que había comprado la cabaña del bosque, esa que los vecinos murmuraban que estaba maldita. Su madre palideció; su padre negó con la cabeza, recordándole historias de sombras y lamentos. Ivana soltó una risa breve y clara, burlándose de tantas prevenciones absurdas. Les aseguró que solo eran leyendas para asustar niños y que, por primera vez, quería un espacio propio. Aun así, sus ojos brillaban con una inquietud difícil de admitir en el fondo de su risa.

Esa tarde, cuando Ivana terminó de cargar la vieja camioneta que había comprado como parte de su nueva independencia, su amiga Lucía apareció sin avisar.

—¿De verdad vas a hacerlo? —preguntó, con esa voz suave que siempre usaba antes de decir algo que temía arruinar.

—¡Claro! De verdad voy a hacerlo —respondió Ivana, secamente.

Lucía bajó la mirada, pero no se fue.

—Entonces te ayudo.

—Mirá que ya está oscureciendo. Si venís, te vas a tener que quedar a dormir en la cabaña… ¿o querés volver sola caminando? —dijo Ivana con una sonrisa desafiante.

—Me quedo. Cuando tu mamá me avisó lo que pensabas hacer, avisé en casa que no se preocuparan si no volvía esta noche. Les dije que me quedaría a ayudarte con la mudanza.

—Gracias, amiga —respondió Ivana subiendo a la camioneta e invitando a Lucía a sentarse a su lado.

Las chicas se conocían desde la niñez. Habían sido vecinas, luego fueron a la escuela juntas y más tarde a la universidad, aunque Lucía no llegó a terminar la carrera de psicología porque falleció su padre y tuvo que volver a casa a sostener a su madre. Tenían personalidades diametralmente opuestas, pero se querían con la certeza de que, si una se caía, la otra estaría ahí para levantarla, incluso cuando no estuvieran de acuerdo en nada.

El camino al bosque olía a tierra húmeda. La luz del atardecer se filtraba entre las coníferas que, a medida que avanzaban, parecían adquirir formas humanas: brazos, torsos, cabezas inclinadas… como si el bosque entero estuviera observándolas pasar.

Ivana conducía repiqueteando los dedos en el volante. No solo disfrutaba de ese paisaje fantasmagórico, sino que le divertía la expresión de miedo en la cara de su amiga.

—Tranqui, Lucy —rio— No pasa nada.

A Lucía le temblaba hasta el alma, pero no quería demostrarlo para que Ivana no se burlara de ella.

—No es la casa en sí —dijo de pronto—. Es lo que había antes de la casa. Mi abuela decía que eso no era terreno para vivir. Que era…

—¿Sagrado? ¿Maldito? —interrumpió Ivana, con una sonrisa incrédula.

Lucía no sonrió.

—Habitado —susurró Lucía, encogida en el asiento—. A vos te parece gracioso. Pero sabes que este bosque está en una zona donde pasan cosas.

—¿Cosas como qué? —respondió Ivana pasando la mirada del camino a su amiga.

—Como lo que escuchaste mil veces —respondió Lucía—. Las luces, los ruidos, las voces… la gente que dice que…

—No sigas —interrumpió Ivana—. No son voces, ni luces sagradas, ni presencias. Son proyecciones. Miedo acumulado. Condicionamiento cultural. La mente interpreta patrones para darle sentido a lo desconocido. Está recontra estudiado. Si hubieras terminado la carrera lo sabrías mejor que nadie.

Lucía se mordió el labio, herida más por el tono que por las palabras.

—No necesitas ser psicóloga para saber que no todo lo que existe se explica. Lo que pasa es que vos estas peleada con la fe —susurró.

—Y no necesitas creer para estar tranquila —devolvió Ivana—. El cerebro inventa historias para soportar la incertidumbre. Las personas ven lo que necesitan ver. Dios, santos, fantasmas, señales… lo que sea. Es puro mecanismo de supervivencia. —Lucía no respondió. Afuera, las coníferas parecían inclinarse hacia el vehículo, como si observaran en silencio la discusión—. Lucy —continuó Ivana, hablando más suavemente—, yo no estoy peleada con la fe. Solo digo que necesito pruebas, coherencia, causa y efecto. No puedo creer en algo solo porque produce consuelo.

—Y yo no puedo dejar de creer solo porque no se puede medir —respondió Lucía.

Se miraron un segundo. Ninguna buscó convencer a la otra. Tenían un pacto tácito, podían estar en desacuerdo sin dejar de ser amigas, sin dejar de quererse.

Cuando la camioneta dobló hacia el desvío final, el bosque se abrió en un claro. Allí, entre sombras azuladas, se levantaba la cabaña.

Lucía se estremeció. No sabía si era por el frío, por el miedo o por la sensación de que algo –o alguien– las estaba esperando.

Ivana sonrió, triunfal.

—¿Ves? No es más que una vieja cabaña. Nada más que madera, humedad y bichos —señaló riendo.

Pero cuando apagó el motor, ambas escucharon algo. Un sonido breve, seco, imposible de confundir con el viento.

—¿Escuchaste? —susurró Lucía.

Ivana tragó saliva. Quiso decir “sí”, pero lo que salió de su boca fue otra cosa.

—No. No escuché nada.

El sonido quedó flotando entre ellas. Ivana lo empujó fuera de su cabeza antes de que se acomodara en algún lugar incómodo. La cabaña estaba envuelta en un silencio tan compacto que sofocaba incluso el sonido de sus propias respiraciones. No había viento, ni canto de pájaros. Entraron luego de forzar la puerta que parecía atascada.

—Debe ser la humedad — señaló la propietaria para agregar volviéndose a Lucy—, ¿ves?  sólo es madera oscura y ventanas de vidrios muy sucios. Abramos un poco para que se renueve el aire. Si duda hay que limpiar los vidrios, no se ve nada.

Descargaron la camioneta y comenzaron a desempacar en silencio. Lucía evitaba mirar los rincones como si temiera encontrar algo.

—No sé por qué la gente inventa historias —dijo Ivana para romper la tensión—. Supongo que necesitan creer en algo más grande que ellos mismos.

—Yo no necesito creer —corrigió Lucía, dejando una caja sobre la mesa—; necesito respetar. Y cerremos las ventanas que empieza a hacer frío.

Fue entonces cuando se escuchó otro sonido; un sollozo casi imperceptible, como el llanto de un niño que venía de lejos, muy lejos.

—Un animal —dijo Ivana, antes de que Lucía dijera una sola palabra.

Pero Lucía no se movió.

—Los animales no lloran así —susurró.

Esa noche fue un rompecabezas de silencios, sombras y sobresaltos involuntarios. Cenaron poco, más por obligación que por hambre. Lucía propuso rezar; Ivana le dijo que hiciera lo que quisiera, pero que ella no necesitaba rituales. Pretendía hacer una lista de las cosas que necesitaba para que la cabaña fuera un lugar habitable. Sin embargo, cuando las luces se apagaron, permanecieron acostadas espalda contra espalda, buscándose sin admitirlo.

Al principio no pasó nada. Solo la respiración de ambas, inquieta. Hasta que la casa vibró, como si alguien hubiese apoyado la palma de una mano gigante sobre el techo. Luego un gemido, esta vez muy cerca, dentro, tal vez abajo. Lucía contuvo un grito. Ivana se incorporó de golpe y sintió la adrenalina quemarle la garganta.

—Debe haber un animal atrapado —dijo, pero la frase sonó más a un ruego que a una explicación.

El llanto volvió, claro, humano. Un niño o algo que sonaba como un niño. Ivana se abrazó a sí misma sin darse cuenta. Lucía se sentó a su lado.

—No estás sola —le dijo a su amiga.

Y aunque Ivana hubiera jurado minutos antes que no creía en nada, esa frase la mantuvo entera. Pasaron así horas que parecieron siglos, temblando con cada ruido. En algún momento, el llanto se detuvo. El día regresó con el amanecer asomando entre las rendijas.

Cuando Ivana abrió la puerta para que entrara el sol, tuvo la revelación que más esperaba: el bosque volvía a ser solo un bosque. Nada se veía fuera de lugar. Ninguna huella, ningún rastro, nada que demostrara lo que habían vivido la noche anterior.

Lucía observaba a su amiga desde el interior, esperando.

—Fue… un episodio de sugestión colectiva —dijo Ivana finalmente—. El cansancio, la noche, el miedo… Todo encaja —afirmó más para sí misma que para su compañera. Lucía no discutió.

Ivana decidió volver al pueblo y regresar a la cabaña después de hacerle algunos arreglos como pintura, luces exteriores, muebles más modernos… Mientras cargaban las últimas cosas en la camioneta, se encontraron con algo que no habían detectado antes: una pequeña mano dibujada en la puerta, parecía hecha con tierra húmeda. El tamaño era innegable, era la mano de un niño.

Lucía se llevó la mano al pecho. Ivana se quedó inmóvil. Había mil explicaciones posibles… y ninguna.

—Yo lo voy a respetar —susurró Lucía, con un hilo de voz al mismo tiempo que se persignaba.

Ivana no respondió. Pasó los dedos sobre la marca, como queriendo borrar la historia, pero también queriendo recordarla. Subieron a la camioneta.

—¿Te vas a quedar a vivir aquí igual? — preguntó Lucía en un susurro antes de que el vehículo arrancara.

Ivana tardó en contestar. Miraba el bosque, la cabaña, la puerta marcada.

—Sí, cuando haga algunos arreglos y traiga más muebles—dijo al fin— Si me voy, entonces sí estaría creyendo.

Lucía asintió, sin ironía.

—Y si te quedás, quizá aprendas a escuchar.

Esa vez ninguna rio. La camioneta se alejó lentamente, tragada por la mañana.

Detrás, la cabaña quedó en silencio. Un silencio tan espeso que todos los ruidos del día –los pájaros, el viento, las ramas– sonaban como si fueran por primera vez. Y por un instante –solo un instante– Ivana creyó oír un susurro que no necesitaba interpretación. Un susurro que no estaba ni fuera ni dentro, sino en un punto exacto entre lo real y lo posible. Un susurro que no buscaba respuesta, solo presencia.

No se dio vuelta.

 Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

 

viernes, 28 de noviembre de 2025

BITÁCORA DEL ÚLTIMO ASTRONAUTA

Laura Irene Ludueña

 

No recordaba cuánto tiempo había viajado cuando la nave, al fin, descendió sobre el planeta rojizo… ¿años? ¿siglos? El silencio me recibió como un pariente lejano que reconoce mi nombre antes de pronunciarlo. No había viento y, sin embargo, sentía movimiento: una vibración sutil, un pulso bajo la roca y el agua, como si el mundo respirara desde el centro de sí mismo.

Bajé de la nave y alcé la mirada. A lo lejos vi una esfera coloreada suspendida en el cielo rojizo. Sentí un vuelco en el pecho, por un instante quise creer lo imposible… ¿y si fuera la Tierra? La lógica me decía que era una ilusión, pero ¿qué otra cosa puede sostener a un astronauta lejos de casa además de una ilusión? Estaba tan lejos de casa…

Una lágrima resbaló por mi mejilla; la nostalgia me invadía como una marea silenciosa y antigua. Aquella esfera –gigante, luminosa, desbordando océanos y nubes que latían como una criatura viva– parecía desafiarme. Pero cuanto más la miraba, más se confundían los límites entre el recuerdo y la realidad. Sabía que ningún planeta podía albergar otro en su cielo… y aun así, seguía viéndolo donde no podía estar. El deseo era más fuerte que el cálculo y, aunque las leyes físicas gritaban que era imposible, la soledad tenía su propia física.

Sostener el recuerdo de mi planeta natal era semejante a atravesar un espejo insondable dentro de mi alma y descubrir, del otro lado, la infancia, la adolescencia, la vida entera hasta aquel día en que todo se quebró.  Cerré los ojos un segundo. Cuando los abrí, la esfera seguía allí… o tal vez era sólo la memoria aferrándose al cielo de un mundo ajeno. Soy un viajero entre astros, un navegante, un astronauta sí, pero además, el último heredero de un hogar al que ya no puedo regresar.

Me acerqué despacio a la orilla del lago, ese umbral líquido que se interponía entre ese planeta y el que hubiese querido que fuese el mío. El agua reflejaba la esfera coloreada en lo alto, por un instante, también reflejó mi rostro dentro del casco. Nunca supe que podía sentirme tan humano en un mundo sin humanos. No había venido a conquistar nada. Había venido a rendirme al asombro: a observar, a estudiar, a escuchar. Porque toda ciencia nace en el asombro, y todo asombro conduce, tarde o temprano, a la poesía, el único refugio en esta soledad que no se atreve a pronunciar mi nombre.

Entonces ocurrió, el suelo vibró con la precisión de una frecuencia matemática. ¿Un temblor? No. ¿un llamado? ¿un mensaje? No desde el cielo, sino desde las entrañas del planeta. Parecía ser una onda rítmica, impecable, que viajaba desde el núcleo de ese planeta rojizo hacia mi cuerpo... una ecuación convertida en latido.

Sin pensarlo, me arrodillé y apoyé la palma de mi mano enguantada sobre el suelo rocoso. En ese mismo momento el universo se abrió ante mis ojos: vi océanos naciendo, montañas levantándose entre llamas, un cielo sin nombres ni historia. Y luego, lo imposible: millones de fragmentos de luz escapando del planeta, viajando hacia el espacio profundo, como semillas lanzadas al vacío con la fe de que algún día encontrarían suelo.

La onda terminó de golpe, dejando un silencio absoluto. Intenté pensar. Clasificar. Nombrar. Mi cerebro de científico no podía detenerse.  Pero cualquier explicación se rompía apenas la formulaba. ¿Alucinación, memoria genética, símbolo? Nada encajaba. Lo único cierto era el temblor de mi alma: había presenciado algo tan maravilloso como increíble, algo que no me pertenecía. El planeta volvió a vibrar. Y un pensamiento improbable me atravesó: ¿y si aquello no era una imagen, sino un lenguaje? Número, ritmo, orden… y en el centro de todo, poesía.

Entonces lo comprendí, o eso quise creer. No era yo quien había descubierto ese mundo. Ese mundo me había descubierto a mí. A mi mente regresó el Enuma Elish, el poema babilónico: el Orden venciendo al Caos, el cosmos encontrando forma, la divinidad joven alzándose sobre los antiguos hasta la llegada de la humanidad. La creación no como suceso, sino como sentido.

Aquel planeta no había producido vida como un accidente biológico, sino como un sistema: datos, instinto, narración, propósito. De repente lo vi con claridad: la Tierra no era una excepción en el universo, era una descendencia. No había viajado hacia lo que vendría, sino hacia lo que había sido. Y lloré, sin poder detener la certeza que me atravesaba.

Toda la historia humana –los mitos de creación, las especies, las memorias de un mundo azul– era solo la continuación de una misión silenciosa y milenaria: llevar la vida de un planeta a otro, como quien pasa una antorcha que jamás debe apagarse.

Los mares bajo mis pies quizás fueron los mismos que alguna vez enviaron la chispa que encendería el primer océano terrícola. Yo era un hijo cuyo mayor anhelo había sido regresar a su hogar, pero comprendí al fin que la Tierra ya no podía recibirme. El planeta lo sabía y, por primera vez en mucho tiempo, yo también. Saberlo dolió, pero también trajo una paz inesperada: la humanidad nunca había estado sola. Nunca fue el comienzo, sino una continuación.

Volví al espacio y seguí el rumbo de la luz que otros habían seguido antes que yo. No era nostalgia lo que sentía, sino gratitud silenciosa. Después de todo, había sido parte de un relato que empezó mucho antes de mí. No importaba cuál fuere el final: la antorcha debía continuar su viaje.

 Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

sábado, 22 de noviembre de 2025

MI GATA ADA. CRÓNICA DE UNA DEMOSTRACIÓN IMPROBABLE

Laura Irene Ludueña

 

Nadie imagina cuánto pesa un número hasta que tiene que forjarlo. Para los demás, las matemáticas son sólo abstracción, pero para mí son algo vivo. Las trabajo como el herrero trabaja el hierro: calentando la idea hasta el rojo, sosteniéndola, martillando hasta que toma forma.

A veces sueño con Tales midiendo sombras, con Pitágoras escuchando la música silenciosa del cosmos; otras, con Sophie Germain escribiendo desde su cuarto helado, desafiando al mundo entero con las letras de un seudónimo. Quisiera estar a su altura.
Quisiera que mis cálculos dejaran marca. Quisiera que un día alguien pronuncie mi nombre sin sospechar que alguna vez temí no ser suficiente.

Pero hay noches en las que todo se resiste. Los símbolos se amontonan, los axiomas se contradicen, los límites no convergen. Los sueños pesan. Y yo, con mi café ya frío, me quedo frente a la ecuación como si fuera un abismo.

—No es posible —murmuro al ver la divergencia que arruina el resultado.

Y entonces aparece Ada, mi gata. Blanca, majestuosa, con la mirada de quien sabe demasiado para ser un animal doméstico. La llamé así por Ada Lovelace, la matemática que descifró la máquina analítica antes de que el mundo supiera siquiera lo que era un algoritmo. A veces pienso, en secreto, que no fue casual ponerle ese nombre.

Cuando siento que mi cerebro no soporta más, ella salta sobre la mesa sin pedir permiso y se sienta arriba de mis apuntes, como si su peso fuera una decisión exacta.

—Muévete —le digo, acariciándola sin convicción.

No se mueve. En cambio, empuja con la pata una hoja hacia mí. La hoja correcta.
La que había pasado por alto. La que contiene el paso olvidado entre la hipótesis y la demostración. Siento el corazón latir en el cuello. Vuelvo a escribir la fórmula.
Todo converge. Todo cierra. La solución aparece, limpia y luminosa, como si hubiera estado esperándome desde siempre ¿Un truco de la mente o de mi gata?

Entonces Ada estira el lomo como si nada extraordinario hubiera ocurrido y se acurruca a mi lado, ronroneando con un ritmo lento, profundo, casi calculado.
Yo paso todo en limpio, eufórica, mientras el amanecer entra por la ventana después de otra noche en vela. Miro el símbolo final. No sé si cambiará el mundo, pero me cambió a mí.

Me pregunto si Tales tenía gatos. Si Pitágoras recibió alguna vez la revelación de una fórmula en el ronroneo de un animal. Si Sophie Germain no escondía también un secreto al otro lado de la puerta cerrada de su habitación.

Quizá la genialidad sea una fragua silenciosa. Quizá todo pensamiento necesite una chispa externa para encenderse. Quizá nadie trabajó realmente solo. Me seco las lágrimas de cansancio, alivio, esperanza, todo junto, solo para escucharlo.

—Soy matemática —digo en voz alta.

Ada, sin abrir los ojos, ronronea. Y siento, de un modo que no sabría formalizar en ninguna ecuación, que no estoy tan sola en mis descubrimientos como creí. Durante días, vuelvo a la rutina del laboratorio y la universidad como si nada hubiera ocurrido. Pero algo cambió. Cada vez que miro a Ada, siento una inquietud dulce y punzante, como cuando se intuye un resultado, pero todavía no se lo puede demostrar.

Es la semana más tranquila del semestre: exámenes corregidos, clases terminadas, silencio académico. Sin embargo, yo no descanso. La nueva fórmula dejó en mi cabeza un zumbido constante. La que logré no era solo una solución elegante. Era… demasiado elegante. Como si no la hubiera encontrado yo.

Una tarde decido guardar todas mis anotaciones: carpetas nuevas, marcadores distintos, incluso cambio de mesa. Quiero comprobar, aunque me avergüence admitirlo, si la convergencia de aquella noche fue simple casualidad. Entonces ocurre.

Encuentro una tarjeta de papel, de esas viejas que uso para recordatorios, apoyada sobre el teclado de mi computadora. No recuerdo haber escrito nada en ella.
La tomo. Hay sólo una ecuación, dibujada con tinta azul:

∑n=1∞1(n+a)2\sum_{n=1}^{\infty} \frac{1}{(n+a)^2}n=1∑∞​(n+a)21​

Reconozco la letra. Es mía. Pero no recuerdo haberla escrito.

Mi primera reacción es racionalizarlo: estaba cansada, habré anotado esto y me olvidé. Sin embargo, la variable no es “x”, ni “k”, ni ninguna de las que suelo elegir.
Es “a”. “A” de “Ada”. La gata está en la ventana, observándome con calma. Ronronea y
aparta la mirada. Me obligo a reír y pienso: estás proyectando.

Guardo la tarjeta en un cajón. No pienso en ella el resto del día. Pero la noche siguiente, cuando intento resolver otra ecuación que me obsesiona desde hace meses, la solución aparece como si hubiera estado esperándome. La sustituyo casi por capricho.
Y la demostración se abre, clara, inevitable. Hermosa. Cierro la computadora de golpe.
Esto ya no es gracioso.

Al día siguiente escondo mis papeles en una caja, lejos de la mesa donde Ada suele dormir. Trabajo en silencio. La gata no aparece. Cuando por fin me levanto para buscar agua, regreso al escritorio con una sensación en el estómago, como si supiera lo que voy a encontrar antes de verlo. La caja está abierta. Y, justo arriba del montón de apuntes, hay otra tarjeta. Doblemente inquietante en su simpleza. No es una fórmula esta vez.
Es una frase: “Revisá el cuarto paso.”

No puedo respirar. No leo mi letra ahí. No leo la letra de nadie que conozca. Al girar la cabeza, Ada está sentada sobre el respaldo de la silla. Me mira fija, sin parpadear, la cola moviéndose como un péndulo. No parece buscar caricias.

Parece esperar mi reacción.

—¿Qué eres? —susurro, sin darme cuenta de que lo dije en voz alta.

La gata baja del respaldo y camina hacia la puerta. Me mira una vez más y sale. No la sigo, no puedo. La tarjeta queda en mis manos, temblando. Sé que tengo dos opciones:
Guardarla y fingir que nada ocurrió, o hacer exactamente lo que dice... pero a un matemático no se le escapa una directiva tan precisa. Reviso el cuarto paso.

Lo leo una vez. Lo leo dos. A la tercera ya estoy temblando. No era un error.
Era… un vacío. Un lugar que yo había dejado sin nombrar, sin definir, sin siquiera advertir. Una grieta entre dos razonamientos que siempre había dado por conectados. Era tan pequeña que cualquiera la habría pasado por alto. O, quizás, todos lo habían hecho.

No sé cuánto tiempo pasa. Reformulo todo desde el principio.

Si cierro esa grieta –no con intuición, sino con lógica pura– la teoría entera cambia. No es un pequeño ajuste, sino un puente. Un puente hacia algo más grande. Resuelvo. Compruebo. Vuelvo a calcular. Cada resultado sostiene al anterior. Cada vértice encaja. Es… verdadero.

Cuando termino, ya es casi de noche. Ada está en el mismo sitio donde la dejé, sentada en la alfombra, mirándome. Ahora no parece esperar nada. No parece exigir nada. Solo observa.

—No lo hiciste —digo, en voz casi inaudible, como explicándomelo a mí misma—. Lo hice yo.

Sin embargo, una parte de mí sabe que sola no hubiera llegado a ese resultado. No en ese momento. No con ese impulso. No de esa manera. ¿Qué fue lo que Ada me dio?
¿Una pista? ¿Un empujón? ¿O solo la excusa de creer que podía hacerlo? La respuesta no importa. Me digo que las matemáticas no son actos de fe, son demostraciones.

Me inclino hacia la gata y la acaricio. Su pelo está tibio, suave, terrenal. Cierra los ojos con una calma antigua, como si lo supiera todo. O nada.

—Gracias —susurro. Ella ronronea, pero esta vez el sonido no me desconcierta. Me acompaña.

Entrego el artículo una semana después. El comité tardará meses en evaluarlo. Soy consciente de que tal vez nadie entienda de inmediato la importancia, o tal vez quieran refutarlo primero, o tal vez se pierda en la avalancha de investigaciones anuales. Pero yo sé lo que logré. Y si un día mi nombre está junto al de Tales, de Pitágoras o de Sophie Germain, nadie sospechará lo que ocurrió. Ni tendrán por qué hacerlo.

Esa noche duermo con la puerta abierta. Ada entra sola, sin saltar sobre papeles ni dejar notas. Se recuesta a los pies de mi cama, como cualquier gata común.

Cierro los ojos, confiada. Cansada. Feliz. Instantes antes de dormirme, escucho un sonido leve: una tarjeta cayendo al suelo. Por un momento me incorporo. Quiero ir a verla, pero no lo hago. Mañana, cuando amanezca y el café vuelva a estar frío, la ciencia me estará esperando. Y yo sabré –con una certeza que ninguna ecuación puede medir– que llegue lo que llegue, lo resolveré. Con Ada o sin ella.

Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

 

 

 

domingo, 16 de noviembre de 2025

El CORAL DEL SILENCIO

Laura Irene Ludueña

 

Nadie regresaba del archipiélago. Ni exploradores, ni exiliados, ni los valientes, ni los desesperados. Pero cuando el tercer sol empezó a titilar como una vela en su última exhalación, el Consejo volvió a abrir los mapas prohibidos. Fue entonces cuando Lira, la última cartógrafa viva, recibió la orden de partir. Lo hizo temprano, cuando el cielo tenía ese color especial que le daba la mezcla del crepúsculo y el ocaso. La joven sentía que los dos soles en lo alto y el que estaba muriendo en el horizonte la observaban, como si quisieran preguntarle adónde iba.

Lira sabía que la historia oficial decía que ese mar estaba muerto. Pero al tocar la orilla de una de las islas flotantes, dudó. Desembarcó observando las formaciones de hielo y roca, los monolitos gastados por milenios de viento, las torres quebradas recubiertas por cristales vivos que vibraban a su paso. ¿Serían las ruinas de la civilización de la que tanto había oído hablar?

Se decía que los velatrios habían creado una civilización superior. No eran humanos ni dioses, pero sus conocimientos habían dado origen a la ciencia de los campos gravitatorios y a la agricultura sin materia. Pensando en ello, miró las paredes cubiertas de escrituras que parecían hechas de luz, porque cambiaban de forma según desde dónde las mirara. Un idioma vivo, pensó la cartógrafa. Entendió que la habían mandado allí no solo para mapear el terreno. Su verdadera misión era encontrar el Coral del Silencio, un artefacto de los velatrios que, según las leyendas, podía detener el colapso de los soles.

De pronto, Lira sintió que el aire se volvía más denso al atravesar uno de los umbrales de piedra. No era humedad, ni frío, sino un peso sutil, como si las paredes la reconocieran y calcularan el valor de su existencia. Siguió avanzando hasta que algo llamó su atención: era un símbolo tallado profundamente en la roca, un círculo atravesado por tres líneas ondulantes. El signo de los velatrios.

La historia los recordaba como una civilización que jamás había usado un arma, como los únicos que habían podido gobernar utilizando diferentes formas de energía que respondían al pensamiento y a la armonía. Pero cuando el tercer sol fue sembrado, porque no había nacido, algo en su equilibrio se quebró. Los velatrios desaparecieron en silencio, tan rápido como se decía que habían aparecido, como si se hubieran disuelto en la luz.

Y sin embargo pensó Lira, en las noches más claras solían escucharse cantos en una lengua que moldeaba la materia. Es el Cantus Primus, decía su padre. Lira nunca había creído la historia, pero empezaba a dudar.

La joven cartógrafa siguió avanzando hasta toparse con una cámara esférica. Una especie de burbuja gigante, rodeada de cristales suspendidos en el aire. De inmediato lo supo, eso era lo que había venido a buscar, el Coral del Silencio. Una estructura viva que latía con luz ámbar, como un corazón atrapado en el tiempo que parecía responder a su presencia, como si la hubiese estado esperando. Sin saber por qué, quiso presentarse.

—Soy Lira, cartógrafa de la nueva generación de humanos que emigró a este planeta hace trescientos ciclos, cuando la Tierra dejó de ser habitable y se buscó refugio en sistemas estables. Elegimos este mundo creyéndolo deshabitado. Pero ahora veo que solo estaba dormido.

De pronto, escuchó un canto. Cada nota hacía vibrar el coral, cada pausa parecía abrir un recuerdo. Quizás era la voz de un velatrio que no había muerto, sino que había elegido esperar desde el último eclipse triple, cuando su especie selló los secretos del Cantus Primus para que no cayeran en manos impacientes. Y ahora, al oír su canto, Lira entendió que el Coral no era un objeto, era una llave. Y ella no había sido enviada a encontrarlo, sino que había sido convocada.

El canto llenó la cámara. No con volumen, sino con existencia. Era como si la estructura misma del lugar vibrara en respuesta a esa melodía. Lira cayó en un sueño profundo por la inmensidad de lo que estaba percibiendo. Entonces vio, no con los ojos, sino con la conciencia. Una ciudad suspendida en el cielo, como si flotara sobre el eco de una palabra. El tercer sol aún no brillaba. El equilibrio era perfecto. Y luego, el error. No por una guerra o una traición. Solo por un deseo desmedido de prolongar la armonía a cualquier costo. Fue entonces cuando el tercer sol fue sembrado, y su luz comenzó a alterar la frecuencia del lenguaje. Lo que antes creaba, ahora desgarraba. Los cantos comenzaron a fragmentar la realidad, y los velatrios, sabiendo que no podían coexistir con ello, eligieron desvanecerse, disolverse en el recuerdo y dejar atrás ecos como custodios, como advertencias.

Lira despertó. El canto había cesado. A su lado, el Coral del Silencio latía con fuerza. Estaba esperando algo, una orden, una voz. ¿Su voz? En ese momento lo comprendió todo. Si cantaba la nota correcta, si pronunciaba la secuencia exacta, el Coral absorbería el colapso del tercer sol. Pero también reactivaría el lenguaje velatrio y con él, fuerzas que ningún humano entendería del todo. La luz podría volver. O todo podría quebrarse otra vez. El espacio entero parecía contener la respiración del tiempo. Tenía que elegir entre cantar o callar.

La joven cerró los ojos y, por primera vez, no pensó en mapas, ni en soles, ni en órdenes. Solo en lo que había percibido en su sueño, la memoria del equilibrio.
Y entonces cantó. La cámara entera se llenó de luz, pero no había más Lira. Solo una nueva melodía, suspendida en el aire. Un nuevo eco. Un nuevo comienzo.

Los humanos que la esperaban notaron que el tercer sol ya no titilaba. Lira nunca volvió. Sin embargo, en las noches más claras, sobre el mar inmóvil del archipiélago, aún puede oírse un canto. Algunos dicen que es su voz. Otros, que es el principio de una nueva armonía. Una melodía que dibuja, sin palabras, la cartografía del alma.

Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

 

 

viernes, 14 de noviembre de 2025

EL HERRERO Y LA LUZ

Laura Irene Ludueña

 

Antes del amanecer se escuchó un potente, atronador sonido, como si la tierra misma respirara por primera vez. No era el canto de un ave ni el rugido del viento, era el golpe del martillo sobre un yunque. Cada chispa que saltaba encendía un pedazo de cielo. Y así nació la luz..., solía contar a los niños Juan, el viejo herrero del pueblo.

El taller de Juan estaba hundido en la penumbra azul de las madrugadas. A través de las rendijas del techo entraban columnas oblicuas de polvo, que brillaban apenas el fuego las tocaba. El calor, en ese lugar, parecía tener memoria de todo lo que había ardido antes. El fuego –pensaba Juan a veces– es la única criatura que nunca se cansa de nacer.

En su taller, el fuego nunca dormía. Juan golpeaba el hierro hasta que este parecía respirar. Estaba convencido de que cada trozo de metal tenía un alma y que su tarea no era modificarla, sino despertarla. En el centro del taller, el yunque –negro, inmóvil, brillante en sus aristas– parecía latir con cada uno de sus golpes. Algunos juraban que, cuando Juan no estaba, el yunque seguía vibrando solo, como si guardara memoria de su fuego.

Afuera, el pueblo amanecía siempre lento, envuelto en olor a estiércol y a rocío. Pero dentro del taller, la luz del hogar creaba un pequeño mundo: rojo, dorado, tembloroso. La luz, pensaba Juan, era un idioma: el primero que aprendió el universo, el último que olvidaría.

Hacía un tiempo que el herrero se sentía inquieto. Amaba su oficio, pero estaba cansado de forjar espadas, arados, brocales, escudos… ni siquiera quería hacer algo tan simple como una bisagra o una herradura. Ambicionaba crear algo diferente, algo que tuviera vida, que mirara al mundo por sí mismo.

Entonces una mañana tomó un trozo de hierro oscuro, más pesado que el resto, lo colocó en la fragua y dejó que el fuego ardiera más potente que nunca. Aferró el metal con las tenazas y lo depositó sobre el yunque El taller se llenó de una densa bruma azul, y el aire vibró como si el mundo contuviera la respiración. El martillo cayó una y otra vez, y cada golpe parecía tener un eco en las entrañas del mundo.

Durante tres días y tres noches Juan trabajó sin descanso. Sus brazos se volvieron de piedra, su aliento se convirtió en humo, sus ojos en brasas. La fragua iluminaba la estancia como un corazón gigantesco, y las sombras en las paredes se comportaban como si quisieran acercarse a observar. El fuego tenía esa crueldad: daba vida, sí, pero siempre reclamaba algo a cambio.

Y cuando el sol del cuarto día entró por la ventana, vio que sobre el yunque no había una herramienta… sino una forma humana. Era pequeña, apenas del tamaño de un niño. Su piel era de hierro bruñido y en el centro del pecho, bajo una especie de rendija, latía una luz.

El aire del taller estaba quieto, como si el tiempo aguardara la reacción del herrero, que retrocedió asustado por su obra. ¿Qué había hecho? Entonces la criatura abrió los ojos, que no eran más que dos carbones encendidos, y habló:

—¿Quién soy? —preguntó con una voz metálica y suave—. ¿Qué soy? ¿Por qué me creaste?

—Eres mi obra —respondió Juan, dejando caer el martillo—. Pero realmente no sé qué eres todavía.

Durante los días siguientes, la criatura aprendió a moverse, a tocar los objetos, a escuchar el murmullo del viento. No comía, no hablaba, tampoco dormía, solo observaba.

Juan decretó que era femenina y la llamó Luz, por el resplandor que brotaba de su pecho y alumbraba el taller aun cuando el fuego se apagaba. En ocasiones la veía quedarse muy quieta frente a la ventana, mirando cómo la claridad del exterior se filtraba en líneas frías sobre el suelo. Quizá la luz –tal vez ese fuera su pensamiento sin palabras– no está hecha para quedarse en un solo sitio.

—¿Por qué estoy atada a este lugar? —dijo Luz una noche; hablaba otra vez, después de mucho tiempo—. Oigo voces más allá del fuego. Quiero salir.

—Afuera hace mucho frío —dijo Juan—. Además, llueve. Te apagarías.

—Entonces enséñame a resistir —respondió Luz—. Quiero vivir más allá de estas cuatro paredes.

El herrero comprendió que ese era el límite de su arte. Había creado una forma, una criatura con aspecto humano, pero no podía darle un destino.

Fue en ese momento cuando tomó una decisión. Esa madrugada, llevó el yunque al campo y colocó a Luz sobre él. El cielo estaba cubierto de estrellas, como miles de fragmentos de metal fundido. El aire nocturno era delgado, y en la distancia se escuchaba el ronquido profundo de la tierra. Las estrellas eran fuegos viejos, pensó Juan; luces que ardieron tanto que debieron marcharse del mundo.

—Si te libero, dejarás de ser mía.

—Pero si no lo haces —respondió Luz—, nunca seré yo.

Juan levantó el martillo por última vez y golpeó el pecho de la criatura con todas sus fuerzas. El metal se abrió y el corazón de fuego exhaló su último aliento mientras una llamarada blanca se elevaba hacia el firmamento, iluminando todo el valle.

Cuando el resplandor se desvaneció, el yunque estaba vacío y frío.

Juan cayó de rodillas, con los ojos inundados de lágrimas y las manos ennegrecidas. El aire olía a hierro quemado y a aurora. Alzó su mirada y, a lo lejos, sobre las montañas, vio cruzar una chispa en el cielo. Un nuevo cometa ardía con la misma luz que él había forjado. La luz –comprendió entonces– nunca pertenece a quienes la crean, sino a los caminos que ilumina.

Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

 

martes, 11 de noviembre de 2025

DONDE BRILLA LA LUZ MALA

Laura Irene Ludueña

 

 

Pasar las vacaciones en la casa de mis abuelos en el campo me encantaba. El abuelo Domingo era un maestro contando historias, y nosotros adorábamos esas noches tibias en que se sentaba en su sillón de totora, con la lámpara a querosén proyectando sombras en la pared. Tenía una voz grave, pausada, una mirada profunda que parecía ver más allá de lo que decía, y una postura encorvada que le daba un aire de sabio antiguo.

Recuerdo que solía decirnos que uno puede no creer en las cosas del otro mundo, pero que igual conviene tenerles respeto. Que no hay que burlarse de lo que cuenta la gente de campo, ni de las islas, ni de los que aseguran haber visto fuegos flotando entre los pajonales al anochecer. Hablaba de almas en pena, de caballos que no pisaban ciertas partes del monte y, sobre todo, de la luz mala.

—¿Qué es la luz mala, abuelo?

—Es un fuego que camina por los campos como si buscara algo —decía—. Quizás una deuda o una tumba sin nombre. El que la ve no tiene que mirarla fijo, tampoco debe acercarse, ni hablar, ni pensar en cosas feas.

Mis primos Julio y Marito se burlaban de mi hermana y de mí porque, como porteñas que éramos –solo veníamos al campo por unas semanas durante las vacaciones–, teníamos terror de encontrarnos con un espectáculo de esa naturaleza durante nuestra estadía. Pero ellos, nacidos y criados entre vacas y alambrados, decían que esas cosas eran puro cuento. Hasta que lo vivimos en carne propia.

Fue hace más de treinta años, pero lo tengo grabado como si fuera ayer. Era un fin de semana largo del mes de marzo, y habíamos ido a pasar unos días a la casa de los abuelos. Una tarde acompañamos al abuelo a un campo vecino a llevar unas herramientas que le habían prestado. Como don Ezio tenía problemas con unas terneras, el abuelo se demoró explicándole cómo había curado a las suyas. Mientras tanto, nosotras jugábamos en el patio de la casa. La cuestión es que se hizo de noche y todavía estábamos ahí.

Emprendimos el regreso en el carro tirado por un caballo llamado Maravilla, cosa que nos encantaba. El abuelo tenía un auto viejo en el que solía movilizarse, pero cuando estábamos las porteñitas, como solía llamarnos, nos llevaba en el carro porque sabía que era nuestro medio de transporte preferido. Al principio todo iba bien. El aire estaba quieto, cargado del olor dulce de la tierra húmeda, y las estrellas titilaban como si nos saludaran desde arriba. Pero de golpe, Maravilla se frenó en seco. Empezó a resoplar y a sacudir la cabeza. Fue entonces que la vimos. Flotando sobre el pasto, a unos metros, había una luz. Pero no era cualquier luz. No venía de una linterna, ni de un auto, ni de una casa. Era una bola de fuego, rojiza, pulsante, como un corazón enfermo suspendido en el aire. Se movía despacio, pero no oscilaba con el viento ni proyectaba sombra. Y lo peor, tampoco hacía ruido.

El abuelo nos hizo señas para que no habláramos. ¡Cómo íbamos a hacerlo si estábamos muertas de miedo! Recuerdo que el campo parecía haberse vuelto mudo. No cantaban los grillos, ni las ranas, ni se escuchaba el crujido de ninguna rama. Era un silencio que asustaba. Miré a mi hermana y me di cuenta de que se sentía igual que yo. De pronto, algo me apretó el pecho, sentí que el aire se había vuelto pesado y me empujaba. Maravilla retrocedía de a poco, como si el instinto le dijera lo que nosotras aún no queríamos aceptar.

El abuelo intentó hacerlo dar la vuelta, pero Maravilla no se movía. Nosotras tampoco. Parecía que algo invisible nos sujetaba. Pero el abuelo Domingo, conocedor de estas situaciones, nos miraba con ternura para tranquilizarnos. Mientras tanto, la luz flotaba hacia nosotros, lenta, como si no tuviera ningún apuro. En ese momento, me acordé de las palabras que el abuelo nos había dicho una vez: “Cuando aparece la luz mala hay que pensar en algo bueno y, si se puede, rezar alguna oración.”

Yo no era de rezar mucho, pero cuando miré a mi hermana me di cuenta de que lo estaba haciendo. Así que dije todas las oraciones que me acordaba: el Padrenuestro, el Ave María, la del Ángel de la Guarda… hasta la bendición que mi mamá nos decía cuando nos íbamos a dormir.

De pronto, el aire se liberó. Maravilla relinchó fuerte y salió al galope. El abuelo no dijo nada, pero tenía una sonrisa en los labios. Mi hermana y yo ni siquiera nos atrevimos a mirar atrás para ver qué había sido aquello.

Al llegar a la casa, me bajé temblando. Mi hermana no podía hablar del susto, pero yo enseguida conté lo que nos había pasado a la abuela, a mi mamá, a Marito y Julio, que habían ido a cenar. Nadie creyó del todo lo que conté. Mis primos se reían, mientras mi hermana seguía muda. Me dijeron que seguramente había sido algún gas del suelo, una luciérnaga gigante o una alucinación. Pero los abuelos y mamá me miraron de una forma que no olvido. Como quien ya sabe lo que uno no se anima a nombrar.

Cuando volvimos a Buenos Aires se lo conté a mis amigas de la escuela, que sí me creyeron. Recuerdo que me miraban asombradas mientras yo engalanaba el relato con algunos agregados fantásticos que lo enriquecían. Sin embargo, cada vez que volví al campo de los abuelos, me negué a salir de noche. Y aún hoy no lo hago.

Por ahí dicen que, cada tanto, en las madrugadas de calor, cuando el aire se espesa y la humedad se vuelve rara, alguien ha visto una luz allá lejos, entre los pastizales. Dicen que no alumbra, que no calienta, que solo flota. Y que cuando aparece, es mejor no preguntar. Porque hay cosas en el campo que no son reales ni fantásticas.
Son apenas historias del campo, esperando oídos atentos dispuestos a escucharlas.

Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.


sábado, 8 de noviembre de 2025

LA SONRISA DE SALGARI

Laura Irene Ludueña

 Los cañones vomitaban fuego sobre la selva que caía a pique hacia el mar. El cielo estaba rajado por la pólvora y los gritos, y los tigres de Mompracem avanzaban como un vendaval de acero y sangre. Al frente, como un relámpago con turbante, Sandokán se abría paso con la cimitarra en alto.

Nadie vio al hombre que caminaba entre los cuerpos sin dejar huella. Elegante, con su traje de otros tiempos, el bigote bien cuidado y una mirada que no pertenecía a ese mundo, Emilio Salgari seguía el combate con una mezcla de asombro y tristeza. Sabía que no podía intervenir. Era un espectador, un náufrago en sus propios sueños. Reconocía cada grito, cada golpe, cada rostro. Él los había creado, y ahora lo arrastraban consigo hacia un lugar donde las ficciones cobran sus deudas. Cuando la batalla se perdió en el humo, el paisaje comenzó a deshacerse como un dibujo mojado. Todo se volvió oscuro y denso. Un trueno lejano sacudió el aire.

—Sandokán… ¿eres tú? ¿Viniste por mí? —preguntó con un hilo de voz.

El pirata dio un paso al frente. No había envejecido un solo día desde la primera vez que Salgari lo imaginó. La misma fiereza, la misma melancolía indomable en los ojos oscuros.

—Estás sufriendo, Emilio —dijo Sandokán, sin solemnidad ni piedad, como quien constata un hecho que no puede evitarse—. Y me preguntaba si querrías despedirte.

Salgari sonrió, aunque el gesto le costó.

—¿Cómo podría no hacerlo? Ustedes fueron mi vida. Más que Verona, más que Turín… más que mis propios huesos.

—No fuiste feliz —le respondió con una dureza que no era reproche, sino verdad desnuda—. Nos diste aventuras, mares, gloria pero tú mismo viviste encerrado. Nos hiciste libres, mientras tú te hundías.

El silencio se alargó. La tormenta afuera parecía haberse acercado; un trueno hizo temblar los vidrios de la casa del escritor.

—¿Y sin embargo…? —susurró Salgari.

—Y sin embargo nos diste alma —respondió el Tigre de la Malasia, bajando la voz por primera vez—. Yo he muerto cien veces, pero siempre vuelvo. Porque tú me soñaste tan fuerte que no puedo desaparecer. Hay niños en Java que aún me nombran. Hombres y mujeres que todavía sueñan con espadas y selvas gracias a ti.

Salgari cerró los ojos un instante, dejando que esas palabras lo envolvieran como una caricia inesperada.

—Duele, Sandokán. Duele no haber podido ser uno de ustedes.

El pirata acercó una silla y se sentó junto a Salgari. Sus ojos, feroces en la batalla, ahora eran los de un hijo ante el padre que muere.

—¿Y si pudieras? ¿Si esta vez no despertaras en Turín, sino en otro lugar?

—¿Dónde?

—En la isla. En Mompracem. Ese rincón que solo tú conoces, el que tan bien describiste una y otra vez; sé que nunca lo olvidaste.

Salgari respiró hondo, como si el aire ya le llegara de otro mundo, salado y húmedo.

—Llévame.

Sandokán extendió la mano, y aunque la carne de Salgari era débil y su piel estaba pálida como papel mojado, sus dedos se aferraron con firmeza a los del pirata. El mundo tembló. Ya no estaban en el estudio del escritor. Un viento cálido, cargado de sal y flores extrañas, le golpeó el rostro. Salgari estaba de pie, entero, con ropas ligeras, un kriss en el cinto, y el corazón latiendo con la fuerza de un joven corsario.

—Bienvenido a bordo —dijo Sandokán con una sonrisa feroz, mientras una tripulación de fantasmas rugía al verlo. Yáñez levantó su copa. Tremal-Naik agitaba el sable. Todo era como debía ser.

El mar rugía bajo la quilla del Praya del Rey, que surcaba las aguas verdes con una velocidad imposible. En la lejanía, un bergantín colonial huía, cargado de esclavos y marfil. La bandera británica ondeaba como una burla.

—¿Estás listo para una última cacería? —gritó Sandokán sobre el estruendo del viento.

—Más que nunca —dijo Salgari, con la voz que ya no tenía en la tierra.

Alcanzaron el navío en fuga y se lanzaron al abordaje. Fueron minutos o siglos. El fuego de los cañones, el choque de las espadas, la risa de Yáñez, el rugido del Tigre. Emilio luchaba como si su vida dependiera de ello, aunque ya no tuviera nada que perder. En un instante imposible, cruzó la mirada con una niña liberada de la bodega: sus ojos oscuros, enormes, le sonrieron con gratitud. Eso bastó. Y entonces, todo comenzó a disolverse. El fragor se apagó como una llama en el viento. El mar se volvió bruma. Las voces se deshicieron en ecos. De nuevo, el olor a papel viejo y desesperanza. Salgari volvía a estar en su casa, en su triste estudio. El sudor frío le corría por la frente, mientras la figura de Sandokán, de pie junto a él, era más tenue ahora.

—¿Fue real? —preguntó. Sandokán no respondió. Solo asintió, con una leve reverencia—. Gracias —susurró Salgari.

—Nos volveremos a ver. Donde el mar no tenga orillas —dijo el pirata, y su voz era ya parte del viento.

La sombra se desvaneció. Salgari cerró los ojos. Nadie oyó cuando se levantó de la silla. Nadie lo vio salir con paso firme, como quien tiene una cita impostergable.

Al amanecer, lo hallaron en el sendero, bajo los árboles del parque. El cuerpo vencido, pero el rostro en paz. Había llevado consigo un cuchillo, con el que se abrió el vientre según el rito japonés del seppuku. En el bolsillo había tres cartas: a sus hijos, a sus editores y a los directores de los periódicos de Turín. Y en su mano, una pluma rota.

Y aunque el cielo estaba nublado, alguien juraría haber olido sal en el aire. Porque en algún lugar del océano imaginado, una vela roja flameaba en lo alto. Y Sandokán, el Tigre de la Malasia, miraba al horizonte, esperando a su creador, que por fin se atrevía a embarcar.


Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.


FRÍOS PRESAGIOS