Laura Irene Ludueña
Cuando Ivana anunció
durante el desayuno que se iría a vivir sola, sus padres dejaron caer los
cubiertos. Les explicó, con una sonrisa desafiante, que había comprado la
cabaña del bosque, esa que los vecinos murmuraban que estaba maldita. Su madre
palideció; su padre negó con la cabeza, recordándole historias de sombras y
lamentos. Ivana soltó una risa breve y clara, burlándose de tantas prevenciones
absurdas. Les aseguró que solo eran leyendas para asustar niños y que, por primera
vez, quería un espacio propio. Aun así, sus ojos brillaban con una inquietud
difícil de admitir en el fondo de su risa.
Esa
tarde, cuando Ivana terminó de cargar la vieja camioneta que había comprado
como parte de su nueva independencia, su amiga Lucía apareció sin avisar.
—¿De
verdad vas a hacerlo? —preguntó, con esa voz suave que siempre usaba antes de
decir algo que temía arruinar.
—¡Claro!
De verdad voy a hacerlo —respondió Ivana, secamente.
Lucía
bajó la mirada, pero no se fue.
—Entonces
te ayudo.
—Mirá
que ya está oscureciendo. Si venís, te vas a tener que quedar a dormir en la
cabaña… ¿o querés volver sola caminando? —dijo Ivana con una sonrisa
desafiante.
—Me
quedo. Cuando tu mamá me avisó lo que pensabas hacer, avisé en casa que no se
preocuparan si no volvía esta noche. Les dije que me quedaría a ayudarte con la
mudanza.
—Gracias,
amiga —respondió Ivana subiendo a la camioneta e invitando a Lucía a sentarse a
su lado.
Las
chicas se conocían desde la niñez. Habían sido vecinas, luego fueron a la
escuela juntas y más tarde a la universidad, aunque Lucía no llegó a terminar
la carrera de psicología porque falleció su padre y tuvo que volver a casa a
sostener a su madre. Tenían personalidades diametralmente opuestas, pero se
querían con la certeza de que, si una se caía, la otra estaría ahí para
levantarla, incluso cuando no estuvieran de acuerdo en nada.
El
camino al bosque olía a tierra húmeda. La luz del atardecer se filtraba entre
las coníferas que, a medida que avanzaban, parecían adquirir formas humanas:
brazos, torsos, cabezas inclinadas… como si el bosque entero estuviera
observándolas pasar.
Ivana
conducía repiqueteando los dedos en el volante. No solo disfrutaba de ese
paisaje fantasmagórico, sino que le divertía la expresión de miedo en la cara
de su amiga.
—Tranqui,
Lucy —rio— No pasa nada.
A
Lucía le temblaba hasta el alma, pero no quería demostrarlo para que Ivana no
se burlara de ella.
—No
es la casa en sí —dijo de pronto—. Es lo que había antes de la casa. Mi abuela
decía que eso no era terreno para vivir. Que era…
—¿Sagrado?
¿Maldito? —interrumpió Ivana, con una sonrisa incrédula.
Lucía
no sonrió.
—Habitado
—susurró Lucía, encogida en el asiento—. A vos te parece gracioso. Pero sabes
que este bosque está en una zona donde pasan cosas.
—¿Cosas
como qué? —respondió Ivana pasando la mirada del camino a su amiga.
—Como
lo que escuchaste mil veces —respondió Lucía—. Las luces, los ruidos, las
voces… la gente que dice que…
—No
sigas —interrumpió Ivana—. No son voces, ni luces sagradas, ni presencias. Son
proyecciones. Miedo acumulado. Condicionamiento cultural. La mente interpreta
patrones para darle sentido a lo desconocido. Está recontra estudiado. Si
hubieras terminado la carrera lo sabrías mejor que nadie.
Lucía
se mordió el labio, herida más por el tono que por las palabras.
—No
necesitas ser psicóloga para saber que no todo lo que existe se explica. Lo que
pasa es que vos estas peleada con la fe —susurró.
—Y
no necesitas creer para estar tranquila —devolvió Ivana—. El cerebro inventa
historias para soportar la incertidumbre. Las personas ven lo que necesitan
ver. Dios, santos, fantasmas, señales… lo que sea. Es puro mecanismo de
supervivencia. —Lucía no respondió. Afuera, las coníferas parecían inclinarse
hacia el vehículo, como si observaran en silencio la discusión—. Lucy —continuó
Ivana, hablando más suavemente—, yo no estoy peleada con la fe. Solo digo que
necesito pruebas, coherencia, causa y efecto. No puedo creer en algo solo
porque produce consuelo.
—Y
yo no puedo dejar de creer solo porque no se puede medir —respondió Lucía.
Se
miraron un segundo. Ninguna buscó convencer a la otra. Tenían un pacto tácito,
podían estar en desacuerdo sin dejar de ser amigas, sin dejar de quererse.
Cuando
la camioneta dobló hacia el desvío final, el bosque se abrió en un claro. Allí,
entre sombras azuladas, se levantaba la cabaña.
Lucía
se estremeció. No sabía si era por el frío, por el miedo o por la sensación de
que algo –o alguien– las estaba esperando.
Ivana
sonrió, triunfal.
—¿Ves?
No es más que una vieja cabaña. Nada más que madera, humedad y bichos —señaló
riendo.
Pero
cuando apagó el motor, ambas escucharon algo. Un sonido breve, seco, imposible
de confundir con el viento.
—¿Escuchaste?
—susurró Lucía.
Ivana
tragó saliva. Quiso decir “sí”, pero lo que salió de su boca fue otra cosa.
—No.
No escuché nada.
El
sonido quedó flotando entre ellas. Ivana lo empujó fuera de su cabeza antes de
que se acomodara en algún lugar incómodo. La cabaña estaba envuelta en un
silencio tan compacto que sofocaba incluso el sonido de sus propias
respiraciones. No había viento, ni canto de pájaros. Entraron luego de forzar
la puerta que parecía atascada.
—Debe
ser la humedad — señaló la propietaria para agregar volviéndose a Lucy—, ¿ves? sólo es madera oscura y ventanas de vidrios muy
sucios. Abramos un poco para que se renueve el aire. Si duda hay que limpiar
los vidrios, no se ve nada.
Descargaron
la camioneta y comenzaron a desempacar en silencio. Lucía evitaba mirar los
rincones como si temiera encontrar algo.
—No
sé por qué la gente inventa historias —dijo Ivana para romper la tensión—. Supongo
que necesitan creer en algo más grande que ellos mismos.
—Yo
no necesito creer —corrigió Lucía, dejando una caja sobre la mesa—; necesito
respetar. Y cerremos las ventanas que empieza a hacer frío.
Fue
entonces cuando se escuchó otro sonido; un sollozo casi imperceptible, como el
llanto de un niño que venía de lejos, muy lejos.
—Un
animal —dijo Ivana, antes de que Lucía dijera una sola palabra.
Pero
Lucía no se movió.
—Los
animales no lloran así —susurró.
Esa
noche fue un rompecabezas de silencios, sombras y sobresaltos involuntarios.
Cenaron poco, más por obligación que por hambre. Lucía propuso rezar; Ivana le
dijo que hiciera lo que quisiera, pero que ella no necesitaba rituales. Pretendía
hacer una lista de las cosas que necesitaba para que la cabaña fuera un lugar
habitable. Sin embargo, cuando las luces se apagaron, permanecieron acostadas
espalda contra espalda, buscándose sin admitirlo.
Al
principio no pasó nada. Solo la respiración de ambas, inquieta. Hasta que la
casa vibró, como si alguien hubiese apoyado la palma de una mano gigante sobre
el techo. Luego un gemido, esta vez muy cerca, dentro, tal vez abajo. Lucía
contuvo un grito. Ivana se incorporó de golpe y sintió la adrenalina quemarle
la garganta.
—Debe
haber un animal atrapado —dijo, pero la frase sonó más a un ruego que a una
explicación.
El
llanto volvió, claro, humano. Un niño o algo que sonaba como un niño. Ivana se
abrazó a sí misma sin darse cuenta. Lucía se sentó a su lado.
—No
estás sola —le dijo a su amiga.
Y
aunque Ivana hubiera jurado minutos antes que no creía en nada, esa frase la
mantuvo entera. Pasaron así horas que parecieron siglos, temblando con cada
ruido. En algún momento, el llanto se detuvo. El día regresó con el amanecer
asomando entre las rendijas.
Cuando
Ivana abrió la puerta para que entrara el sol, tuvo la revelación que más esperaba:
el bosque volvía a ser solo un bosque. Nada se veía fuera de lugar. Ninguna
huella, ningún rastro, nada que demostrara lo que habían vivido la noche
anterior.
Lucía
observaba a su amiga desde el interior, esperando.
—Fue…
un episodio de sugestión colectiva —dijo Ivana finalmente—. El cansancio, la
noche, el miedo… Todo encaja —afirmó más para sí misma que para su compañera.
Lucía no discutió.
Ivana
decidió volver al pueblo y regresar a la cabaña después de hacerle algunos
arreglos como pintura, luces exteriores, muebles más modernos… Mientras
cargaban las últimas cosas en la camioneta, se encontraron con algo que no
habían detectado antes: una pequeña mano dibujada en la puerta, parecía hecha
con tierra húmeda. El tamaño era innegable, era la mano de un niño.
Lucía
se llevó la mano al pecho. Ivana se quedó inmóvil. Había mil explicaciones
posibles… y ninguna.
—Yo
lo voy a respetar —susurró Lucía, con un hilo de voz al mismo tiempo que se
persignaba.
Ivana
no respondió. Pasó los dedos sobre la marca, como queriendo borrar la historia,
pero también queriendo recordarla. Subieron a la camioneta.
—¿Te
vas a quedar a vivir aquí igual? — preguntó Lucía en un susurro antes de que el
vehículo arrancara.
Ivana
tardó en contestar. Miraba el bosque, la cabaña, la puerta marcada.
—Sí,
cuando haga algunos arreglos y traiga más muebles—dijo al fin— Si me voy,
entonces sí estaría creyendo.
Lucía
asintió, sin ironía.
—Y
si te quedás, quizá aprendas a escuchar.
Esa
vez ninguna rio. La camioneta se alejó lentamente, tragada por la mañana.
Detrás,
la cabaña quedó en silencio. Un silencio tan espeso que todos los ruidos del
día –los pájaros, el viento, las ramas– sonaban como si fueran por primera vez.
Y por un instante –solo un instante– Ivana creyó oír un susurro que no
necesitaba interpretación. Un susurro que no estaba ni fuera ni dentro, sino en
un punto exacto entre lo real y lo posible. Un susurro que no buscaba
respuesta, solo presencia.
No
se dio vuelta.
Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.






