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viernes, 28 de noviembre de 2025

BITÁCORA DEL ÚLTIMO ASTRONAUTA

Laura Irene Ludueña

 

No recordaba cuánto tiempo había viajado cuando la nave, al fin, descendió sobre el planeta rojizo… ¿años? ¿siglos? El silencio me recibió como un pariente lejano que reconoce mi nombre antes de pronunciarlo. No había viento y, sin embargo, sentía movimiento: una vibración sutil, un pulso bajo la roca y el agua, como si el mundo respirara desde el centro de sí mismo.

Bajé de la nave y alcé la mirada. A lo lejos vi una esfera coloreada suspendida en el cielo rojizo. Sentí un vuelco en el pecho, por un instante quise creer lo imposible… ¿y si fuera la Tierra? La lógica me decía que era una ilusión, pero ¿qué otra cosa puede sostener a un astronauta lejos de casa además de una ilusión? Estaba tan lejos de casa…

Una lágrima resbaló por mi mejilla; la nostalgia me invadía como una marea silenciosa y antigua. Aquella esfera –gigante, luminosa, desbordando océanos y nubes que latían como una criatura viva– parecía desafiarme. Pero cuanto más la miraba, más se confundían los límites entre el recuerdo y la realidad. Sabía que ningún planeta podía albergar otro en su cielo… y aun así, seguía viéndolo donde no podía estar. El deseo era más fuerte que el cálculo y, aunque las leyes físicas gritaban que era imposible, la soledad tenía su propia física.

Sostener el recuerdo de mi planeta natal era semejante a atravesar un espejo insondable dentro de mi alma y descubrir, del otro lado, la infancia, la adolescencia, la vida entera hasta aquel día en que todo se quebró.  Cerré los ojos un segundo. Cuando los abrí, la esfera seguía allí… o tal vez era sólo la memoria aferrándose al cielo de un mundo ajeno. Soy un viajero entre astros, un navegante, un astronauta sí, pero además, el último heredero de un hogar al que ya no puedo regresar.

Me acerqué despacio a la orilla del lago, ese umbral líquido que se interponía entre ese planeta y el que hubiese querido que fuese el mío. El agua reflejaba la esfera coloreada en lo alto, por un instante, también reflejó mi rostro dentro del casco. Nunca supe que podía sentirme tan humano en un mundo sin humanos. No había venido a conquistar nada. Había venido a rendirme al asombro: a observar, a estudiar, a escuchar. Porque toda ciencia nace en el asombro, y todo asombro conduce, tarde o temprano, a la poesía, el único refugio en esta soledad que no se atreve a pronunciar mi nombre.

Entonces ocurrió, el suelo vibró con la precisión de una frecuencia matemática. ¿Un temblor? No. ¿un llamado? ¿un mensaje? No desde el cielo, sino desde las entrañas del planeta. Parecía ser una onda rítmica, impecable, que viajaba desde el núcleo de ese planeta rojizo hacia mi cuerpo... una ecuación convertida en latido.

Sin pensarlo, me arrodillé y apoyé la palma de mi mano enguantada sobre el suelo rocoso. En ese mismo momento el universo se abrió ante mis ojos: vi océanos naciendo, montañas levantándose entre llamas, un cielo sin nombres ni historia. Y luego, lo imposible: millones de fragmentos de luz escapando del planeta, viajando hacia el espacio profundo, como semillas lanzadas al vacío con la fe de que algún día encontrarían suelo.

La onda terminó de golpe, dejando un silencio absoluto. Intenté pensar. Clasificar. Nombrar. Mi cerebro de científico no podía detenerse.  Pero cualquier explicación se rompía apenas la formulaba. ¿Alucinación, memoria genética, símbolo? Nada encajaba. Lo único cierto era el temblor de mi alma: había presenciado algo tan maravilloso como increíble, algo que no me pertenecía. El planeta volvió a vibrar. Y un pensamiento improbable me atravesó: ¿y si aquello no era una imagen, sino un lenguaje? Número, ritmo, orden… y en el centro de todo, poesía.

Entonces lo comprendí, o eso quise creer. No era yo quien había descubierto ese mundo. Ese mundo me había descubierto a mí. A mi mente regresó el Enuma Elish, el poema babilónico: el Orden venciendo al Caos, el cosmos encontrando forma, la divinidad joven alzándose sobre los antiguos hasta la llegada de la humanidad. La creación no como suceso, sino como sentido.

Aquel planeta no había producido vida como un accidente biológico, sino como un sistema: datos, instinto, narración, propósito. De repente lo vi con claridad: la Tierra no era una excepción en el universo, era una descendencia. No había viajado hacia lo que vendría, sino hacia lo que había sido. Y lloré, sin poder detener la certeza que me atravesaba.

Toda la historia humana –los mitos de creación, las especies, las memorias de un mundo azul– era solo la continuación de una misión silenciosa y milenaria: llevar la vida de un planeta a otro, como quien pasa una antorcha que jamás debe apagarse.

Los mares bajo mis pies quizás fueron los mismos que alguna vez enviaron la chispa que encendería el primer océano terrícola. Yo era un hijo cuyo mayor anhelo había sido regresar a su hogar, pero comprendí al fin que la Tierra ya no podía recibirme. El planeta lo sabía y, por primera vez en mucho tiempo, yo también. Saberlo dolió, pero también trajo una paz inesperada: la humanidad nunca había estado sola. Nunca fue el comienzo, sino una continuación.

Volví al espacio y seguí el rumbo de la luz que otros habían seguido antes que yo. No era nostalgia lo que sentía, sino gratitud silenciosa. Después de todo, había sido parte de un relato que empezó mucho antes de mí. No importaba cuál fuere el final: la antorcha debía continuar su viaje.

 Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

sábado, 22 de noviembre de 2025

MI GATA ADA. CRÓNICA DE UNA DEMOSTRACIÓN IMPROBABLE

Laura Irene Ludueña

 

Nadie imagina cuánto pesa un número hasta que tiene que forjarlo. Para los demás, las matemáticas son sólo abstracción, pero para mí son algo vivo. Las trabajo como el herrero trabaja el hierro: calentando la idea hasta el rojo, sosteniéndola, martillando hasta que toma forma.

A veces sueño con Tales midiendo sombras, con Pitágoras escuchando la música silenciosa del cosmos; otras, con Sophie Germain escribiendo desde su cuarto helado, desafiando al mundo entero con las letras de un seudónimo. Quisiera estar a su altura.
Quisiera que mis cálculos dejaran marca. Quisiera que un día alguien pronuncie mi nombre sin sospechar que alguna vez temí no ser suficiente.

Pero hay noches en las que todo se resiste. Los símbolos se amontonan, los axiomas se contradicen, los límites no convergen. Los sueños pesan. Y yo, con mi café ya frío, me quedo frente a la ecuación como si fuera un abismo.

—No es posible —murmuro al ver la divergencia que arruina el resultado.

Y entonces aparece Ada, mi gata. Blanca, majestuosa, con la mirada de quien sabe demasiado para ser un animal doméstico. La llamé así por Ada Lovelace, la matemática que descifró la máquina analítica antes de que el mundo supiera siquiera lo que era un algoritmo. A veces pienso, en secreto, que no fue casual ponerle ese nombre.

Cuando siento que mi cerebro no soporta más, ella salta sobre la mesa sin pedir permiso y se sienta arriba de mis apuntes, como si su peso fuera una decisión exacta.

—Muévete —le digo, acariciándola sin convicción.

No se mueve. En cambio, empuja con la pata una hoja hacia mí. La hoja correcta.
La que había pasado por alto. La que contiene el paso olvidado entre la hipótesis y la demostración. Siento el corazón latir en el cuello. Vuelvo a escribir la fórmula.
Todo converge. Todo cierra. La solución aparece, limpia y luminosa, como si hubiera estado esperándome desde siempre ¿Un truco de la mente o de mi gata?

Entonces Ada estira el lomo como si nada extraordinario hubiera ocurrido y se acurruca a mi lado, ronroneando con un ritmo lento, profundo, casi calculado.
Yo paso todo en limpio, eufórica, mientras el amanecer entra por la ventana después de otra noche en vela. Miro el símbolo final. No sé si cambiará el mundo, pero me cambió a mí.

Me pregunto si Tales tenía gatos. Si Pitágoras recibió alguna vez la revelación de una fórmula en el ronroneo de un animal. Si Sophie Germain no escondía también un secreto al otro lado de la puerta cerrada de su habitación.

Quizá la genialidad sea una fragua silenciosa. Quizá todo pensamiento necesite una chispa externa para encenderse. Quizá nadie trabajó realmente solo. Me seco las lágrimas de cansancio, alivio, esperanza, todo junto, solo para escucharlo.

—Soy matemática —digo en voz alta.

Ada, sin abrir los ojos, ronronea. Y siento, de un modo que no sabría formalizar en ninguna ecuación, que no estoy tan sola en mis descubrimientos como creí. Durante días, vuelvo a la rutina del laboratorio y la universidad como si nada hubiera ocurrido. Pero algo cambió. Cada vez que miro a Ada, siento una inquietud dulce y punzante, como cuando se intuye un resultado, pero todavía no se lo puede demostrar.

Es la semana más tranquila del semestre: exámenes corregidos, clases terminadas, silencio académico. Sin embargo, yo no descanso. La nueva fórmula dejó en mi cabeza un zumbido constante. La que logré no era solo una solución elegante. Era… demasiado elegante. Como si no la hubiera encontrado yo.

Una tarde decido guardar todas mis anotaciones: carpetas nuevas, marcadores distintos, incluso cambio de mesa. Quiero comprobar, aunque me avergüence admitirlo, si la convergencia de aquella noche fue simple casualidad. Entonces ocurre.

Encuentro una tarjeta de papel, de esas viejas que uso para recordatorios, apoyada sobre el teclado de mi computadora. No recuerdo haber escrito nada en ella.
La tomo. Hay sólo una ecuación, dibujada con tinta azul:

∑n=1∞1(n+a)2\sum_{n=1}^{\infty} \frac{1}{(n+a)^2}n=1∑∞​(n+a)21​

Reconozco la letra. Es mía. Pero no recuerdo haberla escrito.

Mi primera reacción es racionalizarlo: estaba cansada, habré anotado esto y me olvidé. Sin embargo, la variable no es “x”, ni “k”, ni ninguna de las que suelo elegir.
Es “a”. “A” de “Ada”. La gata está en la ventana, observándome con calma. Ronronea y
aparta la mirada. Me obligo a reír y pienso: estás proyectando.

Guardo la tarjeta en un cajón. No pienso en ella el resto del día. Pero la noche siguiente, cuando intento resolver otra ecuación que me obsesiona desde hace meses, la solución aparece como si hubiera estado esperándome. La sustituyo casi por capricho.
Y la demostración se abre, clara, inevitable. Hermosa. Cierro la computadora de golpe.
Esto ya no es gracioso.

Al día siguiente escondo mis papeles en una caja, lejos de la mesa donde Ada suele dormir. Trabajo en silencio. La gata no aparece. Cuando por fin me levanto para buscar agua, regreso al escritorio con una sensación en el estómago, como si supiera lo que voy a encontrar antes de verlo. La caja está abierta. Y, justo arriba del montón de apuntes, hay otra tarjeta. Doblemente inquietante en su simpleza. No es una fórmula esta vez.
Es una frase: “Revisá el cuarto paso.”

No puedo respirar. No leo mi letra ahí. No leo la letra de nadie que conozca. Al girar la cabeza, Ada está sentada sobre el respaldo de la silla. Me mira fija, sin parpadear, la cola moviéndose como un péndulo. No parece buscar caricias.

Parece esperar mi reacción.

—¿Qué eres? —susurro, sin darme cuenta de que lo dije en voz alta.

La gata baja del respaldo y camina hacia la puerta. Me mira una vez más y sale. No la sigo, no puedo. La tarjeta queda en mis manos, temblando. Sé que tengo dos opciones:
Guardarla y fingir que nada ocurrió, o hacer exactamente lo que dice... pero a un matemático no se le escapa una directiva tan precisa. Reviso el cuarto paso.

Lo leo una vez. Lo leo dos. A la tercera ya estoy temblando. No era un error.
Era… un vacío. Un lugar que yo había dejado sin nombrar, sin definir, sin siquiera advertir. Una grieta entre dos razonamientos que siempre había dado por conectados. Era tan pequeña que cualquiera la habría pasado por alto. O, quizás, todos lo habían hecho.

No sé cuánto tiempo pasa. Reformulo todo desde el principio.

Si cierro esa grieta –no con intuición, sino con lógica pura– la teoría entera cambia. No es un pequeño ajuste, sino un puente. Un puente hacia algo más grande. Resuelvo. Compruebo. Vuelvo a calcular. Cada resultado sostiene al anterior. Cada vértice encaja. Es… verdadero.

Cuando termino, ya es casi de noche. Ada está en el mismo sitio donde la dejé, sentada en la alfombra, mirándome. Ahora no parece esperar nada. No parece exigir nada. Solo observa.

—No lo hiciste —digo, en voz casi inaudible, como explicándomelo a mí misma—. Lo hice yo.

Sin embargo, una parte de mí sabe que sola no hubiera llegado a ese resultado. No en ese momento. No con ese impulso. No de esa manera. ¿Qué fue lo que Ada me dio?
¿Una pista? ¿Un empujón? ¿O solo la excusa de creer que podía hacerlo? La respuesta no importa. Me digo que las matemáticas no son actos de fe, son demostraciones.

Me inclino hacia la gata y la acaricio. Su pelo está tibio, suave, terrenal. Cierra los ojos con una calma antigua, como si lo supiera todo. O nada.

—Gracias —susurro. Ella ronronea, pero esta vez el sonido no me desconcierta. Me acompaña.

Entrego el artículo una semana después. El comité tardará meses en evaluarlo. Soy consciente de que tal vez nadie entienda de inmediato la importancia, o tal vez quieran refutarlo primero, o tal vez se pierda en la avalancha de investigaciones anuales. Pero yo sé lo que logré. Y si un día mi nombre está junto al de Tales, de Pitágoras o de Sophie Germain, nadie sospechará lo que ocurrió. Ni tendrán por qué hacerlo.

Esa noche duermo con la puerta abierta. Ada entra sola, sin saltar sobre papeles ni dejar notas. Se recuesta a los pies de mi cama, como cualquier gata común.

Cierro los ojos, confiada. Cansada. Feliz. Instantes antes de dormirme, escucho un sonido leve: una tarjeta cayendo al suelo. Por un momento me incorporo. Quiero ir a verla, pero no lo hago. Mañana, cuando amanezca y el café vuelva a estar frío, la ciencia me estará esperando. Y yo sabré –con una certeza que ninguna ecuación puede medir– que llegue lo que llegue, lo resolveré. Con Ada o sin ella.

Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

 

 

 

domingo, 16 de noviembre de 2025

El CORAL DEL SILENCIO

Laura Irene Ludueña

 

Nadie regresaba del archipiélago. Ni exploradores, ni exiliados, ni los valientes, ni los desesperados. Pero cuando el tercer sol empezó a titilar como una vela en su última exhalación, el Consejo volvió a abrir los mapas prohibidos. Fue entonces cuando Lira, la última cartógrafa viva, recibió la orden de partir. Lo hizo temprano, cuando el cielo tenía ese color especial que le daba la mezcla del crepúsculo y el ocaso. La joven sentía que los dos soles en lo alto y el que estaba muriendo en el horizonte la observaban, como si quisieran preguntarle adónde iba.

Lira sabía que la historia oficial decía que ese mar estaba muerto. Pero al tocar la orilla de una de las islas flotantes, dudó. Desembarcó observando las formaciones de hielo y roca, los monolitos gastados por milenios de viento, las torres quebradas recubiertas por cristales vivos que vibraban a su paso. ¿Serían las ruinas de la civilización de la que tanto había oído hablar?

Se decía que los velatrios habían creado una civilización superior. No eran humanos ni dioses, pero sus conocimientos habían dado origen a la ciencia de los campos gravitatorios y a la agricultura sin materia. Pensando en ello, miró las paredes cubiertas de escrituras que parecían hechas de luz, porque cambiaban de forma según desde dónde las mirara. Un idioma vivo, pensó la cartógrafa. Entendió que la habían mandado allí no solo para mapear el terreno. Su verdadera misión era encontrar el Coral del Silencio, un artefacto de los velatrios que, según las leyendas, podía detener el colapso de los soles.

De pronto, Lira sintió que el aire se volvía más denso al atravesar uno de los umbrales de piedra. No era humedad, ni frío, sino un peso sutil, como si las paredes la reconocieran y calcularan el valor de su existencia. Siguió avanzando hasta que algo llamó su atención: era un símbolo tallado profundamente en la roca, un círculo atravesado por tres líneas ondulantes. El signo de los velatrios.

La historia los recordaba como una civilización que jamás había usado un arma, como los únicos que habían podido gobernar utilizando diferentes formas de energía que respondían al pensamiento y a la armonía. Pero cuando el tercer sol fue sembrado, porque no había nacido, algo en su equilibrio se quebró. Los velatrios desaparecieron en silencio, tan rápido como se decía que habían aparecido, como si se hubieran disuelto en la luz.

Y sin embargo pensó Lira, en las noches más claras solían escucharse cantos en una lengua que moldeaba la materia. Es el Cantus Primus, decía su padre. Lira nunca había creído la historia, pero empezaba a dudar.

La joven cartógrafa siguió avanzando hasta toparse con una cámara esférica. Una especie de burbuja gigante, rodeada de cristales suspendidos en el aire. De inmediato lo supo, eso era lo que había venido a buscar, el Coral del Silencio. Una estructura viva que latía con luz ámbar, como un corazón atrapado en el tiempo que parecía responder a su presencia, como si la hubiese estado esperando. Sin saber por qué, quiso presentarse.

—Soy Lira, cartógrafa de la nueva generación de humanos que emigró a este planeta hace trescientos ciclos, cuando la Tierra dejó de ser habitable y se buscó refugio en sistemas estables. Elegimos este mundo creyéndolo deshabitado. Pero ahora veo que solo estaba dormido.

De pronto, escuchó un canto. Cada nota hacía vibrar el coral, cada pausa parecía abrir un recuerdo. Quizás era la voz de un velatrio que no había muerto, sino que había elegido esperar desde el último eclipse triple, cuando su especie selló los secretos del Cantus Primus para que no cayeran en manos impacientes. Y ahora, al oír su canto, Lira entendió que el Coral no era un objeto, era una llave. Y ella no había sido enviada a encontrarlo, sino que había sido convocada.

El canto llenó la cámara. No con volumen, sino con existencia. Era como si la estructura misma del lugar vibrara en respuesta a esa melodía. Lira cayó en un sueño profundo por la inmensidad de lo que estaba percibiendo. Entonces vio, no con los ojos, sino con la conciencia. Una ciudad suspendida en el cielo, como si flotara sobre el eco de una palabra. El tercer sol aún no brillaba. El equilibrio era perfecto. Y luego, el error. No por una guerra o una traición. Solo por un deseo desmedido de prolongar la armonía a cualquier costo. Fue entonces cuando el tercer sol fue sembrado, y su luz comenzó a alterar la frecuencia del lenguaje. Lo que antes creaba, ahora desgarraba. Los cantos comenzaron a fragmentar la realidad, y los velatrios, sabiendo que no podían coexistir con ello, eligieron desvanecerse, disolverse en el recuerdo y dejar atrás ecos como custodios, como advertencias.

Lira despertó. El canto había cesado. A su lado, el Coral del Silencio latía con fuerza. Estaba esperando algo, una orden, una voz. ¿Su voz? En ese momento lo comprendió todo. Si cantaba la nota correcta, si pronunciaba la secuencia exacta, el Coral absorbería el colapso del tercer sol. Pero también reactivaría el lenguaje velatrio y con él, fuerzas que ningún humano entendería del todo. La luz podría volver. O todo podría quebrarse otra vez. El espacio entero parecía contener la respiración del tiempo. Tenía que elegir entre cantar o callar.

La joven cerró los ojos y, por primera vez, no pensó en mapas, ni en soles, ni en órdenes. Solo en lo que había percibido en su sueño, la memoria del equilibrio.
Y entonces cantó. La cámara entera se llenó de luz, pero no había más Lira. Solo una nueva melodía, suspendida en el aire. Un nuevo eco. Un nuevo comienzo.

Los humanos que la esperaban notaron que el tercer sol ya no titilaba. Lira nunca volvió. Sin embargo, en las noches más claras, sobre el mar inmóvil del archipiélago, aún puede oírse un canto. Algunos dicen que es su voz. Otros, que es el principio de una nueva armonía. Una melodía que dibuja, sin palabras, la cartografía del alma.

Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

 

 

viernes, 14 de noviembre de 2025

EL HERRERO Y LA LUZ

Laura Irene Ludueña

 

Antes del amanecer se escuchó un potente, atronador sonido, como si la tierra misma respirara por primera vez. No era el canto de un ave ni el rugido del viento, era el golpe del martillo sobre un yunque. Cada chispa que saltaba encendía un pedazo de cielo. Y así nació la luz..., solía contar a los niños Juan, el viejo herrero del pueblo.

El taller de Juan estaba hundido en la penumbra azul de las madrugadas. A través de las rendijas del techo entraban columnas oblicuas de polvo, que brillaban apenas el fuego las tocaba. El calor, en ese lugar, parecía tener memoria de todo lo que había ardido antes. El fuego –pensaba Juan a veces– es la única criatura que nunca se cansa de nacer.

En su taller, el fuego nunca dormía. Juan golpeaba el hierro hasta que este parecía respirar. Estaba convencido de que cada trozo de metal tenía un alma y que su tarea no era modificarla, sino despertarla. En el centro del taller, el yunque –negro, inmóvil, brillante en sus aristas– parecía latir con cada uno de sus golpes. Algunos juraban que, cuando Juan no estaba, el yunque seguía vibrando solo, como si guardara memoria de su fuego.

Afuera, el pueblo amanecía siempre lento, envuelto en olor a estiércol y a rocío. Pero dentro del taller, la luz del hogar creaba un pequeño mundo: rojo, dorado, tembloroso. La luz, pensaba Juan, era un idioma: el primero que aprendió el universo, el último que olvidaría.

Hacía un tiempo que el herrero se sentía inquieto. Amaba su oficio, pero estaba cansado de forjar espadas, arados, brocales, escudos… ni siquiera quería hacer algo tan simple como una bisagra o una herradura. Ambicionaba crear algo diferente, algo que tuviera vida, que mirara al mundo por sí mismo.

Entonces una mañana tomó un trozo de hierro oscuro, más pesado que el resto, lo colocó en la fragua y dejó que el fuego ardiera más potente que nunca. Aferró el metal con las tenazas y lo depositó sobre el yunque El taller se llenó de una densa bruma azul, y el aire vibró como si el mundo contuviera la respiración. El martillo cayó una y otra vez, y cada golpe parecía tener un eco en las entrañas del mundo.

Durante tres días y tres noches Juan trabajó sin descanso. Sus brazos se volvieron de piedra, su aliento se convirtió en humo, sus ojos en brasas. La fragua iluminaba la estancia como un corazón gigantesco, y las sombras en las paredes se comportaban como si quisieran acercarse a observar. El fuego tenía esa crueldad: daba vida, sí, pero siempre reclamaba algo a cambio.

Y cuando el sol del cuarto día entró por la ventana, vio que sobre el yunque no había una herramienta… sino una forma humana. Era pequeña, apenas del tamaño de un niño. Su piel era de hierro bruñido y en el centro del pecho, bajo una especie de rendija, latía una luz.

El aire del taller estaba quieto, como si el tiempo aguardara la reacción del herrero, que retrocedió asustado por su obra. ¿Qué había hecho? Entonces la criatura abrió los ojos, que no eran más que dos carbones encendidos, y habló:

—¿Quién soy? —preguntó con una voz metálica y suave—. ¿Qué soy? ¿Por qué me creaste?

—Eres mi obra —respondió Juan, dejando caer el martillo—. Pero realmente no sé qué eres todavía.

Durante los días siguientes, la criatura aprendió a moverse, a tocar los objetos, a escuchar el murmullo del viento. No comía, no hablaba, tampoco dormía, solo observaba.

Juan decretó que era femenina y la llamó Luz, por el resplandor que brotaba de su pecho y alumbraba el taller aun cuando el fuego se apagaba. En ocasiones la veía quedarse muy quieta frente a la ventana, mirando cómo la claridad del exterior se filtraba en líneas frías sobre el suelo. Quizá la luz –tal vez ese fuera su pensamiento sin palabras– no está hecha para quedarse en un solo sitio.

—¿Por qué estoy atada a este lugar? —dijo Luz una noche; hablaba otra vez, después de mucho tiempo—. Oigo voces más allá del fuego. Quiero salir.

—Afuera hace mucho frío —dijo Juan—. Además, llueve. Te apagarías.

—Entonces enséñame a resistir —respondió Luz—. Quiero vivir más allá de estas cuatro paredes.

El herrero comprendió que ese era el límite de su arte. Había creado una forma, una criatura con aspecto humano, pero no podía darle un destino.

Fue en ese momento cuando tomó una decisión. Esa madrugada, llevó el yunque al campo y colocó a Luz sobre él. El cielo estaba cubierto de estrellas, como miles de fragmentos de metal fundido. El aire nocturno era delgado, y en la distancia se escuchaba el ronquido profundo de la tierra. Las estrellas eran fuegos viejos, pensó Juan; luces que ardieron tanto que debieron marcharse del mundo.

—Si te libero, dejarás de ser mía.

—Pero si no lo haces —respondió Luz—, nunca seré yo.

Juan levantó el martillo por última vez y golpeó el pecho de la criatura con todas sus fuerzas. El metal se abrió y el corazón de fuego exhaló su último aliento mientras una llamarada blanca se elevaba hacia el firmamento, iluminando todo el valle.

Cuando el resplandor se desvaneció, el yunque estaba vacío y frío.

Juan cayó de rodillas, con los ojos inundados de lágrimas y las manos ennegrecidas. El aire olía a hierro quemado y a aurora. Alzó su mirada y, a lo lejos, sobre las montañas, vio cruzar una chispa en el cielo. Un nuevo cometa ardía con la misma luz que él había forjado. La luz –comprendió entonces– nunca pertenece a quienes la crean, sino a los caminos que ilumina.

Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.

 

martes, 11 de noviembre de 2025

DONDE BRILLA LA LUZ MALA

Laura Irene Ludueña

 

 

Pasar las vacaciones en la casa de mis abuelos en el campo me encantaba. El abuelo Domingo era un maestro contando historias, y nosotros adorábamos esas noches tibias en que se sentaba en su sillón de totora, con la lámpara a querosén proyectando sombras en la pared. Tenía una voz grave, pausada, una mirada profunda que parecía ver más allá de lo que decía, y una postura encorvada que le daba un aire de sabio antiguo.

Recuerdo que solía decirnos que uno puede no creer en las cosas del otro mundo, pero que igual conviene tenerles respeto. Que no hay que burlarse de lo que cuenta la gente de campo, ni de las islas, ni de los que aseguran haber visto fuegos flotando entre los pajonales al anochecer. Hablaba de almas en pena, de caballos que no pisaban ciertas partes del monte y, sobre todo, de la luz mala.

—¿Qué es la luz mala, abuelo?

—Es un fuego que camina por los campos como si buscara algo —decía—. Quizás una deuda o una tumba sin nombre. El que la ve no tiene que mirarla fijo, tampoco debe acercarse, ni hablar, ni pensar en cosas feas.

Mis primos Julio y Marito se burlaban de mi hermana y de mí porque, como porteñas que éramos –solo veníamos al campo por unas semanas durante las vacaciones–, teníamos terror de encontrarnos con un espectáculo de esa naturaleza durante nuestra estadía. Pero ellos, nacidos y criados entre vacas y alambrados, decían que esas cosas eran puro cuento. Hasta que lo vivimos en carne propia.

Fue hace más de treinta años, pero lo tengo grabado como si fuera ayer. Era un fin de semana largo del mes de marzo, y habíamos ido a pasar unos días a la casa de los abuelos. Una tarde acompañamos al abuelo a un campo vecino a llevar unas herramientas que le habían prestado. Como don Ezio tenía problemas con unas terneras, el abuelo se demoró explicándole cómo había curado a las suyas. Mientras tanto, nosotras jugábamos en el patio de la casa. La cuestión es que se hizo de noche y todavía estábamos ahí.

Emprendimos el regreso en el carro tirado por un caballo llamado Maravilla, cosa que nos encantaba. El abuelo tenía un auto viejo en el que solía movilizarse, pero cuando estábamos las porteñitas, como solía llamarnos, nos llevaba en el carro porque sabía que era nuestro medio de transporte preferido. Al principio todo iba bien. El aire estaba quieto, cargado del olor dulce de la tierra húmeda, y las estrellas titilaban como si nos saludaran desde arriba. Pero de golpe, Maravilla se frenó en seco. Empezó a resoplar y a sacudir la cabeza. Fue entonces que la vimos. Flotando sobre el pasto, a unos metros, había una luz. Pero no era cualquier luz. No venía de una linterna, ni de un auto, ni de una casa. Era una bola de fuego, rojiza, pulsante, como un corazón enfermo suspendido en el aire. Se movía despacio, pero no oscilaba con el viento ni proyectaba sombra. Y lo peor, tampoco hacía ruido.

El abuelo nos hizo señas para que no habláramos. ¡Cómo íbamos a hacerlo si estábamos muertas de miedo! Recuerdo que el campo parecía haberse vuelto mudo. No cantaban los grillos, ni las ranas, ni se escuchaba el crujido de ninguna rama. Era un silencio que asustaba. Miré a mi hermana y me di cuenta de que se sentía igual que yo. De pronto, algo me apretó el pecho, sentí que el aire se había vuelto pesado y me empujaba. Maravilla retrocedía de a poco, como si el instinto le dijera lo que nosotras aún no queríamos aceptar.

El abuelo intentó hacerlo dar la vuelta, pero Maravilla no se movía. Nosotras tampoco. Parecía que algo invisible nos sujetaba. Pero el abuelo Domingo, conocedor de estas situaciones, nos miraba con ternura para tranquilizarnos. Mientras tanto, la luz flotaba hacia nosotros, lenta, como si no tuviera ningún apuro. En ese momento, me acordé de las palabras que el abuelo nos había dicho una vez: “Cuando aparece la luz mala hay que pensar en algo bueno y, si se puede, rezar alguna oración.”

Yo no era de rezar mucho, pero cuando miré a mi hermana me di cuenta de que lo estaba haciendo. Así que dije todas las oraciones que me acordaba: el Padrenuestro, el Ave María, la del Ángel de la Guarda… hasta la bendición que mi mamá nos decía cuando nos íbamos a dormir.

De pronto, el aire se liberó. Maravilla relinchó fuerte y salió al galope. El abuelo no dijo nada, pero tenía una sonrisa en los labios. Mi hermana y yo ni siquiera nos atrevimos a mirar atrás para ver qué había sido aquello.

Al llegar a la casa, me bajé temblando. Mi hermana no podía hablar del susto, pero yo enseguida conté lo que nos había pasado a la abuela, a mi mamá, a Marito y Julio, que habían ido a cenar. Nadie creyó del todo lo que conté. Mis primos se reían, mientras mi hermana seguía muda. Me dijeron que seguramente había sido algún gas del suelo, una luciérnaga gigante o una alucinación. Pero los abuelos y mamá me miraron de una forma que no olvido. Como quien ya sabe lo que uno no se anima a nombrar.

Cuando volvimos a Buenos Aires se lo conté a mis amigas de la escuela, que sí me creyeron. Recuerdo que me miraban asombradas mientras yo engalanaba el relato con algunos agregados fantásticos que lo enriquecían. Sin embargo, cada vez que volví al campo de los abuelos, me negué a salir de noche. Y aún hoy no lo hago.

Por ahí dicen que, cada tanto, en las madrugadas de calor, cuando el aire se espesa y la humedad se vuelve rara, alguien ha visto una luz allá lejos, entre los pastizales. Dicen que no alumbra, que no calienta, que solo flota. Y que cuando aparece, es mejor no preguntar. Porque hay cosas en el campo que no son reales ni fantásticas.
Son apenas historias del campo, esperando oídos atentos dispuestos a escucharlas.

Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.


sábado, 8 de noviembre de 2025

LA SONRISA DE SALGARI

Laura Irene Ludueña

 Los cañones vomitaban fuego sobre la selva que caía a pique hacia el mar. El cielo estaba rajado por la pólvora y los gritos, y los tigres de Mompracem avanzaban como un vendaval de acero y sangre. Al frente, como un relámpago con turbante, Sandokán se abría paso con la cimitarra en alto.

Nadie vio al hombre que caminaba entre los cuerpos sin dejar huella. Elegante, con su traje de otros tiempos, el bigote bien cuidado y una mirada que no pertenecía a ese mundo, Emilio Salgari seguía el combate con una mezcla de asombro y tristeza. Sabía que no podía intervenir. Era un espectador, un náufrago en sus propios sueños. Reconocía cada grito, cada golpe, cada rostro. Él los había creado, y ahora lo arrastraban consigo hacia un lugar donde las ficciones cobran sus deudas. Cuando la batalla se perdió en el humo, el paisaje comenzó a deshacerse como un dibujo mojado. Todo se volvió oscuro y denso. Un trueno lejano sacudió el aire.

—Sandokán… ¿eres tú? ¿Viniste por mí? —preguntó con un hilo de voz.

El pirata dio un paso al frente. No había envejecido un solo día desde la primera vez que Salgari lo imaginó. La misma fiereza, la misma melancolía indomable en los ojos oscuros.

—Estás sufriendo, Emilio —dijo Sandokán, sin solemnidad ni piedad, como quien constata un hecho que no puede evitarse—. Y me preguntaba si querrías despedirte.

Salgari sonrió, aunque el gesto le costó.

—¿Cómo podría no hacerlo? Ustedes fueron mi vida. Más que Verona, más que Turín… más que mis propios huesos.

—No fuiste feliz —le respondió con una dureza que no era reproche, sino verdad desnuda—. Nos diste aventuras, mares, gloria pero tú mismo viviste encerrado. Nos hiciste libres, mientras tú te hundías.

El silencio se alargó. La tormenta afuera parecía haberse acercado; un trueno hizo temblar los vidrios de la casa del escritor.

—¿Y sin embargo…? —susurró Salgari.

—Y sin embargo nos diste alma —respondió el Tigre de la Malasia, bajando la voz por primera vez—. Yo he muerto cien veces, pero siempre vuelvo. Porque tú me soñaste tan fuerte que no puedo desaparecer. Hay niños en Java que aún me nombran. Hombres y mujeres que todavía sueñan con espadas y selvas gracias a ti.

Salgari cerró los ojos un instante, dejando que esas palabras lo envolvieran como una caricia inesperada.

—Duele, Sandokán. Duele no haber podido ser uno de ustedes.

El pirata acercó una silla y se sentó junto a Salgari. Sus ojos, feroces en la batalla, ahora eran los de un hijo ante el padre que muere.

—¿Y si pudieras? ¿Si esta vez no despertaras en Turín, sino en otro lugar?

—¿Dónde?

—En la isla. En Mompracem. Ese rincón que solo tú conoces, el que tan bien describiste una y otra vez; sé que nunca lo olvidaste.

Salgari respiró hondo, como si el aire ya le llegara de otro mundo, salado y húmedo.

—Llévame.

Sandokán extendió la mano, y aunque la carne de Salgari era débil y su piel estaba pálida como papel mojado, sus dedos se aferraron con firmeza a los del pirata. El mundo tembló. Ya no estaban en el estudio del escritor. Un viento cálido, cargado de sal y flores extrañas, le golpeó el rostro. Salgari estaba de pie, entero, con ropas ligeras, un kriss en el cinto, y el corazón latiendo con la fuerza de un joven corsario.

—Bienvenido a bordo —dijo Sandokán con una sonrisa feroz, mientras una tripulación de fantasmas rugía al verlo. Yáñez levantó su copa. Tremal-Naik agitaba el sable. Todo era como debía ser.

El mar rugía bajo la quilla del Praya del Rey, que surcaba las aguas verdes con una velocidad imposible. En la lejanía, un bergantín colonial huía, cargado de esclavos y marfil. La bandera británica ondeaba como una burla.

—¿Estás listo para una última cacería? —gritó Sandokán sobre el estruendo del viento.

—Más que nunca —dijo Salgari, con la voz que ya no tenía en la tierra.

Alcanzaron el navío en fuga y se lanzaron al abordaje. Fueron minutos o siglos. El fuego de los cañones, el choque de las espadas, la risa de Yáñez, el rugido del Tigre. Emilio luchaba como si su vida dependiera de ello, aunque ya no tuviera nada que perder. En un instante imposible, cruzó la mirada con una niña liberada de la bodega: sus ojos oscuros, enormes, le sonrieron con gratitud. Eso bastó. Y entonces, todo comenzó a disolverse. El fragor se apagó como una llama en el viento. El mar se volvió bruma. Las voces se deshicieron en ecos. De nuevo, el olor a papel viejo y desesperanza. Salgari volvía a estar en su casa, en su triste estudio. El sudor frío le corría por la frente, mientras la figura de Sandokán, de pie junto a él, era más tenue ahora.

—¿Fue real? —preguntó. Sandokán no respondió. Solo asintió, con una leve reverencia—. Gracias —susurró Salgari.

—Nos volveremos a ver. Donde el mar no tenga orillas —dijo el pirata, y su voz era ya parte del viento.

La sombra se desvaneció. Salgari cerró los ojos. Nadie oyó cuando se levantó de la silla. Nadie lo vio salir con paso firme, como quien tiene una cita impostergable.

Al amanecer, lo hallaron en el sendero, bajo los árboles del parque. El cuerpo vencido, pero el rostro en paz. Había llevado consigo un cuchillo, con el que se abrió el vientre según el rito japonés del seppuku. En el bolsillo había tres cartas: a sus hijos, a sus editores y a los directores de los periódicos de Turín. Y en su mano, una pluma rota.

Y aunque el cielo estaba nublado, alguien juraría haber olido sal en el aire. Porque en algún lugar del océano imaginado, una vela roja flameaba en lo alto. Y Sandokán, el Tigre de la Malasia, miraba al horizonte, esperando a su creador, que por fin se atrevía a embarcar.


Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022) y el ensayo Justicia social y resistencia conservadora: la ciudad de Rafaela en los años cuarenta. Su intensa actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo sus compañeros. Su labor está reflejada en este blog.


lunes, 24 de marzo de 2025

EL ENCUENTRO

 Laura Irene Ludueña

 

La reconoció de inmediato. Mary Shelley estaba sentada sola en el banco de una plaza oscura, como hurgando en sus recuerdos. La observó detenidamente para asegurarse de que era ella.  Sí lo era, ahí estaba su creadora. Con pasos lentos y pesados, se acercó. La luz tenue de una farola cercana iluminó su rostro, revelando las cicatrices que el tiempo no había podido borrar. Mary levantó la vista y, al instante, lo reconoció. No mostró miedo, sino una profunda tristeza y hasta cierta comprensión.

—¿Eres tú? —susurró mientras un estremecimiento recorría su cuerpo. Ante sus ojos estaba la criatura que había nacido de su pluma, de su miedo y de su genio. Miró sus manos que ahora temblaban, las mismas que lo habían dado a luz en páginas llenas de desesperación y tormento.

—Sí. Soy yo, y tú eres la madre de mi miseria —respondió él con amargura.

Mary desvió la mirada hacia el suelo empedrado de la plaza.

—Nunca imaginé que mis palabras te darían vida — dijo en un murmullo casi inaudible—. Eres mi mejor creación literaria, aunque hayas nacido de mi dolor y mi desesperanza.

Él dio un paso más hacia ella, su voz temblaba por la rabia contenida.

—¿Me diste aliento solo para condenarme a la soledad? Sabes lo que es estar solo. Tú también lo estás. Has perdido a quienes amabas. ¿Por qué cargar en mí tu sufrimiento?

Mary sintió un nudo en la garganta. ¿Acaso no había sido ella también una huérfana de alguna manera? ¿No había transitado su vida entre la pérdida y la búsqueda de sentido? El viento nocturno susurraba entre los árboles, como si el universo entero contuviera la respiración ante aquel encuentro de esas dos almas dolientes.

—¡Te hice un ser humano! —exclamó Mary con voz quebrada—. Y los seres humanos fuimos creados para enfrentar nuestras propias desgracias. Esa es nuestra naturaleza. ¿No te quejas de tu aspecto? Eso me extraña. Pero si buscas redención en este mundo, si buscas que me arrepienta de haberte creado, ya te digo que no lo haré ni yo ni nadie en el universo. Sé por mí misma que rara vez somos comprendidos.

—Pero soy tu criatura, tu sombra, tu reflejo. He caminado mucho para encontrarte y pedirte respuestas.

Mary respiró hondo.

—Nunca pensé… —Tragó saliva y dijo, más para sí misma que para él—. Nunca pensé que te volverías real.

—Y sin embargo, aquí estoy. ¿Por qué me creaste, Mary? ¿Por qué me diste vida solo para abandonarme a la soledad? — dijo la criatura esbozando un bosquejo de sonrisa amarga.

Ella lo miró con ojos cargados de pesar.

—Porque yo también estaba sola. Porque temía a mi propia muerte y anhelaba perdurar en una creación literaria. Aunque no lo creas tú y yo no somos tan distintos —dijo mientras miraba sus manos temblorosas—. Estas manos te han dado vida en páginas y páginas llenas de mi desesperación.

Un silencio espeso vibraba entre ellos como si la noche que los envolvía fuera cómplice de su desasosiego. El viento helado susurraba entre las ramas desnudas de los árboles, y la luz trémula de la farola proyectaba sombras alargadas sobre el empedrado. Él bajó la mirada hacia sus propias manos, grandes, toscas y llenas de cicatrices. Habían sido creadas para sostener la vida, pero solo habían conocido el rechazo.

—Si somos tan parecidos —dijo con voz grave—, dime, Mary… ¿cómo hiciste para sobrevivir?

Ella lo contempló en silencio, sus ojos cargados de historias que nadie más podría comprender.

—Escribiendo ... dándole sentido a mi dolor, transformándolo en algo que el mundo no pudiera ignorar.

—¿Acaso crees que yo también pueda hacer eso?

Mary esbozó una leve sonrisa.

—Eres mi creación, pero ya no me perteneces. La historia que buscas escribir… solo tú puedes imaginarla.

Él asintió lentamente y, por primera vez en su existencia, sintió que en su destino aún quedaba una esperanza. Antes de perderse en las sombras, volvió la cabeza para mirarla una última vez.

—Adiós, Mary.

Ella no respondió. Solo lo observó alejarse, con el corazón encogido y la certeza de que su criatura, su reflejo, su más íntima pesadilla y esperanza, finalmente había encontrado su propio camino.

La farola parpadeó una vez más, y la noche lo devoró.


Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022). No obstante, su actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo con otros escritores. Su intensa labor está reflejada en este blog.

viernes, 14 de marzo de 2025

LA CAÍDA

Laura Irene Ludueña

 

No me había acercado a la escalera desde ese día. Ese día en que mi vida cambió para siempre. La imagen de lo sucedido se repite confusa en mi mente, como una pesadilla que no termina. La caída fue rápida, violenta, un instante de absoluto control que se desvaneció en milésimas de segundo, porque no lo esperaba. Según mi plan las cosas deberían haber sucedido de manera diferente. Pero el destino es caprichoso y toma sus propias decisiones arrasando todo sin previo aviso. Lo que me parecía justo y seguro, lo que había previsto en tantas noches de insomnio como la única salida, se convirtió en esto.

Los médicos dijeron que la caída había dañado mi columna vertebral de tal forma que las probabilidades de recuperar la movilidad eran mínimas. Acepté esa sentencia en silencio, en lo más profundo de mi ser sabía que era mi castigo. Durante los primeros días, el miedo me paralizó más que la incapacidad para moverme. No podía mirar las escaleras sin que una oleada de pánico me invadiera. ¿Cómo podía seguir adelante sola e inválida?

Poco a poco, me fui acostumbrando a la silla de ruedas, al silencio perpetuo de la casa, al vacío de los lugares que alguna vez recorrí feliz con él a mi lado. Pero lo peor, lo que me atormentaba cada día, era saber que había fracasado una vez más. Y no era solo el miedo irracional a las escaleras. Mi mente se rebelaba cada vez que intentaba recordar lo sucedido, como si algo en mi interior quisiera impedir que desentrañara la verdad. Estaba atrapada en un torbellino de recuerdos oscuros y fragmentados, cada uno más doloroso que el anterior. Necesitaba enfrentar los hechos, necesitaba cerrar ese capítulo de mi vida. Respiré profundo, resignada. Sabía que no podía controlar lo que vendría, pero algo dentro de mí me empujaba a dar el siguiente paso, aunque no supiera hacia dónde me llevaría. Lo primero que debía hacer era dejar mis miedos y rememorar lo que había pasado. Para ello me acerqué a la escalera, y por un momento, intenté revivir esa noche. No recordaba el dolor físico en su totalidad, solo el estremecimiento en todo mi cuerpo, como si el tiempo mismo se hubiera detenido en ese instante fatal. Cerré los ojos. La escena se hizo nítida, casi palpable: las escaleras, las sombras alargadas sobre la pared, él mirándome con los ojos llenos de incomprensión, y el golpe sordo de nuestros cuerpos al estrellarse contra el suelo. Escuché su voz angustiada, pero distante, como un eco lejano que me preguntaba por qué. Cuando volví a la conciencia, los dos estábamos tendidos en el piso. Su cabeza había golpeado contra el escalón, y un hilo de sangre manchaba sus labios. Lo miré, buscando alguna señal de vida, asegurándome de que al fin se había ido, pero cuando intenté arrastrarme hacia él, no pude, mis piernas no me respondían. Nunca imaginé que él me abrazaría en el último momento y que con ese abrazo, me llevaría en la caída para volver a condenar mi vida.


Laura Irene Ludueña nació en Buenos Aires, pero vive en Rafaela, provincia de Santa Fe, desde hace medio siglo. Es docente e investigadora y ha publicado el libro Un criollo en la pampa gringa (2022). No obstante, su actividad como escritora de ficciones la ha llevado a ser una de las animadoras del TALLER 9 de escritura creativa, tanto en solitario como formando equipo con otros escritores. Su intensa labor está reflejada en este blog.

 

 

viernes, 23 de agosto de 2024

BIFICCIONES (TRECE)


BRILLO DE METAL CROMADO

Laura Irene Ludueña & Víctor Lowenstein

 

Sentado al borde de la cama hecha que no utilizaba hacía semanas, salvo, claro, para recostarse cada dos por cuatro de puro aburrido para después levantarse y alisar el acolchado, de puro maniático, De Jacques contemplaba su cuarto como si no lo conociera de memoria. Tal vez presintiendo que no lo volvería a ver, casi como una persona que espera partir hacia un destino final de esos de los que no se regresa ni en sueños. Miraba la taza de porcelana sobre el escritorio; la silla detrás, con el polar colgado sobre el respaldo y más allá el angosto ropero siempre cerrado, testigo mudo y eficaz de su denodada soledad.

Miraba todo como si lo viera por vez primera, recorriendo con los ojos detalles seguramente bien vistos y sabidos. Encontrando casi sin querer nuevos detalles, perspectivas acaso insólitas, dejando a su mirada caer en esa inercia perezosa de quedar colgada en el contorno de la taza, las manzanas en la frutera o el portalápiz azul, o el polar o la silla, que la conciencia reposara allí sin pensamientos, vacía de ruido mental y concentrada en las formas en particular.

Ese juego estaba, como otros similares, dejando de funcionar. Lo conocía demasiado bien, igual que ese cuarto. Tantas veces lo había recorrido con sus ojos cerrados –otro juego infantil– para probarse que era capaz de transitar un espacio así de estrecho sin chocar con nada, aunque por lo general acababa por llevarse la silla puesta al primer descuido, y abría los ojos desconcertado ante su torpeza. Por ello mismo le extrañó, pero tanto, no reparar siquiera en ese brillo de metal cromado que relucía desde el borde mismo del escritorio. Era tan inexplicable esa omisión visual que se quedó perplejo unos instantes, consciente de que su mirada había recorrido esa habitación una docena de veces, sin notar el relumbre metálico. Se la había comprado al dealer que le vendía la coca, quien supo convencerlo de que el mercado negro de armas no era una opción segura, que tenía una Beretta casi sin uso y se la dejaba a buen precio, incluyendo municiones. ¿Te sirve, De Jacques? Por ser tú te la dejo en cuarenta malditos dólares, ¿qué dices?

—Sí —había dicho como un idiota perdido en una nube de humo y con una extraña sensación simultánea de relajación y euforia.

Vagamente recordaba a su dealer moviendo los labios como si recitara vaya a saber que verso que a él no le interesaba. Porque en realidad, no le interesaba nada. Hacía rato que vivía porque el aire era gratis y aún tenía algo para proveerse de aquello que sustentaba su mísera soledad.

De Jacques contempló una y otra vez su escritorio ahora engalanado con ese brillo cromado. Tenía la sensación de estar en un sueño, con imágenes que parecían surgir y desvanecerse sin conexión clara con la realidad. En un momento aparecía su dealer, en otro estaba amando a Vanessa, en otro su madre lloraba, luego volvía Vanessa echándolo del departamento con lágrimas en los ojos y diciéndole que no toleraría más sus adicciones. ¿Qué le estaba pasando? Volvió los ojos al escritorio. Cada vez que veía el brillo metálico de la pistola sentía un escalofrío recorriéndole la espina dorsal. Nunca había sido violento, ni siquiera en sus peores momentos. El sonido de los disparos en las películas siempre lo había puesto nervioso, y ahora, tenía una de esas cosas en su propia casa. Todo había empezado a ir mal desde que fue a ese bar de mala muerte al que lo invitó su primo Tomy. Al principio fue para festejar su reencuentro con Vanessa, luego para olvidar que lo había dejado, después para olvidar que su madre lo echó y así sucesivamente. Las primeras idas al bar eran esporádicas, luego se hicieron más frecuentes y las cantidades de cocaína que consumía iban aumentando al mismo ritmo hasta que la paranoia creció en proporción directa a su consumo.

Una noche, Tomy le contó sobre un par de tipos que merodeaban el bar y que lo habían asaltado.

—No es seguro, andar por aquí desarmado hermano — dijo —Voy a conseguir un arma para mí y otra para vos, así andas seguro.

En su estado, había aceptado sin pensarlo mucho ni entender de qué le hablaba. Ahora, con el arma en su poder, la situación se sentía más pesada, como si hubiera cruzado una línea de la que no podía volver.

El reloj en la pared marcaba las 3 de la mañana. No podía dormir, el miedo y la ansiedad lo mantenían despierto. Se lavó la cara y cuando se miró al espejo la imagen que vio lo asustó. ¿Ese era él? ¿dónde estaban los ojos verdes brillantes de los que Vanessa decía haberse enamorado? Parecía un espectro. Sentía que el peso de sus decisiones lo habían llevado a este punto. Como si fuera poco, la presencia de la pistola lo asfixiaba. Se acercó a la ventana y miró hacia afuera. La ciudad estaba silenciosa, pero su mente era un torbellino. ¿Cómo había llegado a esto? ¿Cómo había permitido que su vida se saliera tanto de control? Pensó en llamar a alguien, pedir ayuda, pero no sabía por dónde empezar.

La luz de la luna iluminaba el arma sobre la mesa. Era una visión surrealista, como si perteneciera a otra vida. Sabía que no podía seguir así, tenía que encontrar una salida. El brillo cromado sobre el escritorio parecía llamarlo, se acercó a él y tomó el arma para verla mejor. Observó el cañón de la Beretta, allí el brillo cromado no se veía, al contrario, estaba oscuro, tan oscuro…

La detonación se oyó en todo el edificio. Su último pensamiento fue que su alma era igual a la del arma, brillante por fuera pero muy oscura por dentro.Principio del formulario





LA DECEPCIÓN

Tamara Golob & Gabriela Vilardo

 

Stepan se sentó frente a la pantalla de su computadora, una vez más, con el mismo desinterés apático que había sentido desde hacía meses. Desde la muerte de Yelena, su esposa, su vida había caído en un abismo de monotonía y desesperanza. A pesar de tener solo cincuenta y nueve años, se sentía como un anciano cansado del mundo. Su rutina diaria se reducía a recorrer las redes sociales sin propósito, esperando encontrar algo que llenara el vacío que lo consumía.

Con un suspiro pesado, abrió Facebook y comenzó a desplazarse por el interminable flujo de publicaciones triviales y noticias irrelevantes. Las sonrisas felices y las vidas perfectas de sus amigos virtuales solo servían para acentuar su propio dolor y soledad. Nada le interesaba realmente, y se encontró divagando, su mente creando escenarios oscuros y finales morbosos para su propia vida. Imaginaba de qué manera podría acabar con su sufrimiento, desde sobredosis hasta accidentes aparentemente fortuitos. Cada pensamiento era más sórdido que el anterior, y la sombra de la desesperación lo envolvía cada vez más.

Sin embargo, en medio de esa espiral de pensamientos oscuros, algo llamó su atención. Un nombre que no había escuchado en casi medio siglo apareció en la pantalla. Se quedó paralizado por un momento, sus ojos fijos en el perfil de Facebook de una mujer. Era ella, su primera novia. Casi no podía creerlo. Después de tantos años, ahí estaba, en la pantalla, como un fantasma del pasado que regresaba para sacudir su letargo.

La mujer, a pesar del tiempo transcurrido, se veía increíblemente bella. Había envejecido con gracia y elegancia. Su perfil mostraba una vida llena de éxitos y logros. Era una profesional reconocida en el campo de la psicología y había escrito una novela que acababa de publicarse. Stepan no podía evitar sentir una mezcla de nostalgia y curiosidad. ¿Qué había sido de su vida? ¿Cómo había llegado a ser la mujer exitosa que ahora veía en la pantalla?

Impulsado por una mezcla de desesperación y un atisbo de esperanza, decidió escribirle. Las palabras salieron torpemente al principio, pero luego, a medida que los recuerdos fluían, encontró más fácil expresar lo que sentía. Le habló de los viejos tiempos, de cómo la había recordado a lo largo de los años y de lo sorprendido que estaba al encontrarla de nuevo. No esperaba una respuesta, pero había algo en ese acto que le dio un pequeño rayo de esperanza.

Para su sorpresa, la respuesta llegó rápidamente. La mujer le respondió con calidez y entusiasmo, recordando con cariño los momentos que habían compartido. A pesar del paso del tiempo, parecía que todavía había una conexión entre ellos, algo que había sobrevivido a las décadas de separación. Comenzaron a intercambiar mensajes, primero de manera casual y luego con más profundidad. Compartieron historias de sus vidas, sus éxitos y fracasos, sus alegrías y tristezas.

Stepan se encontró esperando ansiosamente cada nuevo mensaje, sintiendo cómo una chispa de vida comenzaba a encenderse en su interior. Por primera vez en meses, sentía algo más que dolor y apatía. Había encontrado una razón para seguir adelante, una conexión que lo hacía sentir menos solo en el mundo. Y aunque no sabía qué depararía el futuro, estaba dispuesto a descubrirlo, un paso a la vez.

Le propuso a Marisa hacer una video llamada, aunque su apariencia no era la misma; ni siquiera se había mantenido jovial como ella. Su tristeza parecía acentuar las arrugas y bajarle más los párpados. Se miró al espejo y se acomodó un poco el cabello. Buscó una camisa a cuadros que era la que usaba para ocasiones especiales. Ubicó la computadora en un lugar que disimulaba la dejadez de la casa. Le costó evitar trapos tirados y superficies descascaradas. Apenas se salvaba del desorden, una parte de una de las paredes del comedor que mostraba un espejo devolviendo la espalda corva de Stepan. Se acomodó, trató de erguirse y puso la computadora sobre una mesa, bastante alejada de su cuerpo para que no lo tomara en un primer plano. Estaba ansioso.  Cuando acordaron prender el celular, ella entró con la llamada sin video, pero él apretó la camarita y se encontraron frente a frente. Se miraron, sonrieron como dos chiquilines y hablaron de la rareza de la tecnología, eso de estar y no estar. Stepan la veía preciosa, no sabía si ella a él. Stepan se levantó, se excusó, dijo que lo esperara un segundo, que se preparaba un cafecito; y la invitó a que hiciera lo mismo. Algo que ella aceptó. Él se tropezó en la cocina, pero no perdió el equilibrio. Estaba abombado como un adolescente. Volvió con su café batido y se sentó otra vez frente a la pantalla.

—Contame de tu novela, Marisa.

—Ah… mi novela me ha traído tantas satisfacciones… —Marisa revolvió el café con una cucharita, sin apremio. Luego se la llevó a la boca saboreando lo que había quedado en ella. Y miró a Stepan.

—Seguramente has metido la psicología que tanto te gusta y has creado una gran ficción. Sé de la repercusión que ha tenido. El título ya anuncia una historia prometedora: La decepción.

—Sí, claro. Lo que se vive se cuenta mejor, Stepan.

—¿Está basada en un hecho real?

—Sí, tan real que me amalgamé con la protagonista hasta el final, sin opción a otra cosa. Creeme que fue sanador.

—No tengo dudas, viniendo de vos… Te conozco tanto. Ya ves, que hemos hablado de la vida tal como entonces.

Marisa sonrió apenas.

—¿De verdad creés que me conocés tanto? Creo que, si así hubiese sido, no hubieras desaparecido de mi vida con tu compañera de banco.

—¡Éramos dos chiquilines! ¿O no?

—Yo no. Tal vez vos, sí. Las mujeres, aun jóvenes, siempre nos comprometemos más con el amor hasta imaginar el fin de nuestros días.

—Bien, pero no es para tanto… ¿Por qué no nos encontramos a tomar un café y lo conversamos como adultos? Ha pasado bastante tiempo de aquello.

—Mi tiempo se extendió hasta la publicación de mi novela, no hace tanto, y no puedo tomar ese café, porque en la última página te maté. Lo siento, Stepan. Creo que no es tu mejor día.

Marisa se inclinó y apagó la cámara. Algo que confundió y sorprendió a Stepan.  Su página de Facebook seguía mostrando sonrisas y éxitos inventados por los demás y antes de perder la voluntad y de volver a entrar en la sombra de la desesperación, puso un símbolo de luto en su perfil y la tapa de la novela de Marisa en la portada. 



CAMINOS CERRADOS

Carmina Shapiro & Sergio Gaut vel Hartman

 

Sonia salió del predio de oficinas, cruzó el estacionamiento y echó a andar por la vereda lindera del parque. La noche estaba más azul que oscura, el aire calmo. Eran cinco cuadras hasta la parada del colectivo sobre la avenida Iyuna. Andaba con paso regular pero sin prisa. Distraídamente vio a algunas otras mujeres caminando en el mismo sentido que ella.

Se cruzó de vereda para ver los plátanos, añosos e imponentes, y el parque detrás de ellos con mejor perspectiva. El parque, las luces amarillas esparcidas por el llano y la cúpula azul le traían sensaciones de recuerdos cálidos.

Al llegar a la esquina, un muchachito cruzó su camino detrás de ella, entre caminando y trotando. Llevaba una mochila medio vacía que se sacudía con él, y una camiseta de esas de tecnología deportiva. Esa esquina correspondía a una cortada, al final de la cual el muchachito se agachó y agarró un pedazo de baldosa rota. Mirando hacia atrás exclamó, “¡vamos a la canchita, a la canchita!

Sonia, que había seguido sus movimientos, notó que no la miraba a ella, sino más atrás aún. Se giró entonces hacia el otro lado y vio a otros dos muchachos juntando baldosas rotas y piedras. Ya tenían algunas entre los brazos. Más allá otros cinco se acercaban corriendo. Venían desde el predio de oficinas y se dirigían a la avenida. La penumbra de los plátanos los hacía ver más espectrales que lo que eran, apenas muchachitos. Aunque sus movimientos decididos delataban una mayor experiencia de lo que se hubiera esperado.

Sonia se había detenido y parada en el lugar vio que las mujeres volvían sobre sus pasos, corriendo en alerta.

—¡Corré! ¡Corré! —le dijo la que estaba más cerca. Eso significaba que otro grupo iba al encuentro, o tal vez harían algún atraco o alguna manifestación contra los Propietarios...

Hizo una mueca de angustia, se ajustó el bolso y emprendió la carrera. La angustia era doble. Esta noche ya no podría llegar a casa a dormir. Y otra vez esa pregunta de fuego quemándole la conciencia... ¿Estaba corriendo en la dirección correcta? ¿Hacía bien en alejarse en lugar de acercarse a la acción?

De pronto, como salidos de la nada, fantasmales y prepotentes, aparecieron los blindados de la GP. ¿Demasiado rápido? ¿Acaso estaban sobre aviso? Avanzaron por la avenida bufando como monstruos y moviendo los cañones en todas direcciones. Pero los muchachos, que ahora ya eran docenas, tuvieron la precaución de moverse entre los árboles, sin ofrecerse como blanco.

Frenándose agitada, Sonia vio con sorpresa que la mujer que le había gritado que corriera se había sentado  en un banco de metal

—¿Qué le pasa? —dijo Sonia tocándole el hombro.

—¿Qué me pasa? —La mujer expulsó la mano como si se tratara de una alimaña—. Estamos muertas, eso me pasa.

—Venga, vayámonos de aquí.

—No es posible; todos los caminos están cerrados.

Sonia levantó la cabeza para ver que los muchachos se agrupaban para lanzar una andanada de piedras contra los blindados, y eso le pareció ridículo; lo único que iban a lograr era ser masacrados por los GP.

—Tenemos que salir para algún lado. Lagarde no está cerrada.

—Por ahí vienen los mutantes…

—¿Los qué? —Sonia no estaba segura de haber escuchado correctamente la palabra pronunciada por la mujer, pero tal vez, más que nada, era una triquiñuela de su mente para no hacerse cargo de lo que se rumoreaba.

—Los mutantes, ¿es sorda? —replicó la mujer, irritada—. Por Tinto vienen los extraterrestres y por Juntero los robots. Lo que le dije: estamos rodeadas, no hay salida.

Ese fue el momento elegido por los blindados para empezar a disparar; y no eran chorros de agua y tampoco gases. Disparaban lenguas de fuego que no tardaron en convertir el parque en una gigantesca hoguera.  

 

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