Michael Haulică
Era uno de los
restaurantes más selectos del Tiempo. Más allá del nudo Pitt, marcado en
cualquier mapa cronotópico de las Oficinas Especiales de Turismo, se accedía a
un inmenso vestíbulo gótico, con paredes de piedra maciza en colores helados
que reverberaban, de forma iterativa, los acordes del célebre adagio de la Misa
Solemne.
Cada persona que llegaba allí –Turista
o Habitual– era recibida como un viejo amigo por el camarero elegante y afable,
y luego conducida a un salón: al Dorado, Plateado, Azul, Malva o incluso Negro,
según su estado de ánimo.
El-Eftis, un Habitual, fue
conducido al Salón Azul.
Los muros modulares, que simulaban
inmensidad, estaban incrustados, en un aparente desorden, con zafiros grandes y
centelleantes. Sobre ellos descansaba la bóveda del techo, formada por esferas
de cristal, en cuyo interior se agitaban graciosamente las delicadas corélidas,
volviéndose luminiscentes cuando alguien se detenía o simplemente pasaba bajo
ellas.
Apliques de palisandro en brote,
revestidos en oro, acariciaban con su luz los paneles de caoba imperial, azul
perla, cuyos suaves arabescos sugerían la sensación de la Génesis Universal.
Aquí y allá, incrustadas en la
ferretería agresiva –programada especialmente para atenuar el síndrome de
inedia–, las chimeneas esféricas de metacristal donde ardían, a fuego lento,
crías de kollodoc traídas de contrabando desde Galla aseguraban, con sus trinos
desgarradores, un ambiente agradable y rentable.
Dispersas según ciertas leyes
esotéricas, sobre el suelo de ébano petrificado se encontraban las mesas, con
patas delicadamente arqueadas como si soportaran el peso de los tableros de
mármol de Kyanos; y, alrededor de ellas, los sillones biomorfos revestidos en
piel de impala. Trampas luminosas señalaban los lugares donde se mantenían las
inocencías de desecho, unas plantas carnívoras particularmente simpáticas,
fruto de experimentos de ingeniería genética finalmente abandonados.
En el corazón del salón, un oasis
de vegetación. Azul, por supuesto: los nativos hemocianóticos liberados de las
arenas de Opallonia manifestaban así su gratitud, puesta en valor por las
fuentes. Estas, mediante surtidores de luz hábilmente dosificados, sostenían a
los bailarines cuyas torpes y pesadas evoluciones, reflejadas en los espejos
líquidos con marcos de marfil dorado, se volvían elegantes y maestras.
Pero El-Eftis conocía todo aquello.
Él había sido el arquitecto. Los programadores de interiores no habían hecho
más que seguir sus indicaciones. Y el restaurante se había alzado magnífico, un
autorretrato perfecto. Era la representación material de su alma, realizada con
absoluta sinceridad. No se había omitido ningún detalle. La idea general según
la cual cada salón era parte y totalidad del conjunto expresaba, por lo demás,
el principio básico de su estructura interior.
El-Eftis se sentía en aquel espacio
como en sí mismo.
Incluso los androides del personal
de servicio eran creación suya: copias fieles de las personalidades más de
moda.
De hecho, la moda se establecía
allí. Nadie era realmente una estrella si en el local no existía al menos un
camarero que llevara su rostro. Para conocer las nuevas apariencias del
personal o asegurarse de la continuidad de las antiguas –estatus que ponía en
juego sumas fabulosas, carreras, vidas– el restaurante era frecuentado, pese a
sus precios exorbitantes, por todos los que se creían estrellas, aspiraban a
serlo o tenían poder sobre ellas: deportistas, artistas, programadores,
políticos, empresarios.
El-Eftis se detuvo en el límite de
la zona de levitación, programó la mesa para un solo sillón y se sentó. El aura
azulada de la corélida situada encima, más intensa en torno a los tentáculos,
lo envolvió en una luz cálida que se le adhería a la cara, coloreándolo,
integrándolo al salón. Extendió la mano hacia el folleto que contenía el menú y
hojeó con calma las páginas de auténtico papel, con viñetas que representaban
la planta o criatura de la que estaban preparados los platos. Se abandonó a los
aromas que emanaban de cada página y trató de discernir para hacer su pedido.
La papada de anacrodón, los
crujientes xérii, las alitas de estafilógeno eran todas tentaciones. Por no
hablar de los verdaderos placeres que prometían las ensaladas, artísticamente
preparadas, de almias, fitohelias o morfostilos.
Pero los dulces... Y las
compotas... Los linfodocios glaseados...
Fue arrancado de su delirio
olfativo por la señal luminosa y sonora que reclamaba su pedido y su
preferencia para el androide sirviente. De entre la multitud de combinaciones
culinarias, eligió la indicada como QI520; luego examinó en la pequeña pantalla
de la mesa la disponibilidad del archivo de personal. Se detuvo en la hermosa
Tas’k Mee, conocida también como la Gata Persa, por el papel que había
interpretado en una serie de filmes polemográficos que habían derribado, aunque
fuera parcialmente, prejuicios, mitos, gobiernos.
A pesar de los puristas e incluso
de las leyes que prohibían usar con fines comerciales todo aquello que pudiera
tener alguna relación con el instinto belicoso de la especie humana, la
polemografía se había ganado definitivamente a millones de fans, que saturaban
las líneas de comunicación con peticiones de grabaciones solo para admirar, en
breves secuencias, una bala del calibre 38 o el cañón de un tanque, o, en las
películas más recatadas, una pelea a puñetazos. Las empresas que intermediaban
este comercio, fundadas al calor de la vergüenza inicial de los solicitantes,
habían desaparecido hacía tiempo, comenzando a obtenerse las grabaciones
mediante pedidos directos a las productoras.
Mientras tanto, habían aparecido
decenas, cientos de revistas clandestinas, y la literatura polemográfica se
imprimía en tiradas impresionantes. El fenómeno social existía, y los
sociólogos preveían mutaciones esenciales en la vida de la sociedad.
En una mesa cercana tenía lugar el
Ritual Final. El camarero, una copia del récord absoluto de los psiridictores,
asistía condescendiente a su cliente, quien, para concluir el festín, olía una
vez más, a modo de recapitulación, el Estimulante: el equivalente natural de
los alimentos consumidos.
Un tintineo suave anunció la
aparición de tres ejemplares con la apariencia de Tas’k Mee. Se alinearon
frente a El-Eftis, presentándole las bandejas con lo que había pedido.
En platos de porcelana azul de
Kaloghera, en cuyos bordes estaban finamente trazadas, en un juego de líneas
doradas, helioplantusas estilizadas, se le ofreció el Estimulante. Olfateó, uno
por uno, cada uno de los componentes que lo formaban, cumpliendo el Ritual
Inicial. Luego hizo la Primera Señal. Podían comenzar.
La primera Tas’k Mee colocó ante él
el crisol con la Sopa Total. De la fuente con la sopa-Estimulante se elevaban
vapores con los aromas de todas las sopas del Universo Conocido. Empezó a comer
sin apartar la mirada del rostro de la muchacha.
Rumor en la sala.
El-Eftis comía el Estimulante.
La Gata Persa declamaba líneas
conocidas de Machete, amor mío, que, mediante las imágenes evocadas, actuaban
sobre los jugos gástricos del consumidor, potenciando el efecto del
Estimulante. Al final, le tendió la servilleta de lino en la que, con letras doradas,
estaban impresas las palabras: «Disfruta de la comida de hoy».
El-Eftis hizo la Segunda Señal.
La siguiente Tas’k Mee colocó sobre
la mesa el crisol con el Estofado de Setas.
Las miradas de todos los demás
clientes del local se fijaron en él en una total inmovilidad, como si cenaran
en el jardín lleno de estatuas de Litowski, el escultor que, adepto del
Movimiento Humanista, había revolucionado el arte de la época al colocar en el
centro de atención al Hombre.
Esta vez, la Gata lucía el traje de
Sobre las alas del bombardero, una de las superproducciones más costosas de
todos los Tiempos. Él la observaba, escuchaba sus frases, mientras el estofado
se derretía, y cuando en el fondo del plato solo quedaban unos rastros de
salsa, sintió un impulso violento de chuparse los dedos. Pero se contuvo.
El murmullo se volvió general.
Había consumido también el segundo
Estimulante.
Los clientes más antiguos, de las
mesas cercanas, se retiraron ostentosamente.
Tras ellos quedaron frases sueltas
como «más soportables son esas horribles polemografías» y «al fin y al cabo,
¿cómo puede ser más repugnante un bazuka que esto?».
Ese tipo se secaba los labios con
una servilleta de pelo de cassarg dorado en la que estaba escrito, con letras
redondas: «Comer es humano».
Pero era demasiado.
Hasta el mayordomo, un androide que
llevaba el rostro eternamente sonriente, zombón, del Regente de la
Confederación, había llegado a esa conclusión. Y él había visto mucho en su
vida: la había visto una noche a la verdadera Tas’k Mee aparecer en un espléndido
traje transparente, ceñido al cuerpo perfecto y, prueba del regreso a la moda
de los adornos de la antigüedad, combinado con el color del cabello y los ojos,
es decir, azul, y con un diminuto cinturón de castidad Mitsuki, modelo
deportivo, del que pendía una pistolita pequeña, muy pequeña… pero pistola.
Y El-Eftis hizo la Tercera Señal.
La última Gata le trajo una naranja
perfecta. Pero él acercó el plato donde, algo mustia y sin el brillo bien
conocido de la cáscara, humilde, acomplejada casi, estaba la
naranja-Estimulante.
¡A la legua se veía que era
natural!
Extendió la mano y la tomó del
plato.
Se oyó un golpe seco. En la segunda
mesa a la izquierda había desmayado un señor.
Él desprendió la naranja de la
cáscara y se la comió lentamente, admirando los pechos de la muchacha,
ligeramente caídos, sobre los que estaban pintadas dos grandes manos verdes,
las manos de tres dedos de un nikeniano.
Ella permanecía frente a él,
erguida, desnuda y cianótica como en Gun Story,
lentamente,
donde la audacia de los
realizadores había alcanzado el umbral de la acromanía,
lentamente,
ofreciendo a los espectadores una
secuencia en la que, durante diez segundos, podía verse en primer plano una
hermosa y primitiva ametralladora.
Muy lentamente comió la naranja.
Luego recogió las cáscaras y las estrujó entre los dedos, salpicándose el
rostro, perfumándose la barba...
—¡Ha comido el Estimulante, señor
director!
—¿Y qué? —respondió el director del
restaurante, el único humano de todo el personal—. ¡Es nuestro cliente, es su
amo! ¿Tú te vas a poner a discutir los gustos del consumidor? Y además… de
todos modos, lo hace con su propio dinero, así que… ¡su dinero, nuestro dinero!
—Sí, pero es inmoral… —replicó el
Mayordomo, manteniéndose en las mismas coordenadas de su eterna sonrisa.
Con aire cansado, el director
extendió una mano flácida y formó el código del Neurodomo. La figura parecida a
un terminal del doctor Madock apareció crispada en una mueca. Probablemente
había aceptado la llamada por reflejo; se veía que estaba en una situación
delicada, intentando esconder detrás de la espalda algo que parecía ser el
último número de la revista Play War. Conectado a varios terminales, seguro que
trabajaba en los nuevos experimentos. El invento que había anunciado, el
bioterminal, era mencionado cada vez más en los trabajos de disuasión
científica publicados últimamente.
Resumidamente, se le comunicó lo
sucedido.
—¿Qué? ¿Comida natural? —saltó
Madock como si lo hubieran quemado, y salió disparado por la puerta sin
desconectarse, sin apagar el holófono, dejando al director en compañía de las
doce gatas siamesas que irrumpieron en el gabinete del doctor peleándose por
ocupar un lugar frente a los teclados.
Tres minutos después, una
ambulancia frenó bruscamente frente al Nudo Pitt. De ella bajaron dos matones
seguidos, a distancia respetuosa, por Madock, que aún se arrancaba del cabello
conectores, cables, hilos. Entraron en el salón en el momento en que El-Eftis
arrojaba sobre la mesa la servilleta de seda natural de idioptero en la que,
entre florecillas de nomeolvides, estaban bordadas las palabras «Cada bocado se
parece a una despedida», y comenzaba a contar a las tres Tas’k Mee el sueño en
el que...
¿Qué?
No llegó a contar lo que había
ocurrido en su sueño.
Llevado de urgencia a la clínica,
su estado empeoró día tras día y, tras tres meses, El-Eftis murió,
convirtiéndose en el primer caso registrado de SIHADA*.
* SIHADA (Síndrome Inmuno-Hipnótico
Acentuado Degenerativo de Alimentación) fue una enfermedad que causó estragos
en los años cuarenta. Se manifestaba mediante la ingestión de alimentos
naturales, es decir, los estimulantes que acompañaban la comida habitual, lo
cual provocaba la muerte en un máximo de seis meses, pese a todos los esfuerzos
realizados en las clínicas para alimentar a los enfermos con los productos más
nutritivos de las plantas bioquímicas del planeta.
Desde la perspectiva del presente,
la historia de esta enfermedad no tiene nada espectacular. Podría representarse
mediante una curva suave cuya ecuación ni siquiera vale la pena mencionar.
Como no se podía renunciar al
Estimulante natural (ello habría tenido como efecto una propagación anabiótica
del klisten en sentido hermaniano, que habría conducido a mutaciones genéticas
inimaginables, por tanto catastróficas), el flagelo del siglo –como se acostumbraba
a etiquetar cualquier enfermedad nueva– puso a los sabios a trabajar y, tras
algunos años de investigación intensa, se descubrió el agente portador: un
virus que se propagaba por vía onírica. Lo llamaron hipnovirus.
Unos años después apareció en el
mercado Exonir. A tiempo, pues la gente, aterrorizada, había renunciado a
dormir, a soñar... Convertido a su vez en el negocio del siglo, el Exonir
garantizaba descanso a un precio astronómico. Sin sueños, pero ¿a quién le
interesaba ya eso?
Así terminó la historia de la
SIHADA, una de las enfermedades del siglo.
Nadie la recordaba ya unos años más
tarde, cuando una multitud aturdida, exhausta, de miradas tristes, protestaba
en las calles uniendo sus voces apagadas en el canto de la nueva generación:
«¡Denle una oportunidad al sueño!»
Michael Haulică, nacido en
1955 en Armășești, Vâlcea, Rumania, se graduó en la Facultad de
Matemáticas, especializándose en Informática, de la Universidad Transilvania de
Brașov. Fue programador durante 25 años, y luego se dedicó por completo a la
escritura. Actualmente es editor en Art Publishing House y coordinador de las
colecciones de ciencia ficción y fantasía de Paladin Publishing House. Es el
editor jefe de la revista Argos. Desde 2010 es miembro de la Unión de
Escritores Rumanos. Entre sus obras publicadas se cuentan Madia Mangalena (1999,
2011, 2015); Despre singurătate și îngeri (2001); Așteptînd-o pe
Sara (2005, 2006, 2012, 2016); Nu sînt guru (2007); Povestiri
fantastice (2010, 2011); ... nici Torquemada (2011); Transfer (2012,
2013, 2014); O hucă în minunatul Inand, (2014) y 9 1/2 elegii (2016).
