Mahmud Al Rimawi
Llegaron a oídos de Salvador Dalí
unos ruidos de jarana y diversión desde el castillo de Gala, que él le regaló
por amor y docilidad. Aquello no le extrañó en demasía, tras percatarse que su
esposa, una mujer bellísima, después de cumplir los ochenta comenzó a inclinarse,
poco a poco, luego más y más, al alboroto y, entregada a la música y a la
bebida, odiaba la atmósfera sombría y oscura… desbordante de significados para
poetas y pintores. Sí le llamó un tanto la atención que fingiera ignorar
invitarle a las fiestas nocturnas. «Habría sido suficiente, por mera decencia,
dirigirme una invitación manuscrita como de costumbre; yo me habría disculpado,
naturalmente, por no aceptar la invitación falsa, y ella habría aceptado mis
disculpas con agrado y premura, y el asunto habría acabado sin más». Cuando al
día siguiente le mostró su extrañeza, ella frunció el entrecejo diciendo con un
tono seco y antipático: «Vives alegre en el reino feliz de tu imaginación y
nunca te ha atraído el ambiente de la juventud alborotadora. Te conozco mucho
mejor de lo que te conoces tú mismo. Por favor, no vuelvas a sacar estos temas
conmigo… con la Gala que ignoras. Las veladas de música no son buenas para tu
salud. Pregúntale a tu médico y escucharás esto mismo que te digo.
Al atender a la
reprobación sincera de su amada, Dalí sintió que ya no era Dalí, que se había
vuelto un figurante reprobable. Recordó entonces como era con seis años, cuando
aspiraba a convertirse en cocinero, y a los siete, cuando quiso ser Napoleón.
Después escogió, gradualmente, ser él mismo. Ser Dalí y nada más. Y ahí estaba
ahora, perdida su particularidad de genio, que estallaba como una pompa de
jabón, y a razón de ello, Gala estaba más loca que él. No sería exagerado decir
que Dalí sintió entonces que una muerte se cernía, es más, que tapaba su
endospermo, su garganta, sus dedos y sus dientes, su ropa, su colchón, también
sus pipas, sus cuadros, sus zapatos, su bastón curvo de madera de ébano y hasta
sus finos bigotes hilados hacia arriba con elegancia… Vaciló sobre quién había
muerto. ¿Él o Gala?, o ¿acaso el extraño amor pragmático cargado de deseos
románticos ininteligibles y de intenciones realistas desnudas? Dalí entraba en
conflicto con algunas impresiones sobre él. Detestaba ponerse en el vaivén de
la incertidumbre o rendirse a la espiral de la compulsión, especialmente
después de que le susurraba un pajarito que aquello no eran solo conciertos que
se prolongaban y alargaban hasta los pies del alba, y que Gala, la indignada
exigente, no se conformaba con el papel de oyente que diera las órdenes a los
camareros y siguiera a la distancia las voces del grupo de música o las
oscilaciones de los cuerpos de aquellos individuos, adherida a su asiento,
sumamente confortable. Otras veces le susurraba su pajarito: olvida a su primer
esposo Paul Éluard. El nuevo afortunado tiene veintidós años, es uno de los
miembros de la banda desconocida de músicos, y le llamó la atención el número
22. Se preguntó si acaso ese número era algo real, o si unos espíritus
perversos lo rodeaban, y de él emanaban olores sulfúricos, sin embargo, tras un
examen detenido y pormenorizado no sintió que el número tuviera nada malo, pues
Lorca, su íntimo amigo, tenía esa edad en el apogeo de la
amistad compartida.
Por algún
motivo, Dalí no se alteró. Simplemente sintió que el asunto no guardaba
relación con él, sino con otra persona que no era él. Había escuchado historias
como esta que ocurrían en estos lugares en los siglos XVIII y XIX, pero él
vivía en el siglo siguiente como poco, el siglo XXI. Esas historias ya no
tenían demasiado interés. Nosotros estamos en un castillo del siglo pasado, y
en él suceden historias como esa, futuro Dalí. Se dijo a sí mismo, y luego,
dirigiéndose a Gala, preguntó:
—¿Qué pasa?
¿Amaste, querida, a un niño?
Dalí la previno con la pregunta, y aceptó su invitación
manuscrita para el almuerzo.
—En mi vida
solo he amado niños, Dalí. Niños de edades diferentes y tú fuiste mi niño
mimado durante cincuenta años. Pero ¿qué se puede hacer con la ingratitud?
Juan, ven aquí, Juan.
Emanó,
efectivamente, un hombre en la flor de la juventud, con indumentaria
principesca y un rostro alargado que desbordaba lozanía. Se inclinó hacia Dalí,
que extendió con frialdad la mano temblorosa, mientras abría los ojos y la
boca, exclamando: ¡Cómo se parece a Lorca!
Juan se volvió
hacia Gala pidiendo una aclaración a lo que decía Dalí. No le respondió, pero,
interpelando a Dalí comentó que a Juan le gustaba cantar y cocinar… «Esa comida
que tienes delante la han hecho esas dos hermosas manos. —Dalí miró de soslayo
el pescado que había en el plato, que le respondió con la misma mirada torva—.
No perturbes su inocencia con la charla sobre los fantasmas, los muertos y el
desvarío. Vuelve a tu descanso, Juan. Tomaremos el almuerzo juntos después de conversar
un rato con Dalí.
—¡No te
retrases! —exclamó el joven, y Gala rio con timidez y coquetería, al tiempo que
le decía a Dalí: «Tengo un dormitorio arreglado para ti en el primer piso por
si te apetece tomar una siesta larga y reconfortante. Se ocupará de ti la ama
de llaves del castillo». La mujer, nada más oír a su señora mentarla, emanó
allí de pie, con ropa oscura, una cofia blanca festoneada decorando la parte
delantera del cabello y un delantal blanco que le llegaba a las rodillas. Se
inclinó hacia la señora del palacio, después hacia el visitante distinguido,
diciendo: «Le ruego me disculpe, señora, pero el venerable señor aún no me ha
pagado el sueldo del mes pasado».
—Te pintaré un
retrato —le respondió Dalí agachando la cabeza.
La ama de
llaves temía que el señor solo pretendiera de engañarla, pero Gala la
tranquilizó.
—Está todo
bien. No seas inoportuna. No me gusta este tipo de empleadas.
Dalí, sin
prestar cuidado a la conversación, le explicó a Gala:
—No necesito la
cama. Dormiré aquí mismo, en esta cómoda silla. Solo quiero una cuchara que me
ayude a dormir y a despertar.
—Los congrios
no se comen con cuchara, Dalí. Se comen con cucharón.
—Dame lo que
sea, si me haces el favor —dijo Dalí, admirando su sagacidad y a toda ella—. Como
siempre, pondré el plato en mi regazo, cogeré el pico, ¿qué dijiste?
¿cucharón?, lo cogeré con la mano y me quedaré frito. No has olvidado mis
costumbres. Cuando lo cojo y se me cae de la mano al dormirme, me despierto con
el ruido y salgo corriendo a pintar la pesadilla que provoca el ruido del
impacto de algo metálico en el plato. Eso me alegra y me carga de energía
extra. Por cierto, la comida está deliciosa, pero ante tu hechizo rebelde
pierdo la memoria y el apetito.
Dalí se quedó dormido como los niños por un tiempo indeterminado. Despertó alarmado, pero no por el sonido de la cuchara, que no cayó en el plato, sino debido a un incendio que se declaró en el comedor donde reposaba. Se despertó sintiendo que una disposición precisa de origen ambiguo estaba detrás de aquella acción. Abrió los ojos con esfuerzo en medio del humo. Se incorporó, pese a ello, y atravesó el camino en cuesta hasta llegar a las escaleras, ayudándose de su aguda intuición; luego prosiguió hacia la puerta principal gigante del castillo, sin volverse en ningún momento ni encontrarse con nadie durante el recorrido. Salió al espacio abierto, donde el sol emitía con amabilidad sus cálidos rayos dorados, y las palomas daban saltitos a su alrededor, saciadas y embriagadas. Emitió un suspiro profundo mientras balbucía: «Se trata de la pesadilla que presagié. La próxima vez, pensaré en algo mejor». Hubo de detenerse por un momento y volverse rápidamente al recordar que había olvidado dentro su bastón negro brillante, pero no pudo recuperarlo y siguió su camino murmurando… «Muchos intrusos me conocen por mi bastón y me fastidian con sus miradas maliciosas. Ahora no podrán saber quién soy sin mi señal distintiva».
§ Nota del autor: El relato
se inspira en hechos, reales en algunos casos, tomados de la vida del pintor
español Salvador Dalí (1904-1989), con el toque de mi imaginación al servicio
de la secuencia de los hechos y su contenido.
Traducción del árabe al español: Noemí Fierro
Mahmud Al Rimawi es un escritor
y periodista palestino-jordano nacido en 1948 en Palestina, pero que reside en
Amán, Jordania. Ha trabajado como editor jefe del periódico jordano Al Rai.
Comenzó su carrera literaria publicando su primera colección de cuentos cortos
en 1972 y, desde entonces, ha lanzado varias obras más, destacándose su
colección titulada Missed Appointment en 2002. Al Rimawi es conocido por
sus contribuciones tanto a la literatura árabe como al periodismo, con un
enfoque particular en los relatos cortos. Su estilo mezcla observaciones
sociales con introspecciones personales, logrando captar las complejidades de
la vida cotidiana y las emociones humanas. Sus obras suelen estar impregnadas
de un sentido de melancolía y reflexión, características que lo han convertido
en una figura notable en la literatura moderna árabe. Entre otros logros, ha
contribuido a la promoción de la literatura árabe a nivel internacional y es
mencionado en publicaciones como Banipal, que destaca a escritores árabes
contemporáneos.
