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miércoles, 26 de febrero de 2025

EL QUE ACECHA EN LA OSCURIDAD

 

Guillermo Cannata

 

En febrero de 2022 decidí tomarme un descanso y alquilé una cabaña en el paraje conocido como El Águila, en la provincia de Córdoba, a pocos kilómetros del pueblo de Miraflores. El lugar cuenta con un arroyo de aguas claras y una vegetación abundante y variada, que incluye un amplio bosque de quebrachos en el que casi no penetran los rayos del sol. A lo lejos se puede divisar la majestuosidad de las altas cumbres.

La misma mañana de mi llegada al paraje, fui hasta el pueblo de Miraflores para conseguir comida, y cuando conté dónde estaba vacacionando comencé a oír comentarios atroces y repugnantes. Que de noche se oyen gritos infernales que provienen del bosque; que han aparecido animales mutilados; que algunos testigos han visto una especie de monstruo con garras y ojos centellantes en la espesura y hasta que una familia entera, que estaba acampando a orillas del arroyo, había desaparecido el año anterior.

En mi condición de profesor de antropología, no tardaron en venirme a la mente las leyendas de los pueblos originarios que habitaron la zona: la del Tahuachí, un ser humano con aspecto de lobo que aparece en las noches de luna llena, y la del Urupecu, una especie de felino salvaje con cabeza de hombre. Sin embargo, no podría saber con certeza hasta qué punto esas leyendas perduran en el imaginario colectivo de la población actual.

Por la tarde salí a recorrer el lugar. La belleza del paisaje contrastaba con su desolación. Pude constatar la existencia de pocas viviendas, consistentes en precarias casillas de madera, con huertas y criaderos de cerdos. Como ya mencioné, existe un bosque en el que la frondosa arboleda crea un ambiente de oscuridad casi total, con un suelo húmedo y musgoso. Al caminar por allí, llamó mi atención la existencia de un pozo de aproximadamente un metro de diámetro, tapado con una piedra circular blanca. ¿Por qué estaba allí, en medio del bosque? Quise retirar la tapa pero me resultó muy pesada.

Mientras el sol del atardecer caía sobre el horizonte, tomé mis cosas y emprendí el regreso a la cabaña.

Después de cenar, me acosté y quedé profundamente dormido. Tuve terribles pesadillas, donde una voz grave, como de ultratumba, repetía: «Itahí alaaf loent ergt verff nietch». Desperté empapado en sudor y de inmediato me di un baño. Luego del desayuno fui hasta el pueblo por más provisiones, y me enteré de las noticias que alguien había llevado hasta allí: durante la noche, algo había atacado a los cerdos de Manuel Sánchez, un poblador del lugar, matando a dos de ellos.

Decidí cerciorarme por mi cuenta y me dirigí hasta la vivienda de Sánchez, que se encontraba a unos doscientos metros al norte de mi cabaña y a la que se llegaba por un camino rodeado de árboles. Golpeé la puerta varias veces hasta que el hombre salió a recibirme. Luego de presentarme le pregunté si podía hablar unas palabras con él; me respondió afirmativamente con la cabeza, y luego me invitó a pasar a su hogar.

Manuel Sánchez era una persona mayor, pero con una mente muy despierta. Toda su vida había vivido en el campo, continuando con la tradición de sus antepasados. Tenía un hijo que lo ayudaba en las labores, mientras que otro hijo menor se había mudado a Buenos Aires hacía varios años. De a poco, la conversación fue derivando hacia lo que había oído en el pueblo esa mañana sobre la matanza de los cerdos. Con tristeza, corroboró los hechos y me dijo que hacía algo más de un año le había ocurrido lo mismo. Cuando despertó esa mañana, tuvo el presentimiento de que algo malo había sucedido, porque durante la noche lo atormentaron las mismas horribles pesadillas que la vez anterior, incluida la extraña voz, con palabras que no podía descifrar. (No le comenté que a mí me había sucedido lo mismo). Con respecto a quién podría ser el responsable del ataque a los animales, al que conocían como «El que acecha en la oscuridad», no tenía ninguna certeza, aunque lo relacionó con la aparición de extrañas luces provenientes del bosque.

Cuando terminamos la charla, le pedí que me acompañara a ver los animales que habían sido atacados. Estos presentaban cortes profundos en varias partes del cuerpo, con algunas vísceras expuestas, y un gran charco de sangre alrededor. El comisario del pueblo estaba al tanto de estos hechos, pero no había podido hacer nada hasta ese momento.

 Saqué del bolso un frasquito de vidrio y recolecté algunas muestras de pelo y de trozos de uña que se encontraban sobre los cadáveres, para luego analizarlas.

Después de despedirme, partí hacia la ciudad de Córdoba. En el laboratorio del Hospital Provincial me recibió Pedro Parodi, un antiguo compañero del colegio secundario. Le comenté el origen de las muestras a analizar y me prometió que en diez días iba a tener los resultados del ADN.

Me propuse encontrar una explicación para este caso, aunque esta estuviera fuera de mi ámbito profesional. Había una coincidencia inquietante: aquella noche el señor Sánchez y yo tuvimos similares pesadillas y oímos las mismas voces. Sánchez también mencionó la presencia de luces en el bosque a lo que yo agregué la existencia del extraño pozo.

Por la mañana, me dirigí a la biblioteca municipal y solicité algunos libros de ocultismo para consultar en la sala. Tras revisar varias páginas, hallé una traducción para las palabras que había oído en los sueños en el libro Estudios esotéricos, de Paul Ricard. Itahí alaaf loent ergt verff nietch podía traducirse como: Itahí, el que mora en la profundidad, volverá para gobernar. Según este autor, existe una deidad inmaterial llamada Itahí que desde el principio de los tiempos gobernaba sobre gran parte del universo. Sin embargo, luego de una disputa contra las fuerzas del dios Kameth, debió recluirse en el interior de la tierra, aguardando desde entonces la oportunidad para volver a gobernar.

La semana siguiente, recibí un mensaje de Pedro Parodi en el que me informaba que ya podía retirar los resultados de los análisis de ADN. Esa misma tarde me dirigí al laboratorio. Al llegar, una secretaria me entregó un sobre con el informe. Al abrirlo, el resultado era concluyente y aterrador:

El material analizado contiene ADN que no coincide con el de ninguna especie conocida.

¿Es «El que acecha en la oscuridad» un enviado del dios Itahí? Decidí que tenía que volver al paraje para encontrar más respuestas.

Llegué al anochecer y me adentré en el bosque, hasta escasa distancia del pozo. Me senté sobre un tronco caído y esperé con mi cámara de fotos en la mano, mientras la oscuridad de la noche envolvía el lugar.

Comencé a realizar llamados que podrían despertar a la entidad que habitaba en las profundidades.

Itahí, Itahí, Itahí…

De repente, la tapa de piedra comenzó a moverse y una luz blanca muy potente emergió de su interior.

De la luz pareció corporizarse un ser amorfo que, poco a poco, tomó forma humana.

¡El que acecha en la oscuridad!

La bestia repetía, con una voz grave, las mismas palabras que oí en sueños.

Intenté tomarle una foto, pero, por el nerviosismo, la cámara resbaló de mis manos.

Creo que ya me vio, con sus ojos rojos brillantes, y viene hacia mí…


Guillermo Cannata nació en Rosario el 10 de enero de 1971, y allí vive en la actualidad. Es bioquímico y le gusta la lectura, a la que empezó a abocarse más hace unos años, cuando se sintió más libre de obligaciones. Sus escritores preferidos a nivel local son Bioy Casares, Borges (el de Ficciones y el Aleph), Pablo De Santis y Guillermo Martínez. También le gusta el policial inglés y el thriller al estilo de Dan Brown. Ahora está leyendo cuentos de  ciencia ficción, un género que considera de mucha imaginación. Un cuento de su autoría fue incluido en la antología sobre distopía "Ecos de mundos perdidos" de la editorial Nebula, de reciente publicación.

jueves, 6 de febrero de 2025

LOS MARINOS

Guillermo Cannata

 

La expedición española del barco al que llamaban “Santa Rosa”, partió una mañana de abril desde el puerto de Cádiz rumbo al sur, a través del océano Atlántico. Su capitán, Alfonso Núñez, era un avezado marino que ya había participado en otras expediciones hacia tierras desconocidas y tomado posesión de estas en nombre del rey de España.

A pesar de las innumerables vicisitudes a las que se había visto sometido en su extensa trayectoria (incluido el haber escapado de una muerte segura en manos de indígenas), parecía que nada lo detendría en su afán por explorar y descubrir nuevas rutas comerciales. Ni siquiera el mito tan difundido por entonces (y bastante infundado, por cierto) de la existencia de un monstruo marino gigante en la zona del Cabo de Miedo, que con sus enormes tentáculos atrapaba y hundía las embarcaciones, como si fuesen barquitos de papel.

Con las velas desplegadas, el “Santa Rosa” navegaba sin mayores dificultades empujado por un suave viento del norte, bordeando las costas de África. El sol del trópico bañaba la cubierta y un grupo de aves revoloteaban por los alrededores en busca de alimento.

—Capitán, nos encontramos a menos de una milla del Cabo de Miedo —anunció el piloto del barco.

—No os preocupéis y seguid en esa dirección.

 —Lo que usted ordene, capitán. Pero debemos estar atentos ante la aparición del monstruo gigante.

 —¡Tonterías! Sólo existe en la imaginación de algunos cobardes.

 Anochecía en la vasta inmensidad del océano, cuando las aguas comenzaron a agitarse violentamente contra el casco de la embarcación, haciéndola tambalear. Olas enormes, de varios metros de altura, se alzaban hasta alcanzar los camarotes y arrastrando con todo lo que se hallaba sobre el barco.

 —¡Arríen las velas! —gritó el capitán.

 —¡Dios santo! ¡Es el monstruo marino! —clamó despavorido el piloto, mientras observaba desconcertado en la bitácora cómo la aguja de la brújula giraba enloquecidamente.

 Un grupo de marineros, armados con arpones, corrieron hasta la borda barco dispuestos a defenderse del ataque de aquello que estuviese allí sumergido. Lo que ocurrió después fue veloz y repentino como un rayo: el barco dio varias vueltas sobre sí mismo y apareció, con lo que quedaba de la tripulación, en el centro de un parque de una gran ciudad.

  Alfonso Núñez descendió del barco vestido con su armadura, junto al piloto y dos marineros, y observó asombrado el nuevo paisaje que se presentaba ante sus ojos. Edificios más altos que torres, llenos de luces y amplios carteles, resplandecían sobre una amplia avenida transitada por vehículos con movimiento propio.

  Los cuatro anduvieron algunos minutos por el parque y luego se sentaron en un banco. Un hombre alto y de bigote que se movilizaba en un vehículo que flotaba sobre la calle los vio y se les acercó.

  —Por la vestimenta que llevan infiero que ustedes deben venir del pasado, ¿no es así?  —les preguntó en un español algo forzado.

 —Supongo que no se equivoca —respondió el capitán.

 —Permítanme presentarme: mi nombre es Eron Tark. Estamos en el año 2055. No son los únicos a los que les ha sucedido este digamos… infortunio. Hay una zona del planeta donde se produce con frecuencia una ruptura en el espacio-tiempo, con inversión temporal. Por aquí cerca, incluso, han aparecido algunos animales antediluvianos.

 » Aunque la ciencia ha logrado grandes avances en el tema de los viajes temporales, lo único que se ha podido conseguir hasta el momento es el viaje al pasado, pero a un universo paralelo, lo que no les ayudaría mucho si quisieran regresar a su tiempo. —Los marinos lo escuchaban absortos sin poder entender bien el significado de todo aquel palabrerío.

 —Suban. Los voy a llevar a recorrer la ciudad.

 Los cuatro marinos aceptaron la invitación. Tark conocía Megalópolis, su ciudad, como la palma de su mano.

 Durante más de una hora estuvieron recorrieron el ejido urbano, con sus monumentales construcciones y sus amplias e iluminadas avenidas. El vehículo, que utilizaba hidrógeno como combustible, circulaba silencioso y veloz por el aire, cerca del suelo, mientras los marinos españoles no podían dar crédito a lo que estaban viviendo.

  —Jamás en mi vida me hubiera imaginado que se podría viajar en una cosa así, sin caballos que tiren del carro —comentó con entusiasmo el capitán Núñez, sentado a la derecha del conductor.

—Es sólo cuestión de práctica y de respetar las señales de tránsito.

Al doblar en una esquina, uno de los botones del tablero del coche comenzó a titilar con una luz roja brillante.

—¿Para qué sirve esta lucecita? —preguntó el capitán Núñez, pulsando con su dedo índice el botón que se había iluminado.

De repente, el coche aceleró con ímpetu y fue a dar contra una columna de iluminación que se encontraba en la acera, partiéndose en pedazos y sin dejar sobrevivientes.

Al día siguiente, el diario dio a conocer la noticia de la tragedia sucedida, informando de la muerte del señor Eron Tark, pero sin poder conocer aún la identidad de los otros cuatro fallecidos.

EL ENCUENTRO

 Laura Irene Ludueña   La reconoció de inmediato. Mary Shelley estaba sentada sola en el banco de una plaza oscura, como hurgando en sus r...