Guillermo Cannata
La
expedición española del barco al que llamaban “Santa Rosa”, partió una mañana
de abril desde el puerto de Cádiz rumbo al sur, a través del océano Atlántico.
Su capitán, Alfonso Núñez, era un avezado marino que ya había participado en
otras expediciones hacia tierras desconocidas y tomado posesión de estas en
nombre del rey de España.
A pesar de las innumerables vicisitudes a
las que se había visto sometido en su extensa trayectoria (incluido el haber
escapado de una muerte segura en manos de indígenas), parecía que nada lo detendría
en su afán por explorar y descubrir nuevas rutas comerciales. Ni siquiera el
mito tan difundido por entonces (y bastante infundado, por cierto) de la
existencia de un monstruo marino gigante en la zona del Cabo de Miedo, que con
sus enormes tentáculos atrapaba y hundía las embarcaciones, como si fuesen
barquitos de papel.
Con las velas desplegadas, el “Santa Rosa”
navegaba sin mayores dificultades empujado por un suave viento del norte,
bordeando las costas de África. El sol del trópico bañaba la cubierta y un
grupo de aves revoloteaban por los alrededores en busca de alimento.
—Capitán, nos encontramos a menos de una
milla del Cabo de Miedo —anunció el piloto del barco.
—No os preocupéis y seguid en esa
dirección.
—Lo
que usted ordene, capitán. Pero debemos estar atentos ante la aparición del
monstruo gigante.
—¡Tonterías!
Sólo existe en la imaginación de algunos cobardes.
Anochecía
en la vasta inmensidad del océano, cuando las aguas comenzaron a agitarse
violentamente contra el casco de la embarcación, haciéndola tambalear. Olas
enormes, de varios metros de altura, se alzaban hasta alcanzar los camarotes y arrastrando
con todo lo que se hallaba sobre el barco.
—¡Arríen
las velas! —gritó el capitán.
—¡Dios
santo! ¡Es el monstruo marino! —clamó despavorido el piloto, mientras observaba
desconcertado en la bitácora cómo la aguja de la brújula giraba
enloquecidamente.
Un
grupo de marineros, armados con arpones, corrieron hasta la borda barco
dispuestos a defenderse del ataque de aquello que estuviese allí sumergido. Lo
que ocurrió después fue veloz y repentino como un rayo: el barco dio varias
vueltas sobre sí mismo y apareció, con lo que quedaba de la tripulación, en el
centro de un parque de una gran ciudad.
Alfonso
Núñez descendió del barco vestido con su armadura, junto al piloto y dos
marineros, y observó asombrado el nuevo paisaje que se presentaba ante sus
ojos. Edificios más altos que torres, llenos de luces y amplios carteles, resplandecían
sobre una amplia avenida transitada por vehículos con movimiento propio.
Los cuatro anduvieron algunos minutos por el
parque y luego se sentaron en un banco. Un hombre alto y de bigote que se
movilizaba en un vehículo que flotaba sobre la calle los vio y se les acercó.
—Por
la vestimenta que llevan infiero que ustedes deben venir del pasado, ¿no es
así? —les preguntó en un español algo
forzado.
—Supongo
que no se equivoca —respondió el capitán.
—Permítanme
presentarme: mi nombre es Eron Tark. Estamos en el año 2055. No son los únicos
a los que les ha sucedido este digamos… infortunio. Hay una zona del planeta donde
se produce con frecuencia una ruptura en el espacio-tiempo, con inversión
temporal. Por aquí cerca, incluso, han aparecido algunos animales
antediluvianos.
»
Aunque la ciencia ha logrado grandes avances en el tema de los viajes
temporales, lo único que se ha podido conseguir hasta el momento es el viaje al
pasado, pero a un universo paralelo, lo que no les ayudaría mucho si quisieran
regresar a su tiempo. —Los marinos lo escuchaban absortos sin poder entender bien
el significado de todo aquel palabrerío.
—Suban.
Los voy a llevar a recorrer la ciudad.
Los
cuatro marinos aceptaron la invitación. Tark conocía Megalópolis, su ciudad, como
la palma de su mano.
Durante más de una hora estuvieron recorrieron
el ejido urbano, con sus monumentales construcciones y sus amplias e iluminadas
avenidas. El vehículo, que utilizaba hidrógeno como combustible, circulaba
silencioso y veloz por el aire, cerca del suelo, mientras los marinos españoles
no podían dar crédito a lo que estaban viviendo.
—Jamás en mi vida me hubiera imaginado que se
podría viajar en una cosa así, sin caballos que tiren del carro —comentó con
entusiasmo el capitán Núñez, sentado a la derecha del conductor.
—Es sólo cuestión de práctica y de
respetar las señales de tránsito.
Al doblar en una esquina, uno de los
botones del tablero del coche comenzó a titilar con una luz roja brillante.
—¿Para qué sirve esta lucecita? —preguntó
el capitán Núñez, pulsando con su dedo índice el botón que se había iluminado.
De repente, el coche aceleró con ímpetu y
fue a dar contra una columna de iluminación que se encontraba en la acera,
partiéndose en pedazos y sin dejar sobrevivientes.
Al día siguiente, el diario dio a conocer
la noticia de la tragedia sucedida, informando de la muerte del señor Eron
Tark, pero sin poder conocer aún la identidad de los otros cuatro fallecidos.
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