jueves, 6 de febrero de 2025

LOS MARINOS

Guillermo Cannata

 

La expedición española del barco al que llamaban “Santa Rosa”, partió una mañana de abril desde el puerto de Cádiz rumbo al sur, a través del océano Atlántico. Su capitán, Alfonso Núñez, era un avezado marino que ya había participado en otras expediciones hacia tierras desconocidas y tomado posesión de estas en nombre del rey de España.

A pesar de las innumerables vicisitudes a las que se había visto sometido en su extensa trayectoria (incluido el haber escapado de una muerte segura en manos de indígenas), parecía que nada lo detendría en su afán por explorar y descubrir nuevas rutas comerciales. Ni siquiera el mito tan difundido por entonces (y bastante infundado, por cierto) de la existencia de un monstruo marino gigante en la zona del Cabo de Miedo, que con sus enormes tentáculos atrapaba y hundía las embarcaciones, como si fuesen barquitos de papel.

Con las velas desplegadas, el “Santa Rosa” navegaba sin mayores dificultades empujado por un suave viento del norte, bordeando las costas de África. El sol del trópico bañaba la cubierta y un grupo de aves revoloteaban por los alrededores en busca de alimento.

—Capitán, nos encontramos a menos de una milla del Cabo de Miedo —anunció el piloto del barco.

—No os preocupéis y seguid en esa dirección.

 —Lo que usted ordene, capitán. Pero debemos estar atentos ante la aparición del monstruo gigante.

 —¡Tonterías! Sólo existe en la imaginación de algunos cobardes.

 Anochecía en la vasta inmensidad del océano, cuando las aguas comenzaron a agitarse violentamente contra el casco de la embarcación, haciéndola tambalear. Olas enormes, de varios metros de altura, se alzaban hasta alcanzar los camarotes y arrastrando con todo lo que se hallaba sobre el barco.

 —¡Arríen las velas! —gritó el capitán.

 —¡Dios santo! ¡Es el monstruo marino! —clamó despavorido el piloto, mientras observaba desconcertado en la bitácora cómo la aguja de la brújula giraba enloquecidamente.

 Un grupo de marineros, armados con arpones, corrieron hasta la borda barco dispuestos a defenderse del ataque de aquello que estuviese allí sumergido. Lo que ocurrió después fue veloz y repentino como un rayo: el barco dio varias vueltas sobre sí mismo y apareció, con lo que quedaba de la tripulación, en el centro de un parque de una gran ciudad.

  Alfonso Núñez descendió del barco vestido con su armadura, junto al piloto y dos marineros, y observó asombrado el nuevo paisaje que se presentaba ante sus ojos. Edificios más altos que torres, llenos de luces y amplios carteles, resplandecían sobre una amplia avenida transitada por vehículos con movimiento propio.

  Los cuatro anduvieron algunos minutos por el parque y luego se sentaron en un banco. Un hombre alto y de bigote que se movilizaba en un vehículo que flotaba sobre la calle los vio y se les acercó.

  —Por la vestimenta que llevan infiero que ustedes deben venir del pasado, ¿no es así?  —les preguntó en un español algo forzado.

 —Supongo que no se equivoca —respondió el capitán.

 —Permítanme presentarme: mi nombre es Eron Tark. Estamos en el año 2055. No son los únicos a los que les ha sucedido este digamos… infortunio. Hay una zona del planeta donde se produce con frecuencia una ruptura en el espacio-tiempo, con inversión temporal. Por aquí cerca, incluso, han aparecido algunos animales antediluvianos.

 » Aunque la ciencia ha logrado grandes avances en el tema de los viajes temporales, lo único que se ha podido conseguir hasta el momento es el viaje al pasado, pero a un universo paralelo, lo que no les ayudaría mucho si quisieran regresar a su tiempo. —Los marinos lo escuchaban absortos sin poder entender bien el significado de todo aquel palabrerío.

 —Suban. Los voy a llevar a recorrer la ciudad.

 Los cuatro marinos aceptaron la invitación. Tark conocía Megalópolis, su ciudad, como la palma de su mano.

 Durante más de una hora estuvieron recorrieron el ejido urbano, con sus monumentales construcciones y sus amplias e iluminadas avenidas. El vehículo, que utilizaba hidrógeno como combustible, circulaba silencioso y veloz por el aire, cerca del suelo, mientras los marinos españoles no podían dar crédito a lo que estaban viviendo.

  —Jamás en mi vida me hubiera imaginado que se podría viajar en una cosa así, sin caballos que tiren del carro —comentó con entusiasmo el capitán Núñez, sentado a la derecha del conductor.

—Es sólo cuestión de práctica y de respetar las señales de tránsito.

Al doblar en una esquina, uno de los botones del tablero del coche comenzó a titilar con una luz roja brillante.

—¿Para qué sirve esta lucecita? —preguntó el capitán Núñez, pulsando con su dedo índice el botón que se había iluminado.

De repente, el coche aceleró con ímpetu y fue a dar contra una columna de iluminación que se encontraba en la acera, partiéndose en pedazos y sin dejar sobrevivientes.

Al día siguiente, el diario dio a conocer la noticia de la tragedia sucedida, informando de la muerte del señor Eron Tark, pero sin poder conocer aún la identidad de los otros cuatro fallecidos.

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