viernes, 31 de mayo de 2024

BIFICCIONES (ONCE)


EL TEXTO
Mahamed Said Raïhani & Laura Irene Ludueña

Ignoro por qué mi padre, al amanecer, se retira a la habitación desocupada en el sótano y se encierra en ella por largo rato. ¿Estará rezando? El acto devoto de orar y entregarse a su adoración, sin embargo, no exige tanta desconfianza y vigilancia. ¿Estará, por el contrario, practicando alguna especie de brujería extraña? Pero no posee ningún accesorio para ese tipo de uso: ni tintero, ni brasero, ni vestimenta adecuada, ni miembros de animales indispensables para ese fin... ¡Pasa su tiempo leyendo!

Por el agujero de la cerradura, puedo observar el interés particular que muestra por su documento: los ojos bien abiertos, la cabeza casi inclinada sobre el libro de tapas amarillas y la respiración jadeante, que se oye con claridad en el silencio total.

¿Tal vez esté examinando un libro erótico?

Una vez que ha terminado la lectura, que parecía ser una liturgia, guardó su objeto de culto en un cajón. Luego colocó la llave plateada en un maletín que cerró con una llave de cobre que luego guardó en una vieja caja y la cerró con una minúscula llave. Finalmente, escondió esta última llave bajo el extremo de la esterilla que apenas cubría el suelo. Me escurrí discretamente en el armario contiguo para dejarle paso y evitar despertar sus sospechas.

Lo vigilé mientras subía los escalones y miraba su reloj. Eran las siete de la mañana. Desde entonces hasta su regreso, hacia la noche, tenía tiempo de sobra para buscar el libro y leerlo en el mismo lugar preferido de mi padre, aunque no fuera al amanecer.

Me tranquilicé con su partida y me apresuré a ir a la habitación. Palpé debajo de la esterilla en busca de la primera llave con la que abrí la caja, mientras soportaba el acre olor de la madera antigua. Luego, sustraje la segunda llave que me ayudó a abrir el maletín. Pero, dentro de él, no pude encontrar la llave en cuestión. Aunque había visto con mis propios ojos a mi padre ponerla ahí.

Agité el maletín con energía y escuché el tintineo de varias baratijas. Vacíe su contenido y vi muchas llaves caer a mis pies. Probé la primera llave, la segunda, la tercera... Continué probándolas todas hasta encontrar la llave de plata que me permitió abrir el armario y finalmente encontrarme frente al misterioso libro.

¿Es un Corán?

Para nada. Es un extraño manuscrito escrito con caligrafía de prototipo marroquí, pero de ninguna manera es un Corán.

Es posible que sea un testamento, ya que el prólogo se presenta en forma de un esquema piramidal de árboles genealógicos, y mi apellido está mencionado en cada una de las ramas y en cada una de las raíces.

Deduje que se trataba de mis ancestros y que este organigrama es el camino que debo recorrer para llegar hasta ellos.

En las páginas siguientes, se registraban los nombres de todos mis abuelos en forma de títulos. El texto estaba compuesto por dos o tres párrafos. Cada texto estaba anotado por una mano diferente, recorriendo así toda la larga cadena de mi ascendencia y abarcando un largo período secular. Lo que, sin duda, justifica el estado de deterioro del libro, que debe haber estado expuesto durante siglos al moho y la humedad del lugar, y haber sufrido además la rugosidad de las manos curiosas de varias generaciones que se sucedieron para inscribir sus comentarios.

¿Qué habrán escrito adentro?

Leí el primer testimonio y me sentí perturbado. Leí el segundo con muchos escalofríos y perseveré en la lectura de los otros testimonios, temblando de miedo.

¿Qué les habrá pasado a todos mis ancestros? ¿Pertenezco a una descendencia de malditos y condenados? ¿Es una plaga la que ha golpeado a toda nuestra línea de sangre?

Todos mis ancestros transcriben en estas páginas su desgracia y su miserable división, sin tener en cuenta el testamento y la moral de mi primer abuelo que les definió y confinó la felicidad en el secreto de las tres llaves.

Pero ¿dónde está este precioso Testamento?

Revisé el libro línea por línea, en vano.

Teóricamente debería encontrarlo al principio porque se refiere a mi primer ancestro.

El tiempo apremia y me siento bajo el peso aplastante de la urgencia, lo que me empuja a confundirme aún más. El libro se deshilacha entre mis dedos y de repente su encuadernación cede de golpe y sus hojas se dispersan por todas partes, desencadenando un torbellino de polvo y un alboroto de tos y estornudos.

Así concluye habitualmente cualquier procedimiento realizado con prisa, con remordimientos y arrepentimientos.

Lo interrumpí todo. Dejé el lugar para inspeccionar las reacciones que habría provocado mi alboroto. Pero afortunadamente, nadie estaba al acecho. Miré el sol en el cielo y supe que todavía tenía tiempo. Entonces, volví a la habitación para terminar mi trabajo. Esta vez, opté por sentarme en el suelo para calmar mis nervios alternando inspiración y exhalación hasta recuperar mi equilibrio y posteriormente mi capacidad para manejar sabiamente la situación. Logré poner todo en orden con mucha destreza y precisión.

Ahí pude desvelar el enigma.

¡Aquí está el Testamento!

¡Aquí está el Secreto de los Secretos!

¡Aquí está el ruiseñor de la felicidad!

¡Aquí están Las Tres Llaves!

Sentí como si el mismo Profeta me hablara. Este era el libro ancestral donde podría encontrar respuestas a mis más intrínsecas preguntas sobre temas familiares que me interesaban, que interesarían a cualquier ser humano. Entonces ¿por qué mi padre se ocultaba para leerlo? ¿Sería porque trata acerca de mi gran familia? Sentí como mi alegría iba desapareciendo para dar paso a otro sentimiento que aún no lograba identificar. El corazón me latía con fuerza. Me concentré en la respiración para no perder el equilibrio recientemente alcanzado. El tiempo parecía detenerse mientras en mi mente las hojas volvían a volar a mi alrededor creando un caos de papel y alergias. Busqué acomodarlas en un orden coherente, pero desconocía muchos símbolos. Pensé, ruiseñor de la felicidad ¡ayúdame! ¿Cómo podría reconstruir el conocimiento perdido si ni siquiera podía discernir el principio del final? Una sensación de desesperación pretendía envolverme, pero chocaba contra un muro interior invisible. Respirando profundamente para calmar mi tos, me concentré en cada página individual, buscando pistas, patrones o cualquier indicio que pudiera ayudarme a reconstruir el orden original del libro.

Fue entonces cuando una frase llamó mi atención: "No rompas una promesa". ¿Era una sura? En ese momento sentí como si una luz brillante se encendiera en mi mente. ¿Y si el libro condenaba algún tipo de promesa que uno de mis antepasados rompió? Había leído algunos testimonios que no llegué a entender pero que me perturbaron. Con esa idea resonando en mi cabeza, me sentí impulsado a explorar más el texto. A medida que lo hacía, descubría versículos y suras en abjad que hablaban sobre la importancia de la integridad, la honestidad y, sobre todo, el cumplimiento de la palabra empeñada. Llegué así a un tal Bahir que parecía haber escrito sobre las consecuencias de romper una promesa, no solo en esta vida, sino también en la próxima. Sentí un escalofrío recorrer mi espalda mientras reflexionaba sobre las posibles implicaciones de este descubrimiento. Recordé las historias que me contaron sobre un ancestro distante, un hombre conocido por su habilidad para hacer compromisos sin pensar en las consecuencias. ¿Podría ser que este libro estuviera relacionado de alguna manera con su destino? ¿Podría ser que su falta de cumplimiento de promesas hubiera traído consigo una maldición para su descendencia? La idea parecía descabellada, pero no podía ignorar la conexión que sentía con estas palabras. Decidí profundizar aún más en la investigación sobre mi árbol genealógico y la historia de mi familia en busca de pistas que pudieran confirmar mis sospechas. Ahora debía irme, el sol se ocultaba y pronto llegaría mi padre. Ya había visto suficiente, guardé todo en el orden en que lo había encontrado y salí de la habitación. Averiguaría de qué se trataba. Cuanto más lo pensaba más me convencía de que, de algún modo, un patrón de promesas rotas se extendía a lo largo de las generaciones. ¿Podría ser que esta fuera la raíz de lo que enfrentaba mi familia? Ya había develado el enigma, se trataba del Testamento, del Secreto de los Secretos, del ruiseñor de la felicidad. ¡Se trataba de las tres llaves!

Decidí tomar medidas por mi propia cuenta. No hablaría con mi padre ni con nadie del tema. Sólo repararía el daño hecho por el bienestar de mi estirpe y el honor de mis ancestros. Me sumergí en un viaje de autoexploración y redención, determinado a romper el ciclo de los pactos incumplidos que parecían reiterarse y perseguirnos.

Inmediatamente después de decir las oraciones en mi cuarto, me senté en el suelo a meditar. Necesitaba mantener la paz que me había dado el rezo y no apartarme del eje. Focalicé mi atención en lo que había descubierto y me concentré en ello. Recreé en la mente la llave plateada y abrí el maletín. Luego busqué la llave de cobre y finalmente la minúscula llave que me permitió acceder al libro que volví a abrir. Cada vez que mi mente se enfrentaba a una promesa quebrantada del pasado, me esforzaba por enmendarla de alguna manera, ya fuera reconociendo el error, compensando el daño causado o simplemente, diciendo una plegaria reparadora. No importaba que quizás habían pasado siglos desde que se hizo la promesa original. Continuaría haciéndolo así por semanas, meses y años si fuera necesario.

Seguía este ritual todas las noches hasta que, con el tiempo, empecé a notar cambios en mi vida y en la dinámica de mi familia. Parecía que al honrar los incumplimientos del pasado estaba creando un futuro más prometedor y armonioso.

Aquella frase que encontré en el libro sagrado se convirtió en mi guía, mi faro en la oscuridad, recordándome la importancia de la palabra dada y el impacto que puede tener en nuestras vidas y en las vidas de aquellos que nos rodean. Ya no recurrí a las tres llaves para llegar al texto, lo hacía automáticamente. Fue así, como me acerqué un poco más a la paz y la redención que tanto anhelaba. Solo me quedaba escribir lo hecho en el libro ancestral para lo cual, pedí permiso a mi padre. Sorprendido por mi petición me miró fijamente con sus pequeños ojos negros, puso las tres llaves en mi mano y dijo:

—Bien, ya es tu hora. In sha Allah, nuestro sufrimiento ha terminado. Gracias a ti el ruiseñor ha vuelto a cantar.





EL SEPELIO
Víctor Lowenstein & Carlos Enrique Saldívar

En la exclusiva casa funeraria se respiraba el clima propio de solemne tristeza que acontece en cualquier velatorio. La lujosa sala albergaba a un puñado de allegados del difunto señor Carletti, empresario y diputado provincial. Se veían grupos de entre cinco y seis personas hablando por lo bajo mientras sostenían sus vasos de café. Al fondo, y frente a un impresionante féretro labrado, la viuda lloriqueaba inexplicablemente sola, las manos enguantadas en seda negra descansando sobre la tapa del ataúd. Se lo velaba a cajón cerrado dado el estado irreconocible en que había quedado su rostro luego de recibir las salvajes cuchilladas que acabaron con su vida.

“Todos somos iguales ante los ojos del señor”, había proclamado el párroco de oficio, lo que había hecho fruncir el ceño a algunos de los presentes. “Está claro que no todos somos lo mismo”, murmuró la esposa de un senador de doble apellido, comentario asentido por su cónyuge y los del grupo que componían. Eso era cierto sobre todo en un mundo tan competitivamente feroz como aquel en que se movía Carletti; un as para los negocios además de un verdadero chacal político. Todos sus conocidos admiraban su falta de escrúpulos y sus rápidos logros.

Cuando el café se iba terminando y los lloros de la viuda amainaban de puro cansancio, compartido por todos los que ya convenían en dar fin a la ceremonia, por las puertas del sepelio hizo su entrada alguien que obligó a bajar la vista de todos los presentes; el doctor Luis Berardi.

—Damas y caballeros, por favor, no se intimiden ante mi presencia —dijo el doctor—. Es cierto que fui el mejor amigo del finado, y por eso he venido a brindarle mis respetos, pero no es para que se pongan nerviosos, como niños.

Nadie mencionó una palabra. Todos sabían que el misterioso asesinato sucedió dentro del consultorio del médico cuya especialidad era la psiquiatría. Se suponía que Carletti estaba solo, esperando a su amigo para la acostumbrada consulta mensual, no obstante, Berardi nunca llegó.

Se sospechaba de un antiguo paciente del doctor, alguien que deseaba vengarse de éste, debido a que fue la recomendación de Berardi la que lo envió a un sanatorio, del cual huyó hacía poco. El loco, llamado Luis Milano, fue capturado por la policía deambulando por un parque y lo estaban interrogando en estos momentos, aunque sin éxito. “Es difícil hacer hablar a un esquizofrénico paranoico con tendencias violentas”, pensó la viuda en el mismo instante en que Berardi terminó de hablar.

El psiquiatra sabía que no debía aproximarse a la viuda, ella nunca tuvo una buena opinión de él, ya que sabía que guardaba secretos con respecto al occiso. Todos conocían esa complicidad, por lo tanto siguieron con sus miradas hacia abajo, aguardando a que Berardi mirase al que fue su confidente, aparte de un paciente de lujo.

Los presentes no sabían qué enfermedad padecía Carletti; la viuda habló una vez de “ansiedad”, como cosa suya, es decir, publicó en las redes sociales: «La ansiedad me está matando», y todos asumieron que era su marido quien la atribulaba, por eso no la dejaba en paz. En realidad, no discutían por qué una dama de tan buen corazón se había casado con un sujeto que se aprovechaba de los demás cada vez que podía y exhibía a la señora como un trofeo en las cenas, fiestas, reuniones políticas.

El hecho de que Carletti hubiera asistido a un psiquiatra en el último año no incomodaba a nadie, al contrario, opinaban que ello promovía los cuidados médicos y la salud mental.

—Terrible, querido amigo —susurró el doctor—. Veinticuatro cuchilladas en la cara el 2 de abril de 2024 a las dos de la tarde con cuatro minutos.

La viuda, quien se acercó de manera solapada a Berardi, le preguntó:

—¿Cómo sabe tantos detalles? ¿Habló usted con la policía?

—¿No lo sabía usted? —respondió él—. Sí, lo sé por los agentes de la ley, pero podría detectar el daño a simple vista.

La viuda se alejó del médico y se puso a llorar otra vez, aunque ahora con rabia. Iba a irse al otro extremo del féretro para esquivar a Berardi, pero este le comentó de forma ruda:

—Usted lo sabía y yo también, no me evite —el doctor bajó la voz lo más que pudo—. Hay un inocente que será condenado por este homicidio y no podremos hacer nada por él.

—Déjeme en paz o me las pagará —murmuró la viuda.

—No lo hará porque usted también está en falta. Sabía que su esposo, mi amigo, se dividía en dos personas ¡literalmente! Por sus ambiciones políticas, quería hacer el bien, pero también el mal, ese conflicto lo tenía agarrado del cogote, y el lado cruel se impuso. Este surgió en mi consultorio y acabó con la vida de un buen hombre.

—Sí, lo sufrí durante seis años; menos mal que no tuvimos hijos —dijo la viuda—. Yo vivía espantada. Era dos caras de una misma moneda, la del bien, la del mal, por eso era el personaje más extraño de la provincia, aunque siempre prevalecía su yo maligno, que me agredía, me sojuzgaba, me obligaba a mantener silencio.

—Sería lo mejor que esto quede en el más absoluto secreto. Cuando el yo malvado de su marido eliminó al yo bondadoso, pensó que ahora sería solo él con el mundo por delante, ¡craso error! Se mató a sí mismo, porque el Carletti probo era pieza integral del organismo de aquel ser horrendo. Yo encontré ambos cadáveres cuando llegué un minuto después del fatal suceso, cinco minutos después de que se pactara la cita. Nadie sabrá nunca qué pasó en aquellos cuatro minutos. Quizá Carletti por fin enfrentó al monstruo, el cual, al verse amenazado por la superioridad ética y moral de nuestro querido hombre, no tuvo otra idea que darle muerte del modo más horrible.

—Eso me tranquiliza, doctor. Lo que me da miedo es que encuentren el cuerpo de ese otro ser, se armaría un escándalo y el demonio sería mi adorado esposo, quien yace en esa caja, es injusto. No merecemos esto.

—No se preocupe. Me deshice del otro cuerpo. Lo hallé con el cuchillo en la mano. Lo tengo en mi casa, en el sótano, cubierto con mantas. Lo enterraré ahí mismo una vez que me vaya del sepelio. No tiene ni un solo rasguño. Es como si hubiera muerto porque se le fue la vida, y es verdad, el otro Carletti lo mantenía vivo. Dicho esto, me despido, madame.

—Sí, vaya a hacerlo. Pronto será el entierro. Sin embargo, ahora que lo pienso, usted es una de las personas que más deberían estar presentes en el acto, y no estos hipócritas.

—Lamento todo. Saldrá de la mejor manera posible —Berardi le dio una mirada final al fallecido y se despidió de la viuda. Ella se alejó del médico, aunque se la notaba más serena.

En ese momento, cuando Berardi pasaba entre los presentes para irse del sepelio, una figura le cerró el paso. Tenía la ropa manchada de sangre. Un rostro que denotaba agitación.

—¡Amigo, soy yo! ¡Las terapias funcionaron, doblegué al hijo de perra y logré hundirle el puñal dos y cuatro, dos y cuatro, dos y cuatro! Es mi TOC. ¡Soy yo, el diputado Carletti!

Los asistentes se volvieron de cera. Berardi supo que tal escollo ya no podría arreglarlo.





AFORTUNADO
Sergii Paltsun & Marcela Iglesias

 

Antes de morir, se supone que uno recuerda toda su vida, pero a Alexis solo le vino a la mente una de las últimas conversaciones con su padre. Una semana antes, el Departamento de Purificación había anunciado la evacuación hacia las tierras del sur de otra comunidad de individuos con un genotipo desviado y herencia alternativa. Muchos, que ya habían adquirido pasaportes genéticos, corrieron hacia los puntos de filtración del Departamento, con la esperanza de entrar en los primeros grupos de “purificados”, que, según los rumores, se dirigían hacia el norte de África y el oeste de Australia. Nadie quería ser purificado en la Antártida. Sin embargo, su padre no cambió en absoluto la rutina habitual de su vida, y cuando Alexis irrumpió en la cocina esa noche, él estaba preparando té como de costumbre. Sin suspender ni por un momento el sagrado ritual, escuchó el discurso emocional de su hijo, pero no empezó a hablar hasta que el té fue servido en las tazas y se dieron los primeros sorbos.

El padre de Alexis aprobó la decisión de su hijo de no abandonar la tierra natal simplemente porque de pronto fuera necesaria para algunos purificados. Pero se burló de prácticamente todos los métodos prácticos para llevar a cabo esa decisión, demostrando que cualquiera de ellos, en no más de un mes, conducían a la muerte.

—Si vas a arriesgar tu vida, que sea con alguna posibilidad de éxito —dijo, y le pasó a su hijo un periódico con un anuncio marcado con un bolígrafo. Un cierto Fondo del Hombre Perfecto estaba reclutando voluntarios entre los desviados para participar en el proyecto “Fortuna”. Se garantizaba a los voluntarios un derecho de residencia, y a los que pasaran con éxito las pruebas, el derecho a la reproducción.

Según el padre de Alexis, el Fondo investigaba a personas con habilidades anómalas, tratando de vincular estas habilidades con el genotipo. El proyecto “Fortuna” se ocupaba de los “afortunados”. Sin embargo, se suponía que los sujetos debían ser sometidos a pruebas peligrosas para la vida, y la muerte o la mutilación de los potencialmente perfectos amenazaban al Fondo con consecuencias muy desagradables. Por supuesto, el proyecto podría ser abandonado, pero el descubrimiento del gen de la suerte auguraba perspectivas tan brillantes que los líderes del Fondo comenzaron a solicitar permiso para trabajar con los genes de los imperfectos. El argumento decisivo fue que en los países con predominio de genotipos desviados sobrevivían solo las personas más “afortunadas”. La selección natural preliminar significaba un ahorro significativo de fondos y tiempo necesarios para experimentos, y se otorgó el permiso, aunque solo por un período de un año, después del cual se tomaría una decisión final. Por lo tanto, los experimentos debían ser breves y sus resultados evidentes para todos.

—El líder del proyecto, el doctor Lót, decidió que las competencias de la “ruleta rusa” eran lo mejor para el rol de tal experimento —concluyó el padre—. Y tu tatarabuelo nunca perdió en este juego.

Luego hubo algunas conversaciones adicionales, mediante las cuales el padre le explicó a Alexis cómo usar correctamente la pistola del tatarabuelo durante el juego. Poco después, el padre fue evacuado inesperadamente a Nueva Zelanda, considerada una zona de purificación exclusiva para los perfectos caídos en desgracia, y Alexis se inscribió como voluntario.

Las competiciones se llevaban a cabo los martes y viernes. Los participantes podían usar cualquier revólver. El jugador principal elegía el arma y el segundo definía el número de balas en el cargador. Sin embargo, este número rara vez superaba una bala, ya que el segundo debía disparar desde el mismo revólver que el primero. Parecían condiciones sencillas, sobre todo si eras el dueño del arma, porque tenías el primer tiro. Al menos esas eran las conclusiones a las que Alexis había llegado de las conversaciones mantenidas con su padre.

Ya había pasado una semana desde que se había inscrito y el no recibir respuesta lo estaba poniendo bastante nervioso. En cualquier momento le podían dar “la otra notificación”, la de la purificación, que era de obediencia inmediata. O peor aún, llevarlo al “Campo de Eliminación” directamente si lo veían en la calle sin usar el salvoconducto genético, que evidentemente no poseía.

Además del hecho que estaba solo, sus provisiones estaban acabándose. Debía garantizar el abastecimiento de agua, para no morir en menos de una semana. De forma muy calculada para la supervivencia de los elegidos, sólo podían recibir agua los beneficiarios del famoso salvoconducto. Su padre, al ser poseedor de un pasaporte genético recibía su cuota que compartía con él, pero ya no estaba.

Mientras realizaba los cálculos para racionar el agua, le llegó una notificación. Debía presentarse a los campamentos de prueba para la siguiente competición programada, que era el viernes de esa misma semana. Eso le daba un margen de tranquilidad porque, según sus mediciones, todavía tenía agua para cinco días, y era miércoles.

En el mensaje le indicaban que, si era poseedor, debía llevar su arma, tal como le había dicho su padre, y que debía presentarse únicamente con sus documentos de identificación. Vestuario y alimentación le serían suministrados en el campamento mientras duraran las pruebas por lo que sólo debía ir con la ropa que llevaba puesta.

Amaneció el viernes. Guardó su arma en el estuche y los documentos de identificación en el bolsillo interno de su chaqueta. Se aseguró de cerrar bien la casa de su padre y se dirigió al campamento.

Junto a la notificación le había llegado un salvoconducto que debía lucir en un lugar visible de su vestimenta para que pudiera transitar libremente. En el trayecto observó como trasladaban a grandes grupos de personas en camiones, hacia el sur de la ciudad.

—Campos de eliminación —murmuró para sus adentros.

—Lo siento, ¿me dijiste algo? —le preguntó una mujer que estaba sentada a su lado en el transporte.

—No, pensaba en voz alta, discúlpame —le contestó él sin mirarla.

—Voy al campamento de pruebas —le dijo ella— pero no tengo arma. Confío en mi buena fortuna. Mi tatarabuelo fue sobreviviente de las ruletas rusas que se aplicaban en la época de su juventud.

La miró sin contestarle. Alexis pensó que era una extraña coincidencia.

El resto del trayecto lo hicieron en silencio.

En el campamento, cada voluntario debía dirigirse al grupo para el cual había sido designado. Eran cientos de grupos y cientos de competidores. Los duelos duraban el tiempo necesario hasta reducir cada grupo a diez participantes. Al finalizar ese día, Alexis había logrado sobrevivir. Estaba exhausto, moral y físicamente. Ver morir a tanta gente a su alrededor había sido devastador. Comenzaba a dudar de que ser sobreviviente pudiera llamarse buena fortuna.

El fin de semana les dieron tiempo de reponerse, con buena alimentación, agua suficiente y actividades recreativas. No podían salir del campamento porque el día lunes tenían programados algunos exámenes y pruebas físicas. Debían encontrarse en buenas condiciones.

El lunes fueron llevados a los laboratorios. Los exámenes fueron una tortura; sabían a qué hora habían empezado, pero no cuándo terminarían.

Alexis se preguntaba si valía la pena. ¿No era preferible ser exterminado de una buena vez? Mientras estaba en la camilla recuperándose de la última prueba vio pasar a la mujer con la que se había encontrado el viernes en su trayecto al campamento. Tenía la cara pálida y se veía cansada. Sobrevivió, pensó, ¿sentirá ahora que es afortunada?

Llegó el martes. Redirigieron a los sobrevivientes a sus grupos. Los juntaron con nuevos participantes. Era la misma dinámica del viernes, las competiciones duraban hasta que cada grupo se hubiera reducido a diez sobrevivientes. Alexis volvió a quedar en ese grupo.

El miércoles los dejaron descansar y el jueves los llevaron a más pruebas físicas y exámenes genéticos.

Así pasaron dos semanas agónicas en las que Alexis estaba tan deshumanizado que ya no veía sentido a lo que estaba haciendo. Ni siquiera recordaba qué lo había llevado a esas competencias. Con el cuerpo adolorido, lleno de laceraciones y magulladuras por las pruebas que realizaban, con sensores colocados en todas partes del cuerpo, apenas podía mantenerse en pie. No podía comentar con los otros participantes acerca de las pruebas a las que era sometido. Era una de las reglas. No sabía cuánto más dolor le esperaba y si las consecuencias serían irreversibles. ¿Para qué vivir así?

Al terminar las pruebas del martes, volvió a encontrarse con la mujer al entrar en el comedor. Ella lo reconoció.

—Hey, seguimos sobreviviendo —le dijo, con un brillo extraño en los ojos.

—Si, pero no encuentro sentido a nada —contestó Alexis, con voz apagada.

—Tengo un plan para escapar —le dijo ella.

—No hay forma — le dijo Alexis — la única forma es…

—Exacto —asintió ella y se fue.

Alexis despertó animado al día siguiente, a pesar de su dolor físico. Ya sabía cómo escapar. Con el tiempo que llevaba en las competiciones, logró anotarse con un nuevo participante. Eligieron una sola bala, pero Alexis llevó su pistola amañada. De cualquier forma, lo descubrieran o no, era su última vez.







A LA SALIDA DEL COLEGIO
Carlos Enrique Saldívar & Alejandro Bentivoglio

Al salir de la escuela decido vagar un poco. Hay problemas en mi casa y lo primero que me pedirán mis padres son las notas de estos exámenes que he reprobado. Un auto se detiene raudo frente a mí, la ventanilla se abre y una hermosa mujer me dice:

—Hola, guapo, ¿no quieres venir conmigo? Podríamos divertirnos un poco.

¿Una loca? ¿Una abusadora de menores? La verdad es que ya nada me importa en esta vida, por eso decido acompañarla.

Vamos a su casa, ella me dice que se pondrá más cómoda y se mete en una habitación. La ansiedad me pone por las nubes. Al rato, la mujer reaparece vistiendo un traje de teletubbie.

—¿Vamos a divertirnos, eh? —dice, emitiendo unos gruñidos indiscernibles, propios de esas criaturas alucinadas.

Poco me cuesta a correr a la conocida, cuerda, paliza familiar que me espera en casa.






EL SEÑOR DELOUIT
Diego Pantoja & Suray Annys

Me contaron hace un tiempo una historia muy estúpida, sombría y conmovedora. Un señor se presenta un día en un hotel y pide una habitación. Le dan el número “35”. Al bajar, minutos después, deja la llave en la administración y dice:

—Excúseme, soy un hombre de muy poca memoria. Si me lo permite, cada vez que regrese le diré mi nombre: el señor Delouit, y entonces usted me repetirá el número de mi habitación.

—Muy bien, señor. A poco, el hombre vuelve, abre la puerta de la oficina.

—El señor Delouit.

—Es la habitación número “35”.

—Gracias.

Un minuto después, un hombre extraordinariamente agitado, con el traje cubierto de barro, ensangrentado y ostentando un aspecto inhumano, entra en la administración del hotel y le dice al empleado:

—El señor Delouit.

—¿Cómo? ¿El señor Delouit? A otro con ese cuento. El señor Delouit acaba de subir.

—Perdón, soy yo… Acabo de caer por la ventana. ¿Quiere hacerme el favor de decirme el número de mi habitación?

—¿Cómo ocurrió algo así, señor? Su habitación es la 35; ¿necesita un médico?

—Oh no, gracias, estoy bien; solo contemplaba la noche y perdí el equilibrio.

Por la mañana el huésped salió temprano, acicalado y repuesto. Al mediodía una mujer corpulenta llegó al mostrador del hotel y dijo:

—Buenas tardes. El señor Delouit.

—Lo lamento, señora; el señor ha salido.

—¡Yo soy Delouit!

—¡Pero, caballero, este es un lugar familiar y de buenas costumbres!

—Lo sé, y por eso lo escogí. Ahora recuérdeme…

—La 35. ¡Suba de prisa antes de que lo vean!

Así, cada día, el señor Delouit llegaba al hotel con un aspecto distinto, sorprendiendo al conserje y al recepcionista.

La séptima mañana, señor Delouit no salió y tampoco la siguiente.

Golpearon su puerta y no respondió. Abrieron y encontraron un revuelo de prendas de todo tipo y tamaño. No encontraron el cuerpo que pensaban encontrar. Sobre la maleta en la cama había una nota y una extraña piedra preciosa. La nota decía: “Está piedra acelera las reencarnaciones que nos están destinadas. Quien la posea alcanzará el nirvana en siete días”.





EL TEMPLO EQUIVOCADO
Patricio Bazán & Graciela De Mary


Vanesa quería impresionar a la familia de Antonio. Recorrió todas las tiendas del Once donde abunda la ropa llena de brillos innecesarios. Padeció los estrechos probadores con la cartera colgada del cuello.

—Te queda muy bien —mentían las vendedoras mientras pensaban en otra cosa.

Era la primera vez que Antonio la invitaba a un evento familiar. El sábado a la tarde, salieron hacia los confines del segundo cordón de conurbano. La ciudad quedó atrás, y cruzaron estaciones de trenes perezosos, bulevares con palmeras jóvenes, avenidas sosegadas.

La ceremonia iba a ser en un templo evangélico, uno de los muchos que le disputaban los fieles a la Iglesia Católica. Tenía un nombre larguísimo y funcionaba en un local que había sido la sede de un partido político. Los punteros se habían ido después de perder por paliza en las elecciones y habían dejado unas cuantas docenas de sillas de plástico blancas, ordinarias y poco confiables. El templo había sido un local comercial construido en los viejos tiempos, cuando los obreros compraban pollos al spiedo y golosinas y algún licor el día que cobraban la quincena. En cumplimiento de alguna profecía post moderna, la gente de bolsillos flacos entraba ahora en busca de consuelo.

Vanesa y Antonio dieron muchas vueltas para dar con el lugar. Se perdieron en un enjambre de diagonales y calles sin salida con nombres de flores. Al llegar, el sol daba de pleno en la vereda. Vanesa se apantallaba con la mano para evitar la catarata de maquillaje derretido que le dibujaba ojeras azules. Antonio se aflojaba la corbata. Todavía no había llegado ningún familiar y en el salón, los feligreses escuchaban el servicio.

—Dijo el pastor que pueden pasar. Adentro hay ventiladores —susurró una señora de camisa blanca que abrió apenas la puerta y sacó su cabeza chiquita y gris.

Antonio dudó, pero Vanesa lo tomó del brazo y ordenó “Vamos”. Ella tenía la blusa de tela barata pegada al cuerpo. Podía sentir las gotas de sudor rodando por la espalda. Entraron. Todos los asistentes se dieron vuelta. El calor húmedo había arruinado el peinado alisado de Vanesa. Las motas cerraban filas en el flequillo. El cinturón plateado y las sandalias de plataformas eran las parientes ricas de las calzas y las zapatillas que abundaban en el auditorio.

—¡Bienvenidos, hermanos! Pasen, pasen, aquí adelante, hermanos.

El pastor, habituado a la teatralidad, extendía los brazos hacia Vanesa y Antonio. Sonreía y los dientes resplandecían sobre el rostro moreno. Con disimulo, le hizo una seña a la mujer de cabeza de gorrión, quien, sigilosamente, cerró con llave la puerta de entrada.

—Antonio, ¿y tus padres...? —susurró Vanessa, y su pregunta se desvaneció de a poco, sofocada por el clamor de un órgano de tubo.

Él señaló a una pareja mayor, ataviada con ropas humildes y anticuadas. Pese al agobio, se los veía genuinamente entusiasmados. Desconocía el rito evangélico, pero observó que nadie se persignaba, y que el ambiente parecía más informal que en una misa católica. “Lo que hagan, yo lo imito”, se dijo, satisfecha.

El calor dentro de aquel recinto hacía que la cabeza se le fuera por momentos. Repetía las fórmulas a destiempo, y cantaba más fuerte de lo debido, fuera de tono. Durante la lectura de un pasaje de los Evangelios, la voz del pastor le sonó tan monótona que cabeceó un par de veces, y se quedó dormida. La despertaron las voces de los feligreses, entonando un “¡Alabaré a mi Señor!” con demasiado brío y emoción.

Comenzó, aún cautiva de la somnolencia, a inspeccionar todo lo que la rodeaba. A falta de imágenes religiosas, notó en la mampostería la presencia de relieves de yeso representando plantas serpenteantes o figuras contrahechas. ¿Serían ornamentos heredados de la construcción original?

Observó que frente al púlpito había una mesa de ofrendas con un mantel de plástico transparente (una pieza de lino blanco hubiera quedado mejor, pero el diezmo no daba para más); y sospechó que su modorra no solo obedecía al calor sino también al perfume denso y dulzón de aquellas flores largas como lirios, distribuidas por todo el local en jarrones de acrílico de colores inapropiados. Más que una reunión religiosa, el ambiente le recordaba a una fiesta o una kermesse.

Necesitaba salir a tomar aire, le gustara o no a su prometido; pero las piernas opinaban lo contrario, y ahora lo único que deseaba era ovillarse y dormir como una bendita. Solo quería aclarar una duda que pugnaba por abrirse paso a través del sueño que ya la reclamaba como suya.

—¿Có… Cómo se… llama este…templo? —le dijo a Antonio con voz desfalleciente.

Este la miró a los ojos con extrema dulzura y adoración. Depositó en su frente un beso que se le antojó desesperadamente largo y amoroso, como el adiós de quien se marcha para siempre hacia el olvido, y murmuró cerca de su oreja:

—La Última Iglesia Universal del Dios Desterrado. No es lo que figura en el cartel de afuera, por supuesto.

Sintió que Antonio la conducía hacia adelante, paso a paso, con los cánticos de los asistentes resonando en su aturdida cabeza.

—¡Bienvenidos al Banquete!

Antes de caer por completo en la inconsciencia, Vanessa pensó que el extraño atuendo blanco de aquel pastor le recordaba, cómicamente, al carnicero de la esquina de su casa.




EL VIAJE
Graciela De Mary & Juan Alberto Miérez

Al final de la tarde llegaban los perros. Señoreaban en los montones de verdura podrida, en los ríos de fruta aplastada y sobre los restos de la comida al paso.

El mercado callejero de los suburbios de Cuzco, que hasta ese momento había sido como un tapiz colorido, puras flores y perfume de naranja, mostraba el reverso de la trama hecha de perros hambrientos que bajaban puntuales desde los barrios altos. Lourdes les tenía miedo. Por eso, estaba muy alerta y pronta a desarmar su puesto de venta de golosinas. Acomodaba la mercadería en bolsas negras de plástico, bajaba la tabla y cerraba el caballete de madera. Los guardaba en el portal de una iglesia. La gente de seguridad se los cuidaba por una propina. Corría a buscar a su madre que vendía zapatillas en un pequeño negocio y juntas tomaban el autobús.

Llegaban a su casita de noche. Al otro día bien temprano, cuando la calle se volvía a llenar con turistas de paso hacia Machu Picchu, todo volvía a empezar. Lourdes había nacido en el Valle Sagrado, estaba orgullosa de su tierra pero últimamente andaba triste. Por eso se ilusionó cuando sus parientes le insistieron para que los fuera a visitar. Para ella, la Argentina era una gran avenida con el obelisco en el medio. Le mandaron un pasaje de avión barato con unas cuantas escalas. Todo hubiera salido bien si no fuera por las tormentas eléctricas. No se podía cargar combustible y los vuelos se retrasaban muchas horas. Quedó varada en Santiago de Chile. Al principio, Lourdes se lo tomó como parte del paseo. Recorrió todos los locales del aeropuerto, compró algunas chucherías y le pareció que el plantón iba a ser una linda anécdota de viaje. El cruce de la cordillera no la impresionó. Después de todo había nacido entre montañas domesticadas por sus ancestros.

En Mendoza debía esperar cuatro horas el vuelo hacia a Buenos Aires, pero las ráfagas del zonda eran tan intensas que se cancelaron todas las partidas hasta el otro día. No se desesperó. Decidió comprar un pasaje en micro. Les avisó a sus parientes y partió creyendo haber tomado una buena decisión. Durmió plácidamente unas cuantas horas. Cuando despertó vio un paisaje de tierra colorada y palmeras. Supo que algo andaba mal.

Intentó pararse pero comprobó con preocupación que estaba desnuda, inmovilizada, atada de pies y manos sobre una plataforma de piedra, fría, áspera, en un lugar desconocido, rodeada de extraña vegetación.

El micro había desaparecido. Pero vio, ya aterrada, que sus compañeros de viaje, estaban allí, rodeándola. Desprovistos totalmente de ropas y con una especie de bastón en las manos, la observaban mientras al son de un tambor balanceaban sus cuerpos. Lourdes, entonces, gritó, pero su voz apenas vibró, inaudible en medio del tam-tam acompasado del parche y ahora el cántico gutural de esas personas en un espacio cerrado por altos muros y árboles legendarios.

Lágrimas de impotencia brotaron de su convulsionado cuerpo. Intentó arrancarse las ataduras, pero el movimiento laceró su carne y se quedó sosegada, preguntándose qué significaba esa pesadilla. Ella debería haber llegado a Buenos Aires, sus familiares estarían preocupados. Cerró los ojos, gimiendo.

Una profunda calma reinaba ahora. Inesperadamente habían cesado las voces y el tambor. Solo las aves en la húmeda fronda eran dueñas del silencio. Desde el espanto observó que un extravagante ser se había apostado a su lado. De tersa piel morena cubierta de tatuajes multicolores, con una máscara luciferiana dorada que le cubría el rostro. La voz grave de aquel misterioso sacerdote, expresó algo en una lengua que Lourdes desconocía, lo que recibió la aprobación de todos. Y al unísono comenzaron a murmurar una extraña melodía mientras giraban en torno a aquel basamento, rozando con el báculo el cuerpo de la muchacha que no dejaba de temblar.

Cuando abrió los ojos la danza y el cántico habían culminado. Y frente a ella, aquel ser blandía un cuchillo de ancha hoja pulida con arabescos en ambas caras. Mirándola fijamente dijo algo que a Lourdes le sonó como una amenaza. En la base de la mesa pétrea se habían apostado sus ex compañeros de viaje, mirándola fijamente y atentos a lo que iba a suceder. La muchacha mordió los labios ahogando un grito. La voz del chamán decía una frase a viva voz que era repetida por el coro de hombres y mujeres. Lourdes se acordó de una oración que le había enseñado la abuela y la pronunció en un susurro, mientras lloraba. El tambor volvió a sacudir sus parches. Fue cuando aquel brujo, en un rápido movimiento bajó sus brazos y dejó caer con todas sus fuerzas la filosa arma en el pecho de Lourdes. Gritó, gritó, de dolor y angustia, percibiendo la sangre caliente que se derramaba de la mortal herida. Gimió. Una oscura nebulosa la fue cubriendo de frío en convulsiones eléctricas que se extendían a lo largo de su cuerpo. Las voces se disolvían en el aire cargado de la tarde. El tambor diluía su son como un lejano eco. Después fue la noche total, hora en la que Lourdes y su madre retornaban a la casa en el destartalado autobús. Las luces y la vocinglería de Cuzco con la jauría de perros buscando alimento, habían quedado atrás. Iban llegando al barrio alto. Su madre, tomándola de las manos, sonriendo, con los ojos brillantes, le dio la buena noticia. Los tíos de Buenos Aires la invitaban a visitarlos. Y le mostró el pasaje en avión enviado recientemente. Sonrió emocionada Lourdes. Para ella, la Argentina era una gran avenida con el obelisco en el medio. Su sueño iba a cumplirse.

Llegaron a su casita tomadas de la mano. Al otro día bien temprano, cuando la calle se volvía a llenar con turistas de paso hacia Machu Picchu, todo volvería a empezar en Cuzco.




FACTORES COMBINADOS
Oscar De Los Ríos & Alejandro Bentivoglio

Ahora que todo ha pasado, y veo las cosas desde este otro lado, pienso que tal vez me equivoqué y no fue el destino o el azar, el que combinó los factores por los cuales ya no soy dueño de mi vida, aunque sí de mis recuerdos.

Esa mañana me desperté más temprano que de costumbre, tenía resaca y mi mente se flasheaba con pantallazos de lo ocurrido la noche anterior. Manotee hacia el otro el lado de la cama y la muchacha ya no estaba allí, giré mi cuerpo y percibí el aroma del perfume impregnado en la almohada. Tal vez aún estaba en el departamento. Me erguí un poco, levantándome con los codos y me pareció escuchar el sonido del agua al correr; justo en ese momento se escuchó una descarga y comenzó a sonar la radio impidiéndome saber si se estaba duchando. El recuerdo de su cuerpo se me hizo nítido y un escalofrío me recorrió la espalda.

Me quedé quieto, como esos animales que presienten la cercanía de un depredador. Sí, recordaba su cuerpo, pero ¿su cara? ¿Con quién había pasado la noche? Tampoco su nombre me venía a la memoria. Por un momento pensé que no estaba despierto, que era otro de esos episodios de parálisis del sueño que tenía de vez en cuando. Pero mi cuerpo tampoco se sentía como si quisiese despertar de algo. Aunque justamente la gracia del engaño es que no se sepa que es un engaño. ¿Y quién mejor para engañarse que uno mismo? La duda, me dije, se disiparía pronto, la muchacha no podría estar para siempre encerrada en el baño. En algún momento tendría que salir y yo lograría recordar cómo era su cara, quién era ella. O quizás no, pero podría fingir que sabía su nombre. Resulta fácil en una conversación evitar mencionar los nombres de las personas implicadas. Es cierto que yo mismo podía ir a ver por qué tardaba tanto, pero podía dar una mala impresión. Ella iba a sentirse invadida por mi presencia y hacer una escena que terminaría con gritos, insultos, palabras altisonantes de las que no habría retorno y entonces se marcharía dejándome con toda clase de dudas. Dudas peores que las anteriores, probablemente. Lo mejor que podía hacer era quedarme en la cama. Incluso fingir que seguía dormido. Pero ¿eso era un plan? Ella había ido al baño segura de que yo estaba durmiendo. Quizás creería que algunos ruidos sueltos no me despertarían, quizás no le preocupaba. ¿Quién estaba realmente en el baño? Cómo es que no se preocupaba por lo que yo podía pensar o sentir. Me dije que quizás tendría alguna necesidad imperiosa, alguna de la que no cabía hablar, y luego de la intimidad que habíamos tenido hubiese sido impensado que tuviese que pedir permiso para algo tan nimio como para ir al baño. Pero, entonces, ¿por qué tardaba tanto? ¿Estaría revisando mi botiquín? Porqué me preocupaba, acaso encontraría algo más que aspirinas o el frasco con pastillas, que me ayudan a combatir la ansiedad y la depresión. Si los roles estuvieran cambiados todo sería más fácil; ella estaría en la cama y yo consumiendo mi pastilla diaria para poder enfrentar el día. Este pensamiento no alivia mi situación. Lo único que la hace real es el perfume, que ahora flota por toda la habitación, llenando cada instante, cada rincón, vaciando mi mente de toda otra sensación y el terror se ceba en mí cuerpo. Entonces recuerdo que en el cajón de la mesita de luz tengo un último recurso.

Tomo el revólver, cuyo peso parece multiplicarse, en el mismo instante en que siento como la puerta del baño se abre y pisadas que se acercan al cuarto.





LA BIBLIOTECA NEGRA
Claudia Isabel Lonfat & Luciano Lara

Fue una noche de verano; de esas que se tornan insoportables. No sé por qué se le ocurrió a Martín presentarme ese día a su madre, que encima vive en el medio del Delta. Apenas subimos a la lancha colectiva empecé a transpirar y se me corrió el maquillaje; lo miré con desaprobación.

—¿No se te podía haber ocurrido otro día para presentarme a tu mamá?

—Yo no tengo la bola de cristal, mujer.

Llegamos. Rocío, la madre, vivía sola en una casa de chapas de colores en una isla; nos recibió sonriente, llevaba puesto uno de esos vestidos largos y arrugados que usaban los hippies de los setenta, el pelo suelto, largo y gris. En la casa había sahumerios y velas; poca luz. La cena transcurrió sin mayores novedades hasta que Rocío y yo nos quedamos solas.

—Vení que te muestro algo —dijo y se levantó de inmediato. La seguí por una escalera caracol que subimos a paso lento hasta que llegamos a una habitación inmensa; había libros en los cuatro costados y el calor era insoportable.

—Está tremendo acá —acotó—, pero quiero que veas algo.

Yo la acompañé con la mirada sin emitir palabra y ella se dirigió hacia una de las paredes del cuarto. Me llamó la atención la foto de un hombre totalmente desnudo en el centro de la pared, rodeado de libros.

—¿Sabés quién es? —me preguntó.

—Federico Andahazi.

—Esta es mi biblioteca negra—anunció. Y yo alcancé a reconocer los nombres de algunos de los autores que la componían: Aguinis, Yofre, Vargas Llosa y Andahazi.

—¿Biblioteca Negra?

—Autores de los que estuve enamorada y luego me decepcionaron; como los hombres en general, casi todos ellos, con sus pequeñas vidas aburridas y repletas de fracasos y vacíos existenciales, y no vayas a creer que esos escritores son distintos a los demás mortales… ellos también quieren mujeres lánguidas, sumisas, pero se enamoran de mujeres fuertes, inteligentes, que no pueden amaestrar como animales domésticos…

Martín rompió el clima gritando desde la pequeña escalera caracol.

—Mamá, por favor no la vuelvas loca a Lila con tus historias —dijo risueño. Rocío se rió con una violenta carcajada, levantó y agitó las manos.

—“Hombres necios que acusáis a la mujer sin razón…” —recitó juntando las manos y mirando al techo, para luego volver a la carcajada.

—Rocío es así, no te asustes —dijo Martín, mientras me invitaba a bajar.

Comimos unas ensaladas con vegetales de la huerta, y hamburguesas veganas que Rocío hacía en cantidades exageradas, y frizaba, como para tener reservas para resistir un año, “porque el hombre estaba destruyendo el hábitat y extinguiendo especies; según sus propias palabras, razón por la cual se había alejado de la ciudad; estaba peleada con su propia especie y sobre todo con los varones.

Todo esto lo supe apenas volvimos a quedarnos solas; hablamos durante un par de horas largas, yo la escuchaba atentamente y si bien no ahondó en detalles, era evidente que contaba con una historia plagada de engaños y decepciones.

Pasaron los años y por mi vida también pasaron Martín, Julián, Nicolás, etcétera. Hoy le toca el turno a Matías, quién acaba de irse, espero, para siempre. Estoy sentada en la cama y aunque me esfuerzo por evitarlo, soy un mar de lágrimas. Tengo enfrente el “cofre negro”; así decidí llamar yo a una cajita en la que guardo cartas y recuerdos de todos los amores que me fueron decepcionando. Allí va Matías a engordar el contenido del cofre, con sus defectos y también con los defectos de todos los demás; porque eso son los hombres: un conjunto de defectos que engorda con el paso de los años; se suman, se acumulan…

Pegada en el fondo de la caja hay una foto de Martín; el primero, el de la peor decepción y por ello, el más importante. Todos los otros tienen algo de él, pero él es único. Estallo en sollozos. Qué paradoja ¿se habrá imaginado Rocío que su único hijo sería mi Andahazi?






BILOCACIÓN
Luciano Doti & Rolando José di Lorenzo

 

—Dicen que los extraterrestres están hace mucho tiempo aquí en la Tierra.

—Dicen tantas cosas… ¿A qué viene ese comentario?

—¿Viste Jorge, nuestro compañero, que el lunes no faltó y estuvo las ocho horas con nosotros?

—Sí, ¿qué tiene?

—Mi mujer lo vio a la misma hora en el centro, caminando en las inmediaciones de la Secretaría de Inteligencia. La capacidad de estar en dos lugares al mismo tiempo se conoce como bilocación.

—Pará, no seas paranoico, sería un tipo muy parecido…

—Se infiltran en los organismos de inteligencia de todos los países para controlarnos.

—Pero ¿cómo puede ser Jorge un extraterrestre?

—No sé si él particularmente lo es, o si los extraterrestres son replicadores de cuerpos. Capaz que lo copiaron.

—¿También eso… copiones? Me parece que tenés una mala imagen de los aliens —gritó Cacho, ofuscado y agresivo.

—Che, no es para tanto, ni que fueras uno de ellos —solté con toda mi gracia, que parece que no fue tanto, porque Cacho se puso de pie y tomándome por las solapas me gruño al oído:

—¡Y si lo fuera, qué! O acaso creés que ustedes son los mejores… los reyes del espacio, los únicos seres de la creación; me tienen podrido.

No podía dar crédito a mis oídos, ¿Cacho era un extraterrestre? No, no puede ser; es mi amigo de toda la vida. Se me cortaron los pensamientos cuando lo vi llorando desconsoladamente al tiempo que murmuraba:

—¡Siempre nos discriminaron… nunca nos amaron… nunca! ¡Son y serán unos salvajes!





LA DUDA Y EL TABACO
Marcela Iglesias & Juan Pablo Goñi Capurro

Estoy dando la última pitada a mi cigarrillo; contemplo la luna llena y dejo que mi mente vuele. Pienso lo que mi mamá va a decir cuando se entere de que volví a fumar. Después de los exámenes médicos de hace seis meses, me prohibieron el tabaco. Me dijeron que mi salud no correspondía a la de una joven de veinticinco años. Tenía gastritis crónica, la capacidad pulmonar disminuida en un diez por ciento, me estaba quedando calva por una alopecia precoz debido al déficit de oxígeno causado por el cigarrillo. Juro que lo intenté, lo juro. He vivido cada día de los últimos meses cumpliendo con esa prohibición. También me empecé a alimentar mejor. Y he cocinado yo. Mamá debería reconocer eso. Me dijo que ella no tenía tiempo ni plata para hacerme la dieta y que no se iba a sacrificar por mí si yo no estaba dispuesta a dejar mi vicio, y aprendí a cocinar. Hasta le ayudo a ella. Pero no lo ve. En las noches revisa mi ropa, mis bolsos, mi cuarto para encontrar evidencias de que sigo haciéndolo. Y al no encontrar nada, su mirada me atraviesa «dónde llegue a encontrar algo, Cristina, donde llegue…» La misma escena cada noche. Y lo peor es que hoy sí va a tener razón. Ya la miro, con su cara decepcionada, sus ojos encendidos de la furia, meneando su cabeza. Pero es que ella no sabe. Ver a Octavio hoy, me llenó de ansiedad. Hacía mucho que no lo veía. Por suerte, él no me vio a mí. No sabe que regresé a la casa. Espero que no se dé cuenta. Por un momento pensé que mamá iba a cometer la imprudencia de decirle que estoy aquí. ¿Deberé explicarle a ella las razones por las que no quiero que Octavio sepa de mí? No lo sé. Eso me está matando, más que mis cigarrillos.

Hay olor feo. Se me ha olvidado apagar el cigarrillo, lo que huele es el filtro quemándose. Lo dejo humear un poco antes de tirarlo al suelo y aplastarlo con las zapatillas. Queda la marca negra en el alisado. Mamá llega a la medianoche, cansada por el viaje serán peores los regaños. Debo soportarlo, de decirle la verdad las consecuencias serían peores. No me creería, las madres nunca creen nada malo del hombre ideal para sus hijas, el que las conquistó con amabilidad, regalos e invitaciones irresistibles como el viaje que hicimos los tres a Cancún. Me hace falta otro rubio, Octavio es tan nefasto para la gastritis como el cigarrillo. Creí que se había marchado, ¿cómo hago para averiguar por qué lugares se maneja? Mamá, descartada como fuente de información, entendería que quiero volver con él. En verdad el cigarrillo me afecta, me sube fuego por el esófago, voy a expulsar llamas como los dragones. Necesito saber por dónde circula para evitarlo; si lo encuentro me seguirá, mamá le permitirá entrar en casa... Las consecuencias son impredecibles, ignoro cómo reaccionaría Octavio ante el rechazo; la vez anterior logré escapar por los pelos. Sincerarme con mamá me liberaría, pero sería en vano, acabaría pidiendo mi internación siquiátrica. Quizá yo tampoco creería la verdad de no haber estado en la cama cuando él se quitó la piel y me dijo que quería tener diez hijos conmigo para multiplicar la especie.





LA INVASIÓN DE LOS MIÉRCOLES
Ada Inés Lerner & Lucila Adela Guzmán

Como era esperable, llegó el día, era martes. Me llamó a media mañana para anular el turno con una extensa explicación acerca de una indisposición de su madre discapacitada. (Ya había utilizado esta excusa). Y agregó que el día miércoles le parecía ideal.

Llegó puntual, me saludó y aclaró que no era un buen día, que las palabras no le congeniaban, que las frases eran inconsistentes y que sabía que “ellos” consumirán la invasión…

—Querrá decir consumarán — corregí, anotando sus incongruencias—. ¿Y su madre como está? —pregunté.

—Siempre igual —contestó—, todos los martes agoniza hasta quedar muerta, y al despuntar el sol del miércoles, resucita. Al principio organizábamos velatorio y entierro, ahora ya no. Doctora... quiero advertirle... son “ellos”. Uno de estos martes, usted morará junto a nosotros... Quiero decir... morirá, y al despintar... digo despuntar el miércoles, resucitará, así, hablando como yo, diciendo palabras trastornadas y frases inconsistentes.





LA PLANTA
Dora Gómez Q. & Itzel Alejandra Flores García

Caminó bajo la lluvia hacia la casa paterna por una vereda de lajas resbaladizas con los yuyos asomando por las fisuras, producto de la falta de mantenimiento. Cerca de la casita del árbol, que su padre había construido cuando era niña, había crecido una rara y desconocida planta que la dejó intrigada, tenía hojas parecidas a las de una hiedra y ramas largas y blandas salían de ella. Tuvo sensaciones encontradas de felicidad y nostalgia, pero también de desasosiego cuando entró a la casa, que era fría y estaba abandonada. Debía quedarse, hasta que llegaran los Jonhson, la pareja que la había comprado. Mientras tanto tomaría nota de los lugares a reparar.

Durmió sobre una cama polvorienta y tuvo una pesadilla con la planta desconocida que crecía espontánea y desmesurada. Una especie de lianas salieron de la planta y reptaron hasta alcanzarla, envolviendo sus piernas. Despertó sintiendo un escozor en los tobillos, a los que vio con marcas rojas a su alrededor.

—Qué dice, doctor Schmidt, ¿también son alucinaciones estas marcas? —preguntó en voz alta, en la soledad de la casa.

No le dolían, sin embargo, sentía la presión en su carne, como si aquellas ramas de verdad hubiesen trepado por sus piernas, y aprisionandolas; aquello era una locura porque las plantas habían crecido fuera de la casa, estaban en su sitio, y no existía rastro alguno de hojas en la recámara.

Después de unos días de estar allí, la inquietó el hecho de no haber podido reconocer la planta que crecía fuera de la casita del árbol; notó que las ramas se habían vuelto más largas y delgadas, en comparación a cómo se veían a su llegada.

Decidió no dedicarle más tiempo a esas figuraciones y dedicarse a los asuntos que tenía pendientes.

Los mensajes seguían llegando a su móvil:

“La enfermera descubrió las pastillas bajo el colchón. ¿Cuánto hace que no tomas tu medicina? ¡Contesta, regresa!”.

Estuvo todo ese día haciendo una hoja de cálculo para tener todas las composturas, las cotizaciones y el presupuesto bien organizado para presentarlo adecuadamente a los Jonhson, que habían comprado la casa y confirmado su arribo en tres días.

Concentrarse en menesteres como ese siempre fue difícil para ella. Recordó que no fue sino después de varios años de terapia e internaciones, que sus pensamientos fueron más claros y racionales. Había decidido esmerarse en mejorar emocionalmente para poder tomar decisiones correctas y así evitarse los problemas y angustias que había tenido en su infancia y adolescencia, etapas donde sus acciones habían sido regidas por su imaginación. Entendió que su eterna avidez por la lectura había formado en ella un imaginario poderoso que le hizo ver la vida de una manera que a muchos no les parecía lógica o sensata. Su madre le reprochaba a su padre haberle dado a leer aquellas novelas de Salgari que, según ella, le dotaron de una incapacidad brutal para tener los pies en la tierra. Sus compañeros de la escuela no entendían por qué jugaba en los pasamanos gritando y dialogando en solitario, como si ella viera cosas que nadie más veía. Después de sufrir un ataque pendenciero en la secundaria, se dio cuenta de que no podía seguir así; pensó que tal vez su madre tenía razón cuando le decía que tanta imaginación no era buena; más tarde, cuando su padre murió, su salud mental empeoró, porque lo extrañaba demasiado. Nadie había comprendido su mundo de ilusiones tanto como él.

Esa tarde, después de terminar la organización de los presupuestos, miró por la ventana de la habitación la casita del árbol. Allí había dejado su gorro de invierno sobre una cama de hojas donde se refugiaba para soñar con otros mundos.

En ese momento, vio llegar a los Johnson. Apartó apenas las cortinas amarillentas y deshilachadas por el tiempo para verlos descender del auto.

La pareja miró con curiosidad la propiedad; avanzaron tomados del brazo y el hombre ayudó a su mujer a esquivar algunos charcos.

—Tendremos mucha tarea acá, habrá que quitar el moho y usar una pintura antihongos.

—Pero antes habrá que reparar el techo, la reciclaremos con materiales nobles.

Hubo risas. Ella escuchó en silencio, para no ser advertida. Quería saber más acerca de los planes que ellos tenían para la casa, aunque solo oía murmullos desde donde estaba. Debía decirles que ya había tomado nota de las cosas que había que reparar, para ahorrarles tiempo, así que decidió ir a su encuentro. Tomó su anotador y bajó la escalera lentamente.

Cuando llegó a la planta baja, los Jonhson se habían marchado, corrió para alcanzarlos, pero no estaban por ningún lado; salió al camino y pasó un minuto bajo la lluvia que ya había comenzado de nuevo.

Mensaje:

“Regresa, no te hará bien estar ahí. Recuerda que tú no mataste a tu madre, que fue un accidente”

¿Por qué no la habían esperado? Tenía los documentos, las propuestas listas. ¡Qué falta de consideración!

Todos estos pensamientos le enturbiaron el juicio, se sintió llena de ira y tensión. Tomó el teléfono y los llamó. Ahora lo único que quería era regresar a la ciudad, estar en esa casa la llenaba de ansiedad. Por un lado, sentía la protección del recuerdo de su padre, por otro, la angustia de mantenerse en calma. Tal vez el doctor tenía razón, no debió venir.

—Hola…

—¿Por qué se fueron? Apenas bajé y ya no los encontré. ¡No puedo creer que hayan sido tan groseros, señor Johnson!

—...está hablando al buzón de mensajes de Trevor Johnson

—Ya veo. Una disculpa. Devuélvame la llamada. Los espero mañana a las tres de la tarde.

—Marque el botón de gato cuando termine de grabar el mensaje y antes de escuchar el biip.

El estrés bajó, se relajó y fue al jardín. Subió a la casita del árbol y la encontró exactamente como la había dejado antes de irse a la ciudad. Le sorprendió, pero no le preocupó, más bien la alegró ese hecho. Se recostó en la cama de hojas y tomó el libro como hacía todas las tardes; su padre regresaría por la noche y entonces podrían comentar lo que había sucedido en la selva de Mompracem. La venganza de Sandokán estaba en curso y ella sentía entre miedo y emoción. La vegetación que los rodeaba era agreste para los ingleses, pero ella tampoco parecía estar habituada. No se detuvo ante el avance de la comitiva, pero sus tobillos se quedaron enredados en esa extraña liana de la planta enorme que parecía hiedra; de pronto, la tiró hacia arriba y ella quedó mirando al suelo con los pies en el aire, suspendida y balanceándose, mirando, sobre la hierba húmeda, los cuerpos ensangrentados de los Jonhson, y más allá, junto a la hojarasca, su móvil, con una llamada perdida del doctor Schmidt.





LA VIDA BREVE DE LAS ARDILLAS
Luis Cermeño & Andrés Felipe Escovar

Las turbinas se encendieron y la ardilla sin dientes ni labios comenzó a llorar, mirando por la ventana del transbordador que se alejaba de la tierra como los escupitajos de los tuberculosos que invadieron al planeta Irraki. La ardilla sabía que era la última esperanza; ella encarnaba, como el mismísimo Jesús, una buena nueva.

El viaje hasta el planeta Nelson de la galaxia Cóndor del sistema Anular X-34 era necesario para descerrajarse la cabeza de un balazo. Solo allí tendría la capacidad de matarse no sin antes activar la máquina del tiempo erigida en la superficie del astro. Los habitantes de Nelson la esperaban pero de una manera no amigable: Lanzas y flechas humedecidas con su saliva cerraban la atmósfera hostil de este planeta estratégico. El emperador de emperadores esperaba en una calma chicha mientras el pueblo nelsonita se llenaba de ira, bebiendo alcohol de jengibre y fustigando los pequeños apéndices que tenían por ojos. Para ellos cualquier extranjero que viniera a activar la máquina de tiempo era una prolongación de su agonía. El cáncer parecía renacer en sus cuerpos en la crispación regurgitada ante la presencia de una nueva criatura.

Una ardilla sin boca que lloraba por el destino de una raza en la que no creía: la suya. Llegó al mediodía, en plenilunio de agosto. Ardilla sabía pensar y tenía hambre: desde que le desaparecieron la boca el silencio y la inanición la hicieron figurar futuros y posibles universos en donde la paz dejara de ser una promesa ya que todo estaría muerto.

Fue recibida por un diluvio de lanzas que se clavaron en su cuerpito. Antes de emitir el último suspiro su boca volvió a abrirse y pronunció las palabras que Adonay se dijo a sí mismo en la cruz: por qué me has abandonado.

Los nelsonitas supieron que el dios había llegado y que era tiempo de morir. Entonces, acudieron al consuelo de su emperador. Este, subiendo los hombritos y arrugando las ñatas, sentenció: Los condeno a ser bellos.

—¿Y la máquina del tiempo? —preguntó el niño nelsonita.

—Esa sigue funcionando. ¿No ve que le acabo de contar un cuento? —mariposeó el anciano nelsonita, tan senil y hermoso como su nieto preguntón.






LAS FLORES DE BLUMALEJ
Sergio Gaut vel Hartman & Javier López

—Señora Vilroiy, tiene usted las calmáridas más hermosas de este poblado —dijo cortésmente el señor Kawjer, mientras paseaba por delante del bortu de los Brinxgen.

—Oh, usted siempre tan amable. Pero lo acepto, viniendo del mejor citémalo de esta región.

La señora Kxial, que pasaba por allí en ese momento, se unió a la conversación.

—Ustedes, siempre tan encantadores. Los más agradables vecinos que una pueda encontrar en Renaria.

—Gracias, señora Kxial —dijo el señor Kawjer.

—Gracias, señora Kxial —dijo la señora Vilroiy.

—Y ya que los veo tan dispuestos —dijo la señora Kxial— les confiaré mi problema.

—Adelante, señora Kxial —dijo la señora Vilroiy.

—Confíenos su problema, señora Kxial —dijo el señor Kawjer—. Trataremos de ayudarle a solucionarlo, con todo gusto.

—He invitado a glomar a los Ktiurx —dijo la señora Kxial sin rodeos— pero no he hallado ningún delikx apropiado al paladar de nuestros amigos. Y me encuentro en problemas.

—¿Problemas —bufarró el señor Kawjer— cuando tiene usted a los más agradables, solidarios y dispuestos vecinos de Renaria? ¡Por favor!

—Comparto lo dicho por el señor Kawjer. Tome usted el gurko que desee. Corte, corte aquí.

—Y corte también un trozo de mi juermo, por favor. Verá que es muy sabroso.

—¡Se los agradezco tanto! No saben el peso que me sacan de encima. —Y uniendo el dicho al hecho, la señora Kxial procedió a tomar el gurko de la señora Vilroiy y el juermo del señor Kawjer, quienes cayeron sin vida sobre las calmáridas—. ¡Qué gente tan encantadora! —exclamó la señora Kxial retirándose del bortu de los Brinxgen con su preciosa carga. Estaba segura de que los servos se encargarían de clonar a sus vecinos y que no faltaría oportunidad en el futuro para que ella les pudiera devolver el favor, cediendo uno de sus jertulos u obsequiándoles el sertumi del iliuto, la parte de su cuerpo que más la enorgullecía.




LO INCONFESABLE
Ada Inés Lerner & Lucía Amanda Coria

—Dentro de mi mente hay otro mundo, está dentro de mí, oculto tras una suerte de fantasías y sueños que lo disfrazan, porque ese otro mundo desciende a lo más tenebroso, donde crímenes y aberraciones, pecados inconfesables se debaten. Nadie ha podido adivinar mis verdaderas intenciones, porque hay un guardián inmortal que no les permite ver la luz. Por ejemplo si yo pudiera burlarlo, lo haría.

El confesor se aburría a más no poder. Siempre la misma lata. La misma retahíla de fantasías ñoñas. Nunca una feligresa que supiera pecar como la gente.

El soplido flamígero en su oreja izquierda despabiló al cura y un olor a quemado invadió el confesionario. Una suerte de lucha lo mantuvo en silencio por un rato.

—Un exorcismo —dijo al fin—. Esta noche, después de las veinticuatro…





LO QUE VENDRÁ
Claudia Lonfat & Patricio G. Bazán

Cuando escuché los ruidos allá arriba, ya era tarde para hacer algo. Recuerdo el momento: trataba de pescar noticias en la radio mientras quemaba cosas en la caldera del sótano, lugar de la casa convertido en biblioteca, bodega y refugio. Movía el dial, buscando emisoras extranjeras. Las pocas cuya señal llegaba allá abajo repetían la misma mezcla de rumores y nerviosismo mal disimulado. Entonces, escuché los golpes en la puerta. Lo más prudente era no subir. Pensé en Estela, mi vecina de medianera. ¿Seguiría viva? Igual, no iba a devolverle los libros: a través del vidrio de la caldera los veía resistirse heroicamente, blancas mariposas tratando de escapar al fuego. ¡Adiós Marx, Walsh, Neruda, Gorki, Benedeti! Vuelen, sálvense, y sálvenme.

Me despedí de ellos tal cual lo hacen los amantes; con un vacío doloroso en la boca del estómago. Hasta los olí como a la hembra más deseada, porque en cada página encontré la verdadera pasión, que es la que trasciende el cuerpo y el alma, que nos devora y al mismo tiempo nos impulsa. Y mientras miro donde ahora hay cenizas, escucho el crujir de la madera sobre mi cabeza, pasos profanos, y esa extraña sensación de proximidad, de sentidos agudizados. Otra vez el crujir de la madera, pero más cercano, la puerta del sótano levantándose…una sombra, la cara de Estela y su voz diciéndome: “ya se fueron, salí”. Igual me quedo pensando en lo que vendrá.





¿REDENCIÓN?
Marcelo Sosa & Rolando José Di Lorenzo

Luego de la cuarta guerra global la sociedad terráquea fue casi exterminada... si no hubiera sido por… ellos, que luego de muchas discusiones y encendidos debates, decidieron darle al hombre una última oportunidad para redimirse a sí mismo, superar su naturaleza y alcanzar la trascendencia de los entes supremos. La votación había sido reñida. Los de Orión y las Pléyades, que ya habían hecho contacto con la Tierra milenios atrás, abogaron a su favor. Sin embargo, los de Sirius A y Sirius B pugnaban con dejar a su suerte, en la más primitiva existencia, rodeada de palos y piedras otra vez, a una especie cuya muestras de brutalidad, barbarie y odio extremo eran pruebas irrefutables de querer seguir viviendo en un círculo vicioso de apogeo y declive, de cosmos y caos. Los líderes de la Tierra, no estaban ajenos a estas decisiones. A uno de ellos se le ocurrió la vieja idea del desafío a una competencia. Si los “perfectos” jefes del Universo compraban la propuesta, tendrían una última chance de seguir en la misma. Todos estuvieron de acuerdo y le propusieron a los de Orión (los más tiernos) jugar un único partido de futbol contra un seleccionado universal, si perdían, acatarían las formas de vida que les impusieran, pero si ganaban, los dejarían de joder por varios milenios. Cinco a cero terminó; ellos eran buenos, pero los terrícolas secretamente revivieron a Distéfano, Pelé, Diego, Riquelme, Messi... Y pusieron a Yashin en el arco.





MASCOTA EN FUGA
José Luis Velarde & Lucila Adela Guzmán

La mascota de Lobsang Rampa salió a dar un paseo en 1961, harta del escritor que la perseguía día y noche. El hombre anotaba cualquier miau y ronroneo. En la cabecita del siamés las palabras aparecidas vibraban a la altura de los bigotes. Punto sensible y neurálgico en todos los felinos. Una puerta astral como la descrita por Lobsang Rampa en El tercer ojo; la primera novela dictada a Cyril Henry Hoskin hasta constituir un best seller.

Cyril dejó de ser un inglés del montón gracias al talento de aquella mascota capaz de cambiarle el nombre y volverlo médico del Tibet en dos novelas más. El siamés estaba conforme con las ganancias recibidas por la trilogía complementada por El médico de Lhasa y El cordón de plata. Vivía en un barrio tranquilo y no sentía la necesidad de dictar más libros. Para entonces, el tipo era acusado de fraude. Aconsejado por el felino declaró que fue Cyril Henry Hoskin, pero que abandonó esa identidad tras desplomarse de un abeto cuando intentaba retratar a un búho. Inconsciente, pudo ver el alma de un monje tibetano llamado Lobsang Rampa. El inglés permitió la entrada del alma vagabunda al cuerpo maltrecho para sobrevivir.

Ahora escribía como Lobsang Rampa, porque en verdad lo era.

La increíble explicación incrementó la fama del autor y la demanda de libros. Lobsang Rampa se revisaba la frente todos los días para buscar el tercer ojo colocado por la mascota en el texto. Nunca brotó. Lobsang Rampa aún carecía de imaginación y demandaba nuevas historias con gritos y uno que otro golpe. Así que el felino se escabulló por las azoteas como hacen las mascotas que desaparecen, pero el escritorzuelo convirtió aquella huída en un viaje astral.

Consiguió publicar otros libros. Ninguno tan exitoso como los dictados por Fifi Greywhiskers.





LA FORMA 
Víctor Lowenstein & Hernán Bortondello

Aquella “forma” se desprendió del piso elásticamente. En movimientos ascendentes, caprichosos, unas veces columnas y otras volutas de contornos irregulares, por momentos similar a la humareda que brota de una fogata. Sin fuego. Sin crepitar ni sonido alguno. Sin causa. Los mosaicos del piso del laboratorio eran de fría losa industrial. Los ojos de Ralph, azorados, observaban detenidamente el fenómeno sin que su mente confundida atinara a una explicación. Esa cosa gaseosa seguía elevándose del piso, indiferente a toda ley física conocida.

Sonó el Handy. La mano derecha de Ralph tomó instintivamente el aparato que llevaba colgado en su cinturón, y presionó el auricular.

—Aquí Ralph Coleman —dijo.

La voz del otro lado sonó tan relajada como siempre.

—Hola, Ralphie. ¿Qué tal la guardia esta noche?

—Bien.

—Se te oye algo raro… ¿seguro que todo está en orden; no ha pasado nada?

—No ha pasado nada —respondió Ralph cortando la comunicación.

Ralph Coleman, guardia de seguridad de Genetic Inc. se tomó unos segundos para procesar los hechos. La forma seguía ascendiendo, danzando en el aire, describiendo arabescos frente a su mirada impávida. En veinticinco años de guardias nocturnas jamás le había ocurrido cosa similar. No eran sus ojos. Aquello era tan real como las paredes del pasillo en el que estaba parado. En veinticinco años, tampoco había mentido así a su jefe y amigo, Richard. Es que jamás se había visto en tal situación.

Decidido, volvió a tomar el Handy, pero, al intentar accionarlo fue envuelto por la informe nube de naturaleza desconocida y color celeste translúcido. Ralph considero prudente devolver el intercomunicador a su funda. Lo hizo muy lentamente, como si un movimiento brusco pudiese provocar algo de inimaginables consecuencias. Permanecería absolutamente quieto, al menos hasta entender algo o no hacerlo definitivamente. Notó que aquello, por momentos, parecía volverse corpóreo en determinadas áreas de su siempre cambiante morfología. De ello daban cuenta los roces físicos que le provocaba en su rostro, manos y en partes del uniforme. Además, el guardia observó que dónde la entidad se solidificaba fugazmente la coloración cambiaba a un azul profundo y opaco.

Ya era suficiente, se dijo el veterano Ralph Coleman. Debía dar parte de lo que ocurría antes de que algo más sucediera. Pero ese algo más se le adelantó. Un sentimiento de agónica pena y una muda y desesperada súplica penetró hasta la esencia misma de su espíritu. Sea lo que fuese lo que lo rodeaba estaba rogándole que no lo delatara. Más veloz que un parpadeo, la espectral criatura lo liberó y en una fracción de segundo ya estaba flotando sobre las mesadas de experimentación. Despacio, descendió hasta envolver una caja metálica con frente de vidrio templado.

Como ex sargento de infantería, veterano de la Gran Guerra de Marte, el guardián sabía de la importancia de obedecer órdenes y cumplir con el deber, pero en aquella conflagración había desarrollado una gran empatía con las entidades no humanas. Había asistido a muchos heridos del enemigo y admirado su valor patriótico. Cuando la invasión al cuarto planeta fue rechazada él, como muchos, fue hecho prisionero por los guerreros rojos. Esperaban lo peor, pero, muy por el contrario, nunca olvidaría el trato digno que les dispensaron y la gentileza de haberlos devuelto a la Tierra.

Quizás esto tuvo que ver con la decisión de Ralph de darle una oportunidad a ese bicho etéreo del que no sabía de dónde venía ni qué era. Dando unos pasos, se plantó frente al lugar en que aquella cosa parecía aguardarlo, girando y girando como un huracán alrededor del contenedor. ¿Qué quería transmitirle? Era obvio que algo… Bajó la vista y leyó una etiqueta sobre el cristal: E. B. A. Proyecto Entidades Biológicas Atmosféricas. Espécimen: stratospheric caeruleum multistatus. No cupo en su asombro. Ese simple rótulo confirmaba las opiniones de algunos científicos y criptozoólogos sobre la posible existencia de vida atmosférica.

Un timbrazo largo sobresaltó a Coleman. El tiempo ha pasado muy rápido, pensó; era su relevo de las cuatro de la mañana. Giró la cabeza hacia el extraño ser pero ya no estaba allí. Lo buscó por todos lados hasta que notó un ligero matiz celeste sobre el piso, una delgada película en la que nadie repararía si no conocía lo que buscaba.

—Así que allí estás, Skyblue —le dijo en voz baja a la criatura, al tiempo que la bautizaba—. Tranquilo, no te entregaré, camarada.

Se apresuró a abrirle a su compañero antes de que le resultara sospechosa su tardanza.

—¿Qué esperabas para dejarme pasar, Ralphie? ¡Me estaba orinando! ¡Aguárdame, voy al sanitario! —dijo el guardia, que apresurado desapareció por un pasillo.

—¡Tómate tu tiempo, John!, ¡no me veré con esa chica esta noche, no tengo apuro! —lo tranquilizó Ralph, jocoso y apurado.

Dándose vuelta, volvió hasta donde el ser se camuflaba como una alfombra casi invisible. Era una inconsciencia, pero correría el riego y liberaría a aquel pobre diablo. Pensó, sólo pensó, en llevarlo bajo la chaqueta y camisa del uniforme, enroscado a su tórax. Empezaba a imaginar cómo lograr hacerle entender su plan a la entidad cuando algo se filtró por su cuello y deslizándose sobre su pecho logró ceñirlo con una fuerza apenas perceptible. ¡Vaya pícaro resultaste Skyblue!, lees mi mente, espía estratosférico!, exclamó mentalmente, anonadado y alegre.

—¡Bueno, amigo, llego Johnny Smith, tu relevo! —reentró en escena, exultante, el enorme Little John, como lo apodaban—. ¡Un inglés cooperando con un irlandés! ¿Todo un portento, no crees, maldito Don Juan?

—¡Hey, Little!, ¡te ha puesto de buen humor liberar la vejiga, desgraciado!

—Vamos, vete ya rompecorazones, te debe estar esperando en el Pub de Saint Patrick esa pelirroja que se derrite por ti. No me engañas mentiroso —le dijo guiñándole un ojo mientras le encajaba un codazo en las costillas que no solo le dolió a Ralph.

—¡Que tengas buena guardia y no te emborraches con esa petaca que llevas dentro de los borceguíes, viejo borrachín! ¡Nos vemos pronto, man! —saludó Coleman, y cinco minutos más tarde estaba tiritando en la oscura y gélida madrugada mientras caminaba por una de las veredas que bordea el Regent´s Canal, dado que Genetic Inc. disimulaba laboratorios secretos en el interior de una vieja casona en el Little Venice de Londres.

Ralph Coleman se detuvo en un recodo y tras un resoplido que generó una niebla de condensación, pensó: bueno, querido, ya es hora de que vuelvas a tu mundo allá en las alturas, ¿sabes?, me encanta esto de la telepatía. Pero no recibió la contestación mental que esperaba. La respuesta le llegó a través del roce sobre su piel del stratospheric caeruleum multistatus que hizo su salida por entre sus solapas simulando el blanco azulado humo de un cigarrillo. Por un minuto, o algo así, el ser envolvió como una mini nube la cabeza de Ralph, inundándole el alma con la calidez de un afecto como nunca había experimentado en su vida. Skyblue, como lo apodara, le estaba transmitiendo su agradecimiento infinito. Entonces, disruptivos y surgidos de la nada, dos malvivientes atacaron puñal en mano a Coleman, seguramente para robarle. La reacción de la entidad fue fulmínea, velozmente se materializó como un delgado disco azul giratorio y se disparó como una centella contra los asaltantes, degollándolos tan rápido que tardaron algunos segundos en derrumbarse y darse cuenta de que estaban muertos.

El ser del cielo había salvado la vida de un héroe del antaño, condecorado por liderar el ataque de los pretorianos al cráter Jezero, dónde se aniquiló a la guardia real marciana y el entonces sargento Coleman dio muerte, en duelo singular, al príncipe heredero de planeta rojo. Abandonando la circunstancial solidez, volviendo otra vez a ser como una serpenteante humareda, la forma realizó unas maravillosas contorsiones frente a su liberador, sin ninguna duda a modo de despedida.

El guardia de Genetic Inc. se cuadró de manera marcial y alzando el brazo derecho le dedicó un saludo militar con los dedos juntos y rígidos, a escaso centímetro del borde de su frente. Del antebrazo, que había parado un golpe de cuchillo, manaba sangre como enfatizando el homenaje. A la par, con lentitud ceremonial, las volutas de la compleja criatura fueron elevándose en tirabuzón hasta perderse en la negrura.

Ralph, emocionado, no pudo evitar gritar:

—¡Vuelve a tu reino, camarada! ¡No te acerques nunca a los humanos! —Mientras se hacía un torniquete con la tela de una manga de la camisa, murmuró con la vos entrecortada—: no regreses, Skyblue. Mi maldita especie solo sabe destruir ángeles…

 






REGRESO
Fernando Andrés Puga & Luciano Doti

—¿Venís?
—Sí, claro. ¿Cómo no voy a ir?
—Bueno. Entonces apurate, ¿querés?
—Sí, sí. Ya voy. ¿Por qué tanto apuro, che?
—¿Te imaginás si llega y no estamos ahí para abrazarlo? Creo que no nos lo perdonaría.
—¡No seas dramática! Además falta como una hora para que aterrice. Tiene que esperar el equipaje... Pasar por la aduana...
—¿Y si se adelanta?
—¡Mirá que sos, eh! ¡Eso nunca pasa!
—Siempre hay una primera vez. ¡Dale, apurate!
—¡Ufa! ¡Qué pesada! Esperá que voy al baño y salimos.
Ya en el auto, de camino a la estación aérea, iban contemplando todo, aún azorados. Es que no terminaban de acostumbrarse a los nuevos tiempos.
—¿Te acordás lo que era esto cuando nos casamos? ¿Quién hubiera dicho que viviríamos para ver algo así?
—Y… sí, ¿quién hubiera dicho que tendríamos un hijo que regresa de un viaje a otro planeta?






UNA FÁBULA 
EN BUSCA DE UNA MORALEJA
Boris Glikman & Daniel Frini


Había una vez una fábula que no sabía qué lección se suponía que debía transmitir. 

Simplemente no podía entender cuál debía ser su enseñanza.
Así que comenzó a visitar todas las moralejas, para ver si estaban dispuestas a entablar una asociación con ella.

Primero llamó a la moraleja «La honestidad es la mejor política».

—Permíteme ser sincera contigo —dijo la fábula—. Estoy desesperada por encontrar una pareja y me gustas, así que ¿te unirías a mí en matrimonio para que vivamos juntas, felices para siempre, como una sola? ¿Eres la pareja con la que se supone que debo estar por el resto de mi vida?

—Bueno, a veces, la verdad directa simplemente duele demasiado —respondió «La honestidad es la mejor política»—, así que déjame decirte que simplemente me gustas como amiga.

Decepcionada, pero no rendida, la fábula consideró que era el momento de visitar la moraleja «No cuentes tus pollos antes de que nazcan».

—Construiremos un gran hogar y tendremos un montón de pequeñas fábulas correteando por la casa y luego viviremos juntas felices y luego…

—¡Detente! —gritó «No cuentes tus pollos antes de que nazcan»—. ¡Te estás adelantando demasiado! Ni siquiera he aceptado tu propuesta todavía.

Luego, la fábula fue en busca de «Al ser codicioso, uno arriesga lo que ya tiene». A menudo, se dijo, la gente envidia lo que no puede disfrutar ella misma. Asociarse con malas compañías hará que todos crean que eres malo tú también. Cuidado con los aduladores.

A continuación, fue en busca de «Es fácil despreciar lo que no puedes obtener». Pero cuando esta moraleja la rechazó, la fábula simplemente dijo que probablemente no se hubieran llevado bien.

—Ningún acto de bondad, por pequeño que sea, se desperdicia jamás. La notoriedad, a menudo se confunde con la fama. La amabilidad, la gentileza y la persuasión triunfan donde la fuerza falla. Lento, pero constante, gana la carrera.

Buscó a «Pon al lobo a redactor la ley y verás que devorar ovejas no es delito», pero ésta la rechazó, mostrándole su anillo de compromiso.

—Estoy esperando a mi amada —dijo—. Está al llegar la fábula «El lobo con piel de oveja».

Con «Trata de complacer a todos y no complacerás a nadie» creyó que la cosa se encaminaba, hasta que entendió que la moraleja solo buscaba agradarle y jamás llegaría a satisfacerla.

«Somos los únicos responsables de nuestro propio destino» le dijo:

—Ya estoy vieja. Te agradezco la invitación, pero no. Un consejo te doy: mantén una actitud positiva y comienza a disfrutar de una vida placentera, llena de motivación y alegría.

Así, siguió buscando y preguntando

En un antro del bajo encontró a «Valora lo que tienes y no lo pierdas por envidiar a los demás», quien, tan presuntuosa, ni siquiera lo miró.

A la orilla del río que parecía mar encontró a «No te compares con otros, ser diferente no significa ser inferior» que dormía sobre un colchón de cartones, tapada con una manta raída, sucia de meses sin asearse que no pudo despertarse para escucharla.

Tampoco le fue bien con «Estás en estas vida para contribuir con lo mejor que puedes ofrecer de ti mismo», ni con «No intentes ser algo que no eres», ni con «No le temas al fracaso, que no te hará más débil, sino más fuerte», ni con «Trata a los demás como deseas que te traten a ti», ni con «Más vale astucia que fuerza», ni con «Si fácil adquieres todo lo que deseas, fácil llegarás a la desgracia», ni con «Ninguna victoria dura para siempre», ni con...

La fábula, entonces, se dijo

—Dejaré de buscar. Estoy cansada y así no voy a ningún lado. Más vale sola que mal acompañada.

Y se marchó hacia el oeste, por la gran autopista.

«Más vale sola que mal acompañada», la moraleja, abrió sus ojos y empezó a caminar detrás de la fábula.

—Al fin llegaste, amor mío —susurró, para que la fábula no escuchase. Y sonrió.





FIN DE ESTIRPE
Oscar De Los Ríos & Sergio Gaut vel Hartman

Nadie podría decir qué fue primero: si el árbol o la estancia de los Alvarado. Algunos se inclinaban a creer que fue el primer Alvarado el que lo plantó, como referencia para llegar a la hacienda; otros afirmaban que estaba en la bifurcación desde tiempo inmemorial y el mismo diablo lo había colocado para sellar un pacto; motivos para creer esto último sobraban. De lo que no cabían dudas era que el pueblo se había fundado después. El viejo roble se erguía como un cadáver seco y siniestro, donde moría el camino principal. Allí se abrían dos sendas de tres leguas cada una: la más ancha y menos transitada llevaba al campo de Alvarado; la otra iba al pueblo. En el pueblo, hablar de Alvarado estaba prohibido, solo se mencionaba su nombre cada tres décadas, y el momento en que no se podía evitar hacerlo había llegado.

Nace la luna llena de septiembre y el sempiterno José Alvarado —no se conocía un Alvarado cuyo nombre no fuera José y nunca hubo más de un hombre en esa familia —, llega al pueblo buscando mujer; y todas las muchachas vírgenes y fértiles, aún aquellas que consagraron sus votos, están resignadas a irse con él. Las que se han casado antes de la luna de septiembre, para eludir su negro destino, llorarán desconsoladas por el error cometido y aborrecerán a su marido por el resto de sus vidas. Apuesto y gallardo hasta la insolencia, José recorre las calles del pueblo haciendo caracolear su caballo negro. Los padres de hijos varones los mandan lejos o los encierran, pues saben que enfrentar a José Alvarado es una muerte segura. En el cementerio ya hay tumbas cavadas, por si aparece algún temerario.

Cumplida la faena, José Alvarado regresa a su estancia con una mujer en ancas; mientras dos cuerpos varoniles quedan tendidos, frente a la Iglesia, en medio de la calle principal.

Antonio Zambrano, hermano mayor de los dos asesinados, Francisco y Manuel, se permite unos minutos de llanto, se calza en la cintura la daga de zurda que le legara su padre y tras ensillar a “Sangre”, su amado alazán, parte a rescatar a María, casi una niña, la elegida por Alvarado para ser su hembra… mientras la pobre resista. Antonio conoce los dimes y diretes, verdades y leyendas de los Alvarado, pero María es su única hermana mujer, y la última persona de su familia que habita la tierra de los vivos, además de él mismo.

Llega a la bifurcación y, sin tristezas ni aprensiones, deja atrás el roble para internarse en la senda sin pensar en pactos con el diablo o maldiciones tan inconsistentes como la niebla que suele cubrir el pantano. Recorre las tres leguas sin prisa, ya que no quiere cansar a “Sangre” y no tarda en tener ante sus ojos el caserón que, semejante a un palacio, se yergue sobre una colina. Avanza hacia la tranquera en la que termina el camino y ve que dos hombres armados con escopetas montan guardia en la entrada. Desmonta, ata las riendas del alazán a un poste, y se acerca a los esbirros del hacendado.

—¿Qué quiere? —dice uno de ellos, áspero como una noche de cellisca.

—Verlo a José Alvarado —responde Antonio.

—No —dice el otro, aún más escabroso.

—¿Por qué no? —Antonio se acerca a los guardias con una lentitud exasperante. Uno de ellos le apunta la escopeta al rostro, pero no tiene tiempo siquiera de acercar el dedo al gatillo, porque con un solo movimiento Antonio lo degüella y hunde la daga de zurda en el vientre del otro. Luego limpia la sangre en la camisa de uno de los muertos y avanza hacia el caserón.

Sale José Alvarado de la casa y encara a Antonio con una sonrisa en los labios. Tiene un revólver en la mano y con la otra sostiene a María, que lucha por desasirse.

—Estás muerto, Zambrano —dice Alvarado.

—Estás equivocado, hijo de puta. Dominaste a todo el mundo con el miedo, pero yo carezco de ese penoso sentimiento. ¡No te tengo miedo!

Por toda respuesta, Alvarado levanta el arma y jala el gatillo, pero la bala se resiste a matar a Antonio.

—¡Maldición! —exclama el hacendado un segundo antes de que el filo del acero le arrebate la vida.

—Esto es lo que trataba de explicarte, imbécil. Tu estirpe concluye en este acto. ¡Vamos, María!

Cuando “Sangre” llega a la bifurcación de los caminos, María y Antonio advierten que el viejo roble ha desaparecido.


Los autores: Ada Inés Lerner (Argentina), Alejandro Bentivoglio (Argentina), Andrés Felipe Escovar (Colombia), Boris Glikman  (Australia), Carlos Enrique Saldívar (Perú), Claudia Isabel Lonfat (Argentina), Daniel Frini (Argentina), Diego Pantoja (Colombia), Dora Gómez Q. (Argentina), Fernando Andrés Puga (Argentina), Graciela De Mary (Argentina),  Hernán Bortondello (Argentina), Itzel Alejandra Flores García (México), Javier López  (España), José Luis Velarde (México), Juan Pablo Goñi Capurro (Argentina), Laura Irene Ludueña (Argentina), Lucía Amanda Coria (Argentina), Luciano Doti (Argentina), Luciano Lara (Argentina), Lucila Adela Guzmán (Argentina), Luis Alberto Miérez (Argentina), Luis Cermeño (Colombia), Mahamed Said Raïhani (Marruecos), Marcela Iglesias (El Salvador/Ecuador), Marcelo Sosa (Argentina), Oscar De Los Ríos (Argentina), Patricio G. Bazán (Argentina), Rolando José Di Lorenzo (Argentina), Sergii Paltsun (Ucrania), Suray Annys (Argentina), Víctor Lowenstein (Argentina) y Sergio Gaut vel Hartman (Argentina). 

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