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domingo, 12 de mayo de 2024

EMPÁTICA

María Cristina Rolnik


 

Hoy, lunes, falté al trabajo. Pero no me descontarán por que tenemos dos días por mes autorizados para ausencias por depresión y otras fobias. Me reemplazará La Central que repetirá mis movimientos, incluso mejor que yo.

Falté al trabajo porque es el último día de Elena en el bar.

Mejor dicho el último día de su vida.

Elena, la mesera.

 

Son las siete y media. Me siento en la mesa junto a la ventana a observarla. Elena es bien latina, cómo todas las de su generación, modelo latin friendly 2055. La última producción nacional antes que la empresa quebrara ante tantos juicios públicos y suicidios privados. Cabellos ondulados marrones, estatura mediana, caderas anchas, pechos generosos, piel parda. Es un modelo de mujerot con muchos defectos.

Sus movimientos son lentos, torpes. Cuando se desplaza hace un ruido cómo de cuchillos afilándose. Su voz es metálica y, al pestañear, a veces el parpadeo de un ojo no coincide con el otro.

Pero su generación no prosperó por otro problema. Su creador, Marcelo Feidman, inventor-poeta rosarino, agregó en el ADN digital algo que las hacía únicas: la empatía. Feidman, cómo casi todos los habitantes de metrópolis gastadas, era un asiduo concurrente de bares dónde, decía, encontraba su lugar en el mundo. Pero observaba que los clientes se quejaban del maltrato de los meseros, rots o humanos, cada vez más violentamente fríos.

Entonces creó a las rots.

Al comienzo, las mujerot de Feidman eran de lo mejor; aprendían todos los quehaceres y diceres. Además estaba eso de la empatía...

Primero aprendían los movimientos de los ojos, de la boca de las cejas, el color y el brillo de la piel, la actitud al caminar, al mojar la medialuna con el café y aprendían a reconocer el estado de ánimo de esa persona. Luego, los clientes de cada bar y restaurante sintieron en el trato de las meseras algo diferente. Comenzaron a hablarles más allá de la bandeja. A contarles sus miserias, sus pequeñas felicidades. Entonces las mujerots aprendieron a escuchar y se instruyeron en las emociones.

La empatía las destruyó. Las emociones captadas en los humanos invadieron todo sus circuitos. Lamentablemente, Feidman era un sentimental, de ahí lo de poeta, y esta incongruencia de poesía e invención determinó que sus rots ROM cumplieran las tres leyes ideadas por Isaac Asimov, más escritor que científico, en el año 1942 antes de la unificación.

Las leyes son contradictorias, paradojales. En las rots fue un caos.

Un robot no debe dañar a un ser humano o, por su inacción, dejar que un ser humano sufra daño.

Un robot debe obedecer las órdenes que le son dadas por un ser humano, excepto si estas órdenes entran en conflicto con la Primera Ley.

Prevaleció en las mujerots la orden de evitar que un cliente sufra antes de cumplir con los mandatos prácticos de servicio. Las rots observaban a un cliente muy triste porque había perdido su trabajo, por ejemplo, o porque la esposa se largó, y abandonaban todo lo que estaban haciendo, dejaban la bandeja en la barra y se sentaban junto al cliente a consolarlo hasta que lograban la primera sonrisa. Se transformaban, cuanto más aprendían de empatía, en unas perfectas inútiles para el trabajo. Pero la mayoría de los bares y restaurantes las conservaban. Los clientes las necesitaban. Compraban los modelos nuevos. Meseras fabricadas en los países del Norte. Altas rubias y frías. Con todas esas normativas ISO2090 y sin leyes poéticas absurdas en sus cortezas.

El dueño del bar de mi barrio era pobre.

No compró ningún modelo nuevo pero tampoco se libró de Elena. Los clientes sabían de las bondades de la mesera. Le perdonaban el tiempo perdido, las cervezas calientes, el café frío. Sabían que en algún momento ellos o ellas también requerirían sus abrazos y sus palabras. Pero Elena y sus hermanas están condenadas. Ya no se fabrican más. Tampoco sus repuestos y baterías.  Está prohibido. No pueden salir del bar, con penas máximas para el dueño.

Todo fue por culpa de Feidman y su sentimentalismo. Y por la tercera ley de Assimov.

Un robot debe proteger su propia existencia, hasta donde esta protección no entre en conflicto con la Primera o la Segunda Ley.

Hace años, un cliente se enamoró de una mujerot que empatizó al máximo. Él le dijo que la esperaba afuera. Ella dejó su delantal colgado en el perchero. Saludó a sus clientes con un beso, incluso al anonadado patrón. Y se marcharon de la mano. Vivieron junto al mar. Parecían felices. Pero ella era una rot de servicio, no estaba construida para amar. Una mañana la señal que transmiten las rot ante el peligro se activó. Enviaron a los Prácticos y los encontraron a ambos sentados en la galería. La cabeza del hombre pendía sobre su pecho, destrozado. Ella sonreía con el arma todavía en las manos. También su torso estaba destruido, dónde probablemente debía estar el corazón, si las mujerots lo tuvieran. Descubrieron, por las grabaciones, que el amor se transformó en odio, ella empatizó odio y respondía odio e insultos con igual fuerza. Hasta que el hombre le suplicó. No aguantaba más, que lo entendiera por última vez. Le rogó terminar en un pacto. Matame. Matate.

La noticia en todos los plasmas del mundo fue el fin de las rots latinas y el fin de Feidman. Muchos respiraron aliviados cuando le quitaron la matricula de inventor. Feidman más que ninguno. Se dedicó a escribir poemas dedicados a las mujeres rots.

Son las diez de la mañana. Cómo ríe Elena. Las carcajadas más ruidosas, hermosamente metálicas. El mismo ruido que hacía yo de niño cuando golpeaba los barriles de plomo, esos tirados junto al surco, donde una vez hubo un río. Se acerca un hombre de traje impecable, pero con la barba crecida. Elena deja un desayuno servido en la barra, y se acerca. Ella sabe. El hombre le habla cuarenta y cinco minutos seguidos. Después habla Elena y la sonrisa aparece. Le sirve un café muy fuerte y escribe direcciones en la servilleta: sabe perfectamente dónde enviar al hombre para conseguirle un nuevo empleo. Son las trece horas. La mayoría de las personas llegan, almuerzan muy rápido y se van. Elena parece una mesera eficiente. De repente se detiene. Abre los ojos muy grandes y su espalda se arquea, como si doliera. El bar se silencia. Todos sabemos qué pasa. Es algo que se repite hace ya tiempo, cada vez con mayor frecuencia. Elena tiene 35 años. Su energía se acaba. Sin repuestos. Según mis cálculos hoy es el último día.

Las cuatro de la tarde. Una mujer le muestra a Elena las fotos de su hijo y su marido, muertos en el Sur, en la última batalla por el agua. Elena las mira una por una y se largan a llorar juntas. Luego, cuando la señora enjuga sus lágrimas, Elena llama a la mesa al dueño del bar, viudo en la misma guerra y les explica que ambos se parecen y son compatibles. Ella vuelve a su bandeja, ellos aun se observan con timidez.

Las diecisiete. Una nueva crisis en el cuerpo de Elena. Se recupera, pero ya arrastra la pierna izquierda y el párpado del mismo lado no se cierra más. Permanece abierto y los que no la conocen, piensan que está en su mejor día pura sonrisa y guiños.

Las siete; anochece. Los niños salen de sus escuelas. Una niña de piel oscura y pelo azabache elije la mesa del rincón junto a los baños. Siempre se sienta allí. Pide un vaso de agua, mirando para abajo todo el tiempo. Elena le dice algo y la niña se ríe mucho. Elena trae un libro plasma y la niña la mira perpleja: no le gusta leer.

—¿Por qué nunca has leído? —dice Elena—. Necesitas leer, vas a ser una escritora brillante. Lo sé porque has dejado tu letra en la mesa. Tu caligrafía es la de una escritora. Elena comienza a leer, a leernos, en voz alta: “Se fuga de la isla. Y la muchacha vuelve a escalar el viento...”

Veinte horas. La crisis es mayor. Cuando se recobra, Elena se arrastra con una pierna. Sus brazos no le responden. Los pocos clientes que quedan se marchan. Da pena. El patrón me mira, y sabe por qué estoy ahí. Por qué permanecí todo el día en mi mesa, observando a Elena. Cierra la puerta principal, pero no baja las cortinas metálicas ni apaga las luces. Al contrario, enciende más luces que, por ahorrar, nunca utiliza. Sube el volumen de Nina cantando y me acerca su mejor botella de agua. Le da un beso en la mejilla a Elena y se marcha.

Veinte quince. Elena se sienta a la mesa y me pregunta por mi familia, por la gripe de Marina, por la escuela de Matías, por los líos con mi mujer. Pero cuando intento hablar, fingir que todo está bien, ella me pregunta qué pasa. Yo no contesto y me quedo mirando en forma estúpida su ojo abierto, que es ya una luz blanca completa, un agujero blanco. Ella sonríe. Intenta levantar los brazos y no puede. Entonces continúa la conversación para aliviarme. Continúa fingiendo. Yo acerco más mi silla a su lado y la escucho, incluso cuando sus palabras son ininteligibles ruiditos, como cucharitas removiendo tazas vacías.

Las once de la noche. La última crisis está por comenzar. Elena detiene su charla.

—¿Por qué? — dice. Lo dice muy claramente. Yo le explico que todo va a pasar y seguirá sirviendo cafés todos los días. La abrazo. Cuando terminan las convulsiones, unos segundos después, permanece sentada muy quieta, con los ojos blancos abiertos. Yo continúo mi charla toda la noche, por si Elena aún puede escucharme.


María Cristina Rolnik nació en 1973 en la provincia de Corrientes, Argentina, y morirá, asegura, en el 2073 en la provincia de Corrientes (Estados del Sur Unidos por el Norte). Hizo estudios primarios, secundarios y terciarios, completos, por lo que puede afirmarse que es el orgullo de mamá y papá. Estudió danzas clásicas, pero las abandonó cuando se vio horrenda con más tutú que encanto. Estudió francés comercial, inglés de postguerra y sabe algunas palabras en guaraní y polaco. Actualmente hace ejercicio casi legal de la Medicina. Película favorita: Las alas del deseo. Escritor favorito: Edgar A. Poe. Poeta favorito: Alejandra Pizarnik. 

 

viernes, 26 de abril de 2024

LA NAVIDAD DEL SEÑOR CARLOS PAZ


María Cristina Rolnik

 


La enfermera Martha caminaba con delicado zigzag por el pasillo del geriátrico. Había bebido por demás de la petaca. Que bella era. Bella era la petaca, alpaca y oro. La señorita Martha no era bella. Era cuadrada y blanca cómo una heladera Siemens con rodete.

Ingresó a la habitación número 8 y entregó la pastilla roja al flaco viejo lunático, para que duerma en paz, y en paz duerman sus vecinos. El señor loco, Carlos Paz, miró a la enfermera como siempre: cómo si la estuviera lamiendo. Ella se acomodó el uniforme blanco, incómoda. Sin dirigirle la palabra le dio un comprimido, un vaso de agua y se marchó.

En la habitación número 9 estaba el señor Nicolás Klaus. Ese sí que era un viejo simpático.

—Buenas noches, señor Klaus. Tome su pastilla para el corazón.

—Gracia, Martha; usted está más sonriente que de costumbre.

—Sí, señor Klaus, es Nochebuena ¿sabe?

 –Claro, por supuesto. ¿Ya pidió su regalo? —El señor Klaus sonrió tras la espesa barba blanca.

— Tengo todo lo que quiero, señor Klaus. Buenas noches.

—Adiós Martha.

La enfermera se marcho a la sala de guardia para continuar con su bella petaca, papas fritas y televisión, y se durmió sentada frente al aparato sin saber que el reparto de medicamentos había sido erróneo.

El lunático señor Carlos Paz comenzó a sudar y a hablar con sus amigos de siempre, ¿ven?, esos, ¿no los ven?

El señor Klaus se vistió con un extraño pijama rojo y cuando se estaba colocando las medias de lana, con dificultad, por su gran panza, se desplomó dormido en el lecho, con medio cuerpo fuera, haciendo un ruido considerable.

El señor lunático escuchó algo. Se levantó y golpeó la puerta de Klaus; era loco, pero educado. Como no respondían entró a la habitación número 9. Vio a su vecino tirado, roncando desaforadamente. Se sentó en la cama junto a sus amigos invisibles para observar las bellas botas rojas y el deslumbrante sombrero que yacían junto a Klaus.

De repente escuchó crinch crinch crinch; los sonidos llegaban desde la ventana. El señor Carlos Paz se acercó y vio varios ojos redondos brillantes que lo observaban tras el vidrio. Las habitaciones del geriátrico estaban en el tercer piso. El señor Carlos Paz no reparó en ese detalle, abrió la ventana y un hocico húmedo le tocó la nariz. Miró un poco más alto y varios cuernos le cubrieron la constelación dónde vivía una tía suya que se comunicaba enviándole hojas secas escritas en arameo, que caían en su habitación número 8 a partir de mayo.

Eran renos, seguro, y giraban el cuello en una sola dirección, cómo diciendo: hacia allá vamos, vamos, vamos. Uno estiró sus pezuñas amenazando con urgencia y otro reno miró el reloj de pared pestañeando fuerte: 11:49.

—Bueno, vamos —dijo el señor Carlos Paz y se sentó en el trineo, que le quedaba grande, así que invitó a un par de sus amigos invisibles. Se fueron hacia la Navidad.

A la mañana siguiente, cuando la señora Martha se despertó, pateó algo blando al estirar los pies: era el señor Carlos Paz, que estaba durmiendo en el suelo. Junto a él había un paquete de regalo que decía “Martha”. Lo abrió: eran un babydoll rojo de seda, unas bragas negras de encaje con medias y portaligas al tono.

En el televisor, los del noticiero comentaron que habían recibido regalos de Navidad increíblemente hermosos y sus sonrisas parecían sinceras.

La señorita Martha cerró con llave la sala de guardia, se probó su regalo de Navidad y suavemente despertó al señor Carlos Paz.


María Cristina Rolnik nació en 1973 en la provincia de Corrientes, Argentina, y morirá, asegura, en el 2073 en la provincia de Corrientes (Estados del Sur Unidos por el Norte). Hizo estudios primarios, secundarios y terciarios, completos, por lo que puede afirmarse que es el orgullo de mamá y papá. Estudió danzas clásicas, pero las abandonó cuando se vio horrenda con más tutú que encanto. Estudió francés comercial, inglés de postguerra y sabe algunas palabras en guaraní y polaco. Actualmente hace ejercicio casi legal de la Medicina. Película favorita: Las alas del deseo. Escritor favorito: Edgar A. Poe. Poeta favorito: Alejandra Pizarnik. 

 

 

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