Stefano Valente
—Los vagones se desplazaban a una
velocidad alucinante, furibunda, flechas sin contacto sobre los duros rieles.
Eran duros, sí que lo eran. Durísimos. Y fríos. Se podía sentir el frío del
hierro mientras se deslizaba por encima; como si hubiera sido agua, o sueño.
El anciano deglutió con dificultad. Tenía la garganta seca,
drenada. Aureliano le llenó otra vez la copa de vino –un vino rojo anónimo, una
botella olvidada en la redacción–, y esperó.
—Luchábamos contra el sueño. Parecíamos boxeadores
trastornados por los puños que resistíamos hasta el último asalto. Debíamos
permanecer de pie, llegar hasta la última campana. No debíamos perdernos nada:
ni un rayo de luz, ni un susurro; ni siquiera un crujido...
—¿Porque era... el final? —dijo Aureliano.
—Oiga, doctor —dijo el viejo rápidamente, irritado—, usted
debe escribir su historia, su artículo. Me produce placer (en el sentido de que
no me jode nada... No me jode nada de lo que usted ni todos los muchachitos
como usted puedan pensar). Saque su... conclusión.
—Excúseme —dijo Aureliano—. Excúseme, de verdad. No
pretendía...
—No —respondió el viejo chasqueando un sorbo de vino—. Al
contrario, es usted el que debe excusarme. Como si nosotros (aquellos que
tenemos un pie en la tumba, quiero decir) tuviéramos el derecho de hacer,
deshacer e insultar todo y a todos. El respeto. El respeto. Es la vida la que
te lo da, aquello que haces. Los años no tienen nada qué ver, puesto que a
algunos les pasan por encima, son realmente impermeables.
Una larga pausa. Las yemas rugosas de los dedos, áridas,
sobre el borde del vaso. Seguían el círculo del borde adelante y atrás, con un
chirrido agudo de violín atormentado.
—Pero sí —retomó el anciano—. Quizás era porque sentíamos el
fin. Como un aliento sobre el cuello, gélido, inevitable. Y entonces nos
agarrábamos por cada migaja (bocado de existencia, con seguridad uno de los
últimos) que no lográbamos ni tragar ni devolver...
Se secó una línea de sudor en la frente. Aureliano imaginó
que debía estar frío y, sin embargo, sintió, sobre la punta de los dedos, la
membrana sutil de las arrugas adheridas a los huesos del viejo. Estaba vivo,
aquel hombre delante de él, pero era como si hace tiempo estuviera muerto y
sepultado. Bajo el peso de los recuerdos.
—Algunos rezaban (¡qué fantasía!). Las madres apretaban
sobre el pecho los niños adormecidos, los niños son los primeros en ceder al
sueño y los últimos en abandonar las ilusiones: ¿nunca lo ha pensado, doctor?
Aureliano sacudió la cabeza, sin tener el coraje de mirar al
viejo directamente a los ojos, de cruzar su mirada destrozada.
—Una pareja de gitanos húngaros hacía el amor, con
desesperación. ¡Perros, eso eran! ¡Perros calientes! Si alguno de nosotros se
había dado cuenta de eso no se atrevía a hablar, no decía nada. Los mirábamos
con odio y con envidia. Se sacudían en la oscuridad, en un ángulo oscuro que en
algunas partes del trayecto, como golpes de puñal, las luces de la tarde
alrededor del tren cortaban y señalaban rápidamente. Se lamentaban (oh, sí) y
el pobre Jossi, que estaba a un costado de ellos, se había encogido sobre sí
mismo y se tapaba las orejas. “¡Malditos! ¡Malditos!”, dijo un hombre que no
conocíamos, quizás de un barrio vecino al nuestro. Lo hicimos callar inmediatamente,
con rabia. Él no comprendía, imprecaba. “¡Vergüenza! ¡Vergüenza!”, pero todos,
jóvenes y viejos, hombres y mujeres, querían escuchar completamente el placer.
Duró poco. Con todos aquellos sobresaltos del tren y la furia que tenía en el
cuerpo, el gitano no se demoró. O más bien se sentía sobre un escenario, en
medio de aquella fosa común de hebreos amontonados y mansos como terneros que
van al matadero; los gitanos son exhibicionistas...
Se detuvo. Rodeó el vaso, el fondo de vino polvoriento. “Le
debía recordar la sangre”, pensó Aureliano. Aureliano abrió completamente la
ventana. Quizás el Ángel se habría volado por allí mismo.
—De acuerdo, señor Cohen —dijo el periodista dirigiéndose
hacia la ventana—. ¿Es hora de hablar de Brückner?
—Ni ahora ni nunca —se rio burlonamente el viejo—. A pesar
de todo, como dice el Eclesiastés, “hay un tiempo para reír y hay un tiempo
para llorar”.
—Hans Brückner. Sturmbannführer. El cráneo del SS era una
metáfora de su cabeza. Se levantaba el sombrero y fumaba cigarrillos largos con
una boquilla de plata y marfil, con voluptuosidad. Parecía el Ángel de la
Muerte sentado en un trono. Un cráneo lúcido, una copa llena de horror pero
cerrada, por encima, con los cabellos blancos a ras. Nadie lograba ver dentro
de aquella copa, afortunadamente. Venenos. Quizás estaba llena de venenos. Y
cuando esté muerto (si el Ángel de la Muerte puede morir) los venenos, negros,
se escurrirán por la boca y por la nariz. Y por los ojos. ¿Es un contrasentido?
—continuó Cohen.
Aureliano lo miró interrogativo.
—Que el Ángel de la Muerte pueda morir. ¿Es un
contrasentido, según usted?
—Un cigarrillo —dijo el viejo—. ¿Tiene un cigarrillo,
doctor?”
—No, no fumo. Y tampoco usted, me pare...
—Tiene razón. ¿Y sabe también por qué?
—...
—Bueno, una vez mi esposa dijo: ‘No deberías, y no lo harás
más’. Una mujer autoritaria aquella, sí señor. Toma el paquete y sacude los
cigarrillos por fuera de la ventana. Corro a detenerla y ella, sádica, me
devuelve en la cara el paquete vacío. Me asomo a la calle. Un trío de mocosos
mastica mis colillas. ‘Tonto’ (es mi esposa, siempre ella). ‘Míralos. Parecen
aquellas ratas llenas de costillas que se arrastraban junto a ti. Los habrías
asesinado (a todos) por una de esos. Por un cigarrillo solamente. Como si se
hubiera convertido en algo distinto por aquel humo en la boca. Y en vez de eso
el piyama de rayas y la estrella amarilla con el triángulo rojo... ellos eran
todos iguales. Todos iguales.’ Quería decirme que la vida es preciosa. Que
nadie tiene el derecho de quitártela, ni siquiera tú mismo. Y quería repetirme
que el campo de concentración tampoco me había enseñado nada.
Aureliano volvió a cerrar la ventana, delicadamente, sin
hacer ruido.
—¿Por eso dejaste de fumar?
—En verdad no me acuerdo de eso —respondió el viejo—. Pero
en este momento quisiera volver a comenzar. Quisiera convertirme en una
chimenea y ojalá morir de cáncer en los pulmones: como el Ángel de la Muerte.
Como Brückner. El jefe del campo, del Lagerkommandant, era un asunto político.
Era también el modo de hacer figurar un traslado como una promoción. Brückner
era demasiado malvado, una hiena. Incluso para ellos mismos. De él se perdió
toda huella, no se sabe nada. Es verdad, no es el primer caso entre los
criminales nazis. Nunca fue procesado. En esto pensamos nosotros. Ojo por ojo,
diente por diente. Pero no lo sé; no sé si fue suficiente...
—Hans Brückner había estudiado en Tubinga. ¿Es correcto?
—Aureliano revisó sus apuntes—. Y se especializó en Berlín. Ginecología,
obstetricia (eugenésica).
El periodista miró al viejo Cohen sin expresión, a la
espera. Estaban acercándose, lentamente.
—Martha casi tenía dieciocho años; los cumplía en marzo
—retomó el anciano extendiéndose sobre el espaldar de la silla, sin fijarse en
su interlocutor. Los ojos amarillentos vagaban en una niebla indistinta,
lejana. Ofuscados por los rayos de atrocidad, reapareciendo del caos vaporoso
que habitaba dentro de sus vísceras—. Estaba en el cuarto o quinto mes, no
estoy seguro: lo olvidé. Lo único que sé es que el profesor Brückner le hizo
una incisión y la abrió en su matadero científico. Después expuso el útero con
el feto adentro, en alcohol, entre los dormitorios masculinos y femeninos, para
que todos, hombres y mujeres, comprendieran que una subespecie podía hacer de
todo, incluso intentar reproducirse. Pero todo era inútil.
Silencio. Los ruidos de la redacción, detrás de la puerta
cerrada, eran un trasfondo al cual aferrarse con las uñas para no despeñarse en
la cavidad abismal del pasado. Se abrían, una después de la otra, debajo de la
mesa, entre las patas de las sillas. Pestañas heridas que se abrían
repentinamente de par en par, rodeadas de sangre.
—Una vez se lo dije —continuó el viejo, levantándose y
arrastrando la silla—. El médico apenas había pasado por la visita de las 10.
‘Bien, procedamos bien, señor Kauffmann’, le había susurrado al oído, entre el
ruido de su respiración agonizante. Kauffmann. Se hacía llamar Kauffmann. Un
hijo de puta lleno de ironía. Casi treinta años de ironía, escondido como un
topo gordo y tranquilo en este ángulo del mundo donde nosotros debíamos
recomenzar todo, como emigrantes.
»Era
una mañana llena de sol, aire de perlas derretidas como a veces sucede también
en Buenos Aires. En ese momento se lo dije. Y lo susurré también. No obstante,
me desagradaba porque no habría respondido: ya no hablaba más en esos días.
Cerré suave, muy suave la puerta (obviamente tenía una habitación para él
solo). Un rayo de luz agujereaba el polvillo, recogido hasta el punto exacto
donde las alas se replegaban y se escondían detrás de la espalda. Las alas del
Ángel de la Muerte, distendidas como un buitre derrotado. No dije ni ‘por fin’
ni lo insulté (sin embargo Dios me habría comprendido). Sólo dos frases: “Esa
era mi hija. Martha era mi hija.” El terror. El terror dentro de sus ojos
(aquellas dos piedras grisáceas incrustadas en la copa del cráneo): esto lo
puede escribir, doctor. El resto no. El resto no. Porque podría no haber
ocurrido...
—¿Qué? ¿Qué no sucedió? —preguntó Aureliano sin una gota de
saliva, con la lengua que se le pegaba al paladar.
—Nada. Los trenes lanzados en la noche hacia los campos. La
habitación inundada de sangre donde se deslizaban unas botas negras y guantes
de goma hurgando en los vientres de los judíos. Las duchas. Las chimeneas de
los hornos. El velo de la ceniza de los hijos sobre las cabezas de los padres.
Y el SS Sturmbannführer Hans Brückner (el señor Kauffmann, más bien) al cual el
enfermero profesional Cohen, a un palmo exacto de la costura del cirujano,
inyectó cuatro jeringas de 50 centímetros cúbicos de solución fisiológica en el
trozo del único pulmón atrófico que le quedaba. Cuatro intercostales de 50
(preste atención), no una sola de 200. Ojo por ojo, diente por diente... No lo
sé. No sé si fue suficiente. De verdad. Esto no lo escriba, doctor. Sólo estoy
seguro de una cosa. Que las alas sobre el hombro, detrás de la espalda, no
estaban. Ya no estaban. Se le habían caído, sí...
Traducción de Alejandro Ramírez
Giraldo
Stefano Valente vive y trabaja en
Roma, donde nació en 1963. Una licenciatura en Glotología y varias
especializaciones en el ámbito lingüístico no agotan sus intereses: desde el
periodismo hasta el diseño gráfico, desde la ilustración hasta la escritura de
guiones, pasando por la traducción editorial (sobre todo del portugués y del
inglés). Ha ganado premios literarios por obras inéditas y publicadas y siempre
está buscando «otras» estructuras narrativas; persigue la descripción de «ese
rasgo, ese instante, en cualquier caso decisivo, en el que el ser humano actúa
—o se aleja— y se niega a sí mismo descubriendo su contrario». Su última novela
es Lo specchio di Orfeo, un «thriller esotérico» a través del espacio y
el tiempo: desde la Tierra Santa de los Templarios hasta el Portugal de los
misteriosos Caballeros de Cristo; desde la Praga del siglo XVI de los
alquimistas y Rodolfo II hasta nuestros días.
