Marcial Fernández
Mi madre, que era sabia en amores, me
enseñó que si una mujer sella sus labios en una copa, y un hombre bebe de la
misma, puede leer los pensamientos de la muchacha. Yo, por supuesto, nunca creí
ésta ni otra de las muchas locuras maternas…
El viernes le
hablé por teléfono a Javier para salir de fiesta. Me contestó que imposible,
pues el lunes debía entregar unos planos de no sé qué proyecto. Pero preguntó
si deseaba conocer a una guapérrima, medio putona y simpática amiga suya que,
como yo, no tenía plan para la noche. Le respondí que sí, que para luego era
tarde. Entonces nos arregló una reunión en un bar de Polanco.
La idea de una
cita a ciegas me puso nervioso. Para relajarme, llegué al bar veinte minutos
antes de la hora acordada, me acomodé en la barra y pedí un whisky mientras
esperaba a Paula, así dijo Javier que se llamaba. Cuando el cantinero me sirvió
el segundo trago, una mujer de alrededor de 23 años, blanca –pero bronceada en
uno de esos spas de moda–, de ojos,
nariz y boca pequeños, además de un cuerpo espectacular, tomó mi vaso, bebió y
dijo:
—¿Óscar?
Afirmé con la
cabeza y me devolvió la copa.
—¿Tú debes de
ser…?
No me dejó
acabar, me saludó de beso y se acomodó a mi lado, momento que aproveché para
beber del whisky que, con sorpresa, me develó aquel viejo secreto materno:
empecé a leer los pensamientos de Paula: sin duda la primera impresión que le
di fue buena: le gustaba. Es más, al verme, se le pasó por la cabeza un fugaz
acostón.
Dejé el vaso
sobre la barra y, señalándolo, le pedí:
—Mátalo.
Extrañada, acató
la orden y observé cómo, a través de la piel de su cuello, resbalaba ese néctar
que, de pronto, se había convertido en la pócima mágica para conocer el
presente y el futuro. Cuando de nuevo la copa quedó sobre la barra, nos miramos
a los ojos y, sin razón alguna, echamos a reír. Luego se dio una de esas
charlas intrascendentes para entrar en confianza. ¿De qué conoces a Javier?
¿Todavía estudias? ¿En qué uni? ¿En dónde trabajas? ¿Vives sola? Y al
aparecerse el cantinero pedí otro whisky.
—Dos —dijo Paula.
—Uno —repliqué—:
a partir de hoy pienso compartir contigo las cosas del universo.
Juro que todavía
no sé de dónde se me ocurrió una frase tan cursi, pero funcionó perfecta, pues
Paula la tomó como un piropo y me dio por mi lado.
—Entonces uno,
pero que sea doble.
El cantinero nos
sirvió ahí mismo la copa y se la ofrecí a Paula.
—Primero las
damas.
Paula me miró con
ojos sagaces como diciendo, “bonito truco para emborracharme”. Sin embargo,
decidió seguir el juego y se echó un largo farolazo que vació la mitad de la
copa.
—Me toca.
Empecé a beber
despacio y no solamente vi el inicio de un noviazgo, sino una relación de poco
más de seis meses. Esa misma noche, Paula y yo acabaríamos en su depa y,
después, cual si se tratara de una película porno, casi a diario hacíamos el
amor hasta que las imágenes desaparecieron.
Entendí entonces
que me había acabado el trago. Coloqué el vaso sobre la barra y pregunté:
—¿Otro?
—Otro —respondió
y le hizo la seña al cantinero.
Mientras el
hombre abría una botella nueva, Paula me platicó que lo suyo era el ballet
clásico, pero que, por una lesión en la rodilla, había tenido que dejarlo.
—Por eso me metí
a estudiar Diseño Gráfico y en un par de semestres me recibo. —El cantinero nos
sirvió y otra vez le señalé la copa a Paula para que le diera el primer sorbo. Sin
perder el hilo de la conversación, posó sus labios en el vaso y continuó—: Lo
que más me gusta del diseño es lo de las proporciones áureas. Todo en la
naturaleza es un número y, según el número que te toque, es la relación que
mantienes…
Despreocupado,
haciendo cómo que le ponía atención, empecé a beber en pequeños tragos,
preguntándome –ya que Paula comenzó a beber a mi parejo– si acaso a ella le
sucedía lo mismo que a mí: que sellada la copa con mis labios, también podía
leer mis pensamientos.
Fue entonces que,
para quitarme de dudas, le pregunté:
—¿Sabes lo que
estoy pensando?
—Por supuesto.
Nos quedamos en
silencio.
—¿Entonces?
—¿Entonces qué? —se
veía un poco desconcertada.
—¿Qué estoy
pensando?
—Mmmm. Debes de
estar pensando… Ya me aburrió esta niña tonta con sus ideas locas de…
—No, no, cómo
crees. Todo lo contrario.
Bebí otro trago
de whisky y supe que si bien yo podía leer sus pensamientos, ella no podía leer
los míos. Por lo que me concentré en las imágenes y noté un poco de hastío en
la amiga de Javier, que empezaba a darse cuenta de que, además de que yo casi
no le hacía caso, era un tipo raro: primero –pensaba ella– me gustaba pedir una
sola copa para dos y, luego, hacía cada preguntita.
Sentí en el hombro la mano de Paula.
—Hello!,
aquí estoy.
—Sí, sí, perdona…
Es que… ¿Quieres otro whisky? Cantinero, dos whiskys, por favor. No, sencillos
no. Dobles.
A Paula:
—Ahora sí, una
vez que nos conocimos, podemos beber cada cual de su copa, ¿o no? Eso de
compartirla fue sólo una idea tonta del momento, no vayas a pensar que soy
medio raro…
—¿Medio raro?
Para nada. No creo que Javier me citara con un tipo raro. La rara debo de ser
yo al aceptar citas a ciegas, pero no creas, a Javier le tengo toda la
confianza del mundo.
El cantinero dejó
los vasos en la barra. Paula probó el suyo, se disculpó para ir al tocador y,
yo, feliz por mi suerte, aproveché su ausencia para cambiar las copas. Bebí la
de esta mujer que, a cada instante, me gustaba más, y sí, me di cuenta de que
le tenía “toda la confianza del mundo a Javier”, tanta, que se acostaba con él.
Por algo él me dijo que era “medio putona”, pero, “¡Dios, qué buena está!”,
pensé.
Seguí bebiendo y
observé que lo de nuestro noviazgo iba en serio, que después de nuestro primer
acostón me confesaba lo de su relación con mi amigo, y me prometía que sólo
había sucedido una vez. En el futuro, supuse, Javier me contaría la misma
historia, disculpándose por aquello de “medio putona”.
Paula regresó del
tocador y la vi guapísima con sus pequeños ojos rasgados, su ínfima nariz
afilada y su diminuta boca roja, a la vez delgada y perfectamente delineada y,
apenas se sentó, le dije que hubiera sido un verdadero placer mirarla bailar,
que no sabía nada de ballet clásico, pero que estaba seguro de que, si no es
por esa maldita lesión, sería una estrella.
El comentario,
más que ponerla triste, le agradó, ya que tras darme un beso en la mejilla,
dijo:
—Y tú, ¿qué me
cuentas? ¿Qué quieres hacer de tu vida?
—Por principio,
enamorarme de ti y que tú te enamores de mí… —Hice una pausa para observar su
reacción que, sobra decirlo –ya que conocía su futuro como la palma de mi mano–,
me sería favorable. Luego añadí—: Después pedirte en matrimonio y tener dos
hijos, un niño al que le pondremos Javier, en honor a ya sabes quién, y una
niña a la que le vamos a poner Paula, que es un nombre precioso.
Paula, de pronto,
junto su boca en la mía y me dio uno de los besos más deliciosos de mi vida. Me
sentí feliz y recordé a mi madre, sabia en amores, cuando decía: “ten cuidado
de las mujeres que se te entregan en la primera noche, hijito”.
Paula despegó sus
labios de los míos, recostó la cabeza en uno de sus hombros y exclamó casi en
silencio:
—¡Eres
maravilloso!
Me creí en el
paraíso. Juro que en ese momento aquella mujer logró que olvidara las tonterías
de mamá y los celos que empezaba a padecer por Javier y, sin saber cómo
corresponderle, me llevé el whisky a la boca y reaparecieron las imágenes: me
vi en Nueva York, en una joyería Cartier, comprando un anillo de compromiso. Se
me acabó el trago y, cuando iba a pedir otro, Paula, que apenas si había
probado el suyo, dijo:
—Tómate el mío
que me estoy empezando a marear.
—¿Quieres comer
algo?
—No. Estoy bien.
Tal vez al rato. Ahora sólo quiero disfrutar haberte conocido.
Bebí de su whisky
y oí el “sí” que me daba cuando, con una rodilla en el suelo, le ponía la
sortija para pedirle, “cásate conmigo”, y observé los preparativos de la boda,
y cómo me enojaba un día después de su despedida de soltera, al enterarme que
Paula y dos de sus amigas organizaron una orgía con unos chippendale dancers contratados para la ocasión, y el enojo se
volvía cólera mientras ella más negaba la aventura, “de dónde sacas eso”, y yo
sin poderles echar en cara que conocía todo lo referente a nuestro futuro,
“está bien, chiquita, sólo son celos, inseguridades mías”.
Bajé el whisky y
me le quedé mirando. En definitiva: estábamos hechos el uno para el otro. Así
que me acerqué para besarla. Al separarnos, propuso:
—Vamos a mi depa.
Tengo una botella de Macallan 18 y, si nos da hambre, a media calle hay un
Sushi que abre las 24 horas.
—Deja y pido la
cuenta. Y mientras, me acabo este último trago.
No lo hubiera
hecho. Un día antes de la boda escuché la confesión de Paula al padre que nos
iba a casar. Es cierto, no me había puesto el cuerno con Javier, pero sí con
dos tipos, uno de ellos amigo de la Universidad, y el otro, un corredor de
autos que conoció en una fiesta. Sí, me había engañado dos veces en medio año.
Sin embargo, y así se lo decía al cura, estaba arrepentida, muy. Y el
representante de Dios en la Tierra, al igual que yo, la absolvimos.
Pero eso no fue
lo peor.
Lo siniestro
sucedió en la boda: ese día Paula estaba preciosa, tanto que escuché el
murmullo de mis amigos diciendo que “me había sacado la lotería”, que “qué
chava tan guapa”, “ahí van la bella y la bestia”. Yo, no voy a decir que no, a
mitad de la celebración andaba bien jarra, y de lo más impertinente con las
amigas de mi mujer, a quienes les pedía que bebieran de mi copa para saber cuál
sí, cuál no, le gustaría acostarse conmigo. Y pues me puse de lo más simpático
con aquellas que me daban entrada. Pero Paula se dio cuenta del jueguito y
enfureció. Así que entre los invitados encontró a Javier y, sin más, le dijo:
“quiero enpiernarme contigo por última vez” y, al ver que mi amigo guardaba
silencio y me buscaba con la mirada, ella agregaba: “ven, acompáñame”, momento
en que las imágenes desaparecieron y el cantinero dijo:
—Su cuenta.
Me quedé atónito
observando el interior del vaso de whisky.
—¿Óscar?
Paula se empezaba
a desesperar, cogió la cuenta, la vio y cuando iba a sacar dinero para pagarla,
se la arrebate.
—¿Quién te crees
para hacerme esto? —grité y se asustó.
—Yo sólo quería…
No la dejé
terminar. Y decidido, le espeté:
—Mejor aquí la
dejamos. Tú a tu casa y yo… y yo…
—Pero…
—Pero nada,
zorra, puerca.
—Imbécil.
Paula arrojó la
cuenta sobre la barra, se dio media vuelta y salió del bar. Yo, por mi parte,
le pedí al cantinero que me sirviera otro whisky, y más que pensar en mamá y Javier
como las personas que me arruinaron una noche de viernes, y ante el vacío de
imágenes de cada nuevo trago, me quedé siquiera con ese mágico instante en que
me acostaba por primera vez con quien estuvo a punto de ser mi esposa.
Marcial Fernández nació en la Ciudad
de México en 1965. Durante dos décadas se dedicó a la crónica taurina con el
seudónimo de Pepe Malasombra. Con dicho heterónimo publicó varios libros de
tauromaquia, todos agotados menos Citar, templar, mandar (diccionario,
2ª. ed. 2006). Es fundador y editor de Ficticia Editorial, sello especializado
en cuentística contemporánea. Con su nombre ha publicado los libros Museo
del Tiempo y otras ficciones (cuentos, 2019), Máscara de
obsidiana (novela, 2016), Un colibrí es el corazón de un dios
que levita (literatura fragmentaria, 2014), Los mariachis
asesinos (cuento, 2ª. ed. 2012; e-book, 2013), Balas
de salva (novela, 2003) y Andy Watson, contador de historias (microficción,
4ª. ed 2007; e-book, 2013). Es miembro del SNCA desde el 2013.
