Mostrando entradas con la etiqueta Marcial Fernández. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Marcial Fernández. Mostrar todas las entradas

jueves, 4 de diciembre de 2025

EL LICOR DEL MAÑANA

 Marcial Fernández

 

Mi madre, que era sabia en amores, me enseñó que si una mujer sella sus labios en una copa, y un hombre bebe de la misma, puede leer los pensamientos de la muchacha. Yo, por supuesto, nunca creí ésta ni otra de las muchas locuras maternas…

El viernes le hablé por teléfono a Javier para salir de fiesta. Me contestó que imposible, pues el lunes debía entregar unos planos de no sé qué proyecto. Pero preguntó si deseaba conocer a una guapérrima, medio putona y simpática amiga suya que, como yo, no tenía plan para la noche. Le respondí que sí, que para luego era tarde. Entonces nos arregló una reunión en un bar de Polanco.

La idea de una cita a ciegas me puso nervioso. Para relajarme, llegué al bar veinte minutos antes de la hora acordada, me acomodé en la barra y pedí un whisky mientras esperaba a Paula, así dijo Javier que se llamaba. Cuando el cantinero me sirvió el segundo trago, una mujer de alrededor de 23 años, blanca –pero bronceada en uno de esos spas de moda­–, de ojos, nariz y boca pequeños, además de un cuerpo espectacular, tomó mi vaso, bebió y dijo:

—¿Óscar?

Afirmé con la cabeza y me devolvió la copa.

—¿Tú debes de ser…?

No me dejó acabar, me saludó de beso y se acomodó a mi lado, momento que aproveché para beber del whisky que, con sorpresa, me develó aquel viejo secreto materno: empecé a leer los pensamientos de Paula: sin duda la primera impresión que le di fue buena: le gustaba. Es más, al verme, se le pasó por la cabeza un fugaz acostón.

Dejé el vaso sobre la barra y, señalándolo, le pedí:

—Mátalo.

Extrañada, acató la orden y observé cómo, a través de la piel de su cuello, resbalaba ese néctar que, de pronto, se había convertido en la pócima mágica para conocer el presente y el futuro. Cuando de nuevo la copa quedó sobre la barra, nos miramos a los ojos y, sin razón alguna, echamos a reír. Luego se dio una de esas charlas intrascendentes para entrar en confianza. ¿De qué conoces a Javier? ¿Todavía estudias? ¿En qué uni? ¿En dónde trabajas? ¿Vives sola? Y al aparecerse el cantinero pedí otro whisky.

—Dos —dijo Paula.

—Uno —repliqué—: a partir de hoy pienso compartir contigo las cosas del universo.

Juro que todavía no sé de dónde se me ocurrió una frase tan cursi, pero funcionó perfecta, pues Paula la tomó como un piropo y me dio por mi lado.

—Entonces uno, pero que sea doble.

El cantinero nos sirvió ahí mismo la copa y se la ofrecí a Paula.

—Primero las damas.

Paula me miró con ojos sagaces como diciendo, “bonito truco para emborracharme”. Sin embargo, decidió seguir el juego y se echó un largo farolazo que vació la mitad de la copa.

—Me toca.

Empecé a beber despacio y no solamente vi el inicio de un noviazgo, sino una relación de poco más de seis meses. Esa misma noche, Paula y yo acabaríamos en su depa y, después, cual si se tratara de una película porno, casi a diario hacíamos el amor hasta que las imágenes desaparecieron.

Entendí entonces que me había acabado el trago. Coloqué el vaso sobre la barra y pregunté:

—¿Otro?

—Otro —respondió y le hizo la seña al cantinero.

Mientras el hombre abría una botella nueva, Paula me platicó que lo suyo era el ballet clásico, pero que, por una lesión en la rodilla, había tenido que dejarlo.

—Por eso me metí a estudiar Diseño Gráfico y en un par de semestres me recibo. —El cantinero nos sirvió y otra vez le señalé la copa a Paula para que le diera el primer sorbo. Sin perder el hilo de la conversación, posó sus labios en el vaso y continuó—: Lo que más me gusta del diseño es lo de las proporciones áureas. Todo en la naturaleza es un número y, según el número que te toque, es la relación que mantienes…

Despreocupado, haciendo cómo que le ponía atención, empecé a beber en pequeños tragos, preguntándome –ya que Paula comenzó a beber a mi parejo– si acaso a ella le sucedía lo mismo que a mí: que sellada la copa con mis labios, también podía leer mis pensamientos.

Fue entonces que, para quitarme de dudas, le pregunté:

—¿Sabes lo que estoy pensando?

—Por supuesto.

Nos quedamos en silencio.

—¿Entonces?

—¿Entonces qué? —se veía un poco desconcertada.

—¿Qué estoy pensando?

—Mmmm. Debes de estar pensando… Ya me aburrió esta niña tonta con sus ideas locas de…

—No, no, cómo crees. Todo lo contrario.

Bebí otro trago de whisky y supe que si bien yo podía leer sus pensamientos, ella no podía leer los míos. Por lo que me concentré en las imágenes y noté un poco de hastío en la amiga de Javier, que empezaba a darse cuenta de que, además de que yo casi no le hacía caso, era un tipo raro: primero –pensaba ella– me gustaba pedir una sola copa para dos y, luego, hacía cada preguntita.

 Sentí en el hombro la mano de Paula.

 —Hello!, aquí estoy.

—Sí, sí, perdona… Es que… ¿Quieres otro whisky? Cantinero, dos whiskys, por favor. No, sencillos no. Dobles.

A Paula:

—Ahora sí, una vez que nos conocimos, podemos beber cada cual de su copa, ¿o no? Eso de compartirla fue sólo una idea tonta del momento, no vayas a pensar que soy medio raro…

—¿Medio raro? Para nada. No creo que Javier me citara con un tipo raro. La rara debo de ser yo al aceptar citas a ciegas, pero no creas, a Javier le tengo toda la confianza del mundo.

El cantinero dejó los vasos en la barra. Paula probó el suyo, se disculpó para ir al tocador y, yo, feliz por mi suerte, aproveché su ausencia para cambiar las copas. Bebí la de esta mujer que, a cada instante, me gustaba más, y sí, me di cuenta de que le tenía “toda la confianza del mundo a Javier”, tanta, que se acostaba con él. Por algo él me dijo que era “medio putona”, pero, “¡Dios, qué buena está!”, pensé.

Seguí bebiendo y observé que lo de nuestro noviazgo iba en serio, que después de nuestro primer acostón me confesaba lo de su relación con mi amigo, y me prometía que sólo había sucedido una vez. En el futuro, supuse, Javier me contaría la misma historia, disculpándose por aquello de “medio putona”.

Paula regresó del tocador y la vi guapísima con sus pequeños ojos rasgados, su ínfima nariz afilada y su diminuta boca roja, a la vez delgada y perfectamente delineada y, apenas se sentó, le dije que hubiera sido un verdadero placer mirarla bailar, que no sabía nada de ballet clásico, pero que estaba seguro de que, si no es por esa maldita lesión, sería una estrella.

El comentario, más que ponerla triste, le agradó, ya que tras darme un beso en la mejilla, dijo:

—Y tú, ¿qué me cuentas? ¿Qué quieres hacer de tu vida?

—Por principio, enamorarme de ti y que tú te enamores de mí… —Hice una pausa para observar su reacción que, sobra decirlo –ya que conocía su futuro como la palma de mi mano–, me sería favorable. Luego añadí—: Después pedirte en matrimonio y tener dos hijos, un niño al que le pondremos Javier, en honor a ya sabes quién, y una niña a la que le vamos a poner Paula, que es un nombre precioso.

Paula, de pronto, junto su boca en la mía y me dio uno de los besos más deliciosos de mi vida. Me sentí feliz y recordé a mi madre, sabia en amores, cuando decía: “ten cuidado de las mujeres que se te entregan en la primera noche, hijito”.

Paula despegó sus labios de los míos, recostó la cabeza en uno de sus hombros y exclamó casi en silencio:

—¡Eres maravilloso! 

Me creí en el paraíso. Juro que en ese momento aquella mujer logró que olvidara las tonterías de mamá y los celos que empezaba a padecer por Javier y, sin saber cómo corresponderle, me llevé el whisky a la boca y reaparecieron las imágenes: me vi en Nueva York, en una joyería Cartier, comprando un anillo de compromiso. Se me acabó el trago y, cuando iba a pedir otro, Paula, que apenas si había probado el suyo, dijo:

—Tómate el mío que me estoy empezando a marear.

—¿Quieres comer algo?

—No. Estoy bien. Tal vez al rato. Ahora sólo quiero disfrutar haberte conocido.

Bebí de su whisky y oí el “sí” que me daba cuando, con una rodilla en el suelo, le ponía la sortija para pedirle, “cásate conmigo”, y observé los preparativos de la boda, y cómo me enojaba un día después de su despedida de soltera, al enterarme que Paula y dos de sus amigas organizaron una orgía con unos chippendale dancers contratados para la ocasión, y el enojo se volvía cólera mientras ella más negaba la aventura, “de dónde sacas eso”, y yo sin poderles echar en cara que conocía todo lo referente a nuestro futuro, “está bien, chiquita, sólo son celos, inseguridades mías”.

Bajé el whisky y me le quedé mirando. En definitiva: estábamos hechos el uno para el otro. Así que me acerqué para besarla. Al separarnos, propuso:

—Vamos a mi depa. Tengo una botella de Macallan 18 y, si nos da hambre, a media calle hay un Sushi que abre las 24 horas.

—Deja y pido la cuenta. Y mientras, me acabo este último trago.

No lo hubiera hecho. Un día antes de la boda escuché la confesión de Paula al padre que nos iba a casar. Es cierto, no me había puesto el cuerno con Javier, pero sí con dos tipos, uno de ellos amigo de la Universidad, y el otro, un corredor de autos que conoció en una fiesta. Sí, me había engañado dos veces en medio año. Sin embargo, y así se lo decía al cura, estaba arrepentida, muy. Y el representante de Dios en la Tierra, al igual que yo, la absolvimos.

Pero eso no fue lo peor.

Lo siniestro sucedió en la boda: ese día Paula estaba preciosa, tanto que escuché el murmullo de mis amigos diciendo que “me había sacado la lotería”, que “qué chava tan guapa”, “ahí van la bella y la bestia”. Yo, no voy a decir que no, a mitad de la celebración andaba bien jarra, y de lo más impertinente con las amigas de mi mujer, a quienes les pedía que bebieran de mi copa para saber cuál sí, cuál no, le gustaría acostarse conmigo. Y pues me puse de lo más simpático con aquellas que me daban entrada. Pero Paula se dio cuenta del jueguito y enfureció. Así que entre los invitados encontró a Javier y, sin más, le dijo: “quiero enpiernarme contigo por última vez” y, al ver que mi amigo guardaba silencio y me buscaba con la mirada, ella agregaba: “ven, acompáñame”, momento en que las imágenes desaparecieron y el cantinero dijo:

—Su cuenta.

Me quedé atónito observando el interior del vaso de whisky.

—¿Óscar?

Paula se empezaba a desesperar, cogió la cuenta, la vio y cuando iba a sacar dinero para pagarla, se la arrebate.

—¿Quién te crees para hacerme esto? —grité y se asustó.

—Yo sólo quería…

No la dejé terminar. Y decidido, le espeté:

—Mejor aquí la dejamos. Tú a tu casa y yo… y yo…

—Pero…

—Pero nada, zorra, puerca.

—Imbécil.

Paula arrojó la cuenta sobre la barra, se dio media vuelta y salió del bar. Yo, por mi parte, le pedí al cantinero que me sirviera otro whisky, y más que pensar en mamá y Javier como las personas que me arruinaron una noche de viernes, y ante el vacío de imágenes de cada nuevo trago, me quedé siquiera con ese mágico instante en que me acostaba por primera vez con quien estuvo a punto de ser mi esposa.

Marcial Fernández nació en la Ciudad de México en 1965. Durante dos décadas se dedicó a la crónica taurina con el seudónimo de Pepe Malasombra. Con dicho heterónimo publicó varios libros de tauromaquia, todos agotados menos Citar, templar, mandar (diccionario, 2ª. ed. 2006). Es fundador y editor de Ficticia Editorial, sello especializado en cuentística contemporánea. Con su nombre ha publicado los libros Museo del Tiempo y otras ficciones (cuentos, 2019), Máscara de obsidiana (novela, 2016), Un colibrí es el corazón de un dios que levita (literatura fragmentaria, 2014), Los mariachis asesinos (cuento, 2ª. ed. 2012; e-book, 2013), Balas de salva (novela, 2003) y Andy Watson, contador de historias (microficción, 4ª. ed 2007; e-book, 2013). Es miembro del SNCA desde el 2013.

EL SEGUNDO NACIMIENTO DE EDWARD MORDAKE